CAMUS, Albert

L'étranger

(castellano: "El extranjero", Ed. Planeta, Barcelona 1973)

 

1. INTRODUCCIÓN

Al ser publicada en 1942, El extranjero fue considerada desde el primer momento como una de las novelas más importantes de la literatura francesa contemporánea. Hoy día sigue influyendo notablemente en el pensamiento de muchos escritores.

El extranjero es una novela relativamente corta. En sus poco más de 200 páginas se describe la vida de Meursault, joven franco-argelino, un empleado más de alguna oficina de Argel. Su vida es absolutamente llana y ordinaria. Trabaja en la oficina cinco días a la semana, come en el mismo restaurante, prepara la cena en su apartamento, duerme muchas horas y se entretiene observando a la gente desde su ventana, que asoma a una concurrida calle del barrio. Espera con impaciencia los fines de semana, cuando sale a la playa con su amiga, y por la noche a la sesión del cine.

A pesar de la aparente normalidad, el personaje de Camus es un individuo peculiar. Observa los sucesos y las circunstancias —incluso aquellos que le afectan de modo directo— con marcada indiferencia. Acude al funeral de su madre como si fuera una persona ajena, un extranjero. Posteriormente, circunstancias desafortunadas lo involucran en el asesinato de un Árabe, al que nunca había visto. Meursault asiste al proceso judicial que lo condena a muerte, analizando el desarrollo del juicio con una insólita calma y objetividad, como si se tratara de un reo distinto e indiferente. Estando ya próxima la ejecución, el capellán de la prisión le habla de Dios, pero él rechaza violentamente la esperanza en la religión. Luego de hacer un último y consciente rechazo de Dios, va considerando lo absurdo de su vida y la felicidad que siente en ello, precisamente porque es absurda. Ante la inminencia de la muerte, piensa —no sin un dejo de ironía— que ha sido feliz, que es feliz y que está preparado para empezar a vivir igual otra vez. La conclusión es que o se trata de una felicidad sin sentido y sin fundamento —una palabra vacía que significa lo mismo que su contraria o que no significa nada—, o bien que Camus ha vertido en este pasaje un cinismo sin límites, pretendiendo afirmar que se puede afrontar felizmente la muerte sin esperanza y sin Dios.

2. RESUMEN

El libro está dividido en dos partes. La primera, compuesta de seis capítulos, empieza con el telegrama que recibe Meursault informándole de la muerte de su madre, y termina con el asesinato del árabe. La segunda parte, dividida en cinco capítulos, es un relato de la prisión y el juicio, concluyendo con la exposición de sus sentimientos ante la inevitable ejecución.

1° Parte

Capítulo 1. Muerte de la madre de Meursault en el asilo de ancianos de Marengo, a 50 millas de Argel. Luego de un viaje de dos horas en autobús, llega al asilo al anochecer. Durante la vela del cadáver y el funeral, se niega a ver el cuerpo de su madre. Inmediatamente después de las ceremonias, se marcha. No recuerda casi nada de su madre. Se ve asaltado, en cambio, por frecuentes pensamientos del funeral, de los ancianos del asilo y del paisaje que veía durante el trayecto hacia el entierro.

Capítulo 2. Al día siguiente del funeral, sábado, Meursault va a la playa, donde encuentra a María Cardona, mecanógrafa en su misma oficina. Asisten a un film cómico y pasan juntos el resto de la velada. Hasta bien entrada la mañana del domingo, duerme y fuma en la cama. Desde su ventana, pasa la tarde observando a la gente en la calle populosa.

Capítulo 3. El día siguiente, lunes, trabaja en la oficina y come en el restaurante de Celeste con sus compañeros de trabajo. En este capítulo aparece Salamano, anciano paupérrimo inseparablemente acompañado de un perro sarnoso. Hace amistad con un habitante del mismo edificio de apartamento —Raimundo Sintès, un hombre de dudosa reputación moral—, con el que trama un complot para acusar de infidelidad a la esposa árabe de Raimundo.

Capítulo 4. El sábado siguiente, va a la playa con su amiga. El domingo, Meursault y María presencian la paliza que Raimundo propina a su esposa. Salamano le dice que ha perdido a su perro.

Capítulo 5. Raimundo invita a Meursault y María a pasar el siguiente domingo en el chalet de un amigo suyo, en la playa. Cuenta a Meursault que lo han perseguido unos árabes, entre los cuales está el hermano de su esposa. Más tarde, María pregunta a Meursault si querría casarse con ella; le contesta que le es indiferente. Salamano va a verlo a su departamento para decirle que su perro está definitivamente perdido.

Capítulo 6. Raimundo, Meursault y María van el domingo a casa de Masson, en los alrededores de Argel. Después de la comida tienen una breve riña con dos árabes que buscaban a Raimundo. Un árabe hiere levemente a Masson. Después de curarlo, Meursault y Raimundo regresan a la playa a vengar a su amigo. Meursault toma la pistola de Raimundo, pero los árabes desaparecen. Al final del día, Meursault regresa solo a la playa, encuentra a un árabe y lo mata con la pistola de Raimundo.

2° Parte

Capítulo 1. Meursault es interrogado por el juez de instrucción y por su abogado defensor. Éste le informa que es conocida la indiferencia que mostró en el funeral de su madre; más adelante, Meursault aclara que no ha tenido arrepentimiento por el asesinato sino más bien enfado, y admite que no cree en Dios.

Capítulo 2. Meursault describe su vida en la cárcel, la atmósfera del local de visitas, las trampas de los carceleros que desean matarlo y la única visita de María.

Capítulo 3. Meursault sumariza los hechos y las personas que intervienen en su juicio. Todos sus conocidos son llamados a atestiguar: Raimundo, Masson, Salamano, el guardián del asilo, Tomás Pérez —un anciano amigo de su madre—, María, Celeste. El fiscal hace hincapié en la falta de corazón que mostró en el funeral de su madre, en que ha participado en las más vergonzosas orgías al día siguiente de ese funeral, le llama "monstruo humano" sin ningún sentido moral, que mató a un hombre "por razones futiles y para liquidar un incalificable asunto de costumbres inmorales".

Capítulo 4. El fiscal presiona para que se le aplique la pena de muerte, alegando que un criminal de esta naturaleza, privado del más mínimo sentimiento humano, no tiene lugar en una comunidad cuyos principios básicos son transgredidos sin compunción. Al final del juicio, Meursault escucha la sentencia pronunciada por el juez: en nombre del pueblo francés, se le cortará la cabeza en un lugar público.

Capítulo 5. Meursault describe sus sentimientos ante la próxima ejecución. La visita del capellán fracasa en su intento de hacerle creer en Dios y en la vida eterna.

3. VALORACIÓN LITERARIA

El extranjero es una novela bien escrita, con un estilo límpido y preciso. Las frases son cortas, redondas, sin adjetivos ornamentales. A pesar de esto, las descripciones manifiestan el ojo fino del escritor para captar los detalles. Veamos, por ejemplo, cómo consigue Camus meter al lector en el relato de la tarde del domingo:

“Mi cuarto da a la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el pavimento estaba grasiento; había poca gente y apresurada. Pasó primero una familia que iba de paseo: dos niños con traje de marinero, los pantalones sobre las rodillas, un tanto trabados dentro de las ropas rígidas, y una niña con un gran lazo color de rosa y zapatos de charol. Detrás de ellos, una madre enorme vestida de seda castaña, y el padre, un hombrecillo bastante endeble al que conocía de vista. Llevaba sombrero de paja, corbata de lazo y un bastón en la mano. Al verle con su mujer comprendí por qué en el barrio se decía de él que era distinguido. Un poco más tarde pasaron los jóvenes del arrabal, de pelo lustroso y corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo bordado y zapatos de punta cuadrada. Pensé que iban a los cinematógrafos del centro porque partían muy temprano y se apresuraban a tomar el tranvía, riendo estrepitosamente.

Después que ellos pasaran, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que en todas partes habían comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban los tenderos y los gatos. Sobre las higueras que bordeaban la calle el cielo estaba límpido, pero sin brillo. En la acera de enfrente el cigarrero sacó la silla, la instaló delante de la puerta y montó sobre ella, apoyando los dos brazos en el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de gente, estaban casi vacíos. En el cafetín 'Chez Pierrot', contiguo a la cigarrería, el mozo barría serrín en el salón desierto. Era realmente domingo.

Quedé largo rato mirando al cielo. A las cinco los tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio vecino racimos de espectadores colgados de los estribos y de los pasamanos. Los tranvías siguientes trajeron a los jugadores, que reconocí por los maletines. Gritaban y cantaban a voz en cuello que su club no perecería jamás. Varios me hicieron señas. Uno hasta llegó a gritarme: '¡Les ganamos!'. Dije: '¡Sí!', sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los automóviles comenzaron a afluir.

El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los tejados y, con la tarde que caía, las calles se animaron. Poco a poco regresaban los paseantes. Reconocí al señor distinguido en medio de otros. Los niños lloraban o se dejaban arrastrar. Casi enseguida los cinematógrafos volcaron sobre la calle una marea de espectadores. Los jóvenes tenían gestos más resueltos que de costumbre y pensé que habían visto una película de aventuras. Los que regresaban de los cinematógrafos del centro llegaron un poco más tarde. Parecían más graves. Todavía reían, pero sólo de cuando en cuando; parecían fatigados y soñadores. Se quedaron en la calle, yendo y viniendo por la acera de enfrente. Las jóvenes del barrio andaban asidas del brazo, en cabeza. Los muchachos se habían arreglado para cruzarse con ellas y les lanzaban piropos de los que ellas se reían volviendo la cabeza. Varias que yo conocía me hicieron señas.

Las luces de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las aceras con su cargamento de hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir el piso grasiento y, con intervalos regulares, los tranvías volcaban sus reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata. Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los árboles y las lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer gato atravesó lentamente la calle de nuevo desierta” (pp. 59-62).

Del mismo estilo es el relato del asesinato del árabe: queda en el aire como un cierto rito mágico, expresión de la riqueza narrati­va del novelista:

“Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto.

Estaba solo. Reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado ahí sin pensarlo.

No bien me vio, se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo, naturalmente empuñé el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó caer de nuevo hacia atrás, pero sin reti­rar la mano del bolsillo. Estaba bastante lejos de él, a una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes entre los párpados entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de mis ojos en el aire inflamado. El ruido de las olas parecía aún más perezoso, más inmóvil que a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la arena que se prolongaba. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas que había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había cesado de mi­rar al árabe.

Pensé que me bastaría dar media vuelta y que todo terminaría. Pero toda una playa vibrante de sol se apretaba detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a ma­má y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por ese ardor que no podía so­portar, hice un movimiento de avance. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la fren­te. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un tibio y espeso velo. Tenía los ojos ciegos detrás de esa cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indis­cutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre de­lante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su ex­tensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia” (pp. 114‑117).

4. VALORACIÓN DOCTRINAL

El extranjero es un deliberado intento de exaltar el estilo de vida y la filosofía existencial, que queda reflejada en Meursault. Los personajes secundarios y todos los sucedidos de la obra fueron compuestos en torno a la personalidad del protagonista de la nove­la.

Esta filosofía vital emerge gradualmente en la obra, y llega a su mayor expresión en las últimas páginas del libro donde, con pa­labras puestas en la boca de Meursault, Camus expresa abierta­mente su pensamiento, o más bien su actitud ante la vida.

El personaje de Camus —presentado como ideal para imitar— es un carácter que inspira algo bien distinto de la admiración: no sólo por su indiferente actitud ante hechos tan dramáticos como su propia ejecución, sino por el optimismo vacío que muestra ante lo que ha sido su vida, por su desprecio de la muerte, su rechazo de Dios y su desesperanza.

El héroe de Camus es sensual y vive con ansiedad el momento presente. Se alegra con los placeres que la vida ofrece —nadar en el mar, fumar un cigarrillo, la tranquilidad de una tarde de domin­go... —, y pretende hacer creer que le satisface completamente. Ca­mus demuestra una pasión pagana por la vida instintiva, en cierto modo animal, que ocupa un lugar central en su filosofía incoheren­te. El autor, una vez que ha rechazado a Dios, no es el primero en caminar por una senda ya frecuentemente transitada: la de buscar toda felicidad en esta vida, cifrándola en los placeres sensibles.

Teniendo esto presente, se puede entender por qué Meursault observa todos los acontecimientos que le afectan con una anormal indiferencia, y el porqué de la carencia del más elemental sentido moral. Su rechazo a la mera consideración de la existencia de Dios y el ansia de ser feliz satisfaciendo todos sus placeres, le obligan a estar obsesivamente pendiente tan sólo de sus pensamientos y deseos, limitados siempre al momento presente. El mismo expresa es­te hecho cuando escuchaba las acusaciones que le dirigía el fiscal:

“... no escuché más al fiscal hasta el momento en que le oí decir: ‘¿Acaso ha mostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen'.

... sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón. No lamentaba mucho mi acto. Pero tanto encarnizamiento me asombraba. Hubiera querido tratar de explicarle cordialmente, casi con cariño, que nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa al­guna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana” (pp. 174‑175).

Viviendo en el libertinaje, en un continuo y animalizado presente, Meursault no puede tener otra visión que la indiferencia. Cuando su jefe le pregunta si le gustaría un empleo en una filial de París, muestra la misma desconcertante actitud que tuvo antes en el funeral de su madre:

“Le dije que estaría preparado para ir, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual y que la mía no me disgustaba en absoluto” (pp. 90‑91).

Y vuelve a mostrar la misma frialdad y desenfado ante la pregunta de María sobre el posible matrimonio:

“María estuvo a buscarme por la tarde y me preguntó si que­ría casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podíamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté co­mo ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. ‘¿Por qué, entonces, casarte conmigo?’, di­jo. Le explique que no tenía ninguna importancia y que si lo desea­ba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir que sí. Observó entonces que el matrimo­nio era cosa grave. Respondí: ‘No’. Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si ha­bría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: ‘Naturalmente’” (pp. 91‑92).

Esta actitud, a todas luces infrahumana, que no deja lugar a ideales altos ni a sentimientos nobles, no es percibida como tal por Camus. Él pretende que sea la única actitud posible, y en esto probablemente no se equivoque, pues habiendo rechazado tan voluntariamente a Dios, no es extraño que exalte un modelo de vida hu­mana en todo semejante a la vida animal.

Camus guarda para el final los pasajes más significativos de El extranjero. La reserva inicial de Meursault, silencio ante la vida y la muerte, se cristaliza en palabras cuando el capellán le hace una visita inesperada. En este breve encuentro, ya cerca de la ejecu­ción, el pensamiento ateo del autor sobre la felicidad se manifiesta de forma explícita y violenta.

El sacerdote trata de hablarle de Dios. Meursault le dice que no cree en Dios, que no tiene ningún deseo de ser ayudado, que su vida luego de la muerte consistirá en “recordar su vida en la tierra”: y eso es todo lo que espera. Cuando el capellán le interro­ga, y luego le dice que rezará por él, Meursault se enfurece:

“Entonces, no sé por qué, algo se rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije que no rogara y que más le valía desaparecer. Le había asido por el cuello de la so­tana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos en que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar seguro ¿no es cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un ca­bello de mujer. Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me parecía tener las manos vacías. Pero es­taba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mi vida y de esa muerte que iba a llegar. Sí, no tenía más que eso. Pe­ro, por lo menos, poseía esa verdad, tanto como ella me poseía a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre ra­zón” (pp. 202‑203).

Sus palabras no son otra cosa que un desfogue irracional; su seguridad no tiene fundamento alguno: es una seguridad sin senti­do. Él mismo percibe que estas palabras están pidiendo una expli­cación, y pretende darla en el pasaje siguiente que es, quizá, el más importante de la novela. En él resulta evidente que Camus ha planteado una cuestión fundamental, y que no sabe como resolverla; se refugia en su indudable maestría literaria para encubrir la falta de una respuesta. Sólo sabe concluir diciendo que ha “comprendido” la felicidad. Al lector le queda entonces la alternativa de creer a Camus —porque sí— y aceptar que la vida no tiene sentido, a pen­sar simple y llanamente que está mintiendo, que dice haber encon­trado la felicidad cuando todo respira inquietud y amargura.

En efecto, paradójicamente, cuando Meursault rechaza la esperanza en Dios, encuentra un ‘sentido’ a la existencia que ha llevado. De improviso, manifiesta que ha sido feliz y que lo sigue siendo:

“En cuanto salió, recuperé la calma. Me sentía agotado y me arrojé sobre el camastro. Creo que dormí porque me desperté con las estrellas sobre el rostro. Los ruidos del campo subían hasta mí. Olores a noche, a tierra y a sal me refrescaban las sienes. La maravillosa paz del verano adormecido penetraba en mí como una ma­rea. En ese momento, y en el límite de la noche, aullaron las sirenas. Anunciaban partidas hacia un mundo que me era para siempre indiferente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pensé en mamá. Me pareció comprender por qué, al final de su vida, ha­bía tenido un ‘novio’, por qué había jugado a comenzar otra vez. Allá, allá también, en torno de ese asilo en el que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica. Tan cerca de la muerte, mamá debía de sentirse allí liberada y pronta para revivir todo. Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esa tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esa no­che cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendí que había sido feliz y que lo era todavía” (pp. 205‑206).

La faceta más penosa de la filosofía de Camus contenida en El extranjero, es precisamente este optimismo del condenado que ha rechazado a Dios. Enfrentado con una muerte inexorable y con un pasado carente de sentido, Camus pretende hacer creer que Meursault se siente feliz y pronto a comenzar de nuevo igual. Se vislum­bra aquí un legado de Nietzsche en la filosofía camusiana.

El argumento, con el romance como telón de fondo, no convence. Ante los ojos de un lector con discernimiento, el falso opti­mismo de Meursault y la mística camusiana sobre la felicidad caen por su propio peso ante una deliberada repulsa de Dios y de la vida eterna.

M.G.

 

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