GARCIA MARQUEZ, Gabriel

Cien años de soledad (Arbol genealógico de la estirpe Buendía)

Editorial Círculo de Lectores S. A. Barcelona 1979.

 

1. Consideraciones generales

“Cien años de soledad” narra la historia mítica de una familia, los Buendía, que comienza y termina, a lo largo de un siglo, en Macondo, aldea en el interior de la selva, cerca de una ciénaga en las vecindades de la costa norte de Colombia.

Toda una vida de soledad y de silencio en la que el tiempo no pasa sino que da continuas vueltas en redondo, y en la que todos parecen vivir en un mundo de tinieblas, infranqueable y solitario, desde el primero hasta el último de la estirpe.

La novela está llena de excesos, de increíbles exageraciones, de hechos descabellados. Toda la exuberancia del trópico vertida en la imaginación, cuyos límites son forzados a extremos increíbles. La narración recoge, al parecer, las mil historias contadas al novelista en su infancia por los mayores de su pueblo, Aracataca, en el departamento del Magdalena. Algunos hechos reales se entrelazan con situaciones fantásticas, sin que sea posible distinguir donde muere la historia y cobra vida la fábula.

Está escrita con un lenguaje rico en imágenes de gran plasticidad y viveza, empleando los recursos y la riqueza de la lengua castellana, que García Márquez maneja con evidente soltura. Se lee con facilidad.

La novela aparece salpicada, frecuente y extensamente, de escenas eróticas relatadas con crudeza y a veces con minuciosidad. Raras veces aparece el amor, y cuando aparece es presentado por el autor como la simple atracción física, aun entre los esposos.

Los personajes centrales carecen de virtudes. Todos parecen más bien movidos por la ambición, el orgullo, el odio o el resentimiento. Lo que parece diligencia es más bien temeridad, lo que semeja abnegación es codicia; y es tozudez irreflexiva la perseverancia. Los resentimientos parecen superiores a cualquier afecto. El descreimiento general sustituye —con excepción de algunos personajes— a la religión y la visión más terrena reemplaza la fe sobrenatural.

De vez en cuando aparecen —dispersas en la historia— algunas cualidades rescatables: la hospitalidad de Ursula, la alegría contagiosa de Remedios Moscote, el espíritu de servicio callado y discreto de Santa Sofía de la Piedad o la sonrisa optimista de Amaranta Ursula. Entre los hombres, sólo Melquíades, el gitano que muere varias veces y que está presente en off a lo largo de toda la novela, se muestra siempre amable, generoso, lleno de cariño por toda la familia cuyo destino ha previsto y escrito con cien años de anticipación.

Todo es soledad. Un mundo individualista en el que nadie parece haber tenido tiempo para pensar en la felicidad ajena.

La carencia de valores humanos, el menosprecio de los sobrenaturales, y el exceso de descripciones eróticas, hacen que esta obra sea moralmente rechazable.

2. El estilo de García Márquez

Es característica su fantasiosidad, con un lenguaje muy cuidado y rico en matices; tiene frecuentes párrafos de desbordada imaginativa que dan a la narración esa peculiaridad característica de García Márquez.

Algunos ejemplos:

2.1 “Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino toda las de la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Ursula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros” (p. 14).

2.2. La muerte de José Arcadio —el primer hijo— es descrita de la siguiente manera: “Una tarde de septiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para salarlos más tarde y fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró al dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho feliz. Ese fue el único misterio que nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta el dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó en la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva ancha la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Ursula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan” (p. 116).

3. Personajes

1. José Arcadio Buendía y su esposa Ursula Iguarán.

2. Tienen tres hijos: José Arcadio, Aureliano y Amaranta.

3. José Arcadio tiene un hijo de Pilar Ternera: Arcadio.

4. José Arcadio se casa con Rebeca, de la que no tienen hijos.

5. Aureliano tiene un hijo de Pilar Ternera: Aureliano José.

6. Aureliano tiene 17 hijos de 17 madres diversas, que llevan el nombre de Aureliano y el apellido de las madres respectivas. No se vinculan con la familia Buendía de manera estable.

7. El mismo Aureliano —que se conoce en la novela como El Coronel Aureliano Buendía— se casa con Remedios Moscote, la cual muere en su primer parto, sin llegar a dar a luz dos gemelos.

8. Arcadio, con Sta. Sofía de la Piedad, tiene tres hijos: Remedios, la bella; y dos gemelos póstumos: José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.

9. Aureliano Segundo se casa con Fernanda del Carpio, de la cual tiene tres hijos: José Arcadio, Memé y Amaranta Ursula.

10. Memé, con Mauricio Babilonia, tienen un nuevo Aureliano.

11. Aureliano Babilonia con su tía Amaranta Ursula tienen el último de la estirpe Buendía, el último Aureliano, quien nace con cola de cerdo y, recién nacido, se lo comen las hormigas...

4. Síntesis del libro

4.1. “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo” (p. 7).

Su fundador fue José Arcadio Buendía quien con su mujer Ursula Iguarán, y un grupo de hombres con sus mujeres y sus niños y animales y toda clase de enseres domésticos, habían atravesado la sierra buscando una salida al mar. Al cabo de veintiséis meses de fatiga inútil desistieron de la empresa y fundaron Macondo, para no tener que emprender el camino de regreso. No supieron donde estaban: sólo que al otro lado quedaba Riohacha y la sierra impenetrable entre los dos.

José Arcadio Buendía “era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza” (p. 13).

Su mujer, Ursula, era enormemente laboriosa. “Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca” (p. 13).

En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea tan feliz que nadie pensaba en otra. Ninguno tenía más de treinta años y nadie aún había muerto.

La pequeña población era visitada de marzo a marzo por grupos de gitanos, uno de los cuales, Melquíades, acabará por tener un enorme influjo en la alocada imaginación de José Arcadio Buendía. Su presencia se convertirá en una constante en los cien años de soledad de la familia Buendía. Melquíades era un ser extraordinario a quien “la muerte lo seguía por todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón (...). Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas (...). Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana” (p. 11).

Los inventos de los gitanos —un par de lingotes imantados, un catalejo, una lupa gigantesca...— acabaron por volver loca la mente de José Arcadio Buendía, interesadísimo por “el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento y la máquina múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos”. Tantos inventos fantásticos que José Arcadio “hubiera querido inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todos” (p. 19).

Estaba lleno de ideas extravagantes y de sueños locos, forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación. Acabó por no importarle nada el mundo exterior y a no preocuparse casi de sus hijos. “Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas” (pp. 18-19).

Con el paso del tiempo y los gitanos, José Arcadio se convirtió en “un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Ursula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio” (p. 14). Su espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo.

El hijo mayor de José Arcadio, lleva su mismo nombre. Nació durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de animal: los dos eran parientes.

Aureliano, el otro hijo varón, fue el primer ser humano que nació en Macondo, ocho años después del nacimiento de su primogénito. Era silencioso y retraído. “Muchos años después —así comienza la narración—, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

4.2. Ya en el siglo XVI los bisabuelos de Ursula Iguarán habían tenido negocios con un próspero cultivador de tabaco, José Arcadio Buendía. Sus descendientes tradicionalmente se casaron entre sí, con extrañas consecuencias genéticas: del matrimonio de dos tíos de Ursula y José Arcadio, nació un niño con cola de cerdo.

Ursula y José Arcadio contrajeron matrimonio con la oposición de sus respectivos padres.

Pero Ursula, urgida por la madre, no estaba dispuesta a tener hijos por el temor de que no fueran normales. Este hecho le creó mala reputación a José Arcadio. Un día —luego de una pelea de gallos, a las que era muy aficionado— una hiriente frase de su contendor derrotado, Prudencio Aguilar, le exasperó hasta el punto de matarlo con una lanza. Después obligó a su mujer a no poner trabas para engendrar un hijo.

Sucesivas apariciones de Prudencio crearon tal desasosiego en la pareja que llenos de remordimiento emprendieron la travesía de la sierra, para dejar en paz el ánima de Prudencio. Así nació Macondo, nombre que fue inspirado en un sueño a José Arcadio.

Adolescente el hijo mayor, José Arcadio, aparece en escena una mujer —Pilar Ternera—, también venida en la travesía, que ayuda a Ursula en los menesteres de la casa. Seduce al muchacho y, concibe un hijo —Arcadio— que es llevado a la casa de sus abuelos, a los dos días de haber nacido.

La narración, en el presente capítulo, adquiere un tono marcadamente sensual.

Entretanto, ha nacido Amaranta, hermana menor de José Arcadio y de Aureliano.

José Arcadio Buendía, el padre, continúa con la gran obsesión: sus experimentos alquimistas, ahora empeñado en el descubrimiento de la piedra filosofal. Y José Arcadio, el hijo, parte con una gitana de la cual se ha enamorado.

4.3. El pueblo ha crecido y se convierte en floreciente lugar, ruta del comercio permanente. José Arcadio Buendía abandona la alquimia y vuelve a ser el hábil organizador de antes. Aureliano, en el laboratorio abandonado por su padre emprende sus experimentos en platería y se vuelve experto orfebre: sus pececitos de oro, con ojos de brillantes, serán su eterna obsesión hasta la muerte. Silencioso y taciturno, vivirá siempre en una abrumadora soledad.

Como un ser venido del misterio, llega Rebeca, un domingo: con sus once años, una impresionante escualidez, un silencio inmutable y una bolsa de lona con los huesos de sus padres. Nunca se supo su verdadero origen, aunque el papel que traían quienes la llevaron a la casa de José Arcadio decía que era hija de unos primos de Ursula. Con el mutismo, trajo también la costumbre de comer tierra y cal de las paredes. Vicios que sólo con mucho esfuerzo y paciencia de Ursula logró, temporalmente, vencer, llegando a ser un miembro modelo de la familia Buendía.

Ursula anda ahora dedicada al negocio de sus animalitos de caramelo, que vende en todo el pueblo. Se olvida de sus hijos, que aprenderán a hablar guajiro antes que castellano, enseñados por dos hermanos de esa tierra que llegaron a Macondo huyendo de la peste del insomnio que asoló la Guajira.

Pronto la enfermedad del insomnio llega también al hogar. Y, a través de los azucarados animales de Ursula, el pueblo entero experimenta el contagio. Nadie vuelve a dormir. Ni a recordar: por lo que se ven obligados a poner nombre y oficio a animales y a cosas, a objetos y sentimientos.

Un anciano decrépito, con una sustancia de color apacible, vuelve la luz de la memoria a José Arcadio y a todos. Era Melquíades, que había vuelto de la muerte, porque no pudo soportar la soledad. Revivida la vieja amistad, permanece en casa de los Buendía. Y con su nuevo invento, el daguerrotipo, toma la placa de toda la familia —menos de Ursula que se negó— y de todos y todo en Macondo. José Arcadio se empeñará en hacer con el mismo aparato la prueba de la existencia de Dios: “Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia” (p. 50).

Ante la evidencia del crecimiento de la familia, Ursula decide ampliar la casa, que llegará a ser “no sólo la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga” (p. 52).

A Macondo ha llegado un corregidor. Don Apolinar Moscote se instala en el pueblo con su esposa y dos hijas. Pero debe aceptar las condiciones que le impone José Arcadio Buendía: no debe interferir en la vida de la población. La hija menor de D. Apolinar, Remedios, de apenas nueve años, dejó en Aureliano —que casi podría ser su padre— una impresión que ya no le dejaría en paz y que le lleva a decidir casarse con ella.

4.4. Aparece Pietro Crespi. “Era un joven rubio, el hombre más hermoso y mejor educado que se había visto en Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almilla brocada y el grueso saco de paño oscuro” (p. 56). Había llegado para instalar la pianola que Ursula importó. Luego regresó a recomponerla, cuando fue destrozada por José Arcadio Buendía en su afán investigador. Y se quedó en el pueblo habiéndose ganado el amor de Rebeca y los celos de Amaranta.

Melquíades —que había vuelto de los muerto— envejece todavía hasta que “luego de haber alcanzado la inmortalidad”, decide morir. Y lo logra, perdiéndose en el río.

José Arcadio Buendía, obsesionado por la máquina del tiempo pierde la razón. Y cuando está a punto de destrozar toda la casa, es sujetado por Aureliano con la ayuda de sus vecinos. “Se necesitaron diez hombres para tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la boca” (p. 72). Más tarde, cuando Ursula y Amaranta regresan de un viaje que se considera de consolación para ésta por la decisión ya tomada del matrimonio de Pietro Crespi con Rebeca, “le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia”.

El autor va jugando —como toda la novela— con hechos fantasiosos: “la piel (de Melquíades aun vivo) se le cubrió de un musgo tierno”. Y continúa la obsesiva presencia del tema erótico, que tiene en toda la narración lugar de privilegio.

Aureliano, por fin, se casa con Remedios. Esta pasa de la ingenua niñez a una repentina maduración en su personalidad. Se convierte en la alegría de la casa, sembradora de contento y de cariño a su alrededor, que alcanza incluso al solitario prisionero del árbol. Remedios adopta como suyo al hijo que su marido había tenido con Pilar Ternera, Aureliano José. Pero ella misma muere en su primer parto.

4.5. Un sacerdote aparece por primera vez en la vida de Macondo. El padre Nicanor Reyna a quien D. Apolinar Moscote había llevado a la ciénaga para que oficiara la boda de su hija; era un anciano endurecido por la ingratitud de la gente.

Intenta construir un templo. Pero ante la dureza de los habitantes de Macondo para ayudarle, decide practicar la levitación, a la que siempre precede la ingestión de una espumosa taza de chocolate caliente. El templo pronto se pone en marcha. El padre Reyna intenta convertir a José Arcadio, con quien habla en latín, pero resulta inútil: sólo está dispuesto a creer en Dios cuando vea su daguerrotipo.

El matrimonio de Rebeca y Pietro sufre sucesivos aplazamientos, generalmente provocados por la ingeniosa y malévola Amaranta.

Un día regresa José Arcadio. Un vendaval descomunal, gigantesco, que convulsiona con sus modales la tranquilidad de la casa. Su obsesión —convertida también en medio de vida— era demostrar su fuerza en apuestas que ganaba al pulsar con cinco hombres a la vez. Mal recibido en su familia, Rebeca se enamoró de él. Y se casaron, debiendo irse de la casa para vivir en otra.

De pronto estalló la guerra civil. Aureliano, que en las elecciones había votado por los conservadores a instancias de su suegro don Apolinar Moscote, es requerido durante meses para que milite en el partido liberal y se una a la revuelta contra la autoridad.

Las negativas de Aureliano son vencidas por las trampas electorales de que ha sido testigo y por la evidencia del incipiente terror que causan en Macondo los soldados venidos en la noche con sus primeros asesinatos. Renuncia a su pacifismo y encabeza una sorpresiva toma del pueblo con fusilamiento de la autoridad militar. Autonombrado coronel parte con un grupo de revolucionarios a unirse a las fuerzas del general Victorio Medina.

Arcadio es designado por Aureliano jefe civil de Macondo, con todos los poderes.

4.6. “El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar a un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el Presidente de la República. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró pocos años antes de morir de viejo, ni siquiera eso esperaba la madrugada en que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del general Victorio Medina” (p. 92).

Arcadio tomó el mando en Macondo con anhelos de dictador, déspota y cruel. Toda la amargura y los resentimientos de su infancia, en un hogar que no sintió nunca como suyo, se volcaron en un dominio absoluto. Sólo Ursula, su abuela, logró un día amedrentarlo a vergajazos. Desde entonces ella fue quien gobernó en el pueblo.

Pietro Crespi se enamora perdidamente de Amaranta. Pero ésta, cuando fue requerida en matrimonio, lo rechaza de plano. El se cortó las venas. Su entierro fue suntuoso por decisión de Ursula, que lo lloró amargamente.

Arcadio tiene una hija de Santa Sofía de la Piedad. Después de la muerte del padre, Ursula bautizará a la niña, Remedios.

José Arcadio, que se había convertido en un enorme trabajador, se apodera de las tierras que circundaban Macondo, con la complicidad de Arcadio.

La guerra, que los revolucionarios liberales perdían por todas partes, hace su entrada en Macondo. Y en una violenta refriega —por la cerril defensa que hacen Arcadio y su gente mal armada— los soldados toman la población, matan a todos sus improvisados defensores y juzgan de manera sumaria a Arcadio. Frente al pelotón de fusilamiento no sentirá miedo, pero sí nostalgia por la vida. Y muere ante el muro del cementerio, al lado de la casa de José Arcadio mientras Rebeca le hace la señal de despedida con la mano. Santa Sofía de la Piedad esperaba por entonces los dos gemelos que llevarán los nombres de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.

Entretanto, José Arcadio Buendía, el abuelo, sigue impávido, embrutecido, bajo el castaño. Ya desatado y con la sola compañía de Ursula, quien le habla con cariño y le cuenta todas las noticias, procurando destacar sólo las buenas, cuando le parece que reacciona con tristeza ante las negativas. Es más bien un monólogo, porque el marido ha perdido ya todo contacto con la realidad.

4.7. En mayo terminó la guerra. Aureliano fue hecho prisionero con el único compañero en su derrota final: Gerineldo Márquez. Condenado a muerte, su última voluntad fue morir en Macondo, lo que se le concedió.

Como un pordiosero miserable llegó amarrado al pueblo. Sabía que iba a morir pero se extrañaba de no experimentar el presagio de la muerte. Entretanto la gente de Macondo corrió la voz de que quien matara al coronel Aureliano Buendía, sería asesinado irremediablemente. Ante el atemorizado pelotón de fusilamiento, Aureliano recordó el día en que su padre lo había llevado al hielo...

José Arcadio amenazador y brutal emerge de pronto con su escopeta de dos cañones y el capitán Roque Carnicero se rinde con sus hombres, los cuales se unen a Aureliano y, ante la muerte del general Victorio Medina, Aureliano quedará como jefe supremo del ejército revolucionario. En tantas partes actuaba que quedó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano Buendía.

Más tarde, cuando regresa a Macondo para establecer allí su cuartel general, ya Rebeca ha asesinado a José Arcadio. Nunca se llegará a saber por qué.

Es en ese período cuando Aureliano, que escapó muchas veces a la muerte, recibe una pócima en su café con el intento de envenenarlo. Lo salva Ursula de la muerte, en dos días de vomitivos y de clara de huevo. “En la neblina de la convalecencia, rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendía evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:

—“Dime una cosa, compadre, ¿por qué estás peleando?

—Por qué ha de ser, compadre —contestó el coronel Gerineldo Márquez—: por el gran partido liberal.

—Dichoso tú que lo sabes —contestó él—. Yo por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.

—Eso es malo —dijo el coronel Gerineldo Márquez.

Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. “Naturalmente”, dijo. “Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea”. Lo miró a los ojos, y agregó sonriendo:

—O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie” (p. 119).

Cuando Aureliano parte de nuevo, esta vez para hacer contacto con las guerrillas del interior, el coronel Gerineldo Márquez queda al mando del pueblo.

José Arcadio Buendía, al pie de su castaño, solo habla ya con el muerto Prudencio Aguilar, de gallos y de peleas. Dos semanas antes de su muerte, ya Aureliano se lo ha avisado a Ursula por carta. El día señalado no pudieron despertarlo más. “Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro” (p. 123).

4.8. Aureliano José —el hijo de Aureliano y Pilar Ternera— era ya un hombrecito, y se fue a vivir al cuartel.

Cuando se firma el armisticio entre liberales y conservadores, Aureliano no confía y se levanta una vez más en armas. Esta vez, luego de escaramuzas y derrotas por infinidad de lugares, termina en el Caribe. “Después había de saberse que la idea que entonces lo animaba era la unificación de las fuerzas federalistas de la América Central, para barrer con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia” (p. 127).

Macondo, entretanto, ha recuperado la tranquilidad. Lo gobierna ahora el general conservador José Raquel Moncada, como su primer alcalde, luego de que fuera convertido en municipio. El padre Nicanor, consumido por las fiebres hepáticas, fue reemplazado por el padre Coronel, a quien llamaban El Cachorro. Fue construido un teatro, se restauró la escuela. “Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo, los voluntariosos gemelos de Santa Sofía de la Piedad, fueron los primeros que se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises y sus jarritos de aluminio marcados con sus nombres. Remedios, heredera de la belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida como Remedios, la bella. A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Ursula se resistía a envejecer (...) “Mientras Dios me dé vida —solía decir— no faltará la plata en esta casa de locos” (p. 129).

Aureliano José que había estado con las tropas federalistas, desertó para volver a Macondo con la secreta ilusión de casarse con Amaranta. Rechazado por ésta, vive como paria en la calle. Poco después morirá de un balazo en la espalda, disparado por el nuevo comandante militar del pueblo, que detesta a los Buendía.

Poco a poco han ido apareciendo, para que Ursula los bautice, los hijos que Aureliano había sembrado por doquier: son diecisiete, que reciben todos el nombre de Aureliano y el apellido de la respectiva madre, a las que son devueltos.

Aureliano regresa, más militar y déspota que nunca. Y se toma otra vez el pueblo, organizando cruentas represalias y fusilamientos, que incluyen el de su amigo entrañable el general Moncada, sin importarle las súplicas de Ursula y los intentos de disuadirlo que emprendieron todas las madres de Macondo.

4.9. La guerra, la gloria, los triunfos y las derrotas, los armisticios y las desilusiones, acabaron con el corazón de Aureliano. Frío, sin sentimientos, se encierra con nostalgia en una soledad que acaba por envolverlo definitivamente, como un cascarón imposible de ser roto.

Cruel e insensible, nada lo conmueve. Fue un extraño en su casa. “Ursula fue la única que se atrevió a perturbar su abstracción.

—Si has de irte otra vez —le dijo a mitad de una cena—, por lo menos trata de recordar cómo éramos esta noche.

Entonces el coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que Ursula era el único ser humano que había logrado desentrañar su miseria, y por primera vez en muchos años se atrevió a mirarla a la cara. Tenía la piel cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color, y la mirada atónita. La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en que él tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo iba a caerse de la mesa, y la encontró despedazada. En un instante descubrió los arañazos, los verdugones, las mataduras, las úlceras y cicatrices que había dejado en ella más de medio siglo de vida cotidiana, y comprobó que esos estragos no suscitaban en él ni siquiera un sentimiento de piedad. Hizo entonces un último esfuerzo para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos, y no pudo encontrarlo” (p. 150).

Ya no había nada en su corazón. Ni los pescaditos de oro, que con tanto calor fabricaba en su platería; ni los versos incansables que llenaban el baúl que trajo, su único tesoro, cuando regresó a Macondo: todo había sido arrasado por la guerra. Un frío que le calaba los huesos, habría de acompañarlo hasta la muerte, por lo que siempre debió permanecer, bajo los treinta y cinco grados centígrados de la temperatura de Macondo, envuelto en una gruesa manta.

Deshecho y sin ilusiones se encaminó un día —después de haber destruido en su casa hasta el más pequeño rastro personal para que nadie se acordara de él— a firmar el armisticio con el gobierno de Neerlandia, en medio del desprecio de sus antiguos colaboradores, que lo calificaban de traidor. Luego, con la única bala del único revolver que conservaba se disparó en el pecho, en el sitio preciso señalado días antes a petición suya por su médico como el lugar del corazón: “El único punto por donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital” explicaría posteriormente el galeno, ante la ira de Aureliano por haber fracasado en su intento de suicidio.

Pasó la nueva convalecencia en su casa, perdonado por el pueblo que apreció como heroico su gesto. El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido. Luego, cuando rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el Presidente de la República, hasta sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que promoviera una nueva guerra. Cosa que estuvo tentado a hacer.

4.10. Los hijos de Arcadio —Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo— han crecido. Mellizos idénticos hasta la adolescencia, entrecruzaron sus nombres tantas veces por confundir a los demás, que nunca se supo con certeza quién de los dos era quién.

Aureliano Segundo se dedicó a estudiar los libros y manuscritos del laboratorio de Melquíades, quien volvió una vez más de la muerte, joven de 40 años a sostener con el muchacho largas conversaciones.

José Arcadio Segundo resultó amigo del padre Antonio Isabel, sucesor de El Cachorro, y aprendió catecismo para hacer la primera comunión: “Es que a mí me parece que he salido conservador”.

Aparece en escena Petra Cotes. Una viuda que vive de las rifas, y que se hace amante de los dos mellizos confundida por su parecido.

José Arcadio Segundo, con dinero de Aureliano siempre generosísimo, lleva a cabo la locura de enderezar el río y vaciarlo de piedras para hacer llegar un barco a Macondo.

El coronel Aureliano Buendía continúa con la empresa de hacer y vender pescaditos de oro. Las monedas del precioso metal que recibe como pago las funde para convertirlas de nuevo en pescaditos, en un círculo vicioso que desespera a Ursula.

Un episodio sangriento, del que nunca se supo cómo fue provocado, en el fervor de un carnaval, pone en contacto a Aureliano Segundo con Fernanda del Carpio, hermosa mujer del interior a quien habían llevado al pueblo unos desconocidos con la promesa de hacerla reina de Madagascar. “Seis meses después de la masacre, cuando se restablecieron los heridos y se marchitaron las últimas flores en la fosa común, Aureliano Segundo fue a buscarla a la distante ciudad donde vivía con su padre, y se casó con ella en Macondo, en una fragorosa parranda de veinte días” (p. 174).

A su primer hijo, José Arcadio, quiso educarlo personalmente Ursula con la ilusión de que llegara a ser cura.

4.11. Fernanda del Carpio había sido educada para reina, en un hogar que vivía de un pasado glorioso, sin contacto con la realidad. Su primera experiencia con el mundo fue el viaje a Macondo. Ante la burla de que había sido objeto y el drama posterior del carnaval, regresó a su casa prometiéndose no abandonarla hasta la muerte. Hasta que Aureliano Segundo llegó a buscarla. “La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar a Macondo, con el orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras inútiles, con la tenacidad insensata con que Ursula aseguró la supervivencia de la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de desaliento” (p. 179).

Por fin encontró y se trajo a Fernanda. “Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad” (p. 179).

Fernanda, poco a poco, llegó a imponer su voluntad en la casa de los Buendía. Introdujo las costumbres con las que fue educada, estableciendo rígidos formulismos en la mesa, no comer nadie en la cocina...

 “Mientras Ursula disfrutó del dominio pleno de sus facultades, subsistieron algunos de los antiguos hábitos y la vida de la familia conservó una cierta influencia de sus corazonadas, pero cuando perdió la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de rigidez iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó, terminó por cerrarse completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia” (pp. 182‑183).

El jubileo que el gobierno organizó en Macondo con la intención de condecorar al coronel Aureliano Buendía, provocó en éste indignación y repulsa: su historia guerrera debería permanecer en el olvido. Pero fue ocasión de la visita de sus 17 hijos quienes, luego de una ruidosa celebración organizada por José Arcadio Segundo, antes de partir cada uno a su propio hogar, llevados por Amaranta el miércoles de ceniza recibieron la cruz sobre sus frentes. La cual quedó en cada uno como señal indeleble que habían de llevar hasta la muerte.

Rebeca, olvidada de todos —menos de Amaranta con su rencor y de Ursula con su cariño— envejeció en su casa, ajena totalmente al mundo, en la más absoluta soledad e indiferencia.

Aureliano Triste, uno de los 17 hijos de Aureliano, permaneció en Macondo. Se le unió más tarde Aureliano Centeno en un negocio que su abuelo José Arcadio Buendía había ya pensado: la venta de hielo, que más tarde diversificaron en helados. Ante la prosperidad de las ventas y con la ayuda que Joé Arcadio Segundo siempre prestaba a las locuras, Aureliano Triste trajo e] ferrocarril al pueblo, después de ocho meses de fatigas. “Cuando se restablecieron del desconcierto de los silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle, y vieron hechizados el tren adornado con flores (...). El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo” (p. 191).

4.12. La llegada del tren fue seguida del ingreso al pueblo de los últimos inventos de la civilización, que enloquecieron de dudas a los habitantes de Macondo: el teléfono, el cine, el gramófono...

Detrás de sus exuberantes tierras, excelentes para el cultivo del banano, llegaron también los gringos. “Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo, que ocho meses después de la visita de míster Herbert los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo.

—Miren la vaina que nos hemos buscado —solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía—, no más por invitar un gringo a comer guineo” (p. 196).

 “Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del banano”. La familia la tuvo por retrasada mental —menos Aureliano que la consideraba “el ser más lúcido que había conocido jamás”— y la abandonaron a la buena de Dios. “Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad (...), hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba trasparentada por una palidez intensa.

—¿Te sientes mal? —le preguntó.

Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.

—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.

Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Ursula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria” (p. 203).

Los gringos y sus bananeras habían transformado el pueblo. Pusieron alcaldes a su gusto y cambiaron la ingenua policía por matones de machete. El asesinato de un nieto del hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal, cortado a machetazos por una bagatela, exasperó al coronel Aureliano Buendía. Fue la sentencia de muerte de sus hijos, quienes recibieron todos —en una misma noche y en el mismo lugar en el que el padre Antonio Isabel había impuesto la ceniza— la bala o el puñal que les cortó de tajo la existencia.

4.13. Ursula está ciega. Hace tiempo que no puede ver. Pero nadie lo ha notado porque ella desarrolló una habilidad especial para orientarse en todas partes. “La verdad era que Ursula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la preguntadera de si no habían dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a ciencia cierta cuando empezó a perder la vista” (p. 209‑210).

 “Sin embargo, en la impenetrable soledad de la decrepitud dispuso de tal clarividencia para examinar hasta los más insignificantes acontecimientos de la familia, que por primera vez vio con claridad las verdades que sus ocupaciones de otro tiempo le habían impedido ver (...). Se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie (...). Vislumbró que no había hecho, tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor” (pp. 211‑212).

En su luminosa soledad Ursula comprendió que Amaranta “cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba” era la mujer más tierna que había existido jamás.

Entretanto José Arcadio, el hijo de Fernanda, había marchado al seminario. Y Memé, su hermana, a un colegio de monjas a estudiar el Clavicordio. Y Amaranta había comenzado a tejer su propia mortaja. Aureliano Segundo se fue a vivir con Petra Cotes. José Arcadio Segundo “andaba al garete, sin afectos, sin ambiciones, como una estrella errante en el sistema planetario de Ursula”. Y el coronel Aureliano Buendía, sumergido en una soledad cada vez más profunda, fue encerrándose paso a paso en su mutismo, hasta que un día de octubre, día de lluvia, murió junto al castaño donde había atado a su padre.

4.14. Memé regresa a casa con su grado de experta clavicordista. Actúa en sus conciertos como persona mayor, y en su libertad con desenvoltura de adolescente deseosa de vivir su vida. Había estudiado sólo por evitarle un disgusto a Fernanda. Ha nacido ya Amaranta Ursula, la tercera hija de Fernanda.

Amaranta, que había comenzado su mortaja advertida por la muerte de que al concluirla moriría, falleció exactamente el día en que concluyó su obra de arte. Y fue enterrada con un cajón lleno de cartas para los muertos, que enviaban los habitantes de Macondo.

Fernanda descubrió las relaciones de Memé, su hija, con Mauricio Babilonia un mecánico de las bananeras, y planeó su final. Convenció al alcalde de poner un guardia para cazar al “ladrón de gallinas” que llegaba todas las noches a su casa. Una bala en la columna vertebral dejó a Mauricio Babilonia reducido a cama el resto de su vida.

4.15. Memé terminó sus días en el convento al que la llevó Fernanda: el mismo en el que ésta había sido educada para reina. Y el hijo que le nació, le fue entregado a Fernanda, la abuela, quien avergonzada lo tuvo encerrado hasta que ella se murió, oculto a las miradas del pueblo y engañando a quienes llegaron a conocerlo con la leyenda de que había sido encontrado en un canastilla. Fue el último Aureliano de la familia.

José Arcadio Segundo, convertido en jefe de los trabajadores, organizó una huelga general ante el injusto tratamiento que recibían aquellos en las bananeras. El ejército fue encargado de la represión. Y con el pretexto de responder a todas sus inquietudes, tres mil trabajadores fueron convocados en la estación y allí rodeados por varios nidos de ametralladoras.

Luego de la lectura de falsas proclamas se les dio cinco minutos para marcharse. Al cabo de este tiempo el capitán les concedió un minuto más. “Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

—¡Les regalamos el minuto que falta! —gritó—.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: ¡Aaaay, mi madre!. Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico (...). Varias voces gritaron al mismo tiempo:

—¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras filas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla (...).

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y del horror, se acomodó del lado que menos le dolía y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos” (pp. 257‑258).

Había sobrevivido a la masacre y pudo escapar del espantoso y larguísimo tren en el que llevaban los cadáveres para arrojarlos al mar como bananos de desecho. Al regresar, herido, a Macondo se enteró de lo que luego se repetiría hasta el cansancio: “No hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia” (p. 261).

Y José Arcadio Segundo —que en una posterior requisa de los soldados para llevarlo, como peligroso testigo que era, a un viaje sin regreso, se había escondido en el taller de Melquíades” al no ser visto por ellos comprendió que allí debía permanecer el resto de su vida. Olvidado por todos repitió exactamente el destino irreparable de su bisabuelo.

 “—Eran más de tres mil —fue todo cuanto dijo José Arcadio Segundo—. Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la estación” (p. 264).

4.16. “Llovió cuatro años, once meses y dos días” (p. 265). “Un viernes a las dos de la tarde se alumbró el mundo con un sol bobo, bermejo y áspero como polvo de ladrillo, y casi tan fresco como el agua, y no volvió a llover en diez años” (p. 278). Macondo quedó en ruinas. Sus sobrevivientes eran los mismos que vivían allí antes de que fuera sacudido por el huracán de la compañía bananera. Los demás habían desaparecido. El pueblo volvió a ser como al comienzo.

4.17. “Ursula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando escampara” (p. 281). Cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, ella parecía recobrar su plena lucidez. Durante la lluvia había sido apenas un juguete de los niños. Amaranta Ursula y el pequeño Aureliano (hija y nieto de Fernanda) la tuvieron por una gran muñeca decrépita que llevaban y traían por los rincones, disfrazada con trapos de colores y la cara pintada con hollín y achiote. Cuando el viento cálido pasó, no volvió a recobrar la razón.

 “Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los cientos quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios” (p. 289).

Como una nueva peste siguieron cayendo pájaros. Que desaparecieron sólo cuando —estimulados los habitantes del pueblo por el centenario padre Antonio Isabel— descubrieron y mataron al causante de tan extraño fenómeno: el Judío Errante, mitad hombre y mitad bestia.

El pueblo había vuelto a ser como al comienzo: un pueblo antiguo, con sus habitantes totalmente apartados del mundo, asombrados de nuevo ante los ingenuos inventos de los gitanos que vinieron otra vez con sus hierros imantados, la lupa gigantesca y la gitana que se ponía y quitaba su dentadura postiza. “El mundo da vueltas en redondo” había dicho mil veces en sus cavilaciones Ursula.

José Arcadio Segundo desde su encierro hizo amistad con Aureliano y le enseñó a leer, a escribir y a descifrar los jeroglíficos de los pergaminos. Amaranta Ursula marchó a Bruselas a estudiar y José Arcadio, su hermano mayor, continuaba en Roma sus estudios para sacerdote. Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo, poco a poco, se fueron acabando hasta que el mismo día, un nueve de agosto, fallecieron los dos a la misma hora.

4.18. El derrumbe paulatino de la casa hace que la eterna silenciosa, Santa Sofía de la Piedad, la que actuó siempre como la criada de todos durante medio siglo, se marchara del hogar sin que se volviera a saber nada de ella.

Sólo quedan Fernanda y Aureliano, ausentes la una del otro, cada uno encerrado en la soledad de su propio cuarto. Cuando José Arcadio regresa de Roma —donde había vivido sosteniendo el engaño de sus estudios eclesiásticos— encuentra a su madre ya muerta de cuatro meses, vestida de reina sobre su propio lecho.

Allí se quedó a vivir, recordando las terribles pesadillas y los terribles miedos de su infancia. Arregló la casa lo mejor que pudo. Y compartió juegos y diversiones con niños que llevaba de la calle. Porque los arrojó de la casa, ellos volvieron un día, lo ahogaron en la alberca y se llevaron el tesoro que Ursula hacía muchísimos años había encontrado en el San José de yeso que alguien le había dejado a cuidar, y que celosamente guardó —sin contar a nadie el secreto lugar— bajo el piso del sitio donde estuvo siempre su cama.

Aureliano, con quien José Arcadio al fin había logrado un cierto grado de amistad, quedó completamente solo. Pero su vida estaba llena con el sánscrito que había aprendido —ayudado por Melquíades— para descifrar, paso a paso, los pergaminos que al comienzo había dejado el gitano.

4.19. “Amaranta Ursula regresó con los primeros ángeles de diciembre (...). No tuvo sino que empujar la puerta de la sala para comprender que su ausencia había sido más prolongada y demoledora de lo que ella suponía.

—Dios mío —gritó, más alegre que alarmada—, ¡cómo se ve que no hay una mujer en esta casa!” (p. 316).

Alegre, optimista, llena de vida, recompuso la casa. Su marido, Gastón, la había acompañado a Macondo pensando que sería una aventura de pocos meses. Pero ella estaba resuelta a vivir allí hasta su vejez.

Entretanto Aureliano ha conocido el pueblo, ha hecho cuatro amigos y —como cualquier Buendía— se ha dejado dominar completamente por las pasiones y termina enamorado de su tía Amaranta Ursula.

4.20. Pilar Ternera, tatarabuela y últimamente confidente de Aureliano, de casi 150 años, mantenía su burdel. Allí murió, sentada en la hamaca a la puerta.

El librero catalán, que tantos libros facilitó a Aureliano y en cuya librería se reunieron Aureliano y sus cuatro amigos, marchó a su patria. Y también muere poco después. Todo parece morir en Macondo. “En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Ursula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra” (p. 338). Gastón había regresado a Europa. Definitivamente.

Ahora el novelista, ya al final del libro, una vez más, se recrea con morosidad en la tempestad de pasión libidinosa, desgarrada y meticulosa, de Aureliano y Amaranta Ursula. Parece como si todo lo que no se hubiera descrito en los anteriores capítulos debiera aparecer ahora.

Amaranta Ursula tiene un hijo. Un auténtico Buendía, “de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio. Sin embargo, cuando lo voltearon boca abajo nada más nacer se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo” (p. 344).

Después de dar a luz Amaranta Ursula muere. Y más tarde el niño es arrastrado por las hormigas a sus madrigueras. Las eternas hormigas que siempre merodearon por la casa. Aureliano comprende, por fin, el sentido del epígrafe de los pergaminos de Melquíades, tantas veces meditado: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas”. Todo estaba ya claro. Los pergaminos contenían, paso a paso, la historia de la familia descrita hasta en sus detalles más triviales con cien años de anticipación.

“Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, (...) y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser (...). Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos.

Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. (pp. 348‑349, final del libro).

J.A.

 

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