LEVI-STRAUSS, Claude

Anthropologie Structurale

Edit. Plon. París 1958, 452 pp.

 

El estructuralismo es como una reacción contra el personalismo de doble orientación: teísta (Maunier) y ateo (Sartre), que caracteriza una parte de la filosofía de la postguerra. El yo angustiosamente aislado del existencialismo es reemplazado en la moda intelectual de turno por la estructura, engranaje que diluye y aprisiona al individuo. Junto a este influjo por reacción, conviene apuntar otro, esta vez directo, el de la lingüística moderna. En su origen el estructuralismo es una teoría iniciada por el filólogo suizo Ferdinand de Saussure en el terreno de la lingüística, que ha sido extendida a la etnología y etnografía (Claude Lévi‑Strauss), a la crítica literaria (R. Barther, S. Doubrousky, M. Foucault), al psicoanálisis (J. Lacan), a la interpretación del marxismo (L. de Althusser), etcétera, convirtiéndola en clave única y universal.

El principal representante del estructuralismo es, sin duda, Lévi‑Strauss y su obra más expresiva es objeto de este estudio valorativo. Como germen y compendio de su pensamiento basta para conocer las directrices y el método de la antropología estructural.

 

CONTENIDO

Este estudio no es resultado de una gestación unitaria ni de un alumbramiento al estilo de las obras publicadas de una vez. Sus capítulos recogen quince artículos publicados en varias revistas, más dos (cap. V y XVI) inéditos. A fin de facilitar su estructuración orgánica, aparecen agrupados en cinco apartados. Los motivos de la selección de estos diecisiete artículos entre más de cien publicados por el a. durante treinta años ha sido su carácter no puramente etnográfico y descriptivo (cfr. Préface), así como su vinculación más directa con las preocupaciones metodológicas del a. en el campo antropológico. De esta obra existe una traducción castellana, Antropología estructural, Buenos Aires, 1969, que añade al original francés el texto de la lección inaugural del a. al tomar posesión de la cátedra de Antropología Social del Colegio de Francia en 1960 (p. XXI‑XLVIII) y la bibliografía completa de los artículos del a. hasta el a. 1962 (p. 359‑63). La paginación de las citas en esta recensión responden al original francés, excepto las de numeración romana.

 

INTRODUCCION

Cap. I. Historia y etnología (pp. 3‑33).

Definición provisional de etnología y etnografía, su correspondencia con la antropología social y cultural. La explicación de los elementos comunes a grupos étnicos y sociedades distintos no la ofrece: 1) el evolucionismo, no responde a un mismo o parecido grado de evolución. Rechaza la interpretación evolucionista, según la cual la civilización occidental sería la más avanzada expresión de la evolución de las sociedades humanas y los pueblos primitivos «supervivencias de etapas anteriores, cuya clasificación lógica proporcionará, a la vez, el orden de aparición en el tiempo» (p. 6). Entre los pueblos llamados primitivos no hay adecuación entre el rudimentario desarrollo técnico y la evolución sociológica; 2) el difusionismo o diseminación por distintas áreas geográficas de uno o varios elementos, que consiguen enraizar en culturas diferentes. Relaciones de filiación y de diferenciación progresiva; 3) el historicismo o visión simplemente diacrónica de las instituciones, costumbres, etc.; 4) el funcionalismo, que «decepcionado en el intento de saber» cómo las cosas han llegado a ser lo que son (historicismo), renuncia a «comprender la historia, para transformar el estudio de las culturas en un análisis sincrónico de las relaciones entre sus elementos constitutivos en el presente» (p. 13).

La historia y la etnografía tienen el mismo objeto: la vida social; el mismo propósito: la mejor comprensión del hombre; el mismo método. Se distinguen por su distinta perspectiva: «la historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, la etnología en relación con las condiciones inconscientes» (p. 25). Si el etnógrafo recurre al conocimiento de los procesos históricos, a las expresiones conscientes de los fenómenos sociales, es para eliminar cuanto deban al acontecimiento y a la reflexión. Por debajo de lo mudable hay algo permanente, los elementos estructurales. «La estructura de la lengua permanece desconocida para quien la habla hasta el advenimiento de una gramática científica y, aún entonces, sigue modelando el discurso fuera de la conciencia del sujeto, a cuyo pensamiento impone cuadros conceptuales que son tomados como categorías objetivas» (p. 26). Tarea de la antropología estructural es descubrir la estructura de los fenómenos sociales, etc., como la fonología moderna lo ha conseguido ya respecto de los fenómenos lingüísticos. Lo importante son las estructuras inconscientes, «subyacente en cada institución» y «principio de interpretación válida para otras instituciones», así como el medio de llegar a ellas (p. 28 ss.).

 

I. LENGUAJE Y PARENTESCO (pp. 36‑112)

Cap. II. El análisis estructural en la lingüística y en la antropología (pp. 37‑62). .

La lingüística ofrece el modelo que debe aplicarse en el estudio de los fenómenos sociales, concretamente en los problemas de parentesco. De acuerdo con los cuatro pasos fundamentales, señalados por N. Trubetzkoy, afirma el autor que «el sociólogo se encuentra en una situación formal semejante a la del lingüística fonólogo; como los fonemas, los términos de parentesco son elementos de significación; como ellos, adquieren esta significación sólo en el supuesto de integrarse en sistemas; los sistemas de parentesco, como los fonológicos, son elaborados por el espíritu en el plano del pensamiento inconsciente; la recurrencia, en regiones del mundo alejadas unas de otras y en sociedades profundamente diferentes, de formas de parentesco, reglas de matrimonio, etc., permite creer que, tanto en uno como en otro caso, los fenómenos observables resultan del juego de leyes generales, pero ocultas» (pp. 40‑41). Para que la transposición del método fonológico a los estudios de sociología primitiva sea válido, es necesario tener en cuenta el doble aspecto de los términos de parentesco: a) su existencia sociológica; b) su condición de elementos de discursos, de palabras, por ejemplo: padre, madre, hijo, tío materno, etc. La dependencia de los términos de parentesco respecto de los métodos de análisis lingüístico en cuanto al b) es directo; en cuanto al a) sólo analógico. Además, en cuanto al b) debe observarse que el «análisis fonológico no opera de modo directo sobre las palabras, sino sólo sobre las palabras previamente disociadas en fonemas» (p. 44), observación válida para todos los elementos lexicales, también para los del parentesco.

La anterior distinción fundamenta o refleja los dos órdenes diferentes, que recubre el sistema de parentesco, llamados por el a. 1) sistema de denominaciones (systéme des appelations), sistema lexical, conjunto de términos expresivos de las distintas clases de relaciones familiares; y 2) sistema de actitudes o conjunto de relaciones psicosociológicas, por ejemplo, familiaridad‑respeto, deberes‑derechos, afecto‑hostilidad, existentes entre las personas designadas por el sistema de denominaciones. Son dos sistemas distintos, si bien entre ellos se da «una relación funcional». El a. aplica su teoría al problema del tío materno, «punto de partida de toda teoría de las actitudes» (p. 47 ss.), en numerosos pueblos primitivos.

Rechaza la interpretación tradicional del tío materno como supervivencia de un régimen matriarcal y afirma la asociación del avinculado con regímenes tanto patrilineales como matrilineales.

Cap. III. Lenguaje y sociedad (pp. 63‑75)

De la erección de la lingüística en modelo de todas las ciencias sociales a nivel de morfemas al margen de la consciencia se deriva un determinismo matemático, hasta el extremo de que los métodos matemáticos de predicción, que han hecho posible la construcción de las computadoras electrónicas, puedan extenderse a los distintos fenómenos sociales, por ejemplo a 1) la moda, «evolución arbitraria en apariencia», pero que «obedece a leyes» tan fijas que pueden ser descubiertas gracias a un método científico, similar no sólo al de la lingüística estructural, sino también al de «ciertas investigaciones en ciencias naturales, particularmente a las de Teissier sobre el crecimiento de los crustáceos» (pp. 67‑68); 2) la organización social, especialmente a las reglas del matrimonio y a los sistemas de parentesco (p. 68 ss.); 3) otros «aspectos de la vida social (incluidos el arte y la religión) ... » (p. 71 ss.). Queda así abierto el camino para el análisis estructural y comparado de las instituciones, costumbres y conductas, en una palabra, de todos los fenómenos humanos y sociales de cualquier índole familiar, cultural, moral, religiosa.

Cap. IV. Lingüística y antropología (pp. 77‑91).

Insiste una vez más en la aplicación de los métodos rigurosos, cuya eficacia comprueba día tras día la lingüística, al complejo ámbito de la antropología: parentesco, organización social, religión, mitología, folklore, etc., pequeña puerta «que permite el acceso» de las ciencias humanas y sociales al universo de las ciencias exactas y naturales», hasta ahora «paraíso vedado» (p. 80). Habla de la intercomunicación de los distintos fenómenos humanos, sobre todo entre la lengua y la cultura. Analiza dos tipos de estructuras sociales: la indoeuropea y la sinotibetana con ayuda de tres criterios: reglas matrimoniales, organización social y sistema de parentesco (p. 70 SS.), a fin de demostrar cómo el antropólogo puede ir al encuentro del lingüista en un terreno común.

Cap. V. Apéndice de los capítulos III y IV (pp. 93‑110)

Respondiendo a las objeciones formuladas por Haudricourt y Grana¡, precisa que trata de «interpretar la sociedad, en su conjunto, en función de una teoría de la comunicación, sin reducir la sociedad o la cultura a la lengua» (p. 95). «El objeto del análisis estructural comparado no es la lengua francesa o la inglesa, sino cierto número de estructuras que el lingüista puede alcanzar a partir de objetos empíricos tales como, por ejemplo, la estructura fonológica del francés o su estructura gramatical o léxica, o bien inclusive la estructura del discurso... Con estas estructuras yo no comparo la sociedad francesa..., sino un determinado número de estructuras, que voy a buscar allí donde es posible encontrarlas y no en otro lugar: en el sistema de parentesco, la ideología política, la mitología, el ritual, el arte, el código de la cortesía y ―¿por qué no?― la cocina ... » (p. 98). En las páginas 99 y siguientes aplica su teoría a la cocina francesa, inglesa y china, pues «creo que, al igual que la lengua, la cocina de una sociedad es analizable en elementos constitutivos que podrían llamarse, en este caso, gustemas y que están organizados según ciertas estructuras de oposición y correlación» (99).

Rechaza la objeción, según la cual el análisis estructural encierra al lingüista o al etnólogo en la sincronía, aplicable según el a. a ciertos neopositivistas americanos, no a los estructuralistas europeos. Considera en gran medida ilusoria la oposición entre diacronía y sincronía (p. 101 ss.). Termina afirmando que el «signo lingüístico es arbitrario a priori, pero deja de serlo a posteriori» (p. 105), i.e. una vez constituido. «Una vez creado el signo, su vocación se precisa, por una parte, en función de la estructura natural del cerebro, por otra en relación con el conjunto con los otros signos, es decir, del universo de la lengua, que tiende naturalmente a formar sistema», (p. 108).

 

II. ORGANIZACION SOCIAL (pp. 11‑180)

Cap. VI, La noción del arcaísmo en etnología (pp. 113‑32).

El apelativo «primitivo» designa un conjunto de pueblos, que han permanecido desconocedores de la escritura y, consecuentemente, al margen de los métodos ordinarios de la investigación histórica; la civilización mecánica les ha llegado sólo en época tardía o reciente. El a. admite esta definición tradicional de los primitivos. Pero rechaza que pueblo «primitivo» sea sinónimo de 1) pueblo «atrasado»; 2) de un pueblo sin historia, aunque con frecuencia desconozca su desarrollo histórico (pp. 114 y ss.).

El primitivismo de una sociedad suele ser una catalogación relativa, i. e. en relación con otras más evolucionadas. Sin embargo, la diferencia suele reducirse a algunos aspectos, en otros ocurre al revés. Si se considera a la sociedad supuestamente «primitiva» o «arcaica» no ya en relación con otras, sino en su estructura interior, nos topamos con que esa estructura abunda también en discordancias y contradicciones. El estudio de los bororo y de los nambikwara le permite deducir el criterio discernidor del seudoarcaísmo o del verdadero arcaísmo de un pueblo: la «coincidencia externa», que a primera vista nos lo presenta como primitivo, y la «discordancia interna», por medio de la cual puede dilucidarse si los caracteres en apariencia arcaicos de la cultura de un pueblo son auténticos o residuos de una cultura empobrecida.

Las coincidencias externas afectan a las superestructuras; las discordancias internas a la estructura o corazón mismo de la cultura, que realmente es lo definitorio de la primitividad o no primitividad.

Cap. VII. Las estructuras sociales en Brasil central y oriental (pp. 133-45).

En confirmación de las conclusiones del capítulo anterior aduce las instituciones de algunas tribus brasileñas de bajo nivel de cultura material (coincidencia externa), por lo cual han sido calificadas como muy primitivas, pero de una estructura social muy compleja. Las estructuras dualistas de estas tribus son o ilusorias o, en la mayoría de los casos, residuales. Característica de la organización verdaderamente dualista pone la «reciprocidad de servicios entre las mitades, que están asociadas y a la vez se oponen» (p. 137), reciprocidad, que se manifiesta en un conjunto de relaciones particulares entre tío materno‑sobrino, encuadradas siempre en dos mitades diferentes. Debe evitarse el riesgo de confundir la concepción de los indígenas sobre su propia organización social con su funcionamiento real, que puede ser muy, o incluso totalmente, distinto.

Cap. VIII. ¿Existen las organizaciones dualistas? (pp. 147‑180).

Las semejanzas de las creencias e instituciones de pueblos arcaicos en regiones distanciadas, p. ej. América e Indonesia, se han explicado: a) por su comunidad de origen o procedencia, b) por la semejanza estructural de pueblos de origen distinto, pero que habrían hecho elecciones similares dentro del número de posibilidades institucionales. El a. se inclina por esta semejanza entre los principios estructurales reguladores, en una y otra región, de la organización social y de las creencias religiosas. Para confirmarlo estudia el «sistema dualista»de organización, distinguiendo varias modalidades: 1) estructura diametral, en su mayoría, aldea de plano circular, cuyas dos mitades están separadas por un diámetro teórico; 2) estructura concéntrica, aldea también circular, dividida en dos mitades, pero no por un diámetro, sino en forma de dos círculos concéntricos, de los cuales el más pequeño corresponde al conjunto de chozas y el otro al terreno cultivado, el cual a su vez se opone a la selva, que rodea el conjunto; 3) estructura triádica, resultado de simultanear la estructura social en perspectiva diametral y concéntrica. Naturalmente se admite una compleja red de organizaciones derivadas de estas estructuras básicas. En cualquier caso el dualismo suele manifestarse en diversos planos: cívico y sagrado (casas de reunión)‑profano (viviendas), solteros‑casados, hombres‑mujeres centro‑periferia, etc.

 

III. MAGIA Y RELIGION (pp. 181‑266)

Cap. IX. El hechicero y su magia (pp. 183‑203).

Como punto de partida toma los trabajos de Cannon sobre los mecanismos psicofisiológicos determinantes de la muerte por conjuro o sortilegio: a) aislamiento social del hechizado por parte de sus familiares y amigos, y aislamiento profesional (su exclusión de las actividades que desarrollaba en la sociedad); b) aproximación agresiva, pues lo consideran muerto, objeto de temores, ritos y prohibiciones; c) su muerte real por no haber podido subsistir su integridad física a la disolución de su personalidad social y al consiguiente temor.

Un proceso similar explica, según el a., la eficacia de ciertas prácticas mágicas, si bien ésta depende de la creencia en la magia en tres aspectos complementarios: 1) creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; 2) del enfermo cuidado por él o de la víctima perseguida por el poder del hechicero; 3) un clima colectivo concordante. Esta explicación, más psicológica que sociológica, es aplicada por el a. a, varios casos de hechiceros y chamanes en distintos pueblos primitivos (pp. 185 y ss.).

Cap. X. La eficacia simbólica (pp. 205‑226).

En la actualidad la psicoterapia verbal suele ir unida a la técnica terapéutica quirúrgica. En la antigüedad se distinguía ésta, llamada «arte muda» (VERG Aen 12, 397), de la curación por medio de la palabra (ensalmo o conjuro mágico encantamiento, etc.). El a. analiza un encantamiento de los indios cuna (Panamá). El objeto de este canto mágico (encantamiento) es ayudar en un parto difícil, tarea encomendada al chamán de la tribu, único capaz de dominar a Muu, responsable de la formación del feto, que se ha apoderado del purba = «alma» de la futura madre. El canto describe la búsqueda y hallazgo del purba. Analiza el a. tres tipos de curas chamanísticas: 1) sometimiento del órgano enfermo a una manipulación física o a una succión; 2) combate simulado contra los espíritus maléficos; 3) encantamientos y acciones sin relación directa con la enfermedad. Distingue en este encantamiento la mitología psicofisiológica de la psicosocial. Según el a. «la cura chamanística está a medio camino entre nuestra medicina orgánica y las terapéuticas psicológicas como el psicoanálisis» (pp. 218 y ss.); analiza las conveniencias y algunas diferencias, una de ellas esencial en cuanto el trastorno a curar en un caso es orgánico y en el otro psíquico.

Cap. XI, La estructura del mito (pp. 227‑55).

Los mitos, según el a., han sido considerados como: a) ensueños de la conciencia colectiva; b) divinización de personajes históricos; c) intentos explicativos de fenómenos (meteorológicos, etc.) difícilmente comprensibles; d) reflejos de la estructura social y de las relaciones sociales. «El estudio de los mitos nos conduce a comprobaciones contradictorias » (p. 229). Sin embargo, los mitos aparentemente arbitrarios se reproducen con los mismos caracteres en regiones distintas y distantes. ¿Cómo explicarlo? Por medio del análisis estructural, que nos permite llegar a tres conclusiones que al menos tienen un valor de hipótesis de trabajo: «1) El sentido de los mitos no depende de los elementos aislados, integrantes de su composición, sino de la manera en que estén combinados esos elementos; 2) el mito pertenece al orden del lenguaje, del cual forma parte integrante, sin embargo, el lenguaje, tal como es usado en el mito, manifiesta propiedades específicas; 3) estas propiedades sólo pueden buscarse por encima del nivel habitual de la expresión lingüística; con otras palabras, son de naturaleza más compleja que las que se encuentran en una expresión lingüística cualquiera» (p. 232). Por lo mismo, como toda realidad lingüística, el mito está formado por unidades constitutivas, a las cuales llama «mayores» o «mitemas», a fin de diferenciarlas de las unidades inferiores ordinariamente presentes en las estructuras de la lengua: fonemas, morfemas y semantemas. Se trata de unidades cada vez más complejas e incluyentes de la inmediatamente inferior, pero dotadas de una organización análoga y sometidas a las mismas leyes, por ejemplo los mitemas tienen con los semantemas la misma relación que éstos con los fonemas. Por ser de índole superior debemos descubrir los mitemas en el plano de la frase, pues de otro modo el mito no se distinguiría de las restantes formas de discurso. Cada unidad constitutiva del mito posee las naturalezas de una relación, i. e. consiste en la asignación de un predicado: p. ej. Edipo mata a su padre, Edipo se casa con su madre, etc. Pero las «verdaderas unidades constitutivas del mito no son las relaciones aisladas, sino haces de relaciones (paquets des relations), y sólo en forma de combinaciones de estos haces las unidades constitutivas adquieren una función significante» (p. 234).

Este sistema es a la vez diacrónico y sincrónico. Una de las comparaciones, puestas por el a. (p. 234), lo aclara. Si un ser extraterrestre, desconocedor de nuestra escritura, quisiera descifrar los volúmenes de una biblioteca, debería descifrar previamente nuestro alfabeto, i. e. la lectura de izquierda a derecha (cada línea) y de arriba hacia abajo (cada página) ―sistema diacrónico, sucesivo―. Pero si pretende descifrar una partitura para orquesta, debe simultanear este sistema con el sincrónico. Una partitura orquestal sólo tiene sentido leída diacrónicamente según un eje (página tras página, pentagrama tras pentagrama, de izquierda a derecha), pero, al mismo tiempo, sincrónicamente según otro eje, de arriba abajo, conjuntando los pentagramas correspondientes a los distintos instrumentos y voces. Dicho de otra forma, todas las notas colocadas sobre la misma línea vertical constituyen una unidad constitutiva mayor, un haz de relaciones.

El a. aplica esta teoría al mito de Edipo (pp. 235‑43) y a algunos mitos americanos (pp. 243‑53), agrupando los haces de relaciones en cuatro columnas verticales con un matiz específico en cada una de ellas; p. ej. I y II: relaciones de parentesco sobrestimadas y subestimadas, III: negación de la autoctonía, y IV: su afirmación o dependencia del hombre respecto de la tierra. La repetición de una misma secuencia en los mitos tendría como fin poner de manifiesto la estructura del mito.

Cap. XII. Estructura y dialéctica (pp. 257‑66).

Se ha venido admitiendo que el mito y el rito desarrollan el mismo tema, si bien el mito lo hace en el plano de la palabra y el rito en el de la acción y los gestos. El a. pretende demostrar que esta homología no existe siempre o, mejor aún, que, si se da, «podría ser un caso particular de una relación más general entre mito y rito y entre los ritos mismos» (p. 257), es decir, la relación mito‑rito no debe buscarse «en una especie de causalidad mecánica», sino «en un nivel dialéctico, nivel accesible sólo a condición de haber reducido previamente uno y otro a sus elementos estructurales» (p. 258). En las páginas siguientes trata de demostrarlo mediante el análisis de unos mitos y ritos de los indios pawrie, explicativos del origen de los poderes chamanísticos, así como de ritos de otros pueblos primitivos.

 

IV. ARTE (pp. 267‑300)

Cap. XIII El desdoblamiento de la representación en el arte de Asia y América (pp. 269‑94).

Estudio de arte comparado en un aspecto común a las artes de la costa noroeste de América y de la China arcaica: el desdoblamiento de las figuras o representación del cuerpo, a veces sólo de la cara, mediante una imagen desdoblada a ambos lados de un eje vertical, representación de un individuo visto de frente mediante dos perfiles, simetría muy elaborada de los elementos (ojo, orejas, arrugas, elementos decorativos, etc.), compatible a veces con asimetrías en los detalles, estilización, esquematismo o simbolismo, etc.; un fenómeno similar se aprecia en el tatuaje, sobre todo del rostro. En las figuras desdobladas la escultura o el dibujo presenta un carácter realista, mientras que el diseño, lo decorativo, es más bien simbólico. La explicación de la presencia de este fenómeno en pueblos tan distantes no está en el origen común (difusionismo) de los grupos ejecutores de este estilo artístico. Las conexiones externas podrían explicar la transmisión de un arte común, pero no su persistencia a lo largo de varios siglos y hasta milenios. Sólo las conexiones internas, i. e. las estructuras, pueden explicar esta persistencia.

El desdoblamiento de la representación refleja, además, una teoría sociológica del desdoblamiento de la personalidad (pp. 288 y ss.). Este estilo artístico pertenece siempre a pueblos que practican el enmascaramiento, ya por medio de la máscara, ya mediante el tatuaje. De esta suerte el desdoblamiento lleva a un dualismo en diversos aspectos: «escultura y dibujo, rostro y decorado, persona y personaje, existencia individual y función social, comunidad y jerarquía» (pp. 287‑88).

Cap. XIV. La serpiente con el cuerpo lleno de peces (pp. 295‑99).

Expone las coincidencias míticas en diversos pueblos primitivos americanos de nuestros días, que ayudan a descifrar algunas figuras artísticas de épocas pretéritas. Uno de estos temas de doble tradición literaria (mito) y artística (decoración cerámica) es el de la serpiente con el cuerpo lleno de peces. Como en otros casos, el presente mítico permite acceder a la interpretación del pasado artístico.

 

V. PROBLEMAS DE METODO Y ENSEÑANZA (pp. 301‑418)

Cap. XV. La noción de estructura en etnología (pp. 301‑418).

«La noción de estructura social no se refiere a la realidad empírica, sino a los modelos construidos de acuerdo con ésta» (p. 305). Distingue así dos nociones confundidas a veces: la de estructura social y la de relaciones sociales. Estas son «la materia prima empleada para la construcción de los modelos que ponen de manifiesto la estructura social misma» (p. 306).

Para que los modelos merezcan el nombre de estructura deben cumplir cuatro condiciones: «1) Una estructura presenta un carácter de sistema, i. e. una modificación cualquiera en uno de sus elementos implica una modificación en todos los demás; 2) todo modelo pertenece a un grupo de transformaciones, cada una de las cuales corresponde a un modelo de la misma familia, de suerte que el conjunto de esas transformaciones constituye un grupo de modelos; 3) las propiedades antes indicadas permiten predecir de qué manera reaccionará el modelo, en el caso de que uno de sus elementos se modifique; 4) el modelo debe ser construido de tal manera que su funcionamiento pueda dar cuenta de todos los hechos observados» (p. 306). En las páginas 333 y ss. refuta nociones de estructura social distintas de la dada por él. A continuación expone diversos aspectos: observación (de los hechos) y experimentación (sobre los modelos), conciencia e inconsciente, estructura y medida matemática, modelos mecánicos y estadísticos.

Estática social o estructuras de comunicación (pp. 326 y siguientes) en tres niveles: de mujeres, de bienes y servicios, de mensajes. De ahí que pueda esperarse que la antropología social, la ciencia económica y la lingüística confluyan un día en una disciplina común: la ciencia de la comunicación.

Dinámica social: estructuras de subordinación: a) orden de los elementos (individuos y grupos) en la estructura social (pp. 342 y ss.); b) orden de los órdenes (pp. 347 y ss.); la sociedad comprende un conjunto de estructuras correspondientes a distintos tipos de órdenes: 1) órdenes «vividos» i. e. Que son a su vez función de una realidad objetiva y que cabe abordar desde fuera, con independencia de la representación que los hombres tengan de ella; 2) estructuras de orden «concebidas», no «vividas», no susceptibles de una comprobación experimental. Son las correspondientes al campo del mito y de la religión, probablemente también la ideología política.

Cap. XVI, Apéndice al capítulo XV (pp. 354‑75).

Respuesta a la refutación del análisis de estructura social del a., hecha por G. Gurvitch. Según el a., el objeto específico de la etnología no es la adquisición de un conocimiento completo de las sociedades estudiadas, sino descubrir sus «variaciones diferenciales».

Cap. XVIII.         Lugar de la antropología entre las ciencias sociales y problemas planteados por su enseñanza (pp. 377‑418).

Panorama de la situación actual en la enseñanza de la antropología tanto por su concepto no uniforme en los distintos países como por las tres modalidades principales de su enseñanza: a) cátedras dispersas; b) departamentos; c) escuelas o institutos, fórmula esta última que a juicio del a. es la más satisfactoria.

Expone la relación y diferenciación de la antropología social respecto de la antropología física, etnografía, etnología, folklore, ciencias sociales. Fines de la antropología: objetividad, totalidad, significación. La organización de los estudios antropológicos. Enseñanza e investigación. Papel de los museos de antropología.

 

MÉTODO E IDEOLOGÍA DEL ESTRUCTURALISMO ANTROPOLÓGICO

A primera vista resulta obvia la distinción que separa el método estructural de la doctrina estructuralista. Sin embargo, de hecho la conexión entre método y doctrina es mucho más profunda de lo que puede parecer. Todo método, aun el más aséptico, si es instrumento eficaz de trabajo, debe adaptarse al terreno doctrinal, en el que trabaja, y al fruto que se desea recolectar por su medio. No obstante, la distinción entre método e ideología resulta cómoda y viable al menos como hipótesis de trabajo, aunque pronto resaltan su ligazón y sus mutuas implicaciones.

A. El método de la antropología estructural.

Método trasplantado de la lingüística moderna.

La fonología moderna se ha dado cuenta de que, más que e significado o contenido de las palabras, a la hora de precisar su alcance semántico preciso importa el contexto, es decir, e conjunto de relaciones de cada palabra con las restantes del mismo contexto y texto. Más aún, la fonología estructural labora en un plano más profundo que el de las palabras; se mueve en el de los fonemas. Así descubre, afirma el a. siguiendo a N. Trubetzkoy, los pasos fundamentales del método fonolófico: «a) la fonología pasa del estudio de los fenómenos lingüísticos conscientes al de su estructura inconsciente; b) rehusa tratar los términos como entidades independientes y toma, al contrario, las relaciones entre los términos como base de su análisis; c)introduce la noción de sistema...; d) busca descubrir leyes generales ... » (p. 40), (el subrayado aquí y siempre en otras citas es el del original, a no ser que expresamente se advierta lo contrario). «Sin reducir la sociedad o la cultura a la lengua», la antropología estructuralista inicia «la revolución copernicana», que «consiste en interpretar la sociedad, en su conjunto, en función de. una teoría de la comunicación» (p. 95; cfr. también pp. 77‑92, 392, 399, etc.). El lenguaje, la lingüística, queda así erigido en «modelo lógico que puede ayudarnos ―por ser más perfecto y mejor conocido― a comprender la estructura de las otras formas de comunicación ... » (p. 96). La aplicación de estas perspectivas a temas de antropología social es inmediata: «Como los fonemas, los términos de parentesco son elementos de significación; como ellos adquieren esta significación sólo a condición de integrarse en sistemas; los «sistemas de parentesco» como los «sistemas fonológicos» son elaborados por el espíritu en el plano del pensamiento inconsciente; la recurrencia, en fin, en regiones del mundo alejadas unas de otras y en sociedades profundamente diferentes, de formas de parentesco, reglas de matrimonio, actitudes semejantes prescritas entre ciertos tipos de parientes, etc., permiten creer que, tanto en uno como en otro caso, los fenómenos observables resultan del juego de leyes generales, pero ocultas» (pp. 40‑41).

Esta transposición del método estructural de la moderna fonología a la etnología se percibe ya en el transplante de sus mismos tecnicismos, p. ej. sincronía, diacronía, etc., o la formación de algunos nuevos, p. ej. mythemes (mitemas, pp. 233 y ss.), gustemes (gustemas, pp. 99 y ss.), para designar las «unidades constitutivas mayores» de los mitos y del «gusto» o del arte culinario de una sociedad, por asimilación a las «unidades menores constitutivas» del lenguaje: fonemas, morfemas, semantemas, lexemas (palabras), a las cuales incluye en sentido propio en el caso de los mitemas (pp. 233‑34), por analogía en el de los gustemas.

La transposición de este método ayuda a explicar la visión sincrónica, ahistórica por no decir antihistórica, prevalente en el estructuralismo, aunque a veces parezca negarse. A la antropología estructural no le interesa la génesis de las instituciones, etc., sociales, sino el conjunto de relaciones que pueden descubrirse en un momento dado, la estructura subyacente. De este punto se tratará más tarde. De acuerdo con una comparación, presente ya en el precursor de la lingüística estructural (F. de Saussure, Curso de lingüística general, Buenos Aires, 1971, 158‑160), en el método estructuralista, como en una partida de ajedrez, las posibles y reales relaciones de las distintas piezas en una posición determinada están al alcance de cualquiera, tanto si acaba de llegar como si ha presenciado el desarrollo de toda la partida, a pesar de que cualquier jugada no sólo afecta a la pieza movida, sino que repercute en toda la estructura del juego.

El método estructuralista, en cuanta tal, en cuanto disociado de toda doctrina o ideología, como cualquier otro método tiene una función instrumental. Se afirmará del todo o con atenuaciones o simplemente se rechazará su empleo de acuerdo con los resultados positivos o no, duraderos o transitorios, a los que conduzca. A mi juicio, los resultados obtenidos en lingüística son, en general, válidos. Precisamente este éxito ha motivado su traslado a otros campos, concretamente a la antropología, obra' de Lévi‑Strauss, quien lo ha hecho con acierto respecto de los sistemas de parentesco, en cuanto a los términos se refiere, no respecto de lo más profundo de las realidades familiares. El salto de una disciplina a otra recibe un impulso externo desde la lingüística y los excelentes resultados en ella obtenidos. Pero la motivación interna viene dada por el principio de la isomorfía, que permite trasladar a una materia las adquisiciones del estudio de estructuras isomorfas en otra materia o disciplina. Este principio dio el impulso inicial para saltar desde los sistemas lingüísticos a los de parentesco. Pero después, tal vez por la comodidad de la inercia, lo lanzó a otros terrenos, por ejemplo, las instituciones sociales, la organización social, el arte, la moda, la mitología, el ritual, la religión, etc. (cfr. pp. 95, 113 y siguientes, 183 y siguientes, 227 y siguientes, 269 y ss., 295 y ss., etc.), hasta el extremo de haberse constituido en el eje y motor de toda la obra. Para comprobarlo, basta leer el capítulo XV (pp. 303‑351), del cual entresaco el siguiente párrafo: «Nuestras investigaciones no tienen más que un interés, que es el de elaborar modelos cuyas propiedades formales son, desde el punto de vista de la comparación y de la explicación, reducibles a las propiedades de otros modelos, que los retoman en niveles estratégicos diferentes. Así podemos esperar abatir los tabiques entre las disciplinas vecinas y promover entre ellas una verdadera colaboración» (p. 313). La transferencia metodológica y el interdisciplinarismo están clavados en la entraña misma del estructuralismo al mismo tiempo que son la clave de su aplicación a sectores tan dispares como la religión, el análisis literario, el marxismo, el arte, la cocina, las modas. Pero estos sucesivos traslados se han operado ya, al menos en más de una ocasión, sin el rigor científico del primer paso. Precisamente estos pasos en falso por culpa de una intencionalidad ideológica, es decir, el hecho de que el estructuralismo es algo más que un método y siempre un método o instrumento usado con una intención muy determinada, al servicio de una concepción concreta del hombre, justifican su transcendencia y el interés que ha suscitado. Esta concepción del hombre implica su misma destrucción, sobre todo en cuanto individuo y persona. El hombre ya no es él ni un ser que se va perfeccionando a lo largo de su vida en colaboración con el divino Hacedor y Redentor, sino algo hecho y constituido por una realidad colectiva inconsciente y superior: la estructura. El hombre queda así atrapado en las mallas de la tupida red de la estructura en sus distintas vertientes: lingüística, biológica, sociológica, etc., sin que nadie ni dentro de él mismo (el espíritu, el alma) ni distinto de él (Dios) pueda liberarlo, pues se prescinde de todo lo que no sean estructuras y relaciones.

Objetividad del método estructuralista en antropología y algunos reparos. Lévi‑Strauss realiza sus investigaciones mediante un método rigurosamente objetivo y de escrupulosidad científica, al menos en apariencia. Distingue «la observación de los hechos y la elaboración de los métodos, que permiten emplearlos para construir modelos... En el plano de la observación la regla principal ―casi podría decirse la única― es que todos los hechos deben ser observados y descritos con exactitud, sin permitir que los prejuicios teóricos alteren su naturaleza e importancia. Esta regla implica otra, por vía de consecuencia: «los hechos deben ser estudiados en sí mismos... y también en relación con el conjunto ... » (p. 307). Una y otra vez insiste en la necesidad de «la búsqueda intransigente de una objetividad total» (p. 298) y en «el cuidado por los detalles concretos» (p. 307), «la atención apasionada y casi maníaca a los pormenores» (p. 357), que el etnógrafo debe conocer directamente, por «haber vivido con los indígenas y haberse visto asociado a sus ceremonias como espectador o como participante» (p. 371, cfr. también pp. 397‑99 dedicadas precisamente a la «objetividad»). En su respuesta a Gurvitch matiza aún más las dos etapas del método estructuralista en antropología: a) «observar, describir y analizar, con una minuciosidad a veces desalentadora, las formas de sociedad, los grupos y los más tenues matices de la vida colectiva ... »; b) «la investigación de las estructuras cuando, tras haber observado lo que existe, tratamos de extraer los únicos elementos estables ―y siempre parciales― que permitirán comparar y clasificar» (pp. 356‑57).

Por tanto, los datos aportados en sus estudios sobre los términos de parentesco, las costumbres, los mitos, los ritos, etcétera, de tantas tribus americanas, comprobados personalmente por el a., merecen crédito, a no ser que algún otro etnógrafo o estudioso demuestre su falsedad del todo o en parte tras una convivencia más prolongada o más profunda con esas gentes en el supuesto de que todavía existan como grupo étnico y de que no se hayan alterado sus instituciones. Pero el criterio del a., su orientación seleccionadora en orden a elaborar la respectiva estructura, puede retener unos elementos y preterir otros o, al menos, determinados aspectos de los datos consignados, que también son auténticos, lo mismo que el cedazo conserva el salvado, los pajotes, mientras deja caer la harina fina. Lévi‑Strauss selecciona datos conforme a su personal entender, que cristalizan de acuerdo con su forma mentis, la cual evidentemente no es religiosa. El mismo autor lo reconoce en el capítulo dedicado a la estructura de los mitos. En concreto, cuando aplica el método al mito de Edipo, confiesa que se trata de «una cierta técnica, cuyo empleo probablemente no es legítimo en este caso particular en razón de las incertidumbres que acaban de ser indicadas» (p. 235). La estrategia seguida en orden a alcanzar el objetivo pretendido queda al descubierto poco después: «Se procederá... ensayando sucesivamente diversas disposiciones de los mitemas, hasta que se encuentre una que satisfaga las condiciones enumeradas en la p. 233». De ahí su alergia a manejar todo el material realmente existente y la necesidad admitida de circunscribirse a parcelas reducidas. De ahí su tendencia a seleccionar los datos y su virtuosismo en la realización de todas las combinaciones estructurales posibles. De ahí, en fin, que llegue a la mutilación o deformación de algunas narraciones míticas, que de otro modo no encajarían en su cuadriculado ideológico, p. ej. prescinde de la «serpiente» y del «papagayo» en el mito Tereno del origen del tabaco (cfr. su otra obra, Le Cruit et le Cuit, París, 1964, pp. 107‑108 y ss.), así como el hecho sintomático de su preferencia casi exclusiva por los mitos etiológicos de un área determinada (América del Sur), relacionados precisamente con la base económica (estructura marxista) de las culturas (superestructuras), mientras prescinde de los mitos teogónicos y soteriológicos, no menos genuinos y primitivos, pero incapaces de ser interpretados sin valorar su sentido e ingredientes religioso‑morales. Lo mismo vale de su descripción de los chamanes, interpretados en clave socio‑psicológica (caps. IX‑X). Al menos los chamanes euroasiáticos tan frecuentes en la antigüedad y aún hoy existentes, por ejemplo en Siberia, están caracterizados por su creencia en un alma o «yo» separable del cuerpo mediante técnicas adecuadas aún durante la vida sobre la tierra con la posibilidad de viajar, así separada, a regiones lejanas, sobre todo al mundo de los espíritus. De ahí sus poderes peculiares. Tal vez los chamanes americanos presenten otra modalidad, más no creo que lleguen a diferenciarse en lo esencial. De hecho la búsqueda del «purba» o alma de la futura madre por parte del chamán, apuntada en la p. 207, confirma la coincidencia. Pero el a. no consigna los datos fenomenológicos del chaman mismo, que pondrían de relieve y en primer lugar, la vertiente espiritual del hombre. Mucho me temo que este silencio responda no a la objetividad metodológica sino a un prejuicio ideológico. Quizá sería interesante una investigación completa sobre el chamanismo suramericano.

Con todo el a. reconoce que sus «interpretaciones son fragmentarias y aisladas» (p. 373), así como. las limitaciones de sus observaciones experimentales entre los actuales pueblos primitivos: «¿Cómo penetrar en los resortes de una sociedad, que nos es extraña, al cabo de una permanencia de unos meses, desconociendo su historia y con un conocimiento de su lengua rudimentario en la mayoría de los casos? La inquietud aumenta, cuando se nos ve tan impacientes por reemplazar por esquemas esta realidad que se nos escapa» (p. 358). Esta confesión deja la puerta abierta a una posibilidad, seguramente realidad en más de un caso. La no percepción de algunos datos valiosos o su olvido puede deberse a no haber sintonizado el investigador ―por falta de tiempo, de tacto o de método adecuado― con las gentes primitivas, objetos de la investigación. Si se trata de grupos de religiosidad esotérica, no rara en los pueblos primitivos, resulta casi inevitable que se escapen no sólo distintas formas y manifestaciones religiosas, sino incluso el hecho mismo o la existencia de su religiosidad. Darwin, tras haber estado dos veces en la Tierra de Fuego, proclamó que los fueguinos, especialmente los yamana, carecían de religión. A la misma conclusión llegaron no pocos misioneros, a pesar de vivir con ellos de modo prolongado. Su carencia de religión, este ateísmo originario, fue un dato de cultura general entre los aficionados a estos temas, hasta que Gusinde y Koppers se ganaron la confianza de los fueguinos, llegando a ser admitidos a su iniciación religiosa. Sólo así, gracias a diversas circunstancias favorables, desvelaron el misterio de su creencia en un Ser supremo, sus propiedades, las plegarias y sacrificios, etc. (Cf. W. Koppers, El hombre más antiguo y su religión, en F. Koenig, Cristo y las religiones de la tierra, I, Madrid, 1960, pp. 141‑152.)

En fin, la elección de unos datos, la preterición de otros y el quedar algunos, si no olvidados, del todo, por lo menos como en penumbra, puede atribuirse en más de un caso a la precariedad de las tareas del investigador entre pueblos primitivos o, quizá, a generalizaciones cómodas como, p. ej. cuando centra la cuestión en «saber si en América del Sur es posible, en algún caso, hablar de auténticos cazadores y recolectores» (p. 123), válida tal vez para el área tropical estudiada por el a., mas no para el resto. La existencia de tribus de vida auténticamente cazadora y recolectora es una realidad demostrada para otras áreas suramericanas. Las generalizaciones parecen ser un recurso ordinario en el estructuralismo antropológico, dada la transferencia de las estructuras de un sector a otro, de una institución social a otra, por su naturaleza subyacente e inconsciente (p. 28, etc.). Sin embargo, según queda indicado, también puede deberse en más de un caso al tamiz mental, a la postura religiosa o irreligiosa del investigador. Si se rastrean las interferencias entre método, ciencia e ideología, se detectará el acarreo subrepticio de unos materiales y la anulación de otros por exigencias del servicio a una determinada ideología. De ahí la oportunidad de perfilar y de valorar la ideología de Lévi‑Strauss.

B. Ideología del autor de la «Anthropologie structurale».

El talante del investigador estructuralista interviene, por lo menos, tanto al determinar los principios ―adoptados no por su evidencia, sino por permitir una más fácil y perfecta sistematización de los datos‑, cuanto en la selección de los datos empíricos, que deben integrarse en el sistema; esta selección responderá al criterio del autor en su distinta modalidad personal, de escuela y de época. Corifeo de la última moda intelectual, Lévi‑Strauss incuba su talante humano e intelectual en algunos de los movimientos representativos de nuestro tiempo: el marxista, el freudiano y, como amalgama genérica, el positivismo.

Se ha hablado mucho del influjo del método estructural de este a. Se ha insistido mucho en ello y no sin fundamento, pero tal vez demasiado en el hecho en sí sin tratar de poner al descubierto las motivaciones de la adopción tan ferviente de estructuralismo como método antropológico, por parte de
Lévi-Strauss. Merece la pena intentar averiguar si esta adopción ha sido resultado de un descubrimiento científico o, más bien, de un prejuicio ideológico. Una confesión autobiográfica del mismo a. nos brinda la clave: «Hacia los diecisiete años fui iniciado en el marxismo... La lectura de Marx me arrebató tanto más cuanto que a través de ese gran pensador me ponía por vez primera en contacto con la corriente filosófica que va de Kant a Hegel. Todo un mundo se me revelaba. Desde ese instante, este fervor nunca se vio contrariado y rara vez me pongo a desentrañar un problema de sociología o de etnología sin vivificar mi reflexión previamente con algunas páginas del 18 Brumario de Luis Bonaparte o de la Crítica de la economía política» (Tristes trópicos, Buenos Aires, 1970, p. 45). La fuerza de este reconocimiento: rara vez me... mi reflexión previamente... acentúa el intencionado sometimiento de todas sus investigaciones antropológicas y de su mismo método estructural al servicio de la ideología marxista. Esta ideología aparece también en esta obra y naturalmente en su propio clima positivista y ateo.

Positivismo.

Se ha hablado del «ateísmo metodológico de la ciencia», y no sin razón en cierto sentido. El actual conocimiento científico y técnico tiende generalmente a ser positivo, empírico, fenomenológico. Cuando estas ciencias positivas se mueven en su propio terreno, pueden mantenerse al margen tanto de los principios filosóficos, metafísicos, como de las realidades religiosas. La persona dedicada habitualmente a las ciencias positivas corre el riesgo de padecer miopía de alcance religioso. Si el ojo, acostumbrado a ver de cerca en el caso de las personas consagradas al estudio, padece como de fijación y su miopía le impide ver, al menos con normalidad, a una distancia distinta de la habitual, el científico habituado a la inmediatez de lo sensible y experimentable puede ser propenso a padecer de miopía religiosa, corriendo el riesgo de no ver o de prescindir de Dios y de lo espiritual. Este riesgo aumenta en épocas de embriagamiento científico y sensorial como la nuestra, en las cuales hasta por la inercia ambiental se tiende a prescindir del pensamiento metafísico e incluso se menosprecia el conocimiento no sensible, no experimentable ni mensurable.

Esta mentalidad positivista explica «la atención apasionada y casi maníaca» del a. «a los pormenores» y a «los detalles concretos», que ya he señalado, así como su postura despreciativa e irónica respecto a la «filosofía» y a la «metafísica», causa de que otros investigadores rechacen, según él, sus teorías (cfr. pp. 96, 370, etc.). Asimismo de aquí arranca su postura ante lo religioso, que le lleva a prescindir de Dios, del alma humana, etc., e incluso a no mencionarlos: a no ser, por ejemplo respecto del alma, en el caso citado de «purba», y en otra ocasión por encajar dentro de su concepción dialéctica de enfrentamiento y hasta de «lucha de clases» de «almas masculinas‑femeninas» entre los nambikwara, reflejo del sistema económico‑social (cfr. p. 131); a esta lucha asocia de algún modo la oposición «religioso‑profano» (p. 157). Naturalmente ni en la bibliografía general (pp. 419‑435) ni en las notas de pie de página cita obras de los etnólogos e historiadores de página cita obras de los etnólogos e historiadores de las religiones de los pueblos primitivos que expresan opiniones contrarias a la suya en este punto, algunos tan beneméritos como W. Schmidt, Köpppers, y toda la Escuela de Viena, etc. Por tanto, prescinde de la divinidad y de lo espiritual, así como de lo primario del sentido de la dependencia del hombre respecto de Dios, que no están al alcance de los sentidos. Pero calla también lo religioso en sus manifestaciones externas: ritos concretos, mitos, gestos oracionales, sacrificios cúlticos, etcétera, que en consonancia con la constitución psicosomática del hombre va íntimamente unidos a lo primario, a pesar de ser aprehensibles por los sentidos ―mucho más entre los pueblos primitivos―.

Ni siquiera por interés cultural estudia las manifestaciones religiosas en la vida de los pueblos y en los mitos, objeto de su análisis antropológico. Cuando habla del ritual o de los mitos salta por encima de su contenido profundo, religioso, para quedarse en la superficie, convirtiéndolos en meras referencias formales. Por eso, «el mito, el rito, la religión» quedan reducidos a «lenguajes, similares a la lengua misma» (p. 96), a fenómenos sociológicos y «aspectos de la vida social» (p. 71), a «una reorganización de la experiencia sensible en el seno de un sistema semántico» (p. 109), a «estructuras de orden concebidas, pero no vividas», que «no corresponden directamente a ninguna realidad objetiva» (p. 347).

A esta objeción de positivismo, Lévi‑Strauss podría respondernos que ni siquiera ha pretendido llegar a una visión completa del hombre, pues supondría la conjunción de los resultados de no pocas especialidades científicas, algunas de las cuales apenas han dado los primeros pasos y, por consiguiente, son incapaces de haber alcanzado meta alguna o conclusiones serias (pp. 384 y ss.). Precisamente aquí se palpa la falsedad del planteamiento de la antropología estructural. Propio de un investigador puede ser el circunscribirse a las ciencias positivas. Mas el silenciamiento del diálogo con otro sector y en perspectivas distintas descubre una postura decididamente ideológica de signo positivista. Este positivismo podría parecer ingenuo en los inicios de las ciencias naturales, psicológicas, sociológicas, etc., pero ahora el perfeccionamiento de los métodos y los avances conseguidos respaldan su autosuficiencia. El positivista estructural prescinde de la religión y de sus manifestaciones, pero sin alarde; pasa por encima de las exteriorizaciones religiosas su mirada «científica» y o no les hace caso ni las consigna o, si lo hace, las clava en el álbum entomológico de las estructuras inconscientes de base socioeconómica y allí las deja inertes, sin percibir su aleteo vital.

Marxismo.

El positivismo del estructuralismo antropológico está impregnado de marxismo hasta su médula. Sobre la marxistización de Lévi‑Strauss, así como de su proceso investigador en cuestiones sociológicas y etnológicas habla por sí mismo el texto antes transcrito. Lo mismo declara en su respuesta a la crítica formulada por Rodinson, cundo le invita a «buscar cómo trató de integrar, en la corriente marxista, las adquisiciones etnológicas de los últimos cincuenta años» (p. 364). Resalta sí explícitamente el propósito de sus investigaciones etnológicas, así como la prevalencia de la ideología sobre lo científico y la supeditación del método estructural a la misma. Reconoce que de hecho ha conseguido «colocar ambas nociones (sociedad y cultura) en una perspectiva compatible con los principios del marxismo...», al mismo tiempo que ha elaborado «una hipótesis marxista sobre el origen de la escritura» y dedicado «dos estudios a tribus brasileñas (caduveo y bororo), que son una tentativa de interpretación de las superestructuras indígenas, fundada en el materialismo dialéctico» (p4 365). De ahí su reacción, no muy considerada, cuando algún crítico presenta su doctrina como desviada de la doctrina de Marx o de Engels, y su empeño en demostrar su concordancia más fiel (cfr. pp. 368‑375) o su defensa de la antropología aplicada por la sola razón de haberla usado Marx en la redacción del libro primero de El capital (p. 417, nota l), así como la categoría de maestro y autoridad suprema de Marx a la hora de precisar y, en cierto modo, rectificar completando la doctrina del precursor del estructuralismo lingüístico, F. de Saussure, incluso sobre temas como la diacronía y la sincronía de evidente origen e impronta lingüística (p. XXXIV). En confirmación de este último aspecto pueden comprobarse las citas textuales de Marx y el valor que se les atribuye (cfr. pp. 31, 109‑110, 369‑70, etc.).

Desarrollo dialéctico de la cultura.

El marxismo de la antropología estructural presupone la aplicación del evolucionismo dialéctico, hegeliano, a la cultura y distintos aspectos de la vida de los pueblos. A la tesis: «sociedades frías» (pueblos primitivos), «regidas por los laxos de consanguinidad (llamados hoy estructuras de parentesco)» (p. 369), habría sucedido la antítesis: «sociedades calientes», aparecidas tras la revolución neolítica con la lucha de clases y castas como base definitoria de su constitución (pp. 369‑70) y fuente esencial de su devenir, para desembocar en la síntesis o integración de las características de ambas sociedades en un futuro presagiado por el etnógrafo. Entonces se realizará el «paraíso» en la tierra; se pasará «de un tipo de civilización, que inauguró en el pasado el devenir histórico, pero al precio de una transformación de los hombres en máquinas, a una civilización ideal, que conseguiría transformar las máquinas en hombres» (pp. XLIV‑XLVI).

La equiparación de los pueblos primitivos actuales y de los anteriores al neolítico carece de fundamento. Ya se desconfía de la validez del comparativismo etnográfico, por el cual se traslada lo «primitivo» actual a lo arcaico, saltando por encima de miles de kilómetros en el espacio (de los «primitivos» australianos, americanos, centroafricanos, etc., a los cavernícolas cántabro‑pirenaicos‑franceses del paleolítico y milenios inmediatamente post‑paleolíticos) y de milenios en el tiempo (del s. XX d. C. a los milenios XXX‑VII a. C.) (por respetar la divisoria neolítica puesta por el a.) (cfr. M. Guerra, Constantes religiosas europeas y sotoscuevenses, Burgos, 1973, 63‑67). Además media la diferencia radical de que los hombres paleolíticos evolucionaron mientras que los llamados primitivos de nuestros días continúan estancados o se extinguen por culpa de un medio ambiente hostil o por la irrupción del hombre civilizado con sus técnicas. Por otra parte, si nos empeñamos en buscar la clave del progreso de las «sociedades calientes» desde el neolítico hasta nuestros días, más que en la lucha de clases interhumana la encontraríamos en la lucha con el medio ambiente. De hecho la evolución científico-técnica se ha operado en las regiones templadas o frías de la tierra, no en las cálidas tropicales, donde el hombre necesita menos de todo, hasta de comida y vestido, e incluso su misma voluntad padece de indolencia. En fin, todo lo que se afirme sobre esa «civilización ideal» del futuro será producto apriorístico de una ideología, en este caso marxista, empeñada en ubicar el «paraíso» sobre la tierra y en el más acá de la muerte.

Por lo demás es un acierto del a. la refutación de la concepción de Lévi‑Bruhl, según la cual la mentalidad del primitivo es más prelógica que lógica y no se sentía obligada a evitar lo que el hombre civilizado de mente lógica o racional llama contradicción. Las representaciones míticas no pueden quedar recluidas en la antecámara de la lógica (pp. XLI, 254 255). La diferencia (entre la mentalidad científica y la mítica) no consiste tanto en la cualidad de las operaciones intelectuales, cuanto en la naturaleza de las cosas sobre las que recaen dichas operaciones (p. 255). No obstante, resulta un tanto roussoniana la afirmación: «Un pueblo primitivo no es un pueblo atrasado» respaldada por el hecho de que «puede, en tal o cual campo, revelar un espíritu de invención y realización que deja muy por detrás los logros de los civilizados» (p. 114). Notemos de paso que el mismo a. habla de su descubrimiento de Marx (condicionamientos económicos, etc.), de Rousseau. (bondad de la naturaleza humana) y de Freud (el inconsciente, etc., de que hablaré después). Resulta sintomático que en esta obra el único epígrafe a uno de sus capítulos, el XV, sean unas frases de J. J. Rousseau, tomados precisamente de su Discours sur L´origine de L´inégalité parmi les hommes. Una cosa es que no sea necesariamente atrasado o el afirmar la igualdad intelectual e inferioridad instrumental, técnica, del primitivo respecto el civilizado' válido también para los hombres del paleolítico (cfr. M. Guerra, o. c., 201 y ss.), y otra bastante distinta el axioma de que «un pueblo primitivo no es un pueblo atrasado».

La mentalidad, imbuida del proceso dialéctico, probablemente ayude a explicar las preferencias del a. por descubrir tesis y antítesis, y su tendencia a concebir como enfrentados casi todos los fenómenos sociales. De ahí su afirmación del dualismo en casi todos los niveles, p. ej. los capítulos dedicados al dualismo social y las referencias al mismo que salpican casi toda la obra (pp. 14, 15, 29, 30, 60, 117‑121, 127, 133‑145, 143‑180, 374) o, en general, al proceso dialéctico de la historia (pp. 257‑66, etc.) y su aplicación a las actitudes y denominaciones (pp. 343 y ss.)... Probablemente, también es ésta la clave de su desintegración de los mitos en haces de relaciones, integradas de dos en dos en tesis‑antítesis, p. ej. relaciones de parentesco sobrestimadas y subestimadas, afirmación y negación de la autoctonía (pp. 236 y ss.). Se trata, por consiguiente, de una clave, producto de una ideología, y más subjetiva que objetiva o reflejo de la realidad social o mítica.

Estructura socio‑económica y superestructuras.

Son clásicas las definiciones de estructura en lingüística, que suelen figurar hasta en los manuales: «Entidad autónoma de dependencias internas» o, con otras palabras, «un todo formado por fenómenos solidarios, de tal suerte que cada uno depende de los otros y no puede ser el que es, sino en y por su relación con ellos». Lévi‑Strauss recoge los elementos de la estructura social, que reduce a cuatro en el capítulo dedicado precisamente a este tema (pp. 303‑352), sobre todo en el párrafo ya transcrito (p. 306). El influjo de la definición de estructura en lingüística es claro. Más aún, su insistencia en la repercusión de cualquier modificación de uno de sus elementos en todos los demás recuerda la comparación de F. de Saussure (Curso de lingüística..., 159), sobre el influjo de los movimientos de cualquier pieza de ajedrez en los restantes. Sin embargo, resalta su procedencia marxista , cuando reconoce «haberla tomado de Marx y de Engels ―entre otros―, otorgándole un papel esencial» (p. 364), silenciando, esta vez, el influjo de los lingüistas que podemos suponer implícitos en el inciso «entre otros».

Desde luego, el proyecto de la estructura social coincide en, no pocos puntos con el marxista. Basta la siguiente enumeración: a) Infraestructura y superestructuras. «En la misma línea del pensamiento de Marx» establece la distinción entre «infraestructura y superestructuras » (pp. 366, 348 y nota l), que, a fin de expresarse «en un lenguaje más familiar a los antropólogos anglosajones» la cambia por la de structures d'ordre «concues» y «vécues» (pp. 347‑348). La infraestructura, base de todo lo humano y social, o «las estructuras de orden vividas», únicas, que «son a su vez función de una realidad objetiva» (p. 347), están constituidas por lo socioeconómico (pp. 365‑66, 327‑30, 349, etc.). Las superestructuras entretejen todos los demás aspectos humanos: religión, mitología, arte, derecho, etc. (pp. 347‑49, 365, etc.), las cuales «estructuras de orden concebidas, no ya vividas, no corresponden directamente a ninguna realidad objetiva» y escapan a toda «comprobación experimental» (pp. 347‑48). Por tanto, todo o es materia o simple reflejo de la estructura material. En sintonía con el más puro marxismo no niega la existencia de factores religiosos, literarios, jurídicos, artísticos, políticos, etcétera, pero los reduce a materiales. De acuerdo con las «enseñanzas del materialismo histórico» no postula «una especie de armonía preestablecida entre los diversos niveles de estructura. Pueden muy bien hallarse ―y esto ocurre con frecuencia― en contradicción unos con otros, pero las modalidades según las cuales se contradicen pertenecen todas al mismo grupo. Entre la base infraestructural y las superestructuras, incluso entre estas mismas, se dan íntimas relaciones positivas y negativas; mas nunca es admisible la existencia de una fuerza puramente espiritual, ni consiguientemente su capacidad de alterar el proceso social que está determinado siempre y sólo por fuerzas materiales de uno u otro tipo» (pp. 365 y ss.). Para evitar la contradicción, silencia los datos antropológicos, que no encajan en este sistema. Más aún, selecciona los mitos con tanto rigor marxista que no acepta ni analiza sino los etiológicos, o sea, los referidos de ordinario a la base económica de las culturas primitivas o en cuanto a ella se refieren, prescindiendo de los teogónicos y soteriológicos, en los cuales salta a la vista la intervención de la divinidad y de lo espiritual, así como la repercusión de las creencias religiosas de más enraizamiento específicamente humano que lo económico apriorísticamente catalogado como base y condicionamiento regulador de todas las actividades del hombre y de los pueblos. Si alguna vez aporta algún dato religioso o, según su terminología preferida, «metafísico» (p. 131, etc.), no es para resaltar su autonomía ni sublimación, sino para presentarlo como proyección de la organización laboral, por ejemplo el destino de «las almas masculinas (reencarnación)» y femeninas (disipadas en el viento)» tras la muerte de acuerdo con el sistema de trabajo y de aportación económica de los hombres («como los rastrojos de sus poseedores serán nuevamente cultivadas tras los largos barbechos») y de las mujeres (almas, «condenadas a la misma inconsistencia que la recolección y el almacenamiento, propias de las mujeres») en el más acá de la muerte entre los nambikwara (p. 131). Aún admitido ese dispar destino ultraterreno de las almas de los hombres y de las mujeres, no deja de sorprender a cualquier mirada imparcial esa «traducción del conjunto (socioeconómico y laboral) en el plano metafísico, en la desigualdad del destino que espera a las almas masculinas y femeninas» (p. 131), que probablemente tiene más «inconsistencia» que la atribuida a las tareas agrícolas de las mujeres.

El positivismo marxista del estructuralismo antropológico reduce así con un porque sí ideológico ―prejuicio apriorístico de ningún modo científico―, la complejidad psicosomática de todos y cada uno de los hombres, a lo materialmente empírico y estadístico. La verdadera y única realidad del hombre es su base económica y bioquímica. Así lo reconoce con descaro en otras obras suyas: «El fin primordial de las ciencias humanas no es constituir al hombre sino disolverle..., reintegrar la cultura en la naturaleza y, finalmente, la vida en el conjunto de sus condiciones físico‑químicas» (El pensamiento salvaje, México, 1964, pp. 357‑58), de suerte que algo de tanta complejidad socio-política, religiosa, etc., como una revolución «se resuelve en una multitud de movimientos psíquicos e individuales. Cada uno de sus movimientos traduce evoluciones inconscientes, y éstas se resuelven en fenómenos cerebrales, hormonales y nerviosos, cuyas referencias son también de orden físico o químico» (Ibídem, p. 340). Y la razón, la inteligencia, lo más excelso del hombre pierde su espiritualidad para quedar cosificada; se convierte en «cosa entre cosas» (Le Cruit et le Cuit..., p. 18). Más que la denominación «materialismo trascendental», aplicada por J. P. Sartre al estructuralismo antropológico, y admitida por Lévi Strauss, le conviene la de «materialismo craso y vulgar». De ahí que la unidad fundamental del hombre, de lo humano más espiritual ―la inteligencia, la conciencia, el amor―, provenga de leyes físico‑químicas, constitutivas de la «estructura inconsciente», base de toda la actividad humana tanto individual como colectiva. «Si, como pensamos, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados... es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente, subyacente en toda institución y en toda costumbre para obtener un principio de interpretación válida para otras instituciones y otras costumbres, con tal que, naturalmente, se lleve bastante lejos el análisis» (p. 28). No hace falta decir que el término «espíritu», usado aquí con el mismo sentido que «espíritu humano» empleado dos veces más (pp. 81, 91), tiene un significado diferente del que ordinariamente se le concede. Se trata de un «huésped presente en nuestros debates (de antropología social) sin haber sido invitado» (pp. 91 y 81), «cuyos resortes secretos», que «lo mueven», se llegarán a descubrir «algún día», asociando «diferentes métodos y disciplinas» en la misma línea estructural (p. 91).

Estructuras inconscientes y relaciones sociales visibles.

El estructuralismo antropológico está marcado por la naturaleza inconsciente de las estructuras, que ciertamente son uno de sus distintivos definitorios. Las estructuras son elaboraciones del inconsciente, «órgano de una función específica», que «se limita a imponer leyes estructurales a elementos inarticulados provenientes de otra parte: pulsiones, emociones, representaciones, recuerdos ... »; a su vez, «el conjunto de las estructuras forman lo que llamamos el inconsciente» (pp. 224225).

Lo importante son las estructuras inconscientes. Si bien hay también modelos conscientes ―«que se llaman comúnmente normas»―, «no debe olvidarse que las normas culturales no son automáticamente estructuras, sino más bien piezas importantes que ayudan a descubrir estas últimas» (pp. 308309). «Estas estructuras son las mismas y poco numerosas... en todos los hombres y para las diversas actividades humanas: religiosas, literarias, artísticas, etc.» De ahí que, por ejemplo, «la colección ingente de mitos y cuentos... puede reducirse a un pequeño número de tipos simples en los que operan... unas funciones fundamentales» (p. 308). Los mitólogos suelen distinguir entre el variado y vistoso ropaje de los mitos y el mitologema o núcleo, tema central que enhebra los distintos elementos de cada mito, y que en general es común a varios mitos aún de pueblos y regiones distantes. Los nombres, las figuras, los protagonistas mitológicos son más intercambiables y mudables; el mitologema permanece o, al menos, puede permanecer idéntico a pesar de que el cambio de ropaje puede desfigurarlo para la mirada del no especializado en su desenmascaramiento. Esta distinción objetiva, basada en los elementos mismos del mito, se subjetiviza en el estructuralismo. De ahí la indiferenciación axiológica de todas las versiones del mismo mito, rito o institución; «el análisis estructural deberá considerarlos a todos por igual» (p. 240). El mismo valor tiene la versión del mito de Edipo de Sófocles que la de Freud. «No existe versión verdadera, de la cual las otras serían ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito» (p. 242; cfr. también 240). Lo importante es descubrir la estructura mediante el manejo de datos y frases seleccionadas por el investigador. De nuevo el subjetivismo y la subjetivación más absoluta, disimulada bajo la torrencial aportación de datos. Otro punto débil de esta subjetivación, que no respeta el valor absoluto u originario de ninguna versión, es su perspectiva sincrónica, que prescinde de la diacronía, o sea, de la visión histórica y de la evolución de cada mito o de las instituciones, que con el paso del tiempo ven o, por lo menos, pueden ver eliminados, enriquecidos o variados algunos o muchos de sus elementos constitutivos. Subjetivismo que, por otra parte, da la mano al determinismo, pues supone invariable la estructura y, como en los casos de cristalización, con capacidad configuradora de todos los elementos nuevos o cambiados de acuerdo siempre con la misma figura.

No cabe duda de que la condición inconsciente de las estructuras dicen relación con Freud. El a. lo manifiesta además con sus citas nominales (por ejemplo, pp. XXIV, XXXIII, XXXIV, 233, 235 ss. 240, 242, 253, 363). Pero reconoce de nuevo su dependencia de Marx, pues también «la historia económica es' en gran medida, la historia de las operaciones inconscientes» y, según la célebre fórmula de Marx: «los hombres hacen su propia historia, pero no saben que la hacen», fórmula que «justifica, en su primer término, la historia y, en el segundo (inconsciente» la etnología» (p. 31). Las instituciones sociales, por ejemplo, la prohibición del incesto, los impedimentos matrimoniales entre parientes, el levirato, etc., y las concreciones artísticas, míticas, culturales, etc., nacen, según el a., de una estructura, obra del inconsciente fijada e inconscientemente actuante en los hombres, con la particularidad de que cualquiera de esas estructuras, por ejemplo la dualista, es «inconsciente, sin duda, aún para los pueblos de organización dualista, pero que, por su carácter inconsciente, debe estar por igual presente en aquellos pueblos que jamás han conocido esta institución» (p. 29).

La estructura, por el hecho mismo de su «inconsciencia» por hallarse anclada en el inconsciente de los hombres, sótano más profundo y obscuro que el subconsciente y, desde luego, que el consciente (pp. 224‑225), es universal y válida para todos y cada uno de los hombres. De este modo, en cierta medida, viene a ser un substitutivo de la «naturaleza humana». De la estructura inconsciente se derivan asimismo la comunidad e igualdad entre los hombres, por debajo de las apariencias y diferencias somáticas, caracteriológicas, culturales, etnográficas o de raza, de su pertenencia a pueblos llamados primitivos o no primitivos, etc. Universalidad y comunidad de la estructura inconsciente que se erige en clave interpretativa de todas las realidades y fenómenos humanos en las manos de quienes creen haber llegado hasta ella, «subyacente en cada institución o en cada costumbre» y «principio de interpretación válida para otras instituciones y costumbres» (p. 28). De ahí que el a. se considere con derecho para extender las conclusiones de sus estudios sobre los pueblos primitivos americanos a todos los pueblos, aunque no haya una procedencia común ni posteriores contactos culturales (p. 284).

La afirmación de la identidad básica de todos los hombres no resulta ―para el autor― de la comunidad constitutiva de los mismos en cuanto integrados de cuerpo‑alma o en cuanto son un yo psicosomático, seres dotados de una misma naturaleza racional, sino de la común estructura inconsciente. Por eso Lévi‑Strauss no elabora una antropología del hombre en sí, aunque pueda diferir su concepción, por ejemplo el pluralismo (Homero, etc.) o el dualismo (Platón, etc.) antropológicos, la dualidad antropológica (N. Testamento), sino una «antropología estructural» según resalta en el mismo título de esta obra o, también «social» (pp. 386‑393, etc.). Ya el hombre no se compone de cuerpo‑alma, reducidos a la unidad integradora (dualidad antropológica) o esencialmente enfrentados (dualismo) con la consiguiente repercusión escatológica: subsistencia de sola el alma (dualismo), que en la antropología cristiana desemboca en la resurrección final del cuerpo y la existencia resucitada de todo el hombre, sino de «estructuras y relaciones», que, en cuanto corresponde a lo «invisible, inconsciente» y a lo «visible, consciente», semejan ser un substitutivo psicológico de lo espiritual‑corporal del hombre, del alma‑cuerpo, constitutivos antropológicos. El a. pone interés en distinguir la «estructura» de las «relaciones sociales», «que ponen de manifiesto la estructura social misma», si bien «esta no puede ser reducida, en ningún caso, al conjunto de relaciones sociales observables en una sociedad determinada» (pp. 305‑306, 347 ss.).

Origen de la religión.― Las conclusiones de diversos estudios, demostrativos de la vinculación de lo mítico y de lo ritual a la infraestructura socioeconómica, según el a., «permiten esperar que un día estaremos en condiciones de comprender no ya la función de las creencias religiosas en la vida social (caso resuelto desde los tiempos de Lucrecio), sino los mecanismos que les permiten cumplir dicha función» (p. 349).

El a. da por supuestos el origen y finalidad de la religión o, mejor, de las «creencias religiosas» por resaltar más su naturaleza subjetiva. Y lo supone como algo claro ya desde los tiempos (s. I. a. C.) del epicúreo latino en su obra De rerum natura. Los marxistas fundamentalmente coinciden con la misma explicación lucreciana de la religión, concepción muy en consonancia con el talante de su maestro, Epicuro, cuya existencia resulta modélica de la hipersensibilidad llamada «miedo del miedo». Lévi‑Strauss, de acuerdo con su positivismo, no se plantea el tema de si se debe aceptar o rechazar la religión ni el de su origen. Sólo le interesa averiguar «los mecanismos» que permiten a las creencias religiosas cumplir su función sociológica; averiguación por ahora, según el a., estéril. Como Lucrecio y el materialismo, silencia el fin específico de la religión y la convierte en uno de tantos factores de vigencia fuera del materialismo, al mismo tiempo que busca su origen no en el más allá, en la divinidad (revelación natural y sobrenatural), sino en el más acá, concretamente en la forma de ser de los hombres en determinados momentos de la historia. Al igual que Lucrecio, considera la religión como un resultado del miedo, de la debilidad y de la necesidad de ayuda ante realidades terroríficas que les desbordan, por ejemplo, los fenómenos atmosféricos, la muerte, etc., antes de que las ciencias y las técnicas hayan explicado su naturaleza, llegando en muchos casos a dominarlos. Sería, por tanto, una creación del hombre mismo que, inerme, habría visto surgir en sí mismo el sentimiento de dependencia respecto de uno o varios seres, distintos de él y superiores, pero sin existencia real. Este sentimiento habría sido utilizado por los poderosos al servicio de sus intereses, o sea, explotado por una minoría política, que intuyó la religión dotada de la escenografía cúltica, a fin de dominar a la plebe ignorante. Sólo en cuanto tal, en cuanto instrumento político, «opio del pueblo» del marxismo, sería admisible la religión, según afirma ya el sofista Critias (s. V a. C.) y, probablemente, unos siglos más tarde Polibio. Esa sería «la función de las creencias religiosas en la vida social» de los pueblos no liberados por el positivismo materialista. Por tanto, el origen de lo religioso es sociológico y sociológico su destino, su función. En el caso de los chamanes, hechiceros y de la magia señala más bien un origen psicológico de tipo individual y, al mismo tiempo, colectivo, social, por obra del convencimiento tanto del chaman como de la tribu en la eficacia de sus poderes y de sus técnicas. Serían fenómenos de psicología profunda, cuya explicación estaría al alcance del psicoanálisis, con un complemento popular, sociológico (pp. 183‑225).

El a. parece no conocer más religiones que las denominadas celestes o étnico‑políticas. Estas se hallan dominadas por el sentimiento reverencial de lo tremendum ante la divinidad altísima, celeste, transcendente. Estas religiones pertenecen a pueblos, al menos originariamente, nómadas, pastores y de constitución patriarcal. Tal vez su prejuicio positivista‑marxista sobre el origen de la religión y el masculinismo de las religiones celestes ayuden a explicar el hecho sintomático de la preferencia, casi exclusiva, del a. por los pueblos primitivos americanos de constitución patriarcal así como el masculinismo de toda su exposición, hasta el punto de que, según reconoce él mismo, no es rara «una crítica dirigida a las structures élémentaires de la parenté, que lo clasifica como libro antifeminista, porque en él las mujeres son tratadas como objetos» (p. 70). De hecho las mujeres son consideradas como «mensaje del lenguaje matrimonial y del parentesco, que circulan entre los clanes», «valores de un tipo esencial», objeto «de circulación en la serie del grupo social», de transacción, pues «son los hombres, quienes intercambian a las mujeres y no a la inversa», «seres efectivamente queridos, pero ostensiblemente despreciados» (pp. 57, 69, 70, 131). Precisamente al afirmar su «revolución copernicana», que consistirá en interpretar «la sociedad, en su conjunto, en función de una teoría de la comunicación» con la consiguiente transferencia del estructuralismo lingüístico a la antropología, afirma que esa teoría es aplicable en tres niveles: en el lingüístico, en el económico y en el matrimonial, porque, respecto del último, «las reglas matrimoniales y del parentesco sirven para asegurar la comunicación de las mujeres entre los grupos» (p. 69; cfr. también 326). De ahí su repulsa del matriarcado y la catalogación del avunculado como institución neutra en su origen, o sea, «común a regímenes matrilineales y patrilineales», es decir, no supervivencia residual del matriarcado (p. 9, 48 ss, 57, etc.).

En respuesta a esta concepción del origen de la religión y a sus fundamentos sociopsicológicos, baste recordar la unidimensionalidad, por no decir parcialidad, de su catalogación de las religiones. Quizá como hipótesis puede admitirse que el temor ante los fenómenos atmosféricos y la incertidumbre vital ha influido en la religiosidad de algunos individuos e incluso de varios grupos étnico‑políticos a nivel de familia, clan, tribu y hasta pueblo. Pero Lévi‑Strauss desconoce o, por lo menos, parece ignorar del todo: a) la existencia de la religiosidad telúrico‑mistérica con un concepto inmanentista de la divinidad y con lo fascinans como característica del sentimiento religioso de sus miembros. En las numerosas y tan diseminadas manifestaciones de esta constante religiosa desaparece o, a lo más, apenas influyen lo tremendum del sentimiento religioso y, en su lugar, resalta la «fascinación» gozosa del iniciado en la intimidad de la suprema divinidad telúrica, femenina, madre e inmanente, favorecedora de la compenetración «mística» y «mistérica» por medio de numerosos ritos tanto individuales como colectivos; b) la difusión de este tipo de religiosidad no sólo por el área indomediterránea sino también por América, Oceanía, etc.; c) el hecho de que, al menos de acuerdo con los testimonios conservados, pertenezca a estratos cronológicamente anteriores a los de los pueblos, en cuya religión predomina lo tremendum, el temor y temblor ante la divinidad celeste. Por consiguiente, aunque este sentimiento pudiera explicar el origen de algunas religiones, no explica el de la religión o, con otra formulación, el de todas las religiones y ―dato importante― tampoco el de las más antiguas, al menos conforme a los testimonios rupestres, arqueológicos, literarios, etc., con los que en nuestro tiempo puede contar la historiografía religiosa (cfr. M. Guerra, Constantes religiosas..., 99‑148, 287‑297, 527‑571).

El desconocimiento o, al menos, la no valoración de la religiosidad telúrico‑mistérica explica que no pocos de los estudios de «vanguardia» de nuestro tiempo carezcan de fundamento en puntos esenciales de sus exposiciones. Tanto J. A. Robinson' Sincero para con Dios, Barcelona, 1967, como H. Cox, La ciudad secular, Barcelona, 1968, como otros muchos conocen solamente las religiones celestes o étnico‑políticas, caracterizadas por la transcendencia de la divinidad y por lo tremendum como definitorio del sentimiento religioso de sus miembros. De ahí que se señalen tres etapas en el concepto de la divinidad y, consiguientemente, en la postura religiosa de la humanidad: a) Dios arriba. Divinidad concebida como celeste por su nombre, por sus atributos y teofanías, por su residencia, etc.; b) Dios afuera, y c) Dios dentro de cada uno, inmanente en vez de transcendente y distinto. La última corresponde, según ellos, a nuestro tiempo. Por eso se parte del supuesto (por ejemplo, Bultmann) de que hay que eliminar de los evangelios y del cristianismo como mítico, perteneciente a formas religiosas arcaicas, ya superadas o, por lo menos, explicar de modo nuevo, todo lo que no sea ese «Dios dentro» o no fomente la inmanencia de la divinidad; por ejemplo, la encarnación, la ascensión, etc., de Jesucristo. Aparte del desconocimiento de la religiosidad telúrico‑mistérica ―más antigua que la celeste― que es de índole inmanentista: «Dios dentro», desconocen que el cristianismo es la única religión que, gracias a la revelación, ha conseguido superar esa antinomia, aunando la transcendencia y la inmanencia. Estas concepciones de la divinidad y de la religión carecen de apoyo incluso en una simple visión completa y objetiva de la historiografía religiosa de la humanidad.

No hace falta subrayar que lo tremendum lucreciano no es el origen del cristianismo, que adora al «Dios Amor» (1 Jo. 4, 8), y, por obra de la revelación verdaderamente divina, ha conseguido salvar la antinomia de la transcendencia e inmanencia de la divinidad, de lo tremendum y de lo fascinans del sentimiento religioso, tanto en el plano individual como en el eclesial y en el cósmico, en esta vida y en la otra: Dios creador-conservador del mundo y de todos los seres, distinto pero operante en él; encarnación del Hijo, presencia eucarística y comunión, inhabitación trinitaria, gracias y virtudes infusas, dones del Espíritu Santo; repercusión de la redención y de la segunda venida de Cristo en el cosmos, que gime bajo el pecado, etc.

Por otra parte, es evidente que no todos los fenómenos religiosos, habidos y por haber, son auténticos; a veces pueden tener una explicación psicológica, sociológica, etc. Si se quiere determinar la verdadera naturaleza de los fenómenos religiosos de índole extraordinaria, es preciso responder a un interrogante en torno a la triple posibilidad de su origen y condición: sobrenatural (divino), preternatural (demoníaco) o natural (humano), pero desconocidos por las ciencias en su estado actual. En ocasiones se darán sugestiones y aún estados psicopatológicos, como alucinaciones o espejismos.

El reconocimiento de un ser supremo, no su origen real ni su creación, está implicado en el hecho de que el hombre haya descubierto con mayor o menor nitidez las huellas de la divinidad impresas en el cosmos y en el mismo corazón o naturaleza racional del hombre (revelación natural, cósmica; religiones no cristianas) o por medio de la revelación divina en «la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 14) (cristianismo), a pesar de que no siempre la sintonía es nítida por culpa de molestas interferencias de distinto signo, especialmente provenientes de la misma naturaleza humana corrompida por el pecado original y sus consecuencias.

En fin, su depreciación de la mujer le lleva a considerarlas «excluidas por naturaleza de los misterios de la religión (así ocurre, por ejemplo, con la fabricación y manipulación de los rombos), que se realizan en la casa de los hombres y están prohibidas, bajo pena de muerte, a la mirada femenina» (p. 157). Aunque esta observación se refiere únicamente al pueblo primitivo llamado bororo, la objetividad y honradez científica exigen algunos datos más, que el a. silencia. ¿Las mujeres están excluidas de toda participación en la vida religiosa de este y de otros pueblos o sólo de algunas de sus manifestaciones? En el caso de los rombos, ¿se trata de instrumentos reservados para la iniciación masculina? En este último supuesto, que parece ser lo probable, es natural que así sea, del mismo modo que, a la inversa, en el culto, por ejemplo, de la Bona Dea, estaba terminantemente prohibida la asistencia de los hombres; hasta los animales machos eran echados fuera de la casa donde se celebraban las reuniones (Plut, Quaest, rom, 20; JUV, Epist 97, 2) e incluso los cuadros con figuras masculinas eran descolgados o cubiertos (JUV 6, 340; SENEC, Epist 97, 2). Da la impresión de que el a. no alcanzó ser admitido a los ritos más íntimos de la iniciación, al menos por lo que se refiere a la parte femenina ni consiguió su revelación por parte de alguna testigo, a no ser que se admita su silencio intencionado. Por otra parte, sería curioso extender el análisis estructural, que el a. hace de las aldeas de algunos pueblos primitivos (pp. 157 anteriores y ss.), a no pocos pueblos castellanos y de otras naciones, dotados de una estructura similar: casa de concejo y taberna, reservadas hasta hace pocos años a los hombres, en el centro; dos barrios paralelos o diametralmente con los domicilios; en el entorno las fincas agrícolas o el monte (selva de los primitivos) para la ganadería y, a veces, conjuntamente o por partes, la base de los dos sistemas de vida agrícola y ganadera; la iglesia unas veces en el centro, otras en un altozano de la periferia; prevalencia de la endogamia o de la exogamia de pueblo en el sistema matrimonial. Desde luego, las conclusiones no dejarían de ser «originales» y «peregrinas».

Determinismo.

En la antropología estructural queda todo reducido a «estructuras» y «relaciones sociales». Con el socorrido ejemplo del ajedrez, importa menos el valor de cada figura que su colocación en el tablero de la vida social. Solamente que e estructuralismo niega la existencia del jugador; las piezas se mueven como autómatas, mecanizadas, por sí mismas.

No hay Dios ni alma individual ni libertad personal. Todo lo humano se reduce a «modelos mecánicos» y «estadísticos» (pp. 311 y ss.). Y en la noción misma de estructura está metido el determinismo, pues implica como una de sus propiedades el poder «predecir de qué manera reaccionará (el sistema estructural) en el caso de que uno de sus modelos se modifique» (p. 306). La noción de estructura se ha enriquecido sin duda, gracias a la «teoría de los grupos» en matemáticas y a la noción de «modelo» en cibernética. El mismo autor lo reconoce: «Las investigaciones estructurales han aparecido en las ciencias sociales como una consecuencia de ciertos desarrollos de la matemática moderna» y expresamente alude a «la lógica matemática, teoría de los conjuntos, teoría de los grupos y topología ... » (p. 310; cfr. también el cap. III). Hasta en el cambio de las modas prescinde de la libre decisión o del cálculo de los modistos, a pesar de conceder a la moda «el aspecto más arbitrario y contingente de las conductas sociales ... » (p. 67). De ahí que todo, también la moda, puede ser objeto de «un estudio científico», positivo y, por cierto, en el mismo o parecido nivel que «las investigaciones de las ciencias naturales», más concretamente, «las del crecimiento de los crustáceos» (p, 68). Por descontado, «la dialéctica estructural no contradice al determinismo histórico, sino que lo reclama y le da un nuevo instrumento» (p. 266). El hombre en sí mismo considerado se convierte, según hemos visto, en un complejo «físico‑químico», en fenómenos cerebrales, hormonales y nerviosos» y su inteligencia en «cosa entre cosas».

El hombre y lo humano queda como atrapado en el denso reticulado de las estructuras en sus diversos niveles y de las relaciones sociales visibles.

El hombre aparece así convertido en un ser unidimensional, «social», con relaciones mecánicas con su entorno, sin consistencia individual ni vocación y libertad personales, trascendentes, como una abeja o una hormiga. Pero la sociedad humana es mucho más que un hormiguero o una colmena, perfectamente estructuradas a la hora de trabajar en relación con los demás. El hombre es aglutinamiento de elementos bioquímicos, es animal y, si se quiere, es como una síntesis de lo mineral‑vegetal‑animal, pero una síntesis realizada en un plano esencialmente distinto y superior. Así lo demuestra su racionalidad, su libertad, su religiosidad, que en el cristianismo es sobrenatural.

El matrimonio.

En el marxismo es una institución de origen, naturaleza y destino social, sin consistencia ni leyes naturales, inmutables, por encima de la voluntad o de los caprichos individuales o de la sociedad. Lévi‑Strauss acentúa, si cabe, la «arbitrariedad» del matrimonio. Rechaza como «la idea más peligrosa» «la idea... según la cual la familia biológica constituye el punto a partir del cual toda sociedad elabora su sistema de parentesco», a pesar de admitir que «sería difícil hallar otra que recoja en la actualidad una unanimidad mayor». Para el a. «un sistema de parentesco no consiste en los lazos objetivos de filiación o de consanguinidad dados entre los individuos; existe solamente en la conciencia de los hombres, es un sistema arbitrario de representaciones y no el desarrollo espontáneo de una situación de hecho» (pp. 61, 334). Se cae así en un sistema de relaciones más que de realidades y, por añadidura, subjetivo, producto de la conciencia humana. No siempre aplica la distinción, que establece entre el sistema de denominaciones y el de actitudes. De ordinario parece manejar términos, denominaciones, más que realidades. Más aún, le importan menos «los términos» que las «relaciones entre los términos» (pp. 57, 67‑68).

Sin embargo, por encima de las relaciones conyugales y familiares y anterior al punto de partida biológico, negado por el a., está su origen divino y su fundamentación en la naturaleza humana, que le es dada al hombre, y, según la cual, debe vivir para realizarse como persona. Por tanto, no se puede deducir lo que el hombre es y debe hacer en la vertiente natural del matrimonio, p. ej. monogamia, indisolubilidad o sus contrarios, de lo que el hombre o los hombres hacen o han hecho a lo largo de la historia ni considerarlo como producto de su conciencia subjetiva. El hombre es libre, y además sujeto a errores y desvíos, todo lo cual puede llevarle y, de hecho, le lleva a actuar, a veces, al margen de la ley natural, en contra de su misma naturaleza y de lo que realmente le conviene. Por eso el matrimonio y el parentesco, en su desarrollo histórico y concreto, dependerá en parte del uso que cada uno haga de su libertad y también de diversos condicionamientos económicos, sociales, de concepciones religiosas más o menos acertadas o desacertadas, etc. Al valorar la multiplicidad y hasta disparidad de estos elementos en los pueblos primitivos, también en los actuales, fuera del cristianismo, se comprenderá que el matrimonio, aun dentro de unas directrices comunes, presentará modalidades distintas incluso a veces matices contrapuestos. Por tanto, el antropólogo, el etnógrafo no puede deducir una estructura matrimonial o familiar determinada de la observación de unos cuantos datos matrimoniales de un pueblo o tribu americanos ni menos concederle valor universal, aplicable a todos los pueblos.

 

VALORACION DOCTRINAL

Tras la exposición anterior salta a la vista la incompatibilidad del estructuralismo antropológico con la doctrina cristiana, al menos en numerosos puntos y hasta en su mismo enfoque. Me refiero a la doctrina e ideología, que vertebra todas sus exposiciones. A fin de concretar esa impresión primera, normal en cualquier conocedor de la doctrina cristiana y de la antropología estructural, voy a confrontar ésta con el Magisterio de la Iglesia, fiel custodia del depósito revelado.

Resulta superfluo observar que ningún documento del Magisterio eclesiástico habla directa ni explícitamente de la antropología estructural ni del estructuralismo. Sin embargo, se le pueden y deben aplicar no pocas exposiciones condenatorias de los principios positivistas y marxistas, sobre los cuales se asienta, así como las cautelas y prohibiciones contenidas en los Decretos del Santo Oficio del 1 de julio de 1949 (cfr. Denz-Schön., 3865).

Lévi‑Strauss prescinde de Dios, de Jesucristo, del alma humana, de la subsistencia tras la muerte, etc., en una palabra, de todas las verdades y realidades del cristianismo, así como, en general, de cualquier religión. La realidad de lo espiritual en sus distintas vertientes: divina, angélica, demoníaca, humana, anímica, es negada como un axioma, que no necesita demostración. De ahí el riesgo de contagio insensible por parte de quienes acepten esta antropología con el deseo o pretexto de profundizar en la doctrina cristiana, en su afán de adaptar la Revelación y la fe a la «mentalidad del hombre moderno», a los «avances» o a las «conclusiones» de la ciencia. Se cae así en una visión positivista de lo religioso, en lugar de contemplar lo espiritual, lo humano y todas las realidades ―también temporales―, con visión teológica, a la luz de la fe de luminosidad más profunda y de mayor alcance que la razón (racionalidad del hombre) y, evidentemente, que los sentidos (animalidad). De esta suerte se invierte y pervierte todo el sentido religioso del hombre y el contenido de numerosos, por no decir todos, los dogmas.

En la antropología estructural desaparece la revelación natural, cósmica, precristiana o no específicamente cristiana, y la sobrenatural, bíblica, cristiana, junto con la Tradición y la misión, razón de ser, de la Iglesia. El hombre queda cosificado, madeja de estructuras y relaciones, cuya clave y desenredo sólo es posible por medio de la infraestructura económica y del inconsciente. Cuantos asuman esta antropología deformarán y, quizá, negarán verdades fundamentales de orden natural, asequibles por la misma razón (aunque, en atención a su repercusión esencial para la salvación, hayan sido además reveladas sobrenaturalmente por Dios: Cfr. Conc. Vaticano I, sess. III, Const. Dei Filius, cap. 2; Denz. 1786; Denz-Schön, 3005).

Antes que el aspecto sociológico del hombre, a la antropología cristiana interesa el óntico; más que el hombre y las cosas (visión de la antropología social y estructural), importa el hombre en sí mismo, ciertamente no reducido a estructuras inconscientes, a merced de manipulaciones subjetivistas, y a relaciones visibles, sino compuesto de realidades o, si se prefiere, sustancias por sí mismas consistentes. En primer lugar, «la criatura humana (está) constituida de espíritu y de cuerpo» (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, cap. 1, Denz. 1783, Denz‑Schön, 3002; cfr. también Conc. Lateranense IV, a. 1215, De fide catholica, 1, Denz. 428, Denz‑Schön., 800, y su aplicación a Jesucristo en cuanto hombre en el número siguiente). De la composición constitutiva del hombre, ofrece más dificultad para ser admitido el componente espiritual e inmortal, el alma. De ahí la mayor insistencia del Magisterio en su existencia. Esta es la fe de la Iglesia: «Con la aprobación de este sagrado concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirmen que el alma racional es mortal... Definimos como absolutamente falsa toda aserción contraria a la verdad de fe revelada ... » (Conc. Lateranense V, sess. VIII, 19‑12‑1513; Denz., 738, Denz‑Schön., 1440). Esa inmortalidad se deriva de su espiritualidad (Pío XI, Enc. Divini Redemptoris, 19‑3‑1937, AAS, 29 [1937], 65‑106. Hay traducción castellana, p. ej. P. Galindo, Colección de Encíclicas y documentos pontificios, 1, Madrid, 1962, 154‑177. Aquí citaré por la paginación del original. El texto transcrito puede verse también en Denz‑Schön, 3771). Precisamente la espiritualidad e inmortalidad del alma fundamenta la dignidad humana (Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, núm. 14).

La vida del hombre, dotado de un alma espiritual e inmortal, no termina con la muerte, y su exigencia de felicidad no puede satisfacerse con el apriorístico advenimiento de un «paraíso» en la tierra, resultado del desarrollo dialéctico de la cultura, según afirma el positivismo marxista del a. En el fondo, aunque no se afirme explícitamente, esta teoría marxista parece ser como un retorno desmitizado a la Edad de Oro de las mitologías arcaicas, sin «mío ni tuyo», o sea, en comunidad, por no decir comunismo,, de bienes y felicidad. A la Edad de Oro, tiempo paradisíaco de justicia, de paz y de bienestar, se llegaba, según el proceso mítico, una vez superada la Edad de Hierro, caracterizada por las injusticias, tantas que en ella la Iustitia no podía permanecer ni en el campo, donde se había refugiado huyendo de los atropellos de las ciudades, por lo cual se veía obligada a refugiarse en el cielo, en el signo del zodíaco Virgo (cfr. VERG, Georg 2, 472 y ss.; 1, 33 y ss.; Eglog 4, 6). De allí retorna solamente al comienzo de una nueva Edad de Oro. La justicia caracteriza también el paraíso en la tierra del marxismo y de la antropología estructural, de la misma manera que las injusticias, opresión y la consiguiente lucha de clases caracterizan a las sociedades «calientes» (cfr. p. 32 de esta recensión). Desde luego, el paso no sería brusco como creían los estoicos tras la ecpyrosis o «conflagración» cósmica, purificación por medio del fuego, sino progresivo al estilo pitagórico o, mejor, dialéctico y acelerado en las últimas etapas de la lucha de clases, atizada por el marxismo.

La felicidad eterna es común a todos los bienaventurados, fieles al Señor, miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo, y, por lo mismo, comunitaria, sobrenaturalmente social, eclesial. Pero el paraíso ultraterreno está al alcance de cada individuo de cualquier tiempo o lugar a impulsos de la gracia divina. Se salva o se condena cada uno de los individuos por separado. El Magisterio de la Iglesia enseña la subsistencia de las almas, separadas de sus cuerpos después de la muerte y antes de la resurrección, ya sea en la gloria, en el purgatorio o en el infierno (Conc. II de Lyon, 6‑7‑1274, sess. IV, Denz, 464, Denz‑Schön, 856‑859: Professio Fidei Michaelis Palaeologi. Cfr. también Epístola Nequaquam sine dolore, 21‑II‑1321, DenzSch8n, 991. Las palabras del II Concilio de Lyon fueron reprecisó la misma doctrina en la Bula Ne super his, Denz-Schön, 991. Las palabras del II Concilio de Lyon fueron recogidas textualmente por el Concilio florentino, 6‑7‑1439, en la Bula Latentur Caeli, Denz, 693, Denz‑Schön, 1304, 1306). Mas la existencia definitiva tras la muerte no será la desencarnada, propia de sola el alma, sino la resucitada de toda la persona. Miembros de Cristo, Cabeza de su Cuerpo Místico, los incorporados a El, muerto y resucitado, resucitarán también con El. Respecto de la resurrección futura para bienaventuranza o para condenación, evidente en la Sagrada Escritura, basta citar la constitución Benedictus Deus de Benedicto XII, 29‑1‑1336 (Denz, 530, Denz‑Schön, 1000‑1001. Cfr. también Epístola Super quibusdam, 29‑9‑1351, Denz, 570, Denz‑Schön, 1067, pregunta de Clemente VI al Catholicon de los armenios en orden a la unión. Cfr. también las fórmulas de los distintos símbolos de la fe, Denz, 1 y ss., 13, 16, 20, 30, 86, etc. Denz-Schön, 1 y ss., 44, 72, 76, 150).

A los puntos anteriores de la doctrina cristiana alude Pío XI en su Enc. Divini Redemptoris (a. 1937), documento dedicado exclusivamente a exponer y condenar el comunismo ateo (AAS, 29 [1937] 69), basado sobre «el materialismo, llamado dialéctico e histórico de C. Marx» (p. 69): «No queda jugar alguno para la idea de Dios, no existe diferencia entre el espíritu y la materia, ni entre cuerpo y alma, ni subsiste el alma tras la muerte, ni, por consiguiente, puede haber esperanza alguna en una vida futura» (p. 70). De este modo se precipita en el más absoluto monismo materialista: «No existe más que una sola cosa o realidad: la materia», (Ibídem), presente y actuante de modo intencionado en la antropología estructural de Lévi‑Strauss hasta el extremo de reducir, según hemos visto, el alma racional o, por emplear sus palabras, la inteligencia, la razón, a «cosa entre cosas». Se niega así que haya acciones humanas que no sean producto bioquímico ni estén determinadas por leyes meramente biológicas, desapareciendo la libertad humana, la responsabilidad personal, la posibilidad de mérito y de demérito o pecado. «Tanto la moral como el sistema jurídico ya no serían sino una emanación del sistema económico» (p. 71). La encíclica expone y condena esta eliminación de la dignidad humana, de la libertad personal, de la moralidad y de todos los derechos naturales (pp. 71 y ss.). Rechaza asimismo la lucha de clases (pp. 69‑70), como es concebida por el proceso dialéctico y por el determinismo del marxismo y del estructuralismo antropológico. No puede admitirse la lucha de clases ni menos aún catalogarla entre las realidades necesarias en la evolución histórica, pues es totalmente contraria no sólo a la Revelación, a la concepción cristiana de la vida, sino también a la misma razón humana (cfr. León XIII,. Rerum novarum, a. 1891, AAS, 23 [1891], 648‑49. Puede verse la traducción castellana de esta encíclica en P. Galindo, o. c., 1, 595‑617, el texto citado en pp. 600‑601).

Ciertamente el desenlace del proceso dialéctico de las culturas (antropología estructural) o de la historia (marxismo, comunismo) no puede desembocar en «el paraíso en la tierra», que es «irrealizable, pues siempre habrá enfermedades, miserias y muerte» (Divini Redemptoris, AAS, 88. Cfr. también Rerum novarum, AAS, 648‑650). Allí se denuncia también otro de los puntos claves del positivismo marxista, incrustado en el estructuralismo antropológico, a saber, la consideración de lo económico como base, infraestructura, de la moral, del derecho, del matrimonio, etc., que se reducirían a superestructuras, adaptadas a la base económica y a sus mudanzas (pp. 71, 78‑79). «La expresión religiosa del espíritu humano», o lo religioso primario, que se exterioriza a través de lo religioso secundario,. no puede ser considerada «como expresión del sentimiento o de la fantasía» (Mater et Magistra, AAS, 53 [1961], 452; hay traducción castellana de esta encíclica, cfr., p. ej., P. Galindo, o c., 2, 2235‑2274) o, según la fórmula de Lévi‑Strauss, las «estructuras de orden concebidas», aunque evidentemente la encíclica no se refiere directamente a ellas. Tampoco puede ser concebida «como producto de una contingencia histórica, que se ha de eliminar como elemento anacrónico o como obstáculo al progreso humano» (Mater et Magistra, AAS, 452), al modificarse la infraestructura económica en nuestros días. La exigencia religiosa no es un simple aditamento ni algo accesorio, de lo que el hombre, la humanidad, pueda prescindir para siempre en un momento determinado de su vida o de la historia por obra del proceso dialéctico; se halla clavada en la esencia misma de «los seres humanos», que en ella «se revelan como lo que verdaderamente son: seres creados por Dios y para Dios ... » y aúnan la doble «dignidad de criaturas y de hijos de Dios» (Mater et Magistra, AAS, 71‑72; Divini Redemptoris, AAS, 78).

La condición creatural del hombre explica que haya recibido de Dios junto con el ser unas orientaciones o leyes impresas en su misma naturaleza. Estas, por lo mismo, son universales, o sea, válidas para todos los hombres, pues la naturaleza humana es común a todos los seres racionales, al mismo tiempo que personales en cuanto la naturaleza humana no es algo abstracto, especie de idea universal, sino algo existente de modo personalizado en cada uno de los hombres. Precisamente «es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido» (Pío XII, Summi Pontificatus, 20‑10‑1939, Denz‑Schön, 3780). No son resultado de un fatalismo ni de un determinismo histórico; tampoco se hallan a merced del azar ni del capricho arbitrario de los hombres ni es posible reducirlas a productos meramente subjetivos. Están impresas por el Creador en la naturaleza misma de la criatura humana. Y en cuanto a la institución del matrimonio y a las prerrogativas básicas de la familia, «han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por voluntad humana ni por factores económicos» (Divini Redemptoris, AAS, 78‑79, Denz‑Schön, 3771; cfr. también Pío XI, Casti connubii, 31‑12‑1930, AAS, 22, Roma, 1930, 539‑582, Denz, 2225, 2236; Denz‑Schön, 3700, 3702, traducción castellana de esta encíclica en P. Galindo, o. e., 1609‑1640). Es inadmisible la doctrina marxista, que «hace del matrimonio y de la familia una institución puramente convencional y civil, o en otras palabras, el fruto de un determinado sistema económico» (Divini Redemptoris, AAS, 71).

En fin, ni Dios ni, por tanto, la religión, es decir, el reconocimiento subjetivo de la religación objetiva del hombre respecto de la divinidad con las consiguientes manifestaciones cúlticas, son producto de hombre ni de sus temores: «Y no es que Dios exista, porque así lo creen los hombres, sino que El existe creen en El y elevan a El sus súplicas cuantos no cierran voluntariamente los ojos ante la verdad» (Divini Redemptoris, AAS, 78). «Dios puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana, partiendo de las cosas creadas (Rom. 1, 20)», y, además, de modo más seguro y fácil por medio de la revelación sobrenatural (Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, Denz, 1785, 1806, Denz‑Schön, 3004, 3026).

El reconocimiento de la existencia de Dios, a través de su huella en el cosmos, «por las obras visibles de la creación..., como la causa por sus efectos ...», depende de las creencias religiosas de los hombres, pero no así su misma existencia. Dios existe y sigue actuando lo crean o no los hombres, lo admitan, lo rechacen con encarnizamiento prometeico (marxistas, comunistas) o simplemente no se molesten ni en oponerse a El (estructuralismo antropológico, escepticismo positivista de Lévi‑Strauss y de otros, tanto en el plano especulativo como en la vida práctica).

M.G.G.

 

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