¿Dónde está la llave?

Luxindex, 27 de septiembre de 2010

 

La llave de Escrivá

 

 

En Madrid, a uno de octubre de 1936. La Guerra Civil Española dura ya casi tres meses…

 

«Era urgente encontrar otro escondite. Escrivá habló por teléfono con González Barredo, quien aseguró que podría encontrarles un lugar. Poco después se reunieron González Barredo y Escrivá, pero éste rechazó el escondite que le ofrecía. Escrivá tiró la llave por una alcantarilla cuando supo que la única persona en la casa era una joven sirvienta: Hijo mío, ¿no te das cuenta de que soy sacerdote y de que, con la guerra y la persecución, está todo el mundo con los nervios rotos? No quiero ni puedo quedarme encerrado con una mujer joven, día y noche. Tengo un compromiso con Dios, que está por encima de todo. Preferiría morir antes que ofender a Dios, antes que faltar a este compromiso de Amor» (John F. Coverdale: La fundación del Opus Dei; Ariel, Barcelona, 2002).

 

 

El padre Escrivá, tras rechazar este escondite y cinco días más tarde, fingiendo creerse el entonces ya famoso doctor Marañón, acabó refugiándose en el sanatorio mental del doctor Suils.

 

Al respecto, resultan curiosas las coincidencias (?) de que el padre Escrivá, evitando las consecuencias de «los nervios rotos», fuese precisamente a esconderse a un manicomio y justamente haciéndose pasar por un paciente con delirios de grandeza (papel que, las cosas como son, no debió requerirle de mucho ensayo).

 

Y, puesto a pensar como quien confundió una casa atendida por una joven con una casa de citas, pregunto el siguiente despropósito: ¿por qué descartó Escrivá que en el sanatorio hubiese alguna mujer que, sin más, se lanzara o cediese en algún rincón propicio de cualquier interminable pasillo mal iluminado al saber que la pieza era ¡el doctor Marañón!? Porque los sanatorios tienen más corredores y escondrijos que una casa…

 

Pero retomemos el otro disparate, el de la llave y la alcantarilla.

 

En las muchas biografías oficiales del padre Escrivá, no hay pasaje que no haya sido, palabra por palabra, revisado y visado por su fiel guardia para mayor gloria de él, su líder. Así pues, si este fragmento superó esa atenta censura fue porque también consideraron que contenía un mensaje, como siempre, edificante.

 

Pero, ¿ejemplar de qué? ¿Este momento habla de la prudencia y castidad del personaje o lo hace de su rijosidad, de su encendido nervio ante la anunciada hembra, sin conocerla, siquiera sin verla, por sólo serlo? ¿O, acaso, Escrivá «vio» a una procaz bestia con cofia conjurada para forzar un furioso apareamiento con el primer cura fundador que apareciese por la puerta? ¿O, el padre Escrivá confiaba tanto en su savoir faire y sex appeal que temió que, de aparecer por allí, la pieza buscara sola que la cobrasen, que anduviese ella exponiéndose o acorralándose gustosamente aquí y allá?

 

Ahora en serio, y con todo el respeto que el personaje merece, ¿de qué va esta ridícula anécdota?

   

En primer lugar, hay que recordar que no hablamos de un adolescente sino de alguien de 34 años a la sazón.

 

En segundo lugar, produce perplejidad que un hombre hecho y derecho, José María González Barredo, no le viese reparo a ese plan. ¿Acaso González Barredo era un alcahuete infiltrado disfrazado de fiel hijo espiritual y químico piadoso?

 

Por último, ¿por qué dijo «no quiero ni puedo quedarme encerrado con una mujer»? ¿No hubiese sido lo correcto decir «no quiero ni debo»? Porque poder si hubiera podido, ¿o tenemos que añadir una invencible claustrofobia, desconocida en él, a su conocida misoginia para que así tenga sentido «no poder» estar de pensión en una casa llevada por una mujer?

 

En fin, pese a las preguntas y reservas anteriores, ya digo, los censores consideraron el pasaje anterior un ejemplo de cómo vivió virtuosamente la castidad el padre Escrivá.

 

Pero, caramba, ¿dónde estuvo la ocasión?

 

Para mí virtuoso, o heroico, sería contestar por un motivo superior y con un cortés «no, gracias, es que estoy que me caigo» al sorprendente «¿quieres subir?» que desafiante, aunque con ojitos, me preguntara tras acercarla a su casa aquella preciosa y desconocida mujer que tan impertinente hasta entonces estuvo conmigo durante la fiesta de aquella noche.

 

Es un ejemplo frívolo, y probablemente ficticio, sí, pero también se podrían poner otros platónicos, prosaicos, patéticos, románticos… de muchos tipo, muchos más ejemplos: ¿¡pero salir victorioso de historietas que nunca se libraron desde cuándo es heroísmo!?

 

 

«Por defender su pureza San Francisco de Asís se revolcó en la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado... —Tú, ¿qué has hecho?» (Camino, punto 143).

 

 

Tú, no sé; él, el padre Escrivá, por defender su pureza del supuesto revolcón, arrojó una llave zambulléndola en una alcantarilla: «clin, clin, clinchup».

 

¿«Chup»? Bueno, tal vez por la alcantarilla no iba agua de escorrentía. Y no estoy insinuando con esto que, por tanto, la llave hubiese sido después, sin barredos de por medio, fácilmente recuperable.

 

 

Al anochecer volvió al sumidero del Paseo de la Castellana. Ya a su vera y haciéndose el distraído, miró a un lado y miró al otro: nadie a la vista. Súbitamente, como si de un afilado zas le hubiesen cortado las cuerdas que le sostuvieran de pie, se echó de bruces, ¡pumba!, dispuesto para levantar la rejilla. Al inicio del esfuerzo, guiñó los ojos y enseñó los dientes, los apretados dientes, «el corazón reventará pero no saldrá como quiere por la boca», pensó. Tomó el aire que hubiese requerido para retirar una rejilla diez veces más pesada y la apartó con el mismo cuidado que se emplea en desmontar una traidora espoleta, posándola, silenciosa y rápidamente, como si pesara diez veces menos, a un lado. Alzó entonces la vista y también miró al otro lado de la avenida: nadie por aquí, nadie por allá. Ayudándose de los codos reptó un poquitín, escapándosele un quejumbroso jadeo: ¡ains! Introdujo entonces la mano izquierda en el desagüe y la agitó en círculos para ahuyentar mordiscos, arañazos y otras inquietudes sin nombre y, al no percibir más que peste, cambió el siniestro cebo por la mano derecha, la de bendecir, alargando decidido ese brazo hacia el fondo de la sucia boca, a la par que por asco, ¡puaj!, apartó la cara cuanto pudo -90 grados-. Quedó entonces mirando al cielo, al cielo de Madrid, sin reparar en la coincidencia de que, en aquella noche otoñal, éste estaba tan negro como la boca de la alcantarilla en la que enseguida iba a hurgar.

 

(El giro de cabeza se debió a varios motivos: primero, por si así el hedor era menor, pero resultó el mismo; segundo, para alcanzar más lejos sin tener que meter la cara en el husillo, aunque enseguida comprobó que el desagüe no era tan profundo como la pena, que dijo el poeta; aún así, y tercero, mantuvo girada la cara -esto ya de forma bastante inconsciente- porque tontamente le hacía sentir que no estaba allí. Cosas. Sigamos).

 

Manoteó el lodo, plof, plaf, afinando en la búsqueda con la imprescindible, aunque inútil, ayuda del rosa periscopio de la puntita de la lengua que asomaba por una de las salivadas comisuras de sus rechupeteados labios. Al poco –pero una eternidad para él- palpó algo pequeño y metálico: era una llave, pero, ¿sería la llave? Ansioso, la recorrió moviendo los dedos con la pericia de quien acostumbra a contar billetes: pala corta, cañón grueso, fila de dientes destacando la corona y con hendidura en la parte central. Sí, ¡era la llave!

 

(Al respecto, puede parecer remota la probabilidad de que hubiese más de una llave, pero en el convulso Madrid en guerra, todos con los nervios muy rotos, el censo de fundadores era abultado y eso de arrojar llaves a las alcantarillas en lugar de, sencillamente, devolverlas educadamente era un gesto histriónico –santo histrionismo- que se llegó a considerar en aquellos tiempos muy conveniente para fundar cosas.

 

Por esa costumbre, hoy considerada incívica, en la limpieza que Regiones Devastadas, bajo la dirección de don J. J. Irrazábal, realizó en los colectores de Madrid en 1942 encontraron, entre otras muchas cosas, a una señora que, tras su rescate, dijo sólo conocer del colegio y no haber vuelto a saber de él desde entonces a Zoilo Máximo de Todos los Santos, marqués de Labarca y fundador de Mártires Muy Vivos, hasta que se cruzaron un día de 1936 en la calle Serrano. Aunque ella no pensaba mediar más palabras que un protocolario buenos días de ida y vuelta, sostuvo que, don Zoilomáximo,  no sólo no le devolvió el saludo sino que de repente, y con muchas chiribitas en los ojos, la introdujo, no sin dificultad, por la rejilla del husillo mientras la rociaba con los perdigoncitos de saliva, fiu, fiu, con los que acompañaba cada empujón, ¡pumba, pumba!, y cada grito, «¡provocadora, buscona, víbora!», que le arreaba. Concluyó contando que tras dejarla en el subsuelo, Zoilomáximo se fue diciéndole entre aspavientos: «Y que lo sepas: devolver un saludo ha sido el inicio de muchas licenciosas relaciones. ¡Provocadora, buscona, víbora!».

 

Regiones Devastadas encontró muchas más cosas en las alcantarillas de España. Pero no deberíamos alargar la incomodidad de Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, marqués de Peralta y fundador del Opus Dei Ò, al que habíamos dejado, antes de esta digresión sobre tan particular costumbre, en decúbito prono).

 

Al tener ya la llave en su mano, aliviado, ¡uf!, cerró los ojos un instante y, llevándose la barbilla al pecho, resopló, ¡buf! Recolocó con precisión la rejilla -por cuidar las cosas pequeñas y como prueba de que aquello nunca había sucedido- y replegó la lengua tras generosamente repasarse con ella los labios. Se levantó de una izada mientras se sacudía las ropas, plis, plas. Ya erguido, se cuadró de hombros, encajo el gesto, y carraspeó, ¡ejem, ejem!, con la autoridad y fastidio del cascarrabias que se ve obligado a repetir una frase (no lo tengo claro, pero creo si carraspeó fue para fingir, ya recuperada la llave, que no le importaba hacer notar su presencia; siempre puede haber alguien observando, testigos agazapados).

 

Finalmente, puso la cara de hastío que por costumbre tienen los que a sí mismos se tienen por señores, y apretando el culo, el paso y el puño que escondía la pringosa llave se alejó: «Ya habrá tiempo de limpiarla», pensó.

 

 

Pero no, no estoy sugiriendo eso; no estoy insinuando que el padre Escrivá volviese a por la llave. Digo que, de no ir agua de escorrentía por la alcantarilla, la caída de la llave hubiese sonado de forma algo diferente, más o menos así: «clin, clin, clinpof» (no «chup»).

 

(Con franqueza, esto de «chup» o «pof» es algo que me viene grande y que mejor dilucidarán los «historiadores, sociólogos, humanistas, juristas, estudiosos de la espiritualidad, y otras personas atraídas por la historia del catolicismo contemporáneo, que han mostrado interés por la vida de san Josemaría y el desarrollo del Opus Dei» de Studia et Documenta).

 

El caso es que el padre Escrivá no fue al piso cuidado por la sirvienta dándonos así, según mantendrían sus hagiógrafos, otra lección de que «evitar la ocasión» evita el lamento. Y siguiendo su forma de razonar, el argumento lo podrían completar así: «No hay que ser tan retorcido, es todo más sencillo. Fue una decisión sensata, prudente. Hizo bien, imaginad si no: Escrivá aceptó refugiarse allí y estuvo encerrado con una sugerente criatura, día y noche, todos con los nervios rotos, pero… ¡pero allí no pasó nada! Está claro que las malas lenguas le hubiesen entonces revalidado el ignominioso título de Rosa Mística de su época de seminarista. No ir fue lo más acertado, porque de haber ido y no retozar: mal; de haber ido y acabar retozando: peor. Convino, por tanto, no ir».

 

En cambio, sus detractores sostendrían que esa actitud nada tiene que ver con la prudencia o sensatez sino que resume su mojigato credo, ése que diciendo querer «evitar la ocasión» sólo evita el sentido común y la realidad; el credo que confunde ir a un lupanar con bajar en el ascensor con la señora del 4º B, por poner un ejemplo.

 

Pero, caramba, insisto, centrémonos: ¿dónde estuvo la ocasión?

 

Escrivá nada sabía de aquella mujer, por lo tanto sólo hablaba de su, dicho finamente, «estado de ánimo»: ¿escondía la Rosa Mística una flor carnívora; se excitó? ¿Lo hizo para evitar excitarse? ¿Lo hizo para fingir que se excitaba? ¿Lo hizo para evitar fingir que se excitaba?

 

¿No será que el padre Escrivá se contentó con hacerse sus solitarias cuentas (aunque en amores y aventuras tenga que haber acuerdo, pues de lo contrario no hay amor o aventura que valga)?

 

¿No hay, y hubiera habido, otra forma de verlo, otra perspectiva complementaria: la de la desconocida aunque coprotagonista de la historia, la de la muchacha?

 

¿Qué sabía él de ella?: ¡nada! Aquella chica, que de vivir hoy rozaría el siglo, puede que fuera más fea que picio; o más guapa que cualquiera; o guapa o fea pero enamorada de su novio (¿marido, amante?); o inteligente, virtuosa y a la que los exaltados fundadores le resultaban indiferentes; o una inteligente y templada fundadora de algo; o tonta a secas; o inteligente o tonta, fea o guapa, y lesbiana; o yo qué sé…

 

En suma, ¿y si era, o fue, sencillamente, una muchacha con su propia realidad; una chica con su vida, una mujer que, en plena Guerra Civil, pudo haberle dado desinteresadas y tan necesarias lecciones al padre Escrivá de cómo mantener los nervios enteros?

 

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