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Un breve ensayo sobre la fidelidad de Gustave Thibon

 

LA CRISIS MODERNA DEL AMOR

Gustave Thibon

 

 

Introducción

1. El problema de la fidelidad

ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA INFIDELIDAD

LAS FALSAS FIDELIDADES

LA FIDELIDAD ADAPTABLE

 

Introducción

 

Los cuatro ensayos que van a leerse gravitan, bajo diferentes aspectos, alrededor del mismo problema: el de la construcción armoniosa del ser humano.

En los capítulos sobre la crisis moderna del amor y sobre las relaciones entre la sexualidad y la vida espiritual, consideramos el problema bajo el ángulo de la unidad.

En los estudios de la noción de fidelidad y de la indisolubilidad del matrimonio, nos interesaremos ante todo por el aspecto continuidad.

Por otra parte, estas dos preocupactones no son sino una, puesto que sólo en la medida exacta en que el hombre es capaz de realizar su unidad interior puede también dominar e integrar el cambio. La díscontinuidad, la inconstancia, proceden del desmenuzar miento de la personalidad. El ser que no es uno en sí mismo no permanece uno en el tiempo. Bernanos hacía observar a los amantes de la novedad y la variación, que el cadáver, por el hecho mismo de no tener unidad interna, es la sede de metamórfosis sensacionales en las que la rapidez podría «avergonzar a la relativa estabilidad del viviente». De hecho, la «vida» del cadáver nos ofrece un ejemplo perfecto y poco atractivo de «la aceleración de la historia».

En último análisis, este doble problema es de orden religioso. Puesto que la fuerza* que asegura la unidad y la continuidad del hombre, veside más allá del hombre. Del mismo modo, el poder atractivo del sol es el que logra la cohesión del globo terrestre y el que regula su curso armonioso en el cielo. Los aerolitos, que no tienen un campo gravitatorio determinado, trazan en el abismo un surco de fuego antes de estallar y sepultarse en la noche definitiva. Son la imagen de las pasiones y los ideales del hombre que no teniendo a Dios como centro, pasan como destellos cuyo esplendor efímero y devorador agrava el espesor de nuestras tinieblas y la angustia de nuestra soledad.

Dios es el sol de los espíritus. Estas páginasno tienen otro fin sino mostrar una vez más que el orden temporal está sometido a la atracción de lo trascendente y que el infinito es el guardián de lo limitado.

1. El problema de la fidelidad

Si queremos definir la fidelidad en su esencia, diremos que consiste en el rechazo del cambio. El comerciante que firma una letra pagadera en un año proclama implícitamente: dentro de un año, mis intenciones sobre este punto serán las mismas: tendré, como hoy, la voluntad de pagar esa suma. De igual modo, el esposo, el amigo, el sacerdote fieles son los que no cambian nunca.

En todas partes, el sentido común sitúa espontáneamente la fidelidad entre los valores humanos más elevados. No es casual que epítetos tales como «voluble», «variable», «inconstante», aplicados a un hombre, revistan un sentido peyorativo. El ser víctima del devenir es considerado como un tipo inferior de humanidad.

¿Definiremos, pues, la fidelidad como la negación pura y simple del devenir? Señalemos sin demora que el sentido común no es más sensible para ciertas formas de la fidelidad que para la inconstancia. Cuando tratamos a alguien de «fósil» o de anticuado, estas expresiones poco halagadoras sobreentienden que el hombre en cuestión habría obrado mejor cambiando, adaptándose al devenir. Así pues, la resistencia al cambio no podría considerarse como un valor absoluto y universal; hay casos en los que es un defecto y en los que el abandonarse al cambio es una cualidad.

Y esto se concibe muy bien si se considera que el hombre es a la vez víctima de lo eterno y del devenir. Precisando más, el hombre es parte de lo eterno en devenir. Así pues, no podía sacrificar absolutamente el devenir a lo eterno ni lo eterno al devenir bajo pena de renekar de su propia naturaleza. La verdadera fidelidad no consiste en la detención del cambio, consiste en impregnar de eterno el cambio. Y por ello su noción se hace muy vaga y elástica. Entre las realidades temporales (y englobo en esta expresión todo lo que se desarrolla en el tiempo, y por consiguiente, todo lo que es humano), algunas pueden y deben impregnarse de eterno hasta la saturación mientras que otras no soportan sino una dosis muy débil de fidelidad: el peso de la eternidad que se quiere meter en ellas, en lugar de liberarlas las aplasta. Así una vocación religiosa exige la eternidad; aquí el cambio aportaría la ruina y el infierno del alma. Pero tal o cual capricho superficial llama al cambio y al olvido: querer eternizarlo sería la ruina y el infierno: la verdadera fidelidad hacia las cosas que pasan, consiste en no intentar retenerlas...

Desde ahora tengamos en cuenta dos puntos de vista muy importantes que nos servirán para distinguir la fidelidad auténtica de las falsas fidelidades:

1) Toda fidelidad verdadera implica un intercambio vivo.

2) Toda fidelidad verdadera implica un elemento de orden supra-racional y místico; está hecha de fe.

El primer punto se establece por sí mismo. Se es fiel a alguien o a alguna cosa: a una esposa, a un ideal, a una patria, a un Dios, etc. Pero esta fidelidad exige una contrapartida. Un hombre de estado firma un tratado de paz, un hombre joven se cas a o entra en religión; todos estos «compromisos» suponen, a su modo, más o menos implícitamente, afirmaciones de esta clase: Nuestro contrato es bilateral... Tendré esto a cambio de aquello... no iré a buscar esto a otra parte porque te creo capaz de dármelo, con esta inclusión inevitable: si tú me faltas, yo tendré derecho a faltarte... En todas partes, la idea de reciprocidad y de cambio acompaña a la idea de fidelidad y la domina. El firmante de un tratado pide a la otra parte que vele con él en la ejecución de dicho tratado, el esposo exige de la esposa los mismos derechos que le da y el cristiano dice al Dios a quien jura fidelidad: por mediación de vuestra santa gracia.... Sólo puedo aceptar un compromiso respecto a ti si estoy persuadido de que, sea por tu parte, sea por la mía, las cosas permanecen de tal forma que la fidelidad a este compromiso será compatible no sólo con mi existencia, sino también con las exigencias profundas de mi naturaleza.

Dicho de otro modo: la noción de fidelidad se funda en la noción de organicidad o, por lo menos, de simbiosis; y la fidelidad sin compensación, la fidelidad al parásito no puede ser sino una forma de consentimiento al suicidio...

Las cosas serán de tal manera -ya lo he dicho antes- que será posible un intercambio vivo y fecundo entre nosotros; dicho en otras palabras: no cambiarán hasta el punto de hacer imposible este intercambio. Pero este intercambio que condiciona la fidelidad está sometido, como toda realidad viva, a la ley del cambio. Desde el momento en que yo acepto un compromiso sé, de antemano, que los seres y las circunstancias implicadas en él cambiarán, y en una medida que me resulta absolutamente imprevisible. Por lo tanto, si yo he prometido ser fiel: ¿cuál o cuál capricho superficial llama al cambio y al olvido: querer podrá ser mi actitud frente a este cambio inherente a la vida misma?

Son posibles tres actitudes:

a) la infidelidad;

b) la falsa fidelidad, que a su vez puede revestir múltiples formas;

c) la fidelidad adaptable.

ARGUMENTOS EN FAVOR DE LA INFIDELIDAD

Hemos dicho que la fidelidad es un intercambio vivo. Veamos qué ocurre si te digo: «mi compromiso está siempre subordinado a la confianza en la perennidad de un cierto modus vivendi entre nosotros. Pero si las cosas han cambiado hasta tal punto que yo no pueda darte nada más, o no puedo recibir nada más de ti (o lo uno y lo otro a la vez), si se demuestra que este intercambio que hemos prometido mantener es imposible o contrario a las aspiraciones más legítimas de mi naturaleza, estoy en el derecho de ser infiel: nadie está obligado al imposible ni al suicidio». Ejemplos. Yo soy filósofo y he prometido a mi maestro fidelidad en el arte de pensar. Pero llega un día en que, bajo la influencia de mi reflexión personal, las ideas de mi maestro me parecen inadmisibles: yo sólo podría ser fiel en detrimento de lo que creo que es la verdad; dicho de otro modo: si el intercambio está muerto mi fidelidad ya no es viable. Soy un hombre de estado y he firmado un tratado con un pais vecino que delimita con bastante justicia nuestras fronteras metropolitanas y coloniales. Pasan cincuenta años: debido a su gran natalidad mi país se ahoga dentro de las fronteras que he aceptado, mientras que el país vecino, cuya población ha decrecido, abunda en bienes y tierras y ni siquiera puede explotar sus territorios. El modus vivendi consagrado por el tratado ya no existe; así pues, tengo el derecho de denunciar el tratado, y, en última instancia, de hacer la guerra. Soy un cristiano ferviente y en el entusiasmo de mi juventud he hecho un voto al Señor; por ejemplo, el de la castidad. Pero mi fervor disminuye con el tiempo, ya no recibo de lo alto las mismas gracias, y me doy cuenta de que no podré seguir siendo fiel a mi voto más que al precio de una lucha vana y extenuante contra mi propia naturaleza. En estas condiciones, considero como un derecho y un deber hacer que la Iglesia me desligue del voto.... En estos distintos ejemplos, la abolición del modus vivendi inicial, la supresión de las posibilidades de intercambio orgánico, parecen exigir y legitimar la infidelidad.

Aquí el caso límite es el de la muerte, siendo por esencia el cambio absoluto. Por otra parte, los problemas de la fidelidad y de la muerte están trágicamente conexos. A primera vista, la muerte es lo que reduce definitivamente a cero todas las posibilidades de intercambio. Yo te habría jurado fidelidad (el «te», al que me dirijo, puede ser una persona amada, una agrupación, un partido, o una concepción política o religiosa ... ), había decidido entregarme a ti hasta la muerte, lo que según opinión general, es el testimonio de una comunión absoluta. Hasta la muerte; esta expresión es ambigua, sin duda quiere decir: hasta mi muerte; en otras palabras, que debo estar dispuesto a morir por ti, pero también quiere decir: hasta tu muerte, o sea que sólo estoy dispuesto a morir por ti a condición de que tú estés vivo. Pero he aquí que, sin que yo tenga nada que ver con ello, tú estás muerto. Yo estaba dispuesto a sacrificarme por ti porque me sentía vivir en ti más que en mí mismo, pero ¿qué sentido tendría ahora mi sacrificio?; ¡sería absurdo que me perdiera sin la esperanza de salvarte!

La muerte, ruptura absoluta del intercambio, traza el límite supremo de la fidelidad. Querer ser fiel a las personas y a las cosas muertas, es matarse a sí mismo y extender la muerte a su alrededor, y es el espectáculo que ofrecen, por ejemplo, tantos esposos o padres «inconsolables» y todos los que mantienen las viejas fórmulas políticas o religiosas eliminadas para siempre por el mismo movimiento de la vida.

LAS FALSAS FIDELIDADES

Pero también puede ocurrir que yo diga en el momento del cambio: no soy dueño de los acontecimientos, pero sí de mí mismo. Puedes transformarlo todo a mi alrededor, pero, en lo que a mí respecta, no cambiaré porque no quiero cambiar. Una sola cosa cuenta para mí: la palabra dada, el compromiso aceptado por mi parte. Así pues, continuaré fiel a este tratado ruinoso, a este voto de fidelidad insistenible, hecho a esta mujer que me ha traicionado y a quien ya no amo a esta persona o a esta idea muerta, porque quiero permanecer fiel a mí mismo. Mi compromiso no está subordinado, como decís, a un intercambio vivo; tiene para mi un valor absoluto, se basta a sí mismo, y lo mantendré cueste lo que cueste. En el fondo poco me importa el objeto al que he jurado fidelidad: lo que rechazo absolutamente es traicionarme a mí mismo.

Esta es la forma más profunda de la pseudofidelidad, porque la verdadera fidelidad implica, en todo ser finito, un esse ad, una relación, un intercambio, mientras que este heroísmo puramente objetivo, estafidelidad sin objeto, derivan necesariamente de la reclusión del yo en sí mismo y del culto del yo por sí mismo, radicalmente opuestos a las exigencias esenciales de la naturaleza humana. .

La pseudofidelidad puede revestir también formas menos elevadas. Pero todas estas formas tienen como característica esencial o la negación de la reciprocidad, es decir del intercambio, o la negación de la vida en el intercambio. Por ejemplo, hay seres que se creen fieles porque continúan obstinadamente ligados a un contrato de que son los únicos beneficiarios. Es el caso de la nación que tras la conclusión de un tratado, por una serie de circunstancias nuevas, llega a verlo dirigido a su provecho exclusivo; es también el del esposo que agotado en cuerpo y espíritu, ya no ofrece ninguna satisfacción a su cónyuge, pero que se apoya en la fe jurada para exigirle una fidelidad sin compensación; en última instancia es el parásito que proclama muy alto su fidelidad hacia su huésped y que denuncia como la más incalificable de las traiciones cualquier intento de emancipación por parte dé éste. Aquí, la «fidelidad» se dirige pura y simplemente al egoísmo... Pero se encuentra también, y aún más frecuentemente, la fidelidad por agotamiento vital, por hábito. Así, aunque su amor esté muerto o no haya existido nunca, muchos esposos permanecen fieles el uno al otro por inercia pasional, porque no tienen ni la fuerza ni el deseo de cambiar; muchos hombres cultos continúan ligados a fórmulas científicas o políticas en desuso desde hace mucho tiempo por ser incapaces de «realizar» los cambios sobrevenidos y de adaptar a ellos su espíritu. Se hallan, también, padres que, prolongado una devoción que ya no tiene senti do, se empeñan en mantener a sus hijos en una atmósfera de incubadora para la que ya no están hechos, y acusan de infidelidad la menor tentativa de ruptura moral del cordón umbilical (madres castradizas de Freud).

En todos estos casos, la fidelidad procede en gran parte del agotamiento de nuestras facultades de renovación interior, el cual entraña, como consecuencia, la imposibilidad de comprender e integrar los cambios exteriores. El mismo hombre que, viudo a los treinta, podrá rehacer su vida si pierde su mujer a los sesenta, se inmovilizará en la pena y en el culto al pasado, no porque el sentido de lo eterno haya crecido en él, sino porque se habrá vuelto impotente para renovarse, para reponerse...

LA FIDELIDAD ADAPTABLE

Además de estos aspectos negativos de la virtud de fidelidad, existe por último lo que denominaría, a falta de tun término más preciso, la fidelidad adaptable.

Ésta se puede definir como una forma de hacer explícito lo eterno a través del tiempo, lo inmutable a través de cambio. Simultánea y correlativamente es renovación y profundización: una especie de captación de drenaje de lo nuevo por lo idéntico, la eclosión perpetua de lo nuevo en el seno de lo idéntico (o pulchritudo semper antiqua et semper nova ... ), un renacimiento continuo. En efecto, la verdadera fidelidad consiste en hacer renacer indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa fidelidad momifica. Los amantes de cambio dicen que sólo tienen encantos el nacimiento, pero lo que no es capaz de renacer no ha nacido nunca (en este mundo hay más abortos que nacimientos ... ).

El gesto de coger la flor es tan virgen como el de echar la simiente, y el que no sabe esperar la cosecha tampoco ha sabido nada de la alegría y amor del sembrador: simplemente ha extendido sus manos y se ha embriagado con su gesto, no ha sembrado...

Así aquellas realidades a las cuales he prometido fidelidad se me aparecen como líneas de fuerza en el campo de mi destino: cada vez que obro según mis promesas, realizo, por así decirlo, la recuperación de un valor eterno dilapidado en el tiempo. Dar la fe a alguien equivale a Jecir: en tal dominio determinado, nuestros cambios futuros se insertan en la línea de esta promesa, que será entre nosotros lo que el cauce es para las aguas del río; ciertamente cambiaremos, pero nuestros cambios no traspasarán los límites fijados por nuestro contrato. Es una objeción sutil, delicada, terriblemente tentadora.

Tal es el sentido de la fidelidad adaptable. El problema central que se plantea es el siguiente: Cómo un intercambio vivo entre dos seres y, por consiguiente, aprovechable a ambos, que está en la base de sus promesas de fidelidad recíproca, puede, a pesar del cambio, permanecer vivo y aprovechable,- digo aprovechable no forzosamente en la línea del interés inmediato o material, sino en la de los votos profundos de la naturaleza, donde un ser termina por encontrar siempre su bien, a través de las limitaciones y los sacrificios que la fidelidad puede imponerle; por otra parte, está allí lo peculiar de toda relación orgánica, y claro está, nadie quiere su propia destrucción, ni bajo el pretexto de fidelidad. La respuesta es sencilla: se trata de perpetuar el intercambio orgánico y, para ello, es necesario orientar todo cambio en el sentido de una renovación de la fidelidad. Indiquemos aquí algunas condiciones de esta «asunción» del cambio por lo eterno.

a) Hemos dicho asunción del cambio. La verdadera fidelidad no se resiste al cambio. Tiene presente esta flexibilidad y paciencia que son necesarias para con un ser al que se domestica o educa. El movimiento es esencia a la vida y, por consiguiente, a esta forma superior de la vida que es la fidelidad. P-sta no consiste en negarlo sino en dominarlo. La fidelidad que niega el cambio se niega a sí misma, puesto que rechaza la materia a la que ha de vencer y amar; es como un escultor que para salvar la pureza de su arte renegara de la piedra...

b) La fidelidad -no me importa repetirlo, puesto que ahí está la clave del problema-, siendo ante todo un intercambio,, implica una doble integración del cambio. Yo te he dado mi fe y he recibido la tuya. Para que nuestro contrato permanezca vivo, se me imponeni dos deberes. En primer lugar, es necesario que- adapte a nuestro amor los cambios que se operan en mí, de modo que mi fidelidad respecto a ti no conduzca a una ruptura en el interior de mí mismo, a una infidelidad hacia mí mismo que entraflaría más pronto o más tarde una ruptura entre nosotros o una constancia puramente formal, y, en los dos casos, la muerte del intercambio. Pero además, es necesario que adapte mi fidelidad a los cambios que se operan en ti, de modo que el bien que te quiero pueda coincidir con el bien que te falta. Si no, el intercambio morirá de la misma manera; es inútil continuar dándote lo que he prometido, si, debido a tu evolución interior, este don ya no responde a tus necesidades; ligándome a ti, yo sería sin duda «adherente», pero no fiel.

Estas consideraciones nos demuestran -y aquí tocamos el centro del problema- que en todo compromiso hay, junto a la letra material del contrato, un elemento espiritual que, por así decirlo, es el principio vital.

Materialmente, todo pasa y todo muere, y ningún contrato puede ser mantenido indefinidamente al pie de la letra (piénsese por ejemplo en las reglas de las diversas órdenes religiosas), pero en toda realidad, incluso en la más material, hay una semilla de etemidad, y la verdadera fidelidad no es otra cosa que el reconocimiento y el cultivo de esta semilla divina. Ser fiel al espíritu de un compromiso es actuar de forma que se salve, a través del cambio y dela muerte, esta posibilidad de intercambio orgánico que hemos definido como la esencia del contrato. Por otra parte, el problema de la fidelidad a las cosas y a los seres muertos se sitúa en esta perspectiva; hay en ellos un principio que continúa viviendo en este presente que han preparado: en este sentido, alimenta nuestra alma, pero la aniquilarían sin compensación si nos comportáramos con ellos como si aún existieran materialmente.

En efecto, el drama de la fidelidad reside en la concepción material que los hombres se forman de ella. Aquí, la materialización llama automáticamente a la negación -y la fidelidad se encuentra retenida entre estas dos formas de faltar a -la verdad. El «maestVó» que exige a su discípulo una fidelidad intelectual que merma las facultades de creación personal de ese último; la esposa que al morir pide a su marido que no rehaga su vida, la nación que oprime a un pueblo vecino en virtud de un tratado que ya no responde a las necesidades del momento, todos estos seres que faltan al espíritu de contrato puesto que no dan nada a cambio de lo que piden, no pueden pretender que su compañero la observe literalmente. Y además, esta pretensión no tarda en ser alterada por los hechos: los individuos y los pueblos a los que no se quiere desligar, en el sentido de una realización propia compatible con la fidelidad, se desligan ellos mismos en el sentido de la infidelidad absoluta, con todas las amenazas de anarquía y conflicto que ello comporta.

Las aguas de devenir, a las que se niega el cauce por donde han de discurrir, arrastran fatalmente los diques que les oponen una jurícidad o un moralismo demasiado estrechos y, no teniendo más orillas para conducirlas hasta su fin, se convierten en pantano y se pierden. Un espectáculo semejante se encuentra con demasiada frecuencia en la historia, y a nuestro alrededor, para que sea necesario insistir más.

El conflicto entre los primeros cristianos y los judíos nos ofrece el ejemplo más notable de la oposición entre la fidelidad material y la fidelidad del espíritu. La tradición de Moisés, extinguida en el conservador Caifás, vivía y se extendía en el revolucionario Pablo. La verdadera fidelidad hacia una flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que quiere la maduración de su objeto. Los pensadores ante su doctrina, los padres y los maestros ante sus hijos y sus discípulos, ganarían si se impregnaran de este principio...

Por consiguiente, en toda fidelidad verdadera existe una simbiosis constante entre el sentido de lo eterno y el del cambio. Sin el cambio que la vivificara, la fidelidad se seca como esas orillas desoladas de los riachuelos muertos, pero el cambio, sin la fidelidad que lo contiene y guía, degenera en vicio y anarquía. Además, esta disociación entre lo eterno y el devenir, con el doble proceso de desecación y podredumbre que lo acompaña, muy a menudo se realiza en el interior de los seres mismos. Se halla en ellos una capa rígida de observancias exteriores, paso de lo eterno, y, bajo esta corteza de fidelidad liberal, un bullicio pasional que sólo es cambio degenerado. Éste es precisamente el tipo de fariseo a quien se aplica íntegramente la expresión de «sepulcro blanqueado».

Pero puede ocurrir también que llegue a producirse un cambio tan profundo entre las partes que se han prometido fidelidad, que incluso excluya la fidelidad en espíritu y sea necesaria la pura y simple ruptura del contrato. Esto es legítimo porque el contrato se ha malogrado, y no puede perpetuarse mediante ningún plan. Sobre esto pueden presentarse muchos ejemplos.

En prinner lugar, es posible que el intercambio -y por consiguiente el contrato- no haya tenido nunca existencia real. Yo he podido equivocarme dándote mi fe: me conocía mal, no sabía a qué me comprometía (es el caso de los compromisos juveniles ... ), he creído comprometerme.Pero también he podido equivocarme con respecto a ti: me he ligado a una imagen tuya que no tiene relación con la realidad que ahora se me presenta: he creído comprometerme a ti. También es posible que haya reunido estas dos ilusiones.

Pero en los dos casos me siento tan desligado que efectivamente no ha habido contrato. Cuando el compromiso es ilusión; la ruptura no es infidelidad. Despertarse de un sueño no es traicionar.

También puede haber existido efectivamente el intercambio entre nosotros, pero he aquí que este intercambio se ha vuelto no sólo ajeno sino, además, opuesto a mi necesidad anterior, a mi vocación profunda, que ignoraba al darte mi fe y que me aparece ahora. En estas condiciones, yo no podría permanecer fiel más que llegando a ser infiel a mí mismo; y, por otra parte, ¿qué valdría esta fidelidad sin impulso? ¿Qué podría apostarte un ser separado de la mejor parte de sí mismo? Amicus Plato... Éste es el caso de los «convertidos» de cualquier orden.

Amicus Plato... Tenemos aquí el gravísimo problema -casi insoluble en lo abstracto- del conflicto de las fidelidades. Yo estoy ligado a ti por un contrato, una fe o un amor. En última instancia, estoy dispuesto a sacrificarte, si es preciso, mi propia existencia (además, los sacrificios se sitúan en la línea de la solidaridad orgánica). Pero no estamos solos en el mundo. Explícitamente o no, puedo traicionar a estos otros seres que tengo la misión de defender y salvar. .Si el lazo que me une a ellos es para mí más vivo y más esencial que nuestro intercambio recíproco, ¿no estoy en el derecho de repudiar este intercambio? El hecho mismo de que exista una jerarquía de las infidelidades, implica, en caso de conflicto irreductible, la inmolación de la fidelidad anterior.

Un solo compromiso implica fidelidad incondicional, la promesa hecha a Dios, que no puede morir ni enganar y a quien se le puede sacrificar todo sin perder nada. Pero por una trágica antinomia, este compromiso de orden absolutamente espiritual e íntimo, escapa por su misma naturaleza a todo criterio objetivo de validez. ¿Dios quería verdaderamente esto de mí? ¿Es verdaderamente Dios quien me ha llamado? ¿No he sido el juguete de un sueño que he confundido con Dios?

Estos análisis nos permiten entrever cuán difícil es fijar in concreto el alcance y los límites del deber de fidelidad. El hombre, situado por su naturalezá y su vocación en la confluencia del devenir y de lo eterno, corre perpetuamente el peligro de traicionar a uno de ellos en provecho del otro, lo que equivale a decir, tal como ya hemos señalado, traicionar a la vez al uno y al otro. Ciertamente un compromiso ilusorio o caduco no compromete, pero también es demasiado fácil -por otra parte- establecer un compromiso ilusorio o imposible de mantener (fuera del caso de impedimento material absoluto, la palabra imposible tiene un sentido muy elástico), para así eludir las obligaciones que comporta, y, la mayoría de las veces, para contraer otros compromisos también ilusorios o predispuestos a la misma caducidad; en definitiva, unos compromisos simplemente conformes al egoísmo anárquico de un ser desprovisto de verdadera unidad, y, por ello, incluso incapaz de una vinculación verdadera.

En relación a lo que hay de fidelidad en el espíritu de adaptación de lo eterno en el devenir, ¿quién no ve que, sin un mínimo -infinitamente variable según la naturaleza de los contratos y la mentalidad de los individuos- de fidelidad literal, sin el control y testimonio de los actos, la fidelidad en el espíritu degenera en fantasma inerte y en mentira9 Sin el espíritu que la anima, la fidelidad exterior está muerta, pero ¿qué valor tendría una fidelidad al espíritu, que no se manifestara exteriormente9 El espíritu está pronto; tiene buenas condiciones para forjar gloriosas e incontrolables coartadas a nuestro instinto de pereza y deserción; no obstante, la fidelidad demasiado encarnada no vale más que la fidelidad demasiado casual. Por ejemplo, ¿qué pensar de un esposo que dijera a la esposa abandonada y engañada (por otra parte, esta conversación ha sido mantenida muchas veces en términos menos filosóficos: «Te he sido fiel, te amo tanto como el primer día, ocurre simplemente que he situado nuestro amor en un plano espiritual superior»? Pero ¿cómo definir el límite concreto a partir del cual la fidelidad en espíritu se convierte en infidelidad?

Aún hay otra cosa. Hemos dicho que la muerte del intercambio suprime ipso lacio la obligación de fidelidad: el organismo se desembaraza de un miembro muerto. De acuerdo, pero también el organismo entero se dedica a salvar a un miembro enfermo; ¿y cómo puedo afirmar que está muerta toda posibilidad de intercambio entre yo y el objeto al que he dado mi fe? Pase aún cuando se trata de personas, pero ¿y cuando se trata de un ideal, una patria, una religión?

Lo que me parece como una ruptura definitiva quizá sólo sea una prueba, una tentación, que fielménte superada, desembocará en una comunión superior.

Los verdaderos amantes y los verdaderos artistas, los santos, los grandes dirigentes de las guerras, todos, han conocido fases de aridez o de desastre en las que su vocación les parecía una mentira y ---contrastando- sus realizaciones más elevadas han surgido precisamente de su fidelidad heroica a cosas que parecían muertas o a causas que parecían perdidas. Entre Leopoldo III, que rompió el pacto que lo unía a los aliados para ahorrar a su pueblo los horrores de una batalla que él juzgaba sin solución, y Alberto 1, animando a este mismo pueblo a un sacrificio que creía fecundo, ¿cuál sirvió mejor a Bélgica? ¿En qué punto termina la fecundidad y empieza la vanidad del sacrificio? ¿Cómo distinguir el heroísmo y la locura? Sin duda, el mejor criterio es el de los resultados pero precisamente es el que falta en el momento de la acción. Creo con toda mi alma en la santidad de Juana de Arco y en la autenticidad de su misión, pero la misma Juana de Arco, ¿sería hoy venerada públicamente si los ingleses no hubieran sido «arrojados de Francia», después de la hoguera de Ruan? El traidor o el faccioso que triunfa (César en el Rubicón, Bonaparte en el 18 Brumario) es incensado bajo el nombre de héroe; el héroe que fracasa a menudo es infamado como traidor. El general Malet respondió a los jueces que le interrogaban sobre quiénes eran sus cómplices: «Si yo hubiera triunfado, ustedes y toda Francia.»

No es posible responder desde fuera a todas estas preguntas. En esto, cada uno sólo juzga y decide por sí mismo, de forma que todo depende, no diré de la sinceridad o insinceridad del sujeto (estas palabras no tienen ningún sentido en psicología profunda), sino de la cualidad de la sinceridad o insinceridad de su alma. El compromiso que me une a ¿me sitúa en la alternativa del sacrificio o la negación; no tomaré mi decisión en abstracto; me será dictada desde dentro por el modo como vivo mi relación con X, y, según el grado de pureza, de profundidad, de necesidad, de este sentimiento, aceptaré o rechazaré el sacrificio. Puesto que la fidelidad no crea el amor, sino que el amor crea la fidelidad.

Además, el hecho de que rechace este sacrificio,no significa forzosamente que yo sea incapaz de una verdadera fidelidad (estamos demasiado predispuestos a considerar a nuestros semejantes como desprovistos radicalmente de una virtud determinada, porque no la han manifestado en una circunstancia dada, en particular en sus relaciones con nosotros: por ejemplo, una mujer abandonada difícilmente creerá que su amante pueda ser fiel a alguien y en lo que sea); puede ocurrir, simplemente, que el objeto al que me he ligado no sea capaz de suscitar o retener mi capacidad de afecto. Así, a lo largo de la última guerra, a muchos franceses les faltó entusiasmo e ímpetu, no por cobardía esencial, sino porque el ideal por el que se les pedía morir y la atmósfera moral que les rodeaba no estaban adaptados a su espíritu de sacrificio. Señalemos que, a pesar de la impresión, de vanidad que me asedia, puedo perservar en la fidelidad y el sacrificio, pero entonces esta voluntad de sacrificio será la señal de que el amor aún está vivo en mí y que persiste el intercambio orgánico. En efecto, no se ha dicho que la fidelidad debe excluir necesariamente el desgarramiento interior y la lucha consigo mismo: este renacimiento perpetuo se acompaña también MUY a menudo de los dolores de parto.

En cuanto a decidir si debo permanecer fiel a la letra de mi promesa, o bien si sería mejor adaptarla al cambio, o incluso repudiarla, nadie me puede aconsejar -a este respecto- con pleno conocimiento de causa, puesto que aquí la causa es mi alma y su libertad que sólo Dios conoce. Y nadie me puede juzgar, cualquiera que sea la decisión que tome. Supongamos que haya cambiado de amor y de fe. ¿Quién puede saber si he pasado de una mentira a mi verdad, ,o bien de una mentira a otra? ¿Cómo discernir, cómo distinguir desde el exterior la renegación y la conversión? Incluso en el interior de mí mismo, ¿tengo un criterio infalible?

Después de todo, un compromiso pasado que parece agotarme inútilmente, ¿es una verdad a la que es preciso que defienda, o bien es una ilusión que debo dejar disipar? Y este nuevo amor que me llama, ¿es tentación o vocación? Libre de obrar a mi antojo, ¿dónde encontraré una luz de orden puramente intelectual y objetivo que me muestre la verdad con una certeza absoluta? Reconozcamos que una luz semejante no existe y que precisamente la grandeza y la tragedia de esta facultad creadora que es la libertad humana consiste en no poderse guiar en su elección por ningún criterio absoluto, exterior al acto mismo de la elección. Ciertamente las reglas de la moral y de la prudencia tienen un papel que desempeñar, pero el argumento que la decide es ella misma quien lo crea, y precisamente por el mismo ímpetu que la lleva hacia su objeto. Por ejemplo, si decido serte fiel, esta decisión se confunde con mi grito de fidelidad; no es una causa que preceda y determine mi elección, es un signo que me. indica que esta elección ya está hecha. De ahí la importancia extrema de esta disposición benéfica de la libertad que los místicos llaman pureza de intención.

Mis intenciones son puras: lo cual significa: están de acuerdo, más allá de mis intereses superficiales o inmediatos con mi verdadera naturaleza, con mi verdadera vocación de hombre, con aquello para lo que estoy hecho, con lo que exige de mí el ser o el ideal que me rebasa y sobre el cual quiero trazar mi destino.

A pesar de las incertidumbres y las tinieblas que pesan sobre nuestras acciones, pueden ir en paz los que sienten vivir en ellos esta «buena voluntad» de la que habla el Evangelio, la cual inclina espontáneamente sus corazones hacia la fidelidad, a lo que el hombre lleva en sí de más verdadero y más profundo.

 

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