Recomponiendo la crisma

 

Guía para sobrevivir a los grandes ideales

Satur

Libro de Satur: "La recomposición de la crisma"

 

 

Prólogo de Jacinto Choza

 

            La Guía para sobrevivir a los grandes ideales de Satur ocupa un lugar de honor en ese venerable elenco de obras de misericordia que son consolar al triste, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra y redimir al cautivo. Porque las víctimas de la seducción por parte de los supremos ideales, son cautivos, equivocados, ignorantes y, sobre todo, tristes, desengañados, y, a veces, desesperados y cínicos. Deambulan como extraviados entre sus congéneres, cuando en épocas pasadas han marchado ante ellos como los dueños del mundo y los herederos del futuro.

            Cientos de adictos y adeptos al caudillo de España, que vencieron en la guerra civil creyendo firmemente en unos ideales más o menos vagos, se sintieron defraudados con el advenimiento de la monarquía y traicionados en aquello por lo que habían dado su vida. Miles de militantes  comunistas sintieron que los cimientos del mundo se hundía y que el sol desaparecía para siempre tras la caída del muro de Berlín. Como San Agustín ante la constatación de la caída del imperio romano, esos miles de militantes vieron hundirse el imperio soviético, y, con él, el imperio sobre el futuro que ellos gestionaban y en el que vivían. Porque los grandes ideales le llevan a uno a vivir en el futuro, o, en cualquier caso, en un mundo imaginario.

            Dentro de la Iglesia Católica también ha habido siempre grandes propuestas, grandes seducciones y grandes levas. Porque el cristianismo siempre ha tenido una capacidad máxima de convocatoria y de movilización, desde los primeros mártires, pasando por los cruzados y evangelizadores de nuevos mundos, hasta los guerrilleros de la liberación.

            Es cierto que los ideales supremos son en un principio válidos, y que lo serán siempre, pero que a veces se desbocan en realizaciones avasallantes, deshumanizadoras, lesivas y, finalmente inviables, transformando el carisma en burocracia, el ideal en rutina y el heroísmo en mezquindad.

            Es cierto también que eso solamente le pasa a los hombres y mujeres con grandeza de ánimo, generosos y valientes, seguidores de la sentencia de Hölderlin “el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Soñadores. Pero tales soñadores son precisamente los que pueblan los campos de batalla como heridos, acaso como desechos humanos, como inválidos de guerra.

            Así quedaron tantos sacerdotes y tantos militantes de organizaciones católicas, tras ese peculiar XX Congreso del Partido Comunista de la URSS y esa peculiar caída del muro de Berlín que fue para la Iglesia el concilio Vaticano II y los años posteriores. Heridos, inválidos, o, como decía Jean Marie Lustiger, Arzobispo de París, en 1989, destruidos sociológicamente,  psicológicamente y moralmente ( J.M. Lustiger, La elección de Dios, Planeta, Barcelona, 1989).


            Destruidos sociológicamente porque no pertenecían a ningún tejido social y necesitaban reinsertarse en él para tener una vida social y laboral propiamente humana. Destruidos psicológicamente porque quedaban convertidos en un amasijo de complejos, temores y falsa autoconciencia, cuando no de enfermedades psíquicas de diversa índole. Y destruidos moralmente  porque sus criterios sobre lo bueno y lo malo quedaban inutilizados por su aplicación abusiva a acontecimientos realmente inocuos, y porque, a resultas de todas esas experiencias, podían quedar atrapados en el resentimiento, la desesperación, el sentimiento de culpa o el cinismo.

            Un pastor con sensibilidad como Lustiger, percibía todo eso. Otra cosa es que tuviera recursos y, en último término, que le quedara oxígeno, para dar una atención esmerada a los caídos de guerra. Pero eso es precisamente eso, otro asunto.

            Y mientras tanto, ¿qué hacía Dios presenciado todas esas cosas? Ah! Eso sí que es un asunto mucho más otro todavía. Dios lo sabe todo, pero no lo explica (al menos no me lo explica a mi), y esa circunstancia es motivo de que algunos de sus antiguos adeptos dejen de hablarle, le odien  o le aniquilen completamente hasta reducirlo a la inexistencia, y que además persistan constante y continuamente en dicha aniquilación.

            Esa actitud es quizá más frecuente entre las personas que, como el filósofo Spinoza, creen que Dios es la totalidad de lo real, que toda la realidad es lo que él sabe, lo que él quiere y lo que él es, o sea, creen que Dios es lo que pasa.  Pero hay otras personas (entre las que me cuento), que no creen que Dios es lo que pasa, y que además, nunca han sabido muy bien, y ahora mucho menos, qué relación hay entre Dios y lo que pasa. Por eso a ellas los campos de caídos les sumergen en la más profunda perplejidad

            Hay todavía otro tipo de personas, que podrían describirse con el viejo chiste y todas sus variantes, del que se cae desde lo más alto de la Giralda, la emblemática torre de la catedral de Sevilla. Los transeúntes se agolpan a su alrededor preguntando “- ¿Qué ha pasado, qué ha pasado!?”, y él, levantándose del suelo: “- No sé, yo acabo de llegar”. O bien, sin espectadores alrededor, se alza diciéndose para sí mismo mientras se sacude la ropa “- Qué caída mas tonta”.

            Hay también ese tipo de personas que son capaces de reírse de sí mismo y de su propia tragedia, de reírse consigo mismo o incluso con el propio Dios, y de ese modo capaces de convertir la tragedia en comedia, el caos en cosmos, el campo de batalla en sanatorio y la destrucción en reconstrucción. De ese tipo de personas es Satur. Y no me resisto a describirlo con unos versos de Rilke que repito y medito frecuentemente.

 

            “Oh, di, poeta, ¿qué haces tú? - Yo alabo.

            Pero lo mortal, lo monstruoso, ¿cómo

            lo asumes en ti, cómo lo asimilas? - Yo alabo.

            Pero lo que no tiene ningún nombre

            ¿Cómo puedes llamarlo tú, poeta? - Yo alabo.

            ¿Por qué tienes derecho en toda máscara,

            en todos los disfraces a ser verdad? - Yo alabo.

            ¿Por qué lo silencioso y lo fogoso

            como estrella y tormenta te ven? - Porque yo alabo”.

                                    (Para Leonie Zacharias)  

            ( R. M. Rilke, De las poesías dispersas o inéditas, segunda parte, en Obras, ed. de J.M. Valverde, Plaza y Janés, Barcelona, 1967, p. 1005).

           

            Satur es, como los buenos humoristas, un poeta, una persona capaz de ver las cosas como nadie las ve, y capaz de mostrar el contraste entre lo que pensábamos y creíamos que eran, y lo que en verdad son, pero desde un ángulo único. Desde ese ángulo desde el cual lo que creíamos que era real, se muestra como irreal, y la tensión de angustia por alcanzarlo o realizarlo, se desinfla por completo y nos produce eso que llamamos risa, y que el filósofo Kant definía como “la transformación de una ansiosa espera en nada”. Toda esa visión grandilocuente y algo paranoica de la realidad, se deshace como humo, se pincha como un globo, y en su lugar aparece esa realidad de otra manera, pequeña, abarcable, ridícula (capaz o digna de risa), humana.

            Por eso la risa renueva, purifica el cuerpo y el alma. La risa es una actividad muy espiritual y muy corporal. Los grandes ideales se creen con el cuerpo, se abrazan con toda el alma y con todo el organismo. Por eso intoxican el espíritu y la carne, y por eso la catarsis tiene que ser luego profunda y completa. La risa produce ese tipo de desintoxicación y deja “purificados los cuerpos/ del delito de las almas” según los versos de Agustín García Calvo.

            Reírse sólo es posible por la perspicacia del espíritu, pero a la vez la risa puede provocar lágrimas, cierto dolor en el diafragma, e incluso relajación de los esfínteres. Hasta es posible morirse de risa si las convulsiones llegan a producir asfixia. Sin llegar a esos extremos la risa cura, relaja, libera tensiones, permite recuperar la realidad y la vida de otra manera: limpia, amable, redimida.  

            Si alguien puede mostrar los grandes y sublimes ideales como lo que en su grandilocuente desmesura resulta lo más digno de risa, entonces puede transformar la tristeza en sonrisa, la desesperación y el resentimiento en carcajada, y la cautividad en liberación. Con eso no se reconstruye la destrucción sociológica, ni la destrucción moral, pero se alivia mucho, o incluso se cura, la destrucción psicológica. Porque el humor, al mostrar lo que engañadamente creíamos real como irreal, lo que efectivamente produce es una reconciliación con la realidad, y eso es el principio clave de la salud, del equilibrio, en cierto modo, de la sabiduría, esa sabiduría de la que dice la Biblia “y vinieron todos los bienes juntamente con ella” (et venerunt omnia bona pariter cum illa).

 

            Bueno, me parecía importante explicar por qué hay tanta sabiduría en el humor, tanta potencia terapéutica en la risa y tanto acierto en la Guía para sobrevivir a los grandes ideales.  Está compuesta con  una parte de los escritos que Satur ha ido publicando en la web OpusLibros: y que conocen ya muchos lectores. Son los que tienen un carácter más autobiográfico, y que, organizados según un orden cronológico, constituyen un libro que vale la pena también editarlo en papel. Ese trabajo lo hemos hecho conjuntamente Satur y yo.

            Creemos que los destinatarios son fundamentalmente los lectores de la web, y que el modo más eficaz de ponerlo al alcance de ellos, ya estén en cualquier punto de España ya estén en el extranjero, es a través de internet. El libro puede comprarse pidiéndolo a Librería Renacimiento

            Naturalmente, una vez puesta a la venta, la Guía para sobrevivir a los grandes ideales se pone a disposición de todos el mundo que lo quiera obtener, y es posible que le sea de utilidad  a quienes se sienten y son supervivientes de los grandes ideales revolucionarios del siglo XX.  No obstante, para que el título no induzca a engaño a nadie, y como el índice mismo muestra ya  claramente, no esta dedicada a ellos.  Está dedicada a los que han compartido un determinado ideal dentro de la Iglesia Católica, y tal vez sea válido para quienes han compartido otros ideales análogos dentro de la misma institución.

            Creemos para algunas de esas personas puede ser una buena ayuda o un buen recuerdo.

 

            Jacinto Choza

Arriba

Volver a Libros silenciados

Ir a la correspondencia del día

Ir a la página principal