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 Tus escritos: Mi caso.- Japon

010. Testimonios
japon :

Mi caso

Japón, 18 de junio de 2008

  

           He estado ojeando su página web, conocida a través del libro OPUS DEI de John L. Allen, y leído algunos testimonios, con los que me he sentido identificado. Crear la web ha sido una buena idea. También quiero contarles mi caso, por si puede servir. Sólo pasé el corto periodo de un año, pero por mi sensibilidad y por estar en la adolescencia me dejó una huella indeleble. La verdad es que estaba muy entregado, me metí “de cabeza”, como se dice, pero no aguanté más...



            El 8 de diciembre de 1974 escribí la carta de petición de admisión en el Opus Dei. Hacía 5 días que había cumplido l7 años. Todavía vivía el Padre, por lo que nos llamábamos “cofundadores”. Siendo natural de Zaragoza, hacía primero de empresariales en Deusto, una universidad de los jesuitas cercana a Bilbao. Vivía en un colegio mayor de esa orden vecino a la universidad. Uno de clase, Antonio, me invitó a ir por un centro de estudios. A mí me costaba ir, pero más por hacerle un favor, que por otra cosa, pues le notaba nervioso si no iba, empecé a ir. Me dijeron que Antonio en tercero dejó la obra. El ambiente, a diferencia del de mi colegio mayor, era estupendo: se estudiaba, se hacía oración, había gente interesante, se daban tertulias... Para mí era la puesta en práctica del ideal de comunidad cristiana que tenía en mente. Entonces era de una congregación mariana que conocí en el bachillerato y la obra me parecía mejor, aunque más exigente.

 

            Cuando escribí esa carta puse “como supernumerario” porque me gustaba una chica del verano llamada Rosa. Pero el director, tuve la mala suerte de topar con uno fanático, que sólo quería que pitaran cuánto más mejor, sin importarle la edad (había muchos adolescentes, a partir de 14 años y medio, en un club cercano que ya eran de la obra), el director, decía, me dijo pon “como numerario”. No sabía muy bien la diferencia, aunque sabía que los numerarios no se casaban. Entonces sacrifiqué la vida matrimonial y traté de olvidarme de Rosa. No lo conseguía porque, perdonen este detalle ingenuo, cada día en el rosario me acordaba de ella al rezar: “Rosa mystica: ora pro nobis”. Así que empecé a vivir como un numerario más. Me asombraron muchas normas y costumbres que viví, pero mi docilidad me hacía aceptar todo como exigencias de la vocación.

 

            Dos días a la semana tenía que ir a Misa al centro, a pesar de tenerla en el colegio mayor de los jesuítas. Eso suponía levantarme hora y media antes para ir a pleno Bilbao desde Deusto y luego volver a la Universidad. La falta de sueño y el cansancio se apoderaron de mí. Obedecía en todo y me volví fanático, intentando arrastrar a las meditaciones a compañeros de clase y de colegio, tal como Antonio había hecho conmigo. No tenía mucho éxito y logré la persecución de mucha gente. Para mí era una buena cosa ofrecer al Señor esa “persecución” por la fe. Ahora me doy cuenta de que muchos posibles candidatos obraban con lógica al decirme que no querían ir. Esto lo cuento porque la forma de hacer apostolado creaba mucha tensión y problemas. Había que ser “pesado” e insistir aunque al principio te dijeran que no. Había que traer gente a las meditaciones fuera como fuera. Por ejemplo, me dijeron el segundo año: “si pita un amigo tuyo antes de Semana Santa, podrás ir al UNIV”. (El UNIV es un congreso en Roma). Eso me molestó. Yo no traía gente sólo para conseguir un premio, sino por propio convencimiento.

 

            A mis padres no les dije nada, porque me decían que era pronto para darles la noticia. Sabía que no iba a entusiasmarle precisamente, dado que ellos no veían bien la obra. Ellos me preguntaron si era de la obra y obedeciendo a mis superiores dije que no. “La primera mentira” que te oímos, me dijeron ellos después. El tener que decirlo era, para mí, un problema que sólo estaba posponiendo. En verano, sin embargo, me dejaron ir a hacer un curso anual en Pamplona. Vinieron el día de los padres y vieron una de las películas sobre las célebres tertulias con el Padre, que les indignó.

 

            En las Navidades de segundo vine a casa de mis padres y después de una pequeña operación empecé a desvariar y empezó lo que llamé: “la gran depresión” (como la económica del 29 pero en mi vida personal). Me llevaron a un psiquiatra y tras un tratamiento ineficaz me recomendó me ingresaran. Mis padres me llevaron a otro psiquiatra, éste de la obra, que me dio un tratamiento más fuerte (electroshock) y me fui recuperando, si bien, perdí curso. La gran depresión fue la primera de muchas otras, pues me diagnosticaron un trastorno bipolar, enfermedad en la que pasas de la depresión a la euforia con rapidez. Probablemente la hubiera tenido de todas formas en otras circunstancias, pero el cansancio, la falta de sueño y el agotamiento la precipitaron.

 

            Mis padres me dijeron que me habían lavado el cerebro, que era otro. Me acuerdo ver a mi madre llorar diciendo: “¡cómo está!”. Volver a casa fue como la vuelta del hijo pródigo: una gran alegría para todos. Aunque, al principio, mi ilusión era seguir en Bilbao y aprobar el curso, tuve que cambiar los planes. Pensé en el suicidio, pero mi fe me impidió llevarlo a cabo. Mi vida no era mía sino de mi Creador y Padre. Lo del suicidio no es una exageración. En el colegio mayor de mi ciudad un chico perdió su vida tirándose por la escalera.

 

             Había realizado el traslado de expediente a la facultad pública de empresariales de mi ciudad, recién inaugurada, pero no me examiné de nada ese año, pues no estaba para estudiar, aunque lo intentara, si bien más tarde lo conseguí y acabé la carrera, sin pena ni gloria, a pesar de tener peor memoria, quizá por el tratamiento recibido.

 

            Me dijeron entonces que dejara de ir al colegio mayor de la obra en Zaragoza, porque no les convenía que me vieran así . A mis “hermanos” les explicaron que estaba mal del estómago, porque el prestigio de la obra debía ser salvado. Un director excepcional, Xevi, venía a casa a consolarme siempre que le llamaba. (También más tarde abandonó la obra). Un sacerdote mayor, D. Vicente, santo de verdad, me confesaba y me dijo que lo mío había sido un enamoramiento. Vamos, como lo de Rosa, pero en grupo religioso. También me dijo que me habían dirigido mal, por la juventud de mis directores y confesores. “Conmigo, eso no te hubiera pasado”. Reconoció que no era mi espiritualidad. También me explicó que no podía seguir en la obra por enfermedad. Eso me evitó cualquier problema de conciencia que pudiera haber tenido.

 

            La verdad es que la Obra se portó muy bien: tanto el médico, como Xevi y D. Vicente, me ayudaron a salir. Para mí es ahora, ya pasados muchos años, una experiencia superada y no guardo rencor a nadie. Veo la voluntad de Dios y he perdonado si alguien se “pasó” conmigo, pues creo que siempre hubo buena voluntad y rectitud de intención, con la que entré. Ahora soy de Talleres de Oración y Vida, una espiritualidad muy distinta, más franciscana y liberadora, y he aceptado mi propia historia. Dios saca bienes de los males o como decía Sta. Teresa: “escribe recto con renglones torcidos”.

 

            Me gustaría que mi historia no se repitiera en otros, pero me temo que la cultura de la obra siga generando directores fanáticos, que es para mí el mayor peligro, así como la forma de hacer apostolado. Sigo teniendo amigos supernumerarios, entre ellos mi médico, aunque ya nadie me persigue para que pite.

 

Japón




Publicado el Wednesday, 18 June 2008



 
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