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 Tus escritos: Recuerdos del Colegio Romano (IV): El Cuentacuentos.- Haenobarbo

010. Testimonios
Haenobarbo :

Recuerdos del Colegio Romano (IV): El Cuentacuentos

Haenobarbo, 14 de junio de 2010

 

 

Josef Knecht me ha hecho reír, y se lo agradezco de veras. Del mismo modo que a él, el escrito de Giovanna Reale, le evocó recuerdos, el suyo ha despertado los míos respecto a ese pintoresco personaje al que él, cariñosamente, ha querido llamar el Cuentacuentos.

 

Era sin duda una institución en el Colegio Romano donde efectivamente ejercía dos funciones fundamentales: era el médico –el arquíatra como le gustaba decir, utilizando el antiguo título que en la Corte Pontificia tenía el médico papal- y era, no sé si por autonombramiento, el jardinero oficial. Adicionalmente impartía clases de historia de la Iglesia y de teología moral, como bien recuerda Joseph. Era un hombre peculiar...



Cuando uno va al Colegio Romano, los que han estado antes ahí, y cuando uno llega, los más antiguos, se encargan de aleccionar al nuevo alumno sobre lo que va a encontrar y sobre las particularidades y curiosidades del lugar y de algunos de sus habitantes, por decirlo de algún modo, permanentes. No recuerdo muy bien si toda la información que tenía respecto al Cuentacuentos, la recibí antes de llegar o ya in situ.

 

Por esa forma de transmisión oral supe que el personaje tenía una especial predilección por los valencianos, por razones de paisanaje: ser valenciano perdonaba a sus ojos, cualquier otro defecto. Supe también que era un cascarrabias de mucho cuidado, cosa que comprobé después en carne propia (evidentemente no soy valenciano). Tenía claro que el jardín era su feudo y que, por lo tanto, había que manejarse en ese campo con muchísima prudencia (virtud que a veces se me escapa) y sabía también que tenía el don de lágrimas, o mejor dicho, la lágrima fácil, porque no eran sus lágrimas uno de esos dones gratis datus de los que trata extensamente el padre Garrigou Lagrang en su obra sobre el desarrollo de la vida interior; por esta razón, las lágrimas, desaparecía el día que una promoción de alumnos abandonaba Cavabianca: no podía soportarlo. También me informaron que tendía a sentirse ofendido con mucha facilidad y que sus resentimientos eran largos.

 

Mi primer encargo en ese enorme Hogwarts que es Cavabianca, fue precisamente un encargo de jardinería. Muchas veces he pensado, que la existencia de ese fantástico complejo de edificios y jardines que es el Colegio Romano de la Santa Cruz, solo es posible gracias a la presencia de una especie de elfos domésticos, que son precisamente los alumnos del seminario interregional: sin mano de obra gratuita, el costo de mantener esas instalaciones sería imposible de sostener.

 

Los alumnos anualmente lijan, reparan y pintan los cientos de ventanas, rejas y puertas de hierro; mantienen limpias las cañerías de los baños; barren las hojas en otoño, podan los árboles, siembran bulbos, preparan el compost para abonar la tierra; engrasan goznes de puertas y portones; limpian las fuentes procurando mantener vivos a la multitud de peces que viven en ellas; lavan y dan el mantenimiento básico al parque automotor; atienden la centralita telefónica y un largo etcétera de menudencias por el estilo.

 

Yo no sé bien porqué me mandaron al jardín, lo cierto es que me entregaron un manual de experiencias que leí cuidadosamente y allá me fui. Recuerdo que mi primer trabajo consistió en proteger, de las ya próximas heladas del invierno, los geranios que en grandes macetas rectangulares se asomaban a la balconada que da a la piscina.

 

Como en las experiencias decía que había que prepararles una especie de invernadero de plástico con el que había que cubrir las macetas, que se sostenía en un armazón de varitas metálicas, me puse a armar el artilugio con la mejor buena voluntad de la que era capaz. Estaba en esas, cuando apareció el jardinero mayor: ¿Qué haces? me preguntó en un tono nada amable.

        Cubro los geranios para protegerlos de las heladas, le contesté.

        ¿Has hecho eso antes?

         Pues no. 

        ¿Has pensado en la velocidad del viento, que puede echar por tierra  lo que estas haciendo? 

        Y yo: las instrucciones indican que el plástico se cose con grapas a lo largo de la varilla y que, además, se le practican unos agujeros paralelos por los costados para que el viento pase a través de ellos. 

 

Meneó la cabeza de un lado a otro en gesto de resignada desaprobación y dijo algo así como: nunca entenderé por qué mandan al jardín a gente sin experiencia… y se fue con su sotana al viento.

 

Alguno que andaba por ahí y que había oído el dialogo, con una sonrisa de oreja a oreja me advirtió: jamás le des a entender que sabes lo que haces, le gusta que le pregunten como se hace.

 

Experiencias de interrogatorios similares tuve un día que me vio podando las libustrinas del jardín japonés o plantando bulbos de tulipanes: intenté poner en práctica el consejo recibido y no dio ningún resultado, esta vez porque no entendía cómo una persona que tenía que preguntar cómo se hacía algo, podía encargarse de aquello. ¡No había caso…!

 

La tormenta se desencadenó el día  que me tocó arreglar los tajetes que rodean los cuatro árboles de la Piazza dell´Orologio. Ya sabía yo que esas flores horribles que despiden un olor acre, eran, junto con los valencianos, la niña de los ojos del Cuentacuentos. Estaba cavando alrededor de ellos para abonarlos, cuando apareció de repente: ¿Quién te ha mandado aquí? -Esta semana toca abonar los tajetes, le respondí poniéndome de pié. Pues deja eso inmediatamente, ¡de los tajetes me ocupo yo personalmente!. Me estaba hinchando las narices; para mis adentros me decía: cuídate del toro bravo que del buey manso me cuido yo, porque suelo ser manso hasta que me tocan las narices.  Sin decir nada, dejé todo en el suelo y me fui.

 

Mi encargo de jardinería terminó esa misma tarde. Pero desde esa misma tarde el Cuentacuentos me aplicó la ley del silencio, que duró sin exagerarlo, hasta una semana antes de mi partida del Colegio Romano: ya referiré cómo terminó y la recompensa que obtuve.

 

Todos los alumnos nuevos pasábamos, por turnos, a la revisión médica del Cuentacuentos. A mi me tocó luego de haber caído en desgracia. Tenía una especie de consultorio médico junto a su habitación. Cuando entré estaba leyendo mi ficha; me hizo un par de preguntas, me pesó, me midió y me pidió que me quitara la ropa –hasta cierto límite- me tomó la presión, me auscultó y luego, muy delicadamente, me hizo otro par de preguntas y me despachó.

 

Tenía en esa época una lesión antigua y recurrente que me producía dolores muy fuertes y que me hacían pasar noches enteras deambulando por los pasillos del Colegio Romano. Una tarde lo fui a ver para consultarle sobre el problema y pedirle algo para calmar el dolor y que me permitiera dormir. No me examinó ni dejo de escribir en un papel que tenía delante: simplemente me dijo: la víspera de una fiesta A pásate por aquí para darte una inyección, así ese día no tendrás dolores, en el Colegio Romano no hay dinero para medicinas. ¡¡Y eso que las medicinas para los alumnos del Colegio Romano, las compraba yo mismo con una lista y las respectivas recetas que me hacía llegar todas las semanas, en la farmacia del Vaticano, donde son mucho mas baratas que en una farmacia corriente…!!

 

Tenía una especial debilidad por el canto litúrgico, creo haber oído que en algún tiempo dirigía el coro del Colegio Romano. Los oficios de Semana Santa constituyen para los integrantes del coro unas jornadas verdaderamente extenuantes. Los ensayos empiezan con mucha anticipación y en general eran por la noche. En mi época se celebraban tres oficios esos días: uno en Villa Tevere presidido por el padre, al que asisten los directores del consejo, los que viven en esas casas, alumnos del Colegio Romano y los pitables del UNIV. Otro se celebraba en San Eugenio y otro en la iglesia de San Carlo al Corso, para los demás asistentes a ese “congreso”. Obviamente, los horarios de los tres se coordinaban para que el coro tuviera tiempo para desplazarse de un lugar a otro.

 

Esos días, los integrantes de coro no hacíamos otra cosa que cantar: nos trasladábamos a Villa Tevere por la mañana temprano y en uno de los soggiornos de uno de los pisos superiores ensayábamos sin parar. Previamente, el Cuentacuentos nos prohibía enfermarnos. Al medio día, salíamos a almorzar a alguno de los restaurantes contratados por el UNIV. 

 

Uno de los años que estuve ahí, el coro en masa cayó enfermo por unas setas en mal estado que nos sirvieron en uno de esos lugares. ¿Qué hizo el médico? Nos dijo simple y llanamente que tenía que administrarnos una medicina que actuara como un tapón, que nos permitiera cantar durante los tres días de los oficios; es decir debíamos cantar nueve oficios taponados. Pasados los tres días nos administraría…. ¡¡en fin..!!   Recuerdo con horror las caminatas que teníamos que hacer por la via del Corso, para llegar a San Carlo, con el vientre y las piernas hinchadas y un dolor de aquí te espero.

 

Como recuerda Joseph, las clases de moral las impartía en latín, especialmente las relativas al sexto mandamiento, en las que no admitía ningún tipo de preguntas y por las que pasaba casi de puntillas. No recuerdo que en los exámenes preguntara nada sobre el tema. 

 

Lo que si recuerdo es que en una clase –no debe haber sido de teología moral- se refirió varias veces al “Santo” aludiendo obviamente a Santo Tomás de Aquino y yo, que tengo algún gen malvado y que además padecía su resentimiento por los famosos tajetes, recordé lo que según cuenta la tradición, le preguntó maliciosamente don Alvaro a alguno de los profesores que lo preparó para la ordenación, y con la cara de la mayor ingenuidad de que soy capaz lo interrumpí y le pregunté: ¿Doctor, cuando usted se refiere al Santo, se refiere a San Ignacio de Loyola? la clase estalló en una sonora carcajada y si no me expulsó fue porque Dios es grande.

 

Tengo de él un recuerdo muy especial. Tradicionalmente celebraba para los alumnos del Colegio Romano la misa de Navidad. Tenía un extraordinario sentido de la liturgia y celebraba con gran devoción. La primera vez que lo vi celebrar esa misa, fue desde el coro del oratorio de Nuestra Señora de los Ángeles. Al terminar, se revistió con la magnífica capa pluvial que se usaba en las fiestas mas solemnes y bajó del presbiterio para tomar en sus brazos al Niño –la primera piedra del Colegio Romano– que descansaba en su cuna; hizo una genuflexión, lo besó y lo tomó cubriéndolo con el paño de hombros y volvió a subir las gradas del presbiterio: era la viva imagen del anciano Simeón cuando recibió al Niño de manos de sus padres que lo llevaban para presentarlo al templo. Parecía, me parecía a mí, que el tiempo se había detenido, nunca vi hacer eso con tanta devoción y al mismo tiempo con tanta majestad.

 

Su resentimiento seguía ahí después de dos años. No me dirigía la palabra sino lo estrictamente necesario y si yo le hablaba, contestaba con monosílabos.

 

Una semana o poco más, antes de que dejara el Colegio Romano, cayó enfermo. Era verano y quedábamos pocos alumnos en Cabavianca porque la mayoría estaban de curso anual en Tor d´Aveia, así que me tocó hacer de enfermero. La verdad es que estaba bastante mal y había que ayudarlo en todo e incluso nos quedamos a dormir en la habitación contigua que hacía de consultorio.

 

Una de esas noches la pasó muy inquieto y con fiebre muy alta, así que me pareció que lo mejor era quedarme en su habitación sentado en una silla. Se despertó varias veces y en una ocasión me dijo “vete a dormir” y yo le contesté “los enfermos no dan ordenes”.

 

Unos días después, algo repuesto, le llevé algo de comer, tenía ganas de hablar y hablamos largo por primera vez en dos años. Dijo que sabía que me iba y que aun sabiendo que lo que iba a hacer no debía hacerse, me pidió que abriera un pequeño gabinete que tenía en su habitación y sacara de ahí un paquetito que me indicó. Se lo acerqué, lo abrió y sacó un pequeño sobre que me entregó. En el sobre –que tengo delante mientras escribo– escrito de su puño y letra dice: “Puntos de “scocht que le pusieron al Padre en Suiza en un talón el día (aquí la fecha) y que yo le he quitado hoy. Cavabianca (aquí la fecha)” y su firma.

 

Supongo que un examen de ADN revelará sin duda alguna que la reliquia es auténtica, porque en el scocht hay rastros de sangre. Y es que el Cuentacuentos, durante muchos años, le hacía al padre los exámenes de glucosa, y guardaba cuidadosamente los algodones que usaba (omito detalles) y así tenía muchísimas reliquias “ex corpore” como la que me entregó y que como ven, conservo. Alguien me ha dicho que quizá me sea de utilidad en mi ya no muy lejana vejez.

 

Como era su costumbre, el día que nos fuimos desapareció para no llorar. 

 

Ah… yo también me hice alguna vez con una botella del famoso vino Est, Est, Est!!!

 

Unos años mas tarde, supe que el venerable anciano había dejado Cavabianca, para ir a pasar sus últimos días a su querida Valencia.

 

Haenobarbo

 

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Publicado el Monday, 14 June 2010



 
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