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 Tus escritos: El blindaje.- Haenobarbo

125. Iglesia y Opus Dei
Haenobarbo :

El blindaje

Haenobarbo, 24 de enero de 2011

 

 

El escrito de Levantisco me anima a poner por escrito, algunas ideas y reflexiones que vengo rumiando hace ya bastante tiempo. No es, lo que voy a escribir, nada mas que una idea, una especie de intuición, que desde luego tiene referentes en datos concretos: por una parte, la tradición oral del Opus Dei, por otra, lo que está escrito: biografías del fundador, las cartas publicadas, los recuerdos que aparecían en las publicaciones internas, todo eso cohesionado con un cierto tufillo que siempre flotaba en el ambiente, pero creo que esta idea vale la pena tenerla en cuenta y sobre todo profundizarla.

 

Desgraciadamente profundizarla y articularla, requiere de tiempo y de un trabajo de hormiga, porque hay que expurgar textos, ensamblar datos: ¡¡quizá entre todos podamos!!...



Varios de los habituales colaboradores de esta página, el último Levantisco, han  manifestado sus dudas respecto a la eficacia real que una intervención de la Sede Apostólica, pueda tener en la praxis interna del Opus Dei, dudas que comparto plenamente.

 

Incluso, se ha apuntado la razón por la que se estima que esa intervención sería ineficaz: la más simple y sencilla de esas razones, fue ya indicada de modo magistral, precisamente por su sencillez: El Opus Dei dejaría de ser lo que es, si admitiera la más mínima modificación a su espíritu y su praxis.

 

Como arma arrojadiza, el Opus Dei repite hasta la saciedad, sobre todo internamente, que el espíritu de la Obra está esculpido, que es santo, inmutable y perpetuo – y aquí una razón contra la que no hay razón posible – porque Dios se lo dio “a nuestro Padre”… ¡tate! ¡Contra eso no hay vuélvete luego…!

 

Digo que, sobre todo, lo repite internamente, porque es donde le interesa que quede esculpido. Interesa que quienes integran la Obra, se sientan dentro de una ciudad de inexpugnables murallas: nadie que no interesa podrá entrar en ella y si intentan tocarla las murallas los defenderán.

 

Si lo dijera en voz muy alta hacia fuera, más de uno sonreiría burlonamente; alguno quizá se escandalizaría –serían los menos porque actualmente casi nadie se escandaliza de nada–; otros, y esto es grave, lo entenderían simplemente como una frase retórica y no le harían mucho caso, cuando en realidad para ellos no es retórica en absoluto.  Desgraciadamente creo que es esto último lo que sucede actualmente en algunas altas instancias de la Santa Sede.

 

Vamos a mis reflexiones que desde ya pongo en la arena del debate, porque entre todos, podemos mas fácilmente llegar a algo mas concreto. No creo poder ser ordenado en la exposición, así que el orden no será estrictamente “cronológico”, quizá unas cosas sean antes que otras y viceversa: el eterno problema del huevo y la gallina.

 

Ya he dicho en otras oportunidades, que me parece que el fundador tenía un conocimiento bastante amplio de la historia de la Iglesia y de sus instituciones. Y este conocimiento lo aplicó a su proyecto fundacional. 

 

En el trasfondo de ese conocimiento, se consolidó una fortísima desconfianza quizá  y hasta sin quizá, no a la Iglesia con mayúscula, a la esposa de Cristo, sino más bien a la iglesia por decirlo de algún modo institucional, a la maquinaria que conforma la Iglesia, a las personas que la mueven: desde el mismo Papa en su dimensión humana y falible, pasando por cardenales y obispos, hasta el último sacristán de pueblo.

 

Y de esto hay pruebas diseminadas a lo largo de sus biografías, otras trasmitidas oralmente, otras suspendidas en el aire por frases medio enigmáticas, en gestos, en actitudes, en modos de proceder. Ahí están las referencias mas o menos explícitas a los pontífices que conoció, a cardenales y obispos, que son de todos conocidas.

 

Junto a esa desconfianza, su conocimiento de la historia de diversas instituciones de la Iglesia, lo llevó a tratar de evitar a toda costa, que en “su” fundación se repitieran hechos que habían perjudicado el desarrollo de otras, y aquí veo dos vertientes:

 

La primera serían aquellas  acciones que incidían desde fuera, desde la autoridad: el caso paradigmático es el repetido ejemplo que ponía de lo que sucedió a la fundación de San Francisco de Sales: el santo quería unas monjas sin clausura y la Santa Sede estimó que eso era imposible e impuso la clausura papal a esos conventos. Escrivá afirmó que a él eso no se lo hacían porque Dios quería otra cosa.

 

Desde luego, admito que las personas que estudian un proyecto pueden equivocarse;  admito que el autor del proyecto tiene el derecho de defenderlo. Con el ejemplo, quiero apuntar solo a una actitud, que se repite en muchos ordenes de cosas en el actuar de Escrivá. 

 

No me resisto sin embargo a anotar casi como una anécdota, que la fundación de San Francisco de Sales, se mantiene como una orden religiosa de estricta clausura y es una de las que menos cambios han sufrido aun después del vendaval del Concilio: ¿se habrá equivocado el espíritu Santo? Las monjas están felices y contentas como están. 

 

No es despreciable tampoco, el ejemplo de la sujeción de las instituciones de la Iglesia, a los obispos del lugar donde trabajan, sujeción que a lo largo de la historia no ha estado privada de conflictos y que llevó a los dominicos, por poner un ejemplo, a obtener por vía de privilegio, el elenco mas amplio de exenciones a esa autoridad, que haya conocido la historia. 

 

El Opus Dei, que pregona que tira del carro en la misma dirección del obispo, generalmente ni lo toma en cuenta sino cuando le interesa y desde luego no mueve un dedo para que sus miembros, como no sea de boquilla, tiren del carro en una dirección que ni siquiera saben cual es: no digo que lo desobedezcan, rara vez por no decir nunca, harán algo manifiestamente contrario a lo que disponga el ordinario, de eso ya se encarga la cúpula, digo que simplemente ni saben por donde va el obispo, ni les interesa.

 

La segunda, por cuestiones que surgieran desde dentro: pienso, por poner un ejemplo,  en la azarosa historia de los capítulos generales o provinciales de los religiosos, que llevó ya al mismo San Ignacio a establecer que las autoridades de la Compañía serían elegidas todas por el General. Nada de elecciones y designaciones “democráticas” que se habían demostrado fuente de disensiones y escándalos de todo tipo. En el Opus Dei, todos los nombramientos provienen de lo alto, es decir del prelado; sus “consejos” a lo más le presentan candidatos (los que de antemano ya se sabe que son los que quiere que le presenten) y cuando las comisiones regionales designan directores locales, lo hacen en nombre y ad mentem Patris.

 

En este orden de cosas, está el invento de la dirección espiritual individual, encomendada a la obra en su conjunto y no a persona determinada, como no sea como mero trasmisor de lo que el miembro de la obra le dice en el acto de la dirección espiritual individual, ámbito este del que, mediante interpretaciones antojadizas y subterfugios vergonzosos, no se libra ni el sacramento de la penitencia. ¿Cómo dejar este ámbito fundamental a la libertad de los “libérrimos” miembros?

 

Advierto que de los dos temas hay muchos ejemplos, pero muchos.

 

Este conocimiento por una parte y esta desconfianza por otra, lo llevó a idear un modo de “blindar” su fundación, contra intervenciones de la autoridad y contra eventuales desordenes internos: ese blindaje es precisamente afirmar que todo fue recibido de Dios. Si a esto se añade una maldición, y la calidad de receptores directos del “testigo” por parte de los dos primeros sucesores, quienes por eso mismo no pueden “traicionar” el espíritu recibido, el círculo queda cerrado. ¿Quién es el guapo que va a aceptar introducir algún cambio propuesto u ordenado desde la Iglesia?  ¿Quién va a tocar aquello que se sostiene que es santo, inviolable y perpetuo?

 

¿Qué se van en masa? ¿Qué no viene nadie? ¿Qué hay un interminable reguero de enfermos y lisiados como resultado de la irracionalidad? Qué importa, si el fundador ha dicho que mientras quede uno el Opus Dei subsiste. Al prelado no le importa nada quedarse solo, porque el fundador ha dicho que no pasa nada: él personalmente lo ha oído y punto.

 

Muchas veces me he preguntado: ¿cuánto hay de fidelidad auténtica en sostener cosas que se demuestran dañinas? Me refiero a esa fidelidad acrisolada en la oración, en el sentido común, en el razonamiento teológico, en el rendir el juicio ante la autoridad de la Iglesia (¿no es que todo viene de Dios?) no a la fidelidad irracional que procede del miedo, o de la tozudez  del que dice yo me paro aquí, porque eso me han dicho y no me muevo aunque venga un tsunami, porque eso es lo que Dios quiere. 

 

¿Cuánto hay de miedo? Miedo a parecer infiel, miedo a no dar la talla, miedo al ¿y si fuera cierto? No entro a tratar de resolver esta cuestión, porque toca el interior de unas conciencias y de unas almas concretas, pero ahí está. Muchas veces he sentido lástima por el que está en esa situación.

 

Es muy difícil, aún para la autoridad suprema de la Iglesia traspasar el blindaje, mientras subsista el convencimiento interno de que si se toca algo, las puertas del infierno se tragarán inmisericordemente al que se atreva a semejante traición. Sobre todo cuando aprendieron del mismo fundador los modos de burlar cualquier intento de traspasarlo: qué orgulloso se sentía cuando relataba el modo en que había conseguido salirse con la suya, cuanto de regodeo hay en la famosa expresión  “conceder sin ceder con ánimo de recuperar”… es él quien “concede” algo a la autoridad de la Iglesia, guardándose las cartas en la manga para cuando llegue el momento. Esta frase siempre me recordó la actitud de San Ignacio, cuando el Papa estableció que a pesar de lo que estaba legislado en las constituciones de la Compañía, los jesuitas debían rezar en común las horas canónicas. Las Constituciones establecían que cada uno las rezaría por su cuenta como hacían los sacerdotes seculares. ¿Que hizo San Ignacio? dijo… muy bien, el Papa lo manda vamos a obedecer; desde mañana, en cada casa, los que están obligados a rezar las Horas Canónicas se reunirán en la capilla para rezarlas pero eso si, cada uno las rezará por su cuenta y en silencio. Después de todo nadie podía decir que no las rezaban en común.

 

Pero ¿qué entendía la Iglesia por rezo común?  pues al menos el rezo dialogado, cuando no cantado que era lo habitual. Pero fue mas allá: cuando el Pontífice murió, San Ignacio determinó que la indicación que había dado era de aquellas personales, que caducaban con la muerte del Papa y por lo tanto desde el día siguiente, cada cual rezaría el oficio por su cuenta.  Y la Iglesia calló y los dejó hacer.

 

¿Aprendería de aquí el Fundador el famoso conceder sin ceder con ánimo de recuperar?… no me extrañaría, ¡era tan poco original!

 

Haenobarbo




Publicado el Monday, 24 January 2011



 
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