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 Tus escritos: Un capítulo del libro LOS DÍAS DE COLORES.- Agustina

100. Aspectos sociológicos
Agustina :

Con autorización de los autores y de la editorial Planeta, copio el primer capítulo del libro.

LOS DÍAS DE COLORES

Capítulo I

 

También el viento parecía haber ido a morir al cementerio de las afueras en el que en ese momento exhumaban el pequeño cuerpo de Camino. Eran vísperas del primer viernes, y a primera hora de la mañana la delgada y húmeda brisa que había dormido en la sierra abandonó la montaña y llegó hasta la ciudad convertida ya en un viento joven que envejecía por momentos y que crecía en intensidad a medida que atravesaba los valles del Norte, los primeros barrios, los cinturones industriales y las autopistas. Era como si el viento ampliase poco a poco su alma llenándola de sabiduría a cada paso porque cuando llegó al cementerio donde reposaba Camino era ya un viento adulto, educado, respetuoso; un viento sabio que a veces se quejaba a destiempo, como si se negara a seguir creciendo o como si pidiera disculpas por haber interrumpido aquel instante que todos consideraban sagrado.

 

El viento recién llegado arrastraba hasta el fin del mundo los sonidos de la ciudad y el rumor de las oraciones para luego devolverlas fragmentadas, inexactas, como si ya no pertenecieran a las personas que se agrupaban ante la tumba y a las que Nuria observaba con la mirada ausente que había adoptado tras su regreso de la casa y en la que sus viejos amigos, o los que lo habían sido, parecían reconfortarse intentando descubrir desajustes emocionales y síntomas de desvarío. ¿Cómo si no podría explicarse lo que Nuria había hecho? ¿Cómo era posible que hubiese abandonado la Obra? Desde el día mismo de su regreso a Madrid la mirada de Nuria había desaparecido para todos y, tras ella, la propia Nuria; su nombre incluso desapareció. Y su pasado: Nuria no existía aunque sus antiguas amistades le hablaban y le sonreían con la falsa y piadosa naturalidad con la que se sonríe a los muertos, a los condenados o a los traidores. Nuria se había desvanecido ignorada y excluida para siempre de un mundo cerrado edificado por silencios, cuchicheos, reproches, culpas y secretos. Y puertas. El universo en el que había vivido los últimos años se definía por el sonido de puertas que se abrían y cerraban y que desembocaban en otras puertas que a su vez conformaban un laberinto sigiloso de aberturas vacías y enfermas tras las cuales se ocultaba y florecía una luz deslumbrante y oscura. Nuria, ahora lo sabía, había vivido aplastada por puertas tan pesadas como pecados mortales; puertas que tenían el olor a delaciones no conscientes y que eran capaces de diluir en sus silenciosas bisagras los más íntimos pensamientos, los recuerdos, la voluntad, el sexo, la familia y el alma...



Recreando el laberinto de hierro, perdida otra vez en él, Nuria, integrada en el piadoso grupo que rodeaba la tumba de su hermana, pero sintiéndose a mil años luz de todos, cerró los ojos y tuvo la sensación de que esas oraciones monocordes que dedicaban a Camino sucedían ya en pasado y que, a la vez, eran las mismas que algún día le llegarían nítidamente desde alguna parte del futuro. Oraciones desgastadas, llegó a pensar mientras sonreía imaginando la forma en la que Camino la hubiera reñido por aquel mal pensamiento. Le hubiese gustado tener a su lado a la pequeñaja, volver atrás; regresar a aquellos días largos y felices del pasado a los que Camino una vez, desde sus cinco años, había denominado con absoluta seriedad “los viejos tiempos”.

 

Volvió a sonreír. Cuando abrió los ojos vio que su madre la observaba con su mirada ensayada y sublime. Estaba segura de que Gloria la había practicado cientos de veces para dedicársela de forma exclusiva en caso de que se atreviese a hacer acto de presencia en la exhumación de su hermana. Hacia fuera, la mirada de Gloria parecía abrir los brazos; y lo hacía, pero en su interior se ocultaba un líquido digestivo, amargo y familiar, construido día a día con gotas de sombras y de dolor. Un líquido devorador, común, unitario, preciso en sus enzimas. La mirada que mamá le había ofrecido era la que solía utilizar cuando estaba acompañada. Una mirada piadosa y desconsolada que la convertía en víctima y en exclusiva protagonista.

 

Acuosa, orgánica y devoradora, la mirada de Gloria traspasó a Nuria como si Nuria no existiese –porque en realidad no existía- y se perdió luego hacia el cielo acompañada por un suspiro de resignación que nacía desde lo más hondo de su pecho. Después, un segundo más tarde, cuando la mirada regresó a la tierra y mamá movía levemente la cabeza balanceándola de derecha a izquierda como hacía siempre que se recreaba en sus desgarros y en sus ofrendas; cuando mamá no dejaba de mover su cuello dándose por vencida ante el cielo e interpretando secamente el tercer acto de su drama; cuando mamá, rota por el dolor, volvía a juntar sus manos para repasar sus plegarias en las que pedía siempre por los presentes y ausentes, Nuria comprendió lo que ya había intuido desde la enfermedad de Camino: que mamá también estaba hecha de amor, que el pequeño féretro que iban a extraer de la tierra era el de su hija y que su madre sentía al igual que ella un sufrimiento profundo que le llegaba hasta los huesos del alma. Acababa de ser injusta con ella y quiso decírselo con los ojos, pero Gloria ya le había dado la espalda y se había unido al coro de oraciones que Nuria oía sin oír, como si le llegasen desde muy lejos, y entonces, apretando el puño dentro de la gabardina, apretando los dientes, siguió los versos de memoria dejándose llevar durante un par de minutos hacia Dios sabe dónde; el tiempo justo en el que, ignorando las plegarias, el viento, los secretos, la culpa y a la luz negra que habitaba tras la puertas que Nuria todavía ocultaba en los desolados rincones de su cabeza, los dos operarios del cementerio rozaron con sus palas de forma brutal, inesperada y científica, el ataúd de Camino.

 

Fue como descubrir un tesoro. Camino lo era. Cuando las palas chocaron bruscamente contra el féretro Gloria unió otra vez sus manos y volvió a suspirar, aunque Nuria no pudo escucharla, pero los delicados hombros de mamá subieron hasta ocultar su cuello y luego, de golpe, dejaron caer su cabeza, que dibujó en el aire un lamento invisible. Nuria oprimió nuevamente el puño en su bolsillo y se prometió a sí misma que nunca más se iba a dejar engañar. El profundo desgarro de su madre –y ella lo sabía muy bien- era un desgarro no exento de gozo, un arrebato de silencioso júbilo que se extendió por todos los presentes unificándoles en un sentido común de la existencia, haciéndoles fuertes, destilando una alegría gozosa de la muerte y del dolor. Por eso no se sorprendió cuando al emerger de la tumba un sonido de madera fúnebre, húmeda y antigua, toda la comitiva se girase hacia Gloria con una mirada encendida y cómplice, como si hubiera sido cuestión de suerte encontrar entre tanta tierra el pequeño ataúd; ni se sorprendió tampoco cuando vio que mamá les devolvía su mirada familiar, conveniente y unitaria. Tras sus ojos, según llegó a pensar, la llama de la soberbia ardía sin luz en algún lugar de su corazón. Aunque cierto, el sufrimiento de mamá no era de este mundo. Con el paso del tiempo se había ido convirtiendo en una suerte de consuelo que la transformaba en un ser superior: al fin y al cabo ninguno de los presentes había tenido la oportunidad de ofrecer a Dios el sufrimiento por la pérdida de dos hijos, sobre todo cuando uno de ellos, Camino, la pequeñaja, la nena, mi hermanita, mi Camino, pensaba Nuria, había comenzado aquella mañana de viento y de nubes, mientras la desenterraban, su largo viaje hacia los altares.

 

El viento, tan fibroso hasta entonces, comenzó a detenerse y terminó por desplomarse en lentos goterones inundando el cementerio de un calor molesto y febril hasta que, de forma inesperada, hirviendo con cada paletada de tierra que arrojaban fuera de la fosa los dos operarios, el aire resucitó de pronto y se transformó en un vendaval rectilíneo que se desplazó hasta el Sur barriendo a su paso las flores marchitas y las hojas muertas que bailaban sobre las tumbas. Como si el cementerio quisiera estar limpio para el encuentro con Camino. Como si mamá, al fin y al cabo, tuviera razón.

 

Tras el viento llegaron nubes desganadas y rectas; nubes sin personalidad que apenas marcaban sombras en las lápidas; nubes pasajeras, fantasmales y vergonzosas que, como invitadas a destiempo, el viento, cada vez más formidable, desdibujó de un manotazo. Las nubes adquirieron entonces formas apresuradas e inexactas. Formas de mano con pequeños y tiernos brazos; dedos de niña llegó a ver Nuria en el cielo porque las nubes se convirtieron en largos dedos, en interminables y exactas siluetas que le recordaron las manos blancas, limpias e infantiles de Camino. Manos desconcertadas. Las nubes son fantasmas, Yeyé, le había dicho la pequeñaja con sus cinco años una tarde de Verano en la terraza mientras Nuria la sostenía en brazos. Era verdad: las nubes tenían forma de elefantes fantasma, de gallinas a la deriva y de barcos hundidos. Tienes razón, le respondió Nuria; las nubes son fantasmas. ¿Y dónde van las nubes, Yeyé? A ningún sitio, viajan por el cielo. ¿No tienen casa?, preguntó Camino. Tómate el yogur. ¿Tienen casa o no? Sí, la casa de las nubes eres tú, enana. ¿De verdad? Claro, abre la boca, anda. Camino abrió la boca pero, en vez de comer la cucharada que le ofrecía su hermana, echó hacia atrás su hermoso cabello rubio, preocupada, y luego le dijo a Nuria que vale, que sí, que era muy bonito lo que le había dicho, lo de que ella era la casa de las nubes y todo eso, pero que ahora le explicase, por favor, dónde van las nubes cuando mueren; y que no volviese a llamarle enana porque ya tenía nada menos que cinco años; y voy para seis, añadió. Nuria resopló con la cuchara en la mano, impaciente. Te lo pregunto por si hay cementerios de nubes, le aclaró Camino. Nuria la miró con una mirada autosuficiente, vertical; una mirada de hermana mayor. Las nubes no mueren, le respondió, solo desaparecen. No te enfades, Yeyé, susurró Camino con una voz desvalida que, sin necesidad de practicarla, le salía del alma. Si no me enfado, ¿no ves que no estoy enfadada? Me lo había parecido. Pues no, no estoy enfadada. Camino permaneció un instante en silencio. Pero hay cementerios de nubes o no, insistió. No lo sé, ¿puedes abrir la boca de una vez? Ya la abro, pero yo lo que digo es que si hay cementerios de elefantes, que yo sé que los hay, a lo mejor también hay cementerios de nubes; y me extraña que tú no sepas eso, Yeyé, porque eres la mayor y tienes que saberlo todo. ¿Quieres saber lo que sé? Camino le dijo que sí con la cabeza. Pues lo único que sé es que te tienes que comer el yogur. Y yo lo único que quiero saber es por qué no mueren las nubes, le replicó Camino frunciendo los labios, enfadada de verdad. Nuria suspiró moviendo la cabeza con el mismo gesto que había aprendido de su madre. Su prisa se transformó en ternura: las nubes no pueden morir porque cuando desaparecen se transforman en otra cosa, como la energía, que no se destruye, solo se transforma, que ya te lo he dicho mil veces. Camino imitó la paciencia de su hermana sin saber qué era eso de la energía y le aclaró que lo mejor de las nubes es que eran libres. Seguramente, admitió Nuria, cansada. Claro, me das la razón para que me calle, ¿a que sí? Para que te calles y para que te comas el yogur. ¿Son libres o no? Mira que eres pesada. ¿Y nos parecemos? No, yo no soy tan pesada como tú. Digo que si nos parecemos las nubes y yo, aclaró Camino. Nuria dejó la cuchara sobre la mesa y abrazó a su hermana, tan pequeña, tan preguntona, tan interesada de pronto por aquel cielo de cinco años que iba para seis y que se deslizaba despreocupado y lento sobre la terraza rozando las azoteas de El Corte Inglés, navegando libremente hacia el horizonte y arrastrando en silencio su equipaje de sombras, de energías, de fantasmas y de preguntas.

 

Con el paso de los años, durante su estancia como numeraria en el Centro de la Obra, Nuria llegaría a recordar cada vez con mayor claridad el cielo de aquella tarde. El cielo de Camino. Un cielo que tenía sabor a limón, el del yogur que su hermana nunca llegó a terminar. No quiero más, Yeyé. Claro, porque te has empachado de nubes. Es verdad que las nubes y yo nos parecemos porque algunas veces parece que floto, dijo Camino. Entonces deberías comer un poco más para que no te lleve el viento. La pequeñaja no escuchó a su hermana; bajó los ojos y miró a Nuria con aquella mirada que, desde que Camino había nacido, la hacía sentirse transparente y desarmada. Pero yo no me iré como ellas, dijo Camino señalando las nubes, aunque me gustaría, ¿y sabes por qué no me iré? Ni idea. Pues no me iré porque tú y yo estaremos siempre juntas, ¿ya no te acuerdas de lo que me prometiste? Camino había utilizado aquel tono de enfado tierno que, a lo largo de su vida, jamás llegaría a dominar del todo. Me prometiste que siempre, siempre, siempre, estaríamos juntas, le recordó a su hermana. Nuria la abrazó aún más fuerte. Es verdad. Pues promételo otra vez, le pidió Camino. Y Nuria volvió a prometerle que sí mientras la apretaba contra su pecho, que siempre, siempre, siempre estarían juntas. Te creo, le dijo Camino, porque tengo cinco años, y ya voy para seis, que no sé si te lo he dicho, y en toda mi vida jamás me has fallado. Ni te fallaré, le dijo Nuria; tú y yo estaremos siempre juntas, pequeñaja. Siempre es siempre, ¿no? Claro: siempre es siempre, respondió finalmente Nuria.

 

Siempre, pensó Nuria con el sabor amargo que la palabra le dejaba en la boca. Siempre repitió en voz alta en el cementerio. Aquel siempre tan fácil de decir, tan acerado, tan sólido, se había ido diluyendo con el paso de los días entre horas que parecían de plomo, tardes interminables, semanas de recogimiento, meses iguales y años que desfilaron con paso de sonámbulo marcando las cada vez más frecuentes ausencias de Nuria. Cuando ella no estaba a Camino le parecía que las fechas del calendario se estiraban o que las semanas se detenían, pero que nunca terminaban de pasar. Luego, al principio de un Verano que parecía igual a todos, cuando Camino menos lo esperaba, Nuria desapareció. Y desapareció para siempre.

 

El viento, tan presente hasta entonces, fue muriendo poco a poco sobre las tumbas hasta que apenas sobrevivió el esqueleto de una brisa pequeña, blanca, delgada. Una brisa de juguete, como Camino. Cálido y titiritero, el viento se desmadejaba temeroso organizándose en estratos de la misma intensidad y movió los cabellos de Nuria empujando hacia el cielo del cementerio oraciones densas, poderosas, inevitables. Luego pareció rendirse, como si supiera que ya no tenía fuerza para disolver los rezos del piadoso grupo. Definitivamente vencido por mamá y por la comitiva del desentierro, el viento desapareció para siempre.

 

Gloria miró a Nuria, y si Nuria la hubiese visto hacerlo habría descubierto en la mirada oblicua de su madre una luz de victoria y una mueca de poder en su sonrisa. Un triunfo íntimo y sutil sobre ese viento molesto e inconveniente al que ella había derrotado con sus oraciones arrojándolo hacia la otra esquina del universo, pero Nuria no miraba a su madre. Estaba concentrada en las nubes que en ese instante cruzaban el cielo y que eran exactas a las de aquella tarde en la terraza; las que Camino había decidido que eran libres e inmortales. Y no lo eran; las nubes habían muerto, como su hermana, y presentaban en su retirada un aspecto deshilachado, triste y vencido. Buscando un hogar, con su carga de nada, se alejaron definitivamente hacia las llanuras del Sur. Nubes perdidas, nubes sin casa. Nubes como yo, pensó Nuria mientras Gloria dejaba de mirarla.

 

Se demoró persiguiendo la última cola blanca de vapor de agua que se desvanecía para siempre en un azul desleído y recordó otra vez, casi sin querer, que aquella tarde en la terraza Camino llevaba el vestidito rojo que le había pertenecido a ella, el que le regaló junto con un ángel de peluche por su quinto cumpleaños. Le pareció estar tocando otra vez, después de tantos años, los gruesos hilos de la tela, los botones, los ojales abiertos en los tirantes y la suavidad de la piel de su hermana cuando la pequeñaja extendió su bracito, le rodeó el cuello y le dijo: Yeyé, te quiero, y te querré siempre y para siempre. Y yo a ti, le respondió Nuria, aunque ahora tienes al bebé, a Alejandro. Sí, lo quiero mucho, pero no es como tú, es solo un bebé que no sabe ni hablar, concluyó Camino.

 

No hubo siempre para nadie. Ni hubo reposo para las nubes en el cuerpo de Camino ni existían cementerios donde pudieran ser enterradas. Las nubes se habían deslizado sobre las tumbas como pasaron las de aquella tarde, como se fueron las promesas de una Nuria cada vez más entregada a una adolescencia de luces y sombras y como pasaron las preguntas de Camino que -con Nuria cada vez más ausente-, amontonaba tarde tras tarde en el cajón de su dormitorio escritas con boli rojo y con su letra de avispa para cuando su hermana volviese. Y como pasó también la vida y la muerte de papá, tan en silencio. Y como había pasado Alejandro, el bebé, el hermanito de juguete muerto tan a destiempo mientras Nuria le regalaba a Camino un ángel de peluche, un vestidito rojo con tirantes, el uniforme para comenzar el colegio y sus promesas de no irse nunca.




Publicado el Wednesday, 08 June 2011



 
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