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 Tus escritos: El prelado del Opus Dei se mantiene en sus trece.- Giovanna Reale

110. Aspectos jurídicos
giovanna :

El prelado del Opus Dei se mantiene en sus trece
Giovanna Reale, 29 de octubre de 2011

 

 

He seguido con mucho interés vuestros comentarios a la carta pastoral del prelado del Opus Dei (2 de octubre de 2011). Me he decidido a escribir sobre ella a raíz del breve, pero sustancioso comentario de Novaliolapena del 24/10/2011, que aquí transcribo:

 

«Y es que al final, uno se pregunta... ¿tan difícil es decir “nos hemos equivocado”? Si Juan Pablo II siendo Papa pidió perdón, ¿por qué no puede el Prelado pedir perdón? ¿No sería más cristiano empezar la carta diciendo: hijos míos, en la Obra desde siempre hemos intentado hacer las cosas lo mejor posible y con la mejor intención, pero nosotros, como todos, también nos equivocamos. El Santo Padre nos ha recordado unos puntos que no hemos vivido bien y que vamos a intentar cambiar de ahora en adelante. Son los siguientes:...».

 

Estas sensatas palabras de Novaliolapena merecen una profunda reflexión. ¿Por qué cuesta tanto a los directores del Opus Dei reconocer que han cometido errores prácticos de gobierno y, a veces, doctrinales? Para responder correctamente a esta cuestión, nos debemos trasladar a un espacio más amplio que el estrecho Opus Dei; hay que adentrarse en el dominio de la jerarquía de la Iglesia católica, a la que el actual prelado personal, por ser además obispo titular de Cilibia, pertenece...



Desde mi modesto punto de vista, uno de los problemas más graves de la tradición católica radica en la tesis de la infalibilidad doctrinal de su Magisterio, tanto extraordinario como ordinario, magisterio que abarca el contenido de la fe y el orden disciplinar y moral (faith and order). Matizo mis palabras: no niego que el Espíritu Santo asista a la Iglesia para que se mantenga fiel al Evangelio de Jesucristo ni tampoco niego que los obispos sean sucesores de los Apóstoles, pero sí me opongo a que la fidelidad eclesial al Evangelio, asegurada por el Espíritu, y la tradición apostólica del colegio episcopal sean interpretadas por la jerarquía eclesiástica como si los obispos estuvieran blindados en la verdad absoluta cada vez que promulgan documentos doctrinales o decretos jurídicos en el ejercicio de su Magisterio ordinario y extraordinario. Aquí es donde aprecio un abuso en el ejercicio de ese Magisterio, que reduce la asistencia del Espíritu y la tradición apostólico-episcopal a la “infalibilidad” de la sola jerarquía episcopal (los obispos y el Papa), libre de todo error en su Magisterio.

 

Indudablemente, un Magisterio “infalible” tiene grandes ventajas. Por un lado, los pastores gobiernan mucho mejor su pusillus grex (o pequeña grey) y, por otro lado, pueden actuar como jueces o árbitros que, desde una instancia superior, solucionan debates doctrinales entre distintas corrientes teológicas y asientan así doctrina que pasa a ser no discutible desde entonces en adelante. La devoción del pueblo católico hacia el Santo Padre lleva implícito un agradecido asentimiento popular ante el Magisterio romano, que orienta a los creyentes iluminándolos a través de las oscuridades del mundo y a través de las dudas o conflictos que puedan acechar a la Iglesia en su andadura terrena.

 

Ahora bien, la “infalibilidad” episcopal también lleva consigo grandes peligros para la propia Iglesia y, sobre todo, para los mismísimos obispos, ya que se les puede convertir en una espada de doble filo. Analizo a continuación dos de esos peligros.

Una infalibilidad entendida de manera tan exclusivista o endogámica (club de infalibles) pierde credibilidad ante personas medianamente pensantes que tengan dos dedos de frente; no me circunscribo a personas sabias y superdotadas, sino a gente normal con mediano sentido común y buena formación cultural. De hecho, el actual desprestigio de los obispos católicos entre los más variados ámbitos de la sociedad no se debe a la soberbia de científicos agnósticos ni a la malicia de agentes políticos ni a la manipulación de periodistas anticlericales ni al desvarío de artistas engreídos, sino al ridículo o vergüenza ajena que la gente siente al observar la autoconciencia de quienes creen pertenecer a un club de infalibles.

Consideremos, a propósito de la anterior mención de los científicos, que hasta comienzos del siglo XX éstos opinaban que “científico era aquello que se podía experimentar y verificar”, pero con los progresos de la investigación se ha llegado a la definición de que “científico es aquello que, además de verificable, se puede refutar”. Lo verificable y, a la vez, refutable han pasado a ser la medida de la ciencia porque ambos procedimientos ayudan a desentrañar la verdad del mundo en que vivimos. Si las verdades científicas no fueran refutables, se frenaría el avance de la investigación. Por tanto, forma parte de la noción de verdad la posibilidad de que aquello que nuestro conocimiento, en un momento determinado, considere como definitivamente verificado pueda seguir siendo refutado; sin esta apertura de la inteligencia, la ciencia se autodestruiría por impedir de raíz el conocimiento de la realidad.

Mi conclusión es que esta actitud de los científicos, lejos de ser soberbia o arrogante, es humilde y realista y, por contraste, hace quedar mal a quienes se consideran señores infalibles que, desde su blindaje, pretenden blindar las mentes de sus súbditos. Los pastores episcopales, para salvaguardar a su rebaño de fieles, son capaces de acorralarlo no en un redil, pero sí en una “guardería de adultos”, por emplear una expresión a veces usada en esta página web opuslibros. ¡Este modo de actuar resulta del todo inaceptable por la sociedad actual!

 

Paso al segundo inconveniente de la infalibilidad episcopal. Es cierto que la aureola de infalible facilita al obispo en su diócesis un gobierno mejor dotado de autoridad, que acalla pronto las voces polémicas y apacigua conflictos con mano dura, y además asegura su unión con Roma. Sin embargo, esta eficacia “aquí y ahora” del ordeno y mando no garantiza la misma eficacia en un “futuro”. Toda doctrina infalible implica que sea inmutable, de modo que, si un obispo o un Papa, al cabo de muchos años o siglos, quisiera sostener un punto de vista distinto al de sus predecesores, se vería imposibilitado para introducir novedades; cualquier cambio puede interpretarse como una corrección, al menos implícita, a doctrinas erróneas anteriores, lo cual es, desde la perspectiva jerárquica, imposible: nunca se ha equivocado el Magisterio eclesiástico, ordinario y extraordinario, y por consiguiente no tienen cabida las aportaciones que corrijan ese Magisterio.

 

No hablo en teoría. Esto ya ha pasado en la historia del Magisterio pontificio del siglo XX. El papa Pío XI promulgó en el año 1930 la encíclica sobre el matrimonio Casti connubii, en la que prohibía a los cónyuges católicos como inmoral cualquier método de anticoncepción, incluido el onanismo. En aquellas fechas nadie rechistó ante la promulgación de la encíclica. Pasados los años y habiendo terminado el concilio Vaticano II en 1965, el papa Pablo VI, a instancias de los padres conciliares, volvió a estudiar esa cuestión de moral sexual y matrimonial, para lo cual nombró una comisión de teólogos expertos que lo asesorasen; éstos le propusieron, a la luz de los textos del recién finalizado Vaticano II sobre el matrimonio, que modificara la doctrina sexual: el uso de anticonceptivos podría ser moralmente correcto en el contexto de la paternidad responsable de los cónyuges. Pablo VI, tras estudiar esa propuesta, planteó sus dudas a algunos cardenales de la curia vaticana, los cuales se opusieron a la opinión de los expertos, pues veían en ella el riesgo de poner en solfa la infalibilidad de la Casti connubii; es más, estos cardenales, impregnados de mentalidad jerárquica, no querían que el Papa se doblegase a requerimientos de los padres conciliares o a opiniones de teólogos, pues tendría que ser la doctrina pontificia la que se impusiera sobre los demás; por eso aconsejaron a Pablo VI que en su futura encíclica prohibiera terminantemente el uso de anticonceptivos en la intimidad matrimonial. Así hizo el Papa en su encíclica Humane vitae de 1968, que guardó estricta fidelidad a la de su predecesor Pío XI.

 

Pero en 1968 la reacción mayoritaria del pueblo católico, de muchas Conferencias Episcopales y de casi todas las Facultades de Teología fue de rechazo a la encíclica Humanae vitae. Desde aquella crisis hasta ahora, a pesar del éxito mediático de Juan Pablo II y de las últimas Jornadas Mundiales de la Juventud (Madrid, agosto de 2011), el prestigio del romano pontífice va en declive: casi nadie comulga con ruedas de molino cuando los Papas enseñan algo que contradice el sentido común más elemental; sólo se exceptúan de este rechazo quienes pertenecen a una “guardería de adultos”, pues tienen tragaderas para todo lo que se les eche encima (crucifixión de la razón, esclavitud voluntaria, santa coacción y otras lindezas espirituales).

 

¿Os imagináis que un papa del año 12968 todavía repitiera, con terminología adaptada a su época y con la ayuda de los avanzadísimos medios tecnológico-periodísticos que habrá entonces, las enseñanzas de los Papas de 1930 y 1968? Si con sólo 38 años de distancia entre la Casti connubii y la Humanae vitae se armó la parda en 1968, ¿qué pasaría en 12968? Este es el segundo gran inconveniente de la infalibilidad entendida de manera jerárquica: deja maniatados a los propios obispos. El Magisterio infalible y, por tanto, inmutable de periodos pasados les puede pesar a veces como una carga que lastre –y castre (perdón por la expresión)– al Magisterio posterior. Lo que es pan para hoy puede transformarse en hambre para mañana.

 

A pesar de lo que he expuesto hasta ahora, soy consciente de que bastantes reformas se han producido a lo largo de la historia eclesiástica, casi dos veces milenaria, y también en los últimos años: ¡faltaría más! El problema que aprecio en las actuales circunstancias es que la curia vaticana aplica las reformas con un cuentagotas muy comedido. Cada vez que se plantea modificar algún aspecto de la vida eclesial, se aplica el principio que dice: donde dije digo, digo Diego, con el fin de que no parezca que se corrigen errores anteriores del Magisterio. Las novedades doctrinales se envuelven en un refinado lenguaje de retórica teológica que las presenta como si fueran fruto maduro de una gestación de lo que se viene haciendo en la Iglesia desde los tiempos apostólicos: un desarrollo progresivo de la semilla inicial.

 

Pero este cauteloso modo de proceder tiene, en mi opinión, dos inconvenientes: en primer lugar, la reforma se aplica con una lentitud tan parsimoniosa que casi siempre llega tarde y a destiempo; y en segundo lugar, se da la impresión de que todo sigue en la Iglesia igual que antes, de donde se deriva que proliferen hoy en día numerosos grupos de católicos de lo más conservadores que continúan leyendo el nuevo Diego a la luz del antiguo digo como si en realidad nada se hubiera modificado (de hecho éste es el actual criterio de aplicación de las novedades del concilio Vaticano II). Y no sólo abundan estos católicos conservadores; incluso anglicanos descontentos con las reformas profundas que su Iglesia ha promovido en los últimos decenios han solicitado la admisión en la Iglesia católica, la cual se está convirtiendo poco a poco en un cementerio de elefantes que cobija a toda la obsolescencia de la Cristiandad.

 

Ya sé que el actual Papa Benedicto XVI, por quien siento gran admiración, sueña con que las comunidades cristianas sean en medio del mundo “minorías creativas”, concepto que toma del historiador Arnold Toynbee (1889-1975), el cual exaltaba ese tipo de minorías sociales como promotoras de grandes avances en la historia humana. Sin embargo, con todos mis respetos por Benedicto XVI constato, cuando palpo la realidad, que de “minorías creativas” no tienen nada de nada las actuales “guarderías de adultos” de la Iglesia católica. Siempre que entro en una farmacia o en un supermercado y observo la llamativa oferta de preservativos apilados en las estanterías como si de golosinas se tratasen, me pregunto dónde resplandece la fecundidad social de las “minorías creativas” que acatan los preceptos de la Humanae vitae en su fecunda vida matrimonial. Otro caso reciente: casi el 50 % de la población guatemalteca se ha pasado de la Iglesia católica a sectas protestantes a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado; esta tendencia, creciente, se da en otros países latinoamericanos. Me temo que, ante este panorama, el sueño del Papa Ratzinger no se haga realidad.

 

Es más, justo lo contrario es lo que sucede hoy en día con las comunidades católicas: están en camino de devenir no minorías creativas, sino “guetos” sociales. Entre los seguidores del Camino Neocatecumenal, por poner un ejemplo, se enseña y practica “la crucifixión de la razón” como medio de santificación personal y de labor evangelizadora. ¿Quiénes más, fuera de ese grupo, aceptan que se crucifique su razón? En una sociedad que define lo científico como aquello que, además de verificable, es refutable, está fuera de lugar el planteamiento de crucificar la razón de las personas: son dos polos opuestos irreconciliables. Y así es como se va fraguando el “gueto” católico de talante integrista en el mundo de hoy.

 

Me preocupa mucho este apogeo del integrismo en la vida eclesial. Si la Iglesia católica degenera en un cobijo de “guetos” o “guarderías de adultos”, habrá fracasado rotundamente. A lo largo de sus casi dos mil años de historia, los cristianos siempre han actuado como fermento en la masa, nunca hasta ahora lo han hecho como gueto. Y esta es la causa de mi preocupación: veo que por primera vez en su historia, aun habiéndose celebrado hace pocos decenios el grandioso Vaticano II, sus jerarcas se empecinan en reconvertir la Iglesia en gueto. Este sería su fracaso total. ¡Y todo por culpa de la dichosa “infalibilidad” episcopal y pontificio-romana que no quiere dar su brazo a torcer!

 

¿Cómo debería entenderse la infalibilidad en la Iglesia? Muy sencillo: la asistencia del Espíritu Santo siempre garantiza que la Iglesia entera se mantenga fiel al Evangelio de Jesucristo aun a pesar de los pecados y errores que tanto los clérigos como el pueblo cometan en sus vidas, incluyendo enseñanzas magisteriales equivocadas; el error humano, tanto el cometido con buena voluntad como con mala, nunca vence en la Iglesia, pues el Espíritu la libera de él a tiempo. Desde esta concepción nada jerárquica de la infalibilidad eclesial, me gustaría ver realizada la propuesta de Novaliolapena: sería conmovedor y muy evangélico que un obispo o un Papa pidiera perdón por errores cometidos con buena intención en su magisterio o en el de sus predecesores. Estoy segura de que con actitudes ejemplares de ese tipo los obispos ganarían en credibilidad ante los propios creyentes y ante la sociedad entera; no se producirían crisis como la originada en 1968; la jerarquía de la Iglesia se haría más asequible y querida; las comunidades cristianas no se convertirían en guetos enquistados en la sociedad, sino que seguirían siendo fermento en la masa.

 

¡Pero no! A día de hoy ese comportamiento no lo vamos a ver. En el mejor de los casos oiremos de nuestros jerarcas eso tan tibio de donde dije digo, digo Diego. Así lo hemos constatado en la última carta pastoral del prelado del Opus don Javier Echevarría (ver el artículo de Mineru del 19/10/2011).

 

En su comentario a esa carta, Novaliolapena presenta el ejemplo de Juan Pablo II que, siendo Papa, pidió perdón. Es posible que Novaliolapena se refiera a dos acontecimientos del largo pontificado de ese Papa (1978-2005): la revisión del caso Galileo y la petición de perdón por los pecados cometidos en la historia de la Iglesia que se escenificó en la basílica vaticana el año 2000. Me voy a referir a ellos enseguida.

 

Con la revisión del caso Galileo Galilei (1564-1642) y la consiguiente petición de perdón de Juan Pablo II el 31 de octubre de 1992, este Papa no rectificó errores del Magisterio pontificio del siglo XVII (época de Galileo). Hay que saber que el concepto exacto de “Magisterio episcopal y pontificio” se limita tan sólo a eso: magisterio de los obispos y del Papa en su actuación como tales (documentos conciliares, cartas encíclicas, decretos, enseñanzas oficiales); no forma parte del Magisterio la actuación de las oficinas y de los tribunales que trabajan al servicio de los Papas o de los obispos en las respectivas curias. Hago esta observación porque quien condenó las supuestas herejías de Galileo no fue un Papa, sino una oficina al servicio del Papa: el Santo Oficio de la Inquisición. Y éste puede equivocarse, como también cualquier otro tribunal eclesiástico. Los que nunca se equivocan son los obispos y el Papa cuando ellos mismos –y no sus adláteres– pontifican: este importante matiz eclesiológico ha de quedar bien claro para valorar en su justa medida la rectificación de Juan Pablo II por el caso Galileo. Este Papa no enmendó la plana del Magisterio de ningún predecesor suyo, sino que revisó una sentencia concreta dictada por un tribunal de la curia vaticana en el siglo XVII.

 

El año 2000 celebró la Iglesia católica el Año Santo Jubilar de la encarnación del Verbo, es decir, el segundo milenio del nacimiento de Jesucristo. El 12 de marzo, primer domingo de Cuaresma del 2000, “Jornada del Perdón”, al comienzo de la concelebración eucarística presidida por Juan Pablo II en la basílica vaticana, él y varios cardenales –Ratzinger entre ellos– pidieron perdón públicamente por los pecados cometidos por los cristianos a lo largo de toda la historia. Pero este solemne mea culpa no abarcó los actos del Magisterio episcopal y pontificio, tanto ordinario como solemne. Es decir, aquel día no se retractaron, por ejemplo, de la desatinada metedura de pata de la encíclica Humanae vitae.

 

El Magisterio eclesiástico es un celoso y receloso defensor de su infalibilidad, ya que piensa que en ella se guardan las llaves de su poder o, lo que es lo mismo en este caso, el poder de las llaves (Mt 16,19). Así es como la jerarquía episcopal y romana ha ido entretejiendo a lo largo del multisecular paso del tiempo una eclesiología que justifique sus poderes plenipotenciarios al frente de la Iglesia: del evangélico poder de las llaves a las jerárquicas llaves del poder, esto es, en vez de servir, oprimir. Y en esas estamos a día de hoy. El concilio Vaticano II quiso reconducir el Magisterio a actitudes de veras serviciales y evangélicas, pero no lo ha logrado hasta la fecha, pues ese Magisterio sigue en sus trece (esta expresión procede del número trece del antipapa Benedicto XIII o Papa Luna [1394-1423], hombre terco y pertinaz, de autoconciencia infalible, que se resistió toda su vida a solucionar el Cisma de Occidente).

 

Además de estas consideraciones eclesiológicas, es obligatorio trazar unas breves pinceladas psicológicas, con las que termino mi perorata. Aunque es cierto que la infalibilidad, en sentido estricto, se circunscribe tan sólo a los actos magisteriales ordinarios o solemnes y no se debe extrapolar a otras actuaciones, también es verdad que en la psicología del mundo clerical la sombra de la infalibilidad es muy alargada. Sin ir más lejos, el fundador del Opus Dei, monseñor Josemaría Escrivá, que no fue obispo, se sentía más infalible que los obispos y los Papas con una arrogancia fundacional que bien hemos padecido todas y todos nosotros. Aquí asistimos al tercer peligro de la doctrina de la infalibilidad magisterial, el de “ser más papista que el Papa”. Aunque hay que reconocer que se trata de un peligro no intrínseco a la tesis misma de la infalibilidad, sino más bien externo, derivado de comportamientos exagerados o patológicos, ese inconveniente existe: el Papa Luna, monseñor Escrivá, monseñor Lefèbvre y el padre Maciel se sentían superinfalibles, cada uno a su manera, bien arropados en su mundillo por una particular “guardería de adultos”. Los directores del Opus Dei, que tampoco son obispos excepto monseñor Echevarría, llevan al extremo esta patología de la infalibilidad manteniéndose erre que erre en sus trece.

 

Por último, respondo a la pregunta de Novaliolapena: ¿tan difícil es decir “nos hemos equivocado”? Sí. A partir de una “infalibilidad” jerárquicamente blindada en la verdad absoluta mediante un club de elite, resulta imposible hacer algo tan cristiano y evangélico como es pedir perdón reconociendo que “nos hemos equivocado”. Y si para colmo un miembro de ese club se considera más papista que el Papa, entonces la equivocación desaparece por completo de su horizonte vital: sólo los demás, incluido el Santo Padre, se pueden equivocar. Incluso se puede llegar a un pintoresco combate entre colosos: ¿quién de los dos es más infalible, monseñor Marcel Lefèbvre o Juan Pablo II?, ¿monseñor Javier Echevarría o Benedicto XVI? Por ello opino que uno de los puntos más oscuros de nuestra tradición católica es esta doctrina de la infalibilidad jerárquica que, además de ser del todo incompatible con las características socioculturales del mundo actual, se convierte muchas veces en una espada de doble filo en manos de los propios obispos.

 

Giovanna Reale




Publicado el Saturday, 29 October 2011



 
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