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 Tus escritos: El grano de arena (IV).- Ponciopilatos

030. Adolescentes y jóvenes
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El grano de arena (IV)

Llegamos a la ciudad donde residía, por presuntas razones de estudio, nuestro hijo, en una residencia de la cosa. Él ya nos esperaba. Nos dio un gran abrazo que no por ser grande expresaba sentimiento alguno. Uno de los tres días que estuvimos allí salimos con él a cenar. Nuestro hijo, más parecido a un chino que a un europeo, por el color amarillento de su piel, se despidió después de la cena con un aire de cansancio grave, agotado, casi zombi. Quedamos en lugar y hora para el día siguiente de forma que pudiéramos reanudar las conversaciones que en estos días se habían ido tejiendo. Por la mañana del siguiente día recibimos una llamada telefónica que nos alertaba de un trastorno en nuestro hijo por el que estaba en cama...



Con mi marido y mi otro hijo nos dirigimos al colegio mayor. Nuestro hijo estaba en cama, exhausto, casi sin habla, con la mirada perdida, los ojos y la piel amarillentos. Él en aquellos momentos no se daba cuenta ni casi de lo que hablábamos.

Exigí al director que lo lleváramos a un servicio de urgencias, con o sin su consentimiento. El director, aire peleón en sus palabras, se negó y argumentó que ya lo había visto “un médico” y que le había diagnosticado una simple gastroenteritis. Y ante esta “casi acusación hacia nosotros” nos dijo: ¿Qué le disteis ayer a vuestro hijo? ¿Le habéis dado algún fármaco? Nos quedamos perplejos ante tal pregunta. Después de varias discusiones en tono combativo con el director y otros “vigilantes” que se habían congregado en la habitación, decidí besar la frente de mi hijo para comprobar su temperatura. Mi intuición materna junto con la sensación térmica recibida en mis labios, me decidieron a jugar una carta única: le propuse al director, ante su negativa de que nos lo dejara llevar al hospital, que de tener fiebre mi hijo, lo llevaríamos al servicio médico. Él accedió pensando en que no era posible un estado febril y que se trataba simplemente de “cansancio acumulado”. Le tomamos la temperatura y la cara del director ante el termómetro marcando fiebre fue un detonante. Tuvo que acceder.

A estas alturas del relato algunos lectores pensaréis que ya se solucionó todo. Pues no. El permiso de dirección iba paralelo a la presencia de uno de sus “guardaespaldas” en nuestra visita al médico. Llegamos al servicio médico de urgencias y entramos mi hijo y yo. El médico leyó mis ojos y le pedí analítica completa. Después de valorar los resultados de los análisis y ver el estado del chico, descompuesto, prescribió reposo absoluto en su domicilio familiar durante 10 días como mínimo (pues ya sabía que se trataba de un estudiante desplazado a esta ciudad). Estos datos constan en el informe médico que obra en mi poder y del cual tiene copia el jurista correspondiente para utilizarlo en su momento. Por razones de seguridad, no puedo adjuntaros este informe.

Ya de vuelta a la residencia, propuse al director que aquella noche yo la pasaría con mi hijo en su habitación ya que debía administrarle la medicación prescrita. Pensábamos con mi familia que al día siguiente podríamos cumplir con la recomendación médica y viajar hasta el domicilio familiar para que el chico descansara unos días. El director, cara de guerrero, se negó a que me quedara por la noche diciendo que si así lo hacía él también estaría presente. Accedí pensando que él no sería capaz de quedarse.

Los pasillos alrededor de la habitación de mi hijo eran un bullicio de personas yendo y viniendo, hablando más en tono amenazador que conciliador, como si de agentes de la Cia se tratara. El sacerdote del colegio llamó a mi marido y le “aconsejó” que hiciera el favor de controlarme, pues según él, mi comportamiento no era el adecuado. Después de esto, con mi marido estuvimos viendo los análisis y como sea que tenemos conocimientos de la terminología utilizada observamos una anomalía bastante importante. El director nos pidió los análisis pero nosotros no se los dimos. Ellos bautizaron entonces estos análisis como los “papeles del pentágono”. Después de mucho rato de discusión, algo violenta, accedimos a que fotocopiaran los resultados. Al cabo de unos minutos el director nos comunicó que había enviado por fax los resultados de aquellos análisis a un “médico” conocido. Nos invitó a hablar telefónicamente con el presunto facultativo para que nos diéramos cuenta de que no había alteraciones graves. Accedimos, pero nunca obtuvimos una respuesta satisfactoria para explicar el por qué un determinado parámetro presentaba una tasa con el doble del valor normal. Pensamos sin temor a equivocarnos que aquella persona con quien hablamos no era ningún médico. Entonces, el tono del director y de sus “compañeros” se volvió duro, amenazador e insultante.

Entre tanto nuestro hijo, nunca sabremos cómo, desapareció de la habitación. El director, acompañado por tres numerarios nos invitó con nefastos modales a abandonar el colegio. En el camino de salida, tampoco sabremos nunca cómo ocurrió, sonó un teléfono móvil que descolgó uno de los numerarios que nos acompañaba a la salida. Se trataba de nuestro hijo que nos decía: “estoy bien” sin articular ninguna otra palabra. Aún antes de irnos, uno de los numerarios añadió más leña al fuego diciendo que habíamos sido nosotros quienes insultamos al director (curiosa afirmación de quien estaba ausente). Así nos tuvimos que ir. Comprendí en aquel momento que mi hijo estaba en una secta destructiva. Nos fuimos al hotel pensando que al día siguiente podría ver de nuevo a mi hijo.

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Publicado el Friday, 04 January 2013



 
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