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 Tus escritos: DE CÓMO ME ECHARON LAS REDES A LOS 14 AÑOS.- Salvada

030. Adolescentes y jóvenes
salvada :

Quisiera contar en Opuslibros mi aventura con la Obra, que casi no fue nada (tres reuniones y algún encontronazo) pero me marcó bastante, sobre todo porque yo entonces no tenía mucha idea, pero ahora que la tengo, me hago cruces pensando qué ángel se me debió aparecer para iluminarme y salvarme de caer en el abismo. Porque si no me atraparon, no fue porque ellos no hicieran todo lo posible.  Los nombres en este relato son ficticios, para preservar el derecho a la intimidad, pero los hechos son reales. Esto fue en los años 80, no sé si las cosas habrán cambiado, aunque me da que han cambiado muy poco. Yo tenía 14 años, edad en la que tantos jóvenes son reclutados. Les interesan especialmente los buenos estudiantes, y yo lo era. (Supongo que piensan que el buen estudiante podrá tener en el futuro un trabajo que dé buen dinero).

Vivo en una ciudad mediana, capital de una provincia española. Aquel verano, recién terminada la EGB y a punto de entrar en el Instituto, me llamó una amiga (bueno, muy amiga no era, simplemente compañera de clase en el colegio) y me invitó a ir con ella a un “club juvenil”. Me pareció un poco raro, pues esta chica nunca me había llamado para salir, pero acepté. Se lo comenté a mis padres, y al decirles dónde estaba el club, cerca de nuestra zona, ellos dijeron que les sonaba que por allí había un club del Opus…



Mis padres no eran muy religiosos pero tampoco contrarios a ello; más bien indiferentes. Yo sí tenía algún interés en la religión, a veces iba a misa con mi abuela y pensaba prepararme para la Confirmación. A mis padres no les parecía ni bien ni mal. En cuanto a lo del Opus, me animaron a que fuera y lo viera, por qué no. Después de todo, me dijeron, en el Opus hay gente “de buena familia”, quizá hagas amistades interesantes. (Mal consejo de mis padres, pero no les culpo a ellos sino a su ignorancia).

La verdad es que yo había oído hablar vagamente del Opus Dei, y la idea que tenía era que eran un poco “carcas” y puritanos, no sé, algo franquistas y eso. Mi idea de la religión era más progresista, más en plan acción social. Pero bueno, no se perdía nada por echar un vistazo.

PRIMER SÁBADO: ¡A BAILAR!

Aquel mismo sábado por la tarde acompañé a aquella amiga mía, a la que llamaré Paloma, al “club juvenil”. Al llegar me enseñaron el club, o parte de él: a la izquierda una sala de estar, al frente una capilla con diez o doce bancos a la que llamaban oratorio, y a la derecha una sala de estudio o biblioteca con unas mesas grandes. También había más puertas cerradas a las que no accedimos. Nos sentamos en la sala de estar, donde había varias chicas de mi edad y otras algo más mayores. El mobiliario consistía en unos sofás, una mesita, unas estanterías con juegos de mesa, y un mueble cerrado con puertas, que más tarde supe que era la televisión. Un ambiente más o menos hogareño. Allí estuvimos hablando y jugando a algún juego, mientras todas me saludaban y me preguntaban cosas sobre mí. Por alguna razón se quería hacer amiga mía una chica un poco más mayor que yo, de unos 18 o 19 años, a la que llamaré Ester. Yo sin mucho entusiasmo. No me parecía aquello gran diversión. Todo el mundo era amable y sonriente, pero por algún motivo nadie parecía divertirse de verdad o reír con ganas, como hacía yo con otras amigas mías cuando pasábamos una tarde juntas.

También rondaba por allí una “monitora” adulta, Cecilia, que de vez en cuando entraba para ver si nos lo estábamos pasando bien. En un momento dado, como el ambiente parecía decaer, Cecilia puso música y dijo: “¡Venga! ¡Ahora todas a hacer el baile de los marcianos!”, dando ejemplo mientras hacía un amago de dar puñetazos en el aire. Algunas de las chicas, obedientes, salieron a bailar sobre la alfombra que había entre los sofás y el mueble de TV. Yo me quedé sentada, porque no sabía qué narices era el baile de los marcianos, y además la música era horrorosa. Cecilia se me acercó a ver por qué no bailaba, y yo le dije que no tenía ganas. “¡Venga! ¡Que sí! ¡Anímate!” Vaya pesada, pensaba yo. No bailé y además dije que me tenía que ir. “Ah, no, no te vayas, que ahora tenemos la Meditación. Ya verás, te va a gustar”.

En efecto entramos al Oratorio, y tengo que decir que no me pareció mal la ceremonia, porque como aficionada a la música coral, me hacía cierta ilusión cantar el Salve Regina y el Tantum Ergo. Encontraba muy gracioso que todavía alguien cantara en latín. Además el cura tenía cierta labia y nos explicó cosas sobre el Evangelio y sobre "nuestro Padre”, que no era Dios sino el fundador de la Obra. Al final de la Meditación, el susodicho cura se metió al confesionario y vi que algunas chicas iban a confesarse. Yo me despedí y dije que me tenía que marchar, pues ya me parecía suficiente para un primer día. Cecilia salió a despedirme y todas me dijeron adiós muy simpáticas. Me insistieron en que no dejara de volver cualquier otro sábado, o que si quería podía venir entre semana a estudiar en la biblioteca, etc. Yo no necesitaba sala de estudio ya que tenía buen sitio en casa para estudiar, pero pensé que a quien no lo tuviera, seguramente le vendría bien. Aquel primer encuentro me dejó una sensación un poco extraña. La “diversión” en el club parecía un poco afectada y artificial, y la amistad de las compañeras también. Pero bueno, como estaba de vacaciones, esta era una actividad más con la que pasar el verano, por qué no. No me importaría volver algún otro día, pensé.

SEGUNDO SÁBADO: PLÁSTICO CON AGUJEROS

El sábado siguiente, mi amiga Paloma me llamó para que volviese al club, y como yo ya sabía dónde era, quedamos directamente allí. Cuando llegué, Paloma ya estaba, y también Ester, la amiga “mayor” que me había salido el otro día, que me saludó con mucha amabilidad. La verdad es que era raro que una chica de 18 o 19 años quisiera ser amiga de una de 14, pero por eso mismo, me hacía ilusión. Me hacía sentir mayor. La monitora adulta, Cecilia, también parecía estar bastante pendiente de mí, y me preguntó si tenía tanta prisa como el otro día. Dije que vale, que hoy quizá podría quedarme un poco más.

El plan, más o menos, se repitió: rato de convivencia y juegos en la sala de estar, y después Meditación. Al final de la Meditación, otra vez, vi que las chicas iban a confesarse. Y como dije que me iba a quedar un poco más, Cecilia me preguntó si yo también quería confesarme. Decliné amablemente, pues ya me confesaría yo en mi Parroquia con el cura que yo conocía. Pero no iba a ser tan fácil escaquearse. Todas se confesaban y sólo quedaba yo. Cecilia insistió. “¿Seguro que no quieres confesarte?” No, no, gracias. “¿Cuánto hace que no te confiesas?” Pues... no sé... varios meses. “Aaah, pues ya va siendo hora, ¿no? Venga, venga, no seas cobarde (prácticamente empujándome), mira, aprovecha ahora que se ha quedado libre el confesionario”. Así que, sin comerlo ni beberlo, me encontré de rodillas en el confesionario.

Con bastante extrañeza acerqué la cara a una especie de mampara de plástico gris con agujeros, detrás de la cual se suponía que estaba el cura. Sí, sí, ya sé que tiene que ser así, pero en el confesionario de mi parroquia hay un enrejado de madera, que es como más agradable, y al menos se intuye detrás la figura del sacerdote. Pero esto era ¡¡un plástico con agujeros!! Y desde luego no se sabía si detrás había un cura o un marciano.

-“Ave María Purísima”, dije maquinalmente.

-“Sin pecado concebida”, contestó la mampara de plástico.

 

Bla bla, pecadillos que tiene una niña de 14 años, no sería gran cosa.

-“¿Y nada más?” dijo la voz por los agujeros.

(¿Cómo que nada más?, pensé yo. Pues no sé, igual se me olvida algo, pero si se me olvida entonces no lo puedo decir)

-“¿Y tienes algo contra la Santa Pureza?”

-“¿Cómo?” (la verdad es que no entendí muy bien eso, además de que me sentía un poco desconcertada porque el cura de mi parroquia no preguntaba esas cosas)

-“Sí, la Santa Pureza. ¿Tienes algo?”

Recordé que lo poco que hasta entonces yo sabía del Opus era eso, que estaban muy preocupados por esos temas, así que, claro, ya entendí lo que me preguntaba.

- No, no, de eso no tengo nada.

- Bueno. ¿Y con quién has venido?

- He venido sola.

- ¿Cómo que has venido sola? (mosqueado) ¡Aquí nadie puede venir sola! 

- Sí, es que vivo cerca.

- No, no, que me refiero, qué amiga te ha invitado a venir.

- Ah, ya. Pues, Paloma. (Claro, tendrían que ponerle la medalla).

Después de esta especie de diálogo para besugos, que empezaba a ir bastante más allá de una confesión, el cura, o lo que hubiera ahí detrás, empezó a hacerme un interrogatorio completo: cuántos años tienes, a qué colegio vas, con quién vives, en qué trabajan tus padres, cuántos hermanos tienes, vas a misa los domingos, con quién vas, a qué parroquia. Pero mi situación familiar tenía peculiaridades que no eran asunto de nadie, así que decidí contarle, en lugar de mi vida, la de algún personaje que se me pasó por la imaginación en ese momento. Me daba cuenta de que era muy feo decir mentirijillas, y más en una confesión, pero ya me confesaría otra vez en mi parroquia, porque me parecía que el tío se estaba pasando y que eso no venía a cuento en una confesión. La cual, por cierto, yo no había pedido en primer lugar. Al final, cuando me dio la absolución, me entraron ganas de soplar por los agujeros como despedida.

TERCER SÁBADO: FINAL DEL... “CAMINO”.

Dejé pasar un par de semanas, en que estuve fuera con mi familia, y cuando volví a ir al club juvenil ya había empezado el curso en el instituto. Paloma fue a otro instituto así que ya no nos veíamos durante la semana, pero me siguió llamando para ir al club. Al tercer sábado haciendo lo mismo, ya empezaba yo a pensar que aquello del club juvenil era un poco muermo, a pesar de que aquel día se abrieron las puertas... del mueble de la televisión, y nos pusieron un vídeo de no sé qué. Pasé un rato conversando con esta chica o con aquella otra; mi amiga “mayor” Ester no estaba, pero otras chicas mayores se pusieron a hablar conmigo.   En un momento dado, una de ellas me preguntó:

- Oye, Salvada, ¿tú has hablado ya con Cecilia?

- Pues, no sé, supongo que sí.

- ¿Ah, sí? ¿Has hablado con ella?

- Pues... no sé, sí, antes, al entrar, le habré dicho “hola qué tal”.

- Aah, no. Yo me refiero a que si has “HABLADO”.

Ya empezaba yo a darme cuenta de que allí las palabras parecían tener otro significado, así que me pregunté qué querría decir “hablar”, pero enseguida iba a enterarme. Porque al rato llegó Cecilia y me dijo que si por favor la acompañaba un momento. Me llevó a una salita más pequeña, con dos sofás en forma de “L” y una mesa en medio. Yo me senté en uno de los sofás y Cecilia en el otro. En el ángulo de los sofás había una lámpara pequeña, que era la única iluminación de la habitación, lo que le daba al lugar un ambiente que no se sabía si era acogedor o más bien un poco lúgubre. En todo caso, parecía adecuado para un interrogatorio, que es justamente lo que vino a continuación. Muy parecido al que me hizo el cura el sábado anterior. La verdad es que yo no sabía por qué esa persona me sentaba allí y me preguntaba todo eso, y salí del paso como buenamente pude, porque claro, a ver si se iban a dar cuenta de que lo que le conté al cura me lo había inventado. Pero no parecía ser mi vida exterior lo que más le interesaba en ese momento, sino, como ella lo llamó, mi “vida interior”. Me dijo que yo ya era mayor, que ya no era una niña, y que seguramente ya tenía las ideas bastante claras sobre lo que quería hacer con mi vida. (Justamente lo que cualquier adolescente quiere oír, supongo).

Me preguntó si yo “hacía oración”, y me dijo que orar no era sólo rezar el Padrenuestro, sino que en cualquier circunstancia de la vida se podía uno comunicar con Dios por dentro. Y que, si no lo hacía ya, empezase a consultar al Señor sobre mis asuntos cotidianos. Que le contase al Señor mis cosas, aunque fuesen tonterías, por ejemplo, si una compañera del instituto me ha hecho rabiar quitándome el bocadillo. Abrí los ojos como platos, porque lo del bocadillo me había pasado de verdad el día anterior, pero yo se lo había contado a Paloma, no a Cecilia. ¿Es que mis asuntos iban de boca en boca, o qué? Mientras tanto, ella seguía diciendo que a mi edad yo ya podía sentir la llamada de Dios, y que tenía que estar atenta por si se producía. (Ahí, preparando el terreno). La conversación, que debió durar unos veinte minutos, continuaba de esta manera:

- Ella: Oye, otra cosa. ¿Has leído Camino?

- Yo: Ah, sí, ¿El Camino, de Miguel Delibes? Sí, lo he leído.

- Ella (horrorizada). ¡Aahhh, noooo! ¡¡Eso es una novela!!

- Yo: Ya.

- Ella (sacando un libro de no se sabe dónde): No, no. Yo me refiero a este libro. Toma, es para ti, te lo regalo.

Me dio entonces un libro pequeñito, que tenía en la portada una imagen de Jesucristo como de El Greco, y que ponía: “Camino. José María Escrivá de Balaguer.” Me sonaba el nombre, sí, ya sabía que era el fundador del Opus Dei. En la Meditación ya nos habían hablado de él, y además en la sala de estar del club había un retrato suyo. Una amiga de mi madre tenía una estampa de este señor, amarilla, con su foto, y decía que le había hecho algún milagro.

- Pues mira -me seguía diciendo Cecilia- ¿ves?, son frases, las vas leyendo. ¿Hay alguna iglesia por el camino entre tu casa y el instituto? ¿Sí? Pues cuando pases, entras un momento, te sientas, sacas el libro, lees unas cuantas frases y meditas sobre ellas.

No sé qué más cosas me dijo. Pero ahora en retrospectiva, recuerdo que toda la conversación parecía estar encaminada a hacerme sentir que yo ya era muy mayor y que tenía que pensar de manera independiente de lo que pensaran mis padres u otras personas. Pero no de lo que pensara el Opus Dei, supongo. ¡El “lavado de cerebro” había comenzado!

Llegué a casa y empecé a hojear el libro. Efectivamente a mi edad ya tenía algunas ideas propias, y creo que mi idea del cristianismo era un poco más avanzada que la del padre Escrivá. Seguí leyendo y se me iba cayendo el alma a los pies. Me pareció una cosa impresentable, incluso ofensiva para mi espíritu rebelde ochentero. “Ten espíritu varonil. No hagas carantoñas de mujerzuela o de chiquillo”. ¿Pero qué se habrá creído? Le dije a mi madre que no me gustaba el rollo del Opus y que no quería ir más. Me dijo que entonces, al menos, volviese un día para despedirme y que les devolviera el libro. Le dije que no era necesario, ya que el libro me lo habían regalado, y además no me hacía ninguna gracia volver a poner los pies en ese lugar, donde nunca sabías lo que te esperaba.

EPÍLOGO: LA PERSECUCIÓN

Yo no sabía cómo funcionaba por dentro el Opus, y tampoco sabía lo que eran miembros numerarios ni en qué consistía ser miembro. Muchos años más tarde me di cuenta de que el “club juvenil” era lo que se llama un “Centro de San Rafael”, o sea, un centro dedicado a la captación de jóvenes, en este caso de chicas. En la ciudad había otro club de chicos. Y me doy cuenta de que mi amiga Paloma, con catorce años y medio, habría ya “pitado” como aspirante, y le estaban encargando que me echara las redes. También me habrían asignado a una numeraria joven, que sería Ester, que tendría que "tratarme". Las chicas de los sábados serían aspirantes y numerarias. En cuanto a Cecilia, aunque nunca me lo dijeron, supongo que sería la directora del club, también numeraria, claro. Deduzco ahora que las numerarias vivirían en el propio centro, detrás de esas puertas cerradas. Y yo era una futura muesca en su cinturón.

En los días siguientes al sábado en que me dieron el libro, me encontré por la calle con Ester. Es curioso, parecía que ese día ella pasaba por allí, cerca de mi casa, aunque no recordaba haberla visto por mi zona antes. Se disculpó por no haber estado en el club el sábado anterior, ya que había tenido que ir a no sé dónde, y me dijo que sentía haberse perdido la Meditación. Entonces me preguntó de qué había tratado el sermón. Yo (glup) ni idea, porque había estado distraída la mayor parte del tiempo, pero en un momento de lucidez le dije lo poco que recordaba: que había tratado de la vocación del cristiano y la llamada de Dios. “Ah, pues muy interesante, ¿no? Seguro que te lo puedes aplicar”. Sí, sí, muy interesante, ya me lo aplico. Sí, ya volveré otro día, claro.

Como ya estaba decidido, cada vez que Paloma me llamaba para ir al club los sábados, yo ponía una excusa para no ir. A Ester empecé a encontrármela “accidentalmente” con cierta frecuencia en el camino entre mi casa y el instituto. Sabían a qué instituto iba yo, porque me lo habían preguntado. Pero no estaba segura de que supieran dónde vivía, aunque sabían más o menos la zona. Tampoco Paloma sabía mi dirección, nunca estuvo en mi casa; no éramos tan amigas como para eso. Sin embargo, uno de los días que me encontré con Ester, ésta “casualmente” llevaba la misma ruta que yo, y me acompañó hasta el portal. Hala, ya saben dónde vivo, pensé.

En vista de que cada vez que Paloma me llamaba yo no cogía el teléfono o ponía excusas, un sábado me llamó la propia Cecilia. Como yo en ese momento estaba un poco resfriada, exageré la cosa y le dije que estaba con gripe y tenía fiebre, y que no podía salir. Y entonces dijo: “Ah, ¡pues si quieres te vamos a visitar! Precisamente Ester y yo tenemos que pasar por tu calle. ¿Vives en la calle tal número tal, verdad?” (no tuve que preguntar cómo lo sabían). Sólo tuvo que preguntarme el piso. Estuve tentada de darle un piso falso, pero no hubiera funcionado. Además no me creí del todo que tuvieran el “santo atrevimiento” de venir. Aunque por si acaso, le dije a mi madre lo que sucedía, y me eché en la cama debajo de las mantas.

Y vinieron, vaya si vinieron. A la media hora tocaron el timbre, y mi madre les abrió, pero les dijo que yo estaba descansando y no les dejó pasar de la puerta. Mi madre también empezaba a convencerse de que aquello era un poco demasiado.  Al sábado siguiente, me volvió a llamar por teléfono Cecilia.

- ¿Qué tal estás de la gripe? ¿Ya te has recuperado?

- Sí, sí, ya estoy mejor, gracias.

- Entonces podrás venir esta tarde, ¿no?

- No, hoy no puedo, he quedado con otras amigas. (Esta vez era cierto).

- Me da la impresión de que tú ya no tienes ganas de venir al club. (mosqueada)

- Bueno, ya, sí, es que estoy muy ocupada.

- Seguro que ya te han “lavado el coco” para que no vengas.

He aquí el golpe de gracia, pensé. La verdad es que me lo puso en bandeja.

- No, Cecilia, a mí nadie me “lava el coco”.

- ¿Cómo? (Más mosqueada, y desconcertada)

- Eso digo. Que a mí nadie me “lava el coco”.

- Ah, bien. Bueno. Ya. Pues nada, adiós, ¿eh?

- Adiós.

Creo que captó la indirecta. Me sentí como si hubiera hecho una llave de “judo”, volviendo contra mi oponente sus propias palabras. Evidentemente se dio cuenta de que yo les había visto el plumero, y huyeron de mí con las mismas ganas que yo de ellas, porque nunca más tuve noticias suyas. Seguramente pasé de “pitable” a persona non grata. Afortunadamente para mí.

Ahora veo lo fácil que es para una chica (o chico) adolescente caer en las trampas que se le ponen. Meterse en la espiral de la “dirección espiritual”, contándole al cura y al director/a de turno todo lo que te pasa por la cabeza: lo que haces, lo que dices, lo que piensas, y dejar que ellos te digan lo que tienes que hacer, decir y pensar. Finalmente, convertirte en un instrumento de sus fines, como le había pasado a mi amiga. Y todo esto, haciéndote creer que te estás haciendo mayor y desarrollando criterio propio. Cuando quieres darte cuenta, no sabes cómo has llegado hasta ahí. Te das la vuelta, y ya no encuentras la salida. En mi caso, creo que ayudó el hecho de que un miembro de mi familia (un primo algo mayor que yo) había tenido recientemente un encuentro con una asociación cultural, llamada Nueva Acrópolis, de la que con buena intuición se apartó enseguida porque le parecía muy “rara”, y que en efecto resultó ser una secta. Gracias a esto, con mi escasa experiencia de la vida tuve ya la suerte de haber oído hablar de sectas y de lavados de cerebro. De no ser así, quizá me hubieran pillado mucho más desprevenida.

Por mi parte, continué durante toda mi juventud colaborando con otros grupos de índole cristiana y solidaria. Ninguno de ellos tuvo jamás comportamientos sectarios. Nadie me persiguió por la calle ni intentó colarse en mi casa. Nadie me impuso lo que tenía que pensar o decir. Y sobre todo, ninguno de estos grupos u organizaciones me ocultaron nunca cuál era su funcionamiento interno y externo.

Lo que ahora todavía me asusta pensar es que, por la razón que sea, en mi caso fue que no, pero podría haber sido que sí. Y lo hubiera hecho desde la más absoluta ignorancia, ya que en aquel momento mi inocencia no veía mucha diferencia entre aquello y cualquier club parroquial. Como supongo que les ocurre a la mayoría de "pitantes" adolescentes. Hace unas décadas era difícil saber lo que eran las cosas, pues la información era muy escasa y difícil de encontrar. Pero ahora está al alcance de la mano, sin más que teclear y ratonear unos minutos. Y la información es poder. Gran labor la de Opuslibros y otras webs, que sin duda contribuyen a que nadie más se meta al Opus Dei sin saber dónde se está metiendo.

Salvada




Publicado el Friday, 03 January 2014



 
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