Tres botones de muestra sobre su “discreto magisterio pastoral”, entre subordinados.

                Me he animado a escribir estos tres testimonios de entre los muchos que podría contar del inefable y discreto D. Vicente (V.P.). Desde luego nunca me dijo ni me reprochó nada directamente. Su magisterio era muy incisivo pero aparentemente manso e inocente. Consistía en indirectas -muy directas- en las que podías sentirte aludido si tenías la piel fina y si sabías adivinar la trayectoria del dardo envenenado que él arrojaba...

                  He de decir que lo hago con aprecio, pues pienso que era, un hombre bueno, imbuido eso sí, hasta la médula, del peculiar espíritu del opus. En el fondo nos quería a todos y nos cuidaba. Él me dio la última bendición que he recibido de un cura. Me ha hecho buen efecto: la vida me ha sonreído desde que dejé la Obra. Gracias, D. Vicente. 

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Sala de estar de Valle Grande, Perú. Seis u ocho contertulios, mayorcitos en casa. En un momento de la tertulia V. P. mira y señala una gruesa viga de pino Oregón que cruza el techo de lado a lado:

-De esa viga –dice escuetamente- vamos a colgar a los pesimistas.

Alguien toma esa afirmación como una hipérbole jocosa y esboza una risita acojonada.

V.P., que observa a la concurrencia con detenimiento -¿escrutando la reacción de cada uno?- en medio de un silencio sepulcral, clava sus ojos en él “mansamente” y la risita abortada se congela en los labios del risueño incontinente.

Da la impresión de que cada uno se hace la misma pregunta ¿Seré yo el pesimista?

La tertulia sigue muy “animada”. Cosas de la vida de familia.

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Excursión a Yauyos. Sentados en el suelo en corro, comemos a la sombra de unos frondosos “molles” en la ribera del río Cañete. En aquel idílico paisaje la comida transcurre plácida, casi silenciosa. Se oye apenas el murmullo de las aguas bravas del río… Sin venir a cuento, aparentemente, y aprovechando un lapsus de la conversación V. P. espeta:

- ¿Hay aquí, entre nosotros, alguien que se crea selecto dentro del Opus Dei?

Evidentemente nadie contesta a semejante y discreto exabrupto, que irrumpe en nuestros oídos más como una recriminación directa, que como un inocente interrogante. El silencio se hace ahora casi sepulcral.

Pero tengamos en cuenta algún otro detalle: Esta vez la concurrencia está formada por algunos numerarios electores, algún “simplemente numerario” y dos o tres agregados. En este contexto, es fácil deducir que la pregunta es un tiro con bala dirigido a alguno de los presentes.

¿Quizá el destinatario es algún agregado, que en un arranque de sinceridad, ha comentado a su director, incautamente en la charla fraterna, las diferencias evidentes que hay entre las distintas clases de socios del opus? Es posible.

En cualquier caso, a ver, ¿quién es el guapo que se atreve a decir públicamente en estas circunstancias “tan familiares” lo que haya podido pensar o expresar en privado, en relación con el tema que nos ocupa? El espeso silencio que se produce parece que es la respuesta irrefutable a semejante pregunta y, por tanto, la demostración palpable de que en el opus “todos somos iguales”.

Típico “magisterio vicentino”, interrogativo indirecto, pero dando en la diana.

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En una casa de numerarios de Piura, llamada extraoficialmente “El Chino”, se celebra una especie de tertulia extraordinaria con motivo de la presencia en el Perú del Dr. Farri. La concurrencia es variopinta. Están convocadas a ella personas tan dispares como D. Ignacio Orbegozo numerario-obispo de Chiclayo, el Rector de la Universidad de Piura, unos cuantos numerarios mayores y no tan mayores y algunos agregados.

V. P. me llama aparte y sin más, me dice que le haga una corrección fraterna a D. Ignacio porque “anda en clergyman por la casa y en nuestras casas los sacerdotes deben llevar la sotana puesta”.

D. Ignacio no me conocía demasiado a mí,  pero yo a él sí. Sobre todo desde un día en que me echó una bronca porque me dirigí a él confianzuda e imprudentemente y me mandó a escaparrar, sin hacer mayor mención de quién era yo. Hacía ya mucho tiempo de aquel encuentro tan desagradable y nunca más nos habíamos vuelto a ver cara a cara. Por eso yo “temía” dirigirme a él y más para hacerle una corrección.

Me armé de valor, lo abordé, le hice la corrección, me la escuchó con atención exquisita, me dio unas efusivas gracias y se acabó.

Don Ignacio era lo suficientemente perspicaz -y yo lo suficientemente insignificante- como para cuestionarse si aquella corrección se había cocido en mi puchero. Es más, siempre he creído que pensó que no, que no había podido salir de aquel “pendejlllo” que le hablaba. Pero era elegante y, por suerte para mi, en esta ocasión, supo estar a la altura de las circunstancias.

Una vez más, el discreto magisterio pastoral de D. Vicente, en este caso, utilizándome como boca de ganso.

Bernabé