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 Tus escritos: Lo que no aprendí en el colegio.- Mijael

090. Espiritualidad y ascética
Mijael :

Queridísima Gus, te escribo hoy con el permiso del autor de este artículo cuyo link te dejo por si tienes a bien publicar.

Emevé

 

Lo que no aprendí en el colegio
Autor: Mijael Garrido Lecca

 

Publicado en Altavoz Perú

Nos enseñaron a admirar la virginidad, a condenar al sexo y a reducirlo a un acto necesario -por encima de todo- para reproducirnos. Nos dijeron que ser homosexual era una enfermedad. Nos dijeron que los condones no te protegen del VIH...

En diciembre se cumplirán once años desde que me gradué del Colegio Alpamayo. Si bien el décimo primer aniversario del egreso de cualquier lugar no es una fecha que se celebre con especial rigor, este es -para mí- un momento importante. En diciembre habré pasado fuera del colegio tantos años como estuve en él. Muchas de las cosas que aprendí en esa época dibujan el contorno de quién soy como persona y varias de las más entrañables amistades que me acompañan están enraizadas en esos años que viví.

Mi colegio es del Opus Dei, una prelatura de la Iglesia Católica que hace labor activa en muchos países, además del nuestro. Y si bien en el colegio aprendí cosas esenciales, me ha tomado casi una década arrancar de mi ser varias otras cosas que también me fueron enseñadas. Desaprender me ha costado mucho más que aprender. Es que en mi colegio aprendí también a odiar a los débiles y a despreciar a los diferentes. Aprendí a ser un hombre que no se parece en nada a ese que pienso en que quiero ser cuando me acuesto.

No voy a caer en eso que tanto aborrezco de muchos de quienes me educaron: no voy a construir un mundo maniqueo de buenos y malos. De ellos y nosotros. De puros y caídos. En mi colegio y en el Opus Dei, he conocido a personas formidables. Con una dedicación a la lucha por sus principios que admiro y con una fe que, a diferencia de la mía, supo soportar los embates del tiempo. Pero también he conocido a personas llenas de oscuridad: ínfimos hombrecitos que proyectaron sus inseguridades en generaciones enteras de niños inocentes.

En mi colegio no eran bienvenidos los hijos de divorciados. Nos enseñaron que el único método anticonceptivo eficiente era la abstinencia. Nos enseñaron a admirar la virginidad, a condenar al sexo y a reducirlo a un acto necesario -por encima de todo- para reproducirnos. Nos dijeron que ser homosexual era una enfermedad. Nos dijeron que los condones no te protegen del VIH. Nos explicaron que en la guerra civil española, los comunistas quemaban Iglesias. Nunca nos dijeron que los fascistas no eran precisamente pacifistas.

En mi colegio me dijeron que había preguntas que un “chico Alpamayo” no debía hacerse. ¿Y por qué eran los cabros tan malas personas? ¿Cómo es eso de que puedes pensar lo que quieras, pero si piensas distinto te quemarás en el fuego eterno del infierno? Si una mujer aborta, ¿no necesita amor en lugar de insultos? ¿Cómo es eso de que los niños que no se han bautizado no pueden ir al cielo? ¿Por qué solo nos hablan de todas las enfermedades que se pueden transmitir a través del sexo y no nos dicen que, además, hay orgasmos?

En mi colegio aprendí a usar el insulto contra los que pensaban distinto a mí -cuando no pensaba- y aprendí a inflarme con un aire de superioridad moral construido por un espíritu de cuerpo que iba tomando forma cada día, con un Ave María a cada hora, un Angelus al mediodía y un Padre Nuestro a las 3:30 de la tarde por once años. Dejé, por años, que mi individualidad se licúe entre un amasijo de culpas y dogmas. Aprendí a amar a mi prójimo solo cuando mi prójimo era igual a mí. En mi colegio aprendí a odiar las diferencias.

Es infame que las mentes vírgenes de cientos de niños sean instruidas de manera soterrada e inadvertida en una forma tan reducida de ver el mundo. Porque en mi colegio había niños artistas y niños gays. En mi colegio había niños distintos. Niños que cargan, porque hoy son hombres y los conozco, con dolores irrenunciables e infinitamente más grandes que lo que yo pude haber sentido. A esos niños les cortaron las alas. Y no creo que haya acto más vil que romper con la esencia de una persona cuando no puede defenderse.

Naturalmente, viví momentos de felicidad incalculable y forjé amistades sin límites de lealtad. La verdad es que de educación sé poco -o nada- y estoy seguro de que habrá personas que por el Alpamayo pasaron que crean que estoy equivocado. Es que la del Alpamayo es una gran educación, salvo que seas diferente. ¿Qué pasará con esos niños que sienten culpa por mirar piernas también, pero no las de una chica? ¿Qué pasará con esos poetas que nunca lo serán porque abortaron su luz en nombre de un Dios ajeno?

Cada familia es libre de inscribir a sus hijos en el colegio que prefiera. Y si cuando mi chica y yo tengamos hijos ellos me piden ir a la Iglesia y conocer a ese Dios, me sentaré en la primera fila de alguna capilla. Repetiré las letanías que sé mejor que las tablas de multiplicar y los dejaré elegir. Pero nunca, jamás, los dejaré en manos de personas que los obliguen a ser distintos a lo que sus espíritus les dicten. Nunca matricularía a mis hijos en el Alpamayo. En ese lugar nunca trataron de enseñarme la lección más importante: a ser feliz.

Conozco a decenas que cargan con lo mismo que yo y con pena asumo que no conozco a cientos más. A todos ellos les digo: rompan con esas cadenas si no son suyas. Nada ni nadie puede decirles cómo vivir. Fue Jesús, ese hombre cuyas palabras se usan tanto, el que dijo que amen a los demás como a uno mismo. Fue Jesús el que rescato a María Magdalena de las piedras del juicio de los demás. ¿Cómo llegas de eso a decir que el prójimo distinto es un enfermo? Hay que romper con eso, con amor. Eso es todo: amen (sin tilde).




Publicado el Friday, 22 July 2016



 
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