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 Tus escritos: Infantilismo espiritual en el Opus Dei.- Dax

040. Después de marcharse
Dax :

"No te contaré nada nuevo. Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio" José María Escrivá, Camino, Al lector.

Como ya he contado alguna vez por aquí, considero un milagro el seguir creyendo en Dios. Y (un milagro aún más grande) en su Iglesia. En el que quizá haya sido el momento más duro de mi vida, y de mayor escepticismo, volví a confiar en un simpático curita que, al cabo de un tiempo, me presentó a su comunidad cristiana. Nunca se lo agradeceré bastante. No solo no he perdido la fe, sino que constato de modo cotidiano, a través de esas personas, lo amplia que es la Iglesia y, por contraste, lo miope y estrecho que es ese pequeño redil llamado Opus Dei, en el que pasé trece fríos años. Cada vez más pequeño, cada vez más estrecho.

No voy a navegar entre los múltiples motivos de ese agobiante clima espiritual que propone la Prelatura, pero, a raíz de una anécdota reciente, me gustaría fijarme en uno: el infantilismo espiritual (no confundir, ojo opusimos que me leéis, con infancia espiritual), que se caracteriza por una total falta o, en el mejor de los casos, por una absoluta desconfianza en el propio criterio.

En el encuentro que la comunidad arriba citada ha tenido esta semana, refería uno el siguiente suceso: Unos compañeros del trabajo, que saben que soy católico practicante, me lanzaron un reto. Me propusieron leer Sapiens, de Harari, asegurándome que si tenía el coraje de leerlo, seguramente perdería la fe. Tenía el libro, así lo afirmaban ellos, argumentos irrefutables que demostraban que la fe en Dios es un sinsentido. Leí el libro. Es un tocho bastante gordo, pero está bien escrito, me pareció ameno. Lo subrayaba mientras lo leía, y me di cuenta de que todas sus conclusiones conducían a que la vida es un sinsentido, que la existencia es absurda, y cosas por el estilo. Cuando lo acabé, comí un día con mis compañeros de trabajo, y fui desgranando el libro, explicándoles que no solo no estaba de acuerdo con lo que decía, sino que, además, la alternativa que proponía el libro me parecía tan ideológica, que el leerlo había fortalecido mi fe, cuyos argumentos me parecían ahora aún más sólidos. También le habían lanzado el mismo guante a mi compañero del Opus. Un tío majísimo, lo quiero un montón. Le pregunté si no lo iba a leer él también, y me dijo: No, no, que podría confundirme.

El que dirige la reunión, un hombre un sacerdote sabio, bueno y de reconocida ortodoxia, tomó las riendas, y vino a decir lo siguiente: A tu amigo lo dejamos estar: que siga su camino en paz, por el amor de Dios. Pero a ti, que no eres filósofo ni mucho menos, no solo no te ha debilitado enfrentarte con esa lectura, sino que, por contraste, ha servido de refuerzo de tu fe. No podemos ir con miedo por la vida, no somos niños a los que cualquier cosa hace tambalear su opción por Cristo. Estamos aquí porque queremos, porque ser cristianos nos ayuda a vivir.

Me dio mucho que pensar toda la situación. Cuánto miedo, cuántas veces, a leer cualquier cosa. A fiarme de mi criterio. A sentir culpa si me aventuraba a usar mi razón y decidía leer un libro "que no estaba previsto", ver una película tipo "C", hablar con un amigo "que no convenía para el apostolado" o ir a una reunión en la que había mujeres "pues allí no pintamos nada".

Recuerdo, para muestra un botón, la vez que consulté leer "Amor y responsabilidad" de Juan Pablo II, en la que hace los primeros apuntes de su teología del cuerpo, y el director me dijo, tal cual, que a mí no me hacía falta leer eso, que me iba a confundir. Y como esa, muchas. Me miro hace unos años, ocho, diez, antes de tomar una de las mejores decisiones de mi vida (que no fue abandonar la barca de Pedro, sino dejar el asfixiante submarino de Josemaría) y me veo lleno de miedos, de obsesiones, de temor, de dudas. ¡Qué agobio me da sólo de pensarlo! ¡Con lo ancha que es la Iglesia! Pero no. Jamás lo hubiera pensado cuando estaba allí dentro. Crees que la Iglesia es el Opus Dei (está por ahí esa cita en la que Escrivá asocia la barca de Pedro a su Obra), que San Josemaría es el único e infalible intérprete de la Sagrada Escritura, y que rechistar o irse del Opus es un mal agresivo que va a dar al traste con tu alma, condenada ya a las cadenas del infierno. Y hoy, fuera, felizmente fuera, con una fe más fuerte y verdaderamente alegre (la alegría ya no es una norma) que nunca quiero gritarles a los que, desde dentro, aún no se atreven a dar el paso, aún piensan que solo se puede servir a Cristo desde el Opus: ¡Que no! ¡Que te han engañado! ¡Que el Opus Dei no es la única, ni la mejor institución de la Iglesia para seguir a Cristo! ¡Que no es verdad que sea el mejor lugar para vivir y el mejor lugar para morir! ¡Que la Iglesia es muy grande! Y, ¡que no, que es mentira que fuera del Opus la gente no tiene doctrina, o no sabe qué es el catecismo, o no se confiesa, o no va a Misa todos los días, o qué sé yo! Que os han engañado, joder. Que os están manipulando.

Que leer Camino convierte a las personas en almas de criterio es evidentemente falso, por mucho que hiera Escrivá, que hiere pero bien y deja cicatrices de años. No nos engañemos: en el Opus, salvo para aquellos que, por las razones que sean, hacen de su capa un sayo, el único criterio válido es el de los directores. Oponerse equivale a ser tildado de soberbio, en el mejor de los casos, de tener espíritu crítico, etc. Ya nos conocemos la retahíla. En otro libro, sin embargo, sí me encontré una frase que me parece útil como criterio: Examinadlo todo, quedaos con lo bueno (1 Tel 5, 21). Y puedo decir que me ha ido mucho mejor en cinco años de la mano de San Pablo que en trece de la mano de San Josemaría.

Dax




Publicado el Monday, 10 December 2018



 
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