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 Tus escritos: De playas y estrabismos (Cap.7 de 'Entre el camello...).- Epi

010. Testimonios
Epi :


7. De playas y estrabismos

(Cap.7 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004


Sometido a tantos criterios, normas, horarios y consultas y charlas, yo me evadía con la imaginación, aún casta por entonces. Pero, claro, en esas condiciones era lógico que la involuntaria visión de algún encanto femenino provocara en mí un seísmo, un desconcertante hormoneo, y toda mi espiritualidad se derrumbaba en un instante...

Fue en mi segundo curso del centro de estudios cuando yo me confesé a mí mismo sin tapujos que de los tres enemigos del alma, el mundo me tentaba poco porque, sin dinero, es difícil que te tiente. El demonio quizá me tentaba, pero yo no me daba ni cuenta: con el agua bendita y unas cuantas higas lo espantaba. En cuanto a la carne… recuerdo que en un cumple de mi época de adscrito, un nume muy ingenioso hizo un número surrealista: entrevistó al mundo y la carne (con el demonio no se atrevió). El mundo era un chico con pijama, gafas de culo de vaso y espumarajos por la boca. Pero lo mejor fue la carne. El entrevistador anunciaba su llegada con redoble de tambores: "Señores, os presento a la CARRRRRRRRNE". La trajeron entre varios y la depositaron en una mesa. La carne era el chico que hacía de mundo, pero metido en un saco de dormir rojo y cerrado y que respondía a las preguntas del entrevistador con sonidos muy gástricos.

O sea, que el auténtico enemigo de mi alma era la carne. Por eso, yo guardaba vista y pensamientos con una delicadeza seráfica. Mis recorridos callejeros estaban pensados para evitar quioscos color carne. Y, mientras me duchaba, tan sólo me permitía mirar mi cuerpo de cisne cabrío lo realmente imprescindible, más que nada por no tener que confesarme ni bregar con mis escrúpulos. Como la calle y la ducha no estaban prohibidas, uno se esforzaba con su voluntad libre por vivir la pureza en los dos sitios (¡y a fe mía que era difícil, sobre todo con eso de la higiene íntima que me enseñaron de adscrito!) Cuando te dan una enseñanza y confían en el uso responsable de tu libertad, uno hace esfuerzos generosos por cumplir, pero cuando, para protegerte, simplemente te prohíben hacer algo, uno se descuida a la primera de cambio. Es lo que me pasaba con las playas. A las playas yo iba feliz y libre, sin intención de pecar, pero tampoco de agobiarme con nada. En ellas no tenía problemas de vocación y sí que era fácil vivir la filiación divina peleándote con las olas y salpicándote de espuma. Es fácil vivir las virtudes y el espíritu de la Obra con esos alicientes marinos. Con la sola voluntad no me bastaba. Y la visión sobrenatural de las cosas nunca la tuve. Por eso se me hacía especialmente dura la prohibición de ir a las playas en verano. Aun así, íbamos, con todas las precauciones: al ocaso, a playas grandes y poco frecuentadas y casi nunca en plenas vacaciones. Pero a pesar de las precauciones o precisamente por ellas, muchas veces encontrabas a lo lejos a hijas e hijos de Eva sin hojas de parra y como relumbraban al sol destacando entre tanto azul y tanta arena, ellos eran lo primero que captaban los ojos y, claro, a veces los párpados se me abrían con una facilidad pasmosa que debería estar prohibida y más de una vez a punto estuve de padecer estrabismo de tanto forzar el rabillo (del ojo, se entiende). Y entonces los remordimientos me fastidiaban la fiesta. Y lo peor de lo peor era tener que confesarme al día siguiente, lo cual confirmaba a los directores en su cabezonería de que no podíamos ir a la playa, ni con orejeras ni sin ellas, porque la castidad era la única virtud que allí no había manera de vivir. Pero como uno, si se esforzaba por algo, era sobre todo por ser sincero, pues hala, a confesar aunque me quedara sin playa todo el verano. ¡Qué humillante tortura tener que explicarle al charlista o al cura qué es lo que había mirado uno y luego pensado y durante cuánto tiempo y que ya uno se acordaba bien de si al primer vistazo ya estaba consintiendo o si simplemente estaba impresionado y luego retiró la vista o a lo mejor la retiró un poco más tarde! Yo era incapaz de deslindar cuáles de esos tejemanejes mentales míos eran escrúpulos y cuáles criterios sanos.

En mi último curso anual en Entrepinos, en Huelva, un nume cordobés muy jovial me propuso ir en nuestro rato libre a darnos un garbeo por la playa. Las playas de Huelva eran hermosas, rubias y solitarias y con dunas. Una gozada. Yo exulté de júbilo con salmos y alabanzas. Se ve que o no pedimos permiso o que el dire no nos oyó bien dónde íbamos. El caso es que nos lo pasamos bomba, compartiendo un pitillo y bailando Zorba el Griego descalzos en la arena. Ni siquiera nos bañamos porque no teníamos bañador y ni siquiera tuvimos que guardar la vista, porque en aquellas rubias soledumbres nosotros éramos los únicos hijos de Dios. Más inocencia, imposible. Yo, que ya tenía serias dudas de perseverancia, llegué a pensar en ese momento que tampoco estaba tan mal la Obra, que momentos como ése tan puros y alegres bien valían tantos jodimientos. Bueno, pues al día siguiente un charlista en un círculo charlero o en una charla circular, vete tú a saber, nos recordó que no podíamos ir a la playa.

Ese simple hecho fue una de las gotas que colmó el vaso. Vivir sólo una vez en el infinito tiempo para pasarte esa efímera vida no disfrutando de ella por unos criterios absurdos e incuestionables no valía la pena.

Durante aquellas postrimerías mías de nume, yo estaba consiguiendo librarme por fin de los escrúpulos que en materia de pureza me habían acompañado como tábanos desde mi infancia. Antes de entrar en la Obra, en el apeadero de agregados al que iba yo por entonces, me enseñaba un cura agregado a combatir esos escrúpulos, pero luego en la Obra, con tanto criterio y con tanto amor hermoso y exhortación a la finura, me resultaba muy difícil. Lo más que conseguí fue convivir con ellos y darles menos importancia, porque ardor juvenil y escrúpulos eran una mezcla explosiva e insufrible. Pero la hermosa virtud de la pureza no la comprendí jamás. Con la mejor buena voluntad (y eso es lo malo), me han hecho sufrir mucho con eso y yo he hecho sufrir con eso a otros. En realidad nunca entendí por qué la lujuria, con lo agradable e inofensiva que era, estaba entre los desagradables pecados capitales. Y, aun a riesgo de salirme del tema propio de esta página, lanzo esta pregunta al aire por si alguno que no se haya dormido a estas alturas es capaz de responderme: ¿Por qué y desde cuándo en la historia de la Iglesia los pecados contra el sexto y el noveno, siendo para colmo los únicos pecados que dan gusto al prójimo, son siempre mortales, mientras que en todos los demás mandamientos caben muchas variedades veniales? ¿No sería más lógico que fuese venial desear a la vecina del quinto mientras que acostarte con ella, aparte de un gustazo, fuese mortal? Yo me imaginaba a un casto varón de comunión diaria al que un día le da un punto y mira con delectación voluntaria el trasero de una señora que le precede en la calle, y como no sabemos ni el día ni la hora, le da un ataque al corazón y ¡hala!, al infierno a sufrir para siempre cada vez más. Eso me parecía terriblemente injusto. ¿No sería más lógico que sólo se condenara si moría después de yacer en plena plaza de San pedro con la gran ramera de Babilonia invirtiendo el uso de la naturaleza y blasfemando y bebiendo un cáliz de inmundicias y abominaciones? ¿Por qué en la Obra se me insistía en que un pensamiento impuro mínimamente consentido era ya pecado mortal si ni siquiera se había llevado uno el saludable gusto de llevarlo a la práctica?

Por aquellos días yo también coreé entre mis amigos los argumentos que allí me daban para justificar que sólo en el matrimonio y sin cerrar artificialmente las puertas a la vida era legítimo el sexo, como dice la "Humanae vital" de Pablo VI. Pero, en el fondo, yo no entendía por qué, si la homosexualidad y la masturbación, por ejemplo, eran pecaminosos por antinaturales, no era también pecado fumar con los pies, porque los pies los hizo Dios para andar y los pulmones para respirar aire montañero. ¿Por qué la naturaleza, tan cruel y ajena a la moral humana, tenía que ser un criterio para nosotros? Si fuera un criterio, el celibato sería un pecado mientras que la promiscuidad sería una virtud. Yo por entonces intuía a mi manera que no se podía hacer un catálogo de actos lícitos que se pueden hacer con los miembros del cuerpo según la función natural que Dios les había dado. Más bien intuía que teníamos miembros y los usábamos como podíamos gracias a nuestra inteligencia. Y como nunca entendí esos argumentos racionales, con tal de vivir la castidad me los tuve que buscar sentimentales, o sea que no eran argumentos, sino sentimientos: pensar en la fealdad de la rijosidad, en cómo se perdía la dignidad y la compostura con los actos lascivos, en la belleza de la pureza, en las miradas limpias, en lo lamentables que son los viejos verdes, en que las mujeres sólo podían ser madres o vírgenes, en que tenía que imitar a san José, el cual, estando al lado de la más bella y siendo joven como era, vivió como un nume con una numeraria auxiliar… en fin, estos sentimientos me acercaban peligrosamente a una vana soberbia de la que era fácil caer de un batacazo. Y sobre todo, me intentaba convencer con eso que repetía un cura de mi colegio de fomento: ¡hurgarse con delectación los bajos es crucificar de nuevo a Cristo! No me hacía falta haber visto la impresionante película de Mel Gibson. Me horrorizaba crucificar a Cristo, pero que conste en acta que, cuantas veces caí, no era mi intención crucificar a nadie. ¡Jolín, qué fácil y qué cerca de las manos nos ponía Dios esto de la crucifixión! En fin, cuánto vano sufrimiento por esa asociación supersticiosa de crucifixión y bajos y cuánto me ha costado librarme de esa conciencia deforme. Ese es prácticamente el único aspecto que no me gusta del cristianismo: esa manía por alejar de las manos y de los ojos y de la cabeza una de las dimensiones más deliciosas (y gratuitas) del ser humano.

Reconozco que tantos numes castos y jóvenes con señorío sobre sus pasiones tenían su aquel de angélico y morboso y que no me imagino a Cristo deseando lascivamente a la Magdalena (aunque, según sus palabras, eso no habría sido adulterio en su corazón, porque la Magdalena no era la mujer de ningún prójimo). Me lo imagino guardando vista y pensamiento y todo lo que hubiese que guardar. Pero hay que reconocer también que, aunque tanta castidad pueda tener su aquel, es poco práctica, porque no somos querubines, sino unos mamíferos concretos con pelos en ciertos sitios. Guardar la vista y el pensamiento puede ser algo de mucho refinamiento moral y de pureza de corazón, pero es muy jodido y no sirve para nada y engendra monstruitos atormentados como el que era yo en mis días de peludo querubín. Lo importante es, sin violencia ni engaño, mirar y pensar y tocar lo que se te antoje, no lo que diga Dios o tu mujer o tu suegra o tu amigo oculista del Opus Dei. Me parece más cristiano el refrán ese que dice "Que disfruten los cristianos lo que se van a comer los gusanos" que el mandamiento de "No tendrás pensamientos ni deseos impuros". Tener pensamientos impuros no te convierte en peor persona. Mis mejores amigos fornican con sus novias o con quien se deje y me cuentan sus deseos y actos sexuales con delectación morosa y ¡algunos realizan actos contra natura! y a lo mejor son impuros, pero desde luego no son falsarios ni crueles ni mentirosos, por mucho que diga Camino, sino unas magníficas personas. Sí, ya sé que el sexo es peludo y pringoso y oloroso, pero eso no lo convierte en impuro, sino en pringoso, sudoroso y oloroso, a no ser que consideremos también impuro el loable y pringoso acto de limpiarle el culete a un desvalido anciano. Pero, en fin, si el sexo es impuro, ¿qué pasa? Y si pasa ¿qué importa? Da mucho gusto a los míseros mortales y no hay que someterlo a tantas cuadrículas y condiciones para redimirlo: él se redime solito porque es inocente.

Y perdón por el sermón.

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Publicado el Wednesday, 11 August 2004



 
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