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 Tus escritos: De tipos de miembros (Cap.5 de 'Entre el camello...').- Epi

010. Testimonios
Epi :


5. De tipos de miembros

(Cap.5 de 'Entre el camello y el león')
Enviado por Epi el 11-08-2004

Esto de rellenar tertulias culturales con numerarios ajenos al tema era una práctica habitual. Como no se llenaba con amigos, había que rellenarlo con numerarios para quedar bien. Una vez un numerario invitó a un poeta a recitar sus poemas. Le ayudé a hacer una recolección masiva de numerarios, pues el poeta era también una celebridad. Éramos unos veinte. Los que pensaban dormirse se sentaron en las zonas más oscuras de la sala. El poeta recitó con verdadera emoción, pero, mira tú por dónde, lo que a él le gustaba era dialogar con jóvenes poetas como nosotros. E inició un turno de preguntas. Yo me eché a temblar...

Había un numerario encantador, músico, poeta y filósofo, pero que tenía el don de la tartamudez. Como yo también tartamudeo un poquillo bastantillo, me llevaba muy bien con él. Fue el único que hizo una pregunta interesante; lo malo es que tardó una barbaridad en formularla. El caso es que yo envidiaba la falta de complejos de este chico que hoy ha triunfado como guionista de cine. Luego, creo que os hablé en mi anterior escrito de Pedepito. Pedepito estaba allí. Era un incondicional rellenador de tertulias. Su actitud no se limitaba a estar allí como un mueble, como los de Arquitectura o Derecho, sino que colaboraba con preguntas. Formuló una pregunta alambicada, enorme, con miles de ramificaciones, tras la cual el poeta suspiró y dijo: "Bueno, son muchas preguntas en una. Intentaré responderte a todas. Para empezar…" y ante el pasmo de todos, Pedepito, como ya había colaborado más que nadie, consultó su reloj y ¡se levantó y se fue! y dejó al pobre poeta con la palabra en la boca. Yo me cabreé con él de lo lindo. Pero Pedepito, ni caso. Y el caso es que ahora lo alabo: encima de que le quitamos tiempo para un asunto que no le interesaba y él, tomándoselo más en serio que los mismos organizadores, hacía una pregunta seria que jamás se me habría pasado a mí por el magín, encima, ¿pretendía yo que se quedase él hasta el final? Su libertad de espíritu era impresionante.

Pedepito era así. Y Pedepito me lleva a hablar de la parte más amable y divertida de la Obra: las personas. Realmente eso fue lo que me atrajo de la Obra y lo que mejores recuerdos me trae. Pasé ratos realmente felices con todos ellos. ¿Cómo podía venirme tan mal un traje que llevaban personas tan encantadoras como Pedepito y muchos otros que recuerdo?

En fin, vuelvo a mi ídolo. Todos se reían de Pedepito y a él le importaba un comino. Una noche, vinieron un cantaor y un guitarrista a cantar en la tertulia, en el patio de armas del castillo de Almodóvar, invitados por un poeta agregado. Pedepito, mirando a las estrellas de hito en hito, informó al cantaor de que, como granadino que era, sentía nostalgia de su Granada. ¿No cantará usted para mí unas granaínas? El cantaor, gentilmente, se arrancó por granaínas. Va por el de Graná, le dijo. Apenas había empezado a cantar, cuando Pedepito, con sus habituales movimientos de pajarito, consultó su reloj, y como ya había colaborado en aquella tertulia con una pregunta, se levantó y se fue y dejó al cantaor con los jipíos al aire y a nosotros abochornaditos.

Había en el colegio mayor unos numerarios muy guasones. Uno de ellos, por cierto, trucaba su bonobús con papel celo y con ese bonobús iba a todos sitios gratis hasta que lo pillaron y, aunque aquello me escandalizaba, nunca se me ocurrió corregirle por robar al erario público. El caso es que estos numes le encargaron llevar unos documentos internos al colegio mayor Guadaira, a diez minutos de allí, con la advertencia de que por nada del mundo debían caer en manos ajenas. Allá que fue Pedepito con el paquete bajo el brazo. Otros numerarios lo aguardaban disfrazados de macarras en la calle con una grabadora para captar la conversación y lo atracaron. Pero Pedepito, como el niño san Tarsicio que se dejó matar antes de entregar a los niños paganos de la calle la sagrada forma escondida en su pecho, no entregó el paquete ni aunque lo linchasen. Un poco más y muere mártir.

Era muy curioso Pedepito. Durante el rezo del rosario o mientras cantábamos la salve, se oía en medio del vozarrón marcial de los numerarios su voz de pito ir por cuenta propia, con modulaciones melifluas, adelantándose o retrasándose según le viniera la inspiración. Estábamos todos diciendo santa maría madre de Dios y ya estaba él rogando con sus gorgoritos por nosotros pecadores. Yo le hice una corrección fraterna, y el pobre hizo esfuerzos, pero se ve que si rezaba al unísono con nosotros, no podía concentrarse.

Cuando Pedepito no pudo ya, sin incurrir en pecado, escurrir el bulto de ayudar al cura en misa, se pasó no sé cuántos días aprendiendo paso por paso la ceremonia. Llegó el ansiado día y todos nos frotábamos las manos para disfrutar con el espectáculo. Por desgracia para él, oficiaba ese día un cura con úlcera y mala uva. Pedepito, como yo, tenía por entonces movimientos rápidos de colibrí. Y cuando, tras la comunión, el cura juntó los dedos índice y pulgar sobre el cáliz para que Pedepito vertiera el agua, Pedepito, que estaba en la otra punta del altar palmatoria en mano, se quedó en blanco mirando con horror al cura sin saber qué tenía qué hacer ahora. Pero no importaba, Pedepito tenía recursos para todo y se acercó raudo y solícito al cura con la palmatoria encendida pensando que el cura quería más luz para ver el cáliz por dentro. Que estuviesen los dos mil focos del oratorio encendidos era lo de menos. Todos nos descosimos de risa menos el cura.

Pedepito me hizo a su vez una corrección fraterna de lo más dadaísta. "He observado que te retrasas comiendo y siempre llegas tarde a la visita al Santísimo. A mí también me pasa (Pedepito era de todo menos soberbio) y, claro, cuando todos van por el tercer padrenuestro, no veas lo que tengo que correr para pillarlos". Yo se lo agradecí, pero me extrañó mucho que alguien que llegue tarde a la visita rece a toda leche los padresnuestros que le faltan para pillar a los demás en el último. Yo más bien rezaba por donde iban todos y santas pascuas, no sé si luego rezaba lo que me quedaba.

¡Ay Pedepito! Un tío de pelo en pecho.

Las tertulias daban para mucho. Una vez el director se presentó con un diplomático que había trabajado en los países nórdicos. A un numerario se le ocurrió preguntarle, con intenciones edificantes, si había mucha diferencia entre los jóvenes de aquí y de allí. Vaya que sí la había, dijo el diplomático soltándose un poco el pelo, porque, la verdad, entre chicos tan formalitos y enchaquetados se debía de sentir un poco extraño. "En una fiesta a la que me invitaron", comentó, "todos acabaron revolcados y en pelota en el suelo haciendo de todo". Se estaba él emocionando con su descripción de camas redondas, cuando al comprobar el incómodo silencio que provocaban sus apasionadas descripciones, se puso colorado como un tomate hasta que el director vino a auxiliarlo con otra pregunta.

Menos mal que estas cosas aligeraban el fardo de tantos criterios y normas.

A veces presencié, sin embargo, cómo para algunos subdirectores y charlistas y jerarcas estos criterios y normas se hacían cumplir aun a costa de la delicadeza habitual de la Obra. Y a propósito de esto contaré tres tontadas muy ilustrativas.

En un círculo breve más largo que un día sin pan, mi charlista, que era muy tiquismiquis, nos recordó el criterio de llevar calcetines (aclaro que ir con calcetines en pleno agosto sevillano, aunque es elegante, es peor que ponerse solideo). Quiso el destino que fuéramos varios los descalcetinados en primera fila. Se produjo un sonrojo general. ¿No habría sido más delicado decírselo uno a uno y no dejar en ridículo a los descalcetinados? (A propósito, ¿y el morbo que daba al final ver a un hermano de rodillas confesando una falta, aunque esas confesiones hubiesen sufrido censura previa?)

La primera vez que comí en un centro de estudios fue en un curso anual que hice, siendo adscrito, en Granada. Yo estaba haciendo la charla y el charlista que me tocó en suerte (este sí que era un encanto) debía ser novato en esto del charlismo, porque me dio miles de ilusionados consejos y explicaciones. Total, que la charla duró una eternidad y nos retrasamos. Intentando retener todos los consejos recibidos, me apresuré con él hacia el comedor mientras él me explicaba que tenía que acercarme a la mesa del director, esquivando a las chicas de la Administración, y solicitarle venia para comer, previa explicación de la causa de mi retraso. Demasiadas complicaciones para un novato como yo. Allá que fui yo esquivando numerarias, mirándoles los pies muy a la ligera, porque tras los pies venían las piernas y tras las piernas, ellas, y si las miraba, me enamoraba yo todo (por cierto, varias veces me pasó desde entonces que coincidían sus ojos con los míos y yo me moría de susto y de gusto). En fin, llegué a la mesa del dire y no había abierto yo la boca para decir "es que", cuando el director me riñó en voz alta, delante de aquellos numerarios a los que yo tenía por héroes, con palabras muy duras. Desde entonces, temí más que quise a este director. Desde luego, nunca más llegué tarde a comer y siempre fui cumplidor con esa norma, pero se hizo a costa de la delicadeza, del buen hacer y, lo que es más importante, de mi orgullo de machito. La estrategia de reprender en tono severo y públicamente a alguien sólo se debe usar cuando se ha comprobado que fallan las buenas palabras. El director buscó la eficacia más que la justicia. Es cierto que si me hubiesen hecho en privado una corrección fraterna por haber llegado tarde, tal vez habría seguido llegando tarde, pero como dice Chesterton: "La justicia es más importante que la disciplina".

Una vez vino uno de los venerables famosos a una tertulia. Yo lo tenía por una persona humilde, porque en una tertulia anterior un numerario, con poco tacto, lamentó que en un libro suyo pusiera más palabras suyas que de nuestro Padre y él se lo tomó con deportividad. Pero esta vez un numerario ingenuo y noblote no tuvo otra ocurrencia que preguntarle si era cierto que había pique entre la Delemó y la Delemé de Madrid, o sea, entre la Delegación Oeste y Este de Madrid. El venerable famoso respondió de mala manera que eso era una necedad y algunos le rieron la gracia. El pobre chico se hundió más en su silla, ruborizado. A mí siempre me ha conmovido el rubor, porque es lo único que no puede fingir el hipócrita. Así que este famoso venerable me pareció más humilde que delicado.

Este tipo de cosas, que no son para tirarse de los pelos, eran, sin embargo, frecuentes, y jodían lo suyo, porque uno entregaba esforzada y generosamente su obediencia a los directores y lo menos que se podía pedir es que ellos dieran órdenes también delicadamente, sobre todo teniendo en cuenta que era Dios el que daba las órdenes por su boca. Creo que el inmenso y divino poder que en la Obra se concede a los directores hace que seamos tan sensibles a sus fallos, a no se que obedezcamos como autómatas.

Pero, en fin, debo decir que en la Obra encontré casi siempre buenas personas, que son, como ya he dicho, las que más tiempo me retuvieron allí. En realidad, yo sólo aborrecía a Gilipichis. De haberlo conocido en otras circunstancias, me podría haber caído hasta simpático. De hecho, contarlo ya me está reconciliando con él (¡oh el poder de la confesión!) Puesto que "si no puedes alabar, cállate", la gente, en vez de decir que era un indeseable, se limitaba a comentar, como si fuera una gracia que lo adornaba: Es que Gilipichis tiene mucho colmillo. Y vaya si lo tenía. He conocido muchas personas con colmillo, pero todas tenían un fondo de buena persona que a éste no le encontré ni echándole imaginación al asunto. Incluso, durante la misa, lo vi en más de una ocasión dormido y sin comulgar. ¡Con el trabajito que me costaba a mí estar limpio cada mañana para poder comulgar! Yo no sé qué pintaba allí y me pregunto si ahora es un ex con mala leche. Escandalizaba cuestionando los estudios internos y las órdenes de los directores, alardeaba de sus amistades particulares, comparaba numerarios. Cuando subía a las tertulias de nuestro grupo, había que bailar a su son y a un numerario que se atrevió a contradecirle en algo perfectamente opinable, lo insultó públicamente, lo miró con verdadero desprecio y el subdirector de mi tertulia lo consintió y no me permitieron hacerle una corrección fraterna, dándome a entender que era algo de lo que los directores eran conscientes. ¡Ay de quien le llevara la contraria! A él le fastidiaba que yo me pusiera gallito con tanta frecuencia, aunque al final yo agachaba siempre la cabeza (no soy un héroe, salvo con los dragones). En una ocasión, lo desafié en público desobedeciendo una orden suya que yo creía injusta. Todavía me pregunto qué habría pasado, si yo finalmente no hubiera cedido.

Parece increíble que una sola persona contribuya a poner en duda tu vocación, cuando el hecho, por ejemplo, de que haya malos cristianos no empuja a los demás a apostatar, pero es que en la Obra es diferente. La Obra se nos presenta tan sumamente inmaculada, que a uno se le caen de los ojos unas como escamas cuando ve defectitos en sus miembros viriles (excluyo a las mujeres de la Obra porque para mí eran y son todas inmaculadas). Uno hace verdaderos esfuerzos por ser bueno con todos y, por tanto, uno no entiende qué pintan en la Obra los que parecen actuar según les dé el aire. O Gilipichis o yo nos habíamos equivocado de sitio. Las indignidades en los numerarios escandalizan tanto como en los curas, porque precisamente los numerarios indignos no son la norma (al menos en mi breve experiencia eso me pareció). Uno, para salvar la contradicción, aplica a la Obra el mismo principio que a la Iglesia: la Obra es santa, pero no lo somos sus miembros viriles. Pero a mí no me apetecía vivir con miembros tan porculizantes como Gilipichis. Me imaginaba en un centro cohabitando con él y se me cerraban todos los esfínteres. Y es curioso: los muchos y espontáneos detalles de cariño de los demás para conmigo podían menos que los roces con esa persona.

Otro hecho que contribuyó sin duda a darme cuenta de que la Obra tampoco era un paraíso dentro de la tierra como yo creía fue un encontronazo con un numerario pianista que se levantaba de muy malas pulgas. Iba a entrar él en la ducha de la que yo estaba saliendo y él, con los ojos pegados todavía, y yo, con mi habitual atolondramiento, no nos poníamos de acuerdo por qué lado entrar y salir. Tras varios inútiles amagos, chasqueó la lengua con fastidio y yo, qué imprudente, lo imité para demostrar que si él no se lo tomaba con buen humor, yo tampoco. Entonces me tiró de un empujón al suelo de la ducha y estuve a punto de desnucarme. Luego, en el desayuno, se disculpó por su mal pronto. Pero ese suceso me sirvió para darme cuenta de que en un segundo, sin quererlo ni beberlo, la convivencia con gente que tú no habías elegido ni engendrado podía reventar por cualquier sitio. Y, la verdad, pasarte la vida conviviendo con gente tan hormonal como tú y cuyos buenos sentimientos hacia ti nacen a veces no del corazón, sino de propósitos en su agenda, se me antojaba un panorama sólo propio para unos años de internado, pero no para toda la vida.

Y ha llegado el momento de hablar de don Aristocréitor. Este don Aristocréitor era el cura jefe, el director espiritual del centro de estudios, y está muy relacionado con mis problemas de perseverancia. En aquellos dos años y medio tuve con él varios roces.

En una ocasión tuvo la deferencia de prestarme un libro de un filósofo cristiano (creo que un tal Charles Moeller) que comparaba la filosofía griega con el cristianismo. Dado que yo estudiaba Filología Clásica, esperaba él que me interesara. Me preguntaba por el libro con frecuencia y yo, con vergüenza de no estar a la altura de sus expectativas, le confesaba que seguía anclado en el primer capítulo. Eso se debía a que mi poco tiempo libre prefería dedicarlo a reírme, tocar la guitarra, componer poemas malos, pero sobre todo tristes, y evadirme con novelas, que siempre me dejaban la sensación de la cantidad de cosas que a mí nunca me ocurrirían por ser numerario. El caso es que un día, harto de que no avanzara en la lectura, me pidió enojado que le devolviera el libro. Desde luego tenía toda la razón del mundo.

En otra ocasión, me vio, durante una convivencia en Pozoalbero, tumbado a la bartola y despatarrado en una tumbona (en mi recuerdo es una hamaca, pero supongo que no habría hamacas en Pozoalbero) fumando y tocando la guitarra. La postura era difícil, pero era el símbolo del numerario que aprovecha una cola de tiempo para darse un atracón de compensaciones: postura horizontal, pitillo, guitarra, música de amor, piernas sensualmente abiertas, pelambre pectoral al aire. Por cierto, habría sido un puntazo que por entonces yo estuviera cantando la italianada aquella de "Dopo un anno l'ho capito che non si può morire dentro" (que en traducción española decía: "Tras un año he comprendido queeeee de amor ya non se muere"). Total, que don Aristocréitor se presentó por allí meneando la cabeza y no recuerdo qué me dijo, pues siempre fue enigmático y epigramático y ático; el caso es que me fastidió el tinglado. Supongo que lo que quiso decir fue algo así como: "Menudo espectáculo. No me extraña que, por mucho que te cilicies, tengas problemas de pureza" o bien "Con estos ratos para ti mismo mismamente, demuestras que no estás entusiasmado con tu vocación". Vete tú a saber.

Don Aristocréitor además nos regañaba cuando alguien preguntaba de una película: "¿Se puede ver?". Esa pregunta equivalía a: "¿Ha pasado ya la censura y nos la van a dejar ver, porfa?". Según él, se nos veía el plumero, esa pregunta era de mal espíritu, de colegialas deseando un regalito de las superioras porque están a disgusto en el internado. Creo que pedía peras al olmo. En las sesiones de cine nos lo pasábamos en grande y estábamos deseandito ver películas, al menos yo, aunque fuesen malas.

En otra ocasión convencí al director de que nos dejara ver ¡el Festival de Eurovisión! En un anuncio salió un culturista musculoso hasta la náusea. Yo (como tantas veces, me pasé varios pueblos) dije que, como obra de Dios, ese hombre estaba muy bien hecho. Se ve que al reprimido que era yo entonces el culturista le hizo tilín y tolón. No quiero ni contar qué me contestó don Aristocréitor.

El colmo fue una vez que comía yo con él en la mesa. Comenté que a mis catorce años vi en Cazorla a un metro de mí una cierva y que me quedé prendado de su belleza. Es de suponer que alabé a la cierva con más epítetos de la cuenta, al borde de la zoofilia, porque él hizo algún comentario irónico, algo así como que yo no llegaba a la categoría de ciervo, que me quedaba en macho cabrío, es decir, en cabrón, o que los machos ibéricos decían muchas tonterías (como veis, tenía colmillo cuando quería). Y yo, picado, solté una frase que dio mucho juego en el lapidario de una fiesta: "De macho cabrío nada; en todo caso, soy un cisne". Sí, ya sé, mis salidas eran de tono, con poco ingenio y bastante marcianas, porque, la verdad, me parezco a un cisne lo mismo que un pan tostado a una mariposa. Y el cura, que era la aristocracia transubstanciada, debía sentir a mi lado verdaderas dudas de vocación: ¿Qué hago yo, se preguntaría, en medio de postadolescentes con problemas de penesonalidad? Y ahora que lo pienso, cuando uno cuenta estas cosas, sólo repara en lo que uno sufrió. Pero, ¡lo que debieron de sufrir conmigo! Podrían haber sido más cínicos, haberme clavado colmillos hasta los tuétanos, pero se contenían supongo que por caridad. ¡Oh Dios, la cantidad de palabras aladas y necias que por aquellos días salieron del cerco de mis dientes no caben en los hexámetros de Homero! Pero es que me gustaba por entonces provocar con sandeces o dar la nota. Supongo que era un modo de reafirmar mi personalidad en medio de tantas renuncias. Pero, en realidad, tengo que darle razón al puñetero: yo era un machito ibérico con pretensiones de cisne, sólo que ahora pienso que sin la Obra ese híbrido habría sido menos monstruoso. Y eso el cura sería incapaz de reconocerlo.

El caso es que no le tengo tirria. Lo recuerdo más bien con cariño. Lo que él quería era que yo perseverara y por eso me lanzaba indirectas. En el fondo me halagaba ser objeto de interés de aquel cura refinado, culto, con gomina y gemelos de oro, que fumaba rubio con boquilla y que una vez tuvo el detalle (se lo agradezco de veras) de recordarme que los cogotes, sobre todo cuando son harto peludos, conviene afeitarlos de siglo en siglo.

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Publicado el Wednesday, 11 August 2004



 
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