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 Tus escritos: PERDIDO, ATURDIDO Y ACONGOJADO.- Crnumerobajo

010. Testimonios
CRNUMEROBAJO :

Este relato viene inspirado por la navegación que nos hace, entre otros, Novaliolapena por Villatevere, sus casas, horarios, labores y rutinas y otros testimonios recientes (Arnust). Recoge varias situaciones a cuyo albur cuento el testimonio del “momento” que considero clave en mi salida del Opus dei.

Ahí estaba yo: en VillaTevere. Estaba perdido. Perdido, aturdido, acongojado y también algo más... No era la primera vez que me pasaba algo así.

Me había ocurrido ya otra vez. Había sido en Torreciudad. Entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa. Había subido por una escalera interior del Santuario para intentar sacar una foto, que pensaba que resultaría muy acertada, de unos amigos que estaban al lado de las ofrendas. Amigos con los que había ido, o mejor a los que había llevado, a la famosa romería de pitables de mayo (entonces iban chicas y chicos juntos… por eso fueron). Al hacerlo me perdí en un lío de pasillos, puertas y escaleras. De modo que no sólo no conseguí la foto, sino que me pilló uno de esos numeratas rígidos que mandaba algo en Torrecity y me echó un broncazo con cara de pocos amigos...

Ese personaje no era un "voluntario" más, más bien parecía un jefecillo de algo en ese lugar. Solo recuerdo que llevaba esos bigotes ochenteros que se dejaban en Roma esos numerarios y agregados que volvían sin ordenarse para hacer "encargos internos", como vivir y sostener las casas de ese lugar. Ese mostacho reflejaba que regresaban con varios años de retraso con respecto a las modas. La bronca no fue pequeña. Realmente me dejó compungido. Supongo que lo hizo, para él motivadamente, por encontrarme zascandileando libremente por uno de esos pasajes tortuosos que estaban bajo su control. Porque Torreciudad es, como lo son las casas de retiros top, así: compleja, sinuosa, reluciente, laberíntica, imposible.

Ahora, en VillaTevere, estaba perdido y además aturdido y acongojado, recordando esa situación descrita. Habían pasado varias décadas desde lo anterior. Corría un día de primavera comenzada la primera década de este siglo XXI.

Con motivo de un viaje profesional a Roma alguien me habían invitado a la “casa del padre” para comer y estar en la tertulia con “el mismo padre”. Llegué a Bruno Buozzi algo pronto. Pero me confundí de entrada. Alguien me hizo pasar y me recondujo por pasillos internos. En un momento dado llegué a un comedor. No recuerdo si recé las preces antes. Supongo que sí, porque es lo que dice el horario. Encontré a alguna gente conocida. Otra no. Daba igual. Igual de buenos gestos. Sensación de escogido. Sonrisas. Comentarios amables y diplomáticos y algo de codeína. El pranzo fue afable, demasiado ruidoso quizá, excelente en su factura y presentación, como era de esperar. Pude “cargar la mano”. Tras la comida, me llevaron a la tertulia. Fui del brazo con “el padre D. Javier” unos minutos, creo recordar, hasta la sala de estar. No guardo bien en la memoria, en cambio, quien más estaba (supongo que los típicos del Consejo y una pequeña corte del Colegio romano para plasmar la universalidad opusística). La tertulia fue corta, pero intensa. Solo recuerdo las cosas que dijo “el padre”. Bueno, no todas, solo algunas. De lo que pudieran decir otros no guardo memoria. Sí recuerdo qué conté de mi trabajo y del viaje. Ahí llegó el momento absurdo que luego relataré. Al acabar se hizo el silencio. Casi sepulcral. Tiempo de la tarde.

Antes de irme me ofrecieron ver algunos lugares especiales de la sede romana. Decliné la oferta, excusándome con las obligaciones laborales y cierta urgencia para hacer la oración. Trabajo y oración son siempre aceptados como disculpa creíble. Me lo respetaron. Pero en realidad era porque estaba aturdido, como en una nube. Claro, se puede pensar, había estado con “el padre”...

Me dejaron hacer la oración en un Oratorio. No sé ni cuál ni cómo llegué. Tampoco sé muy bien cuántos hay. Dicen que muchos (¿veinte quizá?). Ahí, tras dormirme unos minutos, no pocos, intenté “meditar” sobre todo lo que me había pasado en esos minutos y horas previos. Pero el aturdimiento se había convertido en congoja y pensé que era mejor acabar.

Al salir del oratorio, donde me había quedado solo, y aunque me habían dado instrucciones exactas de cómo encontrar la salida de la casa, de poco sirvió mi orientación campera. Ahí no había atmósfera ni cielo exterior con estrellas con las que poder orientarme. Todo estaba fresco, lúgubre y oscuro. Muchas ventanas interiores, con poca luz y entornadas sus contraventanas (el encargado, o la administración, lo habría cumplido tal y como Escrivá quiso que se hiciera en ciclos diarios). Intenté abrir varias puertas. Algunas estaban cerradas. Otras no. Pero no llevaban afuera: un baño, un cuartito de limpieza, una salita, dos salitas. Todo sin nadie. Otro pasillo. Bajé escaleras. Igual. Volví a subir. Recompuse el itinerario. Ni siquiera volví a encontrar el Oratorio. Todo me resultaba un auténtico laberinto de puertas y pasillos. Parecía, como si Escher hubiera plasmado un dibujo perfecto de pasajes sin salida. Figurado trampantojo edificatorio de lo que ocurría en mi interior. Una de esas pesadillas que aún tengo al respecto: quiero irme de la obra y estoy perdido dentro de ella.

Como un aquella primera vez en Torreciudad volvía a estar perdido. Pero ahora, además de perdido, también estaba aturdido y, en el recuerdo de aquella bronca volviendo a mi memoria, además "acojonado" (con perdón). ¿Me pillarían como husmeando donde no debiera y reconvendrían otra vez? ¿Me encontraría, de repente con un grupo de mujeres de la administración, al haber traspasado algún muro invisible de zonas y horarios?... Entonces estaría infringiendo gravemente la regulae interna (…). Un pecado grave prelaticio. Aunque hubiera casi imposible que esto ocurriera, haciendo todavía más extraño el suceso, me vino la congoja.

Di alguna voz. No muy fuerte, pero tampoco tenue. De repente, al cabo de unos minutos eternos, no sé muy bien cómo, si alguien me escuchó y acudió al rescate, apareció una persona que, con algo de dudas pero cierta amabilidad, me acompaño a la puerta de salida. Salí y nunca volví. No creo tampoco que vuelva. No tengo interés alguno en hacerlo.

Había pedido, con motivo de ese viaje, ir a ver al “Padre”. Pensando que arrimarme a él y recibir parte de su gracia supondría un cierto espaldarazo a una tensionada vocación y diversos problemas vitales asociados a esta. Llevaba muchos años en casa. Muchos son muchos: quizá unos veinte. Cargaba varios años, especialmente los últimos, con muchas inquietudes internas que, aunque oportunamente ventiladas, no estaban curadas (por ser incurables, veo ahora). Tenía grandes objeciones no resueltas y más peticiones de mi corazón sin respuesta. Por más que leía y estudiaba, para darme una explicación, los numerosos vademecums de un nivel u otro, de un nombre u otro, que son propios de esa "loggia" en y que vivía. Mi parálisis era fruto, sin saberlo, de una conciencia debilitada por décadas de formación opusística. Por eso pensaba, como me hacían creer, que tales dudas eran casi sugestiones diabólicas o, al menos, tirones del “hombre viejo”. Mero sentir, para en ningún caso consentir, ni menos aún manosear. No sabía, no creía, no quería aceptar que fueran cuestiones objetivas y sustantivas. Así que (me) las tapaba con fidelidad, mayor compromiso y mejor comportamiento a los requerimientos externos e internos de la entrega. Tan era así que, aparentemente, de cara afuera mi vocación tenía una adecuada solidez.

Quizá por eso me habían ofrecido ir a Roma. Había dicho que no. No se entendió muy bien. Pero como así está escrito en el manual escrivariano –casi es el único punto donde la doctrina oficial permite que “el que me de la gana” sea decir no a lo que los directores piden–, al menos se aceptó. Tampoco se pregunto mucho por qué. Mejor. Porque tampoco quería dar más explicaciones. Decir que no lo veía bastó. Eso sí: pagué la negativa con más encargos internos y, además, algo más duros.

No lo veía claro en absoluto. Todo lo que oía y entendía sobre el Colegio Romano me rechinaba un tanto. Todavía veía menos claro el posible resultado: ordenarse (plan A) o irse a trabajar en labores internas (Plan B), en ambos casos dejando un trabajo y labores con los que estaba satisfecho. Le estuve dando vueltas varios meses, pensando si debería decir sí en algún otro momento: ¿sería esa reiteración una señal del Cielo y no solo de los directores? (dicho sea en el supuesto de que esa indicación no fuera suficiente prueba, como debiera haber sido, de ser “el único camino”).

Vuelvo al hilo del relato perdido. Ahí estaba: perdido, aturdido, acongojado. La clave de esa situación no estaba en el concreto lugar, que también, sino en cuestiones más profundas. Esa visita fue el detonante de un fogonazo mental profundo y doloroso. Eso fue lo que mi corazón, y mi mente, me dijeron e hicieron sentir al estar en ese rato, de manera más íntima con “el Padre” y hacerlo precisamente en esa su casa (pues no era la mía, que eso también lo sentí). Lejos de alegrarme y confirmarme en la entrega, como aparentemente le ocurría a alguien “de casa” al estar ahí y así, a mí me pasó lo contrario. Todo me pareció absurdo, incomprensible, ilógico.

Prometí decir lo que dijo. Más o menos. Su respuesta a mi relato profesional fue nada más que un ilógico e irrazonable empecinamiento en los 500. Una demanda absurda de atención en ese punto con respecto a mi persona, mi región, mi trabajo y mi familia. Expresiones alejadas totalmente de la realidad con un pensamiento sobrenatural que me pareció irrazonable y por eso ficticio, imposible. Todo adornado con la pleitesía discreta de toda la corte celestial de acompañantes, que ya había visto en otros momentos y lugares y que ahí se expresaba con toda su realidad. Lo precocinado y, a la vez, requemado de todo ese ambiente.

Sentí que no comprendía, no quería, no amaba todo eso. Percibí que ese sentir no cambiaría. Comprendí que, en el fondo, todas las casas en las que había vivido, por más que las convirtiera en mi hogar, eran un puritito reflejo de esa casa central y, como tales, parte del mismo juego de pasillos y escaleras inacabables, insolubles. Casas amables, elegantes, serenas. Pero meros "espejuelos" de un verdadero hogar en toda su dimensión física y humana. Tal y como lo había vivido antes. En ese momento, ese sentimiento fue algo muy profundo que ahora no puedo expresarlo mejor. Pero así es. Mi hogar, mi vida, mi persona, mi alma solo ha venido luego y están ahora. Entonces no entendí que esto pudiera ocurrir y que fuera así.

Esa especie de enmienda a la totalidad que percibí, de confirmación de lo errado de esos muchos años de vocación que se me apareció tan clara en ese lugar, fue tan fuerte que creí que debía rechazarse como algo gravemente torpe. De ahí el aturdimiento y la congoja. De ahí que acabará, de aquella manera, ese rato de oración. Esperando que nadie entrara y me viera acabarla antes de los 30’ de rigor. La visita descrita estaba confirmando, aún sin "saberlo" en ese momento de modo tan rotundo, sentires muy profundos. Estaba resolviendo inquietudes de ser y de amor. Quizá por ello me lo negué y borré de mi interior todavía durante un tiempo.

Colateralmente, al perderme y ser un testigo de todo eso, también me dí cuenta de lo que era de verdad Villatevere. Lo que se decía, se dice, desde fuera era lo que es y se ve, cuando no se está obnubilado por el clima peculiar de la entrega opusística, de dentro. Es una burbuja aislada y lujosa, encapsulada fuera del tiempo real. Esto venía reforzado, todavía más, por lo pasado unos días antes.

También lo había visto en el Colegio romano, que ya conocía por los famosos Univs. También había estado en una tertulia, por fiesta Z del calendario prelaticio (una más), donde ese padre volvía a decir lo mismo de siempre y los mismos de siempre tomaban, afanosos, notas en sus agendas luxindex o cuadernos equivalentes de siempre (en ese lugar, salvo algún director, pocas eran electrónicas). A mí todo me sonaba a antiguo, arcaico y viejuno. Aun así –torpe de mí– tampoco lo quise ver en su total profundidad.

Pues bien, viviendo entre esas dudas y mi situación interna, la visita a esas casas confirmó el no a irme al Plan A o al Plan B y pasar por la academia-militar-familiar, romana. Eso sí que ocurrió de modo muy rotundo. Ni de broma me iba ahí.

Tardé más meses de los que tiene un año en entender, analizar y, en el fondo, aceptar todo lo que me había pasado en el momento descrito. Pero ese nuevo día, y casi en horas veinticuatro, pasó de la elucubración a los hechos: me marché de la institución que sostiene esos edificios –y tantos otros– y pule a las piedras humanas que creen pensar y razonar “con libertad” dentro de ellos. Pero que, los más, no saben lo que es. Solo lo creen. Han pasado muchos años desde ese día. Después de más de tres y menos de cuatro décadas dentro, muy dentro, demasiado dentro. Pero ahora me da igual. Ahora soy una persona de verdad libre y madura. Autónomo y feliz. Normal y corriente. Alegre y real. Tengo la naturalidad de mi propia naturaleza y la libertad de seguir mi propia conciencia y albedrío. No estoy perdido, ni aturdido, ni rejalgado. Tampoco estoy acongojado ni menos aún acojonado. Ni en sentido real ni en sentido figurado.

CRNUMEROBAJO




Publicado el Friday, 26 February 2021



 
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