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 Tus escritos: Parte I: el origen del problema (de 'La conciencia y la Obra').- E.B.E.

090. Espiritualidad y ascética
ebe :

PARTE I: el origen del problema 

La Voluntad de Dios (según Escrivá)

El concepto fundamental aquí es el de la Voluntad de Dios, palabras que bien pueden enunciar la máxima benevolencia o también el mayor argumento de presión en manos de los directores, del cual no hay escapatoria fácil. 

«El lugar, en el que somos más eficaces, es aquél en el que nos han puesto los Directores Mayores: ésa es la voluntad de Dios. Y en ese lugar —y no en otro (…)— es donde la gracia de Dios nos ayudará con mayor eficacia» (del fundador, Meditaciones VI, pp. 433-434)

Doctrinalmente la Obra asocia indisolublemente el mandato de los directores con los designios de la Voluntad de Dios, de ahí que éstos, por ejemplo, se atribuyan la capacidad de llamar (dar la vocación) y de anular la llamada, declarándola inexistente...



«es el Director quien tiene la palabra de Dios. Obedeced, y, cuando el Señor quiera —si viene a vosotros esta oscuridad aparente—, enseguida brillará de nuevo la estrella»

(del fundador, Meditaciones I, pág. 299)

«La Obra de Dios viene a cumplir la voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice»

(del fundador, Instrucción, 19-III-1934, n. 47.).

 

«Nuestro Fundador ha alcanzado la santidad porque ha cumplido la Voluntad de Dios. Y esa Voluntad consistió (…) en fundar el Opus Dei»

(de A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n.5)

Si la Obra como tal es Voluntad de Dios, ¿qué conciencia osará presentar resistencia, oponerse o cuestionarla?  

Posiblemente sea este el mayor argumento con el cual la Obra presiona a las conciencias para que depongan toda resistencia y así consientan los abusos por parte de los directores.

El otro concepto es el de la infalibilidad: los errores sólo pueden estar de un lado, del que obedece la voluntad de Dios. Nunca provienen del lado de los directores, pues es el lado de Dios. De ahí la ausencia de toda autocrítica o examen. La Obra nunca concede que alguien pueda tener la razón al contradecir la razón de los directores (pues es la Razón de Dios), ni de lejos se lo plantea en los escritos más espirituales (que, en última instancia, siempre son doctrinales y ascéticos):

«En tu vida se presentarán, en ocasiones, exigencias de la entrega a Dios que no alcanzas a comprender, y te preguntarás el porqué. No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas y, desde luego, no pierdas la confianza en los Directores o en las Directoras, que ellos nunca la pierden en ti; no permitas que te domine la susceptibilidad. Sé fiel, y más adelante descubrirás la Providencia de Dios en aquello que te contrariaba» (A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n. 32)

 

«Cuando -en contra de lo que os dice quien tiene gracia especial de Dios para aconsejaros- penséis que tenéis razón, sabed que no tenéis razón ninguna» (del fundador, en «De nuestro Padre», n. 72). 

¿Cómo ser inocente en medio de un ambiente de sospecha permanente? Es que ser considerado inocente es uno de los tantos derechos que se pierde.

La infalibilidad se manifiesta no solo en la razón sino también en la voluntad: 

«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que está en un compromiso tremendo» (del fundador, Meditaciones III, p. 401).

Lo que parece una frase que sólo merece elogios y aprobación –quiero lo que quiere El-, en una segunda instancia manifiesta el fundamento del culto a la personalidad del fundador y sucesores: aquí está una raíz importante del fanatismo. 

Todo depende del sentido de la dirección con que se lea tal frase. Me explico.

Como «lo que quiere el Padre» es «lo que quiere Dios», en la Obra se concluye, de manera sofista, que por lo tanto «Dios quiere... lo que quiere el Padre», razón por la cual Dios está en un «compromiso», pues cuando el Padre quiere algo, Dios no puede no quererlo. 

Es importante aclarar que el Padre (prelado) siempre quiere cosas concretas y puntuales: sus intenciones son precisas y así las da conocer, cuando lo cree oportuno.

¿Pero cómo saber lo que Dios quiere, salvo en sentido amplio y genérico?  

La infalibilidad, entonces, se manifiesta no sólo en el razonamiento sino también en el conocimiento: porque decir «yo quiero lo que quiere Dios» implica la consiguiente afirmación «yo sé lo que Dios quiere»... declaración que ya no provoca elogios sino estremecimiento.

Una misma frase con dos lecturas opuestas: una demagógica (la explícita) y otra perturbadora (la tácita). 

¿Alguien se imagina a un Papa en su alocución de los miércoles ejerciendo un exceso de autoridad como el de Escrivá, con su triple infalibilidad, de razón, de voluntad y de conocimiento?

No es fácil para la conciencia hacer frente a semejante demostración de fuerza y se comprende que para los miembros de la Obra el Magisterio de Escrivá estuviera (y esté) por encima del Papa (cfr. la famosa frase de Escrivá en Argentina: «cuando la Iglesia quitó el Index, yo puse mi índice», decía alzando su dedo índice y refiriéndose –sólo para los entendidos- al Index interno de la hoy Prelatura, que lo sigue manteniendo; lo extraño es que la gente aplaudía y la mayoría no sabía lo que estaba aplaudiendo...). 

***

Pero no era infundada aquella reacción de aplausos. 

Lo que en realidad había, detrás de esa aprobación del público, era una gran dosis de apasionamiento, de adoración por algo no se llegaba a entender ni tampoco resulta necesario entender, solamente adherirse con la pasión. Así es la Obra.

Por más que la Opus Dei intente mostrarse “racional”, el fundamento de esa institución es netamente pasional y toda su racionalidad está amoldada a su apasionamiento. Sus argumentos son breves, sus conclusiones son taxativas. 

A la Obra no le interesa la gente que piensa sino la gente que se apasiona y entusiasma (actitud que no tiene necesariamente que ver con la virtud de la alegría).

Por eso las reacciones inflexibles de quienes se han institucionalizado, por eso la falta de argumentación “de largo alcance” y la abundancia de frases hechas, pensamientos rápidos, fórmulas para aprender de memoria (como el catecismo interno), etc. Pero nunca un análisis en frío, moderado, abierto, desapasionado. 

Fría, solamente la indiferencia institucional, pero que obedece también a un origen pasional.

Cuando, por ejemplo, el fundador decía «somos libérrimos» no estaba expresando un concepto racional, fundamentado, sino realizando una declaración eufórica, que contagiaba, pero que no implicaba una realidad necesaria. Ejemplos de este tipo de «afirmaciones eufóricas» abundan en los tomos de Meditaciones. 

La falta de ese fundamento racional se manifestó luego, en la vida de cada uno, al comprobar la disociación entre las palabras y las cosas. Sólo quien está apasionado no puede ver la diferencia.

En general, en la Obra no se dan explicaciones, se afirman cosas, de manera enfática y con certeza absoluta, lo cual apela al fanatismo. 

¿Por qué es tan fácil engañar a tanta gente? Porque el fundamento de la Obra es eufórico, no racional. Y en medio de la euforia, no se piensa y menos aún se cuestiona nada. La mejor edad para la euforia es la juventud, los catorce años. Luego, con el tiempo se torna difícil dejar de vivir en la mentira. Se tiene miedo a perderle el sentido a la vida sin esa euforia.

Como decía una militante comunista: «La razón por la que no salimos del Partido es que no podemos soportar la idea de despedimos de nuestros ideales por un mundo mejor. Se trata de un argumento muy manido: el Partido es el único capaz de mejorar el mundo» (citado en Ser mujer en el Opus Dei, Cap. VII). 

Como complemento, se agrega con los años, la deformación de la conciencia debida a la formación que se imparte en esa institución: la Obra enseña que aquél que deseara desistir o renunciar a «la vocación» traicionaría a Dios y perdería su alma. Por lo cual, quedarse en la Obra parecería ser doblemente ventajoso: vivir eufórico y asegurarse la salvación (no es sorprendente, entonces, que aparezca la depresión como consecuencia de tanta «euforia»).

Se comprende que la Obra no permita las críticas, pues no es racional el fundamento que sostiene a esa institución. Por lo tanto, no puede permitir volverse vulnerable a la razón, porque quedarían en evidencia sus grandes contradicciones. 

Ciertamente la Obra manda someter los sentimientos «a la cabeza» (disciplina), pero no es porque en la Obra domine lo racional sino por una cuestión de obediencia, de sometimiento.

Lo racional es un leve barniz, si se escarba enseguida asoma la pasión, la intolerancia. 

No es otro el fundamento por la cual los seguidores de Escrivá no atacan a Opuslibros de manera racional, con argumentos. Sólo de manera visceral, apasionada. O se quedan mudos.

Es natural que así lo hagan. Por eso no creo que haya que sorprenderse por los ataques personales y actitudes descalificadoras. Si se intenta entablar una comunicación racional, harán de esa invitación un objeto de burla y desprecio (cfr. el tipo de respuesta que obtuvo Carmen Charo). 

***

No parece una casualidad, entonces, que Escrivá diga que la razón más sobrenatural (para hacer algo en la Obra) sea «porque me da la gana».  

Es la arbitrariedad y no la libertad. No es «porque quiero» sino «porque me importa poco lo que los demás piensen». Es una actitud arrogante.

Resulta significativo y no creo que haya que tomarlo aisladamente sino en el contexto que señala Satur: como una muestra del inconsciente del fundador. 

Más que el fundamento propio de la decisión libre, el «me da la gana» parece una caprichosa expresión voluntarista (voluntarismo: teoría filosófica que da preeminencia a la voluntad sobre el entendimiento, DRAE 2002): digo que la Obra la creó Dios porque me da la gana; digo que la vocación a la Obra la da Dios desde la eternidad y es irrevocable, porque me da la gana; digo que quien abandona la Obra se aleja de Cristo, porque me da la gana; digo que nadie en la Obra puede ser coaccionado, porque me da la gana; digo que tú estás en la Obra porque te da la gana, porque me da la gana; decido que agregad@s y numerari@s no van a espectáculos públicos y que las numerarias usen pantalón porque me da la gana; la Obra no da respuestas por escrito sino sólo orales, porque me da la gana; aunque la Iglesia eliminó el Index, yo decido levantar mi dedo índice, porque me da la gana; y me da la gana decir que este argumento es válido sólo para lo que a mí como fundador me dé la gana. Etcétera.

¿Será finalmente que detrás de «es voluntad de Dios» lo que realmente hay es un porque me da la gana? 

Es importante preguntarse esto, pues en la Obra escasean las explicaciones, y sobran las “autodeterminaciones soberanas” aplicadas a la vida de los demás. La Obra no da explicaciones, sino órdenes que proceden de la voluntad del Padre.

Dios mismo actúa de la misma manera, bajo el mismo principio:  

«Dios Nuestro Señor concede su gracia a quien le da la gana»

(del fundador, Meditaciones V, pág. 86)

Y si alguien no se siente feliz en la Obra, está claro a qué se debe: 

«Os digo en la presencia de Dios que, si algún hijo mío se siente infeliz, es porque le da la gana»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 718)

De todos modos, ese argumento de las ganas tiene sus límites, los que le pone el fundador (redundante sería decir porqué lo hace…), límites que coinciden con el momento de exigir obediencia a los demás: 

«no perseveramos en el trabajo porque tengamos ganas, sino porque hay que hacerlo»

(del fundador, Meditaciones IV, pag. 30)

 

«en el Opus Dei no hacemos las cosas porque tenemos ganas de hacerlas, sino porque hay que hacerlas»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 395)

 

«Dentro de la barca no se puede hacer lo que nos venga en gana»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 88)

Cada uno puede administrar su libertad: lo que no puede –sin transgredir principios elementales- es disponer sobre la libertad de los demás, ni siquiera porque le dé la gana. 

***

La Obra toda está fundada sobre esta presunción dogmática: yo sé lo que Dios quiere y yo sé que Dios lo quiere (la Obra como fruto de una revelación). Y los directores presumen de la misma manera a la hora de dirigir: yo sé lo que Dios te pide, lo que Dios quiere para ti.

«Para nosotros, la Voluntad de Dios es siempre clara, transparente; la podemos conocer hasta en sus mínimos pormenores, porque el espíritu de la Obra y la ayuda de nuestros Directores nos permiten saber lo que el Señor nos pide en cada momento» (texto de Meditaciones III, p. 338) 

¿No parecen palabras un tanto desproporcionadas, por no decir desorbitadas?

Sumado a eso, si la lucha por la santidad, que lleva toda una vida, consiste justamente en adecuar nuestro corazón al de Dios e intentar descubrir qué sea el querer de Dios, afirmar que yo quiero lo que Dios quiere implica o bien que se ha llegado al estado de santidad, a la identificación perfecta con Dios, o de lo contrario, demuestra una arrogancia cercana a la megalomanía. 

Lo tremendo es pensar que «lo que yo quiero lo quiere también Dios». No parece ser otro el fundamento para que Escrivá diga que la Obra viene a cumplir la Voluntad de Dios. Yo lo digo, luego es. Al menos, hasta ahora no hay pruebas en contrario.

De ahí la actitud idolátrica hacia «la voluntad del Padre» (el prelado, no Dios), pues si lo pide el Padre, entonces lo pide Dios. Las quinientas vocaciones que pide el Padre, por poner un caso conocido, las pide Dios.

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Publicado el Wednesday, 07 September 2005



 
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