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 Tus escritos: Cont. PARTE I: el origen del problema (de 'La conciencia y la Obra') - E.B.E.

090. Espiritualidad y ascética
ebe :

La conciencia y la Obra
PARTE I: el origen del problema 

Disciplina como conciencia 

Posiblemente la clave para que funcione la Obra –desde el punto de vista de los que gobiernan- sea la disciplina.

Muchos dirán, contrariamente, que es su carácter sobrenatural, pero de ser así no tendría sentido el nivel de control que los directores ejercen sobre los miembros de la Obra (los cuales no son conscientes de ello, no conocen cómo funciona el gobierno de la Obra ni tienen acceso a esa información). 

«Quien venga a la Obra de Dios ha de estar persuadido de que viene a someterse, a anonadarse: no a imponer su criterio personal»

(del fundador, Instrucción, 1-IV-1934, n. 17)

La coacción impone disciplina. La disciplina impone conciencia, formas de pensamiento y conductas.

*** 

Una gran dosis de exigencia y unos objetivos inalcanzables son la combinación perfecta para generar una esclavitud psicológica al servicio de quien gobierna: genera sentimientos de insuficiencia personal (todo lo que se haga siempre será poco) y una culpa en el caso de querer abandonar esa prisión mental (pues no se han alcanzado los objetivos y la exigencia lo manda, lo contrario sería traición y trasgresión)...



Pues la exigencia (desmedida) es el reverso de la aspiración (desmedida). Por eso la Obra estimula el deseo de altas aspiraciones en los jóvenes porque le garantizarán un alto grado de exigencia y frutos. 

Se establece así un pacto no escrito entre el aspirante y el proveedor de ese sueño o aspiración. Aquí reside el núcleo del proceso de seducción: en lograr el pacto, obtener «el consentimiento a dejarse exigir». Se le entrega la llave del alma a la Obra a cambio de un sueño.

Desde el momento en que un joven acepta la aspiración, también está aceptando ser exigido, aunque no sea consciente de esa relación contractual. De ahí que Escrivá pueda usar ese consentimiento como excusa central para la extorsión: 

«Con el corazón, también le diste a Jesús tu libertad, y tu fin personal ha pasado a ser algo muy secundario. Puedes moverte con libertad dentro de la barca (…) Pero no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca. Y esto porque te dio la gana. Repito lo que os decía ayer o anteayer: si te sales de la barca (…) dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste, cuando El te la ofreció» (del fundador, Meditaciones IV, pág. 87).

«Ahora te debes hacer cargo del consentimiento que diste», pareciera decir el fundador. Es la otra cara de la seducción: el sometimiento. 

Escrivá hace del consentimiento del aspirante su punto de apoyo y a partir de ahí aprieta con la palanca de la exigencia: la presión es arrolladora.

La extorsión consiste en presionar –exigir- a partir de un consentimiento obtenido por medio del engaño y la seducción (por eso la dispensa –en mi opinión- no tiene sentido, al contrario, lo lógico –en todo caso- sería hacerle juicio a la Obra; pero reconozco que en la etapa final de «la vocación» uno sigue bajo el efecto del engaño y cree que sin la dispensa corre peligro la propia salvación eterna).

*** 

Una vez hecho el pacto, la exigencia es lo real. La aspiración es algo que algún día se cumplirá, pero para ello antes hay que recorrer el largo e interminable camino de la exigencia.

Uno se deja exigir de manera desmedida porque aspira a obtener una meta desmedida, aunque el acuerdo no esté explícitamente establecido.  

Por eso también la sorpresa y el desconcierto ¿qué tipo de contrato firmé como para merecer semejante sometimiento?

Y desde el momento en que se acepta la exigencia, la culpa aparece sola, como falta de rendimiento. 

Pues la culpa (desmedida) es el reverso de la exigencia (desmedida). O sea que también uno se deja exigir de manera desmedida porque de lo contrario se siente culpable, en falta con el compromiso, el pacto que estableció con la Obra.

No hablo de la santidad como meta desmedida, sino más bien del sentido de predestinación y elección que la Obra fomenta en sus «elegidos», sentido que toma cuerpo a través de una soberbia institucional considerable. Y la soberbia es de suyo desmedida. 

Sólo recién cuando se abandona la Obra se toma conciencia del secuestro psicológico y espiritual del que se fue víctima.

Ese consentimiento –rehén de la Obra- necesita ser consciente para ser liberado, y para eso –entre otras cosas- está Opuslibros. 

***

Hacer el “plan de vida” o conjunto de normas de piedad que diseñó la Obra para sus miembros es un caso concreto de «objetivo inalcanzable», sobre todo si se suman las “costumbres” y también los «criterios» que llegan a los Centros a través de «notas» de gobierno. 

Podría decirse que la Obra no tiene entre sus objetivos la salud de sus miembros, pues necesita “gente enferma” pero a su vez “controlada”. Si no está controlada, se arruina del todo su salud y ya “no sirve”; pero si se vuelve sana, se va de la Obra y tampoco sirve (cfr. La Obra como enfermedad). Es un perverso equilibrio.

Los más leales son los que llegan a puestos de dirección más altos, pues son los que con menor probabilidad se rebelarán al orden impuesto. Al contrario, lo harán cumplir. 

La cantidad de órdenes implícitas que la Obra emite hacia sus miembros es enorme. Hay órdenes respecto de lo que se debe creer y otro tanto de lo que se debe hacer.

La incuestionabilidad es una forma importante de imponer disciplina a la conciencia y al pensamiento, a la forma de razonar, de tal manera que no se filtren las críticas contra quienes mandan o contra la Obra como tal. 

La imposibilidad de discernir proviene de la misma naturaleza del disciplinamiento que la Obra imparte.

Es conocido el gusto que tenía el fundador por el orden y la disciplina militar. Este orden no implica un ámbito donde falte la alegría y la espontaneidad: estas son parte de la disciplina y la planificación. La sonrisa de San Rafael –la sonrisa mecánica para ganarse la simpatía de l@s chic@s jóvenes- es parte de esa espontaneidad planificada. 

Su mayor eficacia consiste en hacer transparente este sistema disciplinal, de tal modo que no se note ni se vea como un sistema de control racionalizado y que la espontaneidad surja dócilmente, como una orden más.

El dar criterios sin explicar su origen o su razón tiene que ver con el disciplinamiento. Se trata de someter a la razón, y la mejor forma es responderle con la incoherencia e imponerle silencio. 

La prohibición de asistir a los espectáculos públicos no parece responder a ninguna razón racional sino a una razón disciplinal. Señalar la pobreza como causa para ese criterio general (de los espectáculos públicos) es una forma más de disciplinar el pensamiento, con respuestas que no se corresponden con la pregunta, pero que dejan la inquietud sin efecto.

La razón no manda ni tiene participación en las decisiones. Pero no lo sabe, se entera luego de mucho tiempo. 

La conciencia la tiene el que manda, el que dicta las ideas. Por eso, no es una contradicción que, quien dicta, mande obedecer inteligentemente sin entender o que ordene ser libre. Parte del disciplinamiento es decir que en la Obra «somos libérrimos» aunque por dentro cada uno pueda sentir todo lo contrario. Eso no importa. Los sentimientos no cuentan.

Lo que hay que creer: 

«...os he repetido muchas veces que nuestra obediencia es obediencia de seres vivos: a los cadáveres yo los entierro»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 515)

Lo que hay que actuar: 

«Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento [o sea, inerte] —que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro—, [pues no piensa] seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 128)

Por un lado el fundador pide obediencia de seres vivos inteligentes, y por otro, docilidad de seres inertes. Dice que a los cadáveres él los entierra, pero por otro lado ordena a los miembros que se comporten como «cosas en manos de los directores». 

En síntesis, el disciplinamiento manda creer que se obedece libre e inteligentemente; y al mismo tiempo también manda actuar de manera inerte, como un objeto. Esta dualidad es posible gracias a la disociación: las dos órdenes -contradictorias entre sí- marchan por caminos paralelos, que no se cruzan nunca porque están disociados.

Y esto no sucede de manera inocente: disociar forma parte de ese disciplinamiento. Disociar es no confrontar una cosa que se manda con otra, porque ambas provienen del Padre. 

La formación de la Obra tiende a eso: creer una cosa y actuar otra.

Por lo cual, mentir es lo más fácil: dicho de otra forma, en la Obra posiblemente más que mentir, se disocia y así evitan el recurso a la mentira (aunque desde afuera tal disociación puede considerarse una forma institucionalizada de mentir). 

***

También es disciplinamiento delegar la propia responsabilidad en los directores, cuyo principio máximo es «el que obedece no se equivoca nunca».

«No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas»

(A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 32)

 

«Entre los frutos de la obediencia, uno es particularmente necesario para llevar a cabo la misión que tenemos encomendada: la paz, la serenidad interior de quien sabe que obedeciendo no se equivoca nunca.»

(texto de Meditaciones, IV, pág. 645) 

De ahí el fuerte carácter imperativo de la formación, donde las ideas se dictan, como si fueran principios universales de la física, y que además no se ponen en discusión nunca.

Algunas veces la Obra usa el tiempo imperativo, pero la mayoría es el presente del indicativo, la tercera persona del plural, como quien habla de algo que lo da por hecho y compartido por todos:

«Obedecemos en la Obra libremente, asumiendo el mandato que recibimos. Rendimos nuestra voluntad con docilidad pero con inteligencia, con amor y sentido de responsabilidad, que nada tienen que ver con juzgar a quien gobierna» (Meditaciones III, 516)

 

«Vivimos de un modo coherente, sin rebuscamiento en el trato. Lo que somos y pensamos queda patente a los ojos de todos.» (Meditaciones IV, pág. 15)

No es extraño, entonces, que esta disciplina imponga uniformidad, aunque luego se mande pensar en contrario:

«En la Obra todos tenemos nuestras ideas, variadas, cada uno con su pensamiento, su modo de ser: un numerador variadísimo. Como denominador, además de la fe y la moral de la Iglesia, tenemos esa dedicación a Dios. En lo demás, ¡libérrimos!, ¿no os da alegría? Yo sólo he encontrado esta libertad en Casa»

«No somos una institución cerrada, en la que todos parecen obligados a pensar lo mismo, a ir como en manada, sino una peculiar organización divina, que tiene la aparente desorganización de todas las cosas vitales, y que es bien propia de las instituciones seculares, en las que se potencia la personalidad de cada uno»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 351)

Se “debe creer” justamente lo contrario a lo que se siente y experimenta. Por eso no es raro terminar «enfermo de los sentimientos». Esta disciplina intoxica. 

En ese conflicto entre «la cabeza y los sentimientos» (cfr. Surco n. 166) gana la cabeza, porque así lo enseña y lo manda la Obra. Es el disciplinamiento del pensamiento, para que a su vez someta a los sentimientos.

Pues esa descripción que hace el fundador (citada anteriormente), es en realidad una orden, ya que no se puede cuestionar nada de lo que diga. Y la orden misma se contradice al ordenar que nadie se sienta obligado… pero eso no importa, porque la razón la tiene siempre la disciplina, no la inteligencia. 

La disciplina es la “lógica”, principio directriz del pensamiento dentro de la Obra. La disciplina resuelve toda contradicción y unifica la acción. Y tiene su origen en un solo lugar: la voluntad del Padre (el prelado, no Dios), o «lo que quiera el Padre».

Así como la dirección espiritual está sometida al gobierno, la formación también. El que enseña es también el que manda y, lo que enseña, manda que sea obedecido. 

***

Sin esta disciplina, la vida de las personas en la Obra no duraría lo que dura, sin ese disciplinamiento de la conciencia, la razón y los afectos.  

«el corazón solo no basta para seguir a Dios en la Obra (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento»

(del fundador, citado en A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 31)

El fundador tenía tan claro el tema de la disciplina, que advertía con severidad a quienes pensaban «aflojar el ritmo»: 

«¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones [sentimientos] distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios! En una palabra: produciría una pena inmensa que, al cabo de los años, un alma no rechazara la tentación de condicionar su entrega.»

De hecho, los problemas de perseverancia comienzan cuando se empieza a cuestionar la misma disciplina que la Obra impone sobre las conciencias. Comienzan los problemas de “lógica” y las discrepancias entre la “lógica de la disciplina” y la lógica racional más elemental. El fundador conocía muy bien este fenómeno, al menos así parece por cómo lo describe: 

«se enrarece el carácter, con reacciones desproporcionadas ante estímulos ordinarios; el alma se ensombrece y crea distancias respecto a los demás y como un alejamiento de lo que, en horas de fidelidad, era algo entrañable; aparece la frialdad de una criatura que no ha asimilado sobrenaturalmente una humillación, o un error o un detalle que suponía un vencimiento» (del fundador, Meditaciones III, págs. 353-354)

Todos esos síntomas forman parte de una reacción normal frente a un disciplinamiento tóxico, que enrarece el carácter, crea distancias, enfría a las personas y las humilla hasta que finalmente surge la decisión de no aceptar más vencimientos ni sometimientos. 

***

Los niveles de disciplinamiento son varios: el más importante para la Obra, y el más grave desde el punto de vista moral, se da a nivel de la conciencia, que implica una violación de lo más íntimo de la persona. 

Es el peor, el disciplinamiento que le dicta a la conciencia qué hacer, qué dejarse hacer, qué decidir, qué actuar en conciencia. Es decir, hay una invasión al espacio privado, donde sólo tienen la llave Dios y cada persona. Por este disciplinamiento a muchos se les impuso una vocación que no tenían y unos deberes que no les correspondía llevar sobre sus conciencias.

Muy notorio es el disciplinamiento de la voluntad, cuando en la Obra pretenden la adhesión voluntaria de algo que es una orden, un dictado (cfr. El arte de amargarse la vida, el maravilloso capítulo «Sé espontáneo»):

«he escrito que nuestra perseverancia en la Obra es totalmente voluntaria. Tú estás aquí porque te da la gana. (…) En el Opus Dei no está coaccionado nadie» (del fundador, Meditaciones III, pág. 430). 

Es sorprendente como el fundador enseña dando órdenes.

Desde el momento en que los directores invadieron la conciencia de las personas, tomaron control y por eso pueden “hacer querer” lo que uno no quiere, pues la conciencia manda (moralmente) por encima del querer. 

Otro tanto puede decirse del “hacer creer”, que le permite a la Obra dogmatizar sus doctrinas, sus “revelaciones” y divinizar la figura del fundador y prelados sucesores.

También este “hacer creer” permite imaginar que existe una libertad plena dentro de la Obra, aunque no se experimente. Y por ello se disciplina al pensamiento para que rechace cualquier idea acerca de la posibilidad de coacción dentro de la Obra. 

***

La obsesión por controlar la sexualidad y hablar de ella todas las semanas en la charla, tiene que ver con imponer orden en un tema que el fundador consideraba «materia más pegajosa que la pez» (Camino, n. 131), en consonancia con la concepción que tenía sobre los sentimientos, que se apegan «a todo lo que desprecias» (Surco n. 166). El mundo sensible es un problema para la Obra y necesita disciplinarlo. 

Por eso la mortificación es un excelente medio –tomado de la doctrina cristiana- para utilizarlo disciplinalmente: no importa si el cilicio y las disciplinas resultan beneficiosas para la vida interior de quien las usa, lo importante –para la Obra- es que se usen todos los días (establecidos) y que se dé cuenta de ello en la charla.

Lo mismo con el tema de la pobreza, que no tiene que ver tanto con el buen pasar institucional –no importa la contradicción- sino con el disciplinamiento de sus miembros, de tal manera que lo entreguen todo y no tengan nada como propio. Que se desprendan de sí mismos y dependan en todo de la Obra. 

La “entrega” de sí mismo a la Obra es el resultado de todo un proceso de disciplinamiento.

El pensamiento de la muerte es extremadamente disciplinador. No es extraño que el fundador lo utilice para que los miembros opten entre someterse o morir.

«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 89) 

El “milagro de la Unidad” es resultado de todo este proceso de “poner orden”.

La idea de traición es otro elemento para forzar la disciplina, de tal modo de “hacer creer en conciencia” que aquel que no se someta a los dictados de la Obra será irremediablemente un traidor porque “libremente aceptó” ser disciplinado, y no puede ahora retractarse. Que quede claro que es mejor morir antes que traicionar. 

***

La imposición de silencio permite que la disciplina actué pero no se hable de ella. Silencio, tanto hacia fuera como hacia adentro, pues sólo con los directores se pueden tener confidencias o charlar de las preocupaciones personales respecto de la Obra. 

Por todo esto, es casi imposible dialogar con personas de la Obra si razonan según la lógica del disciplinamiento. No disciernen ni razonan: obedecen órdenes, dicen lo que otros han pensado por ellos y no dialogan, pues esto sería una “falta de disciplina” (cfr. las interesantes respuestas que recibió Marypt por parte de miembros de la Obra).

Es muy difícil que existan “verdaderos pensadores” o filósofos dentro de la Obra y permanezcan en ella, salvo que se mantengan al margen de ese disciplinamiento de la conciencia y la razón. Pero si es así, tarde o temprano se van, no aguantan. O se quedan y llevan una doble vida.

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Publicado el Friday, 16 September 2005



 
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