El agobio divino.- Manzano
Fecha Wednesday, 22 May 2013
Tema 030. Adolescentes y jóvenes


El agobio divino

Manzano, 22/05/2013

 

El pobre chico estaba “agobiado”, pero nadie acertaba la razón. Una adolescencia complicada y difícil decían unos, son cosas de la edad decían otros. Pero Miguel ya no era aquel chico sano y alegre, aquel simpático dicharachero que no perdía ocasión para contar algún chiste, siendo él mismo el primero en soltar las primeras carcajadas que contagiaban inmediatamente a los demás. Qué agradable y divertida era la vida a su lado. Pero la “divinidad” de una obra humana se interpuso en su camino.

Así me lo contaba su padre, un buen y viejo amigo al cual yo le había perdido la pista hacía años. Coincidimos en la sala de espera del aeropuerto no hace muchos días; un inmenso placer el poder reencontrarnos, ¡cuántos recuerdos!... La casualidad hizo que nos dirigiéramos al mismo destino, también que, a pesar de no tener asignados asientos de lado, el vuelo fuera medio vacío y nos permitiéramos la licencia de re-colocarnos juntos una vez que el avión estuvo estabilizado...



Con una hora y media por delante nos parecía poco pero suficiente para ponernos al día, pero la cuarta dimensión se nos echó encima y cuando nos despedimos ambos tuvimos la sensación de haber compartido apenas cinco minutos de nuestra vida desde que salimos y estamos seguros que la nave no alcanzó, ni por asomo, la velocidad de la luz.

De ese rápido repaso a nuestros éxitos, fracasos y demás anécdotas, me impactó la emoción con que hablaba de su hijo menor, Miguel. Está a poco de licenciarse y al parecer con unos resultados extraordinarios. A mi amigo se le humedecieron los ojos al mencionar que estuvieron a punto de “perderlo”. No quise ahondar en el tema por temor a abrirle alguna herida, pero espontáneamente él mismo me empezó a relatar la sospechosa situación que han vivido.

Comenzó tal cual doy inicio a este escrito, o sea, hablando maravillas de ese hijo suyo, el menor de tres. Desde la más temprana infancia lo había ingresado en un colegio obra corporativa del Opus Dei, igual que había hecho anteriormente con sus dos otros hijos mayores.

Miguel empezó a acudir también y a su debido tiempo al club juvenil ligado a ese centro educativo donde disfrutaba muchísimo con el fútbol, talleres y todos los shows que ya conocemos la mayoría de nosotros. Todo iba sobre ruedas y el chico, muy capaz, se apuntaba a todas las actividades tanto escolares como extra-escolares habidas y compatibles. Deporte específico y academia externa de idiomas incluidos, para un progreso en una disciplina a la que él tenía facilidad y obtener un avanzado en inglés, además de un segundo idioma extranjero complementario.

La cuestión es que a la edad de 14 años empezaron a notar que ya no hablaba tanto en casa, estaba perdiendo esa inocencia al tiempo que su innata alegría. Empezó a mostrarse esquivo, a querer pasar inadvertido incluso en su propio domicilio. Las notas académicas se hundieron.

El ambiente familiar era completamente normal, si a eso se le puede llamar así por el hecho de tener unos padres cristianos y corrientes, de familia clase media, ciertamente acomodada. Quizás una sola anomalía entre tanta normalidad, que los suegros de mi amigo eran del Opus Dei.

Preocupados, los padres de Miguel se pusieron de inmediato en contacto con su preceptor. Su respuesta era que ya se habían dado cuenta de la situación y que su diagnóstico era claro: Miguel iba agobiado. Tenía demasiadas actividades y había que reducirlas. Aconsejaba que empezara –casualmente- a dejar todo lo que hacía fuera del colegio, menos el club. Al contrario, debería concentrarse y pasar más tiempo en ese club, que le proporcionaba el ambiente adecuado para el estudio y de paso tendría la oportunidad de seguir recibiendo la formación que toda familia cristiana desea para su hijo.

Para acelerar el relato diré que siguieron ciegamente todos los consejos del tutor (un numerario, sé de quién se trata) por un largo período de tiempo, hasta que terminó el bachillerato para incorporarse a la universidad. El hecho es que fueron años de verdadero infierno en aquella familia, nunca Miguel dio la más mínima señal de recuperarse, al contrario. Sólo su alta capacidad le permitió sacarse los cursos por la mínima y en la última oportunidad, pues apenas abría un libro.

Dejó de acudir por el club, primero en secreto hasta que sus padres se enteraron, los cuales no pudieron obligarlo a regresar. Se convirtió en un solitario, no salía, no tenía amigos. Su mundo era su habitación que compartía con un hermano mayor y cuya convivencia era fuente de inagotables batallas. Toda la familia estaba desestabilizada, él no participaba en nada, incluso quería comer aparte.

En el colegio sólo insistían en dispensarle de toda responsabilidad que no fuera su asistencia al club como toda solución y así pasaron años hasta su marcha a la facultad, que por suerte se encontraba en otra ciudad.

Miguel aún tardó un par de años en abrirse un poco y normalizar su conducta. Seguía con sus miedos y temores a no se sabe qué, aunque en la universidad empezó desde un inicio a resaltar por sus brillantes notas. Hasta que un día de este último curso, en franca e íntima conversación con sus padres, Miguel les comunicó que quería agradecerles todo lo que habían hecho por él, que comprendía que habían intentado que hiciera lo que creían sería lo mejor. También les hizo saber que la carga más pesada la tuvo que acarrear él sólo y les pedía disculpas por no haber sabido superar el agobio al que fue sometido.

Empezó por comunicarles que, a pocas semanas de terminar la carrera, ya tenía una oferta laboral sólida, que tenía una amiga preciosa con quién salía desde hacía ya un año y que estaba dispuesto a soltar el lastre que lo amordazó y le comprimió toda su adolescencia: contó con pelos y señales las presiones que recibió de sus tutores y profesores para encaminarle hacia el compromiso de pedir la admisión, como numerario, al Opus Dei. De los intentos de éstos de aislarle del mundo para que se incorporara exclusivamente al entorno de la institución. Expresó, ahora sin rencor alguno, el asfixiante acoso que le produjo esta situación hasta el extremo de haber pensado en abandonarlo todo y desaparecer.

Su padre me decía: ¡...Y nosotros sin tener la menor idea de nada de todo esto!. Tú fuiste del opus, me dijo, quizás lo podrás entender, por eso te lo cuento. Le acorralaron la vida con dos precipicios, el del opus y el del demonio. Así se lo hacían ver, que sus padres eran sus principales enemigos y culpables si él no accedía a esa voluntad “divina”. Y él simplemente le horrorizaba llevar una vida como la que veía a sus tutores y ambientes relacionados.

Este episodio –que tiene mucho más de rutinario que de excepcional en los ambientes relacionados con el Opus Dei- viene a colación con el último escrito de Jaume, donde reflota el mayor de los fraudes, el origen de todos los errores de la Prelatura. Ese vacío enigma en el que se asienta el Opus: la pretendida divinidad. Ese es el primer y gran problema, el falso origen divino -digo falso por qué no se basa en nada más que la palabra de un sacerdote con aires de grandeza- que les da alas para perpetrar en silencio lo más despreciable. No hay más. Muestran demasiadas contradicciones por un lado y por el otro sus réplicas se reducen -sin pruebas ni fundamento alternativo alguno- en la falta de visión (en 3D?) sobrenatural de quienes lo critican. Así cualquiera, menudo recurso.

Evidentemente, con ese argumento se permiten saltarse lo que haga falta para dar satisfacción al ego corporativo y creerse legitimados para destrozar lo que les convenga, eso sí, con mucha delicadeza semántica e hinchando globos de una santidad construida a su medida. El problema es que sólo disponen de talla única, el patrón de ese vestido pasó de moda y hoy ya sólo consiguen hacer el ridículo, además de mucho daño.

Saludos,

Manzano







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