¿Una praxis obstaculizadora de virtudes éticas?.- Rescatado
Fecha Friday, 12 July 2013
Tema 125. Iglesia y Opus Dei


¿Una praxis obstaculizadora de virtudes éticas?

Rescatado, 12/07/2013

 

El pasado verano me editaron un libro que titulé Valores éticos o fuerzas que dan sentido a la vida. Qué son y quienes los vivieron.  En él describo once valores y las correspondientes virtudes. Además me detengo también en la descripción de actitudes contrarias a cada virtud; y en diversas formas falsificadas o distorsionadas respecto a cada una.

Es un libro escrito de forma que sea legible tanto por agnósticos y ateos humanistas como por personas vinculadas a cosmovisiones religiosas: cristianismo, hinduismo, Islam, budismo, etc. Es decir, no utilizo nunca una fundamentación a partir del Nuevo Testamento, sino de argumentaciones ético-filosóficas y psicológicas.

Recientemente me he preguntado: ¿con qué facilidades o dificultades podrá encontrarse un miembro del Opus Dei para cultivar estos valores? Y, además de poder vivirlos en el nivel de una ética natural, ¿podrá también cultivarlos con las nuevas motivaciones y aplicaciones peculiares de la vida de un cristiano influido por el Evangelio?

La realidad es que, imaginándome a un miembro claramente identificado con la praxis de la Obra, mi hipótesis es que respecto a no pocos de los veintidós valores éticos que integro en mi clasificación experimentará el peligro y la tendencia a cultivar actitudes opuestas o bien, versiones falsificadas.  Aunque tal vez no se le podrá atribuir responsabilidad moral más que parcial – o tal vez ninguna- por las deficiencias éticas de sus conductas. Pero tenga o no alguna responsabilidad, su praxis vital tendrá consecuencias deshumanizadoras para sí mismo y para otros.

Mi clasificación de los valores éticos es la siguiente...

 



  1. Actitud esperanzada
  2. Independencia personal
  3. Apertura a la experiencia
  4. Grandeza de alma
  5. Confianza en el ser humano
  6. Deseos de superación
  7. Aceptación de la realidad con sus límites
  8. Profundidad de vida
  9. El arte del ocio humanizados
  10. Autenticidad subjetiva. Ser fiel a  uno mismo
  11. Autenticidad objetiva: vivencia de actividades auténticas
  12. Serenidad
  13. Actitud creadora
  14. Escucha interior
  15. Cordialidad
  16. Actitud agradecida
  17. Respeto a las personas
  18. Fidelidad a los compromisos
  19. Sabiduría para la vida (Prudencia)
  20. Fortaleza existencial
  21. Armonía intrapersonal (Templanza)
  22. Solidaridad para la justicia

 

 

De los once primeros me ocupé en dos libros anteriores. En el último me he concentrado en los once restantes. Me limitaré aquí a los tres primeros valores éticos de los once que describo y fundamento en mi último libro.

1.    SERENIDAD

Para precisar lo que considero esencial de esta actitud ética presento el siguiente párrafo

Para que la serenidad – o, si se prefiere la paz interior, o la actitud de sosiego interior – merezca ser calificada como virtud ética y, por lo tanto, como actitud humanizadora, y no como mero estado de ánimo, es importante subrayar el siguiente requisito: tiene que ser capaz de mantenerla la persona no sólo cuando las experiencias personales y el propio entorno social se desenvuelven sin problemas, sino también cuando la persona se encuentra implicada en situaciones conflictivas y de crisis o incluso fracasos existenciales. Y, a la vez, requiere que la persona no reprima o inhiba una fina receptividad sensorial y de inteligencia emocional ante la realidad dolorosa y frustrante que le alcanza a ella misma o a otros seres humanos cuya felicidad le importa.

¿Tiene facilidad un miembro del Opus Dei – especialmente un/a numeraria para cultivar esta actitud humanizadora de forma auténtica?

Pienso que muchos miembros pueden dar la impresión- por las apariencias- de estar dotados de una actitud serena. Pero mi hipótesis es que –a partir de la praxis de la institución- lo que se fomenta es una forma insana o distorsionada de serenidad. De las siete variantes que yo describo, resumiré aquí cuatro que pienso que será fácil que se cultiven en la vida de miembros de la Obra.

a)    La pseudo serenidad del escapista

Una persona que evita sistemáticamente enfrentarse ante situaciones dolorosas o inquietantes, a base de no querer nunca percibirlas ni con la mirada ni con la escucha, es decir, a base de no enterarse de lo que pasa, por supuesto que podrá conseguir ahorrarse vivencias de inquietud, temor, o preocupación, pero no podrá pretender estar dotada de una actitud serena. Representa la pseudoserenidad de la persona que vive encerrada en su torre de marfil. Desde el momento en que esta experiencia implica una inhibición de la sensibilidad humana,  del ejercicio de las capacidades para ver, escuchar y tocar, como vías de apertura al mundo y a los seres humanos, incluidas las experiencias del mal físico y moral con el correspondiente sufrimiento; desde el momento en que la persona desconecta de toda esta realidad para no complicarse la vida, su supuesta serenidad es una deformación o perversión del carácter valioso de la auténtica virtud ética. Constituye ciertamente una actitud deshumanizadora si se trata de una característica estable, y no sólo circunstancial, en la vida de la persona.

b)    La pseudoserenidad del emocionalmente reprimido

Muchas veces será consecuencia de la anterior limitación. Pero cabe también la posibilidad de que una persona con un sano fluir de la sensibilidad  tenga luego una decisión inconsciente de impedir sentir las emociones de carácter doloroso, como son la indignación, la tristeza, o el miedo sano (diferentes de la depresión y la ansiedad neuróticas).

A veces podrá tratarse de una persona que padezca lo que se denomina un trastorno esquizoide de la personalidad, en cuyo caso su libertad interior para experimentar las emociones –no sólo las dolorosas- y, por supuesto para expresarlas (¿cómo hacerlo si ni siquiera las siente?) estará muy disminuida, o casi anulada. Por lo tanto no habrá que atribuirle culpa o responsabilidad moral por su falsa serenidad. Cuando esto no ocurre entonces nos encontramos con una pseudoserenidad que puede contribuir – al igual que en los otros casos que describo de formas insanas- a ofrecer una imagen antipática de la misma y hacer sospechar a los observadores el carácter deshumanizador de toda actitud serena.

c)    La pseudoserenidad del inconsciente

En este caso me refiero a la persona que más que no querer percibir los aspectos frustrantes y conflictivos de su entorno y, en consecuencia, tampoco experimentar las reacciones emocionales de carácter doloroso (como ocurría en el caso de a), lo que  aquí se hace es no pensar en ello, para no experimentar esas reacciones emocionales, no reflexionar, ni por tanto, ser consciente de que están ocurriendo desgracias en las que tal vez podría intervenir para ayudar.

d)    La pseudo serenidad del irresponsable

La persona puede haber llegado a ser consciente y vibrar con lo que ocurre, y también de que estaría en sus manos la posibilidad de colaborar en su solución, pero tiende habitualmente a encontrar pretextos para evitar implicarse. No se caracteriza por ser una persona solidara y generosa, y se mantiene pasiva en espera de que ya aparecerán otras personas que ayuden.

A la vista del  contenido de muchos testimonios escritos en opuslibros, podrá comprobarse que algunas de estas formas falsas de serenidad forman parte, o bien de la vida de muchos miembros, o, en algunos casos, especialmente de directores.

2.    ACTITUD CREADORA

Mi hipótesis es que será muy difícil, para un miembro de la Obra, cultivar ésta actitud, en las distintas áreas de su vida –afectiva, profesional, ciudadana, intelectual (teológica, o filosófica, o científica, sobre todo en ciencias sociales), artísticas, etc. Aquí, más que formas distorsionadas de esta actitud veo conveniente mostrar la posibilidad de cultivar actitudes opuestas, como son por ejemplo:

a)    El conformismo. A la hora de actuar, estar demasiado pendiente de tener en cuenta “la mente y el corazón del Padre” y, en general, las múltiples normas de la Praxis.

b)    La simbiosis entendida, psicológicamente como relación de dependencia en la que se frena el desarrollo de determinadas capacidades propias, sobre la base de dejar que otro lo haga por nosotros (pensar, sentir, decidir)

c)    La  introyección: Incorporación indiscriminada de informaciones, valores, directrices, actitudes o patrones de conductas procedentes del exterior (en el caso de la Obra, de los directores y normas de la praxis) sin haberlas asimilado de forma personalizada, confrontándolas con la propia experiencia.

El que puede ejercitar la actitud creadora –principalmente en su proceso de crecimiento personal como ser humano y como cristiano; y en sus contribuciones al bien común (y, como cristiano en su acción evangelizadora, incluyendo la “iluminación cristiana de las actividades en el mundo)”- si la cultiva estará practicando una virtud ética, con sus consecuencias beneficiosas no sólo para sí, sino también para otros. Y si tiene suficiente sentido de responsabilidad, vivirá esta actitud no sólo con alegría, como un valor ético que le atrae, sino también como un deber moral que percibe desde su sentido de responsabilidad.

Una vivencia cristiana sin creatividad, a partir de la falta propia del requisito de suficiente independencia personal, impedirá tener en cuenta el mensaje evangélico de la parábola de los talentos. Asimismo, la doctrina sobre los carismas de todo cristiano, según cartas de San Pablo y San Pedro, por ejemplo:

Existen carismas diversos, pero un mismo espíritu; existen ministerios diversos, pero un mismo Señor; existen actividades diversas, pero un mismo Dios que ejecuta todo en todos. A cada uno se le da una manifestación del Espíritu para el bien común (1 Corintios 12, 4 -7)

Cada uno, como bien administrador de la multiforme gracia de Dios, ponga al servicio de los demás el carisma que haya recibido. (1 Pedro 4, 10)

¿Se encuentra, cada miembro de la Obra, con plena libertad para el cultivo de sus posibles carismas, con creatividad? Tal vez sólo unos pocos, y en áreas muy limitadas de su vida. Me permito incluir aquí dos páginas de un escrito mío: El poder creativo de los carismas frente al anquilosamiento de lo institucional.

En la doctrina del Concilio Vaticano II se reconoce la contribución de los carismas para la necesaria renovación periódica de la Iglesia, para lo que no bastaría el mantenimiento uniforme de una misma praxis sacramental y del ejercicio del triple ministerio diaconal, presbiteral y episcopal, más el cultivo de las virtudes cristianas. 

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Corintios 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia (Concilio Vaticano II: Constitución sobre la Iglesia, 12. El subrayado es mío).

 Podemos considerar que, a lo largo de la historia de la Iglesia, se manifiestan dos sensibilidades y sus correspondientes tendencias, que a veces dan lugar a tensiones y conflictos, pero que tengo el convencimiento de que es preferible que perduren, ya que ambas implican dos tipos de carismas que protegen diferentes aspectos esenciales de la comunidad cristiana. Lo que ocurrió en el Concilio de Jerusalén, tras haber sido denunciado san Pablo de haber sido infiel en el respeto a algunas tradiciones de los cristianos procedentes del judaísmo, constituyó la primera crisis importante provocada por la tensión entre: a) los cristianos para quienes lo prioritario era la conservación íntegra de las tradiciones religiosas del pueblo de Israel, frente a b) los cristianos para quienes lo prioritario era eliminar todos aquellos elementos de la praxis religiosa heredados del judaísmo, pero que ya no fuesen esenciales después de Yeshúa, y que constituían obstáculos para la actividad evangelizadora de los pueblos paganos. El peligro de los primeros fue, y ha sido siempre, inhibir la creatividad evangelizadora, y pretender conservar no sólo lo esencial sino lo correspondiente a circunstancias del pasado, ya no vigentes, o a peculiaridades culturales en la forma de llevar a cabo la inspiración divina. El peligro de los segundos era que, en su afán de poder integrar el mensaje cristiano en diferentes culturas y mentalidades, traicionasen algún contenido esencial, o al menos lo silenciasen por el hecho de que hiciese más difícil el éxito en la evangelización. Esto es diferente a la precaución de vivir la prudencia pastoral que llevó a san Pablo a proceder gradualmente en su predicación a los paganos, cuando decía, por ejemplo: “A vosotros os doy leche y no manjares sólidos, porque sois niños en la fe” (Carta 1ª a los Corintios 3, 2). El hecho de que sea lo carismático, y no precisamente lo institucional, lo más favorecedor de la creatividad, ya fue advertido por el sociólogo de la religión Max Weber: 

Para Max Weber, por ejemplo, el carisma se opone al ejercicio burocrático o patriarcal de la autoridad. La racionalidad objetiva del estilo burocrático y la estructura tradicional de la autoridad tienden a dar permanencia al orden cristalizado. Por el contrario, el carismático posee poder creativo, libertad, se lanza decidido al cambio social. Hay carismas de carácter político o religioso (Dussel, 1977, p. 328).

Una institución sin respeto a los posibles y diversos carismas de sus miembros, una Iglesia en la que la estructura de la autoridad impidiese indiscriminadamente las iniciativas carismáticas de miembros suyos “habría de anquilosarse en una actividad meramente burocrática” (Schmaus, 1970, II, p. 111). Por suerte, no han faltado cristianos y cristianas con carismas, a veces extraordinarios, que han contribuido a liberar a la institución eclesial en etapas muy deficitarias en vitalidad evangélica. En estos casos, las inevitables tensiones que han conducido a crisis han constituido crisis de crecimiento.

Éstos [los carismas] pueden actuar en la vida cotidiana y en algunas situaciones excepcionales de la Iglesia (vid. Catalina de Génova, Francisco de Asís). Es posible que su dinámica conduzca a grandes tensiones entre los jerarcas y los carismáticos, como lo demuestran los mencionados ejemplos históricos. Los carismas pueden irrumpir en todo momento. Son una gracia especial que Dios concede en tiempos de anquilosamiento o ceguera, para revitalizar la Iglesia y recordarle su verdadera misión (Schmaus, 1970, II, p. 128).

Ciertamente que la reflexión sobre los carismas en la Iglesia y el reconocimiento de su contribución creadora –y no necesariamente destructora de la unidad– ha sido una cuestión olvidada o silenciada durante siglos en la reflexión teológica. Esto podría significar que durante ellos, por una ansiosa evitación de todo peligro de tensión, se optó por desoír, en general, a una de las dos sensibilidades a las que me he referido antes. Se impuso aquélla para la que lo prioritario era la seguridad en la conservación íntegra del “depósito de la fe”, aunque lo que se entendiese por contenido de tal depósito no fuesen sólo elementos esenciales e inmutables, sino fórmulas, instituciones y praxis condicionadas por unas determinadas circunstancias históricas, culturales y de estilos de personalidad.

Si en la teología y en la Iglesia católica se ha desconocido por mucho tiempo, teórica y prácticamente, la estructura carismática de la Iglesia, ello tiene su razón de ser, primeramente, en aquel clericalismo y juridicismo que, en tiempos recientes, ha sido tan frecuentemente objeto de crítica aún dentro de la misma Iglesia católica. La actitud clerical no ve verdadera y decisiva actividad sino en el clero, y no en todos y cada uno de los miembros del pueblo de Dios. La mentalidad juridicista es profundamente desconfiada frente a todo dinamismo del libre espíritu de Dios, que no esté reglamentado de antemano –de un Espíritu que sopla en la Iglesia donde y como quiere (Küng, 1970, pp. 216s.).

 Según algunos teólogos, esta situación de silenciamiento de la dimensión carismática de la Iglesia ha podido ser, en parte, una consecuencia del hecho de que los mismos carismas fueran también institucionalizados y excesivamente controlados por la autoridad eclesial. Y digo “excesivamente”, porque otra cosa sería que hubiesen sido prudentemente coordinados y verificados respecto a sus frutos evangelizadores, por la autoridad episcopal, habiendo escuchado a representantes de los otros estados eclesiales (presbíteros, laicos, religiosos).

En el curso de la evolución histórica, las funciones de los profetas, evangelistas, maestros y exhortadores quedaron subordinadas al magisterio de la Iglesia, que continuó la función del apostolado. Nos encontramos aquí con una concentración e institucionalización de los carismas. Constituye el trasfondo de este fenómeno un pensamiento jerarquizante sumamente simplificador, que respondía perfectamente a la “mentalidad jurídica formal latina”, pero que no captó la función específica del carisma (Keller, 1975, II, p. 401).

 3.    ACTITUD DE ESCUCHA INTERIOR

Me refiero aquí  a la actitud de atención profunda y apertura a las fuentes de inspiración y motivación provenientes del exterior portadoras de sabiduría, bondad o belleza y, asimismo, atención profunda y apertura receptiva a la resonancia emocional y cognitiva que percibimos en nuestro interior, lo que viene a equivaler a la escucha de nuestra conciencia.

A primera vista parece que la práctica diaria de la lectura espiritual y la meditación, en actitud de silencio y recogimiento contemplativo, tendría que ser una experiencia favorecedora de la “escucha interior”. También la profundización en el autoconocimiento como un aspecto integrante de la misma. Asimismo, la capacidad receptiva de lo valioso, que implica previamente: a) Saber percibir: sensibilidad; b) Saber sentir: sentimientos humanizadores; c) Saber pensar –intuir y razonar- con inteligencia espiritual, existencial o transcendente (según una terminología psicológica reciente).

Mi hipótesis es que la capacidad para la “escucha interior” – entendida en el sentido al que me he referido- ha experimentado en el Opus Dei, en el transcurso del tiempo una creciente obstaculización.

Un ejemplo de ello es lo que yo comencé a experimentar los últimos años de mi vinculación (1970 – 1973) a diferencia de lo vivido en los años 1950 y siguientes. Una creciente uniformidad en las fuentes de posibles inspiraciones, a partir de la lectura espiritual. Copio a continuación lo que expuse en dos páginas de mi libro Naufragio y rescate de un proyecto vital, refiriéndome a la aspiración de ser “contemplativa en medio del mundo”.

Recuerdo que para la práctica diaria de un cuarto de hora de lectura espiritual, y también como apoyo para las dos medias horas de meditación en aquellos años, sin descontar el recurso frecuente a la lectura de puntos del libro Camino de Escrivá, recurríamos en mayoría de casos a los libros de la colección Patmos de espiritualidad. Esta colección estaba dirigida por Raimundo Panikkar y fue la primera que dio a conocer en España a autores de otros países, en especial franceses, alemanes, suizos, ingleses, y algún norteamericano. Supuso desde fines de los años cuarenta del siglo pasado, una corriente de aire fresco que penetraba en la atmósfera más bien cerrada de los libros de devoción predominantes entonces en nuestro país. Recuerdo, cuando han pasado ya entre cuarenta y cincuenta años, la fuente de inspiración y el incremento de interés hacia la espiritualidad cristiana que provocaron en mí la lectura –completada en algunos casos por la meditación– de autores como: el laico francés Gustave Thibon –con sus libros El pan de cada día y Sobre el amor humano–; el cisterciense Eugene Boylan –con Dificultades en la oración mental–; Dietrich von Hildebrand, destacado filósofo de la Ética Fenomenológica (convertido a la Iglesia católica a través de su amistad con el también filósofo converso Max Scheler) con sus dos tomos de Nuestra transformación en Cristo–; el si mal no recuerdo obispo Georges Chevrot –con sus libros Simón Pedro y Las bienaventuranzas–; la laica norteamericana Dorothy Dohen –con su libro El mandamiento nuevo–; el profesor de Ética en la Universidad de Lovaina Jacques Leclercq –con sus excelentes y cordiales libros, p.e.: De la vida serena, Siguiendo el año litúrgico, Santa Catalina de Siena, El matrimonio cristiano–; el filósofo y teólogo alemán Romano Guardini –con los dos volúmenes de El Señor, y Sobre la vida de fe–; el filósofo laico alemán Josef Pieper, con sus libros –Sobre la esperanza, La fe, El amor–; el monje inglés Thomas Merton, por ejemplo con –La senda de la contemplación y El pan vivo–; el sacerdote norteamericano Ronald Knox –con El torrente oculto, y Ejercicios para seglares–; el dominico francés Joseph-Marie Perrin –con Vivir con Dios y El evangelio de la alegría-; la filósofa y mística Gertrud von Le Fort, –con La mujer eterna–; la también pensadora y mística Adrienne von Speyr (gran amiga del famoso teólogo Urs von Baltasar) –con El triunfo del amor–; el holandés John Dankelman –con una obra que ofrece una clara y bella síntesis sobre la fe cristiana en cuatro  volúmenes, titulados  los dos primeros La llamada de Dios, con los subtítulos El amor creador y La gran esperanza; y los otros dos con titulados La respuesta del hombre, y subtitulados: El misterio de la existencia humana, y Tareas en el mundo.

Todas estas obras y otras más no citadas, publicadas en la colección Patmos –que en 1973 alcanzaba 147 títulos– fueron para mí fuente de inspiración y alimento –en mayor o menor grado– para una actitud contemplativa. Como puede notarse, se trataba de autores laicos, clérigos o religiosos, de distintos países, líneas de espiritualidad, y estilos de personalidad.

Aparte, también se nos indicaba, como autores de libros para la lectura espiritual a clásicos como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales y la Introducción a la vida interior de Tissot, entre otros.

Ahora bien, lamentablemente, en los últimos años de mi permanencia en el Opus Dei, y de forma mucho más acentuada en el periodo siguiente, se fue incrementando un centramiento exclusivista en lecturas de escritos de Escrivá –pienso que un porcentaje de los que se le atribuyen no debieron ser obra suya sino de alguno de sus seguidores dado su estilo literario muy diferente al del supuesto autor– o bien obras de algunos de los socios más seleccionados como fieles al espíritu de la Obra a juicio de sus dirigentes. Además, ya en la etapa final de mi presencia en el Instituto se habían ido eliminando como obras recomendables para la lectura espiritual también no pocas de las incluidas en la colección Patmos. Así, por ejemplo, de Jacques Leclerq: El matrimonio cristiano, de Jean Guitton: La Virgen María, de Romano Guardini: El Señor, entre otros más.

Los tres  directores sucesivos que tuvo la colección, durante aquellos años, hasta 1970, fueron el filósofo Raimundo Panikkar (desvinculado de la Institución a fines de los años sesenta), el catedrático de Historia del Derecho, José Orlandis, y el ex-profesor de Derecho Natural, José María Martínez Doral. Éste último fue el que con sus meditaciones recuerdo que me resultaba más inspirador que ningún otro de los sacerdotes a los que escuché ejerciendo esta tarea. Un porcentaje importante de los libros pertenecientes a los períodos de dirección del primero y del tercero fueron suprimidos de la lista de libros entre los aconsejados para la lectura espiritual.

En conjunto yo, como ya he indicado, valoro positivamente el conjunto de prácticas de espiritualidad, y entre ellas las diarias –aparte de la Eucaristía–, la lectura espiritual, la meditación, el examen de conciencia, y las diversas costumbres favorecedoras de ser conscientes de la presencia de Dios durante la jornada laboral. Todas ellas son ayudas eficaces para contribuir a ser personas “contemplativas en medio de los quehaceres mundanos”.

 

Puedo también comprender que, en vistas a mantener los rasgos básicos de una espiritualidad laical, haya ido aumentando la edición de libros del fundador y de socios de la Institución con esta finalidad. Pero considero al mismo tiempo causa de un grave empobrecimiento desentenderse y marginar a autores que –frecuentemente debido a una base doctrinal menos conservadora y autoritaria– podrían, sin embargo, constituir una rica fuente de inspiración religiosa para los miembros de la Obra. De forma análoga considero un grave perjuicio, como mostraré más adelante, la prohibición de leer –para la formación teológica– a autores representantes de distintas corrientes presentes actualmente en el pluralismo eclesial, cuando no forman parte de la escuela neotomista.

Autores de espiritualidad que, leídos con actitud contemplativa y de “escucha interior” fueron para mí una fuente importante de inspiración, que fueron sucesivamente marginados. Y en un grado mucho más elevado, los teólogos como Congar, Lubac, Chenu, Rahner, Schillebeck, Häring, entre otros, especialmente aquellos que en tiempos del cardenal Ottaviani, perseguidor de toda innovación teológica desde un cargo de presidente de la Congregación de la Fe, habían sido destituidos de su docencia en centros de la Iglesia. Solo con la llegada del papa Juan XXIII fueron rehabilitados como consejeros de los obispos durante el Concilio Vaticano II.

Ramón Rosal

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Texto de la Contraportada del libro de Ramón Rosal:

 

Valores Éticos o fuerzas que dan sentido a la vida. 

Qué son y quiénes los vivieron

 

 

Tal vez sea cierto que entre las raíces de la actual crisis económica, que se está padeciendo en una buena parte del planeta, haya que reconocer una crisis de sensibilidad ética. En cualquier caso, no falta la presencia también de personas que aspiran a colaborar en su renacimiento. El autor de este libro, situándose en la corriente del reconocimiento consciente de los valores, que inició probablemente el filósofo Sócrates en el siglo IV antes de J.C., invita al lector a descubrir el atractivo de once valores éticos, como fuerzas humanizadoras que pueden dar sentido a su vida. Describe, asimismo, sus versiones falsificadas, causa probable del desinterés de muchos respecto a su cultivo. Continúa con ello su reflexión ético-filosófica y psicológica iniciada en sus libros ¿Qué nos humaniza? ¿Qué nos deshumaniza? Ensayo de una Ética desde la Psicología, y La búsqueda de la autenticidad. Reflexión ético-psicológica (en colaboración con Ana Gimeno-Bayón).

 

Se incluye también –por medio de pinceladas biográficas– el testimonio de treinta y cinco ejemplos históricos admirables distribuidos entre cada una de las virtudes. El autor ha querido mostrar, como modelos de ellas, a tipos humanos de muy diversos estilos de personalidad, épocas de la historia, raíces culturales, y filosofías o cosmovisiones, que dieron sentido a sus vidas. Hombres y mujeres que, con la ayuda de su inteligencia emocional y espiritual, descubrieron el atractivo de unos valores y fueron capaces de apropiárselos como actitudes éticas –virtudes– que inspiraron y humanizaron sus trayectorias vitales.

 

<<Entrega siguiente>>

 

ÍNDICE DEL LIBRO







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