De los once primeros me ocupé en dos libros
anteriores. En el último me he concentrado en los once restantes. Me limitaré
aquí a los tres primeros valores éticos de los once que describo y fundamento
en mi último libro.
1. SERENIDAD
Para
precisar lo que considero esencial de esta actitud ética presento el siguiente
párrafo
Para
que la serenidad – o, si se prefiere la paz interior, o la actitud de sosiego
interior – merezca ser calificada como virtud ética y, por lo tanto, como
actitud humanizadora, y no como mero estado de ánimo, es importante subrayar el
siguiente requisito: tiene que ser capaz de mantenerla la persona no sólo
cuando las experiencias personales y el propio entorno social se desenvuelven
sin problemas, sino también cuando la persona se encuentra implicada en
situaciones conflictivas y de crisis o incluso fracasos existenciales. Y, a la
vez, requiere que la persona no reprima o inhiba una fina receptividad
sensorial y de inteligencia emocional ante la realidad dolorosa y frustrante
que le alcanza a ella misma o a otros seres humanos cuya felicidad le importa.
¿Tiene facilidad un miembro del Opus Dei –
especialmente un/a numeraria para cultivar esta actitud humanizadora de forma
auténtica?
Pienso que muchos miembros pueden dar la impresión-
por las apariencias- de estar dotados de una actitud serena. Pero mi hipótesis
es que –a partir de la praxis de la institución- lo que se fomenta es una forma
insana o distorsionada de serenidad. De las siete variantes que yo describo,
resumiré aquí cuatro que pienso que será fácil que se cultiven en la vida de
miembros de la Obra.
a) La pseudo serenidad del escapista
Una persona que evita
sistemáticamente enfrentarse ante situaciones dolorosas o inquietantes, a base
de no querer nunca percibirlas ni con la mirada ni con la escucha, es decir, a
base de no enterarse de lo que pasa, por supuesto que podrá conseguir ahorrarse
vivencias de inquietud, temor, o preocupación, pero no podrá pretender estar
dotada de una actitud serena. Representa la pseudoserenidad de la persona que
vive encerrada en su torre de marfil. Desde el momento en que esta experiencia
implica una inhibición de la sensibilidad humana, del ejercicio de las capacidades para ver,
escuchar y tocar, como vías de apertura al mundo y a los seres humanos, incluidas
las experiencias del mal físico y moral con el correspondiente sufrimiento;
desde el momento en que la persona desconecta de toda esta realidad para no
complicarse la vida, su supuesta serenidad es una deformación o perversión del
carácter valioso de la auténtica virtud ética. Constituye ciertamente una
actitud deshumanizadora si se trata de una característica estable, y no sólo
circunstancial, en la vida de la persona.
b) La pseudoserenidad del emocionalmente
reprimido
Muchas veces será consecuencia de la anterior
limitación. Pero cabe también la posibilidad de que una persona con un sano
fluir de la sensibilidad tenga luego una
decisión inconsciente de impedir sentir las emociones de carácter doloroso,
como son la indignación, la tristeza, o el miedo sano (diferentes de la
depresión y la ansiedad neuróticas).
A veces podrá tratarse de una persona que
padezca lo que se denomina un trastorno esquizoide de la personalidad, en cuyo
caso su libertad interior para experimentar las emociones –no sólo las dolorosas-
y, por supuesto para expresarlas (¿cómo hacerlo si ni siquiera las siente?)
estará muy disminuida, o casi anulada. Por lo tanto no habrá que atribuirle
culpa o responsabilidad moral por su falsa serenidad. Cuando esto no ocurre
entonces nos encontramos con una pseudoserenidad que puede contribuir – al
igual que en los otros casos que describo de formas insanas- a ofrecer una
imagen antipática de la misma y hacer sospechar a los observadores el carácter deshumanizador
de toda actitud serena.
c) La pseudoserenidad del inconsciente
En este caso me refiero a la persona que más
que no querer percibir los aspectos
frustrantes y conflictivos de su entorno y, en consecuencia, tampoco experimentar las reacciones emocionales
de carácter doloroso (como ocurría en el caso de a), lo que aquí se hace es no pensar en ello, para no experimentar esas reacciones
emocionales, no reflexionar, ni por tanto, ser consciente de que están
ocurriendo desgracias en las que tal vez podría intervenir para ayudar.
d) La pseudo serenidad del irresponsable
La persona puede haber llegado a ser
consciente y vibrar con lo que ocurre, y también de que estaría en sus manos la
posibilidad de colaborar en su solución, pero tiende habitualmente a encontrar
pretextos para evitar implicarse. No se caracteriza por ser una persona
solidara y generosa, y se mantiene pasiva en espera de que ya aparecerán otras
personas que ayuden.
A la vista del contenido de muchos testimonios escritos en
opuslibros, podrá comprobarse que algunas de estas formas falsas de serenidad
forman parte, o bien de la vida de muchos miembros, o, en algunos casos,
especialmente de directores.
2. ACTITUD
CREADORA
Mi hipótesis es que será muy difícil, para un
miembro de la Obra, cultivar ésta actitud, en las distintas áreas de su vida
–afectiva, profesional, ciudadana, intelectual (teológica, o filosófica, o
científica, sobre todo en ciencias sociales), artísticas, etc. Aquí, más que
formas distorsionadas de esta actitud veo conveniente mostrar la posibilidad de
cultivar actitudes opuestas, como son por ejemplo:
a) El
conformismo. A la hora de actuar,
estar demasiado pendiente de tener en cuenta “la mente y el corazón del Padre”
y, en general, las múltiples normas de la Praxis.
b) La
simbiosis entendida, psicológicamente
como relación de dependencia en la que se frena el desarrollo de determinadas
capacidades propias, sobre la base de dejar que otro lo haga por nosotros (pensar,
sentir, decidir)
c) La
introyección: Incorporación indiscriminada
de informaciones, valores, directrices, actitudes o patrones de conductas
procedentes del exterior (en el caso de la Obra, de los directores y normas de
la praxis) sin haberlas asimilado de forma personalizada, confrontándolas con
la propia experiencia.
El que puede ejercitar la actitud creadora
–principalmente en su proceso de
crecimiento personal como ser humano y como cristiano; y en sus contribuciones al bien común (y, como
cristiano en su acción evangelizadora, incluyendo la “iluminación cristiana de
las actividades en el mundo)”- si la cultiva estará practicando una virtud
ética, con sus consecuencias beneficiosas no sólo para sí, sino también para
otros. Y si tiene suficiente sentido de responsabilidad, vivirá esta actitud no
sólo con alegría, como un valor ético que le atrae, sino también como un deber
moral que percibe desde su sentido de responsabilidad.
Una vivencia cristiana sin creatividad, a
partir de la falta propia del requisito de suficiente independencia personal,
impedirá tener en cuenta el mensaje evangélico de la parábola de los talentos.
Asimismo, la doctrina sobre los carismas de todo cristiano, según cartas de San
Pablo y San Pedro, por ejemplo:
Existen
carismas diversos, pero un mismo espíritu; existen ministerios diversos, pero
un mismo Señor; existen actividades diversas, pero un mismo Dios que ejecuta
todo en todos. A cada uno se le da una manifestación del Espíritu para el
bien común (1 Corintios 12, 4 -7)
Cada uno, como bien administrador de la
multiforme gracia de Dios, ponga al servicio de los demás el carisma que haya
recibido. (1 Pedro 4, 10)
¿Se encuentra, cada miembro de la Obra, con
plena libertad para el cultivo de sus posibles carismas, con creatividad? Tal
vez sólo unos pocos, y en áreas muy limitadas de su vida. Me permito incluir
aquí dos páginas de un escrito mío: El
poder creativo de los carismas frente al anquilosamiento de lo institucional.
En la doctrina del Concilio
Vaticano II se reconoce la contribución de los carismas para la necesaria
renovación periódica de la Iglesia, para lo que no bastaría el mantenimiento
uniforme de una misma praxis sacramental y del ejercicio del triple ministerio
diaconal, presbiteral y episcopal, más el cultivo de las virtudes cristianas.
Además,
el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante
los sacramentos y los ministerios y le adorna con virtudes, sino que también
distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo
a cada uno según quiere (1 Corintios 12,11) sus dones, con los que les hace
aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para
la renovación y la mayor edificación de la Iglesia
(Concilio Vaticano II: Constitución sobre
la Iglesia, 12. El subrayado es mío).
Podemos considerar que, a lo
largo de la historia de la Iglesia, se manifiestan dos sensibilidades y sus
correspondientes tendencias, que a veces dan lugar a tensiones y conflictos,
pero que tengo el convencimiento de que es preferible que perduren, ya que
ambas implican dos tipos de carismas que protegen diferentes aspectos
esenciales de la comunidad cristiana. Lo que ocurrió en el Concilio de
Jerusalén, tras haber sido denunciado san Pablo de haber sido infiel en el
respeto a algunas tradiciones de los cristianos procedentes del judaísmo,
constituyó la primera crisis importante provocada por la tensión entre: a) los
cristianos para quienes lo prioritario era la conservación íntegra de las
tradiciones religiosas del pueblo de Israel, frente a b) los cristianos para
quienes lo prioritario era eliminar todos aquellos elementos de la praxis
religiosa heredados del judaísmo, pero que ya no fuesen esenciales después de
Yeshúa, y que constituían obstáculos para la actividad evangelizadora de los
pueblos paganos. El peligro de los primeros fue, y ha sido siempre, inhibir la
creatividad evangelizadora, y pretender conservar no sólo lo esencial sino lo
correspondiente a circunstancias del pasado, ya no vigentes, o a peculiaridades
culturales en la forma de llevar a cabo la inspiración divina. El peligro de
los segundos era que, en su afán de poder integrar el mensaje cristiano en
diferentes culturas y mentalidades, traicionasen algún contenido esencial, o al
menos lo silenciasen por el hecho de que hiciese más difícil el éxito en la
evangelización. Esto es diferente a la precaución de vivir la prudencia
pastoral que llevó a san Pablo a proceder gradualmente en su predicación a los
paganos, cuando decía, por ejemplo: “A vosotros os doy leche y no manjares
sólidos, porque sois niños en la fe” (Carta
1ª a los Corintios 3, 2). El hecho de que sea lo carismático, y no
precisamente lo institucional, lo más favorecedor de la creatividad, ya fue
advertido por el sociólogo de la religión Max Weber:
Para Max
Weber, por ejemplo, el carisma se opone al ejercicio burocrático o patriarcal
de la autoridad. La racionalidad objetiva del estilo burocrático y la
estructura tradicional de la autoridad tienden a dar permanencia al orden
cristalizado. Por el contrario, el carismático posee poder creativo, libertad,
se lanza decidido al cambio social. Hay carismas de carácter político o
religioso (Dussel, 1977, p. 328).
Una institución sin respeto a
los posibles y diversos carismas de sus miembros, una Iglesia en la que la
estructura de la autoridad impidiese indiscriminadamente las iniciativas
carismáticas de miembros suyos “habría de anquilosarse en una actividad
meramente burocrática” (Schmaus, 1970, II, p. 111). Por suerte, no han faltado
cristianos y cristianas con carismas, a veces extraordinarios, que han
contribuido a liberar a la institución eclesial en etapas muy deficitarias en
vitalidad evangélica. En estos casos, las inevitables tensiones que han
conducido a crisis han constituido crisis de crecimiento.
Éstos
[los carismas] pueden actuar en la vida cotidiana y en algunas situaciones
excepcionales de la Iglesia (vid. Catalina de Génova, Francisco de Asís). Es
posible que su dinámica conduzca a grandes tensiones entre los jerarcas y los
carismáticos, como lo demuestran los mencionados ejemplos históricos. Los
carismas pueden irrumpir en todo momento. Son una gracia especial que Dios
concede en tiempos de anquilosamiento o ceguera, para revitalizar la Iglesia y
recordarle su verdadera misión (Schmaus, 1970, II, p. 128).
Ciertamente que la reflexión
sobre los carismas en la Iglesia y el reconocimiento de su contribución
creadora –y no necesariamente destructora de la unidad– ha sido una cuestión
olvidada o silenciada durante siglos en la reflexión teológica. Esto podría
significar que durante ellos, por una ansiosa evitación de todo peligro de tensión,
se optó por desoír, en general, a una de las dos sensibilidades a las que me he
referido antes. Se impuso aquélla para la que lo prioritario era la seguridad
en la conservación íntegra del “depósito de la fe”, aunque lo que se entendiese
por contenido de tal depósito no fuesen sólo elementos esenciales e inmutables,
sino fórmulas, instituciones y praxis condicionadas por unas determinadas
circunstancias históricas, culturales y de estilos de personalidad.
Si en la
teología y en la Iglesia católica se ha desconocido por mucho tiempo, teórica y
prácticamente, la estructura carismática de la Iglesia, ello tiene su razón de
ser, primeramente, en aquel clericalismo y juridicismo que, en tiempos
recientes, ha sido tan frecuentemente objeto de crítica aún dentro de la misma
Iglesia católica. La actitud clerical no ve verdadera y decisiva actividad sino
en el clero, y no en todos y cada uno de los miembros del pueblo de Dios. La
mentalidad juridicista es profundamente desconfiada frente a todo dinamismo del
libre espíritu de Dios, que no esté reglamentado de antemano –de un Espíritu
que sopla en la Iglesia donde y como quiere (Küng, 1970, pp. 216s.).
Según algunos teólogos, esta
situación de silenciamiento de la dimensión carismática de la Iglesia ha podido
ser, en parte, una consecuencia del hecho de que los mismos carismas fueran
también institucionalizados y excesivamente controlados por la autoridad
eclesial. Y digo “excesivamente”, porque otra cosa sería que hubiesen sido
prudentemente coordinados y verificados respecto a sus frutos evangelizadores,
por la autoridad episcopal, habiendo escuchado a representantes de los otros
estados eclesiales (presbíteros, laicos, religiosos).
En el
curso de la evolución histórica, las funciones de los profetas, evangelistas,
maestros y exhortadores quedaron subordinadas al magisterio de la Iglesia, que
continuó la función del apostolado. Nos encontramos aquí con una concentración
e institucionalización de los carismas. Constituye el trasfondo de este
fenómeno un pensamiento jerarquizante sumamente simplificador, que respondía
perfectamente a la “mentalidad jurídica formal latina”, pero que no captó la
función específica del carisma (Keller, 1975, II, p. 401).
3. ACTITUD
DE ESCUCHA INTERIOR
Me refiero aquí a la actitud de atención profunda y apertura
a las fuentes de inspiración y motivación provenientes del exterior portadoras
de sabiduría, bondad o belleza y, asimismo, atención profunda y apertura
receptiva a la resonancia emocional y cognitiva que percibimos en nuestro
interior, lo que viene a equivaler a la escucha de nuestra conciencia.
A primera vista parece que la práctica diaria
de la lectura espiritual y la meditación, en actitud de silencio y recogimiento
contemplativo, tendría que ser una experiencia favorecedora de la “escucha interior”.
También la profundización en el autoconocimiento como un aspecto integrante de
la misma. Asimismo, la capacidad receptiva de lo valioso, que implica
previamente: a) Saber percibir: sensibilidad; b) Saber sentir: sentimientos humanizadores;
c) Saber pensar –intuir y razonar- con inteligencia espiritual, existencial o
transcendente (según una terminología psicológica reciente).
Mi hipótesis es que la capacidad para la
“escucha interior” – entendida en el sentido al que me he referido- ha
experimentado en el Opus Dei, en el transcurso del tiempo una creciente
obstaculización.
Un ejemplo de ello es lo que yo comencé a
experimentar los últimos años de mi vinculación (1970 – 1973) a diferencia de
lo vivido en los años 1950 y siguientes. Una creciente uniformidad en las
fuentes de posibles inspiraciones, a partir de la lectura espiritual. Copio a
continuación lo que expuse en dos páginas de mi libro Naufragio y rescate de un proyecto vital, refiriéndome a la
aspiración de ser “contemplativa en medio del mundo”.
Recuerdo que para la
práctica diaria de un cuarto de hora de lectura espiritual, y también como
apoyo para las dos medias horas de meditación en aquellos años, sin descontar
el recurso frecuente a la lectura de puntos del libro Camino de Escrivá, recurríamos en mayoría de casos a los libros de
la colección Patmos de espiritualidad. Esta colección estaba dirigida por
Raimundo Panikkar y fue la primera que dio a conocer en España a autores de
otros países, en especial franceses, alemanes, suizos, ingleses, y algún
norteamericano. Supuso desde fines de los años cuarenta del siglo pasado, una
corriente de aire fresco que penetraba en la atmósfera más bien cerrada de los
libros de devoción predominantes entonces en nuestro país. Recuerdo, cuando han
pasado ya entre cuarenta y cincuenta años, la fuente de inspiración y el
incremento de interés hacia la espiritualidad cristiana que provocaron en mí la
lectura –completada en algunos casos por la meditación– de autores como: el
laico francés Gustave Thibon –con sus libros El pan de cada día y Sobre
el amor humano–; el cisterciense Eugene Boylan –con Dificultades en la
oración mental–; Dietrich von Hildebrand, destacado filósofo de la Ética
Fenomenológica (convertido a la Iglesia católica a través de su amistad con el
también filósofo converso Max Scheler) con sus dos tomos de Nuestra
transformación en Cristo–; el si mal no recuerdo obispo Georges Chevrot
–con sus libros Simón Pedro y Las bienaventuranzas–; la laica
norteamericana Dorothy Dohen –con su libro El mandamiento nuevo–; el
profesor de Ética en la Universidad de Lovaina Jacques Leclercq –con sus
excelentes y cordiales libros, p.e.: De la vida serena, Siguiendo el
año litúrgico, Santa Catalina de Siena, El matrimonio cristiano–;
el filósofo y teólogo alemán Romano Guardini –con los dos volúmenes de El
Señor, y Sobre la vida de fe–; el filósofo laico alemán Josef
Pieper, con sus libros –Sobre la esperanza, La fe, El amor–; el monje
inglés Thomas Merton, por ejemplo con –La senda de la contemplación y El
pan vivo–; el sacerdote norteamericano Ronald Knox –con El torrente
oculto, y Ejercicios para seglares–; el dominico francés
Joseph-Marie Perrin –con Vivir con Dios y El evangelio de la alegría-;
la filósofa y mística Gertrud von Le Fort, –con La mujer eterna–; la
también pensadora y mística Adrienne von Speyr (gran amiga del famoso teólogo
Urs von Baltasar) –con El triunfo del amor–; el holandés John Dankelman
–con una obra que ofrece una clara y bella síntesis sobre la fe cristiana en
cuatro volúmenes, titulados los dos primeros La llamada de Dios,
con los subtítulos El amor creador y La gran esperanza; y los
otros dos con titulados La respuesta del hombre, y subtitulados: El
misterio de la existencia humana, y Tareas en el mundo.
Todas estas obras y
otras más no citadas, publicadas en la colección Patmos –que en 1973 alcanzaba
147 títulos– fueron para mí fuente de inspiración y alimento –en mayor o menor
grado– para una actitud contemplativa. Como puede notarse, se trataba de
autores laicos, clérigos o religiosos, de distintos países, líneas de
espiritualidad, y estilos de personalidad.
Aparte, también se
nos indicaba, como autores de libros para la lectura espiritual a clásicos como
santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Francisco de Sales y la Introducción a la vida interior de
Tissot, entre otros.
Ahora bien,
lamentablemente, en los últimos años de mi permanencia en el Opus Dei, y de
forma mucho más acentuada en el periodo siguiente, se fue incrementando un
centramiento exclusivista en lecturas de escritos de Escrivá –pienso que un
porcentaje de los que se le atribuyen no debieron ser obra suya sino de alguno
de sus seguidores dado su estilo literario muy diferente al del supuesto autor–
o bien obras de algunos de los socios más seleccionados como fieles al espíritu
de la Obra a juicio de sus dirigentes. Además, ya en la etapa final de mi
presencia en el Instituto se habían ido eliminando como obras recomendables
para la lectura espiritual también no pocas de las incluidas en la colección
Patmos. Así, por ejemplo, de Jacques Leclerq: El matrimonio cristiano, de Jean Guitton: La Virgen María, de Romano Guardini: El Señor, entre otros
más.
Los tres directores sucesivos que tuvo la colección,
durante aquellos años, hasta 1970, fueron el filósofo Raimundo Panikkar
(desvinculado de la Institución a fines de los años sesenta), el catedrático de
Historia del Derecho, José Orlandis, y el ex-profesor de Derecho Natural, José
María Martínez Doral. Éste último fue el que con sus meditaciones recuerdo que
me resultaba más inspirador que ningún otro de los sacerdotes a los que escuché
ejerciendo esta tarea. Un porcentaje importante de los libros pertenecientes a
los períodos de dirección del primero y del tercero fueron suprimidos de la
lista de libros entre los aconsejados para la lectura espiritual.
En conjunto yo, como
ya he indicado, valoro positivamente el conjunto de prácticas de
espiritualidad, y entre ellas las diarias –aparte de la Eucaristía–, la lectura
espiritual, la meditación, el examen de conciencia, y las diversas costumbres
favorecedoras de ser conscientes de la presencia de Dios durante la jornada
laboral. Todas ellas son ayudas eficaces para contribuir a ser personas
“contemplativas en medio de los quehaceres mundanos”.
Puedo también
comprender que, en vistas a mantener los rasgos básicos de una espiritualidad
laical, haya ido aumentando la edición de libros del fundador y de socios de la
Institución con esta finalidad. Pero considero al mismo tiempo causa de un
grave empobrecimiento desentenderse y marginar a autores que –frecuentemente
debido a una base doctrinal menos conservadora y autoritaria– podrían, sin
embargo, constituir una rica fuente de inspiración religiosa para los miembros
de la Obra. De forma análoga considero un grave perjuicio, como mostraré más
adelante, la prohibición de leer –para la formación teológica– a autores
representantes de distintas corrientes presentes actualmente en el pluralismo
eclesial, cuando no forman parte de la escuela neotomista.
Autores de espiritualidad que, leídos con
actitud contemplativa y de “escucha interior” fueron para mí una fuente importante
de inspiración, que fueron sucesivamente marginados. Y en un grado mucho más
elevado, los teólogos como Congar, Lubac, Chenu, Rahner, Schillebeck, Häring,
entre otros, especialmente aquellos que en tiempos del cardenal Ottaviani, perseguidor
de toda innovación teológica desde un cargo de presidente de la Congregación de
la Fe, habían sido destituidos de su docencia en centros de la Iglesia. Solo
con la llegada del papa Juan XXIII fueron rehabilitados como consejeros de los
obispos durante el Concilio Vaticano II.