La seducción de los adolescentes.- Spiderman
Fecha Monday, 30 September 2013
Tema 075. Afectividad, amistad, sexualidad


1. El tiempo nos ayuda a admitir las verdades más desagradables de nuestro pasado

El próximo 2 de octubre de 2013 hará ocho años que me planté en Delegación y entregué mi carta de renuncia al Padre, que tengo pendiente de digitalizar y subir a esta web (sí, me tomé la molestia de fotocopiarla antes de entregarla). Me atendió el actual Subdirector de la Delegación de Barcelona que, por entonces trataba de minimizar las deserciones de agregados. No sabía la que se le venía encima, porque después de mí salieron una docena más de agregados del mismo centro en tres años. Pero esa no era la historia que quería contar, sino que me quería centrar en un tema que puede molestar a los más susceptibles: la seducción de adolescentes. A medida que pasan los años y va avanzando mi proceso de secularización (mundanización dirían otros) mi mirada hacia aquellos años (mis ventipocos) se vuelve más profunda y descarnada y siento la necesidad de compartirla con vosotros.

Una de las cosas que voy aceptando y asumiendo es que mi vida en el Opus Dei estaba fuertemente sexualizada, aunque me empeñara en que fuera justo lo contrario. Y como una parte importante de mi vida era el proselitismo con preadolescentes, es lógico que este proselitismo estuviera marcado por el impulso sexual, aunque por aquella época no fuera tan consciente como lo soy ahora. Jamás puse la mano encima a un chaval, ¡jamás! Pero sí que tenía ganas de abrazarlos, de tocarles el pelo o simplemente de que apoyasen su cabeza en mi hombro cuando íbamos en coche o autocar. No me importa reconocerlo. Agradeceré siempre a Satur que en una charla, cuando yo tenía 16 años, nos hablase abiertamente y con crudeza de este tema... Me escandalizó su franqueza, pero le hice caso y no volví a meterme en la piscina con críos... Porque era ponerse a ahogarlos y que se levantase lo que debía estar flácido...

2. ¿El arte del proselitismo o el arte de la seducción?

Sí, el proselitismo con adolescentes era lo más parecido que teníamos a perseguir chicas, que era lo que deberíamos haber estado haciendo con nuestra edad. Los "monitores" nos pasábamos horas por la noche hablando sobre cada chaval, exhibiendo nuestras "conquistas" y haciendo conjeturas sobre a quiénes podíamos llevar a un siguiente paso, con quiénes habíamos quedado para ir a Misa y merendar juntos y haciendo apuestas sobre si pitarían con 14 y medio o se retrasarían unos meses. Era como una dulce espera a que estuvieran en edad de merecer. Recuerdo claramente que una vez un agregado me contó que había salido en bici con uno de mis preceptuados, ya que los dos eran del mismo pueblo. No me alegré en absoluto, antes bien me recorrió un latigazo por la espalda que he vuelto a sentir en multitud de ocasiones: cada vez que me he fijado en una chica y tras aproximarme a ella he visto que prefería relacionarse con otros. En una palabra: celos.

Os pondré otro ejemplo. Gracias a Dios pude estudiar en un cole mixto hasta los 14 años, edad suficiente para haber empezado a sentir algo especial por las personas del otro sexo. En el curso académico había un momento estelar, donde todo podía pasar y que era escrupulosamente preparado en todos sus detalles. Se trataba de las convivencias o “colonias”. Uno de los detalles principales es algo a priori trivial como era “con quién ibas a sentarte en el autocar”. Allí se demostraba quién era tu mejor amigo, quién te gustaba y si eras correspondido. Que una chica aceptase hacer el viaje sentada junto a ti significaba que le gustabas de verdad. Aquella inocente excitación permaneció aletargada hasta que revivió unos ocho años después. Realmente vivía con intensidad el momento de subir al autocar. Caminaba hasta un lugar cercano a los chicos y me sentaba solo, deseando que alguno de ellos se sentara junto a mí, quizá para hacer una Norma de piedad o simplemente para que me abriera su corazón. Si eso sucedía mi corazón latía fuerte, me sentía alguien especial… Aquello conectaba en mi subconsciente con la escena análoga de mis 13 años, cuando me sentí en el séptimo cielo al sentarme junto aquella chica que me hacía suspirar. De igual manera, cuando completaba el viaje en completa soledad, o peor, cuando alguno de mis favoritos prefería la compañía de uno de mis hermanos, descubría con estupor que en mi interior se avivaban unos sentimientos que me turbaban por completo. No podía entender que mi corazón diera un vuelco por la caprichosa e inocente decisión de un niño de 12 años.

Un último caso, para ilustrar esto mismo. El mes de septiembre era uno de los momentos que recuerdo con mayor agrado de mi paso por Vietnam. Volvía al día a día lleno de energía y tras un mes de curso anual en el que, gracias a vivir en una especie de reclusión monástica, toda mi vocación parecía cobrar sentido de nuevo (aunque sólo esto da para otro escrito). Una de las cosas que se decidían en este mes era el encargo apostólico, que para la mayoría de nosotros se resumía en una sola cosa: a qué curso de la educación secundaria ibas a dedicar todos tus esfuerzos proselitistas. Normalmente tenías uno o dos compañeros de fatiga con los que te repartías a los “preceptuados”. Como el Opus Dei es jerárquico hasta la médula, hasta en este estrato había un “jefe de nivel”, que tenía la última palabra en el reparto de los chicos. No hacía falta hablar entre nosotros para saber los dos o tres que todos queríamos, los favoritos, los que nos atraían. Tiempo después he coincidido con casi todos mis hermanos agregados, ya fuera del Opus Dei, yendo a fiestas y discotecas. Nada más poner el pie en ellas y otear el horizonte hemos sabido a por cuáles íbamos a ir. Y aunque nos las intentamos repartir y colaborar, la realidad es que siempre acabas tonteando con la que está trabajándose tu amigo, igual que, de estrangis, charlabas con el preceptuado que te hubiera gustado tener pero que no te fue asignado, con el inconfesable deseo de que descubriera que tú eras realmente mucho mejor partido. Puede parecer frívolo lo que explico, pero es real. En mi caso, los días que iba al centro y tenía que preceptuar a alguno de mis favoritos eran especiales, con un punto de nervios en la boca del estómago que todavía conservo en mis primeras citas con chicas que me atraen.

3. ¿Un problema puntual mío o endémico?

Llegados a este punto, alguno podrá aducir que se trata de alguna deformación de mi carácter, fruto de mi inmadurez afectiva y emocional, y que no es un comportamiento extrapolable al resto de los célibes dedicados a estos menesteres. De hecho, estando en la obra e incluso durante algunos años después seguí avergonzado de esta confusión de sentimientos que experimentaba y mantenía la convicción de que era un problema exclusivamente personal. No os penséis que no lo expliqué en la charla fraterna. Yo era cristalino, incapaz de esconder nada, y lo explicaba. Daba todo tipo de detalles de los sentimientos que despertaban en mí esos preadolescentes con los que compartía horas y horas, entre las 17:00 y las 22:00, cada día, cada semana y muchos fines de semana también. Como vi que ningún director ni confesor le daba el más mínimo peso a mi “desviación”, exageré el tema y acabé afirmando que estaba enamorado de un chaval. Incluso afirmando en este extremo, que no era cierto, toda la reacción que provoqué no pasó de unos consejos enlatados.

Por suerte para mí, mantengo un trato estrecho con muchos de mis antiguos compañeros de centro, con los que me veo frecuentemente. A medida que nos hemos ido desintoxicando y soltándonos en nuestras confidencias, muchos hemos acabado reconociendo que esos sentimientos eran compartidos en mayor o menor medida. Ha sido un proceso largo, muy gradual, hasta llegar al punto en que muchos de nosotros reconocemos sin problema que el proselitismo con nuestros favoritos era lo más cercano que teníamos al cortejo de una dama, y que lo practicábamos con fruición no tanto por sentido del deber, sino como válvula de escape emocional. Casualmente, los más exitosos en las artes proselitistas somos los que hemos acabado admitiendo que en todo aquel juego había más de seducción que de celo apostólico desinteresado… Respecto a la indolencia de los directores respecto a mis tribulaciones, he de decir que les comprendo. Lo mío eran migajas en comparación a lo que les estaban contando algunos de mis hermanos. Uno de los homosexuales que había en mi centro y con el que he podido hablar en alguna ocasión, me aseguró que él había pedido a Delegación en numerosas ocasiones que lo destinasen a San Gabriel a causa de la excitación sexual que le producían los adolescentes. Estuvo en San Rafael hasta que se marchó de casa. Pero eso no es lo peor. Hablando con chavales que estuvieron en el Club Juvenil durante mis años de servicio me confesaron que uno de los agregados había abusado sexualmente de algunos, tanto en el centro como en el colegio. Aquella situación se había prolongado durante al menos siete años y nadie tomó ninguna medida hasta que los padres de la última promoción que lo sufrió amenazaron con denunciar los hechos. Sólo entonces, de un día para otro, desapareció sin despedirse a otra Delegación. A mí me contaron otra versión, y solo supe la verdad años después de salir de la secta. Nunca me percaté de estas cosas estando en el Opus Dei, cosa que confirma que no hay peor ciego que el que no quiere ver. La única excepción fue en una convivencia con niños de 13 años en los que, al volver de esconder unas pistas para el juego nocturno, vi como un célibe sobaba el trasero de uno de los chicos mientras hacía ver que atendía a la explicación de las instrucciones del juego que se daban en el otro extremo del lugar de reunión. En aquella ocasión, “guardé la vista” y me convencí de que no había visto nada importante.

Pero aún falta un hecho todavía más doloroso que admitir esos sentimientos confusos que muchos experimentamos hacia los chicos: reconocer que de alguna manera nosotros los sufrimos en nuestra adolescencia. En mi caso pude experimentar el poder que me otorgaba despertar el interés de algunos agregados o numerarios. Recuerdo muy bien que la persona que habló conmigo para que me hiciera del Opus Dei me llevaba a un cuarto apartado y me pasaba su brazo por mi cuello, mientras apoyaba firmemente su otra mano en mi muslo, durante el rato en que hablábamos de nuestras cosas. En una ocasión, también a solas, estando los dos de pie, me rodeó con sus musculosos brazos y apoyó su mejilla contra mi cabeza. Se le escapaban esos detalles de afecto, de los que era difícil zafarse... Yo detestaba ese contacto, pero por otro lado de algún modo me fascinaba tener a un adulto tan “enganchado” a mí. Aquello me daba una seguridad como nunca antes había experimentado. También notaba cómo me miraban los otros del centro, aunque yo no les conociera de nada porque aún no había pitado. Sabía que se fijaban en mí con especial atención, pese a que nunca había hablado con ellos. Luego estaban las llamadas de teléfono, pasar a recogerme con el coche y hasta pequeños regalos… Pequeños detalles que casualmente desaparecen el mismo día que pitas, igual que las atenciones del pretendiente interesado se disipan una vez que la doncella ya le ha abierto las puertas de su cuerpo. Casi todos tenemos esas historias, que han quedado entre uno, el preceptor y las paredes del centro (o dentro de un coche). Son cosas que sólo las compartes con otra gente que haya pasado por lo mismo que tú, y no sin que previamente hayan sido necesarias muchas horas de confidencias y muchas cervezas juntos… En este retablo de experiencias se enmarcan otras escenas más o menos comunes como las peleas y forcejeos en los sofás, el contacto más estrecho en los juegos de noche, quedarse hablando a solas en el coche, de madrugada, al devolver a un chaval a su casa después del plan de cena y peli, apartarle el pelo de la cara, jugar en la piscina, chivarle pistas en un juego, hacerle sentir especial… Cuando llegó mi momento de ser monitor evité todos estos momentos con la mayor de mis fuerzas, pese a que en algunas ocasiones notaba como ahora era a mí al que le apetecía hacer eso con los chavales. Casualmente, estos detalles de los que entonces me contuve son los que luego he puesto en práctica cuando he querido aproximarme a alguien del otro sexo. Esa es mi verdad.

4. ¿Escuela de seducción?

En mi caso llegó un punto en el que aprendí qué teclas había que tocar para atraer a un chico. Si tuviera que sintetizar el método sería (no necesariamente por este orden): ganarte la admiración y la aprobación de la madre del chico, presentarte como un modelo a imitar en su área de interés (deporte, estudios, amistades, liderazgo), lograr abarcar la mayor cantidad de sus actividades de ocio, mostrar sutilísimas muestras de rechazo (la oposición frontal no da resultado) ante las expresiones naturales de su sexualidad (interés por las chicas, fotos en las carpetas, amistades etc…) y, lo más importante, conocer y orientar toda su incipiente actividad sexual (masturbación, fantasías y complejos), de manera que esa área de exploración y autodescubrimiento quedara completamente bloqueada..

Por otra parte, en mis charlas con excombatientes de todo tipo, siempre me ha llamado poderosamente la atención la correlación entre los más exitosos proselitistas y los que, una vez fuera, menos dificultad han tenido para relacionarse y atraer la atención del otro sexo. Con esto no me refiero a que los proselitistas les haya ido mejor en sus relaciones de pareja, sólo que les ha costado menos entablarlas. Otro punto que intuyo pero que todavía es pronto para que pueda afirmar es que los que tenían éxito en la seducción proselitista tienen cierta inclinación a la infidelidad. Tienen un impulso por agradar, por seducir, que les lleva al flirteo con otras personas incluso cuando están dentro de una relación duradera o incluso del matrimonio. En parte la seducción se convierte en una adicción. Pero este último punto no lo puedo afirmar de mi entorno, sólo intuyo que puede cristalizar en las próximas dos décadas.

5. ¿Por qué el Opus Dei hace proselitismo con adolescentes?

El otro día, reflexionando sobre este punto, llegué a una conclusión a la que nunca antes había llegado: el motivo por el que el Opus Dei hace proselitismo con los adolescentes es porque es el único proselitismo que pueden hacer sus miembros célibes. Desde fuera puede parecer que hay una directriz, que se aprovecha la acción docente en los colegios, que es una edad en que son manipulables y un sinfín de teorías más. Pero la realidad es más simple. La mayoría de los célibes del Opus Dei no pueden hacer otro proselitismo que ése y, en ocasiones, ni eso. Me explico. Un fenómeno universal en Opuslibros es el relato de los exmiembros que, tras 10, 20, 30 o 40 años en la Obra, salen y se descubren a sí mismos en una situación afectiva y emocional que les recuerda a sus años de adolescencia, como si el tiempo se hubiera detenido para ellos todos esos años. No es una sensación, es la realidad. La maduración afectiva y emocional (y en parte la racional) se suspende, se frena en seco la apertura corporal y mental al mundo. La praxis de la Prelatura impide el experimentar, llevar el cuerpo y el alma a sus límites, probarse, en una palabra, conocerse. El horror al pecado paraliza hasta los tuétanos del alma, y si este falla todavía quedan las miles y miles de líneas de experiencias y disposiciones que hacen que cualquier error, cualquier pecado, cualquier salida del camino se magnifique y sea considerada como una temeridad, un desprecio voluntario de las señales que advertían del peligro. Una persona que vive así su adolescencia y juventud, aunque luego tenga 45 años y ocupe algún puesto de cierta relevancia social, no deja de ser un chaval de 15 años, que lo máximo que podrá liderar será a su pandilla de niños preadolescentes. Un liderazgo con una temprana fecha de caducidad, porque a poco que esos niños crezcan y experimenten ya no le reconocerán nunca más como una autoridad (¿cuántas veces acudieron a nosotros nuestros preceptuados en su madurez en busca de consejo?). Sólo hay una manera de perpetuar ese liderazgo sobre su pequeña tribu, que es convencer a esos niños de que ellos también renuncien a crecer, de que paren su reloj vital a la edad de 14 años y medio, para que juntos puedan seguir pensando indefinidamente que son los reyes del barrio, de ese pequeño y asfixiante ghetto donde las abundantes relaciones espiritualmente incestuosas están degenerando la especie a un ritmo nunca antes visto en la Iglesia y no tienen como fruto otra cosa que abortos vocacionales a los dos, tres o cuatro años de gestación.

No hacen proselitismo con los adolescentes por motivos tácticos, ni de eficacia, por supuesto que tampoco por motivos sobrenaturales y ni siquiera por motivos humanos. Hacen proselitismo con adolescentes porque su infantilismo espiritual y humano les impide hacer cualquier otra cosa. Tienen tanto miedo a la vida que sólo se atreven a ponerse frente a los niños o los adolescentes. Paradójicamente, la institución que ansiaba formar un ejército de águilas ha acabado convertida en un corral de 80.000 gallinas. El numerario o el agregado estándar se afana desde el despertar de su cuerpo por aniquilar su propia sexualidad, por dominar todas y cada una de sus manifestaciones, por vivir sin una mancha en el expediente, pero no son conscientes de que esta sexualidad se abre paso igualmente, sublimándose sutil pero eficazmente en actividades como la seducción proselitista de los adolescentes. Y cuando se juega con estas cosas al final pasa lo que pasa, porque es cuestión de pura probabilidad que a alguno la sublimación se le vaya de las manos y acabe en condensación de las acciones más deplorables.





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