El consumo de tabaco por los miembros varones del Opus.- Josef Knecht
Fecha Monday, 16 February 2015
Tema 070. Costumbres y Praxis


Me llamó la atención un comentario de Kayak, del 11.02.2015, que a continuación cito:

“Usted señor A.P no tiene escrúpulos, es pura soberbia, fumando en su oscuro despacho. Una mala persona y como buen opusino fumador compulsivo, será por su ansiedad interna, su miedo a aceptarse a sí mismo”.

Un detalle que a mí, que no soy fumador, me resultó siempre chocante en la vida del Opus era el ansia de fumar que la mayoría de miembros varones de esa institución sacaba a relucir a todas horas. Calificar al buen opusino como fumador compulsivo –me limito, al menos, a los años en que pertenecí a la Obra de Escrivá: los 80 y 90 del siglo pasado– es acertado del todo, aunque también es verdad que algunos éramos entonces una excepción minoritaria...



Puede ser cierta la razón psicológica que Kayac aporta para explicar aquella pasión tabaquera: ansiedad interna y miedo a aceptarse a uno mismo. En cualquier caso, la razón que escuché alguna vez para justificar esa costumbre de los laicos varones del Opus (me parece que las numerarias tenían y tienen prohibido fumar) era la mentalidad laical. Los numerarios, agregados y supernumerarios, cuando fuman, se diferencian de los religiosos, porque estos tienen prohibido fumar. Se ponía como ejemplo de mentalidad laical a don Álvaro del Portillo que durante muchos años, tanto de seglar como de sacerdote, fumó como un carretero demostrando así que no era religioso. En un momento determinado (no sé en qué fecha), don Álvaro dejó de fumar, porque el cargo de presidente general del Opus, al que estaba predestinado, así lo exigía, y él ya se predisponía con tiempo de antelación a cumplir con generosidad heroica la voluntad de Dios. Al fin y al cabo, fumar “desdice del cargo y posición que ocupa” el presidente general o prelado.

El humo, para los filósofos estoicos de la Antigüedad, era un “signo” del fuego, pero para los escrivarianos es un “signo” de mentalidad laical, aunque excluido a las numerarias y al presidente general o prelado. Es evidente que acertaron mejor los estoicos.

En esta página web, siguiendo el magisterio de Haenobarbo, E.B.E., Gervasio y otros más, se ha escrito mucho sobre la contradicción que se da entre la versión oficial del Opus, según la cual sus miembros son cristianos corrientes en medio del mundo, y la vida real de sus miembros célibes, que sigue muy de cerca y, en muchos aspectos, es idéntica a la praxis vital de las órdenes religiosas. Por eso, no está de más recordar ahora este pequeño detalle de los laicos varones del Opus: ser libres para optar por fumar o no significa para ellos que no son religiosos. Es un detalle que parece contradecir, en parte, la tesis antedicha. En realidad, no la contradice en absoluto, porque pensar que por el hecho de fumar se es más laico que por no fumar es una memez gigantesca.

¡Ojalá muchos numerarios no hubieran fumado nunca! En los años en que viví en Pamplona, padecí –y me compadecí– viendo a algunos de ellos gravemente enfermos a raíz del tabaquismo: tenían que someterse a durísimos tratamientos médicos en la Clínica Universitaria para combatir los maléficos efectos de su adicción al tabaco, y he visto morir prematuramente a numerarios de cáncer causado por ese “signo” de mentalidad laical.

En mis años de Pamplona, la Universidad de Navarra se planteó en serio la prohibición de fumar en las aulas. Al final, ese objetivo se logró implantar. Pero quisiera resaltar que, entre los opositores a esa medida salutífera, destacaban veteranos numerarios, ilustres catedráticos ellos, a quienes tal propuesta les parecía demasiado progresista y se sentían reticentes y molestos por no poder saciar en público, mientras dictaban sus lecciones, las ansias de fumar. Es probable que en la mente conservadora de aquellos numerarios, además de la adicción, pesara el prejuicio del humo como “signo” de mentalidad laical, esto es, del buen espíritu que habían vivido hasta entonces siguiendo el ejemplo de don Álvaro.

Recuerdo que el consumo de tabaco planteaba de vez en cuando retos en la vida ascética de los numerarios fumadores. Algunos, en su lista de mortificaciones pequeñas, incluían el propósito de reducir el número de cigarrillos diarios para ofrecer ese sacrificio por los “pitables” o por las intenciones del Padre. Otros se esforzaban por crecer en la virtud de la pobreza cambiando de marca de cigarros; para ello, en vez de comprar tabaco caro (“Ducados”, por ejemplo), se pasaban a otra marca más barata (“Celtas”) y así se creían que eran más pobres y que ayudaban al mantenimiento económico de las obras corporativas o del santuario de Torreciudad; también por pobreza se prefería –si no me equivoco– el tabaco negro, menos caro que el rubio. Supongo que, al fumar tabaco de peor calidad, contribuían a que su salud corporal empeorase cada vez más, de modo que, con el paso del tiempo, el dinero ahorrado por consumir tabaco barato se lo gastarían con creces acudiendo a consultas médicas y comprando medicinas. También recuerdo que en los días de “fiesta A” el director del Centro ofrecía en las tertulias cigarros puros para caldear aún más el ambiente festivo con el humo: tabaco en la sala de estar e incienso en el oratorio. Toda esta casuística es mentalidad laical.

Cuando residí en el Colegio Romano de la Santa Cruz en Roma, también llamado Cavabianca, comprobé que los fumadores, tanto de Cavabianca como de Villa Tevere, tenían que ingeniárselas para combinar su vicio o adicción al tabaco con las exigencias de la virtud de la pobreza. Los residentes en Villa Tevere, que es la sede central del Opus donde viven y trabajan los directores del Consejo General y sus oficiales junto con el Padre al frente, conocían la ciudad de Roma mejor que los “cavabiancotas”, los cuales pasábamos la jornada entera encerrados en Cavabianca y apenas salíamos de ahí; en cambio, los de Villa Tevere, sólo por el hecho de residir más años en la Ciudad Eterna, la conocían algo mejor. Era habitual que los alumnos del Colegio Romano y los oficiales de Villa Tevere nos trasladáramos de una sede a otra montados en un “pulmino”, que en italiano significa “furgoneta”, con una capacidad máxima de nueve personas (tres filas de asientos con tres plazas cada una, probablemente un “signo” de la Trinidad). En el recorrido por las carreteras (“Via Flaminia”) y las calles de Roma rezábamos en latín una parte del Santo Rosario, cuya duración coincidía más o menos con el tiempo del desplazamiento.

En más de una ocasión fui testigo de la escena que ahora voy a relatar, en la que se aprecia una grotesca combinación de vicio (tabaquismo) y virtud (pobreza). Mientras íbamos montados en el “pulmino”, este se detenía junto a una casa destartalada no lejos del famoso Puente Milvio, en el que el emperador Constantino, tras vencer a Majencio en una batalla del año 312, se convirtió al cristianismo, según refieren los historiadores cristianos Lactancio y Eusebio de Cesarea. Esa casa era un punto de venta clandestina de tabaco de contrabando, conocido por los residentes de Villa Tevere y otros usuarios romanos. Pues bien, uno de ellos bajaba de la furgoneta y se dirigía velozmente a una ventana entreabierta de la casa, de la que asomaba un brazo portador de varios paquetes de tabaco que el oficial de Villa Tevere compraba a bajo precio para más tarde suministrarlo a los fumadores de la sede central del Opus. El oficial regresaba a la furgoneta y, sin mediar palabra pues estábamos rezando el rosario en la lengua de Constantino, se montaba en ella con su cargamento de cigarrillos, y continuábamos la ruta rumbo a Villa Tevere como si nada hubiera pasado. Esto es también mentalidad laical.

Con esto no quiero decir que en Villa Tevere sólo se consumía tabaco de contrabando. Lógicamente, los residentes de la sede central escrivariana acudían a los estancos de los alrededores a adquirir cigarrillos. Teniendo en cuenta que en la lengua italiana “estanco” se dice “tabaccaio” y que el adjetivo español “cansado” se dice en italiano “stanco”, los castellanoparlantes de Villa Tevere se inventaron un chiste muy malo, pues, para decir “estoy cansado”, decían de broma a veces “sono tabaccaio”, con lo que daban a entender que los “tabaccai” formaban parte importante de su vida, al menos, de sus salidas a la ciudad.

Limpiar ceniceros era “signo” de cuidar bien las cosas pequeñas; y, si alguien se olvidaba de hacerlo, podía recibir una corrección fraterna. Para facilitar la limpieza, en la sala de estar de todos los Centros de numerarios y de las casas de retiros se guardaba una caja normalmente metálica, acompañada de un cepillo, en la que se depositaban los pitillos y la ceniza al terminar las tertulias; yo mismo, sin haber fumado nunca, limpié varias veces ceniceros sirviéndome de la caja y el cepillo: ¡qué imbécil fui! ¿No será esa caja metálica un “signo” del ataúd en que se depositan las cenizas del numerario fumador? Eso sí, se trata de un ataúd con mucha mentalidad laical.

La vida humana –y más en concreto la del Opus– está repleta de contradicciones, a veces trágicas. Y aquí asistimos a una de ellas. Los miembros varones del Opus se comportan como personas consagradas en innumerables aspectos, aunque lo oculten en su versión oficial y aunque lo quieran disimular recurriendo absurdamente al tabaco. Justo la prohibición de fumar, propia de los religiosos, no la quisieron adoptar para, como digo, aparentar un comportamiento “laical” en sus relaciones sociales, y así, por desgracia, muchos numerarios acabaron soportando las perniciosas secuelas del tabaquismo. Si, por el contrario, también hubieran imitado a los religiosos en este punto concreto (las numerarias, como las monjas, sí tienen prohibido fumar, como también el prelado, que no puede decir de sí mismo: “sono tabaccaio”), se hubieran evitado graves problemas de salud, hubieran alargado su tiempo de vida, se hubieran ahorrado bastante dinero en tratamientos médicos y no hubieran perdido el tiempo con ridículas prácticas pseudo-ascéticas como las más arriba descritas. ¡Cuánta contradicción, Dios mío! Y, lo que es peor, como bien testimonió Kayac, ¡cuánto sufrimiento absurdamente causado, Dios mío!

Se hace difícil de entender que psiquiatras como A. P. consientan en la locura surrealista que se vive en la Obra de Escrivá. Pero es que, pensándolo bien, la labor de estos psiquiatras está integrada de lleno en la locura institucional, sazonada con ansiedad interna y fomentada por el miedo a aceptarse a uno mismo.

Josef Knecht







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