¿A quién le importa que muera un numerario?.- Mediterráneo
Fecha Monday, 21 September 2015
Tema 070. Costumbres y Praxis


Con un ojo en el semáforo a punto de cambiar y el otro en la pantalla del móvil, Juan Ángel lee el whats que acaba de entrar: “ha muerto Víctor Uribe”, dice Ricardo, el subdirector del centro que fue el suyo.

El semáforo cambia a verde y Juan Ángel arranca. Va del trabajo a casa, se sabe la ruta de memoria y eso le permite conducir en piloto automático y pensar. Víctor ha sido, con toda seguridad, el numerario con quien más ha coincidido viviendo en los mismos centros, él y Francisco, “Xico”...



A Víctor le faltaban pocos años para cumplir los cien, llevaba “en casa” más de sesenta. Le escribía al padre todos los santos meses del año, todos sin faltar uno; un par o tres de veces incluso recibió respuesta. Se disgustó cuando Juan Ángel le dijo que se marchaba, que su etapa como numerario había terminado. Y, claro está, no volvieron a verse a pesar de haber vivido juntos, de centro en centro, él, Víctor y Xico, cerca de veinte años.

Decide dar media vuelta y pasar por el centro para despedirse de Víctor. Le abre la puerta Miguel, que le acompaña primero al oratorio y después al cuarto de estar. Ahí yace Víctor, una mancha violeta recorriendo su pómulo y su mejilla hasta desaparecer oculta por los pliegues de la sábana blanca. “Se cayó antes de ingresar en el hospital” le susurra Miguel y Juan Ángel repara en tres adolescentes que, con un folio mecanografiado entre las manos, están haciendo la oración delante del féretro. Uno de ellos deja el folio en una silla vacía y Juan Ángel puede leer “Queridísimos…”. No le hace falta leer más, puede recitar de memoria  la carta estándar que el padre envía a los centros cuando muere un numerario. Si es un agregado de los primeros, el padre a veces escribe; a lo mejor, no lo sabe, si es un supernumerario de los primerísimos, con una situación económica holgada, también.  

Ha ido a despedirse de Víctor Uribe y la ola de indignación que asciende y ocupa en sus pulmones el lugar del aire, no le deja. Esos adolescentes con el uniforme de uno de esos colegios que son sin ser y no son siendo, no tienen ni idea de quién fue Víctor Uribe. Les han dicho que ha muerto un numerario que fue fiel, y que, como en casa somos familia, se organizan turnos para que nunca esté solo. A lo mejor, alguno de ellos está a punto de pedir la admisión y el director del centro de San Rafael, mientras se encomendaba a Víctor, le ha dicho que ya le consideran “de casa” y le han otorgado el privilegio de ir a velarle.

Miguel se ha sentado y está leyendo el folio que el adolescente dejó sobre la silla. Juan Ángel vueve a mirar a Víctor, su expresión serena, y se esfuerza en no gritar. Miguel ha estado en trabajos internos desde que salió del centro de estudios; a lo largo de su vida habrá organizado, por lo corto, más de doscientos funerales de numerarios, siguiendo todos los puntos de la praxis “en caso de fallecimiento”. Habrá enterrado a más de doscientos “hermanos”. El solo pensamiento de que alguien pueda querer “como a un hermano” a más de doscientos individuos le haría soltar la carcajada si no fuera tan patético y si quien está ahí delante no fuera Víctor Uribe.

Ha muerto Víctor y a nadie le importa. Podía haber muerto Sixto, o Xico, o Ricardo, o él mismo hace unos años y todo hubiera sido exactamente igual: velatorio en el cuarto de estar, féretro estándar siguiendo las disposiciones de la praxis y el mismo crucifijo sin Cristo. Murió ayer, pero hubiera podido morir hace veinte años o dentro de siete, y todo hubiera sido exacta y precisamente igual.

¿Cómo puede dar igual cuándo se muera alguien, quién se muera o dónde muera?, se pregunta. ¿Cómo puede estar la vida tan reglamentada que no importa cuándo suceda la muerte ni, mucho menos, a quién le suceda?

Entran tres numerarios a los que Juan Ángel conoce de vista, se saludan con una inclinación de cabeza y Juan Ángel sale del cuarto de estar. En el trayecto corto que le separa del oratorio piensa en el último funeral en el que estuvo. El fallecido era alguien a quien le encantaban los ferrocarriles y su familia colocó un vagoncito junto a él, en el féretro. Los barcos tuvieron un papel importante en la vida de Víctor, qué bonito hubiera sido que a alguien se le hubiera ocurrido un detalle así, pero eso es soñar y ni siquiera se concibe porque presupone un interés y un cariño por el ser humano que ni ha existido en el caso de Víctor ni existirá en el caso de ningún numerario que fallezca en un futuro.

Es paradójico, sigue pensando mientras cierra la puerta del oratorio a sus espaldas, que aquello que tanto denostó el fundador, “aquí me tratan con caridad pero mi madre me trataba con cariño”, sea lo que sucede al pie de la letra, punto por punto, en todas las latitudes del planeta.

Se arrodilla en el que solía ser su sitio en el oratorio, a pesar de todas las correcciones fraternas que recibió por apego, y tarda unos segundos en darse cuenta de que el frío que siente y que le hace encogerse un poco dentro de la americana no se debe al aire acondicionado. Es un frío ártico, siberiano, un frío instalado para quedarse en cada rincón de esa vivienda mal llamada casa y tan lejana de ser un hogar como pueda estarlo Neptuno del sol. Es el frío de la indiferencia, de la artificialidad, es el frío de lo ficticio, de lo falso.

Decide asomar la cabeza por dirección, Sixto debería estar ahí. Se asoma, dice “¿qué tal, Sixto?” y el director le mira como si le costara trabajo reconocerle. “Hemos vivido juntos seis años, imbécil”, tiene ganas de espetarle Juan Ángel, pero se calla. Sixto le saluda, le pregunta por su trabajo y cuando ya está claro que no va a preguntarle ni cómo está ni qué es de su vida, Juan Ángel rompe el silencio incómodo y dice que se va.

Pasa por el cuarto de estar, mira a Víctor una última vez y sale del centro sin molestarse en volver a pasar por el oratorio. Cuando llega a casa, el perro le coloca las patas en los hombros, le llena de lametones, el rabo se mueve a la velocidad de la luz golpeando las estanterías del garaje, los laterales del coche y cuanto encuentra a su paso.

“Este sí que está contento de verme”, piensa Juan Ángel.

Mediterráneo

P.S. - El hecho es rigurosamente  real y sucedió antes del verano. Los nombres, que no las iniciales, son ficticios.







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