Sí había belleza en el Opus Dei.- Gómez
Fecha Monday, 25 March 2024
Tema 115. Aspectos históricos


Disiento. Yo sí vi belleza. Conocí Villa Tevere, en Roma; Netherhall House, en Londres; Torreciudad, en Secastilla; Hontanar, en Bogotá; Urabá, en Medellín; Torreblanca, en Silvania; Alto Claro, en Caracas. No es mucho, pero es suficiente. Tal vez eran otros tiempos.

Hice el Centro de Estudios en Hontanar, Bogotá, cuya sede de entonces era la antigua residencia del embajador del Japón. ¡Una belleza! Una casa de manzana entera, en el barrio de más caché en la capital colombiana, el Chicó. Una bellísima mansión de tres pisos, acogedora, brillante, con antejardín y jardín interior lleno de flores tropicales de todos los colores y de copetones inquietos y nerviosos, con vista a los cerros tutelares verde oscuro y con suficiente prado para jugar fútbol y para pasear sobre el césped siempre bien podado como campo de golf o para trotar descalzo en la madrugada sobre la escarcha picante...



Desde ese prado y desde la biblioteca o sala de estudio del Centro de Estudios se podían contemplar los arreboles de las cinco y media de la tarde. Los numerarios más jóvenes dormíamos en una habitación grande que llamábamos El Fortín, que había sido originalmente la habitación de los choferes del embajador. Ahí no había ningún lujo, pero en la sala de estudio del primer piso, que podía ser compartida con los chicos de san Rafael, las salitas para charlas y círculos, el oratorio y la gran sala de tertulias, así como el comedor, eran estancias bellas, funcionales, agradables, de caché.

Había una bella imagen de la Virgen embarazada en el segundo piso, que era exclusivo para los numerarios. No faltaban los cuadros de Luis Borobio, arquitecto numerario español, que pasó quince años en Colombia, y diseñó numerosos logotipos, entre ellos el de Hontanar. En alguna pared quedó el Mandatum Novum, que elaboraron dos numerarios estudiantes de la Facultad de Artes de Universidad Nacional. El director, Rafael González Cajigas, ingeniero de caminos, canales y puertos, era cantante de ópera, y en algunas tertulias, sacaba su extraordinaria y fina voz de tenor para cantar Il Pagliacci, de Leoncavallo. El siguiente director del centro de Estudios fue don Ignacio Gómez Lecompte, de la aristocracia cartagenera, que era lector furibundo, tocaba piano y organizaba el coro de numerarios para los cantos latinos litúrgicos. Antes de González, había sido director de Hontanar el poeta David Mejía Velilla, que más tarde fue miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, de la Academia de Educación y de la Academia de Historia Eclesiástica. De profesión abogado, había estudiado en el Colegio Romano y se había doctorado en Derecho Canónico en la Universidad Lateranense. Era un lector empedernido. De las ocho horas de sueño previsto debía gastarse unas cuatro en leer. La última vez que lo vi con un libro en la cama, leía una historia de los girondinos. Publicó varios libros de poesía y de historia. Cuando el presidente de la república Carlos Lleras Restrepo visitó Hontanar, lo vio, lo oyó, y lo invitó a ser su representante en Colcultura, una de las entidades que su Gobierno creó a instancias del ministro de Educación, Octavio Arizmendi Posada, también numerario.

Sus amigos eran poetas, escritores e intelectuales. En la dirección de Ingará, otra residencia del Opus Dei, recibía a sus amigos más íntimos, con los que pasaba veladas llenas de literatura, poesía y política, acompañados de un Sello Negro sin hielo y sin soda. Alguna vez que San José coincidía con día de ayuno y abstinencia nos dijo que el director podía levantar tal obligación por algún motivo válido, y celebrábamos, entonces, con total tranquilidad de conciencia, con aperitivo de wiski, cigarrillos Marlboro y caviar en galletas saltinas. Lo del wiski y el caviar eran parte de sus enseñanzas. Si los numerarios debíamos ser gente de mundo, era preciso que conociéramos ciertas costumbres propias de la aristocracia, como el aperitivo con caviar y Sello Negro, el mejor wiski del mundo. Después supe del Sello Azul y del Buchana’s, que en ese tiempo no eran tan conocidos. En la tertulia nos leía algún capítulo de la novela que estaba escribiendo, mientras degustábamos un brandi servido en copas redondas que calentábamos en la cuenca de la mano.

Entre los que oíamos al poeta director estaban Raúl Sénior, rector del Gimnasio de los Cerros; Hernán Restrepo, insaciable lector, escritor y poeta, que tenía una oficina de registro de logotipos en el centro de Bogotá, y don Cipriano Rodríguez, sacerdote graduado en Artes Liberales en Navarra, que conocía la historia y el arte como el más avezado guía del Museo de Arte de Nueva York. Todo era bello, desde la voz aterciopelada del poeta hasta la música de nuestro vecino, Frank Preuss, trompetista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Veíamos hermosas películas, como «Dos mujeres», con la bellísima Sofía Loren, o «Lejos del mundanal ruido», con la sensual Julie Christie; leíamos buena literatura; recitábamos poesía, oíamos música y cantábamos. Siempre había algún numerario que tocaba guitarra y no suponía ningún inconveniente cantar bambucos folclóricos, como Campesina santandereana, «Cuando bailas la guabina con tu camisón de holán / hay algo entre tu corpiño que tiembla como un volcán / es el volcán de tus senos al ritmo de tu cintuuura / campesina santandereana, sabor de fruta maduuura (bis)», como no lo suponía que numerarios que estudiaban Artes tomaran dos semestres de dibujo con modelos desnudas. Se suponía que era tan normal y apropiado como que los estudiantes de medicina atendieran a mujeres en sus prácticas clínicas. Las tertulias de los días de fiesta solían comenzar con acordes de los Tijuana Brass, que iban bajando de volumen a medida que la conversación iba tomando fuerza, como si de un programa de TV se tratara. El ingeniero de sonido era Jorge Mario Posada, hoy capellán de la Universidad de la Sabana.

El arquitecto numerario Germán Velásquez, que por varios años trabajó en Obras e Instalaciones, se encargaba de que cada instancia de cada centro tuviera la adecuada ornamentación. A veces conseguía verdaderas obras de arte para ocupar una pared enorme o para darle un toque bello a un rincón estratégico. De Medellín llegó Arturo Pinzón, otro numerario, que daba clases de matemáticas en el Gimnasio de los Cerros y era un experimentado acordeonista, no de vallenato, con botones, sino de música clásica, con teclas. Su arte era maravilloso y él lo entregaba con medida, pero con inusitada maestría. La sede actual de la Universidad de la Sabana, obra corporativa, fue diseñada por el arquitecto numerario Mauricio Pardo Koppel, en un terreno de sauces y humedales, de Chía, que permite tener canotaje en el campus. La idea original era la de un pueblito universitario, con su rectoría, oficinas administrativas e iglesia en el centro y las aulas y oficinas de profesores en casitas que se iban repartiendo armónicamente alrededor, dejando espacio para canchas de fútbol, puentes y jardines.

El crecimiento inevitable de la institución obligó a cambiar esa idea original y ya hay edificios, criticados por unos, pero elogiados por otros que los consideran bellos aportes a la arquitectura de la zona. La casa de retiros que siguió a La Casona, en Chía, y a Guaycoral, en La Ceja, fue Torreblanca, en Silvania, construcción elogiada por amigos y detractores, como una de las más bellas del departamento de Cundinamarca. La guerrilla hizo presencia en esa zona por varios años, hasta cuando el presidente Juan Manuel Santos firmó la paz con las Farc. Por esa razón, Torreblanca se dejó de usar como centro de encuentros y de retiros a los que asistían banqueros y personajes susceptibles de secuestro, y se convirtió en escuela de numerarias auxiliares y de mujeres que en su vida profesional pueden administrar entidades de servicio, hoteles, restaurantes y resorts.

Bueno, no quiero alargar esta lista de bellezas, ni entrar en el tema de los paños y las corbatas, en el de Telva, o en el de la buena pinta de numerarios y numerarias, que ya ha dado para otros escritos, pero ya ven ustedes que el Opus Dei que me tocó a mí en los años 70 en Colombia era un Opus Dei lleno de belleza, poesía, literatura, música, arquitectura, pintura, moda y comportamiento elegante y sofisticado. Tal vez hoy no sea así, pero en esos tiempos lo fue.

Gómez







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