INTRODUCCIÓN GENERAL

RECENSIONES DE OBRAS MARXISTAS

ÍNDICE

Presentación                                                                                                1

Situación histórica del marxismo                                                                   1

Sobre el marxismo como crítica                                                                   9

Sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico                          26

Conclusión: sobre la condenación del marxismo por la Iglesia                     47

Bibliografía                                                                                                53

PRESENTACIÓN

El marxismo original y sus posteriores desarrollos presentan una complejidad de aspectos que, incluso dentro de una cierta ortodoxia marxista, ha originado diversas interpretaciones. Por eso no es extraño que, a la hora de exponer el pensamiento de Marx, Engels, Lenin, etc., haya posibilidad de diversos enfoques, aunque de ordinario coincidan en lo esencial.

No se trata, con esta Introducción general, de ofrecer una exposición completa o detallada del marxismo ni de algunas obras concretas, sino de ofrecer una breve síntesis de esa filosofía, concentrando la atención en los aspectos más fundamentales, prescindiendo de otros, incluso de alguna importancia, que no son necesarios para la finalidad de esta Introducción.

Esa finalidad es, por una parte, la de proporcionar algunos criterios de interpretación del marxismo que ayuden a entender mejor —encuadrándolas en el conjunto— las observaciones que se hagan en cada recensión. Esos criterios podrán servir también para facilitar el enjuiciamiento de otras obras de carácter marxista.

A la vez, para evitar innecesarias repeticiones, se hace en esta Introducción una valoración doctrinal sobre los principales aspectos del marxismo, de modo que pueda comprenderse con facilidad el alcance de la reprobación que ha merecido por parte del Magisterio de la Iglesia. Después, la recensión particular de cada libro afrontará los aspectos particulares o más característicos del libro correspondiente, remitiendo a esta Introducción por lo que se refiere a los aspectos generales.

SITUACIÓN HISTÓRICA DEL MARXISMO

El marxismo no es una filosofía que haya surgido espontáneamente, ni tampoco una construcción completamente nueva que pueda atribuirse a la inventiva de Karl Marx, aunque es indudable que el pensamiento del filósofo de Tréveris fue determinante en su producción. Se ha escrito con razón que «le marxisme est l'aboutissement suprême de la pensée moderne» (Daujat); es el término —hasta ahora no superado— de un proceso de radicalización reductiva de lo que se ha llamado con más o menos propiedad pensamiento moderno.

Un primer criterio importante de interpretación es precisamente éste: es necesario considerar las tesis y argumentaciones marxistas, sin olvidar en ningún momento su matriz. Es esta matriz lo que permite captar significados que, de otro modo, pasarían inadvertidos o serían fácilmente mal interpretados. El mismo sentido de los términos que el marxismo usa no es el directo, el que tiene en su referencia directa a la realidad de las cosas según el conocimiento espontáneo —o en su continuación científica según la filosofía del ser—, sino que su semántica propia depende intrínsecamente del pensamiento de filósofos anteriores.

Es interesante observar que, con gran frecuencia, los marxistas remiten el valor de la fundamentación de puntos esenciales de su ideología a lo que han escrito algunos pensadores anteriores: Lenin a Marx, Engels y Hegel; Marx a Feuerbach y Hegel; Hegel, a su vez, recoge la herencia de Spinoza, Kant, Fichte, etc. Lo importante no es, pues, la referencia directa a la realidad (como subsistente con independencia del conocimiento humano), sino la referencia al pensamiento, y a un pensamiento determinado.

Si no se tuviese en cuenta esto, fácilmente se podrían señalar abundantes contradicciones —y patentes falseamientos en relación con la experiencia directa— en los diversos textos marxistas. Sin embargo, hay que decir que, aun existiendo fracturas innegables y no pocos saltos en el vacío, la solución no es tan sencilla, como lo prueba el hecho de que bastantes intelectuales —también de nuestros días— se hayan adherido a esas doctrinas.

Respecto al significado de los términos, sería una continua fuente de confusión olvidar que cuando Marx (y sus seguidores) hablan, por ejemplo, de conciencia, se refieren a la conciencia sensible (siguiendo a Feuerbach); cuando distinguen entre objetivo y subjetivo, lo hacen al modo hegeliano, etc.

El marxismo trata de recoger y satisfacer tanto las instancias del idealismo —exigencia de autosuficiencia humana, de absolutización de la razón— como las del pragmatismo y naturalismo materialista: es, por decir así, una síntesis de las dos grandes líneas en que desembocó buena parte de la cultura y la filosofía occidentales desde el Renacimiento y la Reforma protestante hasta fines del siglo XIX.

Es éste precisamente otro punto de cierta importancia: conviene evitar la superficial contraposición idealismo-materialismo (más bien propia de una historiografía racionalista), como si se tratase de las dos alternativas del pensamiento. Lo serían, quizá, si por materialismo se entendiese el materialismo vulgar mecanicista: son muy significativas las invectivas de Marx contra esos materialismos vulgares, tanto antiguos como los del siglo XVIII y del mismo Feuerbach; y si por idealismo se entendiese —al modo marxista— toda filosofía que reconoce la realidad de lo espiritual.

1. La reducción de lo sobrenatural a lo humano natural.

La historia de la cultura y de la filosofía occidentales de los últimos siglos es muy compleja y no puede exponerse en unos breves trazos sin el riesgo de incidir en graves simplificaciones. Sin embargo, cabe señalar un factor común, que muestra una notable unidad de fondo en medio de una gran diversidad de matices.

Ese factor común es la eliminación —primero de tipo agnóstico, después como afirmación crítica— de todo aquello que supera al hombre, de todo aquello de lo que el hombre no es causa. En filosofía, el racionalismo cartesiano (que pretende alcanzarlo todo con la razón y de todo pretende ideas claras y distintas), el agnosticismo kantiano (que abandona en un incognoscible más allá todo lo que no está en el pensamiento), el idealismo objetivo o constitutivo hegeliano (que reprochando a Kant haberse detenido en la forma, subsume también el contenido de lo real en la evolución dialéctica del espíritu)..., son etapas —entre las más significativas— de aquella reducción creciente que va dejando tras de sí la desolación más completa. Las primeras críticas a toda religión revelada y positiva —de un Spinoza— acabarán —pasando por el deísmo más ambiguo— en la crítica a la misma religión natural y en el ateísmo.

En lo religioso, ese empeño de eliminar todo lo que supera al hombre tiene un momento capital —aunque parezca lo contrario en una primera mirada— en Lutero. A partir de él, lo verdaderamente sobrenatural irá siendo implacablemente eliminado: desaparece la realidad ontológica de la gracia, la real causalidad de la gracia por los sacramentos —ya simples estímulos o manifestaciones para la fe—, la verdad objetiva de la Revelación —reducida a una significación de economía redentora y pasando por la arbitrariedad del libre examen—, etc. Pasando por el protestantismo liberal, la reciente teología de la muerte de Dios (en sus distintas versiones), viene a ser una paradójica contribución religiosa al humanismo ateo.

2. La reducción de lo humano a lo material.

La reducción de lo sobrenatural a lo natural (humano) tiene en Hegel su más lograda manifestación. No obstante su continuo uso de terminología y expresiones teológicas, Hegel —como es sabido— fue acusado de ateísmo ya en vida. Es, desde luego, indudable que lo propiamente sobrenatural del cristianismo no tiene sitio alguno en el Sistema hegeliano: allí la religión (la fe) es y ha de ser superada por la filosofía; la religión (la fe) viene a ser una versión primitiva y popular de la filosofía. Pero además cabe preguntarse con todo rigor si en ese Sistema queda verdadero sitio para un simple conocimiento natural de Dios. La asunción del monismo spinoziano —en Hegel, además, dotado de movimiento y como en devenir, aunque sea «circular»— se presenta como exigencia de una Substancia única que postula —ahora ya como «resultado» final— una absoluta identidad, que tiene la contradicción como momento de su devenir. Todo límite, toda ruptura, toda diversidad vendrá a ser alienación que luego exige recuperación.

De ahí partieron dos líneas de interpretación —que denotan ya la ambigüedad a que nos referíamos—: la Derecha (que se pretende «teológica» y pone el énfasis en el Sistema) y la Izquierda (que afirma el ateísmo y pone el énfasis en la Dialéctica).

En la línea de esa Izquierda hegeliana hay que situar a Feuerbach, que operó una reducción materialista del pensamiento hegeliano. Para Feuerbach, todo lo que Hegel dice de Dios en realidad lo está diciendo del hombre; todo lo que dice del Espíritu corresponde a la materia; todo lo que afirma de la conciencia no tiene otra base o fundamento real que la conciencia sensible (lo demás son sólo «abstracciones» y fantasías idealistas). El ateísmo materialista —que tiene precedentes explícitos en la filosofía francesa e inglesa del XVIII— alcanza como una forma definitiva y concluyente: se presenta como el secreto (así dirá Marx) del Sistema, como su verdadera esencia.

La religión es entonces objeto de una crítica radical: el hombre habría estado proyectando fuera de sí —en un fantástico e ilusorio más allá, en la alienante noción de lo divino— su propia esencia, su propia fuerza, su propio fondo. «El hombre es para el hombre la Esencia suprema» (Feuerbach, La esencia del cristianismo). Lo que habíamos llamado Dios no es más que el Hombre como género.

Es éste otro importante criterio de interpretación para el marxismo posterior. La crítica de la religión hecha por Feuerbach (que Marx asumirá enteramente, e incluso ya como fase definitivamente concluida: momento negativo) es muy probablemente válida para la religión o cristianismo que Hegel expone (y, en otra versión, Schleiermacher, de quien también se ocupó Feuerbach) como continuación y desarrollo del protestantismo luterano (así lo proclamó expresamente Hegel); pero esa crítica de ningún modo es válida para la religión en general, y mucho menos para la teología católica. Dar por establecido que, criticando la «teología» hegeliana, se ha criticado el Cristianismo es una verdadera impostura, incluso desde el punto de vista meramente filosófico e histórico. Sin embargo, esa impostura entra dentro de una cierta lógica de la evolución dialéctica, que supone siempre que lo posterior contiene («va consigo mismo») y supera lo anterior. El ateísmo marxista —lo mismo que el de Feuerbach— es una radicalización de la voluntad decidida de expulsar a Dios del pensamiento y de la vida, de negar todo lo que señala un límite al hombre.

3. Karl Marx y el socialismo científico.

Marx criticó a Feuerbach, sobre todo, haber perdido la dialéctica y sostener así un materialismo más bien mecanicista. Por lo demás, acepta sin condiciones su reducción materialista (a la conciencia sensible).

Entre otras cosas, Marx reprochó a Feuerbach el mantener aún una noción de esencia humana, como algo ya dado y no en radical e infinita evolución; y también la consideración de una materia en sí (aunque no fuese independiente de la sensibilidad humana). No hay ser, para Marx (propiamente tampoco para Feuerbach). La única realidad es la acción material autotransformadora, la energía material que se desarrolla, por la que el mismo hombre deviene, en uno de los saltos cualitativos del proceso, y que no se detiene tampoco ahí, sino que tiende a la racionalización de toda la naturaleza, a su transformación mediante el trabajo: trabajo que es relación mediadora entre el hombre y la naturaleza, la forma consciente de la autoproducción de la materia hacia la identidad como aspiración. Marx desarrolla así un socialismo científico, es decir, la construcción de la humanidad según las leyes materiales de la producción (economía), en contraste con los socialismos utópicos (como el de Proudhon) que se presentan como exigencia de justicia, de igualdad, etc., como si fueran valores absolutos que, en realidad, para Marx, carecen por completo de sentido.

Aunque de todo esto trataremos más adelante, conviene insistir en ello ya ahora: no hay que confundir el materialismo marxista con los llamados materialismos vulgares (afirmación de la realidad de la materia, como lo inmediato e incuestionable y la reducción de lo demás a ella). Se trata aquí de un materialismo inmanentista: la materia como actuación de la conciencia sensible, la materia mediada por la reflexión y la conciencia. Ahí cada individuo humano no es propiamente una realidad en sí misma, sino un momento del hacerse racional, un nudo de relaciones, etc.

No hay ser, sino devenir, sino acción, y ésta es colectiva, social, histórica. Por eso, no hay tampoco propiamente verdad ni bien.

4. El marxismo como término de procesos personales.

El marxismo es hoy una tremenda realidad que condiciona la vida social y política (y hasta donde puede, individual) de países que suman en total más de ochocientos millones de personas. En esto han intervenido también factores históricos complejos y contingentes, que aquí no se van a estudiar.

Lo que es más tristemente llamativo es la atracción que parece ejercitar sobre personas de una cierta cultura, desde hace poco más de veinte años; y sobre algunos cristianos y en ciertos sectores de la Iglesia. Dejando aparte la ingenuidad de algunos, la habilidad con que los marxistas explotan términos equívocos y realizan su peculiar estrategia de persuasión; dejando aparte eso, sorprende que esos cristianos se sientan atraídos por una doctrina que se presenta —a poca información que se quiera tener— radicalmente incompatible con los fundamentos mismos de toda religión, y a fortiori de la fe cristiana. A nivel ideológico y práctico-social, no puede dejar de pensarse en aquel mysterium iniquitatis de que habla San Pablo (II Thes. 2, 7).

En general, puede observarse con frecuencia un cierto proceso —en el católico que acaba marxista— que de alguna manera parece reproducir a escala personal los pasos de aquel otro proceso de la cultura o pensamiento occidental que, a partir de la Reforma protestante (fideísmo) y del racionalismo humanista, desembocó en el marxismo (y sigue desembocando, como el existencialismo de Sartre ha puesto claramente de relieve). Con la diferencia de que en estos procesos personales los pasos son naturalmente más rápidos: son caminos ya bien andaderos y transitados, no faltan las señales indicadoras y los mapas de indicación, además de todo un servicio bien organizado de auxilio en carretera. Como ya se escribía en el siglo pasado, la obra filosófica de no pocos pensadores constituye «estaciones de tránsito en el ferrocarril histórico-mundial».

Por eso, la historia crítica del llamado pensamiento moderno proporciona útiles criterios para prevenir en las personas la puesta en marcha de un proceso cuyo término sería el desastre radical de la pérdida de Dios y, en consecuencia, de la propia alma. Y un cristiano no puede ver ahí aspecto positivo alguno.

Se pueden señalar dos criterios principales: contra aquel inicio que consiste en la voluntad de poder o dominio y en la exaltación incondicionada de lo humano, hay que oponer una honda disposición de humildad (también intelectual). Contra el desmoronarse de todo lo humano noble —en la vida personal y social, tanto intelectual como moral— que es consiguiente a la pérdida de la gracia (muy especialmente después del pecado original y de la Redención obrada por Jesucristo), hay que oponer el recurso piadoso y continuo a los medios sobrenaturales (sacramentos, vida de oración y mortificación, ejercicio de virtudes teologales, etc.). En realidad, esos dos aspectos —humildad y piedad— se condicionan mutuamente y no subsisten separados.

SOBRE EL MARXISMO COMO CRÍTICA

Desde el principio de su formación filosófica y actividad intelectual, Marx se situó en una actitud radicalmente crítica frente a todo lo que se presentase como establecido, también aquí de acuerdo con B. Bauer, D. F. Strauss, A. Ruge y otros. Su voluntad era hacer «una crítica despiadada de todo el orden existente» (Marx, Carta a Ruge).

Sin tratar de recorrer paso a paso las motivaciones y etapas de la crítica marxista, trataremos de exponer brevemente un cuadro esquemático, que ayude a determinar otros criterios de interpretación y otras valoraciones doctrinales concretas.

La crítica de Marx se centra en la crítica de las alienaciones. Mientras la crítica kantiana se ejercía sobre ideas, verdades, principios..., la marxista se ejerce sobre situaciones humanas, entendidas como objetivaciones del hombre, como exteriorizaciones en las que el hombre se pone (hegelianamente) como distinto de sí, y se pierde. No es fácil definir la alienación según el pensamiento de Marx; pero es también bastante difícil hacerlo según el pensamiento de Hegel, de quien Marx la tomó, aunque restringiendo su significación. Si para Hegel —aunque como «momento negativo»— la alienación conserva un cierto valor (constitutivo de la dialéctica), para Marx —aun conservando su «necesidad» transitoria— será más bien la miseria del hombre, lo que impide la identidad absoluta y monista del mundo. Alienación es toda separación, toda distinción, toda ruptura..., y en consecuencia ha de ser eliminada, no sólo teóricamente, sino además con la praxis revolucionaria: «La crítica no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión (...), es un arma (...). Su objeto es su enemigo, al que ella no quiere confutar, sino aniquilar» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

Según Marx, las cinco alienaciones fundamentales —relacionadas entre sí— son la religiosa, la filosófica, la política, la social y la económica.

1. Alienación religiosa y crítica de la religión.

La religión para Marx, como ya antes para Feuerbach, no es algo natural ni primario en el hombre, sino una «superestructura», un fenómeno derivado y secundario. Es la proyección que el hombre hace de sí mismo y de su futuro en un más allá imaginario; es el consuelo con el que se pretende calmar la angustia que producen las otras alienaciones, y radicalmente la económica: por eso la religión viene a ser la alienación suprema, expresión última de todas las alienaciones profanas: «El hombre es el mundo del hombre, estado, sociedad. Este estado, esta sociedad producen la religión, una conciencia trastornada del mundo, porque ellos mismos son un mundo trastornado. La religión es la teoría general de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica en forma popular, su point d'honneur espiritual, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, su razón universal de justificación y consolación. Es la realidad fantástica de la esencia humana porque la esencia humana no posee ninguna realidad verdadera. La lucha contra la religión es, pues, la lucha contra aquel mundo del que la religión es aroma espiritual» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

Al principio, Marx parece limitarse a recoger y suscribir la crítica de la religión hecha por Feuerbach. En 1844 escribía: «Para Alemania, la crítica de la religión ya se ha acabado en sustancia» (Marx, ibídem). Sin embargo, mientras para Feuerbach la religión no es más que una ilusión, un espejismo, un error teórico, para Marx es una real situación humana de miseria, de alienación, de pérdida. Pero no es una situación primaria o fundamental, no puede dar razón de la miseria humana, sino que ella misma ha de ser explicada, fundamentada. La alienación religiosa es consecuencia —la más nefasta consecuencia— de otras alienaciones más profundas. Para eliminar del todo la religión es necesario eliminar las alienaciones profanas que la han hecho posible. «La miseria religiosa es, por una parte, la expresión de la miseria real y, por otra, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada por la desgracia, el alma de un mundo sin corazón, del mismo modo que es el espíritu de una época sin espíritu. Es el opio del pueblo» (Marx, ibídem).

Podría parecer así que la crítica de la religión es para el marxismo algo secundario o consecuencia de otra crítica en circunstancias sociales determinadas. Pero no es así. La crítica de la religión es necesaria y principal para Marx, aunque piensa que ya puede prácticamente dispensarse de hacerla, en cuanto ha sido ya hecha por la Izquierda hegeliana: «La crítica de la religión conduce a la doctrina de que el hombre es para el hombre el ser supremo» (Marx, ibídem), dirá recogiendo la conocida expresión de Feuerbach. Por eso, liberarse de la alienación religiosa es ponerse en la actitud necesaria para liberarse de las otras alienaciones. Así podrá ponerse en práctica el empeño por suprimir la alienación económica, que es la más radical y que produce las otras; de modo que al fin se haga ya imposible que vuelva a surgir la religión: «La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra; la crítica de la religión en crítica del derecho; y la crítica de la teología en crítica de la política» (Marx, ibídem).

Es ésta una consideración importante para la recta interpretación del marxismo: su ateísmo constituyente. La noción de Dios —y la religión en general— impiden considerar la privación económica como el mal supremo y absoluto, impiden reducirlo todo a economía, a producción material: crean la ilusión de bienes espirituales, de la inmortalidad personal, de una eternidad feliz, etc., y así dan una significación muy relativa a la insatisfacción sensible. Por eso, «la crítica de la religión es la condición de toda crítica» (Marx, ibídem).

El tema religioso ocupa poco espacio en los escritos de Marx: lo principal se encuentra en las pocas páginas de su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, apareciendo sólo aquí y allá en las obras posteriores, con sarcasmos blasfemos y con un tono que raya en lo demoníaco. A pesar de ese poco espacio, el ateísmo lo informa todo, en sentido estricto y desde el primer momento. A diferencia de Engels, no parece que Marx haya pasado por una crisis de pérdida de fe: da la impresión de no haber tenido nunca ninguna creencia religiosa.

El ateísmo es la fuerza motora del marxismo: se trata de sacar las consecuencias prácticas de que Dios no existe, de que nada hay superior a la humanidad; es el intento de respaldar y vivir y mostrar como razonable el ateísmo, dándole una justificación teórica y una determinada estructura práctica. Por eso, Marx no se contentó con el materialismo de Feuerbach: necesitaba recuperar la dialéctica, poner lo negativo como constitutivo de todo, porque toda positividad real finita reclama necesariamente un Creador. Pero un tal intento tiene, como veremos, un precio altísimo: la degradación teórica y práctica mayor que cabe imaginar para la persona humana.

Conviene recordar, por último, que Marx, al igual que Feuerbach, rechaza inicialmente toda religión, y para justificar teóricamente ese rechazo critican no la verdadera religión (ni la natural ni la Revelada positiva), sino la religión expuesta por Hegel, y en otra versión por Schleiermacher, pensando —con cierta coherencia «dialéctica»— que así han criticado toda anterior interpretación y realización de la religión; lo cual —hay que insistir— es en realidad una impostura.

2. Alienación filosófica y crítica de la filosofía.

La crítica marxista de la filosofía es bastante compleja: complicados son los juicios que Marx hace sobre Feuerbach, Hegel, Bauer, etc. Pero lo más significativo es el punto de partida y el término de esa crítica, que se exponen sobre todo en los Manuscritos de 1884, en Ideología alemana, en La Sagrada Familia y en las Tesis sobre Feuerbach.

El punto de partida es la consideración de la filosofía como alienación, y el término es la afirmación de la identidad entre teoría y praxis, entendida como praxis sensible, como transformación de la naturaleza, racionalizándola, y realizándose así el hombre mismo, que antes está sólo en su prehistoria.

La afirmación clásica de Marx sobre este punto es la 11 tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras; lo que importa es transformarlo.»

Para Marx, la filosofía es una alienación porque es el resultado de una deficiencia en la existencia misma del hombre, una evasión ante un problema real y que ilusoriamente pretende resolver con un éxtasis intelectual: es una ruptura, una situación de miseria, ese proyectar en una esfera «ideal» lo que debería ser solución realizada prácticamente (no existe y no se puede pensar la esencia humana: el Hombre ha de hacerse). La filosofía es alienación porque desdobla la acción en teoría y praxis.

De ahí que la crítica de la filosofía haya de llevar a una filosofía que sea praxis. Eso no quiere decir de ningún modo que se proponga un activismo o un pragmatismo vulgar (recuérdese lo dicho también para su materialismo). Marx no renuncia al pensamiento —todo lo contrario, trata de hacerlo realidad material—; lo que él rechaza es un pensamiento que no sea inmediatamente práctico, realizador en lo económico-social. La crítica teórica debe ser a la vez práctica, «no es una pasión de la cabeza, sino la cabeza de la pasión» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel); y de ahí su importancia: «Pactad acuerdos que satisfagan los fines prácticos del movimiento (comunista), pero no permitáis ninguna concesión de principios..., no hagáis ninguna concesión teórica» (Marx, Crítica al Programa de Gotha); y comenta Lenin: «Sin una teoría revolucionaria no puede existir un movimiento revolucionario» (Lenin, ¿Qué hacer?).

Marx se compromete en una acción revolucionaria radical como consecuencia de su concepción del universo, y entiende su pensamiento como parte de esa acción material dialéctica y universal: «No basta que el pensamiento empuje hacia la realización; la realidad misma debe acoplarse al pensamiento» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel). Se trata, pues, de eliminar toda distinción entre teoría y práctica.

Esa alienación filosófica, como situación de proyección imaginaria de problemas materiales prácticos (económicos), es la que hace posible la alienación religiosa (que aquella esfera «ideal» pase a ser considerada divina, como una realidad distinta y separada del hombre, etc.). Por eso la crítica de la religión exige la crítica y la eliminación de la metafísica. Sin embargo, para poder acometer la crítica de la filosofía es indispensable la actitud que procede de la crítica de la religión (que es lo que hace comprender la filosofía como alienación, miseria y pérdida).

Por eso hay que evitar la equivocación de pensar que la crítica marxista a la filosofía es independiente de su ateísmo, como si fuese algo así como la denuncia de un pensamiento abstracto y sin influjo real en la existencia. Niega la metafísica porque niega toda realidad que trascienda el hacer del hombre y su vida sensible. «La teoría —dice Marx— se convierte en fuerza material apenas prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas apenas demuestra ad hominem, y demuestra ad hominem en cuanto es radical. Ser radical es coger las cosas en la raíz. Pero para el hombre la raíz es el hombre mismo. La prueba evidente del radicalismo de la teoría alemana... es que su punto de partida consiste en la decidida superación positiva de la religión. La crítica de la religión tiene su meta en la doctrina de que el hombre es para el hombre el ser supremo» (Marx, ibídem).

3. Alienación política y crítica del Estado.

La alienación política se concreta en el Estado, y es la que, a su vez, hace posibles las alienaciones filosófica y religiosa. Por eso se hace necesaria la crítica del Estado (eliminación de la alienación política) para la efectividad completa de las dos críticas anteriores.

El Estado que Marx considera es, principalmente, el teorizado por Hegel como encarnación del Espíritu Absoluto (Hegel llegó a saludar en Napoleón su advenimiento); pero la crítica marxista quiere llegar a todo Estado, porque lleva consigo necesariamente la alienación política del hombre en general.

Para Marx, esa alienación política es la misma existencia o situación política del hombre, caracterizada por una escisión entre la vida del ciudadano (el hombre como sujeto de relaciones públicas, como súbdito del Estado) y la vida del hombre como elemento del mundo de las necesidades, del trabajo y de las relaciones sociales.

«El Estado —afirma Engels— no existe desde toda la eternidad. Hubo sociedades que pasaron sin él, que no tuvieron ninguna noción de Estado y de la autoridad del Estado. En cierto grado del desarrollo económico, necesariamente unido a la escisión de la sociedad en clases, esta escisión hizo del Estado una necesidad» (Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado). El Estado, en todas sus posibles formas, aunque nazca con la «ilusión» de ser instrumento de conciliación entre las clases, entre las dos vidas (del hombre y del ciudadano), en realidad, permaneciendo necesariamente «exterior a la sociedad civil», no es otra cosa que «una fuerza de la clase más poderosa..., un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída..., una máquina esencialmente destinada a tener a raya a la clase reprimida y explotada» (Engels, ibídem). En resumen, «el Estado es el producto y la manifestación de los antagonismos inconciliables entre las clases» (Lenin, El Estado y la Revolución).

En consecuencia, ha de ser eliminado todo Estado: no se trata de modificarlo, de hacerlo «justo» o de hacerlo «popular y libre», pues «un Estado, cualquiera que sea, no es libre y no es popular» (Lenin, ibídem). Pero la completa eliminación del Estado no podrá ser efectiva —aunque su crítica sea previa— mientras no se elimine otra alienación más profunda que es su fundamento: la alienación social, basada a su vez en la alienación económica.

El marxismo coincide, pues, con el anarquismo en la meta final política (supresión de toda forma de Estado), pero difiere de él en cuanto que el anarquismo no considera «las bases económicas de la extinción del Estado»; bases económicas (supresión de la alienación económica) que hacen necesaria, después del abatimiento del Estado burgués, una etapa intermedia de Estado proletario (dictadura del proletariado): «La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario no es posible sin revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, no es posible más que por vía de extinción» (Lenin, ibídem). Sobre las fases de la instauración de la sociedad comunista, trataremos más adelante a propósito del materialismo histórico.

Es importante observar el carácter de postulado a priori de la noción marxista acerca del Estado. Aun aceptando que, históricamente, haya habido o haya formas de Estado que sean en la práctica «órganos de opresión de una clase sobre las demás», es falsa la afirmación general, tanto por lo que se refiere a la esencial dependencia del Estado respecto a la existencia de clases como a su «necesaria» característica de ser órgano de opresión. Reconociendo a la persona humana la libertad y la autonomía que realmente tiene, desde el momento en que las personas constituyen sociedad, se deriva, de un modo u otro, la realidad del Estado no sólo como garante de derechos y deberes (que necesariamente existen en el ámbito social), sino también como órgano subsidiario que puede llegar donde, para el bien común, no pueden llegar los individuos. Y, además, todo eso se sigue de la misma naturaleza humana (noción no aceptada por Marx, como ya se dijo).

Hay que notar, sin embargo, que el marxismo, al afirmar que el Estado supone una ruptura en la sociedad, en cierto modo tiene razón; pero se trata de la ruptura (más bien, composición) propia de toda realidad creatural. Por eso, la consideración marxista del Estado como algo que debe ser suprimido no es más que un a priori basado únicamente en la voluntad de rechazar todo aquello que sea expresión del carácter creatural del mundo, para justificar el rechazo inicial de Dios.

4. Alienación social y lucha de clases.

Según Marx, la alienación social consiste en la oposición no resuelta entre la apariencia de una sociedad universal y la división radical en clases (y pertenencia de cada individuo a una clase particular). No es fácil encontrar en las obras de Marx una definición de clase social. Puede decirse que son grupos particulares que contienen un número indeterminado de hombres por razón de su situación en el proceso de producción. Los hombres se identifican con su clase; pero esa clase sólo representa una parte de lo que ellos son en cuanto hombres; pierden así toda una parte de la «esencia» humana (del hombre como colectividad), ya que esta parte se identifica con otra clase. Por otro lado, la clase se constituye como tal cuando se adquiere una conciencia de clase.

«La historia de toda sociedad es la historia de la lucha de clases» (Marx-Engels, Manifiesto del Partido Comunista). Por eso, a lo largo de las diversas épocas históricas, Marx reconoce diversos números de clases sociales: «nuestra época, la época de la burguesía, se distingue sin embargo de las demás por haber simplificado los antagonismos de clase. Toda la sociedad actual se divide cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases directamente opuestas la una a la otra: burguesía y proletariado» (Marx-Engels, ibídem).

Llegado a este punto, el análisis marxista pasa al terreno de las previsiones del futuro, aunque no como «profecía anticientífica», sino como previsión de la marcha dialéctica de la historia y como programa de acción revolucionaria: una vez que la burguesía, en su progreso, va depauperando al proletariado, y a la vez haciéndolo numéricamente más poderoso, la revolución del proletariado es inevitable, como negación dialéctica de su negación. De ahí que el programa revolucionario se empeñe en «ir en el sentido de la historia», radicalizando esa oposición de clases, fomentando la conciencia de clase, etc.: «Hay que hacer más angustiosa la opresión real añadiendo la conciencia de esa opresión. Hay que hacer la afrenta más sensible haciéndola pública» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

A continuación habría que exponer ya el llamado materialismo histórico. Pero antes, cabe preguntarse si una revolución, por total que sea, puede no sólo eliminar la alienación social, sino garantizar además que no vuelva a producirse en el futuro. La respuesta marxista es naturalmente negativa. Eso sólo quedará garantizado si se destruye otra alienación más profunda todavía, y que es la que hace posible la ruptura-oposición del hombre (colectividad histórico-social) en clases: la alienación económica.

Conviene recordar que la supresión de la alienación social (división en clases opuestas) no es postulada por Marx en base a ideas de justicia, de fraternidad, de igualdad, de democracia, etc.: ideas abstractas y sin sentido para el marxismo (contra lo que afirmaban los socialismos utópicos): «Marx declara expresamente cómo, por ejemplo, con ocasión de la fundación de la Primera Internacional en 1864, tuvo que utilizar los términos de libertad y de justicia porque no podía evitarlo, dada la estupidez (dice él) de sus colaboradores» (A. Del Noce). En efecto, el motivo para postular la eliminación de la alienación social no es más que la voluntad de que el hombre sea totalmente para el hombre. Así, aunque la «estupidez» de algunos obligue a hablar de «justicia social», etc., para motivar la Revolución, el elemento motor es la afirmación radical de ateísmo (en su fórmula ya «positiva»: el hombre y sólo el hombre).

Marx tendrá para las motivaciones cristianas de justicia las más duras invectivas: «Es muy cómodo dar al ascetismo cristiano un color socialista. (...) El socialismo sagrado no es más que el agua bendita con la que el sacerdote consagra el rencor del aristócrata» (Marx-Engels, Manifiesto del Partido Comunista). Ese juicio despectivo se extiende a todos los socialismos que quieren fundarse en ideas de justicia o de filantropía, etc.: «Salvo raras excepciones, todo lo que circula en Alemania como pretendidos escritos socialistas o comunistas, entra en el marco de esa literatura sucia y repugnante» (Marx-Engels, ibídem).

Es un error —bastante burdo aunque extendido— pensar que cuando el marxismo aboga por la eliminación de injusticias sociales, se trate de un elemento positivo de esa ideología (que algunos llegarán incluso a considerar sustancialmente idéntico a la fraternidad cristiana). La idea de justicia no tiene sentido para Marx. El término real de la implantación del socialismo marxista es, como veremos más adelante, una dictadura despótica (que es considerada como etapa «intermedia» para el advenimiento de un comunismo efectivo). Por otra parte, el motivo radical del amor cristiano al prójimo es el amor a Dios; mientras que el principio motor para la revolución marxista es el odio (negación de la negación). También aquí el marxismo se separó de Feuerbach: «El amor es en todas partes y siempre el dios milagroso que, según Feuerbach, debe ayudar a superar todas las dificultades de la vida práctica: y eso en una sociedad dividida en clases con intereses irremediablemente contrapuestos... Con eso desaparece de su filosofía el último residuo de carácter revolucionario, y no queda más que la vieja canción: Amaos los unos a los otros, abandonaos los unos en los brazos de los otros, sin distinción de sexo ni de clase. ¡La ilusión de la reconciliación universal!. En una palabra, sucede a la doctrina moral de Feuerbach lo mismo que a todas las que le han precedido. Es adecuada a todos los tiempos, a todas partes, a todas las circunstancias, y precisamente por eso no es aplicable en ningún tiempo y en ningún lugar, y es, respecto al mundo real, tan impotente como el imperativo categórico de Kant» (Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana).

El marxismo no puede aceptar el amor a los demás como motivo, si el individuo no es más que un foco de intereses sensibles y de producción económica. El amor sería una afirmación no dialéctica. La única manera de construir el mundo es el odio de lo negativo, de lo que impone un límite, de lo que aparece contrapuesto e impide realizarse, llegar a ser en identidad: es el odio hasta la destrucción efectiva del contrario. «Abajo el amor al prójimo. Lo que hace falta es el odio. Debemos aprender a odiar: es así como llegaremos a conquistar el mundo» (Lounatcharsky). Como es evidente, no hay en todo esto ni sombra de semejanza con la doctrina cristiana.

Es ilustrativa la radicalización que Sartre efectuó del existencialismo, llegando a coincidir —como él mismo afirmó— con los principios fundamentales del marxismo. Su testimonio es de interés, por expresar con lucidez escalofriante la esencia negativa de tales principios. Así, por ejemplo, dirá que «la sola inteligibilidad posible de las relaciones humanas es dialéctica, y esta inteligibilidad, en una historia concreta donde el auténtico fundamento es la rareté (rareza, como deficiencia, negación o escasez de materia), no se puede manifestar más que como una reciprocidad antagónica» (Sartre, Crítica de la Razón dialéctica). De ahí que lo que llamamos amor, en el fondo, esté constituido por el odio y la violencia: «Yo soy hermano de violencia para todos mis prójimos... La violencia es la fuerza misma de esta reciprocidad lateral de amor» (Sartre, ibídem).

5. Alienación económica y crítica de la economía política.

El terreno donde, según Marx, surgen las clases sociales contrapuestas es la vida económica, el mundo de las relaciones de producción, que es la estructura misma de la realidad (la economía substantivada). Si es ese terreno el que hace posible la alienación social —aunque es la crítica teórica a la alienación social la que permite descubrirlo—, se hace necesario descubrir y eliminar la alienación económica, por medio de la crítica de la economía política (como ciencia normativa). A esta tarea es a la que Marx ha dedicado naturalmente más atención y tiempo durante su vida: no por ser él mismo un economista, sino porque —como queda dicho— para su filosofía la economía es la estructura de lo «real»; a relaciones de producción se reduce toda realidad: «El proceso de producción constituye el proceso de creación y reproducción de la vida humana» (Marx, El Capital). Esta crítica (insistimos: filosófica) está contenida sobre todo en los Manuscritos de 1844, en Contribución a la crítica de la economía política (1859) y especialmente en El Capital, en cuyo capítulo 1 del Libro I recoge lo ya expuesto en la obra anterior acerca de «la mercancía y el dinero».

Para Marx, la polarización de la humanidad en dos clases directamente opuestas (burguesía y proletariado) no es más que el reflejo de un hecho económico único: la producción capitalista. La crítica de Marx a la economía política es la crítica del capitalismo. Para el contenido concreto de esos aspectos de su pensamiento, pueden verse las recensiones a las obras particulares respectivas; pero es interesante hacer ya desde ahora algunas observaciones generales más.

Cuando Marx habla del «trabajo alienado» dice, por ejemplo: «El obrero pone su vida en el objeto, y desde entonces, su vida ya no le pertenece, es del objeto (...). El producto de su trabajo no es del propio obrero. El despojamiento del obrero en provecho de su producto significa no sólo que su trabajo pasa a ser un objeto, y cobra una existencia externa, sino que significa igualmente que su trabajo se queda fuera de él, independiente de él, extraño a él, y que el trabajo pasa a ser frente al obrero una fuerza autónoma. Esto quiere decir que la vida prestada por el obrero al objeto pasa a erguirse frente a su autor como una fuerza enemiga y extraña» (Marx, Manuscritos de 1844). E inmediatamente antes había escrito: «Cuantos más objetos produce el obrero, menos puede poseer, y tanto más cae bajo el dominio de su producto, que es el capital» (Marx, ibídem).

Es importante observar que el análisis económico de Marx está expresamente determinado por su concepción dialéctica: cuanto más crece el capital, necesariamente ha de crecer su negación, que es el proletariado como clase esencialmente desposeída. La burguesía necesariamente ha de engendrar su negación dialéctica: «El obrero moderno, en vez de elevarse a medida que la industria progresa, desciende cada vez más por debajo de las condiciones de su propia clase (...). De todo esto se deduce claramente que la burguesía no es capaz de mantenerse por más tiempo como clase dominante de la sociedad (...) porque no es capaz de garantizar la existencia al propio esclavo ni siquiera dentro de su esclavitud, ya que se ve obligada a dejarlo caer en una situación en la que, en lugar de ser nutrida por él, se ve obligada a nutrirlo ella (...). La burguesía produce ante todo sus sepultureros. Su caída y la victoria del proletariado son igualmente inevitables» (Marx-Engels, Manifiesto del Partido Comunista). Es de notar, aparte de que la historia ha demostrado suficientemente la falsedad de esas previsiones, el carácter determinista de esa concepción: no hay lugar efectivo para la libertad personal como factor de la historia. Su concepción dialéctica —que exige la polarización entre burguesía y proletariado, como tesis y antítesis— es el a priori que determina la crítica marxista al capitalismo: bajo la apariencia técnica de sus teorías del valor, valor de uso, valor de cambio, plusvalía, trabajo excedente, etc., se encuentra operante aquella concepción filosófica, de tal modo que el análisis económico marxista es filosofía, no economía. Sobre la invalidez —históricamente comprobada— de ese análisis, pueden verse las recensiones a las obras correspondientes.

Hay que señalar también que, para Marx, tan «alienado» está el capitalista como el proletario: es el hombre (como ser colectivo e histórico) el que se encuentra dividido en capitalista y proletario, como consecuencia de que el proletario está dividido (alienado) de su trabajo, perdiéndose a sí mismo, en cuanto que el trabajo (acción sensible de autotransformación de la materia mediante la razón) es el hombre mismo. Igualmente, el «no trabajador» (el que no transforma directamente la naturaleza) sufre una alienación rigurosamente complementaria, en cuanto él carece del acto de producción que es el realmente humanizante o productor de lo humano.

Conviene tener presente —insistimos— la clave filosófica de la crítica marxista a la economía política: sus postulados y presupuestos son filosóficos (del materialismo histórico y dialéctico). Es interesante a este respecto la categórica afirmación de Lenin: «No se puede comprender El Capital de Marx, y particularmente su primer capítulo, sin haber estudiado y comprendido toda la Lógica de Hegel» (Lenin, Cuadernos sobre la dialéctica de Hegel).

El fondo último de la alienación económica es, según Marx, la propiedad privada, sobre todo de los medios de producción, que es la que posibilita —o más bien produce— la alienación del trabajador respecto al objeto de su trabajo, y de su trabajo mismo. Se entiende bien que para Marx la propiedad privada haya de ser eliminada, en cuanto que consiste —según esa doctrina— en despojar al trabajador no sólo de algo suyo, sino de sí mismo, puesto que el trabajador consiste en su trabajo y en su término. La acción del trabajador no tiene, para el marxismo, otro valor que su objeto: es acción esencialmente transitiva, puesta además completamente en función de una «necesidad». Esa acción es colectiva y colectivo ha de ser el goce de su producto. No se trata de eliminar —eliminando la propiedad privada— una forma de «robo» o latrocinio —eso sería más bien lo típico de la utopía socialista de un Proudhon—, sino que se trata de entender que el robo no es más que una forma de apropiación, y en cuanto tal es como es rechazable: así lo afirma Marx, por ejemplo, en Miseria de la filosofía (libro dirigido a refutar la obra de Proudhon Filosofía de la Miseria).

Es interesante observar también que el rechazo marxista de la idea misma de propiedad es coherente con su materialismo, en cuanto que la propiedad en sentido estricto implica interioridad personal —en el fondo espiritualidad— del sujeto que posee. Y es también coherente con la dialéctica hegeliana, para la que «la interioridad es la exterioridad» y el individuo «una abstracción».

Una vez superada la alienación económica, ya no queda otra que sea más profunda y fundamental, pues ya se ha llegado a la auténtica «infraestructura» de la «realidad»: la economía, que adquiere así las prerrogativas de una ontología: «Suprimir la propiedad privada es suprimir toda alienación (...). La alienación religiosa se produce sólo en el dominio de la conciencia, pero la económica es la alienación de la vida real: su supresión abarca ambos lados (...). El comunismo comienza ya a partir del ateísmo» (Marx, Manuscritos de 1844).

No es difícil entonces comprender con claridad que el Magisterio de la Iglesia haya condenado el socialismo que se opone a la propiedad privada, viendo precisamente en todo sistema que niega ese derecho algo incompatible con los dogmas de la Iglesia Católica, porque su manera de concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana» (Pío XI, Enc. Quadragesimo anno).

No es propia y directamente la distribución justa de los bienes materiales lo que está en juego, sino la concepción global del hombre y de la vida y de su destino; y en consecuencia, aspectos capitales de la ley natural.

Así, después de aquella extrema aversio a Deo inicial (ateísmo), se llega a una completa conversio ad creaturas; como a su fundamento: el fin del hombre, y su misma realidad, no es más que la producción de bienes materiales y su goce. Y esto, convertido en doctrina absoluta y en praxis universal. La esencia misma del pecado, convertida en filosofía y en programa político.

6. Consideraciones finales sobre la crítica de las alienaciones.

Las críticas de las diversas alienaciones tienen en común considerar como negativa, como miseria, toda diversificación, toda separación, todo límite: es decir, hay al inicio un postulado general de identidad. La perfecta y absoluta identidad que sólo a Dios corresponde es reclamada para el hombre (como materia en desarrollo, como movimiento y como conciencia sensible). Y reclamada no sólo como exigencia teórica, sino como normatividad práctica: hay que lograr la identidad con la praxis. Sólo así llegará el hombre a ser para sí mismo el ser supremo. Aceptar una multiplicidad o variedad estable (una alienación irreductible) conduciría a admitir la finitud del hombre. Para la filosofía del ser, la composición y limitación son propias de la criatura en cuanto creada, en contraste con la simplicidad, la identidad y la infinitud divinas. El ateísmo inicial, la voluntad de negar todo lo que limite o supere al hombre, lo que no sea el hombre mismo, comporta las fundamentales consecuencias del análisis marxista, con lógica bastante rigurosa.

La conexión de las críticas a las varias alienaciones es, como se ha visto, muy estrecha: cada uno de los desarrollos críticos de una alienación está movido y condicionado por la finalidad de hacer imposible la anterior alienación; por tanto, su validez depende de que esa anterior alienación sea efectivamente algo negativo y eliminable. Para el marxismo, como vimos, la primera crítica y «condición de toda otra crítica» es la que hay que hacer a la religión; por eso Lenin llegará a decir que «toda idea religiosa es una abominación indecible». Pero es justamente ahí, en ese punto de partida, donde ya no podemos seguir a Marx: nos lo impide absolutamente la fe cristiana, y lo impide la misma razón natural. En consecuencia, cae lo fundamental y conductor de sus «críticas». Si algún análisis particular o alguna consideración marginal puede conservar algún valor, será en la medida en que se demuestre rigurosamente separable e independiente de su punto de partida y del término al que quiere llegar.

SOBRE EL MATERIALISMO HISTÓRICO Y EL MATERIALISMO DIALÉCTICO

El marxismo no es simplemente una crítica, aunque el elemento crítico le sea esencial; sino que es a la vez e inseparablemente una visión global del mundo, del hombre, de la sociedad, de la historia. En esta visión filosófica hay una diferencia inicial y radical respecto de toda concepción de la realidad según el conocimiento espontáneo y común y su desarrollo científico y sapiencial en la filosofía del ser. Para el marxismo —como ya dijimos, y volveremos aún a insistir— no hay propiamente ser (que funde la verdad y el bien), sino devenir: un hacerse dialéctico, en el que cada momento es negación del anterior; de modo que, en todo caso, la verdad tendrá sentido como resultado. Pero aquí Marx no hace otra cosa que seguir a Hegel, aunque reducido al materialismo de Feuerbach.

1. La dialéctica.

Como Hegel, Marx supone que la realidad es movimiento. Nada hay estable: todo es devenir continuo a base de las sucesivas negaciones de toda determinación o concreción. Según el principio de Spinoza —asumido por Hegel—, toda determinación es una negación. De ahí que no haya auténtica positividad ontológica: la única afirmación posible es la negación de la negación, no sólo como proceso de la razón, sino como proceso de la realidad: proceso que se identifica con su contenido, en su infinito devenir de tesis, antítesis y síntesis.

«La grandeza de la filosofía hegeliana —escribía Marx en 1844— y de su resultado final —la dialéctica de la negatividad en cuanto principio motor y creador— consiste en que Hegel concibe la autoproducción del hombre como proceso, la objetivación como desobjetivación, la alienación como salida de sí y supresión de esa alienación; en que, por tanto, capta la esencia del trabajo y comprende al hombre objetivo, al hombre verdadero porque es efectivo —porque es resultado de la actividad— como resultado de su propio trabajo» (Marx, Manuscritos de 1844).

La dialéctica es, pues, la relación sujeto-objeto, que no es ni separación absoluta ni lazo inmediato, sino separación siempre nueva y siempre debiendo ser suprimida. Esta dialéctica de la objetivación permite captar con claridad el carácter inmanentista del pensamiento de Marx (tan inmanentista como el de Hegel): «Un ser no objetivo es un no ser» (Marx, ibídem). Esto, que podría parecer una afirmación de realismo metafísico, es por el contrario una afirmación de «idealismo» (aun cuando Marx cambie la Idea de Hegel por la materia). En efecto, el sujeto no es más que en la medida en que es objeto de la conciencia (espíritu para Hegel, sensibilidad para Marx). Lo objetivo es lo que es objeto de la sensibilidad (que se identifica con ella dialécticamente): lo contrario supondría aceptar la realidad de un ser en sí independiente de la conciencia (verdadero realismo), y sería contrario a la afirmación inicial del devenir como única «realidad».

Mientras Hegel se limita —dirá Marx— a contemplar el movimiento y el trabajo (lo que supone un absoluto, un criterio en nombre del cual o partiendo del cual contempla ese movimiento), Marx prescinde de todo punto de referencia absoluto: se parte de la conciencia sensible, pero de una conciencia sensible que es actividad (y no pasividad, intuición, estática, etc.): el objeto de esa conciencia es también actividad, que se relaciona con ella según la dialéctica sujeto-objeto. La conclusión es también conciencia sensible, pero ya enriquecida y cultivada, transformada en universal idéntico a sí mismo.

En esta perspectiva puede comprenderse mejor el alcance de la postulada identidad dialéctica entre teoría y praxis. «Praxis, conocimiento, de nuevo praxis, de nuevo conocimiento; esta fórmula, en su repetición cíclica es infinita; además, el contenido de cada ciclo de la práctica y del conocimiento se eleva cada vez a un estadio más alto. Esta es, en su conjunto, la teoría del conocimiento del materialismo dialéctico, ésta es la concepción materialista-dialéctica de la unidad de conocimiento y acción» (Mao Tse-tung, Acerca de la práctica).

Conviene recordar lo que ya se ha mencionado acerca de la «identidad dialéctica» entre contenido y forma —propia del pensamiento hegeliano—, para comprender bastantes afirmaciones marxistas: el contenido del proceso es el proceso mismo. No cabe otra posibilidad si se ha partido de afirmar como única «realidad» el movimiento dialéctico, con la correspondiente negación de realidad a un sujeto que se mueve siendo en sí distinto del movimiento mismo. Por eso, cuando el marxismo habla de la realidad, de las cosas, etc., por una parte; y del hombre, de la conciencia, de la ciencia, etc., por otra, no es que haga una profesión de realismo (materialista o no). El marxista piensa que la «primera inmediatez» (la de los hechos empíricos) es mediada (por la conciencia sensible), y por eso que con otra mediación (la de la dialéctica) se llega a una «segunda inmediatez» en la que se descubre el auténtico núcleo de los fenómenos. Al hablar de la realidad, de las cosas, etc., sólo pueden hacerlo de sus «ideas» de esas cosas (que son momentos conscientes de la acción sensible de autoproducción de la materia: ciertos reflejos materiales en el cerebro).

De ahí que, con palabras de Engels, «esta filosofía dialéctica disuelve todas las nociones de verdad absoluta, definitiva, y las condiciones humanas absolutas que le corresponden. No hay nada definitivo, ni absoluto, ni sagrado ante ella; ella muestra la caducidad de todas las cosas y nada existe para ella más que el proceso ininterrumpido del devenir y de lo transitorio, de la ascensión sin fin de lo inferior a lo superior en la que ella no es más que su reflejo en el cerebro pensante» (Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana).

También hay que tener presente lo constitutivo de la contradicción en su visión dialéctica. El principio clásico de no-contradicción ha sido exactamente invertido: no es un criterio de verdad, toda vez que la identidad no está antes (en Dios que causa) sino al final; de manera que la contradicción es precisamente constitutiva de la realidad, como movimiento de unidad-negación de los contrarios. La verdad sólo tiene sentido, pues, como resultado: no se trata de conocer una verdad ya dada (eso supondría aceptar un ser que la fundase), sino de verificar (hacer verdadero) un proyecto de acción social: «El criterio de verdad no puede ser más que la práctica social» (Mao Tse-tung, Acerca de la práctica).

La oposición radical a Dios tenía necesariamente que desembocar en la oposición a la verdad. Por eso el Señor llama al demonio el padre de la mentira (Ioann. 8, 44). En el fondo, no estamos ante una simple cuestión de lógica o de teoría del conocimiento, sino de teología moral.

Para un desarrollo más detallado de la dialéctica y de sus orígenes será útil consultar el que se expone en la recensión del libro Acerca de la contradicción, de Mao Tse-tung.

2. El materialismo histórico.

Si la «realidad» es devenir, y devenir humano, esa «realidad» es la historia: la dialéctica es la «forma» de esa historia, que se identifica con ella misma. Por tanto, la historia será, para Marx, la autoproducción (mediata, a través del trabajo) del hombre en cuanto hombre (colectividad temporal); es la sucesión de las sociedades o colectividades.

Al analizar críticamente la historia de la sociedad humana (hombre genérico, como hacerse continuo), Marx establece que —a pesar de las apariencias de las «superestructuras» políticas, religiosas, etc.— el movimiento histórico está regido (constituido) por la «infraestructura» económica: «Quien como yo —escribía Marx en 1867— concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de las que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas» (Marx, El Capital, prólogo a la primera edición). Años antes había escrito: «La industria, incluso dentro de la alienación que ha provocado, es la verdadera relación histórica de la naturaleza y, por tanto, de la naturaleza con el hombre. (...) Si se la comprende (a la industria) como la revolución de las fuerzas esenciales del hombre, se puede ver en ella la esencia natural del hombre y la esencia humana de la naturaleza» (Marx, Manuscritos de 1844).

La historia es material (materialismo histórico), porque es el devenir de las sociedades humanas únicamente constituido por la economía (como proceso de producción-goce de bienes materiales). Es éste otro punto importante en que Marx se apartó de Feuerbach: «En la medida en que es materialista, Feuerbach no hace que intervenga nunca la historia; y en la medida en que hace que la historia sea tenida en cuenta, no es materialista» (Marx-Engels, La Ideología alemana).

El marxismo expone una interpretación bastante simplista de la historia anterior al capitalismo: las diversas etapas de ese devenir (comunidad primitiva, esclavitud, plebe, feudalismo...) son explicadas en base exclusivamente al modo de producción de bienes materiales, pretendiendo reducir a infraestructura económica todo otro factor histórico (religioso, filosófico, político), que no sería sino superestructura creada sobre la infraestructura. Esa interpretación es muy simplista y nada rigurosa, como puede comprobarse, a poca información que se tenga, por ejemplo, tanto en El Manifiesto del Partido Comunista, como en la obra de Engels El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (cfr. las recensiones correspondientes). Cabe destacar la universalidad que se postula para la lucha de clases: «La historia de toda sociedad pasada es la historia de la lucha de clases», se afirma categóricamente ya en el segundo párrafo del Manifiesto. Afirmación coherente con la dialéctica de la negatividad asumida.

Ciertamente, para que haya historia ha de haber hombres: «La condición primordial de toda historia humana es naturalmente la existencia de seres humanos vivos» (Marx-Engels, La Ideología alemana). Pero ¿ha habido siempre hombres? En sentido estricto, esta pregunta no tiene sentido para el marxismo, en cuanto que —en base a su inmanentismo radical— el hombre no puede ponerse fuera de sí mismo para verse antes: Marx utiliza este argumento en una ocasión. Pero a la vez saluda con entusiasmo el evolucionismo naturalista que empieza a difundirse en la filosofía europea: en una carta a Engels habla de la satisfacción que esa teoría le ha proporcionado, y llega (¿ingenuamente?) a calificarla de «fundamento de nuestra teoría». En efecto, de ese modo «los hombres empiezan a distinguirse de los animales en cuanto empiezan a producir sus medios de existencia, paso adelante que es la consecuencia misma de su organización corporal» (Marx-Engels, ibídem). Engels, a su vez, en su Dialéctica de la Naturaleza, hablará del «papel que desempeñó el trabajo en el proceso de hominización del mono». Pero tampoco en toda esta cuestión hay que esperar grandes explicaciones: el gran postulado es siempre el de que la verdad está al final, como resultado del hacer. Y esto vale para la «hominización» como para la «primera acumulación de capital» o para cualquier otra fase del devenir.

Para la crítica del capitalismo, la dialéctica obligó a Marx, ya en 1844, a afirmar rotundamente que «el obrero se empobrece tanto más cuanta más riqueza produce» (Marx, Manuscritos de 1844). Atendiendo a las exigencias dialécticas, la forma de producción capitalista exige también concebir la oposición burguesía-proletariado como tesis-antítesis, de modo que el proletariado debe llegar a ser una universalidad negativa. De ahí que la tarea comunista se dirija a «la educación de una clase radicalmente encadenada, de una clase de la sociedad burguesa que no es una clase de la sociedad burguesa, de un estado social que es la desaparición de todos los estados sociales; de una esfera que obtiene por sufrimiento universal un carácter universal (...) de una esfera; finalmente, que no puede emanciparse de las otras esferas de la sociedad sin emanciparlas a su vez; que, en una palabra, es el completo aniquilamiento del hombre, y que por tanto sólo puede rehabilitarse con la completa rehabilitación del hombre. Este estado especial en que la sociedad termina disolviéndose es el proletariado» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

La misma «conclusión» —ya contenida en el postulado inicial de identidad dialéctica para el mundo— la obtendrá Marx años después como «resultado» de sus análisis económicos: «Conforme disminuye progresivamente el número de magnates capitalistas que usurpan y monopolizan este proceso de transformación, crece la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavización, de la degeneración, de la explotación; pero crece también la rebeldía de la clase obrera, cada vez más numerosa y más disciplinada, más unida y más organizada por el mecanismo del mismo proceso capitalista de producción (...) se hace incompatible con su envoltura capitalista. Esta salta hecha añicos. Ha sonado la hora final de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados» (Marx, El Capital).

Pero la aniquilación de la burguesía por su antítesis dialéctica (el proletariado) no puede realizarse en forma de transición, sino por un salto cualitativo violento: la Revolución proletaria: «El Estado burgués (...) ha de ser suprimido por el proletariado durante la revolución» —dice Lenin—, que es una «revolución violenta», encaminada a «destrozar la máquina del Estado» (Lenin, El Estado y la Revolución). No se trata de una posibilidad que deba actuarse si, en determinadas circunstancias, lo exigiese el bien de la sociedad humana, sino de una Revolución total y violenta, postulada como necesaria e inevitable, sea la que sea la situación de la sociedad «pre-socialista»: es el medio imprescindible de la dialéctica histórica.

Es interesante observar que el marxismo representa el intento más radical que se ha dado hasta ahora de «fundamentar» teóricamente la Revolución, precisamente poniendo el fundamento al final del proceso, y no al principio (la revolución no se basa en algo previo —justicia, igualdad, etc.—, sino en su término: la unidad del Hombre genérico, que se hace a sí mismo como tal superando toda alienación). Por eso, el ateísmo es una «condición trascendental» para la Revolución total. Aquí no hay ética alguna: privado de Principio y Fundamento (Dios, creación), el Fin no impone otra normatividad que su logro (no hay nada «dado» que respetar; todo está por lograr). La meta —sólo concebible de modo negativo, como negación del límite— es una superhumanidad, enteramente nueva, que comporta la crítica y anulación de todas las formas del pasado. De ahí se sigue un absoluto amoralismo, que asume paradójicamente las características de un hipermoralismo, de un puritanismo fanático, no respecto a un Principio, sino al Fin.

Pero la Revolución proletaria no engendra inmediatamente ese fin. Después de decir que él no es quien ha descubierto la lucha de clases, Marx afirma: «Lo que yo he aportado ha sido demostrar: 1. que la existencia de las clases está ligada a determinadas fases del desarrollo histórico de la producción; 2. que la lucha de las clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3. que esta misma dictadura constituye sólo el paso a la supresión de todas las clases y a una sociedad sin clases» (Marx, Carta a Weydemeyer del 5-III-1852).

Después de la Revolución —contrariamente a lo deseado por el anarquismo—, «es indispensable, para suprimir las clases, instaurar la dictadura temporal de la clase oprimida» (Lenin, El Estado y la Revolución). El proletariado, victorioso en la revolución, necesita todavía de un Estado proletario: «el proletariado organizado como clase dominante» (Lenin, ibídem). Esta dictadura del proletariado constituye la primera fase de la sociedad comunista o socialismo. Este Estado proletario, como todo Estado, es también un órgano de opresión, pero ahora se trata de la «opresión que la mayoría ejerce sobre una minoría de explotadores» (Lenin, ibídem).

El Estado nacido de la Revolución —necesario para un entero período histórico, según Lenin— está de tal modo constituido que se extinguirá sólo cuando ya no quede nadie que reprimir. Las bases económicas para la completa extinción del Estado se ponen en la supresión de la propiedad privada de los medios de producción (que se realiza en la Revolución), hasta llegar a la sociedad sin clases, sin estado, sin religión, sin distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual; cuando la misma ruptura entre trabajo y necesidades se haya suprimido, llegando a ser el trabajo la principal necesidad, etc.: es el comunismo, en el que todos los antagonismos estarán finalmente conciliados; del hombre con la naturaleza, de la necesidad con la satisfacción, de la objetividad con la subjetividad, de hombre y hombre. Se habrá llegado a la producción del Hombre definitivo idéntico a sí mismo. El comunismo (en su fase superior) es, pues, la realización de esa unidad total del Hombre genérico (sociedad): todo será social, la propiedad privada habrá sido definitivamente eliminada, y con ella todas las otras alienaciones: se habrá realizado así el sueño de Feuerbach y el hombre será al fin para el hombre el ser supremo.

Todo esto tiene una cierta coherencia interna, aunque no puede evitar fracturas innegables. Por un lado, la idea misma de dictadura del proletariado (como ejercicio real del poder por la totalidad de la clase obrera) es una utopía nunca realizada ni realizable, en cuanto que el ejercicio del poder necesariamente recae en personas singulares (aunque se llamen «vanguardia del proletariado»). Este Estado proletario no es —donde está establecido— y no puede ser la «opresión de una minoría por parte de la mayoría», sino la opresión de otra minoría (el Partido) sobre la mayoría, como el mismo Sartre afirmó, aun aceptando los presupuestos de la filosofía marxista: «La dictadura real (se refiere a la URSS) es la de un grupo que se reproduce a sí mismo, y que ejerce el poder —en nombre de una delegación que el proletariado nunca le había dado— sobre la clase burguesa en vías de liquidación, sobre la clase campesina, y sobre la misma clase obrera» (Sartre, Crítica de la Razón dialéctica).

Respecto al paraíso comunista, no es fácil concebir ese estadio de bienaventuranza material, al que Marx aspira. Pero conviene no confundirlo con los comunismos vulgares, a los que dedicó fuertes ataques. Esos comunismos vulgares en los que todo es de todos, no hacen más que extender, generalizar la alienación de la propiedad. Así, por ejemplo, Marx, que ve en la unidad del matrimonio (por su carácter de «propiedad») una prostitución, dice que con esos comunismos vulgares se llegaría sólo a una «prostitución universal» (Marx, Manuscritos de 1844). Es —como ya se indicó anteriormente— la idea misma de propiedad lo que quiere destruir (precisamente porque connota un sujeto particular espiritual) y no la acción y la satisfacción. Lo que Marx propugna no es realmente una comunidad, sino una unidad (la de la materia universal).

Lo difícil que resulta incluso imaginar el paraíso comunista es ya un cierto indicio de su carácter utópico. En realidad no se ve cómo Marx podría escapar de la alternativa: «si la dialéctica es la ley de lo real histórico, el comunismo no es posible en la historia; si el comunismo es posible en la historia, la dialéctica no es la estructura de la realidad» (Ibáñez-Langlois). Es decir, o el comunismo será real y entonces será histórico, y desaparecerá en su contrario, y no será definitivo; o está fuera de la historia —en un futuro siempre aplazado— y no existirá nunca. Es la misma ambigüedad de la unión Hegel-Feuerbach, dialéctica-materia, sobre la que volveremos a propósito del materialismo dialéctico.

Sin embargo, analizando las descripciones que nos ofrece el marxismo sobre el paso de la primera a la segunda fase de la sociedad comunista, se comprueba mejor el carácter utópico del paraíso comunista: paso exclusivamente basado en el necesario acostumbramiento de los individuos a actuar colectivamente, una vez que se haya eliminado la causa principal de las actuaciones individuales contrarias a las «reglas de comportamiento sociales» (Esa causa principal, obviamente será sólo la alienación económica). Sobre ese «acostumbramiento», puede verse la recensión a El Estado y la Revolución, de Lenin.

Pero, prescindiendo incluso de lo utópico de llegar a alcanzar un nivel tal de abundancia material que nadie pueda desear más de lo que pueda realmente gozar; prescindiendo de lo utópico de que una tal situación fuese necesariamente definitiva; prescindiendo de todo eso, lo más notable es, una vez más, que para que todas estas teorías sean siquiera vagamente imaginables, es necesario prescindir a priori de la libertad espiritual de la persona humana. No se trata, pues, de un buen fin, pero inalcanzable, sino que, en el fondo, la sociedad que pretende construir el comunismo llevaría consigo una completa degradación de la persona humana. Efectivamente, aparte de la expresa exclusión de toda dimensión sobrenatural, y aun espiritual natural (materialismo), que pone como fin último de esa «sociedad sin clases» a ella misma, en cuanto actividad productora-consumidora de bienes materiales, en ella la persona humana queda disuelta: el precio de la total «igualdad» sería precisamente que todos los individuos fuesen iguales en su nulidad como personas.

Ya se ha apuntado antes el tema de la libertad, que es de particular importancia, a la hora de comprender muchas afirmaciones marxistas. Son muy frecuentes en las obras de Marx y de sus seguidores las afirmaciones que expresan un completo determinismo histórico: «La lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado» (Marx, Carta a Wiedermeyer). «Quien como yo concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de las que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas» (Marx, El Capital); el Estado proletario estará «constituido de modo tal que empiece en seguida a extinguirse y no pueda no extinguirse» (Lenin, El Estado y la Revolución); «Marx plantea la cuestión del comunismo como un naturalista plantearía, por ejemplo, la cuestión de la evolución de una nueva especie biológica, una vez conocido su origen y la línea precisa de su evolución» (Lenin, ibídem); etc.: la exclusión de la libertad personal como factor de la historia no puede ser más explícita.

Sin embargo, el marxismo habla también con frecuencia de libertad, de la importancia de promover la revolución (en términos que parecen hacer responsables de ella a las personas), etc. Por esto, es muy importante no pensar que se trate de simples incoherencias: el término libertad, para el marxismo, no significa lo mismo que para el sentido común ni para su desarrollo científico en la filosofía del ser. La relación necesidad-libertad es para el marxismo una relación dialéctica (de identidad dialéctica): «Hegel ha sido el primero —afirma Engels— que expresó exactamente la relación que existe entre libertad y necesidad. Para él, la libertad es la intelección de la necesidad. 'La necesidad es ciega sólo en la medida en que no es comprendida' (Hegel). La libertad no consiste en una independencia soñada para con las leyes de la Naturaleza, sino en el conocimiento de esas leyes y en la posibilidad nacida de este conocimiento de ponerlas por obra, metódicamente con fines determinados» (Engels, Anti-Dühring).

Por otra parte, «sólo cuando se extingue el Estado (y lo que lo ha hecho posible: las clases) es posible hablar de libertad» (Lenin, El Estado y la Revolución). Sólo hay, pues, libertad cuando hay identidad: sólo considerando la libertad como perfecta identidad entre sujeto y operaciones de ese sujeto, se hace posible hablar de libertad en el ámbito del pensamiento marxista. Y no es, por tanto, libertad personal, sino libertad (identidad) de la única «realidad» (el Hombre genérico, la sociedad como un todo único). El paso del socialismo al comunismo será precisamente, según Engels, «el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad» (Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico).

Es interesante notar que la concepción de la libertad como identidad entre sujeto y acción es verdadera en Dios, y que una semejanza degradada (necesariamente con cierta composición) se da en la libertad de las criaturas espirituales. También bajo este punto de vista está operante, pues, el ateísmo, la atribución a la sociedad de las características de lo absoluto, para poder prescindir de modo definitivo del verdadero Absoluto (Dios).

La radical e insanable contradicción de toda la construcción marxista con la realidad de las cosas —realidad también garantizada para el cristiano por la fe sobrenatural—, es tan patente como total. Es la trágica paradoja del comunismo: el hombre que no acepta estar sometido a Dios, y para justificar esa rebeldía desencadena un proceso intelectual y práctico que le lleva a perderse a sí mismo como persona, a renegar de su libertad espiritual —limitada, pero real—, en aras de un pseudo-absoluto (la «sociedad sin clases», el «Hombre genérico», etc.), tan utópico como degradante.

Trágica paradoja, que no es sino la expresión más radicalizada de la degradación del hombre que se sigue de toda pretensión de afirmarse a sí mismo contra Dios. La Sagrada Escritura, después de aquel «Dice el necio en su corazón: no hay Dios» (Ps. 13, 1), describe el resultado real de esa necedad: «los hombres se han corrompido y se han hecho abominables (...). Todos se han desviado, se han corrompido juntos (...) con su lengua traman engaños (...) veloces son sus pies para derramar sangre, en su camino no hay más que ruina y desastre. Ignoran el camino de la paz» (Ibid. v. 2 y ss.; cfr. Rom. 1, 19 ss.).

3. El materialismo dialéctico.

Si la realidad, según Marx, es el devenir histórico como proceso económico de producción material y su ley es la dialéctica, es patente que la materia no será para él lo mismo que para el sentido común, ni lo mismo que para cualquier filosofía realista (aun materialista, como la de Demócrito, por ejemplo). El materialismo marxista es materialismo dialéctico (expresión que no empleó Marx, pero que responde adecuadamente a su pensamiento, y ha sido aceptada siempre por sus seguidores).

En la génesis del materialismo de Karl Marx intervinieron factores muy diversos, aunque convergentes, que Lenin agrupaba en tres líneas: la filosofía, principalmente la dialéctica hegeliana y el materialismo de Feuerbach; el socialismo francés, que conoció a fondo en su estancia en París; y la economía política inglesa, a la que fue iniciado por su amigo y discípulo Engels.

Marx no podía aceptar la separación entre filosofía, economía y política: se basó en esas tres líneas, pero criticándolas, buscando un materialismo en el que la «infraestructura» fuese economía, y que condujese necesariamente al socialismo. De ahí el influjo que también recibió de Locke y de los sensualistas franceses, en cuya orientación encontró efectivamente un elemento que «desemboca directamente en el socialismo» (Marx, La Sagrada Familia).

En otras palabras, el materialismo dialéctico debería ser tal que el materialismo histórico no fuese más que su fluencia temporal; que fuese la explicación de los «momentos» del devenir explicado por el materialismo histórico.

La materia de Feuerbach —es necesario insistir en ello— no es la materia de Aristóteles; es un conjunto de actuaciones de la sensibilidad, la totalidad de la conciencia sensible en las determinaciones kantianas de espacio-tiempo. Esa materia no es, por tanto, independiente del hombre: su realidad depende de la conciencia sensible, y la conciencia sensible de la actividad práctica como actuarse. Es así como el pensamiento se resuelve en materia.

Marx criticó a Feuerbach a pesar de que su materialismo era ya actividad humana; lo criticó precisamente porque Feuerbach había perdido la dialéctica. Como ya se señaló anteriormente, Marx se propone recuperar el devenir o hacerse del hombre, de modo que la verdad no esté al principio (materia ya «dada» aunque dependiente del hombre), sino al final, como resultado de la acción: el de Marx, será un materialismo evolucionista, en el que el devenir es la negación de la negación, la lucha (unidad dialéctica) de contrarios: «La ley de la contradicción inherente a las cosas —o ley de la unidad de los contrarios— es ley fundamental de la naturaleza y de la sociedad, y por tanto también del pensamiento. Esta ley está en oposición directa con la concepción metafísica del mundo» (Mao Tse-tung, Acerca de la contradicción).

«Nada existe aparte de la Naturaleza y el hombre, y los seres superiores que ha creado nuestra fantasía religiosa son solamente reflejos fantásticos de nuestra propia esencia» (Engels, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana). Pero, para Marx, la Naturaleza y el hombre no son el todo y la parte, sino identidad dialéctica, y como tal sólo se realizará completamente al final, en el comunismo, donde «la esencia humana deviene naturaleza y la naturaleza deviene la esencia humana» (Marx, Manuscritos de 1844). Como ya se indicó, la relación dialéctica entre el hombre y la naturaleza es el trabajo. Por eso, criticando a Feuerbach, Marx afirmará que «el ser humano no es una abstracción inherente a cada uno de los individuos tomados por separado. En su realidad, el ser humano es el conjunto de las relaciones sociales» (Marx, Tesis sobre Feuerbach). Por eso, la economía (conjunto de relaciones de producción y consumo sociales) es la «infraestructura» misma de la realidad: todo lo demás son «superestructuras».

Se comprende que, efectivamente, un materialismo así lleve fácilmente al socialismo: no hay personas, sino partes de la materia, y éstas afectadas por el devenir temporal, como «momentos» de una acción material productora única. El individuo humano no es, entonces, el «Hombre»: es sólo un «nudo» de relaciones económicas; de relaciones necesidad-producción-satisfacción de lo sensible; es un «momento» del proceso que se continúa indefinidamente, y que se realiza de modo colectivo.

Puede verse entonces la ambigüedad de la expresión humanismo marxista, del que con frecuencia se oye hablar. Si por humanismo se entiende una concepción del mundo en la que el hombre es el centro, entonces el marxismo es un humanismo, pero del «Hombre colectivo», no de la persona humana; por el contrario, si por humanismo, como es habitual, se entiende una doctrina que valoriza, respeta, etc., a la persona humana, entonces el marxismo no es humanismo, sino un impresionante antihumanismo, como señala un actual filósofo marxista: «Desde el ángulo estricto de la teoría se debe entonces hablar abiertamente de un antihumanismo teórico de Marx, y se debe ver en este antihumanismo teórico la condición de posibilidad absoluta (negativa) del conocimiento (positivo) del mundo humano mismo y de su transformación práctica. Sólo se puede conocer algo acerca de los hombres a condición de reducir a cenizas el mito filosófico (teórico) del hombre. Todo pensamiento que se reclamase a Marx para restaurar, de una u otra manera, una antropología o un humanismo teóricos, teóricamente sólo sería cenizas» (Althusser, La revolución teórica de Marx).

El materialismo dialéctico —como ya se ha señalado— es inmanentista, es decir, la materia dialéctica no es algo en sí, sino un proceso de acción sensible humana: no es una materia que exista independientemente de la conciencia sensible del hombre. Como afirma Sartre, «la materia en sí es absurda» (Sartre, Crítica de la Razón dialéctica).

Sin embargo, algunos autores marxistas hablan también de un materialismo dialéctico «trascendental» o exterior al hombre, apoyándose en el intento de Engels de elaborar una «Dialéctica de la Naturaleza» (cfr. recensión a esa obra): se trataría de una materia en sí misma independiente del hombre, pero que estaría constituida por elementos contradictorios, y su evolución dialéctica sería la lucha de fuerzas contrarias, originando las cosas en un proceso ascendente de progreso (evolucionismo biológico, etc.). Marx conoció este intento de Engels, y nunca lo desaprobó, aunque tampoco está claro que lo compartiera. Quizá como sucedáneo popular pueda tener alguna utilidad para el marxismo (por su mayor sencillez), pero —como muchos teóricos marxistas han señalado—, ese «materialismo dialéctico exterior al hombre» no es marxista, sino más bien una nueva versión de los materialismos vulgares mecanicistas.

Ya la «síntesis» inmanentista entre materialismo y dialéctica (que sería la superación de Hegel desde Feuerbach, y la posterior superación de Feuerbach desde Hegel), presenta una cierta fractura, en cuanto que la dialéctica de la negatividad es una operación esencialmente racional, de la que no es capaz la sensibilidad humana. De ahí que no sin razón pueda decirse que el mismo Marx, en la medida en que es materialista no es dialéctico, y en la medida que es dialéctico no es materialista.

Pero esta fractura sutil se hace ruptura completa en el pretendido «materialismo dialéctico realista» (exterior al hombre, «dialéctica de la Naturaleza»), que es afectado en pleno por esa crítica aut-aut. De hecho, en el mundo creado no hay realidades o fuerzas contradictorias que no se excluyan (eso sólo puede pensarlo el entendimiento); no hay dialéctica de la naturaleza, sino composición acto-potencia: el principio metafísico que se «opone» a la positividad (al ser), no es la negatividad pura (la nada), sino la potencia. Ciertamente, de alguna manera toda determinación es negación, pero no en el sentido spinoziano heredado por Hegel y Marx, sino en cuanto toda determinación creada corresponde a una potencia que limita al acto; pero la potencia —en el nivel trascendental, la esencia—, no es simple y puro límite, pues es a su vez acto en el nivel formal, y participa del ser.

Vemos pues que —con palabras de Mao Tse-tung, pero para significar lo contrario que él pretende—, «esta ley (la dialéctica) está en oposición directa con la concepción metafísica del mundo» (Mao Tse-tung, Acerca de la contradicción).

4. El marxismo después de Marx.

A partir de Marx y Engels, Lenin sacó todas las consecuencias prácticas, ocupándose de traducir en acción político-social la doctrina marxista (como después Stalin, Mao, etc.), pero sin abandonar nunca la base teorética inicial que da un sentido y una especie de ímpetu pseudo-místico a esa acción.

Las aportaciones de Lenin y Stalin pueden considerarse, en general, como simples y ligeras modificaciones ideológicas dictadas por las circunstancias concretas, para aplicar la teoría-praxis marxista. Pero ellos, como Mao Tse-tung y como todos los marxistas auténticos, comienzan por adquirir el marxismo como doctrina. Aunque el marxismo se califique y quiera verificarse como praxis, es radicalmente y sobre todo una teoría, que no nace nunca espontáneamente en el pueblo, sino que se cultiva en ciertas condiciones intelectuales: «La historia de todos los países muestra que la clase trabajadora, por sus solas fuerzas, es capaz de desarrollar solamente una conciencia sindical (...). En cambio, la teoría socialista surgió como consecuencia de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por representantes cultos de la clase propietaria, por los intelectuales» (Lenin, ¿Qué hacer?).

Hay dos elementos que destacan en cierto modo como aportaciones de Lenin: el Partido y la táctica y estrategia de la Revolución (elementos que están íntimamente unidos). Respecto al primer punto, sintéticamente puede decirse que Lenin operó una sustitución práctica del proletariado por el partido: «Educando al partido obrero, el marxismo educa una vanguardia del proletariado, capaz de tomar el poder y de conducir a todo el pueblo al socialismo, capaz de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe de todos los trabajadores, de todos los explotados, en la organización de su vida social sin la burguesía y contra la burguesía» (Lenin, El Estado y la revolución). Para Lenin, por tanto, no es el proletariado en cuanto simple antítesis (universalidad negativa) quien, por evolución dialéctica, conquista el poder: es el Partido («vanguardia del proletariado») quien conquista ese poder y luego «conduce» (impone) a todo el pueblo al socialismo.

Es patente el cambio de perspectiva operado por Lenin: «Es necesario guardarse de asimilar la organización de los revolucionarios (el Partido) con la organización de los obreros (...). La organización de los obreros debe ser principalmente de tipo profesional. La organización de los revolucionarios debe englobar principalmente y ante todo gente cuya profesión es la acción revolucionaria» (Lenin, Oeuvres complètes, vol. IV).

No obstante, parece que Lenin no ha corregido a Marx sobre este punto (también Marx habló del Partido), pero sí puede decirse que —eludiendo cuestiones teóricas insolubles— ha aplicado la teoría general de acuerdo con la realidad política de su época (es el Partido quien, en efecto, tomó el poder en Rusia e impuso luego el socialismo a las masas).

Cabe señalar, sin embargo, el a priori leninista (no demostrado ni demostrable) de calificar al Partido como «vanguardia del proletariado». En efecto, siendo el proletariado, según Marx, la clase antítesis de la burguesía, cuya «personalidad» es precisamente la pérdida de toda «personalidad» (un universal no-tener), no es explicable que el Partido sea parte integrante (además, la «vanguardia») del proletariado, teniendo en cuenta la fuerte «personalidad» que Lenin le asigna y que, de hecho, tiene donde existe. De ahí que, como ya se indicó antes, la dictadura del proletariado sea en realidad dictadura del Partido, y en lugar de «opresión que la mayoría ejerce sobre una minoría de explotadores», sea la dictadura y opresión de otra minoría (el Partido) sobre la mayoría (el pueblo).

La estrategia de la Revolución es la concepción y los métodos acerca de la revolución universal o internacional. Como afirmaba Stalin (en su obra Cuestiones de Leninismo), el Comunismo, en su fase superior y definitiva, no es posible si no es universal. La estrategia leninista para esa implantación internacional del Comunismo, no es, sin embargo, la revolución simultánea en todos los países (como quería Trotsky), sino la implantación de la dictadura del proletariado en un país (Rusia) para después, con el poder estatal adquirido, las armas diplomáticas, etc., fomentar y sostener las revoluciones socialistas en otros países.

La táctica de la Revolución es la concepción y los métodos para la instauración del socialismo (o dictadura del proletariado) en un país concreto, por medio de la Revolución. El instrumento es el Partido Comunista. En síntesis, las dos funciones principales de la táctica revolucionaria son: 1. Exasperar a la clase «antítesis» mediante la propaganda y la agitación, de modo que adquiera una conciencia cada vez más dolorosa de su miseria; 2. Hacer que se confíe la clase «tesis», por medio de alianzas y compromisos: «Sólo los que se sienten inseguros de sí mismos temen firmar alianzas temporales, aunque se trate de pactarlas con gente de escasa confianza; ningún partido político podría sobrevivir sin tales alianzas» (Lenin, ¿Qué hacer?).

Es de particular interés subrayar la coherencia marxista del comunismo establecido (desde el principio con Lenin, hasta nuestros días) por lo que se refiere a su «crítica de la religión». El ateísmo marxista está siempre como dado por supuesto, como teoría; pero como praxis ha de realizarse (y así se hará «verdadero»). Esa crítica práctica o eliminación efectiva de la religión adopta la forma de persecución religiosa, casi siempre violenta (aunque las tácticas sean diversas según las circunstancias). Así puede verse, por ejemplo, en el caso de Rusia, donde se han dado tres fases álgidas en esa persecución implacable (de 1920 a 1941-43, de 1946 a 1952, y de 1958 hasta la fecha): el panorama que ofrece es impresionante, incluso atendiendo sólo a los datos mínimos «sociológicos» proporcionados por el mismo Partido comunista ruso. Las cifras de encarcelados, deportados, asesinados, etc., son macroscópicas. A la vez, llama la atención que siga habiendo, a pesar de tanta violencia, una verdadera multitud que conserva la fe cristiana, en medio de las mayores privaciones físicas y morales, en un aislamiento social y cultural casi completo. Hay también en Rusia una «Iglesia» reconocida oficialmente, que depende del Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias (Patriarca Pimen, Metropolita Nikodim de Leningrado, etc.), y que estrechamente controlada por el Partido, puede sobrevivir a costa de «cooperar ideológicamente». Entre otras cosas, es útil al Partido para la difusión del marxismo en los países no comunistas; mientras en Rusia continúa la persecución sistemática del pueblo cristiano que vive su fe en la más completa clandestinidad (sobre este tema puede encontrarse una interesante y precisa documentación en W. C. Fletcher, The Russian Orthodox Church Underground, 1917-1970, Oxford University Press, London 1970).

Esto es perfectamente coherente: la negación de la religión (negación de Dios) es esencial y primaria en el marxismo. Y más que «probar» que Dios no existe, de lo que se trata —según el criterio de la praxis— es de hacer que no exista en la vida y en la conciencia de los hombres, de eliminar esa «alienación».

Sin embargo, exigencias tácticas —con el mismo criterio de la praxis— pueden aconsejar a veces cierta «tolerancia» religiosa, como ya afirmó el mismo Lenin: «La propaganda del ateísmo puede ser inútil y nociva, no desde el punto de vista sin importancia de no asustar a las personas sencillas o para no perder un puesto en las elecciones, etc., sino desde el punto de vista del progreso real de la lucha de clases, la cual, en la actual sociedad capitalista, conducirá mil veces más a los obreros cristianos a la social-democracia y al ateísmo que una abierta propaganda antirreligiosa. El marxismo debe ser materialista, es decir, enemigo de la religión, pero materialismo dialéctico» (Lenin, Partido obrero y religión).

De acuerdo con esa táctica, que sigue engañando a tantos incautos —o personas ya «intelectualmente» contagiadas—, se entiende bien la siguiente resolución del II Congreso de la Internacional Comunista: «Los comunistas jamás deben alejarse de las organizaciones que engloban masa de obreros sin partido, incluso en algunos casos que revistan carácter manifiestamente reaccionario, y hasta ultrarreaccionario (sindicatos amarillos, asociaciones cristianas, etc.)». Pero sin olvidar que hacen «completa traición del programa revolucionario» quienes —aun siendo ateos— «reniegan la tarea del Partido de luchar contra la religión» (Lenin, El Estado y la Revolución).

CONCLUSIÓN: SOBRE LA CONDENACIÓN DEL MARXISMO POR LA IGLESIA

A lo largo de esta Introducción se ha ido viendo ya cómo el marxismo es radicalmente opuesto (teórica y prácticamente) a toda religión. No obstante, se expondrán ahora como conclusión los principales elementos de la reprobación total del marxismo por parte del Magisterio de la Iglesia.

1. Esa condena es global: de los presupuestos teóricos y de las realizaciones prácticas.

Desde la primera vez que es mencionado por el Magisterio pontificio, con Pío IX, hasta nuestros días, el comunismo ha sido siempre condenado por la Iglesia. Naturalmente está condenado su ateísmo y materialismo, como cualquier otro (cfr. Concilio Vaticano I, sess. III, cánones 1-5).

Pero el comunismo no está sólo condenado por eso, sino también por sus necesarias consecuencias: negación del derecho natural, de la libertad individual, de la propiedad privada, etc., y por su misma concepción de la sociedad humana (cfr. especialmente Pío IX, Enc. Qui pluribus, 9-XI-1846). Esta misma condena se dirige expresamente no sólo al comunismo (que podría también entenderse como el «comunismo vulgar» criticado por Marx), sino también al socialismo marxista (cfr. Pío IX, Enc. Quanta cura, 8-XII-1864; Pío XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-V-1931).

Aunque la doctrina católica sobre la libertad personal, la familia, el estado, la propiedad privada, etc. —y su incompatibilidad con el marxismo— puede encontrarse fácilmente en la bibliografía general crítica del marxismo, conviene recordar brevemente algunos puntos:

«Es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor (...). La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos» (León XIII, Enc. Immortale Dei 1-XI-1885). Por eso, «la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios» (Pío XII, Alocución, 24-XII-1944).

De ahí también que la idea misma de revolución total y necesaria sea contraria a la naturaleza humana y a la voluntad de Dios: «Quebrantar la obediencia y provocar revoluciones por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no sólo humana, sino también divina» (León XIII, Enc. Immortale Dei, 1-XI-1885). Por eso, la Iglesia «desaprueba el pernicioso afán de revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu en el que se vislumbra el comienzo de un apartamiento voluntario de Dios» (León XIII, ibídem). En el caso del marxismo, como se ha visto, el apartamiento de Dios no sólo se vislumbra, sino que es el motor inicial de todo el proceso.

Oponiéndose a toda forma de Estado y de autoridad, el marxismo se opone a la ley natural y a Dios, que es su autor. Pero, incluso mientras el comunismo utiliza un Estado (en la primera fase, socialismo, dictadura del proletariado), también se opone a la ley natural y a la doctrina católica: «EI Estado no es una omnipotencia opresora de toda legítima autonomía (...). Ni el individuo ni la familia deben quedar absorbidos por el Estado. Cada uno conserva y debe conservar su libertad de movimientos en la medida en que ésta no cause riesgo de perjuicio al bien común. Además, hay ciertos derechos y libertades del individuo —de cada individuo— o de la familia que el Estado debe siempre proteger y que nunca puede violar o sacrificar a un pretendido bien común» (Pío XII, Alocución, 5-VIII-1950). Y entre esos derechos inviolables está el de practicar la religión (ibídem), el de los padres sobre los hijos (ibídem), a la propiedad privada, también de los medios de producción, que sólo puede limitarse en su ejercicio por graves motivos y con carácter excepcional (cfr. León XIII, Enc. Quod Apostolici muneris, 28-XII-1878; Pío XI, Epist. Firmissimam constantiam, 28-III-1937, etc.). Sobre el tema de la propiedad privada, cfr. también los correspondientes apartados de las encíclicas Rerum novarum (León XIII, 15-V-1891), Quadragesimo anno (Pío XI, 15-V-1931), Mater et Magistra (Juan XXIII, 15-V-1961), y Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 71.

La condena más detallada del comunismo se encuentra en la encíclica Divini Redemptoris (Pío XI, 14-III-1937). Después de una exposición sencilla, aunque detallada, del materialismo dialéctico e histórico, esa encíclica afirma: «El comunismo despoja al hombre de su libertad (...). Al ser la persona humana, en el comunismo, una simple rueda en el engranaje total, niegan al individuo, para atribuirlos a la colectividad, todos los derechos naturales propios de la personalidad humana (...). Los individuos no tienen derecho alguno de propiedad sobre los bienes materiales y sobre los medios de producción, porque siendo éstos fuente de otros bienes, su posesión conduciría al predominio de un hombre sobre otro (...). Al negar a la vida humana todo carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional, nacida de un determinado sistema económico. (...) niegan a los padres el derecho a la educación de los hijos...».

Después de la exposición de los fundamentos y consecuencias del marxismo, continúa Pío XI: «(el comunismo) es un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la Revelación divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye las bases fundamentales de éste; un sistema desconocedor del verdadero origen, de la verdadera naturaleza y del verdadero fin del Estado; un sistema, finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la libertad de la persona humana». Y más adelante: «Por primera vez en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino (II Thes. 2, 4). Porque el comunismo es por su misma naturaleza adversario de toda religión». En consecuencia, continúa Pío XI, «el comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con él en ningún terreno los que quieren salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del comunismo en sus países, serán los primeros en ser víctimas de su error».

2. Consecuencia disciplinar de esa condena.

Por consiguiente, quien profesa la doctrina atea (en cualquier forma) es apóstata, y por tanto incurre ipso facto (se declare o no) en excomunión reservada por el derecho común de modo especial a la Santa Sede. Por otra parte, este principio general está expresado en particular para todo materialismo ateo por los anatemas citados del Concilio Vaticano I.

Ante la pregunta concreta de si esta consecuencia disciplinar de la apostasía incluye al comunismo, el Santo Oficio respondió afirmativamente (Decreto del 1-VII-1949).

Diez años después, durante el pontificado de Juan XXIII, se consultó al Santo Oficio si los católicos podían apoyar, con su voto, por ejemplo, a quienes —aun llamándose católicos— se asocian con los comunistas o de algún modo los favorecen. La respuesta fue negativa, remitiendo como toda argumentación al anterior decreto, que a su vez declaraba (y no establecía, puesto que ya existía) la excomunión por apostasía (Respuesta del S. Oficio del 4-lV-1959).

3. Vigencia actual de la condena y de su consecuencia disciplinar.

Para que eso no tuviese actualmente vigencia, sería necesario que el marxismo hubiese cambiado esencialmente (de modo que no tuviese ni los presupuestos teóricos ni las consecuencias prácticas que lo constituyen propiamente), o bien que el Magisterio de la Iglesia hubiese modificado su juicio sobre él.

Esto último es naturalmente imposible (no hay autoridad en la tierra que pueda establecer que el ateísmo, el materialismo, la negación de la moral cristiana y del derecho natural, etc., no sean errores gravísimos o que no constituya apostasía para un cristiano su aceptación). De hecho, el Magisterio solemne y ordinario reciente ha renovado varias veces la condena del marxismo y del comunismo (cfr., por ejemplo, Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, nn. 20-21, con las correspondientes notas en pie de página, que remiten a todas las anteriores condenas). Más tarde, por ejemplo, Paulo VI afirmaba: «La Iglesia no se adhirió, y no puede adherirse a los movimientos sociales, ideológicos y políticos, que, tomando su origen y sus fuerzas del marxismo, han conservado los principios y los métodos negativos (...). El materialismo que de ahí se deriva expone al hombre a experiencias y tentaciones sumamente nocivas; apaga su auténtica espiritualidad y su esperanza trascendente. La lucha de clases, erigida en sistema, lesiona e impide la paz social; y desemboca fatalmente en la violencia y en la opresión, conduciendo a la abolición de la libertad, y después a la instauración de un sistema fuertemente autoritario y tendencialmente totalitario» (Paulo VI, Alocución del 22-V-1966).

El otro supuesto a que nos referíamos tampoco se ha dado, y no es concebible que se dé: el marxismo actual tiene los mismos presupuestos que el que elaboraron Marx y Engels, y que hemos expuesto sintéticamente en esta Introducción. Esto se puede comprobar fácilmente con las recensiones a obras marxistas recientes.

Para terminar, hay que decir que, en general, el marxismo —aun siendo una enorme abstracción que poco o nada tiene que ver con la realidad— es un «Sistema» bastante bien montado, y no es fácil (y probablemente no es posible) desmontar algunas de sus piezas para utilizarlas con otro fin o en el marco general de otro pensamiento.

Hay en el marxismo una lógica interna, una coherencia dinámica y en cierto modo —en la medida en que al menos las heridas del pecado están presentes en todo hombre— «una aspiración universal». El gran presupuesto gratuito, la gran falsedad está al principio, en la «puesta en marcha». Aunque Descartes afirmara en su Discours de la méthode que había decidido sustituir toda filosofía contemplativa por otra que nos hiciera «como maestros y dueños de la naturaleza», era entonces difícil predecir que la aventura de ese pensamiento moderno iba a tener este final.

Se puede, pues, concluir, con Mao Tse-tung —aunque en un sentido bastante distinto al que él le da— que efectivamente el marxismo es «la otra concepción del mundo», radicalmente y punto por punto antagónica a la cristiana.

 

F.O.B. y C.C.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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