AGUDELO, María y otros.

FE CRISTIANA Y CAMBIO SOCIAL EN AMERICA LATINA.

Ed. Sígueme, Salamanca, 1973, 428 pp.

 

CONTENIDO

Se publican en este libro las ponencias, comunicaciones y seminarios desarrollados en el «Encuentro de El Escorial, 1972», organizado por el Instituto Fe y Secularidad, donde se dieron cita e intervinieron la mayor parte de los autores de la llamada «teología de la liberación». «La praxis de la liberación —resume en la introducción Alvarez Bolado— parte y mantiene como opción ética y política el partidismo por el pobre, con el despojado y marginalizado. Pero no entendido como individuo o suma de individuos, sino como clase. Este partidismo supone el reconocimiento duro y realista del carácter conflictual de nuestra existencia histórica. La lucha de clases, aún no convertida en principio metafísico de la historia, está ahí como un acontecer histórico objetivo ante el que no cabe neutralidad precisamente cuando se quiere su supresión» (p. 25).

Alvarez Bolado sería más exacto, si dijese que quizás el único principio válido para la «teología de la liberación» es la «metafísica de la lucha de clases». Por eso, a quienes no aceptan este principio —del cual se deduce toda su teología— tales teólogos lo toman como hereje «ingenuo» o «astuto». De ahí que ante este principio no quepa la neutralidad. Además este principio, como principio supremo, no admite la crítica, sino que es él mismo una opción inapelable, no por el pobre considerado como individuo o suma de individuos, sino como clase.

Alvarez Bolado prosigue haciendo un llamamiento a la necesidad de «mediación de las ciencias sociales» para elaborar esta teología. Y señala sin ambigüedades: «El conflicto, la lucha de clases impregna también la estructura y la óptica de las ciencias sociales, dando lugar no sólo a modelos alternativos, sino incluso a modelos contradictorios y modelos de simulación. Por ello se hace históricamente necesario una opción radical que agudice el discernimiento, y en la que cristalice el realismo de una opción política por el pobre. Esta opción radical parece ser para G. Gutiérrez... la opción socialista, entendida como inspirada por lo que el modelo marxista tiene de ciencia, aunque sin identificarla —sin identificar el socialismo— con ningún modelo histórico entendido dogmáticamente» (p.. 25).

Alvarez Bolado señala no sólo que la lucha de clases es la clave en la opción de la praxis de la liberación, sino que el pensamiento marxista es la base sobre la que se construye —en la que se inspira— el pensamiento de Gutiérrez, que como era lógico, constituyó el centro de estas jornadas. He aquí como lo expresa Alvarez Bolado: «El prologuista odia la simulación lírica. Pero como cronista tiene que constatar que G. Gutiérrez provocó en El Escorial la intensa convivencia de una experiencia espiritual nueva tenida en común. El no es simplemente un autor característico de la teología de la liberación. En cierto sentido es el plasmador, el formulador.. »(p. 23).

Una redefinición de la fe

Con estas premisas, aplaudidas por Alvarez Bolado, es obvio que la fe se debe a una sola cosa: a la «metafísica de la lucha de clases». Es esta la opción radical. Todo el contenido de la Fe cristiana deberá ser leído desde aquí, con un paciente trabajo de reinterpretación para hacer coincidir la doctrina revelada con «el modelo marxista». Se trata, pues, de trasladar un espléndido edificio, arrancándolo de sus cimientos, para colocarlo sobre los estrechos cimientos de una filosofía del siglo XIX, impuesta oficialmente por un partido. No parece fuera de lugar pensar que todo este esfuerzo de «traslado» tenga un motivo cardinal. Como afirma Segundo Galilea, «durante siglos pareció que el catolicismo popular latinoamericano no tenía mucho que ver con la liberación social o con la política. Hoy día ya no podemos pensar así. Para bien o para mal, el catolicismo que empapa la mentalidad de nuestro pueblo está llamado a jugar un papel positivo o negativo en el proceso liberador y político, y la pastoral popular que lo orienta será responsable de consecuencias socio-políticas» (p. 151).

Esta responsabilidad de la «pastoral popular» es clara: se trata de hacer colaborar a los cristianos en la instauración de un socialismo marxista, dada la fuerza que tienen. Por ello a esta pastoral le urge llevar a cabo un programa de marxistización del «catolicismo popular», es decir, de llevar a los cristianos hacia el marxismo, pero usando palabras cristianas. Segundo Galilea propone como líneas de acción: «Relativizar las expresiones religiosas que el católico popular tiende a absolutizar y repetir cíclicamente... Revelar en las actitudes religiosas lo que hay en ellas de protesta por la injusticia y la opresión» (p. 157). Esta labor es considerada «una tercera forma de liberación, que conduce a la concientización política» (ibíd.).

De ahí una contradicción lógica e inevitable: mientras se repite a Marx, se ataca todo lo que sea recordar la doctrina de la fe. He aquí cómo se expresa Dussel: «La fe como doctrina teórica se enseña en un catecismo que es necesario memorizar, repetir, recordar. La memoria conserva lo mismo; pero lo mismo en la historia es lo pasado. El ser recordado es ser opresor, es el fruto de una pedagogía opresora que niega al otro como otro, en todo aquello que tiene de distinto y nuevo. Si se repite en el Catecismo de Trento una cierta visión de las cosas quiere decir que la esencia de la cuestión está en la teoría, en la intuición, en la ciencia, en un cierto ver... La fe transformada en saber es el pasaje del cristianismo a la cristiandad» (p. 83). Se entiende la dureza del ataque: basta que la gente sepa el catecismo para tornar imposible la labor de confundir cristianismo con marxismo, esa labor de reinterpretación que obliga a poner odio, donde el evangelio dice amor, que obliga a leer «historia», donde el evangelio dice «eternidad».

La fe ya no será considerada como virtud sobrenatural infusa, sino que se procederá a devaluar el mismo vocablo fe cargándolo de adjetivos. Así, se hablará de fe latinoamericana, fe dependiente, fe paternalista, fe profética, fe hispánica (cfr. p. e., pp. 87-91). De ahí párrafos como el siguiente: « Se trataría de analizar ahora la primera fe profética latinoamericana; primera decimos, porque la fe profética de Bartolomé y los evangelizadores del siglo XVI fue fe hispánica; la fe posterior aun de los mejores fue una fe latinoamericana dependiente» (p. 91). Olvidada la sobrenaturalidad de la virtud de la fe —decir esto sería hablar de una fe ahistórica, como no procedente de la historia y, por tanto, alienante—, es la misma conciencia individual o de clase la que creará la fe. De ahí tantos apelativos. Hay tantas clases de fe como de conciencias.

La fragmentación teológica

Si la fe es creación de la propia conciencia, si una fe que se convierte en saber —aunque sea aprender el Catecismo de Trento— convierte al cristianismo en «cristiandad», se entiende el rechazo absoluto de toda obra teológica que no proceda de la praxis de la lucha de clases y que no sea nacional: «Hoy la fe profética-latinoamericana se descubre dependiente y alienada, fruto de un pecado centenario. Comprende cuál es el ídolo, cuál es el camino de liberación que debe predicar. En su tarea poco o nada podrá ayudarle la teología vigente europea, y, sobre todo, resultará sumamente nociva y perjudicial la presencia en América latina de teólogos europeos que sin conocer la realidad latinoamericana, su historia, su temple, tienen el coraje, la audacia, de querer enseñar la doctrina cristiana hoy. Debemos decirles que cometen un error hermenéutico fundamental. Enuncian palabras y problemáticas cuyo significado europeo no vale para la realidad latinoamericana. Es el último fruto de una dominación pedagógica que es necesario terminar ya para siempre. Pedimos a los teólogos europeos (y no los nombramos por caridad fraterna) que no se atrevan a ir a América latina bajo el grave peligro de cometer, siglos después (siendo entonces la culpabilidad infinitamente superior) los errores de la conquista que tan fuertemente criticó Bartolomé» (p. 97).

El párrafo es claro en su tono de excomunión y en los fines que pretende. Por otra parte, es lógico y consecuente con el concepto de fe mantenida: no es la misma la fe profética latinoamericana que la fe del teólogo europeo. No puede menos de parecer que nos encontramos ante la autodeclaración un tanto velada, pero suficientemente insinuada, del carácter cismático de «la fe profético-latinoamericana». También podrá decirse que el Magisterio pontificio «enuncia palabras cuyo significado europeo no vale para la realidad latinoamericana».

Las iglesias

Se entiende, entonces, la afirmación de J. L. Segundo: «La iglesia comprometida con la liberación de América latina no puede seguir valorando por encima de todo como decisiva para la salvación una pertenencia masiva al cristianismo, que no es decisiva para el compromiso histórico» (p. 210). Efectivamente, la raíz profunda de la salvación, para estos teólogos, «se encuentra en el compromiso activo en la lucha de clases», y no en la gracia o en los sacramentos.

De ahí que a lo largo de las 428 páginas se hable con tanta insistencia de las iglesias. Así, p. e., dirá Comblin refiriéndose a Maritain: «Al principio, la doctrina de Maritain pasó por herética y encontró adversarios implacables. Sin embargo, el influjo de las iglesias europeas fue determinante y destruyó la fuerza de los movimientos conservadores» (p. 122). «Las iglesias —dice Mons. Padín—, para mostrarse convertidas, deberían desinstalarse de una cómoda situación delante de tales gobiernos y demostrar su conversión al hombre, por el cual, Cristo ofreció su vida» (p. 29).

Los sacramentos

Büntig se pregunta si «los gestos sacrales» del catolicismo popular «son instrumentos de liberación o expresiones atávicas de una religión-opio o religión-refugio» (p. 132). Si la salvación viene del compromiso, es evidente que imitando a Lutero, los sacramentos deban entenderse no en su eficacia «ex opere operato», sino en la eficacia que tengan para despertar la fe, en este caso, en la eficacia pedagógica que tengan para suscitar o afianzar el compromiso político de igual forma que la evangelización se ha entendido como concientización. De ahí que al hablar de la renovación litúrgica afirme Büntig: «Por un lado están los gestos sacrales modelados, que constituyen la dimensión tradicional del catolicismo popular; por otro, está el pueblo mismo, que se expresa en dichos gestos. Las implicancias y consecuencias pastorales de esta distinción son fundamentales. Porque, para nosotros, en el proceso largo, duro y complejo de la liberación que vive nuestro continente, tienen mucha mayor importancia los valores de este pueblo pobre y oprimido que se expresa espontáneamente, a través de esos gestos, que los valores rescatables existentes en los mismos gestos sacrales» (p. 135). Entre los «gestos sacrales», Büntig incluye como ritos estacionales bautismo, primera comunión y matrimonio. Para Büntig esos ritos son expresiones del pueblo, y no parecen ser signos sensibles instituidos por Nuestro Señor Jesucristo, signos que significan y confieren la gracia. Por eso lo que hay que rescatar de esos «gestos sacrales» son los valores del pueblo y, quizás, en segundo lugar, «los valores rescatables existentes en los mismos gestos sacrales».

¿Qué significa este rescate? No se trata de una reforma litúrgica de «transformaciones intraeclesiales o purificación de los gestos sacrales», ya que por ahí «llegaríamos sólo a un reformismo», sino —y Büntig subraya estas palabras—, «Se trata de descubrir e identificar aquellos valores liberadores que tienen vigencia en los sectores oprimidos de nuestra sociedad, esos mismos que suelen expresarse frecuentemente con gestos sacrales ambiguos, para enriquecerlos y hacerlos crecer a la luz crítica del evangelio, históricamente reinterpretado» (p. 146). Es decir, se trata de dar un significado nuevo a los «gestos sacrales» desde una reinterpretación del evangelio a la luz del marxismo, para hacerlos eficaces instrumentos de la lucha de clases.

De ahí que J. L. Segundo entienda como un contrasentido que «la iglesia comprometida con la liberación» mantenga un concepto ideológico de sacramento —su eficacia decisiva prescindiendo de la liberación histórica—, y cuestione —sin entrar en el fondo de la cuestión— «la verdad misma de sacramentos que parecen no poder ser otra cosa, si no es un rito intemporal» (p. 207), proponiendo como salida el siguiente ejemplo de cómo podrían realizarse los exorcismos bautismales: «¿Por qué en una comunidad cristiana viva y real no ensayar una tercera posibilidad: nombrar, con nombre y apellido a ese demonio que se pretende expulsar? ¿Por qué no, si se trata de un demonio histórico? ¿De una fuerza que lucha históricamente hoy y aquí con la fuerza del amor que Cristo trae? Si se trata de una criatura pobre, por ejemplo, ¿por qué no decir sal, espíritu inmundo del capitalismo, de este niño para que entre en la sociedad como una esperanza creadora y no como un peón más? Y si se trata de un rico, ¿por qué no decir sal, espíritu inmundo del lucro, de este niño para que más adelante pueda tener relaciones humanas y no cosificadas con los demás hombres?» (p. 208).

Lo ridículo del ejemplo no debe hacer olvidar que es pura consecuencia coherente y lógica de los principios subyacentes. El ridículo a que nos referimos arranca de querer convertir en profano lo sagrado. Es un ridículo macabro, como es macabro y ridículo el gesto del «homo faber» queriendo reinar desde el trono de Dios.

Gustavo Gutiérrez

Resume en su ponencia lo dicho en Teología de la Liberación. Nada nuevo añade; sólo selecciona aquí algunos de los párrafos más brillantes del libro anterior.

Comblin hacía notar que en América latina «en forma general, se usa el marxismo como instrumento al servicio de un movimiento nacionalista. El uso del marxismo como instrumento de análisis o de interpretación de la realidad no significa de ninguna manera adhesión a un movimiento marxista. Muchas veces los temores de la iglesia católica de Roma o de los obispos carecen de fundamento. Nunca se ha podido, tan bien como en América latina, colocar la doctrina marxista al servicio de movimientos no marxistas» (p. 117). Para Comblin, «en caso de conflicto entre sentimiento nacional y lucha de clases, el nacionalismo siempre es el más fuerte» (p. 127).

Es por esto que parece especialmente significativa la puntualización que hace G. Gutiérrez: «Dependencia y dominación marcan las estructuras sociales de América latina. Pero únicamente un análisis de clase permitirá ver lo que realmente está en juego en la oposición entre países oprimidos y pueblos dominantes. No tener en cuenta sino el enfrentamiento entre naciones disimula, y finalmente suaviza, la verdadera situación. Por eso la teoría de la dependencia equivocaría su camino y llamaría a engaño si no sitúa un análisis en el marco de una lucha de clases» (p. 240). Gutiérrez se hace cargo del peligro que entraña para la teología de la liberación poner por encima de la lucha de clases el nacionalismo, y sale al paso reafirmando su posición: la misma lucha nacional por la independencia estaría equivocada, si no se encuadra en la lucha de clases.

De ahí que pretenda dejar clara la distinción entre teología de la revolución y teología de la liberación: la teología de la revolución aparece como una justificación del compromiso revolucionario, corre el peligro de convertirse en una «ideología cristiana revolucionaria». Y esto porque la teología de la revolución aún parte de algunos textos revelados. Para la teología de la revolución, «la acción revolucionaria es el campo de aplicación de una cierta reflexión teológica», mientras que la teología de la liberación es «el cuestionamiento de un tipo de inteligencia de la fe. Una reflexión teológica en el contexto del proceso de liberación. Una reflexión en y sobre la praxis histórica, en y sobre la fe como praxis liberadora» (p. 234).

Así como la teología de la revolución era aplicación de una reflexión teológica a la acción revolucionaria, la teología de la liberación es una nueva lectura de todo el evangelio desde la lucha de clases. No es una reflexión crítica sobre la praxis liberadora, sino que es una crítica del evangelio desde la praxis liberadora. J. C. Scannone llama a esto una ruptura epistemológica. De ahí que declare necesaria una ruptura pedagógica: «La ruptura epistemológica tiene que desembocar en una ruptura pedagógica que cuestione radicalmente las mismas facultades de teología» (p. 372).

Para Gutiérrez, «ese proyecto de una sociedad distinta incluye también la creación de un hombre nuevo cada vez más libre de toda servidumbre que le impida ser agente de su propio destino» (p. 241), pero este hombre nuevo no es producto automático del cambio de estructuras: «No es menos mecanicista quien piensa que una transformación estructural traerá automáticamente hombres distintos, que quien cree que un cambio personal asegura transformaciones sociales. Todo mecanicismo es irreal e ingenuo» (p. 236).

«El compromiso en el proceso de liberación —sigue diciendo Gutiérrez, radicalizando su posición—, introduce a los cristianos en un mundo que les era poco familiar y les hace dar un salto cualitativo: cuestionamiento radical de un orden social y de su ideología, rompimiento con viejas maneras de conocer (ruptura epistemológica). Todo esto hace que una reflexión teológica hecha en otro contexto cultural sea poco dicente para él. Ella le transmite la conciencia que generaciones cristianas precedentes tomaron de su fe, sus expresiones son puntos de referencia para él, pero no le sacan de su orfandad teológica porque no le hablan el lenguaje fuerte, claro e incisivo que corresponde a la experiencia humana y cristiana que están viviendo» (p. 242). Lo malo es que este rompimiento no sólo es con la teología, sino con toda expresión de la fe, y no parece que haya que excluir de esta ruptura las formulaciones solemnes del Magisterio, ya que también los que ejercen el Magisterio se encuentran en «contextos culturales diferentes». Se entiende, entonces, lo que significa esta afirmación: «Una relectura del evangelio se impone» (p. 242).

Coherente con su pensamiento, Gutiérrez concluye con las mismas palabras con que concluía su libro: «No tendremos una auténtica teología de la liberación, sino cuando los oprimidos mismos puedan expresarse libre y creadoramente en la sociedad y en el pueblo de Dios. Cuando ellos sean los artífices de su propia liberación y den cuenta con sus valores propios de la esperanza de liberación total de que son portadores» (p. 245).

 

VALORACION

1. Consideraciones formales.

El intento de los autores es leer el Evangelio desde la dialéctica marxista de la historia. A ello se somete todo: desde la crítica de la evangelización de América hasta la misma exposición de la doctrina católica. Dada esta opción y la fidelidad con que es llevada a cabo, la «relectura del evangelio» apenas deja recognoscibles los mismos textos que se citan, que son muy pocos. Teniendo como base los postulados marxistas, cae en las mismas contradicciones que el marxismo. Todo el espíritu crítico con que se habla de la historia de la Iglesia o de los mismos sacramentos, desaparece cuando se trata de hablar de la lucha de clases como clave «metafísica» para entender la historia. Los mismos autores no añaden nada nuevo a sus posiciones anteriores. Se trata de una machacona insistencia en los mismos tópicos a que es tan dada la llamada «teología de la liberación».

2. El «secreto» de la «Teología de la liberación»

«El secreto de la teología es la antropología, pero la teología es el secreto de la filosofía especulativa —es decir, la teología especulativa—, la cual se distingue de la teología común en que mientras en ésta la esencia divina, por temor o por incomprensión, se sitúa lejos, en el más allá, en aquélla se sitúa en el más acá, es decir, la hace presente, determinada, realizada» (L. Feuerbach, Vorlaüfige These zur Reform der Philosophie). Y comenta Marx: «(la tarea de Feuerbach) consiste en disolver el mundo religioso en su base mundana. Pero no ve que, una vez acabado eso, falta aún por hacer lo principal (...). Así, por ejemplo, una vez que se ha descubierto que la familia terrena es el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla» (4ª Tesis sobre Feuerbach).

Este es el «secreto» de esta obra: la reinterpretación del cristianismo a partir de la filosofía marxista, «entendida como inspirada, por lo que el modelo marxista tiene de ciencia» (Alvarez Bolado). Los autores han intentado acomodar la fe cristiana al sistema marxista, que consideran «marco formal de todo pensamiento filosófico de hoy no superable» (Gutiérrez), con el fin de conseguir «una hermenéutica política del evangelio» (ibíd.)

Para esclarecer más esta afirmación —que es patente leyendo el contenido de esta obra— y ver el alcance real que los autores dan a su intento, puede bastar un pequeño estudio comparado de algunos textos citados en este trabajo, junto a otros de la Teología de la liberación, de G. Gutiérrez —que «no es simplemente un autor característico de la teología de la liberación. En cierto sentido es el plasmador, el formulador...» (Alvarez Bolado)—, con otros textos tomados de los padres del marxismo.

a) Noción de «teología» de la liberación. Gutiérrez la define como «el compromiso por abolir la actual situación de injusticia y por construir una sociedad nueva (que), debe ser verificada por la práctica de ese compromiso, por la participación activa y eficaz en la lucha que las clases explotadas han emprendido contra sus opresores». Es de sobra conocido que el fin del marxismo es el establecimiento de una nueva sociedad —atea—, a la que se llegará a través de la lucha de clases, y que el criterio que comprobaría la veracidad de este sistema es la práctica o praxis revolucionaria: «El fin inmediato de los comunistas es (...) (la) constitución del proletariado en clase, abatimiento del dominio de la burguesía, conquista del poder político por parte del proletariado»; y estos fines «solamente pueden ser alcanzados mediante la destrucción violenta del orden social existente» (Marx-Engels, Manifiesto del Partido Comunista).

b) Noción de la Iglesia. Para estos autores, «la finalidad de la Iglesia no es salvar en el sentido de asegurar el cielo» (Gutiérrez): su fin es «demostrar su conversión al hombre» (Padín), y «se encuentra en el compromiso activo en la lucha de clases» (J. L. Segundo).

Esta visión de la salvación como término inmanente de la historia humana, también se aplica al Evangelio. Para Gutiérrez, la Sagrada Escritura no es verdadera por ser palabra de Dios, sino que será verdadera si se realiza prácticamente en la historia: «la verdad del evangelio (...) es una verdad que se hace», «únicamente haciendo esta verdad se verificará, literalmente hablando, nuestra fe» (Gutiérrez). He aquí unas palabras paralelas de Marx: «Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento» (Tesis sobre Feuerbach). Por eso, la insistencia de estos autores en hablar de «fe latinoamericana», «fe hispánica», etc. (Dussel), ya que la praxis debe variar según las distintas situaciones socioeconómicas.

De aquí se deriva también la reducción de la teología a pastoral: como sólo la praxis podría «engendrar» la verdad, «la teología no engendra la pastoral, es más bien reflexión sobre ella», es «una reflexión en y sobre la praxis histórica» (Gutiérrez). Basta sustituir la palabra ‘teología’ por ‘filosofía’ y tenemos otra de las tesis de Marx sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversos modos, pero de lo que se trata es de transformarlo»; o la visión hegelianizante de Lukács: «La historia es la filosofía realizada, igual que la filosofía es la historia formalizada».

c) Del establecimiento de la praxis como criterio de la verdad surge la necesidad de la lucha de clases. «La lucha de clases (...)está ahí, como un acontecer histórico objetivo ante el que no cabe neutralidad» (Alvarez Bolado). Los autores extienden a la Iglesia la artificial división en clases que Marx y Engels imaginaron para toda la sociedad: «Toda la sociedad actual se divide cada vez más en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases directamente opuestas la una a la otra: burguesía y proletariado» (Marx-Engels, Manifiesto).

Del postulado dialéctico de la lucha de clases surge, por un lado, su deformación de la caridad cristiana: «el amor a los enemigos, lejos de suavizar las tensiones (...), se convierte en una fórmula subversiva» (Gutiérrez); es «históricamente necesaria una opción radical que agudice el discernimiento» (Alvarez Bolado), que coincide sustancialmente con el conocido: «hay que hacer más angustiosa la opresión real añadiendo la conciencia de esa opresión. Hay que hacer la afrenta más sensible, haciéndola pública» (Marx, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel). De aquí también el odio que mostraba Gutiérrez, en su Teología de la liberación, a las ayudas económicas del episcopado alemán para América del Sur, porque podrían actuar como una mitigación de esa «conciencia de opresión» del pueblo.

Pero no sólo se deforma la visión de la caridad, también el pecado pierde su contenido cristiano: ya no es una ofensa personal a Dios, sino que «el pecado se da en estructuras opresoras, en la explotación del hombre por el hombre» (Gutiérrez). Es decir, reducen el pecado a «alienación económica», y su causa principal radicaría —en palabras de Lenin, que no deforman en absoluto el pensamiento de estos autores— en «la explotación de las masas, su pobreza, su miseria. Eliminada esta causa principal, los excesos comenzarán infaliblemente a ‘extinguirse’» (Lenin, El Estado y la Revolución).

 

Estos breves textos pueden bastar para comprobar el «secreto» de esta «teología» de la liberación. El contenido de esta obra está en perfecta continuidad con el marxismo más ortodoxo (a excepción del título: «Fe cristiana y...»). Lo único que queda de cristiano aquí es cierto ropaje terminológico, cuyo fin parece ser cubrir de algún modo el contenido real, dado que si se presentara en su monstruosa desnudez sería rechazado por cualquier cristiano.

Por tanto, las doctrinas que exponen estos autores no son propiamente «heréticas», porque no son una simple deformación o negación de algún punto del dogma cristiano; y tampoco son una «versión religiosa» del sistema de Marx, porque este sistema no admite nada que trascienda al hombre, y su oposición a Dios —su ateísmo positivo y fundante— es insanable. De modo análogo a como el marxismo no tiene nada en común con el cristianismo, hay que decir que la «teología de la liberación» nada tiene de cristiana (cfr. Recensión a K. Marx, Tesis sobre Feuerbach, pp. 22 ss.).

¿Por qué, entonces, esta obra pretende calificarse de cristiana y de teológica? No podemos juzgar la conciencia de los autores, pero tampoco podemos ignorar la visión de la Iglesia que exponen: «para bien o para mal, el catolicismo que empapa la mentalidad de nuestro pueblo está llamado a jugar un papel positivo o negativo en el proceso liberador y político» (S. Galilea), y los autores quieren servirse de aquella fe para introducir el marxismo entre los cristianos. En algunos casos se tratará de cristianos que han perdido la fe, el sentido sobrenatural de su vida, y se acogen desesperadamente a un resto de ideal; en otros, se trata simplemente de marxistas que quieren servirse de la Iglesia.

Lenin afirmaba en 1909 que «en las condiciones de la sociedad capitalista moderna, la lucha de clases conducirá a los obreros cristianos a la socialdemocracia (comunismo) y al ateísmo, cien veces mejor que un sermón ateo puro y simple». Esta ha sido una táctica empleada —y sigue siéndolo en la actualidad— por los comunistas para conseguir sus propósitos: la «fabricación», entre los miembros de la sociedad, de una mentalidad de lucha de clases, a través de una masiva campaña de slogans, sirviéndose de los medios de opinión pública, a nivel laboral, etc.

Esta táctica, indudablemente, ha dado sus frutos. Pero el marxista italiano Gramsci, descubrió un camino mucho más eficaz al darse cuenta de que la fe era un obstáculo insalvable para conseguir sus propósitos. Se trataba de destruir la Iglesia desde dentro, y para eso vio en el modernismo la vía más eficaz: la disolución del contenido de la fe, haría de la Iglesia el instrumento más apto para implantar el materialismo. Según Gramsci, con el modernismo «el catolicismo (...) se convierte en una emanación de la masa, encarna su suerte en las adquisiciones humanas buenas y malas de la acción política de hombres que prometen bienes terrenos, que quieren guiar a la felicidad terrena y no sólo —ni nunca más— a la ciudad de Dios. El catolicismo (...) se vuelve a las masas como el socialismo, y será derrotado, será expulsado definitivamente de la historia por el socialismo (...). El catolicismo democrático hace algo que el socialismo no podría: amalgama, ordena, vivifica y se suicida (...): se convertirán en hombres, en el sentido moderno de la palabra (...), hombres que rompen los ídolos, que decapitan a Dios» (A. Gramsci, Ordine Nuovo, 1, noviembre 1919). 

El marxismo ortodoxo decía que la caída de la fe religiosa sería resultado de la transformación socioeconómica. Para Gramsci, en cambio, la caída de esta fe sólo puede producirse desde dentro del catolicismo, y por suicidio. Gramsci se da cuenta de que la Iglesia «hace algo que el socialismo no podría: amalgama, ordena, vivifica», y quiere servirse de ese influjo para lograr la «conversión» al marxismo de los fieles cristianos. Para este propósito, necesita un elemento disolvente que se presente como «católico» y que actúe desde dentro, encontrándolo en el modernismo; y de aquí surgen sus simpatías por este movimiento (cfr. A. Del Noce, Gramsci e la Chiesa, en «Il Tempo», 29-XII-74, p. 3).

Los modernistas redujeron la teología a antropología (descubrieron el «secreto» de la teología luterana, al igual que Feuerbach descubrió el «secreto» del sistema hegeliano), pero faltaba el paso siguiente, «criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla» (Marx). Esta parece ser la misión de la «teología» de la liberación: descubrir el «secreto» del modernismo, introduciendo la reducción marxista en la Iglesia, según el esquema trazado por Gramsci. Por esta razón, probablemente, sus exponentes principales se llaman teólogos y no quieren salir de la Iglesia.

Así, el marxismo ha descubierto un camino mucho más eficaz para su finalidad, que la persecución religiosa directa. Ha comprendido que las persecuciones externas sirven para reforzar la fe («la sangre de los mártires es semilla de cristianos»), y que el único camino para acabar con la Iglesia radica en la disolución de la fe y la moral cristiana, dentro de la Iglesia misma. De este modo, la táctica empleada ha seguido —más o menos— los siguientes pasos: en primer lugar, una crítica a la terminología tradicional, postulando la necesidad de cambiarla por otra que sea adecuada a «la mentalidad del hombre actual»; a continuación, después de relativizar la terminología dogmática, se va cambiando el contenido, se comienzan a introducir las nuevas categorías, que respondan a las «aspiraciones del hombre de hoy». Identificando después aquella «mentalidad» con el materialismo marxista, y esas aspiraciones con la Revolución, el último paso se puede ya imaginar con facilidad.

De ahí los ataques que los autores de esta obra dirigen al Catecismo (sobre todo al catecismo «nocional», al catecismo de siempre) que, lógicamente, es visto como un importante enemigo para sus propósitos, ya que la formulación precisa y clara que se encuentra en ellos impide la «difuminación» de la fe, su relativización historicista, que es el primer paso necesario para lograr los objetivos de la subversión marxista.

Los marxistas han encontrado otro importante aliado para acabar con la Iglesia desde dentro, en ciertos movimientos «ecuménicos», a los que saludan con alborozo y dedican grandes alabanzas: «El movimiento ecuménico es una cierta prolongación organizativo-política del proceso que, en la teología protestante fue ya iniciado durante el siglo XIX y a principio del siglo XX por los teólogos liberales, con los que, por cierto, enlazó también Rudolf Bultmann. Es este un proceso de superación de los muros medievales que separaban entre sí a las iglesias y a las confesiones cristianas, cuyo sentido histórico está ya superado desde hace mucho tiempo por la evolución. Es un proceso, y esta vez por cierto no sólo en el campo teológico, sino también en el organizativo-político, de ‘desmitización’ y de ‘desreligionización’ del cristianismo y de su modernización... En este sentido, el movimiento ecuménico es el movimiento más importante de las iglesias cristianas desde el tiempo de la Reforma» (L. Prokupek, Die Beurteilung des heutigen Christentums vom Standpunkt des heutigen Marxismus, en «Disputation zwischen Christen und Marxisten», München, Chr. Kaiser, 1966, pp. 49-50). Así, no es de extrañar que un autor marxista como Paulo Freire sea el presidente del «Institut Oecumenique au Service du Dévéloppement des Peuples», y que el «Consejo Mundial de las Iglesias» haya sido públicamente acusado de financiar guerrillas de subversión marxista en diversos países.

Como «táctica», hay que reconocerle una indudable eficacia, sólo que no tiene en cuenta un detalle fundamental: el carácter sobrenatural de la Iglesia, que cuenta con la asistencia del Espíritu Santo, y que ha recibido la promesa de Cristo de que las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella (cfr. Mt. XVI, 19).

L.M.S. y C.C.

 

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