ALVES, Rubem A.

Cristianismo ¿Opio o Liberación?

Ed. Sígueme, Salamanca 1973, 254 pp.

 

AUTOR

Rubem A. Alves nació en Brasil en 1933. El libro que nos ocupa es su tesis doctoral, presentada en el Princeton Theological Seminary en 1968. Protestante y muy influenciado por Harvey Cox, su nombre aparece normalmente ligado a los autores de la «teología» de la liberación, y es citado con gran frecuencia por los autores de esta «teología». Algunos de sus artículos se encuentran publicados por ISAL y por el IDOC Internacional.

 

CONTENIDO

El libro se divide en los siguientes capítulos: En busca de la libertad; Vocación de la libertad; La historicidad de la libertad; La dialéctica de la libertad; El don de la libertad: la libertad del hombre para la vida; La teología como lenguaje de libertad. La presentación viene firmada por Harvey Cox.

Como resumen del contenido de este libro —lleno de repeticiones— resultan muy expresivos algunos párrafos de Harvey Cox. «En América latina hay otros teólogos escritores que hablan muy claro. En este libro, sin embargo, estas voces han adquirido tal nivel de sofisticación y refinamiento que hace imposible pensar del tercer mundo como teológicamente subdesarrollado. Alves ha conseguido esta hazaña utilizando algunos de los mejores pensamientos del mundo opulento (...). Alves ha trabado todos estos pensamientos con el fin de forjar una teología genuinamente radical, una teología conflictiva, de lucha y de esperanza, la cual es el equivalente de la guerrilla, al utilizar contra el imperialismo las mismas armas que le ha quitado a éste» (p. 10).

Para Alves, que lleva adelante las tesis de Harvey Cox, «la trascendencia debe encontrarse en la misma realidad histórico-política. De esta manera, lo que debe morir y renacer es la totalidad del paradigma heredado del pensamiento teológico occidental» (p. 14). Es evidente que después de «la muerte de Dios» restaba una tarea por hacer: sepultar la teología. Alves pretende que de su sepultura brote una nueva teología, de corte dionisíaco. Como afirma Harvey Cox, «concluye Alves este libro, primero con una súplica en favor del lugar indispensable de la imaginación en la política, para ahondar después en algunas de las revoluciones de hoy. Se interesa por una nueva fusión de los elementos apolíneo y báquico, un alegre panegírico del cuerpo, una gozosa combinación del eros con el ágape en la batalla por la liberación del hombre, tanto de la opresión como de la represión. El libro —sigue diciendo Harvey Cox—, no podía haber finalizado de mejor manera, ni con una aplicación más necesaria. Porque estoy persuadido de que aquellos que están enzarzados en la batalla por el cambio social fundamental, no precisan ser ascetas insulsos...» (p. 16).

Finalmente, «para aquellos que están interesados en el diálogo entre cristianos y marxistas, Alves es la personificación de sus mejores frutos» (p. 15).

El prólogo de Harvey Cox no necesita comentarios; resume en modo acertado el contenido del libro: el autor da un paso adelante en la reducción materialista del hombre, que aparece convertido en animal sexual, cuyo único fin sería la satisfacción de sus instintos (también reducidos al plano animal).

La libertad como indeterminación y como absoluto

Para Alves la metafísica es opio que sirve para domesticar esclavos, instrumento que distrae al hombre de la única tarea que le realiza: la creación del futuro y la apostasía del presente: «El futuro que tiene que ser liberado por la acción revolucionaria es lo positivo absoluto. Al igual que la metafísica y la religión negaron la tierra en razón del cielo, el revolucionario niega en este caso el presente en razón del futuro» (p. 236).

El futuro es lo absoluto. Pero este futuro está indeterminado; saldrá de la espontaneidad de las opciones que transforman el presente. De ahí el ataque a la metafísica: la libertad, para ser verdadera, debe ser irracional o arracional. He aquí un párrafo elocuente: «Se hace evidente el porqué los cristianos y aquellas otras personas ‘seculares’ que hablan el lenguaje del humanismo político se encuentran tan frecuentemente codo con codo. Participan del rechazo fundamental a ser absorbidos por sistemas que requieren una adaptación a las estructuras establecidas. Niegan la legitimidad de todas las estructuras —ya sean estructuras que pretendan estar basadas en la naturaleza, estructuras que pretendan representar valores eternos trascendentes, o estructuras que pretendan representar la verdad de la eficacia tecnocrática— como contexto determinante y definitivo de la acción del hombre. Con su pasión común por la liberación humana y su visión, concuerdan en que la integración en los sistemas es una manera más de domesticación que procura la seguridad en vez de la libertad, los bienes en vez de una conciencia crítica, el estómago repleto en lugar de la visión del hombre de un nuevo mañana» (p. 135).

Alves pregona, pues, como camino de liberación, la rebelión frontal contra todo lo que exija al hombre un sometimiento. El hombre —en frase de Feuerbach, asumida por Marx— tiene que ser «la esencia suprema para el hombre», y cualquier tipo de sometimiento sería una domesticación. Justamente subraya Harvey Cox que la liberación propuesta por Alves era una liberación «tanto de la opresión como de la represión» (p. 16). Por eso, la libertad —negada la metafísica y lo trascendente— es entendida por Alves como pura y simple espontaneidad de los instintos. Y es sólo entregándose a la espontaneidad de estos instintos como el hombre, al crear el futuro, se realiza de tal forma que llega a ser un hombre cualitativamente diverso. Evidentemente, estas teorías no son ninguna novedad: son prácticamente la repetición de lo que ya había dicho Rousseau y —muchos siglos antes— Epicuro y sus seguidores.

Marx y Nietzsche

Si bien es verdad que el autor cita con frecuencia a Marx, sin embargo, quizá el autor más seguido sea Nietzsche. Tras la «muerte de Dios», se trata ahora de imponer un nuevo paganismo: «Obsérvese cómo la muerte de Dios es la contraparte de una nueva libertad para la tierra, para el futuro. Nuestras naves pueden darse de nuevo a la vela (...). Si la muerte de Dios implica la liberación del hombre, entonces la vida de Dios significa el cautiverio del hombre. Dios era la pared que restringía, era la limitación de la libertad, la domesticación de la osadía y de la creatividad del hombre, al menos el Dios de que hablaba el lenguaje de la iglesia. Debemos leer a Nietzsche como imaginación poética y profética» (pp. 58-59). Y más adelante: «De ahí que Dios no sea la libertad para el hombre. Por el contrario, representa la domesticación para el hombre, el fin del homo creator. De ahí que sea obvio, cuando se proclama la muerte de Dios, que el hombre es hecho libre de nuevo para su mundo, para la historia, para la creación. El mundo es desacralizado. Su frío pone coto al deshielo. Nada es final. Los horizontes se tornan licencia e invitación. El hombre es libre para la experimentación» (p. 62). La postura de Alves es radical: o Dios o el hombre, en alternativa y oposición, y él elige al «hombre».

Por tanto, el mundo ya no puede ser considerado creación de Dios. Alves hereda de Lutero no sólo su odio a las obras en atención a la gratuidad de la salvación, y su odio a la ley en atención a la gracia, sino también su odio a la naturaleza. La naturaleza es mala, por oposición a la historia, que es buena. Tan mala es la naturaleza que el pecado original no es más que expresión mítica de la adaptación a ella: «este proceso de degeneración desde la historia a la naturaleza fue tan abrumador que se popularizó en el mito de la caída» (p. 170).

¿Por qué este horror a la naturaleza y su contraposición a la historia? La contestación de Alves no es ambigua: reverenciar a la naturaleza lleva consigo estar en armonía con ella, cumplir sus leyes, «ser domesticado»: «Entretanto que la comunidad de fe buscaba un nuevo mañana y vivía como un vagabundo, siempre esperando y ansiando lo inesperado, el adorador de la naturaleza aceptaba como vocación el ser domesticado por los procesos naturales» (p. 127). Naturaleza o ley serían contrarias a la historia: «Cuando la naturaleza o cualquier clase de orden se convierte en el contexto que el hombre elige para su vida, la historia llega a su fin» (p. 134). No le basta con «suprimir» a Dios; el autor quiere también suprimir todo aquello que pudiera oponerse a sus deseos de poder, de dominio, de satisfacción de sus deseos. En este sentido hay que entender su odio a la naturaleza: necesita decir que toda la naturaleza es mala para tratar de «justificar» sus deseos desenfrenados de «liberación», al margen de toda norma moral, de toda ley, de todo lo dado, de todo lo que no es obra del hombre.

La liberación como cuestión política

Esta rebelión contra todas las leyes —incluso de las mismas de la naturaleza— crearía la historia. Ahora bien, «la creación de la historia sólo es posible mediante el poder (...). Pero el uso del poder es la política. Y esto es por lo que esta nueva conciencia cree que el nuevo hombre y el nuevo mañana tienen que generarse en y a través de una actividad cuyo carácter es político, en la actividad del hombre libre, en la creación de un nuevo mañana (...). La política se convierte así, para esta ciencia, en el nuevo evangelio, en el anuncio de las buenas nuevas en el sentido de que puede generarse un nuevo futuro si el hombre sale de la pasividad y de la inercia y se transforma en el sujeto de la historia. El desafío ahora al hombre es como sigue: Buscad primeramente el reino de la política y su poder, y todas esas cosas serán vuestras» (pp. 37-38).

 

VALORACIÓN

El libro, que es la tesis doctoral del autor, nada tiene que ver con la ciencia. Se trata de un llamamiento a la rebelión contra toda atadura, escrito con vigor. A veces pretende atenuar su ateísmo desde los postulados de Nietzsche, Feuerbach o Marx, recurriendo para eso a una reinterpretación de los textos sagrados. Pero al aceptar que Dios —«el lenguaje de la Iglesia»— era quien «domesticaba al hombre impidiéndole ser libre» y ahora se encuentra muerto, hablará de un dios inmanente a la historia, un dios indeterminado como el mismo futuro. La dependencia hegeliana y marxista es evidente.

He aquí cómo «reinterpreta» la resurrección de los cuerpos: «En este caso, el proyecto social de la resurrección del cuerpo deja de ser una esperanza dada únicamente a aquellos que son fuertes y están vivos, y se transforma en el proyecto universal de la resurrección de los muertos: la liberación universal del cuerpo para el sentido erótico de la vida en un mundo dado al hombre para su placer y felicidad» (p. 240).

El libro constituye, además, una apasionada defensa del erotismo. Para el autor, el erotismo es el fin de todo amor, incluso del amor a Dios. Más aún, el hombre no puede dar gracias a Dios por los dones recibidos sino a través del erotismo: «la política de liberación, la política del ágape que avanza a pesar del hombre, produce y da a ésta una realidad que posee encanto, gozo, concesión de sí, y que hace el eros posible y necesario. El hombre no puede expresar gratitud por la dádiva de Dios excepto a través de la aceptación gozosa y erótica de dicha dádiva. El télos del ágape es pues eros» (p. 224).

Este eros, para ser auténtico, no debe respetar en su ejercicio ninguna ley, ni siquiera las de la naturaleza. Más aún, respetar las leyes de la naturaleza sería un pecado contra la historia: «Es un lenguaje que superabunda junto con el sentido dionisíaco de la vida y que nunca trata de defenderse. Las palabras que pronuncia el creador en el mito de la creación son realmente las mismas palabras que, en el gozo del placer, dirigía la mencionada comunidad al mundo: ¡Es muy bueno! Existe, sin embargo, una diferencia fundamental, entre el gusto por el mundo que se halla en la comunidad de fe y el mismo fenómeno según se encuentra en las religiones de la naturaleza. Para estas últimas, la naturaleza era la dadora de la vida y por lo mismo tenía que ser gozada y respetada como límite sagrado para el hombre. El placer en este caso requiere adaptación, domesticación. El hombre existe dentro y gracias a la naturaleza. En la comunidad de fe era de otro modo (...) la comunidad de fe experimentaba a la naturaleza como el don de la libertad que se determina a sí misma para el bien del hombre» (pp. 223-224).

Se trata, pues, de un libro que defiende la irracionalidad, y tan irracional como las tesis que defiende. No podía ser de otra manera. A Alves, que autocalifica su obra de humanismo mesiánico, sólo le cabía un camino para defender la absoluta rebelión contra todo: contra Dios, contra la naturaleza, contra la metafísica; hacerlo vigorosa e irracionalmente.

En definitiva, la obra constituye un intento de síntesis entre voluntarismo irracionalista (Nietzsche), materialismo (Marx) y pan‑sexualismo (Freud), a partir de la disolución de la «teología» protestante de Bonhoeffer, Robinson, Cox, etc. El autor muestra a su modo que esa síntesis no es arbitraria. Los afluentes de ese aluvión devastador tienen una fuente común: al final, vuelven a encontrarse. Las conclusiones a que llega Alves, así como toda la trama de la obra, siguen muy de cerca a las establecidas por H. Marcuse en Eros y civilización, a cuya crítica nos remitimos. También es evidente la dependencia de Alves respecto al «hereje‑marxista» E. Bloch (cfr. Recensión a E. Bloch, Ateísmo en el cristianismo).

L.F.M.S. y D.E.

 

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