APEL, Karl-Otto

La transformación de la filosofía

Ed. Tecnos, Madrid 1985, T.I-II, 376 y 445 pp.

(t. o.: Transformation der Philosophia)

Estudios éticos)

Ed. Alfa, Barcelona 1986, 221 pp.

ÍNDICE

0. La condición postmoderna del postconvencionalismo actual

1. Los orígenes del postconvencionalismo postmoderno

2. El postconvencionalismo actual como una transformación semiótica de la filosofía trascendental kantiana

3. La ética ecologista de situación, como la única respuesta racional posible a la condición postmoderna del postconvencionalismo

4. Valoración doctrinal de Apel

5. Obras principales de Apel

6. Obras más importantes sobre Apel

0. LA CONDICIÓN POSTMODERNA DEL POSTCONVENCIONALISMO ACTUAL

a)

Karl-Otto Apel nació en Düsseldorf en 1922 y actualmente es profesor en Frankfurt.  Junto con Jürgen Habermas, está considerado como uno de los hermenéuticos alemanes más representativos del postconvencionalismo actual postmoderno.

Se trata de un movimiento sincretista característico de la segunda mitad del siglo XX. Propone una síntesis ecléctica de distintas corrientes de pensamiento analítico, hermenéutico, fenomenológico, neopragmatista, existencialista, neomarxista y postestructuralista. No otorga a ninguna de ellas una primacía unilateral, porque iría en contra de la debilidad congénita que estas mismas filosofías atribuyen a su propia condición postmoderna.

Apel ha llevado a término una reiterada labor de denuncia, de diagnóstico y de terapia de esta nueva forma de pensamiento postconvencional postmoderno. En su opinión, fue aproximadamente a partir de 1950 cuando estas corrientes de pensamiento adquirieron un marcado factor "post" o "neo".  Este se explicaría por la creciente influencia de las mentalidades postconvencional y postmoderna.

Estos últimos enfoques determinan el proceso inicial de fundamentación teórica y la consiguiente estrategia de aplicación práctica de las ideologías que conforman el movimiento sincretista en cuestión. Se sirven para ello de las teorías de la acción y del método respectivamente.

1. LOS ORÍGENES DEL POSTCONVENCIONALISMO POSTMODERNO

b)

Para abordar este proceso se requiere la aceptación previa de otros ideales postconvencionales en sí mismos infalibles. Estos se conocen a través de un método de reflexión trascendental aún más estricto.

También es necesario recapacitar sobre la triple estrategia semiótica. Ésta está sobreentendida en el uso en común de unas mismas convenciones lingüísticas en sí mismas falibles.

Por motivos similares, también el pensamiento de Heidegger y el de Wittgenstein, sobre todo en su primera época, se pueden interpretar como intentos "in extremis" de fundamentar ya el método de la metafísica ya el de la misma ciencia. Siguen para ello una estrategia postconvencional.

Esta toma como punto de partida la forma de reflexión trascendental antes aludida. Para ello se sirve de presupuestos incondicionados. Estos se desprenden del uso bien de un método fenomenológico de comprensión hermenéutica, bien de un método positivista de explicación experimental.

Se da, sin embargo, una diferencia con respecto a Peirce: que ahora esta estrategia conduce en ambos casos a un aparente fracaso. Este consiste en el hecho de que la realización de los distintos proyectos metodológicos requiere la aceptación previa de otros presupuestos metafísicos o al menos trascendentales.

Así, en Heidegger, la diferencia óntico-ontológica entre el ser y los entes ya no se puede demostrar a partir de otros presupuestos anteriores. Lo mismo sucede en Wittgenstein con el paralelismo lógico/físico entre la mente y el mundo y la armonía lingüística pre-establecida. Sólo se pueden justificar por un nuevo recurso "in extremis" a la ética o a la mística.

Por este motivo, en una primera fase posterior a Heidegger y a Wittgenstein, sus seguidores más inmediatos, como Gadamer y Popper, trataron de justificar la validez metódica de estos presupuestos críticos. Esto, a través de una proyecto racionalista-crítico similar al propuesto por el último Peirce.

Mediante esta lógica se esperaba poner de manifiesto que el recurso compartido a un principio metodológico de refutación presupone siempre la aceptación previa de una lógica de la justificación, según Popper. O de una verdad fenomenológica, como la llama Gadamer. Así ya no se podía refutar mediante una misma aplicación de este mismo método.

Estos principios metodológicos se afirmaron incluso como presupuestos implícitos, sobreentendidos a su vez en clave racionalista-crítica. Dentro del ilimitado progreso postconvencional se esperaba alcanzar una mejor comprensión de nuestra propia verdad histórica humana.

Pero en una segunda fase posterior a 1950, una vez conocido el pensamiento completo de Heidegger y Wittgenstein, se ha podido comprobar cómo la teoría del método de estos dos autores presupone la aceptación previa de una teoría de la acción. Esta es aún más radical y, como después se verá, guarda bastantes semejanzas con la propuesta anterior de Vico y Arnold Gehlen.

Fueron Habermas y algunos postpopperianos como Kuhn, Lakatos y Feyerabend quienes mostraron que la teoría del método siempre establece una clara diferencia entre el valor judicativo y el predicativo o simplemente presupositivo. Esta diferencia se atribuye a los distintos principios heurísticos, convenciones semióticas o simples presupuestos pragmáticos del mismo método.

Pero esta distinción nunca se hubiera conseguido si con anterioridad no se hubiera admitido el recurso a diferentes paradigmas científicos, concepciones del mundo ("Weltanschaaung") o simples formas de vida ("Lebensform").

Esto permite justificar el diverso valor prescriptivo-legal que la teoría de la acción (de cada época histórica) atribuye al uso común de aquellas convenciones. A tal efecto las utiliza con mayor habilidad técnica, mayor competencia comunicativa y creciente vigencia autoemancipadora.

A este respecto, un mérito indudable de Apel ha sido poner de manifiesto que los pensamientos del último Heidegger y del segundo Wittgenstein alcanzaron una reformulación completa en relación con sus respectivas posturas iniciales.

Se operó, pues, una paradójica convergencia entre estas dos tendencias de pensamiento analítico y hermenéutico representadas por autores tan dispares.

Sus posturas iniciales presuponen el ejercicio por parte de la filosofía de una función estrictamente terapéutica y de reflexión.  Ésta desvela tanto el auténtico sentido del ser, como la total carencia de sentido de cualquier metafísica.

De este modo, el último Heidegger y el segundo Wittgenstein pudieron comprobar que la realización de este nuevo tipo de actividad filosófica ya no se puede legitimar por la aceptación de unos presupuestos incondicionales de tipo ontológico o simplemente trascendental. Supondría una negación de la función terapéutica que se ha marcado la filosofía cuando denuncia la pérdida del sentido del ser por parte de toda la metafísica occidental o, por el contrario, la simple carencia de sentido de cualquier metafísica. Por ello se dio una progresiva confluencia entre estos dos autores, cuando una vez abandonadas sus posturas iniciales tan encontradas, elaboraron una nueva hermenéutica filosófica, o una nueva filosofía analítica del lenguaje ordinario, en la que se reconoce que el hombre establece una relación fenomenológica siempre abierta con el mundo, que determina a su vez la praxis vital por la que se legitima el uso hermenéutico, o simplemente cotidiano, de un determinado juego del lenguaje.

Precisamente la inversión que se ha producido entre estas dos épocas del pensamiento de Heidegger y Wittgenstein, permite establecer un nuevo paralelismo con la teoría de la acción, que anteriormente fue propuesta por Vico y Arnold Gehlen. Pues ahora se comprueba cómo Vico concibió la filosofía como una actividad crítica fundamentalmente terapéutica, que justifica la construcción de un conjunto de formas arquetípicas por parte de la razón práctica, por ser este el único modo en que se puede reestablecer el equilibrio hermenéutico que el hombre ahora tiene que volver a introducir en la naturaleza.

En este sentido Arnold Gehlen también mostró cómo las necesidades humanas son el resultado de un posterior proceso postcultural de desinhibición de las tendencias instintivas que, a su vez, se debe compensar con otras pautas éticas de conducta convencional, sin que en ningún caso la adscripción de un determinado valor prescriptivo-legal tenga garantizado el posterior reestablecimiento completo del equilibrio perdido con la naturaleza. Sobre todo, una vez que ha ocurrido el doble pecado original, que escindió primero la ética y la naturaleza y, posteriormente, la técnica y la ética.

Por este motivo, las nuevas teorías de la acción posteriores a 1950, además de aceptar la influencia de Vico y Arnold Gehlen tuvieron que evitar la posterior interpretación meramente irracional, o simplemente neodarwinista, de este inicial proceso de inculturación, como si las pautas éticas de conducta convencional fueran el simple resultado de una decisión arbitraria de la voluntad, o de una imposición del más fuerte. Hasta el punto que ahora también se tuvieron que aceptar distintos ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca, que introducen distintas estrategias metodológicas para controlar el valor prescriptivo-legal que las distintas concepciones del mundo otorgan a estas pautas postculturales de conducta convencional. Aunque evidentemente esto siempre terminó autorrelativizándolas de un modo hipotético, como ocurrió en la ingenierías sociales fragmentarias de Popper; o adoptando una actitud de falsa modestia autovalorativa, sin atreverse a atribuirles un valor trascendental en sí mismo incondicionado, como ocurrió en la Pragmática universal del lenguaje de Habermas. Pues ahora se considera que ninguna de estas estrategias consigue alcanzar el objetivo por el que se legitiman.

En cualquier caso, los seguidores más recientes de Heidegger y de Wittgenstein, como son Habermas y Popper en su última época, han elaborado distintas teorías de la acción libre humana. Éstas se legitiman en nombre de una Antropología metainstitucional del conocimiento humano similar a la propuesta anteriormente por Vico y Arnold Gehlen. Aunque a su vez introducen una creciente contraposición interna entre sus respectivas teorías de la acción y del método, a fin de ejercer un creciente control metódico sobre las distintas jerarquías de valores axiológicos sobre las que se fundamentan sus respectivas concepciones del mundo o formas de vida.

Se abrió así paso a una nueva forma de pensamiento postconvencional postmoderno, que fundamenta el obrar humano en una teoría metainstitucional de la acción libre humana, que a su vez se legitima por el recurso a una determinada concepción del mundo o norma de vida. De este modo se pudo justificar el carácter cuasi-trascendental que ahora se atribuye a una determinada forma de lenguaje, por ser una metainstitución de instituciones, que a su vez garantiza nuestro actual proceso postcultural de creciente autoemancipación en la satisfacción de nuestras propias necesidades instintivas. Aunque a su vez también se tuvo que reconocer que, para llevar a cabo este proceso, se tiene que recurrir a distintas éticas kantianas de la convicción, como las denunciadas por Max Weber, que otorgan un específico valor prescriptivo-legal al uso en común de distintas instituciones convencionales, sin poder garantizar que se utilicen con una correcta habilidad técnica, con competencia comunicativa y con una auténtica vigencia autoemancipadora.

Precisamente para evitar estas dificultades que acompañan a la aceptación de una determinada ética de la convicción de este tipo, las nuevas teorías metainstitucionales de la acción tuvieron que admitir el complemento de ciertas teorías postconvencionales del método, que a su vez fomenta un uso revisionista de las distintas convenciones semióticas, de un modo similar a como ocurrió con las éticas consecuencialistas de la responsabilidad de Max Weber y Popper. Pues de esta manera se esperan legitimar los distintos ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca, mediante los que se puede ejercer un autocontrol metódico sobre las posteriores consecuencias directas o indirectas, derivadas de la adscripción de un determinado valor prescriptivo-legal al uso en común de una institución simplemente convencional, como las propuestas en su anterior teoría metainstitucional de la acción, o incluso por esta nueva teoría postconvencional del método.

Así, los nuevos representantes de este pensamiento postconvencional moderno introdujeron una creciente contraposición entre su teoría metainstitucional de la acción y su teoría postconvencional del método, siguiendo una estrategia bastante similar a la utilizada por Max Weber para contraponer las éticas kantianas de la convicción o de la buena intención subjetiva, y las éticas consecuencialistas de la responsabilidad o de la mejor buena vida eudomonista. Y similar también a la que se introdujo en el último Popper entre su teoría de la sociedad abierta y sus ingenierías sociales fragmentarias. O a la contraposición que postuló Habermas, desde una actitud neomarxista crítica, entre su utopía de la comunicación libre de dominio y su reconstrucción crítica del materialismo histórico, siguiendo pautas éticas tomadas de la filosofía práctica aristotélica.

Se produjo así una creciente crisis de fundamentación en la teoría de la acción y del método, que de algún modo se hizo también presente en el post-estructuralismo francés de Foucoult, Derrida y Lyotard, cuando invirtieron la relación clásica que Freud había establecido entre teoría y praxis, o que Marx estableció entre infraestructura y superestructura, o que Saussure introdujo entre lengua y habla. Pues en todos estos casos se acudió de nuevo a las éticas autónomas de la voluntad de poder de Nietzsche y a las éticas consecuencialistas de la situación de Sartre, a fin de establecer una contraposición aún mayor entre el proceso de deconstrucción de la superestructura ética, que a su vez se introduce por un proceso hegeliano de afirmación de la diferencia y, por otro lado, las subsiguientes estructuras disipativas de conflicto que genera el mismo proceso, sin poder garantizar la consecución de un efectivo progreso, debido a la debilidad falibilista inherente a su propia condición postmoderna.

De todos modos, estas distintas corrientes de  pensamiento postconvencional postmoderno pretenden salir fortalecidas de la crisis de fundamentación por la que han pasado al opinar que el reconocimiento de su creciente debilidad falibilista no conduce necesariamente al escepticismo.

Ahora, por el contrario, esta reflexión inicial permite reconstruir la transformación semiótica aún más radical que se ha producido con posterioridad a Peirce y Fichte, en el modo postconvencional de fundamentar los presupuestos infalibles que, a su vez, están sobreentendidos tras el uso hipotético-conectivo o prescriptivo-normativo de unas convenciones postculturales en sí mismas falibles.

De todos modos, se hace notar cómo, en una primera época posterior a Heidegger y a Wittgenstein, los seguidores de Gadamer y de Popper intentaron utilizar esta nueva forma de pensamiento postconvencional para iniciar un nuevo tipo de filosofía trascendental aún más estricta que, según estos autores, está sobreentendida tras el uso racionalista-crítico que habitualmente se hace de unas mismas convenciones postculturales.

En este sentido, los seguidores más inmediatos de Wittgenstein, como fueron Quine, von Wright, Chomsky o Strawson, utilizaron esta estrategia para justificar un holismo semántico con postulados analíticos, o una lógica modal de la necesidad estricta, o una gramática transformacional cartesiana de presupuestos gnoseológicos en sí mismos innatistas; o una metafísica descriptiva de presupuestos linguísticos en sí mismos aprioristas. De igual modo que los seguidores de Heidegger, como Gadamer, Tugenhadt o el propio P. Lorenzen, siguieron una estrategia similar que les permitió justificar una nueva fenomenología platónica de la verdad histórica humana, o una nueva semántica trascendental de los sentidos del ser, o una nueva propedéutica dialógica de la protofísica.

Sin embargo, a partir de 1950, el pensamiento postconvencional ha tenido que reconocer que él mismo ha sido el causante principal de una crisis ecológica aún más aguda, que se ha producido al intentar evitar su anterior crisis de fundamentación. Pues, por una parte, su teoría metainstitucional de la acción tiene que admitir el complemento de una teoría postconvencional del método que le obliga a relativizar sus respectivas éticas consecuencialistas de la responsabilidad, como ocurrió en el politeísmo axiológico de Max Weber, o en el neutralismo ético de la sociedad abierta de Popper. Y mucho más ahora, cuando se sabe que todas estas estrategias revisionistas introducen distintos ecosistemas tecnocráticos de control social en sí mismos insolidarios, que incrementan ilimitadamente el poder de destrucción y de aniquilación que hoy en día tiene la ciencia y la técnica, para llegar a producir —si el hombre así lo decide—, un auténtico holocausto nuclear de magnitudes irreversibles.

Pero, por otra parte, la actual teoría postconvencional del método también se encuadra en una teoría metainstitucional de la acción que le exige adoptar una actitud de falsa modestia autovalorativa ante sus respectivas éticas, aún más autoemancipadoras, de la convicción, como fueron las propuestas por Popper en su teoría de la sociedad abierta, o por Habermas cuando postuló su utopía de la comunicación libre de dominio. Pues todas estas nuevas estrategias metainstitucionales siguen fomentando una concepción del mundo o forma de vida en sí misma irresponsable, en la que se prescinde de un modo abstracto de las condiciones reales de vida en las que hoy día se plantea la actual crisis ecológica, y de este modo se incrementan ilimitadamente el grado de indefensión en el que se mueve el hombre, la sociedad y la propia naturaleza. Hasta el punto que, por motivos distintos, ninguna de estas dos estrategias postconvencionales es capaz de resolver la crisis ecológica aún más aguda que hoy día se ha producido, debido a la debilidad falibilista inherente a nuestra propia condición postmoderna.

En cualquier caso, con posterioridad a 1950 se dio una progresiva confluencia entre las distintas corrientes postconvencionales de pensamiento analítico, hermenéutico, neopragmatista, fenomenológico, neomarxista o, simplemente, postestructuralista. Pues todos ellos reconocen que la tarea más urgente de la filosofía actual es elaborar una nueva teoría de la acción y del método que permita afrontar la crisis ecológica sin precedentes que hoy día se ha originado, cuando estas mismas corrientes de pensamiento han tratado de evitar la crisis de fundamentación en que todas ellas se encontraban. Hasta el punto de que, en todos estos casos, se volvió a defender una nueva articulación entre razón teórica y razón práctica, similar a la anteriormente propuesta por Peirce, Fichte, Nietzsche, Max Weber, Arnold Gahlen e incluso el propio Aristóteles, según los autores, aunque sin conseguir en ningún caso una perfecta integración entre ambas.

En efecto, en todos estos casos se reconoció que el mejor modo de superar nuestra actual crisis de fundamentación teórica era llevar a cabo una simple transformación teórica en el modo tradicional con que la filosofía trascendental legitima sus propios presupuestos críticos. Esta fue la estrategia seguida por Fichte y, sobre todo, por Peirce, así como por la mayoría de los analíticos del lenguaje ordinario posteriores al segundo Wittgenstein, para localizar un fundamento ético estrictamente postconvencional que, en su opinión,, está sobreentendido de un modo infalible tras la utilización de cualquier estrategia semiótica del uso del lenguaje, con tal de que su validez metodológica se autorreconozca en sí misma falible.

Pero después de 1950 todas estas nuevas corrientes de pensamiento postconvencional también han reconocido la crisis ecológica sin precedentes que hoy día se puede originar debido a la dialéctica negativa del regreso, que se puede derivar de la situación real de debilidad falibilista inherente a la actual condición postmoderna de esta misma forma de pensamiento postconvencional. Hasta el punto que todos ellos propusieron distintas estrategias terapéuticas para superar esta doble crisis, que a su vez son una simple aplicación del peculiar autodiagnóstico que todos ellos formularon respecto a sus propias filosofías.

De todos modos no debe extrañar que a pesar del acertado diagnóstico que ahora se va a formular, sin embargo, los protagonistas de esta doble crisis, frecuentemente fueron incapaces de apreciar el carácter estrictamente postconvencional de su nueva forma de pensamiento, como ahora ha sido denunciado reiteradamente por Apel a lo largo de esta primera etapa de su trayectoria intelectual. De igual modo que tampoco debe extrañar que, para superar la debilidad falibilista característica de esta misma filosofía postconvencional, se propongan distintos complementos de naturaleza analítica, semiótica, fenomenológica, gnoseológica, o simplemente ontológica, sin darse cuenta de que se  trata de criterios en sí mismos convencionales y falibles y, por tanto, no pueden evitar la posterior aparición de una dialéctica negativa del regreso, aún más contraproducente de la que se intenta evitar.

Por este motivo, en su obra de madurez más importante, La transformación de la filosofía, Apel pondrá de manifiesto la progresiva convergencia que se ha dado entre las distintas corrientes de pensamiento analítico y hermenéutico, en el diagnóstico que todas ellas formulan acerca de la naturaleza específica de esta nueva forma de pensamiento postconvencional. Hasta el punto que todos están de acuerdo en reconocer que sus respectivas filosofías son una simple transformación semiótica del modo tradicional en que la filosofía trascendental justifica sus propios presupuestos críticos.

Posteriormente, en su última obra publicada Estudios éticos, Apel también pone de manifiesto que hoy día se ha dado una convergencia aún mayor entre todas estas corrientes de filosofía postconvencional y los nuevos planteamientos metainstitucionales de cariz postmoderno incorporados por los autores neomarxistas y postestructuralistas más recientes. Pues aunque es cierto que ahora proponen estrategias terapéuticas muy dispares, sin embargo todos ellos vuelven a la teoría de la acción y del método de Max Weber, por cuanto se considera que es el único sistema donde se puede encontrar una solución estrictamente postconvencional a nuestra actual crisis ecológica, sin dejar de tener en cuenta la debilidad metainstitucional inherente a su propia condición postmoderna.

2. EL POSTCONVENCIONALISMO ACTUAL COMO UNA TRANSFORMACIÓN SEMIÓTICA DE LA FILOSOFÍA TRASCENDENTAL KANTIANA

En un segundo momento, en su obra más importante, La transformación de la filosofía, publicada en la forma unitaria en Frankfurt en 1976, Apel completa su anterior denuncia con un nuevo diagnóstico acerca de la naturaleza específica de esta nueva forma de pensamiento postconvencional postmoderno. Se trata de mostrar así cómo esta nueva forma de pensamiento postconvencional ha sido incapaz de superar la crisis de fundamentación y de aplicación antiecológica, que ella misma ha provocado, debido a que no ha sido totalmente consecuente con el diagnóstico que formuló acerca de la naturaleza específica de su propio movimiento intelectual.

A este respecto Apel defiende la tesis de que sólo se puede superar la doble crisis ocurrida en el pensamiento postconvencional si, simultáneamente, se radicaliza aún más el diagnóstico correcto que estos mismo autores formularon sobre la naturaleza específica de su propia filosofía. De este modo se podrá mostrar que el pensamiento postconvencional postmoderno es el resultado de una transformación semiótica aún más radical, que hoy día se ha operado en el modo en que la filosofía tradicional legitima sus propios presupuestos críticos. Aunque simultáneamente se hace ver cómo este diagnóstico ha resultado ineficaz cuando no ha sido consecuente con el mismo y se ha utilizado para legitimar otros presupuestos complementarios de tipo terapéutico, distintos de los que ahora se reivindican por motivos estrictamente éticos o metainstitucionales, sin darse cuenta de que, de este modo, se introducían los mismo errores que se intentaban evitar.

Pero con independencia de estas discrepancias de planteamiento global, Apel está en general de acuerdo en el diagnóstico que esta nueva forma de pensamiento postconvencional postmoderno formula acerca de su propia filosofía. Opina que la filosofía analítica y hermenéutica han alcanzado una progresiva convergencia respecto al tipo específico de método trascendental que se debe utilizar, cuando se intenta llevar a cabo una reflexión aún más estricta sobre los presupuestos críticos que están sobreentendidos en el ejercicio de su propia actividad.

A este respecto se pone de manifiesto cómo los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje reconocen que a partir de 1950 ha surgido un nuevo modo de hacer filosofía que, según sus propios protagonistas, es el resultado de una doble transformación heurística y a la vez semiótica que  hoy día se ha producido en el modo tradicional en que la filosofía trascendental legitima sus propios presupuestos críticos. Y aunque es cierto que Apel opina que también se ha producido un tercer giro estrictamente postconvencional que en general no se admite, sin embargo está totalmente de acuerdo con el resto de los analíticos y hermenéuticos del lenguaje de la existencia de este doble giro inicial.

En cualquier caso Apel hace notar que hoy se ha dado una progresiva coincidencia entre los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje en rechazar como punto de partida de la actividad filosófica las primeras evidencias subjetivas de la conciencia psicológica. De igual modo que tampoco se acepta que "el punto más alto" de la reducción trascendental sea un tipo peculiar de reflexión filosófica que toma como punto de partida los primeros principios indemostrables de la razón teórica y práctica, como Kant pretendió a lo largo de sus tres Críticas.

Con este fin los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje siempre siguieron una misma estrategia de argumentación. En primer lugar se muestra cómo las distintas metodologías utilizadas por el empirismo radical, por el racionalismo dogmático cartesiano, o por la filosofía trascendental kantiana, siempre se remiten a unos hechos sensibles, a unas evidencias intelectuales, o a unos experimentos mentales acerca de toda experiencia posible, sin poder evitar la posterior aparición de nuevos paralogismos en sí mismos insolubles, que surgen por tratar de  fundamentar la ciencia o la filosofía en elementos subjetivos de la conciencia psicológica.

En segundo lugar se muestra cómo ninguna de estas estrategias es capaz de evitar el famoso Trilema del Barón de Münchhausen formulado por el neokantiano Fries y recogido de nuevo por Popper. Cuando se sigue la anterior estrategia solipsista para poder fundamentar la ciencia, siempre se introducen una de estas tres posibilidades igualmente contraproducentes, similares a las que se encontró el Barón cuando se hallaba en el lago sin saber nadar. O bien se da lugar a un proceso al infinito, sin término final de prueba, como le ocurría al Barón cuando intentaba salir sin saber hacerlo; o bien se origina un círculo vicioso, en el que se presupone justamente lo que hay que demostrar, y se pretende así flotar tirándose uno a sí mismo de los pelos; o bien se introduce un punto de partida dogmático en sí mismo indemostrable, que es la solución más socorrida cuando se intenta hacer pie sin conseguirlo.

Pero en un tercer momento los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje también propusieron una nueva estrategia de reflexión trascendental aún más estricta capaz de superar la situación aporética en la que nos coloca el anterior Trilema. Se trata de reconocer lo que desde un principio Apel describe como el hecho de la irrebasibilidad ("Nichthinterbarkeit") del lenguaje. Es decir, la circunstancia según la cual todas las posibles representaciones subjetivas de la conciencia psicológica están mediadas por un tipo particular de acto de habla, que hace posible su posterior acondicionamiento, o puesta en forma extrovertida ("performance"), según las pautas de conducta de su hipotético interlocutor.

Por este motivo Apel rechaza sistemáticamente cualquier forma posible de seudo-transcendentalismo minimalista, que otorgue a algún tipo de representación subjetiva especial un valor incondicionado en sí mismo privilegiado, en virtud de una evidencia inmediata o cualquier otro motivo semejante, sin darse cuenta que todas estas representaciones están medidas por el uso posterior de ciertas condiciones semióticas, que a su vez hacen posible su posterior acondicionamiento, o puesta en forma extrovertida ("performance"), pero que en cualquier caso se autodescriben como en sí mismas falibles y revisables.

De todos modos, esta nueva forma de pensamiento postconvencional puso de manifiesto cómo el reconocimiento de esta irrebasibilidad no conduce necesariamente al escepticismo, sino más bien a una aplicación aún más estricta del propio método kantiano de la reflexión trascendental. Pues la denuncia que ahora se formula contra el uso solipsista de la razón, presupone la aceptación previa de una triple estrategia semiótica que, como ahora se verá, permite apreciar el carácter infinito, circular, o simplemente dogmático, que tienen ciertos procesos demostrativos, como los descritos por el anterior Trilema.

Pero la aceptación de esta triple estrategia semiótica tiene a su vez sus propios presupuestos críticos, en la medida que requiere la aceptación previa de ciertas pretensiones metahistóricas de validez ("Geltunganspruch"), como son la pretensión de sentido, de veracidad, de verdad, de autocorrección jurídica y moral, que a su vez deben ser objeto de una reflexión trascendental aún más estricta. Pues de este modo se podrán localizar aquellos presupuestos críticos que acompañan al ininterrumpido proceso de progresiva autorrenuncia ("Selfsurrender", en terminología de Peirce) a las pretensiones individuales de validez de nuestro propio conocimiento, en favor de las pretensiones más generales de validez, que son compartidas con los demás interlocutores sociales.

Precisamente para llevar a cabo esta nueva forma de reflexión trascendental de un modo aún más estricto, los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje protagonizaron, en primer lugar, un inicial giro heurístico en el modo hipotético-deductivo como la filosofía actual justifica las conclusiones convencionales alcanzadas por su nueva teoría postconvencional del método. Pues ahora se rechaza que el valor judicativo que habitualmente se atribuye al uso en común de cualquier representación intelectual o sensible, se pueda justificar por el recurso solipsista a un método inductivo, o deductivo, que se legitima por el recurso a un conjunto de fenómenos empíricos, o de axiomas racionales, en sí mismos inverificables desde un punto de vista intersubjetivo.

Por este motivo, los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje reconocen que el valor judicativo, habitualmente atribuido al uso en común de una misma representación intelectual, requiera el concurso previo de distintas convenciones semióticas, que garantizan la recíproca armonización extrovertida en el modo de describir aquellas representaciones intelectuales, mediante la aplicación de un método de argumentación por ensayo y error.

De este modo se advirtió que el uso judicativo de este método heurístico, a largo plazo, requiere la anticipación normativa de una futura comunidad ideal de investigadores plenamente ultrarrealista, que ahora se afirma como un postulado imperativamente categórico, mediante el que se espera alcanzar una progresiva convergencia entre las estructuras convencionales del lenguaje y las del mundo físico.

Al mismo tiempo se comprueba cómo la aceptación de este "a priori" reflexivo, requiere una posterior aplicación intrahistórica aún más autocrítica de este mismo método, a fin de mostrar que todas nuestras representaciones intelectuales y sensibles están mediadas por un conjunto de convenciones semióticas en sí mismas falibles, que ahora se autodescriben como el "a priori" vital de una comunidad real de comunicación en sí misma nominalista. Hasta el punto que este "a priori" vital impide la localización de una sintaxis trascendental del lenguaje, que permitiera la verificación de unos mismos fenómenos empíricos, o axiomas racionales, iguales para todos.

El descubrimiento de este giro heurístico ha hecho posible que la filosofía actual advirtiera un segundo giro semiótico aún más radical, que se ha producido en el modo tradicional como la filosofía trascendental legitima sus propios presupuestos críticos. Pues es una opinión generalmente admitida que la filosofía crítica ya no debe determinar las condiciones de posibilidad y de validez, que garantizan la atribución universal y necesaria de una propiedad a un mismo tipo de experiencias, a partir de un análisis de las primeras evidencias subjetivas de la conciencia psicológica, como ocurrió en Kant.

Por el contrario, la nueva filosofía analítica y hermenéutica del lenguaje toma como punto de partida de sus respectivos análisis lingüísticos, una reflexión trascendental  aún más estricta sobre los presupuestos incondicionados de tipo ético, que están sobreentendidos de un modo infalible tras el recurso intrahistórico a distintas estrategias semióticas, mediante las que se espera garantizar el valor predicativo, que ahora se atribuye de un modo universal y necesario al uso en común de unas mismas convenciones lingüísticas en sí mismas falibles.

En efecto, para poder garantizar la predicación universal y necesaria de unas mismas convenciones semióticas, además de un método de argumentación por ensayo y error, también se requiere el concurso de una máxima pragmática para dilucidar el significado. Pues de este modo se podrán determinar el conjunto de consecuencias directas e indirectas, que puede tener a largo plazo la aplicación de estas reglas de su uso, para una ilimitada comunidad ideal de comunicación en la que se conocieran dichas consecuencias.

Además, ahora se comprueba que la aplicación de esta máxima pragmática siempre anticipa la posibilidad de alcanzar un "consensus omnium" en sí mismo definitivo en el uso predicativo de estos mismos signos. De modo que esta nueva posibilidad ahora se afirma como un postulado ideal en sí mismo infalible, que a su vez acompaña a cualquier forma de predicación universal y necesaria de una convención semiótica en sí misma infalible.

Pero una vez localizado este nuevo postulado ideal, ahora también se toda como el "punto más alto" de una reflexión trascendental aún más estricta, que permite deducir el carácter inevitablemente coyuntural que siempre tendrá la predicación universal y necesaria de estas distintas convenciones semióticas. Pues ahora estas convenciones se legitiman en nombre de una aplicación intrahistórica aún más autocrítica  de su anterior máxima pragmática, mediante la que sólo se pueden alcanzar acuerdos semióticos en sí mismos parciales, sin poder admitir el recurso en común a una misma semántica trascendental del lenguaje, que garantice el uso universal y necesario de un mismo tipo de signos y representaciones.

Finalmente, una vez localizado este segundo giro semiótico, Apel insiste en la necesidad de admitir un tercer giro postconvencional aún más radical que, en su opinión, también está sobreentendido en la filosofía analítica del lenguaje, aunque en general sus propios protagonistas no lo quieren reconocer.

En efecto, si se admite la transformación semiótica ocurrida en el modo de fundamentar los presupuestos críticos de este nuevo tipo de actividad filosófica, posteriormente no se puede utilizar más este "punto más alto" metainstitucional de la reflexión trascendental, para volver a otorgar un valor postconvencional en sí mismo infalible a otros presupuestos lógicos, analíticos, semióticos, gnoseológicos, o simplemente fenomenológicos, que a sí mismos se autodescriben como convencionales y falibles.

Apel rechaza en sí el seudo-transcendentalismo minimalista de tipo lógico de numerosos filósofos analíticos del lenguaje, por considerar que introducen límites metainstitucionales innecesarios a este nuevo proceso de autoemancipación hermenéutica postconvencional por el que, según ellos mismos, se legitima la transformación semiótica, que ha su vez se ha desencadenado en la propia filosofía trascendental.

En este sentido, Apel pone de manifiesto que la fundamentación trascendental  de cualquier estrategia semiótica, como las dos anteriores, presupone la previa aceptación metainstitucional de una metanorma procesal para el libre seguimiento en común de una regla, según la cual, "uno sólo y de una sola vez no se puede seguir una regla". Hasta el punto que, a partir de esta metanorma, formulada inicialmente por el segundo Wittgenstein, se puede iniciar una nueva pragmática trascendental de la acción libre humana, similar a la propuesta anteriormente por Peirce y Fichte, por cuanto ahora esta metanorma se afirma como "el punto más alto" metainstitucional de cualquier tipo de reflexión trascendental que esté sobreentendida de un modo hermenéutico postconvencional tras cualquier proceso semiótico de aplicación convencional de una teoría del método en sí misma falibilista.

En efecto, ahora sólo se puede garantizar el ilimitado proceso metainstitucional de creciente autoemancipación hermenéutica postconvencional, si simultáneamente también cómo la aceptación inicial de cualquier regla convencional se debe subordinar a la posterior aplicación práctica de una metanorma procesal, como la anteriormente formulada. Pues de este modo se podrá proponer una nueva Pragmática trascendental de la acción libre humana, que determina el camino preciso a seguir para alcanzar un futuro "consensus" metainstitucional cada vez más amplio, tanto desde el punto de vista formal como material, con sólo admitir ciertos presupuestos deontológicos de naturaleza metaética, que están a su vez absolutamente "libres de la carga de la acción".

A este respecto Apel muestra que la aceptación de esta metanorma procesal siempre requiere la participación previa de todos los interlocutores sociales en un juego trascendental del lenguaje que, como mostró el segundo Wittgenstein, se hace presente en todos los demás juegos categoriales del lenguaje, mediante los que los hombres se coaligan. A la vez que de este modo también se garantiza el ilimitado progreso que siempre cabe, desde un punto de vista hermenéutico, hacia una plena reintegración ecológica metainstitucional del hombre consigo mismo, con sus demás semejantes y con el resto de la naturaleza.

En este sentido, se le atribuye al segundo Wittgenstein el mérito indudable de haber localizado la oculta presencia, en cualquier forma de comunicación humana, de este nuevo juego trascendental del lenguaje, que ahora se afirma por sí mismo en virtud de razones exclusivamente éticas, como si fuera un postulado postconvencional en sí mismo infalible, que está sobreentendido de un modo metainstitucional en el uso convencional de los demás juegos categoriales en sí mismos falibles del lenguaje, sin necesidad de someterlo a ningún proceso de contrastación empírica.

Pero, a la vez que se admite el recurso incondicionado a estos nuevos presupuesto éticos, ahora también se advierte cómo la metanorma procesal de Wittgenstein tiene una segunda parte, coincidente con Aristóteles, que todavía no se ha tenido en cuenta, y según la cual, "no existe ninguna regla para prefijar de antemano cómo debe ser su aplicación ("prudencial") en un caso concreto".

Precisamente la explicación de esta segunda parte de la metanorma procesal permite poner de manifiesto cómo la Pragmática trascendental de la acción libre humana también es incapaz de prefijar de antemano cuál va a ser la elección inicial ("Wahl") y el posterior libre seguimiento ("Befolgung") de cualquier juego categorial del lenguaje. Hasta el punto que ahora ya no se puede localizar ningún juego privilegiado del lenguaje en sí mismo convencional, que tenga garantizada su aceptación incondicionada postconvencional por parte de todos los interlocutores sociales. De igual modo que ninguno de ellos puede garantizar una plena realización intrahistórica metainstitucional de su anterior juego trascendental del lenguaje.

Se comprueba así que la misma metanorma procesal, que en un primer momento fomenta un proceso postconvencional de máxima integración hermenéutica metainstitucional, posteriormente también introduce una ininterrumpida revisión intrahistórica de sus distintos usos prácticos convencionales, mediante el recurso a una subsiguientes reglas de aplicación, que a su vez explican el carácter a sí mismo falible de cualquier estrategia semiótica incluida también esta misma metanorma procesal. Hasta el punto que todas estas estrategias semióticas se legitiman por un uso libre muy particular de estas nuevas reglas de aplicación, sin que su nueva Pragmática trascendental de la acción libre humana pueda justificar una determinada Pragmática trascendental del lenguaje que a su vez garantice una aplicación verdaderamente compartida de sus anteriores reglas de tipo sintáctico y semántico, en el caso de que efectivamente las hubiera.

Evidentemente, Apel opina que su nueva Pragmática trascendental de la acción libre humana deja definitivamente resuelta la crisis de fundamentación, en la que se encontraba sumido esta nueva forma de pensamiento postconvencional, con posterioridad a la formulación del ya mencionado Trilema de Münchhausen. Pero, a pesar de los indudables aciertos que él mismo atribuye a su nueva estrategia, sin embargo el propio Apel tiene que reconocer que la fundamentación postconvencional ahora propuesta ha sido el desencadenante principal de la crisis ecológica aún más aguda, que surge por dejar sin resolver un problema posterior aparentemente secundario, pero que con posterioridad a la transformación semiótica ocurrida en la filosofía se vuelve prioritario.

En efecto, si se acepta la transformación semiótica en el modo de fundamentar la filosofía, tampoco se puede admitir la justificación postconvencional de un principio ético en sí mismo incondicionado, sin tener en cuenta sus posteriores aplicaciones prácticas de tipo intrahistórico simplemente convencionales. Pero esto es precisamente lo que ocurre en la estrategia seguida hasta ahora, por cuanto se fomentan unas exigencias metainstitucionales de máxima integración hermenéutica postconvencional, cuando sus posteriores aplicaciones prácticas convencionales favorecen un creciente falibilismo semiótico, que a su vez deja sin resolver los problemas vitales de supervivencia aún más inaplazables, que por ejemplo hoy día plantea la crisis ecológica.

En este sentido Apel hace notar cómo su nueva Pragmática trascendental de la acción libre humana consigue resolver el problema de su anterior crisis de fundamentación, a costa de otorgar una legitimidad indiscriminada a su nueva teoría postconvencional del método, sin darse cuenta que de este modo se puede acabar autodescalificando a la propia teoría metainstitucional de la acción en la que se fundamenta. Hasta el punto que su nueva teoría postconvencional del método puede dar lugar a una Dialéctica negativa de la Ilustración, similar a la descrita por Blöch y Adorno, sin que su nueva teoría metainstitucional de la acción pueda evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más aguda y contraproducente.

En efecto, si su nueva teoría metainstitucional de la acción libre humana quiere ser consecuente con los ideales éticos de tipo hermenéutico por los que se legitima de un modo postconvencional, necesariamente también tendrá que fomentar la indiscriminada aplicación intrahistórica de un uso meramente convencional de su anterior teoría postconvencional del método, sin darse cuenta que de este modo se incrementa ilimitadamente el poder de destrucción que tiene la ciencia y la técnica, para llegar a producir, si el hombre así lo decide, un auténtico holocausto nuclear de magnitudes en sí mismas irreversibles.

Pero, por otra parte, si la teoría metainstitucional de la acción pretende ejercer un control intrahistórico sobre las posteriores aplicaciones convencionales de su teoría postconvencional del método, ahora se encuentra en una situación aún más paradójica, debido a que ella misma se legitima en nombre de unos ideales éticos de tipo hermenéutico, que se afirman con un carácter metateórico absolutamente "libre de la carga de la acción", sin poder localizar ningún criterio intrahistórico de naturaleza semiótica, o de cualquier otro tipo, que permita evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más aguda.

Apel comprueba así que su anterior diagnóstico de la transformación semiótica de la filosofía se legitima en nombre de una Pragmática trascendental de la acción libre humana, que a su vez carece de una solución terapéutica concreta a la crisis ecológica que ella misma origina. Pues en la misma medida que su teoría metainstitucional de la acción pretende resolver de un modo metateórico su anterior crisis de fundamentación, en la misma proporción su teoría postconvencional del método fomenta un uso simplemente convencional de distintas estrategias semióticas, sin poder evitar la inevitable aparición de una Dialéctica negativas de la Ilustración, por cuanto se incrementa inevitablemente el poder de destrucción y de aniquilación, que tiene la ciencia para llegar a producir un auténtico holocausto nuclear.

En este sentido Apel concluye esta segunda parte de su investigación haciendo un voto de confianza, en que cada individuo particular sepa dar cuenta de la situación tan aporética en la que se encuentra, y de este modo sepa autolimitar también la confianza que ahora se ha puesto en su anterior teoría postconvencional del método. Sólo así se dará cuenta de cómo esta teoría postconvencional se encuadra en una teoría metainstitucional de la acción, que es aún más consciente de sus propias limitaciones de realización práctica intrahistórica. Hasta el punto que en la misma medida en que se afirma en nombre de unos ideales éticos estrictamente postconvencionales, en la misma proporción busca una solución terapéutica a la creciente indefensión metainstitucional que de un modo contraproducente genera el posterior uso de unas convenciones semióticas en sí mismas falibles.

3. LA ÉTICA ECOLOGISTA DE SITUACIÓN, COMO LA ÚNICA RESPUESTA RACIONAL POSIBLE A LA CONDICIÓN POSTMODERNA DEL POSTCONVENCIONALISMO

Precisamente en un tercer y último periodo de su ya dilatada trayectoria intelectual, en un conjunto de artículos escritos a partir de 1975 y publicados unitariamente en 1986, Apel trató de aportar una solución terapéutica a la creciente indefensión metainstitucional originada por este mismo pensamiento postconvencional postmoderno, en la medida en que fomenta el uso de unas convenciones semióticas en sí mismas falibles, que a su vez pueden llegar a producir una crisis ecológica de proporciones hasta hoy desconocidas.

En este sentido los nuevos teóricos de acción posteriores al último Heidegger y al segundo Wittgenstein, han comprobada como hoy día se produce una situación paradójica, similar de algún modo a la anteriormente descrita por Vico y Arnold Gehlen. Pues en la misma medida en que su teoría postconvencional del método genera un proceso postcultural de creciente capacidad técnica, de mayor competencia comunicativa y de innegable vigencia autoemancipadora, para ejercer un control metainstitucional sobre la satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos en la misma proporción se incrementa ilimitadamente el poder de destrucción y aniquilación, que tiene esta misma teoría metainstitucional de la acción, para alterar de un modo irreversible el inestable equilibrio ecológico existente en el hombre, en la sociedad y en la propia naturaleza.

Además, con posterioridad a 1975 se ha dado una progresiva confluencia en el modo como las distintas corrientes de pensamiento analítico, hermenéutico, fenomenológico, neopragmatista, neomarxista, o simplemente, post-estructuralista, describen actualmente  la inicial crisis de fundamentación y la subsiguiente crisis ecológica, que acompaña a sus respectivas teorías postconvencionales del método y metainstitucionales de la acción en la medida en que todas ellas reconocen, como un límite insuperable, lo que ahora se describe como el "a priori" de la situación en el que se lleva a cabo cualquier acción comunicativa, como prototipo que es de cualquier acción libre humana.

En efecto, ahora se reconoce como la realización de cualquier acción comunicativa requiere la mediación de unas convenciones semióticas en sí mismas falibles que, a su vez, generan una creciente indefensión institucional, debido al "a priori" de la situación en el que se llevan a cabo. Pues si se quieren abordar los distintos problemas antropológicos que hoy día plantea nuestra actual crisis ecológica, también se tienen que anticipar unas soluciones postculturales, que inevitablemente incrementan nuestro propio poder de destrucción y aniquilación, sin que por ello se pierda la capacidad estructuralmente irrenunciable para reservar ("strukturell inaufgeboren Vorbehalt") la intención última de aquello que se dice o hace.

Sin embargo este "a priori" de la situación ya no se describe como un simple "hecho de la razón" de tipo empírico, o metafísico, que a su vez dé lugar a una falacia naturalista, como anteriormente ocurrió en Peirce y en Fichte. Pues ahora se considera que no está legitimado el paso del ser al deber ser, en la medida que ningún hecho de la experiencia, ni siquiera el hecho irrebasable del lenguaje, puede ser el fundamento suficiente para una norma, como las que utiliza la lógica y la ética de la ciencia.

Por este motivo este "a priori" de la situación ya no se describe como un "hecho de la razón", sino más bien como una condición normativa para la posibilidad de argumentar, que a su vez es el fundamento normativo de la derivación de todas la normas éticas. Aunque ahora también se comprueba como este "a priori" de la situación está indisolublemente unido, por simple contraste, con un principio de expresabilidad ("Prinzip de Ausdruckbarkeit"), similar al propuesto por Searle, según el cual, "es válido decir todo lo que uno intenciona, o quiere decir", (incluso la intención última), siempre que para ello se utilice el procedimiento postcultural adecuado para expresar las distintas dimensiones locutivas, ilocutivas y perlocutivas que tiene el lenguaje, cuando se analiza en primera intención con respecto al contenido que expresa, en segunda intención son respecto a sí mismo, o en tercera intención con respecto a un hipotético interlocutor, que a su vez lo interpreta.

En cualquier caso la aceptación de este "a priori" de la situación no condujo necesariamente hacia una nueva falacia naturalista, como la que tuvo lugar en Fichte y Peirce. Por el contrario ahora se reconoce como la misma medida en que se admite la capacidad de reservar la intención última con la que algo se dice, en la misma proporción la teoría metainstitucional de la acción tiene que reivindicar un principio de expresabilidad de las intenciones ocultas o manifiestas del lenguaje, mediante un procedimiento postcultural de naturaleza convencional, a través del cual se esperan garantizar las pretensiones de validez intrahistóricas ("Geltungamspruch") que, como ahora ocurre con la pretensión de sentido, de veracidad, de verdad, de corrección jurídica y moral, acompañan a la realización práctica de cualquier acción comunicativa, como prototipo que es de toda acción libre humana.

En efecto, ahora se pone de manifiesto cómo la aceptación de un principio irrenunciable de reserva de la intención última de lo que se dice o hace, conlleva la posterior posibilidad de trastocarlo en un principio de libre expresión de estas mismas intenciones últimas. Hasta el punto de que este principio de expresabilidad sólo se puede admitir, si también se acepta un postulado pragmático-transcendental acerca del autoalcance intencional interno ("Selbsteinholungspostulat") y acerca de la autotranscendencia moral ("Prinzip der Selbsttranszendez"), que acompaña a la realización intencional de cualquier acto de habla en el "a priori" situacional en el que tiene lugar, en la misma medida en que también se puede trastocar su anterior capacidad estructuralmente irrenunciable de reservar la intención última de aquello que se dice o hace.

Se comprueba así cómo este principio de expresabilidad se puede utilizar como punto de partida de un nuevo planteamiento ético superior, similar al que fue propuesto por Popper, Habermas, o el propio Apel. Pues en todos estos casos se utilizó este principio de expresividad para justificar las pretensiones de autotranscendencia moral y cualquier acción libre humana, para expresar su compromiso explícito con una determinada solución terapéutica de nuestra actual crisis ecológica, sin que por ello se renuncie a la capacidad de ocultamiento que ahora otorga "el apriori" de la situación en que tiene lugar.

En cualquier caso Popper, Habermas o el propio Apel, utilizaron esta nueva estrategia moral, para proponer una nueva ética de la comunicación compartida, o una nueva ética ecologista de la situación, en la que se afirman estas pretensiones de autotranscendencia moral, sin dejar de tener en cuenta el "a priori" de la situación en el que se llevan a cabo. Pues a pesar de las limitaciones que impone la situación aporética en la que tiene lugar la acción libre humana, sin embargo se requiere la aceptación de estas pretensiones, a fin de garantizar la progresiva realización intrahistórica de una terapia intrahistórica metainstitucional capaz de abordar nuestra actual crisis ecológica.

Evidentemente se puede objetar que en su anterior reconstrucción de la transformación semiótica operada en la filosofía, ya se llevó a cabo un análisis crítico-transcendental sobre los presupuestos críticos, que acompañan la progresiva realización intrahistórica de sus anteriores ideales postconvencionales igualmente ecologistas. Pero conviene advertir que entonces sólo se analizaron los presupuestos críticos que acompañan al uso en común de unas mismas convenciones semióticas exclusivamente desde el punto de vista del método, en la medida que son capaces garantizar una creciente intersubjetividad recíproca entre ellas mismas, con independencia del tipo de acción libre humana que llevan a cabo.

Por el contrario ahora se analizan los presupuestos críticos que hacen posible la realización de una acción comunicativa, o de cualquier otro tipo de acción libre humana, en la medida en que se recurren a un conjunto de convenciones antropológicas, a las que se atribuye una creciente autotranscendencia moral y un mayor autoalcance intencional interno, para tratar de evitar la irreversible crisis ecológica que ellas mismas pueden generar, si no se pone el remedio oportuno.

En cualquier caso su anterior reconstrucción histórica de la transformación semiótica ocurrida en la filosofía reflexionó sobre los presupuestos incondicionados, que explican esta capacidad real de autorrenuncia ("Selfsurrender"), que tienen nuestras propias representaciones subjetivas, en favor de otras descripciones semióticas aún más intersubjetivas. Hasta el punto que su anterior teoría postconvencional del método sólo pudo otorgar un valor hipotético-cognictivo a los distintos usos judicativos, predicativos, o simplemente presupositivos, que se pueden hacer de las distintas convenciones semióticas, en la medida en que siempre se pueden sustituir por otras mejor acordadas en común.

Sin embargo ahora se analiza el uso en común de unas mismas convenciones antropológicas desde el punto de vista de la acción comunicativa, como prototipo que es de la acción libre humana. Pues de este modo se espera mostrar cómo se debe admitir una triple estrategia postcultural capaz de otorgar un determinado valor prescriptivo-legal al uso en común de unas mismas convenciones antropológicas, en la medida en que reivindican una mayor capacidad técnica, una creciente competencia comunicativa, una indudable vigencia autoemancipadora, para resolver los problemas inaplazables que la actual crisis ecológica plantea a esta nueva teoría metainstitucional del método, sin que por ello tengan que renunciar a sus propias pretensiones de autotranscendencia moral y de autoalcance intencional interno, como anteriormente le exigió su teoría postconvencional del método.

Con este fin Apel elabora una nueva ética ecologista de situación, que habitualmente se legitima a través de tres pasos sucesivos. En primer lugar se muestra la necesidad improrrogable que tiene la teoría metainstitucional de la acción de legitimar sus propias pretensiones intrahistóricas de autotranscendencia moral, para abordar nuestra actual crisis ecológica. Hasta el punto que ahora se reivindica la necesidad intrahistórica de un punto de vista ético superior, que permite afirmar unos ideales metainstitucionales de tipo terapéutico; mediante los que se espera abordar los problemas inaplazables originados por nuestra actual crisis ecológica, a pesar del "a priori" de la situación en el que se tienen que llevar a cabo.

Sin embargo en un segundo y tercer momento, también se muestran las dificultades prácticamente insuperables, que se derivan de una posterior realización en un "a priori" situacional tan aporético como el ahora descrito; y como, a pesar de todo, se tiene que admitir la posibilidad real de llevar a cabo aquellos ideales terapéuticos, a través de una ética ecologista de la situación, que ahora se describe como la única solución intrahistórica capaz de ejercer un control preventivo sobre nuestra crisis ecológica, que puede originar el uso terapéutico de sus anteriores ideales postconvencionales ecologistas cuando no autolimitan sus propias pretensiones de realización intrahistórica en este "a priori" situacional tan aporético.

En primer lugar Apel muestra la necesidad de admitir un punto de vista ético superior, que permita justificar cómo cualquier acción comunicativa y cualquier acción libre humana, tiene una capacidad de autotranscendencia moral para afirmar su propio autoalcance intencional interno o, por el contrario, para ocultarlo. Hasta el punto que de este modo la teoría metainstitucional de la acción va a ser capaz de legitimar sus propias pretensiones de autotranscendencia moral para abordar la crisis ecológica, que ella misma ha originado.

Con este fin Apel acude a un antiguo argumento transcendental, que ya se había utilizado por numerosos analíticos del lenguaje ordinario, como fueron Ayer, Austin, Searle o el propio Strawson para demostrar la existencia del propio yo, del mundo físico extramental, o de una comunidad ideal de comunicación. Aunque ahora se utiliza fundamentalmente para mostrar cómo cualquier acción comunicativa, como prototipo que es de cualquier acción libre humana también puede alcanzar un conocimiento reflexivo, o un "saber del saber", acerca de su propio autoalcance intencional interno.

En realidad este nuevo argumento transcendental es el simple resultado de una nueva inversión semiótica, que se introduce en la habitual interpretación "solipsista" del "cogito" cartesiano o agustiniano, cuando se aprecia cómo la formulación de este argumento presupone el ejercicio previo de otras tres dimensiones locutivas, ilocutivas y perlocutivas del lenguaje. Pues ahora se comprueba como la aceptación del "cogito" exige la mediación de otras tres realidades, como son la realidad del propio yo, del mundo exterior y de una comunidad ideal de comunicación, que no pueden ser negadas sin que el propio "cogito" también tenga que renunciar a sus propias pretensiones de "autoalcance intencional interno" respecto a aquellas tres dimensiones que ahora tiene el lenguaje.

En efecto, cuando se formula un argumento en contra de una de estas tres realidades indisolublemente unidas al lenguaje, se acaba cuestionando las propias pretensiones de autoalcance intencional interno, que ahora reivindica el propio "cogito". Así cuando se afirma "reconozco que no existo", o "nada de lo que digo pretende ser verdadero", o "no asocio a esta expresión ninguna pretensión de certeza", o "hago una exclusión explícita de la veracidad", o "excluyo cualquier comunidad ideal de comunicación que pretenda comprender lo que ahora digo".

En todos estos casos se formulan enunciados en los que paradójicamente sales fortalecido el propio autoalcance intencional interno de estos actos de habla en la misma medida en que se pretende negar. Pues en todos ellos se introduce una contradicción performativa entre su contenido proposicional en el que se rechaza la mediación de estas tres realidades anejas al lenguaje; y, por otro lado, el posterior acondicionamiento, o puesta en forma extrovertida ("performance") de este mismo acto de habla, en la medida que exige la mediación de estas tres realidades para poderse llevar a cabo.

Por este motivo todos estos argumentos transcendentales introducen

 contradicciones performativas, que a su vez se refutan con una simple autoevidencia performativa. Pues estas autoevidencias performativas son compartidas por todo hombre por el mero hecho de comprender la aporía que se contiene en los enunciados propuestos, cuando se niega su propia capacidad de tener un determinado autoalcance intencional interno.

En cualquier caso Apel utiliza este nuevo argumento transcendental para poner de manifiesto la necesidad  de un punto de vista ético superior, que legitime este autoalcance intencional interno que la acción comunicativa se atribuye a sí misma, en la misma medida en que refleja la autotranscendencia moral que se debe atribuir a toda acción libre humana, incluida también la que se lleva a cabo en el "cogito", o en otros argumentos a él anejos.

En efecto, si se admite la necesidad de este punto de vista ético superior, se podrá mostrar cómo la teoría metainstitucional de la acción tiene elementos críticos suficientes, capaces de aportar una solución terapéutica en sí misma intrahistórica a la actual crisis ecológica. Sólo así se podrá localizar una terapia intrahistórica de nuestra actual crisis ecológica, que tenga en cuenta los ideales ecológicos de su anterior teoría postconvencional del método. Pero sin olvidar tampoco el "a priori" de la situación en el que se lleva a cabo su nueva teoría metainstitucional de la acción, en la medida que puede hacer contraproducente la posterior realización práctica de sus anteriores ideales postconvencionales.

Precisamente en un segundo momento, también se comprueban como con posterioridad a 1975 las nuevas teorías metainstitucionales de la acción de Popper, Habermas, o del propio Apel, han puesto de manifiesto las dificultades prácticamente insalvables, que acompañan al posterior reconocimiento de su propia autotranscendencia moral cuando se tienen que aplicar en un "a priori" situacional tan aporético como el anteriormente descrito.

A este respecto se comprueba cómo en la misma medida en que una acción libre humana reivindica una mayor autotranscendencia moral para expresar su propio autoalcance intencional interno, en la misma proporción se tiene que recurrir a una estrategia postcultural de regulación convencional de la propia conducta, que incrementa ilimitadamente la capacidad de reservar la intención última de aquello que se dice o hace, sin que se pueda ejercer un control metainstitucional adecuado sobre el creciente poder de destrucción y de aniquilación, que esta misma estrategia postcultural origina.

En cualquier caso Apel comprueba cómo las acciones libres humanas otorgan una creciente capacidad de autotranscendencia moral, en la misma medida en que recurren a una estrategia postcultural de regulación convencional de la propia conducta, que a su vez puede resultar contraproducente, por cuanto pueden fomentar actitudes contrarias a la autotranscendencia moral, que ella misma proclama.

Se comprueba así cómo para garantizar esta autotranscendencia moral se tiene que recurrir a distintas estrategias postculturales de naturaleza preconvencional, convencional o, simplemente, postconvencional, sin darse cuenta de que se legitiman por medio de imperativos hipotéticos, contractuales o en sí mismos categóricos, que introducen nuevos paralogismos en sí mismos insolubles, por ser incapaces de ejercer un control metainstitucional sobre los posteriores efectos contraproducentes que ellos mismos originan.

De este modo se localiza lo que a partir de Apel se podría denominar el Trilema de la acción iatrogénica, o de la acción terapéutica contraproducente que, a pesar de sus manifestaciones en contrario, da lugar a tres posibilidades de actuación todas ellas igualmente patológicas en sus posteriores efectos secundarios, a saber:

1) La justificación preconvencional de la acción libre humana, que garantiza su autotranscendencia moral por un proceso arcaico en la satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos, como ocurrió con la ley natural aristotélica, o en las leyes historicistas de la hermenéutica positivista. Pero en estos casos no se dan cuenta de cómo sus respectivas posturas se legitiman mediante un conjunto de imperativos hipotéticos, que a su vez están sujetos a un gran número de motivaciones neodarwinistas en sí mismas insolidarias y egoístas por cuanto se remiten a un proceso infinito de comprobación inductiva, sin alcanzar nunca una verificación exhaustiva; como de hecho ocurrió con la justificación de la esclavitud, en el caso de Aristóteles, o con la guerra en el caso del último Hegel, o con la demarcación histórica del proletariado, en el caso del último Marx.

2) La justificación convencional de la acción libre humana, que garantiza su autotranscendencia moral por un proceso contractual en la satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos como ocurrió en las teorías antitéticas del pacto social propuestas por Hobbes y Locke. Pero en todos estos casos tampoco se dan cuenta de que sus respectivas posturas se legitiman mediante un conjunto de imperativos convencionales, que a su vez están sujetos a un gran número de manipulaciones maquiavélicas en sí mismas insolidarias y oportunistas, por cuanto se justifican mediante un proceso deductivo circular, construido de un modo "ad hoc" para defender una institución arcaica concreta; como ocurrió con la defensa de la monarquía absoluta y de la propiedad privada en los dos autores citados a partir de un mismo concepto de responsabilidad criminal.

3) La justificación postconvencional de la acción libre humana, que introduce un proceso estrictamente postcultural en la satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos, mediante la anticipación de una futura metainstitución social plenamente autoemancipada, como ocurrió en el pensamiento revolucionario del joven Hegel, del joven Marx, o del joven Peirce. Pero en todos estos casos tampoco se dan cuenta de que sus respectivas posturas se legitiman mediante imperativos categóricos, que se refugian en un "futurismo ético" en sí mismo irresponsable y suicida, por cuanto se adopta una actitud fatalista ante la toma de decisiones intrahistóricas de tipo dogmático, que él mismo fomenta; como de hecho ocurrió en el pensamiento utópico revolucionario de los autores citados, de B. Brecht, o del utopismo exaltado de algunos cristianos primitivos.

Pero finalmente, en un tercer momento, esta nueva forma de pensamiento postconvencional postmoderno trató de superar desde dentro la posterior aparición de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica, mediante una estrategia similar a la utilizada por todos estos mismos autores para evitar el anterior Trilema del barón de Münchhausen. Pues ahora se trata de poner de manifiesto cómo la teoría metainstitucional de la acción es capaz de aportar una solución terapéutica adecuada, a fin de prevenir la crisis ecológica que pueden originar sus mismos ideales postconvencionales, cuando no autolimitan sus propias pretensiones de posterior realización intrahistórica en razón del "a priori" situacional tan aporético en el que se tienen que llevar a cabo.

En este sentido los nuevos teóricos de la acción, como fueron Popper, Habermas o el propio Apel, llevaron a cabo una nueva forma de reflexión transcendental aún más estricta, que pretende localizar los presupuestos metainstitucionales, que están sobreentendidos tras la triple estrategia antropológica postcultural, que ahora se ha descrito. Pues de este modo se podrá localizar algún criterio capaz de evitar los efectos patológicos de tipo iatrogénico, a los que da lugar el uso en común de simples imperativos hipotéticos, contractuales o simplemente categóricos, por fomentar actitudes insolidarias de tipo neodarwinista, o maquiavélico, o simplemente irresponsables. Hasta el punto de que ahora se propusieron tres tipos distintos de teorías metainstitucionales de la acción, en razón de las distintas estrategias que utilizan para tratar de contrarrestar este nuevo Trilema de la acción iatrogénica.

1) El convencionalismo decisionista de Popper y otros seguidores suyos se caracteriza por rechazar que la praxis humana se pueda orientar mediante leyes deterministas preconvencionales, o por "convenciones" arbitrarias construidas "ad hoc", o por un postconvencionalismo abstracto, en los que inevitablemente se introduce un proceso al infinito de verificación en sí mismo inabarcable, o una circularidad viciosa cerrada al progreso, o una nueva forma de futurismo ético en sí mismo dogmático e irresponsable. De modo que en ningún caso se pudo evitar la posterior aparición de su anterior Trilema del Barón de Münchhausen, o de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica.

Sin embargo, Popper y sus seguidores pretenden evitar la posterior aparición de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica, mediante un convencionalismo decisionista, que a su vez evita la posterior aparición de una circularidad viciosa en sí misma arbitraria, por la aceptación de un método complementario de verificación racionalista-crítico similar al que anteriormente le permitió evitar su inicial Trilema del barón de Münchhausen.

Se trata de justificar una nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica, que ejerce un control racionalista-crítico sobre las posteriores consecuencias secundarias de uso común de unas mismas convenciones antropológicas, y de este modo evita que aquel proceso inicial de toma de decisiones genere un nuevo proceso de justificación "ad hoc" en sí misma vicioso. Hasta el punto que ahora no se admite ninguna convención antropológica que no esté abierta a este posterior proceso preventivo de revisión consecuencialista de aquellas decisiones terapéuticas iniciales en razón de los fines estratégicos que previamente se marcan sus potenciales destinatarios, desde el "a priori" de la situación en el que cada unos se encuentra.

Se admitió así una nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica, que se hace cargo desde un principio, el "a priori" de la situación en el que se lleva a cabo cualquier acción comunicativa, por cuanto este "a priori" determina los fines y las consecuencias, que van a ser tenidas en cuenta por sus potenciales destinatarios. A la vez se comprueba que todos estos planteamientos discursivos son similares a los que anteriormente ya se habían propuesto en las éticas heterónomas de la responsabilidad criminal de Max Weber, o en las ingenierías sociales fragmentarias de Popper.

Con posterioridad a 1975 esta nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica también ha sido utilizada por Grice, Austin, Searle, Strawson, Schnelle o Ilting para dar razón de los distintos mecanismos locutivos, ilocutivos y perlocutivos que se usan en el habla cotidiana, para explicar el grado de interacción intencional recíproca alcanzado por cada nivel del lenguaje, sin dejar de tener en cuenta el "a priori" de la situación en que se llevan a cabo.

De este modo la racionalidad estratégico-teleológica introdujo distintos mecanismos hipotéticos de interacción recíproca, que son incapaces de contrarrestar la ilimitada capacidad de reserva que ahora reivindica este "a priori" de la situación en el que se lleva a cabo la acción comunicativa. Pero en cualquier caso esta nueva forma de racionalidad fue incapaz de explicar todas las formas de reciprocidad, que ahora reivindica su anterior principio de expresabilidad, por cuanto la racionalidad estratégico-teleológica presupone formas normativas de interacción ilocutiva que ella misma (??).

Esta nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica también se hizo presente en el constructivismo ético eudemonista de Rawls, cuando propuso una nueva justificación ética del capitalismo liberal, por ser el sistema económico que mejor explica las desigualdades sociales, a partir de una situación originaria igualmente infradotada de la que todos sacan un beneficio proporcionado al esfuerzo que hacen. Aunque este mismo constructivismo eudemonista presupone valoraciones deontológicas de justicia que él mismo no explica.

Por motivos semejantes también Niklas Luhmann utilizó este convencionalismo decisionista para proponer un nuevo constructivismo funcionalista mediante el que explica las distintas tecnocracias jurídicas habitualmente utilizadas en la sociedad postindustrial, pues de este modo se pudo garantizar el ejercicio de las libertades públicas e internacionales, en la medida en que están basadas en la aceptación del estado democrático de derecho y de la triple división de poderes. Aunque esta nueva ética de las responsabilidades democráticas presupone una previa crítica a las utopías políticas, cuyo valor axiológico autónomo ella misma ya no explica.

Finalmente, Spaemann también utilizó esta nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica para proponer una nueva metaética de las macroconsecuencia, similar a la descrita por el derecho natural aristotélico. Pues sólo así se puede admitir una especie de memoria ética intrahistórica, que permite valorar las situaciones límite de supervivencia que se pueden originar en un "a priori" de la situación como el que ahora se ha descrito, cuando se carece de unos valores supraconvencionales que a su vez permiten valorar el convencionalismo decisionista por el cual se legitima esta nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica. Aunque este nuevo tipo de metaética de las macroconsecuencias tiene presupuestos metateóricos de tipo postconvencional que, como ocurre con el ideal ético de una plena reintegración ecológica, ella misma ya no explica.

A pesar de la variedad de usos que ahora se hacen de esta nueva forma de racionalidad estratégico-teleológica, sus propios protagonistas tuvieron que reconocer que el convencionalismo decisionista tampoco puede evitar la posterior aparición de otros posibles efectos iatrogénicos igualmente insolidarios, en la medida en que fomentan una praxis postcultural en sí misma maquiavélica y neodarwinista, que está basada en el uso exclusivo de imperativos hipotéticos de validez cognictiva en sí misma convencional y falible.

En cualquier caso este convencionalismo decisionista tuvo el mérito indudable de apreciar el "a priori" de la situación en el que hoy día se enmarca la actual crisis ecológica. Pero de todos modos dejaron de proponer un procedimiento postcultural capaz de justificar las crecientes pretensiones de autotranscendencia moral, que hoy día proponen las distintas formas de acción libre humana cuando reivindican un principio de expresabilidad de sus propias intenciones estratégicas, que contrarreste de un modo consensual-comunicativo la ilimitada capacidad de reserva de sus propias intenciones teleológicas, en la medida en que ésta es la única forma en que se puede hacer frente a la crisis ecológica que se puede originar en nuestro propio "a priori" situacional, si no se pone un remedio oportuno.

Por este motivo Apel hace notar reiteradamente que ninguna de estas formas de racionalidad estratégico-teleológica fue capaz de localizar unos criterios consensual-comunicativos, mediante los que la teoría metainstitucional de la acción puede autolimitar de un modo prescriptivo-legal el creciente poder de destrucción y de aniquilación que la ciencia y la técnica otorgan a sus respectivas metodologías racionalistas-críticas para llegar a producir, si el hombre así lo decide un auténtico holocausto nuclear de magnitudes en sí mismas irreversibles.

En cualquier caso el convencionalismo decisionista de Popper y de sus seguidores fue incapaz de evitar el Trilema de la acción iatrogénica, que ellos mismos habían denunciado. Pues en todos estos casos se fomenta un relativismo ético en sí mismo insolidario y egoísta que, por motivos maquiavélicos o simplemente neodarwinistas, infravalora sus propias estrategias consecuencialistas de terapia preventiva. Hasta el punto que se legitiman mediante una teleología racionalista-crítica, que reduce el valor de todas las convenciones antropológicas a simples hipótesis cognictivas en sí mismas falibles.

Apel hace notar que el convencionalismo decisionista nunca debería haber formulado una valoración tan despectiva de su propia postura. Más bien debería haber reconocido cómo su estrategia racionalista-crítica incrementa ilimitadamente la capacidad técnica, la competencia comunicativa y la vigencia autoemancipadora para ejercer un control consecuencialista sobre sus propios mecanismos estratégicos de satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos. Pero sin poder proponer tampoco ningún criterio normativo de tipo teleológico, que limite su creciente poder de destrucción y aniquilación, a fin de poder evitar de este modo la posterior aparición de una futura crisis ecológica de proporciones desconocidas.

Por este motivo Apel opina que el convencionalismo decisionista hace bien en autolimitar sus  propias pretensiones de autotranscendencia moral, a fin de adoptar una actitud aún más preventiva ante los posteriores efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes que, como ahora se ha visto, pueden generar sus propias estrategias racionalistas-críticas, cuando resuelven sus problemas teleológicos por un recurso abusivo a simples imperativos hipotéticos. Pero, en su opinión, se hace mal al valorar despectivamente su terapia consecuencialista para evitar efectos secundarios no deseados, cuando en realidad éste es el único sistema efectivo para ir realizando poco a poco en nuestro propio "a priori" situacional los ideales postconvencionales de tipo sociologista, que están sobreentendidos en su propio método racionalista-crítico.

2) Desde un planteamiento opuesto, Habermas ha defendido un postconvencionalismo metateórico, que rechaza el convencionalismo decisionista propuesto anteriormente por Max Weber y Popper. Opina que de este modo se legitiman convenciones antropológicas en sí mismas dogmáticas, sin darse cuenta de que introduce actitudes neodarwinistas y maquiavélicas muy contraproducentes, que a su vez dan lugar a actitudes obscurantistas, en sí mismas insolidarias y dogmáticas. Hasta el punto que ninguna de estas formas de racionalidad estratégico-teleológicas consiguió evitar la posterior aparición de este nuevo Trilema del Barón de Münchhausen, ni de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica, ya que todas ellas se legitiman en nombre de una racionalidad ética, que a su vez no fundamentan.

Por este motivo Habermas siguió una estrategia distinta para evitar este nuevo Trilema de la acción iatrogénica. Se trata de fomentar un postconvencionalismo metateórico, que evita la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto en sí mismo irresponsable, por la aceptación de un método de fundamentación pragmático-universal, que reflexiona sobre los presupuestos críticos, que a su vez están sobreentendidos en cualquier intento de superación de su anterior Trilema de la acción iatrogénica, en la medida en que de este modo se consiguen transformar en virtuoso el círculo vicioso que ahora se origina.

En efecto, ahora se comprueba que, para evitar la posterior aparición de posturas insolidarias y egoístas, también se tiene que subordinar el convencionalismo decisionista propuesto por Popper y Max Weber, a la aceptación inicial de una metanorma procesual del "consensus", que garantice el uso en común de unas mismas convenciones antropológicas, mediante la toma de acuerdos cada vez más compartidos.

Simultáneamente, si se quiere evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto en sí mismo irresponsable, este nuevo "consensus" también debe tener en cuenta todas las posibles consecuencias secundarias e intereses ocultos, que permiten legitimar, o denunciar, la aceptación compartida de un determinado "consensus" racional, en razón del "a priori" situacional concreto en el que tiene lugar, sin que en ningún caso se dé por válido un "consensus" fáctico, que se legitima por fines no confesables, o que origina consecuencias secundarias no deseadas.

Se trata de justificar así una nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa, que lleva a cabo una reflexión metateórica de tipo postconvencional sobre los presupuestos críticos, que están sobreentendidos en el uso común de unas mismas convenciones antropológicas. Pues se piensa que éste es el único modo posible de evitar que se introduzca un postconvencionalismo abstracto en el propio proceso de fundamentación de una norma acordada en común, por prescindir de un modo irresponsable de las consecuencias secundarias no deseadas y de los fines no confesados, por los que se legitima ese mismo "consensus", cuando se remite a un orden teleológico de prioridades estratégicas, que previamente no ha sido acordado en común.

Esta nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa rechaza cualquier tipo de convención antropológica, que se cierre a este posterior proceso estratégico de justificación teleológica de sus propias cláusulas cautelares de prevención de errores. Hasta el punto que estas convenciones antropológicas ahora reivindican una autoconciencia moral para alcanzar los objetivos estratégicos que se proponen de un modo teleológico, y con este fin recurren a un principio de expresabilidad de las intenciones inherentes al lenguaje, mediante el que se espera contrarrestar la ilimitada capacidad de reserva, que también les otorga el "a priori" de la situación, en el que se llevan a cabo.

Se admite así una nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa, que tiene en cuenta desde un principio la capacidad de autotranscendencia moral y el autoalcance intencional interno, que ahora se atribuye a cualquier acción comunicativa, como prototipo que es de la acción libre humana, por cuanto su realización práctica conlleva la aceptación de un principio de expresabilidad de las distintas intenciones estratégicas, que deben ser tenidas en cuenta de un modo teleológico por el resto de los interlocutores sociales.

Sin embargo, esta nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa tiene que reconocer que la aceptación del  principio de expresabilidad de Searle se fundamenta en un "a priori" situacional igualmente normativo, que tampoco tiene garantizada su plena aceptación por parte del resto de los interlocutores sociales. Hasta el punto que este principio de expresabilidad es el punto de partida de unas nuevas éticas de la comunicación, con un fundamento deontológico similar al de las éticas kantianas de la convicción, o de la buena intención subjetiva.

Con posterioridad a 1975 Habermas utilizó esta nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa para iniciar una nueva pragmática universal de la acción comunicativa en la que también se reflexiona sobre los presupuestos críticos que hacen posible que una acción libre humana, o un acto de habla, pueda reivindicar una autotranscendencia moral y un autoalcance intencional interno para expresar la intención estratégica con que se formula un acto de habla en sí mismo teleológico, en cualquiera de sus múltiples dimensiones locutiva, ilocutiva o estrictamente perlocutiva. A la vez que se intentó evitar de este modo la posterior aparición del ya mencionado Trilema de la acción iatrogénica.

De este modo la racionalidad consensual-comunicativa afirma distintas pretensiones de validez intrahistórica, como son la pretensión de sentido, de veracidad, de verdad, de corrección jurídica y moral, pues se considera que todas ellas son manifestación del principio de expresabilidad que acompaña a toda acción comunicativa, al menos en su dimensión ilocutiva, a fin de poder invertir un "a priori" situacional igualmente normativo, por el que se admite la ilimitada capacidad de reserva que se atribuye a todo acto de habla para ocultar la intención última con la que se dice o hace algo.

Habermas fundamenta este nuevo tipo de racionalidad consensual-comunicativa a un nivel de discurso "libre de la carga de la acción" ("handlungsenlastet"), sin tener en cuenta el "a priori" situacional concreto en el que se lleva a cabo. Aunque evidentemente siempre se admite a costa de reconocer que la racionalidad consensual-comunicativa también se debe guiar por la aceptación ciega de un principio incondicionado de expresabilidad exclusivamente ilocutivo, sin darse cuenta de que de este modo se introduce un postconvencionalismo abstracto con efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes.

En efecto, si se admite este principio normativo en sí mismo excluyente, también se tiene que prescindir de un modo irresponsable de las consecuencias secundarias y de los fines ocultos, que se pueden derivar de un modo locutivo y perlocutivo de su aplicación en un determinado "a priori" situacional, cuando lo único que se consigue de esta forma es introducir un orden teleológico de prioridades estratégicas en sí mismo suicida, que sólo puede estar motivado por una decisión irracional, en sí misma irresponsable e incapaz de aportar una solución intrahistórica a nuestra actual crisis ecológica.

Esta objeción se hace aún más patente cuando en un momento posterior Habermas utiliza esta nueva forma de postconvencionalismo metateórico para proponer una nueva pragmática universal de la acción comunicativa que, a pesar del fracaso metodológico del socialismo científico, aporta una nueva justificación ética de los ideales utópicos marxistas, a partir de esta nueva teoría metainstitucional de la acción.

Evidentemente la reconstrucción marxista del materialismo histórico introdujo errores metodológicos irrepetibles, que ya fueron denunciados por Karl Popper. Pero, a pesar de todo, la teoría marxista de la actividad filosófica como crítica a las ideologías aporta un método estructuralista de contraposición entre los intereses ocultos y los fines manifiestos, que puede ser objeto de una investigación psicoanalítica de pretensiones explicativas aún más amplias por la que se pone de manifiesto la esencia ética oculta tras los fenómenos sociales. Aunque para conseguir este objetivo se tiene que radicalizar la inversión que el joven Marx ya estableció entre teoría y praxis, a fin de mostrar cómo la superestructura cultural también puede orientar el determinismo ciego de la infraestructura económica, a partir de una ética deontológica de la comunicación como la anteriormente descrita.

En cualquier caso, la aceptación de esta crítica a las ideologías siempre debe ir acompañada de una sustitución de la ética kantiana del deber por el deber, por una nueva ética deontológica del "consensus" por el "consensus", que ahora se propone como un punto de partida para alcanzar una justificación ética de los ideales marxistas de la sociedad sin clases. Pues de este modo se podrá mostrar cómo la realización de cualquier acto de habla conlleva un reconocimiento de sus propias pretensiones de autotranscendencia moral, mediante la anticipación de un futuro lenguaje natural en sí mismo universal, que se afirma como un postulado incondicionado de su anterior concepción marxista de la actividad filosófica como crítica de las ideologías, a la vez que ese postulado también garantiza la progresiva realización de una utopía anarquista de la comunicación libre de dominio, en donde se llevaría a cabo su anterior ideal de un "consensus omnium" verdaderamente ecologista.

También se hace notar que, a pesar de todo, este nuevo marxismo utópico se sigue legitimando en nombre de un futurismo ético con motivaciones exclusivamente deontológicas, sin darse cuenta de que de este modo se introduce un posconvencionalismo abstracto con efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, para el inestable equilibrio ecológico existente en la naturaleza.

En efecto, en la misma medida en que se fomenta una actitud exclusivamente deontológica se tiene que prescindir de un modo irresponsable de las consecuencias secundarias y de los fines ocultos, que se pueden derivar de un modo extrateórico y teleológico de su aplicación a un determinado "a priori" situacional, cuando lo único que se consigue de este modo es introducirse en un orden eudemonista de necesidades económicas en sí mismo antiecológico, que sólo puede estar motivado por una decisión irracional en sí misma irresponsable e incapaz de incrementar nuestra competencia técnica para afrontar la actual crisis ecológica.

Esta posible objeción se hace aún más patente cuando, en un momento ulterior, Habermas utilizó esta nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa para llevar a cabo una crítica a las antiutopías políticas, que con frecuencia se hacen presentes en los actuales ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca existente en la sociedad postindustrial. Pues opina que todos estos ecosistemas son los causantes principales de la permanente situación de libertad vigilada y de ininterrumpida sospecha criminal, que se vive hoy día en el estado democrático de derecho, sin que se confíe verdaderamente en la responsabilidad personal de los ciudadanos para llevar a cabo todas estas posibles formas de participación social.

Motivo por el cual Habermas propone una progresiva sustitución de todas estas posibles formas de comunicación libre de dominio, que está basada en un principio normativo de expresabilidad exclusivamente "consensuada" en común sin tener en cuenta otras posibles intenciones estratégicas, o simplemente teleológicas, que también se pueden hacer presentes de un modo maquiavélico o simplemente neodarwinista en el "a priori" situacional en el que se lleva a cabo la acción.

De este modo se espera mostrar cómo la realización de cualquier acción comunicativa conlleva la anticipación de una utopía anarquista de la comunicación libre de dominio, que se legitima por el seguimiento imperativamente categórico de una ética formal autónoma del "consensus" por el "consensus". Pues se considera que éste es el único sistema con que se puede evitar la posterior aparición de inevitables relaciones de dominación y coacciones fácticas que, en su opinión, acompañan a la implantación de una triple división de poderes por parte de un estado democrático de derecho. Aunque también se hace notar que, a pesar de todo, estas nuevas éticas formales de la convicción, o de la buena intención subjetiva, siguen fomentando una creciente desprotección jurídica por motivos exclusivamente autoemancipadores, sin darse cuenta de que de este modo también se introduce un postconvencionalismo abstracto con efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, al menos para los más débiles e infradotados.

En efecto, en la misma proporción que este proceso de autoemancipación se impone a base de "consensus" imperativamente categóricos, en la misma proporción se dejan de tener en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos, que se podrían descubrir si se hiciera una interpretación simplemente hipotética o convencional, en razón del "a priori" situacional en el que tienen lugar. Hasta el punto de que lo único que se consigue de este modo es introducir un orden heterónomo  de prioridades libertarias en sí mismo anarquista, que sólo puede estar motivado por una decisión irracional en sí misma irresponsable, en la medida que no incrementa nuestra competencia comunicativa institucional para afrontar nuestra actual crisis ecológica.

Finalmente, esta reiterada objeción se hace aún más patente cuando Habermas utiliza el nuevo postconvencionalismo metateórico para localizar aquellas situaciones ideales de diálogo racional que permiten localizar su anterior Trilema de la acción iatrogénica por el recurso a un principio kantiano de universalidad ética (U), pero semióticamente transformado. Pues se piensa que una versión semiótica de este principio se encuentra sobreentendida tras la metanorma procesual que, como ahora se ha visto, permite denunciar las situaciones límite de supervivencia en sí mismas irresponsables y suicidas, que a su vez pueden generar un postconvencionalismo abstracto, cuando no tiene en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos que pueden haber motivado su implantación en un determinado "a priori" situacional.

Aunque se hace notar cómo, a pesar de todo, estas situaciones ideales de diálogo siguen fomentando una actitud de falsa modestia autovalorativa por motivos exclusivamente metaéticos, sin darse cuenta de que de este modo se introduce un postconvencionalismo abstracto con efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, que paradójicamente hace que estas posturas se autodescalifiquen a sí mismas.

En efecto, en la misma proporción en que estas futuras situaciones ideales de diálogo se siguen afirmando por motivos exclusivamente postconvencionales, dejan de tener en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos, que se derivan de su posterior aplicación preconvencional, o simplemente convencional, en razón del "a priori" situacional tan aporético en el que tiene lugar. Hasta el punto de que lo único que se consigue es perpetuar un orden convencional de prioridades preconvencionales en sí mismas obscurantistas, que sólo puede estar motivado por una decisión irracional que se autodescalifica a sí misma, por cuanto tampoco permite incrementar su vigencia autoemancipadora para afrontar de un modo intrahistórico nuestra actual crisis ecológica.

Habermas tuvo que reconocer que estos distintos usos de la racionalidad consensual-comunicativa fomentan un postconvencionalismo metateórico que tampoco pueden evitar la posterior de otros posibles efectos iatrogénicos igualmente suicidas, pues fomentan una praxis postcultural en sí misma irresponsable, que está basada en el uso exclusivo de imperativos categóricos absolutamente "libres de la carga de la acción", sin tener en cuenta el "a priori" de la situación en donde se lleva acabo la acción.

Apel le reconoce a Habermas el indudable mérito de localizar la estrategia postcultural que permite invertir la ilimitada capacidad de reserva de que hoy día se hace gala en cualquier "a priori" situacional, mediante el recurso a una metanorma procesual del "consensus" que da entrada a un principio normativo de expresabilidad recíproca ilimitadamente compartida. De igual modo que también fue el primero en insistir en la necesidad de tener en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos que acompañan a la aplicación de esta metanorma procesual por cuanto da lugar a una posterior aplicación abstracta de su anterior principio de expresabilidad con efectos iatrogénicos igualmente contraproducentes que pueden acabar produciendo una crisis de fundamentación aún más aguda que la anterior crisis ecológica.

A pesar de todos estos aciertos de planteamiento, Apel opina que Habermas fue incapaz de advertir la peculiar relación de mutua complementariedad que ahora se establece entre estas dos formas de racionalidad consensual-comunicativa y estratégico-teleológica, ya que ambas son necesarias para poder anticipar los fines ocultos que pueden acompañar a la posterior aparición de ciertos efectos secundarios en un determinado "a priori" situacional, sin que por ello se tenga que renunciar al carácter deontológico que ahora también reivindica el seguimiento imperativamente categórico de la metanorma procesual por la que se regula este nuevo principio de expresabilidad.

En cualquier caso Habermas nunca cumplió un requisito que se había propuesto su propia pragmática universal de la acción comunicativa, a fin de evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto con efectos iatrogénicos aún más irresponsables. Pues su propuesta de fomentar la aplicación compartida de una nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa tampoco consigue localizar un procedimiento postcultural verdaderamente válido que consiga incrementar su capacidad técnica, su competencia comunicativa y su vigencia autoemancipadora, para localizar las consecuencias secundarias y los fines ocultos que se pueden derivar de su aplicación en un determinado "a priori" situacional.

A este respecto se hace notar que Habermas tampoco legitimó ningún complemento estratégico-teleológico que garantice la autotranscendencia moral que ahora se atribuyen a sí mismos los distintos "consensus" intrahistóricos, cuando pretenden evitar los posteriores efectos iatrogénicos en sí mismos suicidas que ellos mismos pueden producir cuando no ejercen un control recíproco verdaderamente normativo sobre los efectos secundarios y los fines ocultos que se pueden derivar de su aplicación en un determinado "a priori" situacional.

Evidentemente Habermas no rechaza la posibilidad de ejercer esta nueva forma de autocontrol tecnocrático sobre las consecuencias de nuestras propias decisiones colectivas, pero opina que se tiene que recurrir a "consensus" fácticos en sí mismos convencionales y falibles, que sólo pueden garantizar su propia autotranscendencia moral, si imponen de un modo imperativamente categórico su inicial elección y su posterior libre seguimiento por parte de todos, con independencia de sus posteriores consecuencias y fines ocultos, que se pueden derivar de su aplicación en un determinado "a priori" situacional. Hasta el punto que esta nueva estrategia postcultural siempre se acaba autodescalificando a sí misma, por fomentar un recurso abusivo a imperativos categóricos en sí mismos abstractos, que no pueden cumplir en ningún caso el cometido concreto que se les había confiado.

Habermas fue incapaz de evitar el Trilema de la acción iatrogénica que él denunció. Hasta el punto que en su última época él mismo autodescalificó su propia pragmática universal de la acción comunicativa, por necesitar completarla con criterios estratégico-teleológicos en sí mismos convencionales y falibles, que sólo se pueden justificar de dos modos igualmente contraproducentes: O bien se afirman de un modo imperativamente categórico, con un carácter metateórico en sí mismo abstracto que resulta posteriormente irresponsable en sus posteriores aplicaciones prácticas; o bien se afirman de un modo hipotético-deductivo con un carácter práctico absolutamente dependiente del "a priori" situacional en que se aplican, pero sin poder garantizar la autotranscendencia universal que ahora les exige de un modo teórico su propia teoría postcultural basada en su anterior metanorma procesual del "consensus".

Por este motivo, en su última época Habermas tuvo que reconocer el fracaso de su nueva pragmática universal de la acción comunicativa cuando pretendió alcanzar una fundamentación postconvencional a partir de principios metaéticos en sí mismos infalibles, pero, en la práctica, tuvo que seguir recurriendo a criterios convencionales y falibles que le exigieron revisar la validez de la estrategia postcultural ahora propuesta. Pues si se demuestra que estos principios postconvencionales son incapaces de evitar la posterior aparición de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica, además de producirse una crisis ecológica aún más aguda, también se tendrá que volver a replantear una crisis de fundamentación aún más aporética, ya que se tendrá que revisar si verdaderamente estos nuevos principios postculturales son capaces de superar su anterior trilema del Barón de Münchhausen; o si, por el contrario, vuelven a recurrir a un proceso de fundamentación dogmática en sí mismo irresponsable y suicida.

Aunque Apel hace notar que este nuevo postconvencionalismo metateórico pudo haber evitado la posterior aparición de esta nueva crisis de fundamentación aún más aporética. Pues, en cualquier caso, tuvo que haber reconocido que esta nueva racionalidad consensual-comunicativa ha localizado una metanorma procesal del "consensus", mediante la cual se incrementa ilimitadamente el conocimiento reflexivo que todos los interlocutores sociales tienen de la autotranscendencia moral de sus propias acciones comunicativas. Hasta el punto que ahora se describe esta situación inicial de permanente reserva estratégica, como un "a priori" normativo, que a su vez debe ser superado por el sistemático recurso a un principio teleológico de expresividad cada vez más compartida.

Evidentemente la ética discursiva de Habermas sigue tropezando con dificultades crecientes, que le obligan a relativizar el valor teleológico de este nuevo principio de expresabilidad cada vez más compartida, por cuanto sólo puede superar esa situación inicial de permanente reserva estratégica si recurre a criterios normativos en sí mismos abstractos, que fomentan una crisis ecológica en sí misma suicida e irresponsable; y además dan lugar a una crisis de fundamentación aún más aporética y autodescalificadora.

Por este motivo Apel opina que Habermas hace bien en autolimitar sus propias pretensiones de capacidad técnica, de competencia comunicativa y de vigencia autoemancipadora, a fin de fomentar una terapia postcultural aún más consecuente con la futura aplicación teleológica de su nueva metanorma procesal. Pues sólo así se podrá evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto que pretende resolver todos los problemas vitales por el recurso abusivo a imperativos categóricos que prescinden de las consecuencias secundarias y fines ocultos que ellos mismos pueden producir, cuando en realidad su anterior metanorma procesal pretende fomentar el futuro hallazgo de "consensus" cada vez más abierto desde el punto de vista material y formal, que también tengan en cuenta estas posteriores consecuencias y fines secundarios.

A pesar de esta coincidencia respecto a su nueva actitud postconvencional, Apel opina que Habermas se equivoca radicalmente cuando valora despectivamente su propia terapia postcultural, basada en una aplicación teleológica de la norma procesal por la que se regula su anterior principio de expresabilidad compartida. Pues es cierto que nunca conseguiremos "consensus" plenamente universales, en los que se alcance un acuerdo completo, que abarque también las consecuencias secundarias y los fines indirectos a los que puede dar lugar. Pero de todos modos se debe reconocer que esta nueva terapia teleológica es el único procedimiento capaz de otorgar a una acción libre humana la autotranscendencia moral que realmente le corresponde en razón de su capacidad reflexiva para dotarse a sí misma de un sistema normativo de autocontrol recíproco sobre el efectivo cumplimiento de la jerarquía de fines y de prioridades estratégicas que con anterioridad se han establecido.

3) Frente a estas dos posturas igualmente dubitativas, Apel propone un postconvencionalismo aún más radical, que considera que afirma c de un modo aún más incondicionado sus propios ideales metateóricos. Pues opina que sólo así se podrá advertir la necesidad de autolimitar sus posteriores pretensiones de aplicación práctica intrahistórica, en la misma medida en que pueden tener efectos iatrogénicos aún más contraproducentes, pero sin que en ningún caso el reconocimiento de esta debilidad falibilista, que es inherente a su propia condición postmoderna, suponga una relativización de sí misma, o una autodescalificación de sus anteriores ideales postconvencionales que ahora, por el contrario, salen aún más reforzados.

En cualquier caso el postconvencionalismo radical de Apel rechaza el convencionalismo decisionista de Popper y sus seguidores por cuanto adolece de unas limitaciones internas de fundamentación teórica que le llevan a relativizar sus propias propuestas racionalistas-críticas de superación de la crisis ecológica cuando, en su opinión, ésta es la única estrategia preventiva capaz de ejercer un control recíproco sobre las posteriores consecuencias secundarias que se pueden derivar de la aplicación de un determinado acuerdo intrahistórico en nuestro específico "a priori" situacional.

Por otra parte, el postconvencionalismo radical de Apel rechaza el postconvencionalismo metateórico de Habermas, por opinar que adolece de limitaciones externas de aplicación práctica que le llevan a autodescalificar la norma procesal del "consensus" mediante la que se espera superar su inicial crisis de fundamentación aún más aporética. Cuando, según Apel, esta metanorma procesal es la única terapia teleológica válida que es capaz de valorar la autotranscendencia moral de una acción libre humana, en razón del sistema normativo de control recíproco de que ella misma se dota, para verificar el posterior cumplimiento de una determinada jerarquía de fines y prioridades estratégicas que previamente se han establecido en común.

En ambos casos Apel rechaza el uso unilateral que estas dos corrientes de pensamiento c e postmoderno hacen de la racionalidad estratégico teleológica y de la racionalidad consensual-comunicativa, sin darse cuenta de que ninguna de ellas por separado es capaz de superar la crisis ecológica que ahora origina este nuevo Trilema de la acción iatrogénica. De igual modo que tampoco evita la crisis de fundamentación que ahora se vuelve a generar de un modo aún más aporético por la posterior reaparición de su anterior Trilema del Barón de Münchhausen.

A este respecto se pone de manifiesto que Popper y Habermas terminaron relativizando y autodescalificando sus propias posturas éticas por cuanto fomentaron el recurso abusivo a imperativos hipotéticos, o simplemente categóricos, con una exclusión sistemática de cualquier otra alternativa. Cuando en realidad ambas posibilidades son mutuamente compatibles entre sí si autolimitan sus propias pretensiones de validez preventiva y terapéutica, y se afirman en nombre de imperativos simplemente convencionales que pueden ser objeto de un doble uso preventivo y a la vez terapéutico, sin negar en ningún caso el fundamento postconvencional último por el que ambos se legitiman de un modo... (?)(p. 61).

En cualquier caso Apel legitima este nuevo radicalismo postconvencionalista en las conclusiones alcanzadas en su anterior pragmática transcendental de la acción libre humana. Pues fue entonces cuando se comprobó que los mismos ideales incondicionados en los que se fundamenta su anterior teoría postconvencional del método, posteriormente fomentan una aplicación indiscriminada de distintas estrategias heurísticas, sin darse cuenta de que pueden originar una doble crisis, ecológica y de fundamentación, aun más contraproducente.

Pero, a pesar de la posterior aparición de esta doble crisis Apel se reafirma en sus anteriores ideales postconvencionales de un modo aún más radical, por opinar que éste es el único sistema en que se puede apreciar la posterior aparición de un nuevo Trilema de la acción iatrogénica que a su vez exige una autolimitación de sus anteriores pretensiones intrahistóricas de realización práctica. Pues sólo así se puede evitar la posterior relativización y autodescalificación de estos mismos criterios preventivos y terapéuticos, sin que haga su aparición una formulación aún más aporética de su anterior Trilema del Barón de Münchhausen.

A este respecto Apel sigue manteniendo la validez arquitectónica de estas dos estrategias preventivas y terapéuticas, propuestas por el convencionalismo decisionista de Popper y por el postconvencionalismo metateórico de Habermas, a fin de evitar la posterior aparición de este nuevo Trilema de la acción iatrogénica. Pues opina que ambas son absolutamente imprescindibles para eludir la subsiguiente aparición de una crisis ecológica que, en caso de darse, daría lugar a una crisis de fundamentación aún más aporética. Hasta el punto que obligaría a cuestionarse la propuesta postconvencional para superar su anterior Trilema del Barón de Münchhausen, en la medida en que se comprueba que se ha recurrido a un proceso de fundamentación en sí mismo irresponsable y suicida, que no hace virtuoso el círculo vicioso.

Pero, a pesar de mantener la validez arquitectónica de ambos planteamientos, Apel considera que ninguno de ellos es plenamente autosuficiente. Por el contrario, ahora se necesita una compleja articulación interna entre ambos, a fin de proponer una nueva ética ecologista de situación, que se describe como la única solución racional posible capaz de ejercer un control preventivo sobre la posterior aparición de una crisis ecológica aún más aguda, sin dar lugar a una subsiguiente crisis de fundamentación aún más aporética.

En efecto, ahora se comprueba que esta doble crisis puede ser producida por una terapia teleológica simplemente abstracta, cuando deja de autolimitar las pretensiones intrahistóricas de realización universal de su anterior principio normativo de expresabilidad intencional compartida, sin darse cuenta de que su posterior aplicación puede resultar en sí misma contraproducente, en la medida en que se lleva a cabo en un "a priori" situacional en sí mismo aporético, que mantiene una ilimitada capacidad de reserva de la intención última de lo que se dice o hace.

Pero, a pesar de esta autolimitación de tipo práctico, la ética ecologista de situación de Apel reclama un fundamento pragmático-transcendental aún más incondicionado que la pragmática universal de Habermas. Pues ahora esta nueva fundamentación postconvencional se reivindica en nombre de una nueva forma de racionalidad reflexivo-metateórica aún más radical, que se legitima en nombre de un discurso absolutamente "libre de la carga de la acción", sin tener en cuenta el "a priori" situacional en que se lleva a cabo. A la vez que se tiene en cuenta este "a priori" de la situación a fin de limitar desde un punto de vista práctico el autoalcance intencional interno que una acción humana atribuye a sus propias pretensiones intrahistóricas de autotranscendencia moral, por ser éste el único modo en que se puede evitar que ella misma se relativice o autodescalifique indiscriminadamente.

Sólo por el recurso a esta nueva forma de postconvencionalismo aún más radical, se pudo poner de manifiesto que esta nueva forma de racionalidad reflexiva-metateórica tampoco se puede legitimar a partir de otra forma de racionalidad anterior aún más específica, sino que se tiene que legitimar por sí sola, o, por el contrario, se tiene que relativizar o autodescalificar absolutamente. Hasta el punto de que sus anteriores ideales ecologistas ya sólo se pueden legitimar a partir del uso exclusivamente teórico que ahora se hace de una metanorma procesal por la que se regula su anterior principio de expresabilidad de Searle, con absoluta independencia de la ilimitada capacidad de reserva de las intenciones últimas que simultáneamente se otorga al "a priori" de la situación en que tiene lugar.

Aunque de todos modos Apel reconoce que esta nueva ética ecologista de situación tampoco debe prescindir de las consecuencias secundarias y de los fines ocultos que pueden acompañar a la posterior aplicación de aquella metanorma procesal del "consensus" en un determinado "a priori" situacional por ser ésta la única forma de eludir la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto igualmente contraproducente.

Por este motivo esta nueva forma de racionalidad reflexivo-metateórica admitió el complemento que ahora aportan estas otras dos formas de racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, a pesar de que ahora utilizan criterios meramente convencionales que admiten su dependencia absoluta respecto al "a priori" situacional en que tienen lugar. Pues se opina que estos acuerdos simplemente convencionales son susceptibles de una doble interpretación imperativo hipotética y a la vez categórica, que los hace mutuamente articulables entre sí.

En efecto, la racionalidad estratégico-teleológica puede utilizar estos acuerdos simplemente convencionales con una finalidad exclusivamente preventiva, para ejercer un control racionalista-crítico sobre sus posteriores consecuencias secundarias. Pero a la vez debe evitarse que ellos mismos se autorrelativicen, por alcanzar sólo un valor hipotético-cognictivo igualmente falible, que fomenta un indiscriminado uso egoísta en sí mismo insolidario, hasta llegar a producir una verdadera crisis ecológica de proporciones indescriptibles.

Por este motivo la racionalidad estratégico-teleológica debe ser compatible con un nuevo principio normativo de expresabilidad intencional compartida, que a su vez ponga límites a sus propias pretensiones preventivas de autoprotección mutua cada vez más insolidaria. Pues sólo así se podrá otorgar un mínimo valor normativo simplemente convencional a sus propios imperativos hipotéticos, a fin de contrarrestar de este modo la ilimitada capacidad de reserva que ahora se posee en el "a priori" situacional en que se llevan a cabo.

En efecto, sólo si se admite este principio normativo de expresividad, también se podrá poner límites al neutralismo libre de valores que la teoría postconvencional del método atribuye al uso común de determinadas convenciones semióticas cuando en realidad se han propuesto con una intencionalidad compartida en común. A la vez que se podría otorgar un valor normativo concreto, capaz de dar un cierto valor prescriptivo legal a sus propios criterios discursivos simplemente convencionales, sin que ello sea obstáculo para que sigan aplicando con un valor preventivo simplemente hipotético, a fin de evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún mas contraproducente.

Por otro lado, la racionalidad consensual-comunicativa también puede utilizar estos acuerdo simplemente convencionales con una finalidad terapéutica aún más autoemancipadora, por cuanto han sido objeto de una metanorma procesal del "consensus" que a su vez permite fijar la autotranscendencia moral que se debe atribuir a una determinada jerarquía de valores normativos. A la vez que se debe evitar que ellos mismos se autodescalifiquen, por imponerse con un valor imperativo categórico en sí mismo incondicionado que puede llegar a producir una crisis de fundamentación aún más aporética, al comprobar que, de este modo, se fomenta un uso irresponsable aún más suicida.

Por este motivo la racionalidad consensual-comunicativa debe hacerse cargo de cómo se lleva a cabo en un "a priori" situacional en sí mismo aporético, que le exige autolimitar sus propias pretensiones terapéuticas de autoemancipación intrahistórica, pues sólo así se podrá otorgar un valor cognictivo simplemente convencional a sus propios imperativos categóricos, a fin de contrarrestar de este modo la ilimitada capacidad normativa que ahora se atribuye a un principio de expresividad intencional compartida.

En efecto, sólo si se advierte la ilimitada capacidad de reserva que se posee en cada "a priori" situacional, también se podrá poner límites al valor incondicionado que la teoría metainstitucional de la acción atribuye de un modo imperativamente categórico a la aceptación en común de ciertas convenciones antropológicas en sí mismas necesarias, cuando en realidad pueden esconder intenciones ocultas. A la vez que se les podrá otorgar un valor cognictivo intrahistórico en sí mismo revisable, capaz de explicar cómo sus respectivas terapias teleológicas sólo alcanzan un valor imperativo hipotético, sin que ello sea un obstáculo para que se sigan postulando con un valor normativo en sí mismo incondicionado, a fin de evitar la posterior aparición de una crisis de fundamentación aún más aporética.

En cualquier caso esta nueva ética ecologista de situación necesita admitir un doble complemento intrahistórico, de naturaleza preventiva y a la vez terapéutica, que se legitima en nombre de una racionalidad estratégico-teleológica o consensual-comunicativa similar a la... (?)(p. 66) propuestos por Popper y Habermas desde puntos de vista opuestos, sin conseguir justificarlos plenamente en ningún caso. Por el contrario, Apel espera fundamentar de este modo algunos criterios racionalista-críticos, o simplemente consensuados en común, que se legitiman por la ilimitada capacidad prescriptivo-legal de un principio normativo de expresividad intencional compartida, a pesar de la ilimitada capacidad de reserva que simultáneamente se atribuye a su respectivo "a priori" situacional.

Evidentemente, en el caso de Apel, la mediación de este "a priori" situacional y de este nuevo principio de expresividad consigue eludir la posterior relativización o simple autodescalificación de sus respectivos criterios discursivos. Pues ahora no se da lugar a una falacia naturalista en la que se introduce un paso indebido del ser al deber, o del hecho irrebasable del lenguaje a la norma convencional concreta que está vigente en un determinado "a priori" situacional. Hasta el punto que este "a priori" situacional ahora se describe como un "a priori" normativo, que a su vez se afirma como una condición de posibilidad normativa de la posterior derivación de cualquier norma ética.

A este respecto Apel hace notar que este "a priori" de la situación se encuentra indisolublemente unido, por simple contraste con un principio normativo de expresividad intencional compartida similar al propuesto por Searle, para evitar que se relativicen, o simplemente autodescalifiquen, los mecanismos de interacción recíproca admitidos en un determinado "a priori" situacional. Hasta el punto que este nuevo "a priori" igualmente normativo permite que estos criterios convencionales se puedan interpretar como simples imperativos hipotéticos, o simplemente categóricos, que eluden por simple acuerdo la ilimitada capacidad de reserva de sus respectivos "a priori" situacionales.

En efecto, este "a priori" normativo admite la aplicación posterior de una doble estrategia postcultural que contrarresta esa ilimitada capacidad de reserva por el recurso a unos criterios racionalistas-críticos, o a una metanorma procesal del "consensus" que previamente ha sido consensuada en común. Pues de este modo se puede seguir aspirando a la progresiva consecución de sus anteriores ideales postconvencionales en sí mismos ecologistas, sin dejar de ejercer un control intrahistórico aún más exhaustivo sobre sus posteriores efectos secundarios y fines ocultos, que acompañan a su posterior realización práctica en un determinado "a priori" situacional.

En cualquier caso Apel opina que su "a priori" de la situación se puede considerar como un principio normativo que, por motivos estrictamente éticos, admite su posterior inversión en aras de un principio normativo que, por motivos estrictamente éticos, admite su posterior inversión en aras de un principio normativo de expresabilidad intencional recíproca. Pues sólo así se consigue transformar la ilimitada capacidad de reserva de la que dispone cada sujeto en el diálogo en que se participa, a favor de una capacidad igualmente ilimitada de comunicación intersubjetiva de las distintas dimensiones locutivas, ilocutivas y perlocutivas del lenguaje, siempre que para ello se utilice una estrategia postcultural adecuada, como la que ahora proponen estas dos formas de racionalidad estratégico teleológica y consensual-comunicativa.

Por este motivo la ética ecologista de situación tuvo que admitir la necesidad de dos complementos convencionales de naturaleza estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, que a su vez le permiten ejercer un control recíproco sobre las consecuencias secundarias y los fines ocultos que pueden acompañar a la implantación de un determinado ecosistema tecnocrático de autoprotección recíproca en un determinado "a priori" situacional.

Aunque la aceptación de este ecosistema tecnocrático siempre es compatible con la aceptación inicial de sus anteriores ideales postconvencionales en sí mismos ecologistas. Pues este es el único sistema con que se pueden legitimar estas dos formas posibles de racionalidad autocríticamente diferenciadas, a partir de una previa racionalidad reflexivo-metateórica, que ahora se justifica a partir de un discurso absolutamente "libre de la carga de la acción". Hasta el punto que no se puede dar crédito a ninguna de las realizaciones intrahistóricas de estas otras dos formas especiales de racionalidad simplemente convencional, sino que se presupone la aceptación de aquella otra forma aún más fundamental.

Apel admite el recurso simultáneo a estas formas de racionalidad reflexivo-metateórica y autocríticamente-diferenciada, que a su vez se desdobla en estas otras dos formas de racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, anteriormente descritas. Pues se considera que todas estas formas de racionalidad se deben orientar por dos principios fundamentales de universalización (U) y de complementariedad (C), que a su vez son mutuamente compatibles entre sí.

En efecto, la racionalidad reflexivo-metateórica se debe orientar por un principio de universalización (U) metateórica, por el cual se anticipa una futura situación ideal en la que se lograría un "consensus omnium" definitivo de imposible consecución en unas condiciones reales de aplicación. A la vez que la racionalidad autocríticamente diferenciada de hecho se orienta por un principio de complementariedad(C) decisionista, por el que se alcanzan "consensus" parciales simplemente convencionales que, a su vez, tienen en cuenta las condiciones reales de aplicación que rodean a su respectivo "a priori" situacional. Hasta el punto que adoptan una actitud exclusivista, o por el contrario abstracta, entre los distintos fines subjetivos y las consecuencias secundarias que se pueden derivar de su posterior aplicación práctica, sin poder tener en cuenta a ambas simultáneamente.

En cualquier caso esta nueva racionalidad autocríticamente diferenciada da lugar a dos nuevas formas de racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, en razón del doble uso imperativamente hipotético y categórico, que se puede hacer de estos "consensus" convencionales simplemente abstractos en los que provisionalmente se prescinde del fin último por el que se realiza la acción, así como de las posteriores consecuencias secundarias que se pueden derivar de su consiguiente aplicación práctica.

A este respecto Apel opina que a estos acuerdos convencionales se les puede atribuir indistintamente un valor hipotético, o simplemente categórico, según se utilicen con fines preventivos, o simplemente terapéuticos. Ya que en un caso se podrán utilizar con la intención de ejercer un control hipotético sobre sus posteriores consecuencias secundarias; o, por el contrario, se pueden proponer para otorgar un valor imperativo a la jerarquía de valores normativos que se van a seguir en un determinado "a priori" situacional.

Pero con independencia del uso posterior que se haga de estos "consensus" convencionales simplemente abstractos, posteriormente la racionalidad reflexivo-metateórica tiene que autolimitar sus propias pretensiones de autotranscendencia moral que ahora se atribuye a sí misma esta nueva forma de racionalidad autocríticamente diferenciada, sin darse cuenta de que prescinde de elementos esenciales para justificar su propio autoalcance intencional interno.

En efecto, siempre se podrá demostrar que a estos acuerdos convencionales se les otorga un valor hipotético-cognictivo, o estrictamente imperativo-categórico, en la medida en que prescinden del finque persiguen o de sus posteriores consecuencias secundarias, sin poder evitar que ellos mismos se autorrelativicen, o simplemente se autodescalifiquen indiscriminadamente, por no haber autolimitado su propio autoalcance intencional interno.

Apel reconoce así que su nueva ética ecologista de situación se legitima en nombre de una pragmática transcendental del discurso argumentativo que, como antes se vio, siempre debe estar abierta a unos "consensus" metainstitucionales cada vez más universales, tanto desde el punto de vista material como formal, pues sólo así se puede postular la futura consecución de una comunidad ideal de comunicación cada vez más ecologista, en la que también se fomenta una aplicación aún más estricta de su anterior principio normativo de expresabilidad intencional compartida.

Evidentemente este principio de universalización (U) sólo puede reivindicar una autotranscendencia moral simplemente metateórica, por cuanto por sí sola tampoco puede tener en cuenta las condiciones reales de aplicación que rodean a la ilimitada capacidad de reserva que ahora se otorga a un determinado "a priori" situacional. Hasta el punto de que ahora también se debe admitir el recurso complementario a una teoría postconvencional del método, que permita tener en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos que puede acompañar a su posterior aplicación práctica en un determinado contexto histórico, por se este el único sistema en que se puede evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto aún más contraproducente.

A este respecto Apel está totalmente conforme con Habermas en la necesidad de completar su anterior ética ecologista de situación con una teoría postconvencional del método que permita tener en cuenta las posteriores consecuencias secundarias y los fines ocultos que pueden acompañar al uso en común de unas mismas convenciones antropológicas. Hasta el punto de tener ahora que admitir el recurso compartido a un principio intrahistórico de complementariedad (C) decisionista que, a su vez, puede ser objeto de un doble uso estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, según permita la posterior aparición de estas nuevas consecuencias secundarias o fines ocultos.

Además, ambos están de acuerdo en que este nuevo principio de complementariedad decisionista (C)= sólo puede adoptar una actitud exclusivista ante el posible conocimiento de estas consecuencias secundarias y fines ocultos, por cuanto sólo puede conocer uno de ellos en la medida en que hace una valoración hipotética, o simplemente categórica, de sus propias conclusiones, sin posibilidad de tener en cuenta el otro punto de vista. Hasta el punto de que Popper y Habermas llegaron a relativizar, o simplemente autodescalificar, las conclusiones alcanzadas por este principio de complementariedad decisionista (C), por cuanto le exigen adoptar una actitud abstracta ante su otro punto de vista complementario, sin poder evitar los efectos iatrogénicos de tipo insolidario, o irresponsable, que acompañan al uso unilateral de imperativos hipotéticos o categóricos.

Pero a pesar de admitir las formulaciones que Popper y Habermas propusieron de este nuevo principio de complementariedad decisionista (C), Apel difiere radicalmente en la descalificación tan indiscriminada que ambos autores hacen de sus posteriores aplicaciones prácticas. Pues en su opinión la racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa no tienen por qué relativizar sus conclusiones, o simplemente autodescalificarlas, por el simple hecho de que adoptan un planteamiento abstracto ante su punto de vista complementario. Sino que más bien deben autolimitar su respectiva validez hipotético-cognictiva, o simplemente prescriptivo-legal, por cuanto siempre se pueden valorar desde el punto de vista contrario, a fin de atribuirles el valor estrictamente convencional que le corresponde en su respectivo "a priori" situacional.

En cualquier caso Apel opina que se debe autolimitar la autotranscendencia moral y el autoalcance intencional interno que se atribuye a los criterios discursivos que se legitiman por est nuevo principio intrahistórico de complementariedad decisionista (C) por el que se alcanzan "consensus" parciales simplemente convencionales. Pues este principio siempre hace un uso abstracto de la racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, sin tener en cuenta el punto de vista contrario, y sin poder evitar la posterior aparición de efectos iatrogénicos en sí mismos insolidarios, o irresponsables, por dejar de tener en cuenta la mediación que sobre él ejercen coacciones fácticas y relaciones de dominación que a su vez pueden producir consecuencias secundarias y fines ocultos en sí mismos contraproducentes.

Pero el inevitable uso abstracto que se hace de estas dos formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas, en ningún caso debe llevar a una indiscriminada relativización, y posterior autodescalificación de sus ulteriores aplicaciones prácticas. Pues si bien es cierto que pueden generar actitudes en sí mismas insolidarias e irresponsables, también es verdad que se pueden producir actitudes aún más contraproducentes, si no se utilizaran para contrarrestar los efectos iatrogénicos de signo contrario. Por eso, más que infravalorarlos despectivamente, lo que se tiene que hacer es autolimitar el valor efectivo de sus posteriores aplicaciones prácticas, fijando con precisión cuál es la autotranscendencia moral y el autoalcance intencional interno.

En definitiva, Apel utilizó esta sistemática articulación entre estos dos principios de universalización (C) y de complementariedad (C), para elaborar una nueva ética ecologista de situación en la que se introduce un ininterrumpido entreveramiento entre las situaciones ideales anticipadas por su nuevo principio normativo de expresividad intencional recíproca; y, por otro lado, las limitaciones prácticas de tipo discursivo que acompañan a su posterior realización concreta en un determinado "a priori" situacional, dado que no se pueden conocer simultáneamente las consecuencias secundarias y los fines ocultos a que da lugar. Hasta tal punto que ahora no caber una solución única a su anterior crisis ecológica, o a su posterior crisis de fundamentación, sino más bien ilimitadas soluciones prácticas, que tienen que ser decididas por cada sujeto particular a la vista del "a priori" situacional en que se encuentra.

En cualquier caso Apel desarrolló un nueva ética ecologista de situación a lo largo de cinco momentos sucesivos. En un principio, todavía en el último capítulo de su obra anterior, La transformación de la filosofía, se comprueba la necesidad de fundamentar su nueva propuesta ecologista en una nueva metaética postconvencional de principios aún más radical que, a diferencia de Habermas, autolimita sus propias pretensiones de realización intrahistórica, a fin de evitar una autodescalificación de sí misma con consecuencias aún más perjudiciales, que pueden producir una crisis de fundamentación aún más aporética.

Pero posteriormente, en una nueva obra publicada en 1986, titulada Estudios éticos, Apel también propuso cuatro desarrollos complementarios de esta nueva ética, a fin de contrarrestar el paradójico "a priori" situacional en que se lleva a cabo por el recurso a un principio normativo de expresabilidad intencional compartida mediante el que se espera localizar una nueva estrategia postcultural de tipo preventivo, o simplemente terapéutico, que evite la posterior aparición de una crisis ecológica aún más irreversible.

1) En efecto, en el último capítulo de la Transformación de la filosofía se propuso una nueva metaética postconvencional de principios aún más radical que la de Popper y Habermas, mediante la cual se espera eludir la crisis ecologista y la subsiguiente crisis de fundamentación aún más aporética que ahora viene producida por su anterior pragmática transcendental del discurso argumentativo. Aunque ahora esta situación verdaderamente paradójica se ha agudizado todavía más cuando se comprueba cómo la filosofía analítica, el existencialismo y el propio marxismo han introducido distintos sistemas de complementariedad, o de integración, que se encuentran incapaces de ejercer un control eficaz sobre el ilimitado poder de destrucción y de aniquilación que hoy en día les otorga la nueva teoría postconvencional del método.

En cualquier caso, la aceptación de esta crisis ecológica ha dado lugar a una crisis de fundamentación aún más generalizada que trata de ser resuelta por Popper desde un convencionalismo decisionista que introduce una rígida separación entre el ser y el debe y entre la racionalidad estratégica y la simple ética, sin darse cuenta de que se propio neutralismo valorativo se formula desde presupuestos éticos que a su vez no pueden eludir la falacia naturalista.

Pero frente a la solución propuesta por Popper ahora se defiende una metaética postconvencional de principios aún más radical que la de Habermas, pues se piensa que después de la formulación del Trilema de la acción iatrogénica por parte de Popper ya no se puede volver a defender posturas preconvencionales, convencionales o simplemente postconvencionales que, a la larga, generan actitudes insolidarias de tipo neodarwinista y maquiavélico, o simplemente irresponsables. De igual modo que tampoco se puede superar esta crisis de fundamentación a partir de un transcendentalismo minimalista de tipo lógico, o a partir de un fundamentalismo minimalista de tipo ético, que tiene un origen decisionista, o posteriores aplicaciones práctica en sí mismas abstractas.

Por este motivo Apel considera que el punto de partida de la ciencia y de la filosofía debe consistir en fomentar un postconvencionalismo ético aún más radical, que reconoce desde un principio los ideales metainstitucionales en sí mismos incondicionados, que están sobreentendidos tras el uso en común de unas mismas convenciones antropológicas en sí mismas falibles, por el mero hecho de que pueden ser objeto de una metanorma procesal del "consensus" mediante la cual se postula el futuro hallazgo de acuerdos discursivos compartidos de un modo aún más universal (U).

Aunque a diferencia de Popper y de Habermas, ahora se propone un postconvencionalismo aún más radical, sin por ello relativizar, o autodescalificar, las posteriores aplicaciones intrahistóricas de esta metanorma procesal cuando da lugar a un principio intrahistórico de complementariedad (C) decisionista por el que se alcanzan "consensus" parciales simplemente convencionales.

En efecto, sólo si se admite un principio de complementariedad decisionista (C) de este tipo, también se podrá admitir la normativa de unos acuerdos convencionales en sí mismos falsables que a su vez permiten contrarrestar los posteriores efectos contraproducentes que se pueden derivar de un postconvencionalismo abstracto en sí mismo suicida. Aunque, de todos modos, estos acuerdos convencionales también tendrán que autolimitar sus propias pretensiones de validez intrahistórica, a fin de no tener que relativizarse, o simplemente autodescalificarse, por dejar de tener en cuenta las consecuencias secundarias y los fines ocultos que se pueden derivar de su posterior aplicación práctica en un determinado "a priori" situacional, debido a la mediación que todavía ejerce el hecho en sí mismo irrebasable del lenguaje.

Pero en una obra posterior, titulada Estudios éticos, Apel completa su anterior descripción de la racionalidad reflexivo-metateórica con un posterior análisis, a lo largo de cuatro momentos sucesivos, de las distintas formas de racionalidad autocríticamente diferenciada, pues de este modo se espera justificar la posterior aplicación intrahistórica de esta misma metanorma procesal, en la medida en que da lugar a un principio de complementariedad decisionista (C), por el que se alcanzan "consensus" parciales en sí mismos convencionales.

En efecto, ahora se comprueba que, si se quiere evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto aún más contraproducente, también se tiene que recurrir a un doble tipo de racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, mediante la cual se espera localizar las consecuencias secundarias y los fines ocultos que acompañan a la inevitable aplicación abstracta, y por tanto exclusivista, de este nuevo principio intrahistórico de complementariedad decisionista (C). Pues de este modo se podrá admitir una doble interpretación imperativo-hipotética y categórica de los acuerdos simplemente convencionales alcanzados por la aplicación de dicho principio, aunque ninguna de ambas podrá abarcar simultáneamente estos dos puntos de vista tan contrapuestos.

A este respecto Apel hace notar la necesidad que tienen estas dos formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas der admitir un "a priori" situacional que pone de manifiesto la ilimitada capacidad de reserva que tiene cualquier acción libre humana sin poder evitar este posterior proceso de abstracción excluyente que le impide ser consecuente con sus propios fines, y, a la vez, tener en cuenta sus posteriores consecuencias secundarias.

De todos modos ahora también se comprueba que este nuevo "a priori" situacional no se reduce a un simple "hecho de la razón", ya sea empírico o metafísico, como antes ocurría con el hecho irrebasable del lenguaje, en cuanto configura el "a priori" de una comunidad real de comunicación. Por el contrario, ahora se trata de un "a priori" normativo que a su vez sólo se puede neutralizar si se admite también un nuevo principio normativo de expresabilidad intencional recíproca, mediante el que se espera garantizar el uso prescriptivo-legal de ciertas convencionales antropológicas, que garantizan la intercomunicación de las distintas dimensiones locutivas, ilocutivas y perlocutivas del lenguaje.

2) Precisamente en un primer momento de esta nueva obra, Estudios éticos, se comprueba la necesidad de admitir un principio normativo de expresabilidad intencional recíproca que pretende contrarrestar la ilimitada capacidad para reservar la intención última con la que se dice o se hace algo, debido al paradójico "a priori" situacional en que se lleva a cabo la acción comunicativa. Sobre todo se comprueba que nunca se pueden conocer a la vez las consecuencias secundarias y la intención última con la que se dice o se hace algo.

Sin embargo, el reconocimiento de esta necesidad siempre viene acompañada de dificultades prácticamente insuperables. Pues la aceptación de este principio de expresabilidad siempre origina un nuevo Trilema de la acción iatrogénica que, como se ha visto, resulta en sí mismo contraproducente. Pues se quiere contrarrestar la ilimitada capacidad de reserva que ahora se atribuye a este nuevo "a priori" situacional, entonces también se tendrá que admitir un triple mecanismo de intencionalidad locutiva, ilocutiva o simplemente perlocutiva que, como mostraron Grice, Austin, Searle, Strawson l Ilting, se ejerce con una finalidad cooperativa, competitiva o simplemente estratégica, sin poder evitar la referencia a unos criterios normativos de naturaleza deontológica que estos mecanismos intencionales de interacción simplemente estratégica ya no explican.

Pero, por otra parte, si se quiere hacer efectiva la aplicación de este nuevo principio normativo de expresabilidad intencional recíproca, entonces se tiene que recurrir a una nueva forma de racionalidad consensual-comunicativa, similar a la propuesta por Habermas, pues de este modo se podrá justificar la autotranscendencia moral que se atribuye a un determinado acto de habla o a cualquier acción libre humana, cuando se otorga un determinado autoalcance intencional interno, al menos en su dimensión ilocutiva, sin tener en cuenta las consecuencias secundarias que se pueden derivar de su posterior aplicación práctica.

En cualquier caso, Apel opina que ni el mecanismo de Gricem, ni los "consensus" de Habermas pudieron evitar la posterior aparición de efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, pues en ambos casos se adoptan posturas abstractas en sí mismas exclusivistas, que les impiden tener en cuenta los fines ocultos por los que se mueven unos mecanismos de intencionalidad recíproca, o las consecuencias secundarias que se derivan del seguimiento de una metanorma procesal del "consensus". Hasta el punto de fomentar en ambos casos actitudes de desconfianza mutua o de riesgo imprevisible.

De todos modos, Apel tuvo que volver a insistir en la posibilidad de una nueva formulación de este principio normativo de expresividad intencional recíproca, sin darse nunca por vencido por estas dificultades aparentemente insalvables, pues opina que este principio puede contrarrestar la ilimitada capacidad de reserva que se otorga a su respectivo "a priori" situacional, siempre que se autolimite la valoración que hace de su propio autoalcance intencional interno, pues ahora se tiene que admitir desde un principio como este principio de expresabilidad se tiene que llevar a cabo a través de una doble racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, que hacen un uso abstracto-exclusivista de su propia autotranscendencia moral, sin poder tener a la vez en cuenta las consecuencias secundarias y las intenciones ocultas que acompañan a su posterior aplicación práctica.

Sin embargo, la posibilidad de alcanzar esta nueva formulación del principio de expresabilidad ya no se puede negar, pues este mismo principio normativo aporta un argumento transcendental a favor de la ilimitada capacidad de autotranscendencia moral que se atribuye a cualquier acción comunicativa, por el mero hecho de que no se puede negar su propio autoalcance intencional interno sin dar lugar a una contradicción performativa igualmente autoevidente, que exige reconocer el indudable valor prescriptivo-legal que cualquier acto de habla, o que cualquier acción libre, se atribuye a sí misma.

De todos modos se tienen que autolimitar las pretensiones de autotranscendencia moral que ahora se atribuye a sí mismo este nuevo principio normativo de expresabilidad intencional recíproca, pues, a pesar de afirmarse con una autoalcance intencional interno cada vez más normativo, sin embargo tiene que reconocer que se lleva a cabo en un "a priori" situacional en sí mismo aporético. Hasta el punto de que se hace un uso abstracto-exclusivista de sus posteriores acuerdos discursivos, como si fueran simples imperativos hipotéticos o categóricos que sólo pueden reconocer su propia naturaleza si autolimitan sus propias pretensiones de autotranscendencia moral. Sólo así se podrán describir como simples convenciones antropológicas necesarias, que admiten este doble uso abstracto mutuamente excluyente.

3) Pero en un segundo momento de esta misma obra, Apel también reconoce la necesidad de elaborar una ética argumentativa de la responsabilidad solidaria con los destinos de la naturaleza, que pretende contrarrestar la crisis ecológica sin precedentes que hoy en día se ha producido en el "a priori" situacional en que se lleva a cabo la acción libre humana. Sobre todo cuando se comprueba que la teoría postconvencional del método incrementa ilimitadamente el poder de destrucción y aniquilación que se otorga a la ciencia y a la técnica, sin que la teoría metainstitucional de la acción tampoco pueda hacer nada efectivo por evitarlo.

Sin embargo, el reconocimiento de esta necesidad siempre ha venido acompañada de dificultades prácticamente insuperables, pues la aceptación de una ética argumentativa de este tipo origina un nuevo Trilema de la acción iatrogénica que, como se ha visto, resulta en sí mismo contraproducente. Pues si se quiere evitar la posterior aparición de una crisis ecológica como la que hoy se da en nuestro propio "a priori" situacional, entonces también se tendrá que recurrir a distintos ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca similares a los propuestos por H. Albert en su teoría de los principios puente, o por Rawls en su nueva justificación ética del capitalismo, a partir de un nuevo constructivismo eudemonista. Pero en todos estos casos tampoco se podrá evitar la referencia a otros criterios previos de justificación o de redistribución de los beneficios obtenidos que estos ecosistemas tecnocráticos ya no explican.

Por, por otra parte, si se quiere alcanzar una creciente armonización entre los intereses de todos los potenciales afectados, incluido también el bien propio de la naturaleza, entonces se tendrá que recurrir a una nueva ética fundamental similar a la propuesta por Habermas como punto de partida de su reconstrucción marxista del materialismo histórico, a partir de una nueva ética deontológica del "consensus" por el "consensus".

En efecto, mediante esta estrategia ética se podrá justificar la autotranscendencia moral que se atribuye a cualquier acción humana, cuando se otorga un mayor autoalcance intencional interno al seguimiento en común de un acuerdo, en nombre de la propia convicción subjetiva, aunque sin poder tener en cuenta las posteriores consecuencias secundarias que se pueden derivar de su posterior aplicación práctica.

En cualquier caso, Apel opina que ni el capitalismo ético de Rawls y H. Albert ni el marxismo ético de Habermas consiguen evitar la posterior aparición de otros posibles efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, pues en ambos casos se adoptan posturas abstractas en sí mismas exclusivistas, sin que los postpopperianos puedan tener en cuenta los fines ocultos por los que se legitiman sus propios principios puente, cuando pretenden ejercer un control recíproco sobre las metas a corto plazo que se marca este nuevo tipo de constructivismo eudemonista.

De igual modo que la ético deontológica del "consensus" tampoco puede tener en cuenta las consecuencias secundarias que se derivan de un "futurismo ético" en sí mismo irresponsable, sobre todo cuando da lugar a un postconvencionalismo abstracto en sí mismo suicida, como ocurrió con Habermas. Hasta el punto de que en ambos casos se genera una crisis ecológica aún más irreversible, que a su vez da lugar a una crisis de fundamentación aún más aporética.

De todos modos Apel no se da por vencido por estas dificultades, y de hecho admite la posibilidad de alcanzar una nueva formulación de su anterior norma ética fundamental del "consensus". Pero opina que esta metanorma procesal debe autolimitar sus propias pretensiones de autotranscendencia moral intrahistórica, si verdaderamente quiere evitar la recaída en una nueva crisis de fundamentación.

En efecto, los acuerdos que se alcanzan por esta metanorma procesal tiene que reconocerse carácter convencional y falible en la medida en que siempre podrán ser sustituidos por otros que estén mejor acordados en común. Hasta el punto de que en todos estos casos se puede hacer un doble uso eudemonista o deontológico de estos acuerdos, sin tener en cuenta los efectos contraproducentes de tipo insolidario, o simplemente irresponsable, que pueden acompañar a su posterior aplicación práctica, pero sin poder evitar tampoco que se haga un uso abstracto-excluyente de su propio autoalcance intencional interno.

De todos modos, hoy día ya no se puede negar la posibilidad de formular una norma ética básica capaz de afrontar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más irreversible, pues cuando se niega la responsabilidad solidaria que la humanidad en su conjunto tiene contraída con la conservación vigilada de la naturaleza, entonces se recurre a un argumento transcendental a favor de la existencia del mundo exterior que invierte el sentido solipsista del "cogito" cartesiano, pues ahora se comprueba que no se puede negar esta pretensión sin introducir una contradicción performativa igualmente autoevidente que confirma el indudable valor prescriptivo-legal en cualquier praxis subjetiva encaminada a este fin.

De todos modos la metanorma procesal del "consensus" debe autolimitar sus propias pretensiones de autotranscendencia moral, a fin de evitar la posterior aparición de una crisis de fundamentación aún más aporética, pues sólo así se podrá afirmar en nombre de una ética deontológica cada vez más solidaria en sus objetivos últimos, sin dejar de tener en cuenta los criterios hipotéticos utilizados por las éticas de la responsabilidad, a fin de alcanzar una acomodación lo más eudemonista posible en su respectivo "a priori" situacional.

A este respecto, Apel aplica las relaciones entre las éticas de la convicción y de la responsabilidad y a las relaciones entre el socialismo y el capitalismo el viejo dicho pragmatista que relaciona el materialismo y el idealismo, según el cual el materialismo sin idealismo es ciego y el idealismo sin materialismo está vacío, pues se piensa que en ambos casos se hace un uso abstracto-exclusivista de sus respectivas ficciones públicas de tipo eudemonista o simplemente deontológico, cuando en realidad ambos deberían autolimitar sus respectivas pretensiones de validez, a fin de afirmarse como ficciones públicas simplemente convencionales que, a pesar de ser antropológicamente necesarias, admiten un doble uso abstracto mutuamente excluyente.

4) Pero en un tercer momento de esta misma obra, Apel también reconoce la necesidad de una nueva ética comunicativa de la comunidad ideal democrática que pretende contrarrestar de un modo aún más radical la crisis de fundamentación que puede originar de un modo aún más aporético su anterior crisis ecológica. Sobre todo cuando se tiene que recurrir a ficciones abstractas internamente excluyentes que se remiten a una teoría metainstitucional de la acción en sí misma utópica o antiutópica, sin que la teoría postconvencional del método tampoco pueda evitar la posterior aparición de su anterior Trilema del Barón de Münchhausen.

Sin embargo, el reconocimiento de esta necesidad siempre vine acompañado de dificultades prácticamente insalvables, pues los intentos por superar las posterior aparición de una crisis ecológica origina una crisis de fundamentación aún más aporética, que obliga a replantearse el modo en que anteriormente se había superado el Trilema del Barón de Münchhausen.

En efecto, la estrategia seguida por el convencionalismo decisionista de Popper es dar una primacía a la teoría postconvencional del método en la resolución de esta crisis de fundamentación verdaderamente aporética, pues, en su opinión, se deben interpretar los "pronósticos incondicionados" propuestos por las distintas utopías políticas como si fueran simples "pronósticos hipotéticamente autocondicionados" que evitan que la teoría metainstitucional de la acción se legitime en nombre de una utopía política en sí misma irresponsable y suicida como la propuesta por la Escuela Crítica de Frankfurt o por el joven Marx o por el cristianismo exaltado primitivo.

Aunque, evidentemente, la formulación de esta crítica a las utopías políticas presupone la aceptación previa de unas ingenierías sociales fragmentarias o de unas tecnologías jurídicas decisionista que, como ocurrió en Popper o N. Luhmann, incrementan ilimitadamente el relativismo ético existente en el politeísmo axiológico de cualquier sociedad abierta, sin poder evitar tampoco la posterior aparición de una crisis ecológica aún más irreversible, que, a su vez, origina una crisis de fundamentación aún más aporética.

Por el contrario, la estrategia seguida por el postconvencionalismo metateórico de Habermas fue otorgar primacía a la teoría metainstitucional de la acción en la resolución de esta crisis ecológica aún más irreversible, pues, en su opinión, la teoría metainstitucional de la acción aporta una peculiar estrategia postcultural capaz de formular una crítica generalizada contra los ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca existentes en la actual sociedad postindustrial, por seguir admitiendo una serie de antiutopías políticas en sí mismas egoístas e insolidarias, que se pretende justificar en nombre de un neutralismo axiológico libre de valores cuando en realidad se introduce subrepticiamente una nueva falacia naturalista.

Aunque, evidentemente, la autodescalificación de todos estos ecosistemas tecnocráticos presupone la aceptación previa de una futura utopía anarquista de la comunicación libre de dominio que, como ocurrió en Habermas, también da lugar a una crisis de fundamentación, por no poder evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto, que deja de tener en cuenta las relaciones de dominación y las coacciones fácticas existentes en la toma de cualquier acuerdo. A la vez se produce una crisis ecológica aún más perjudicial al fomentar una progresiva eliminación del estado democrático de derecho, basado en la triple división de poderes, cuando de este modo se introduce una progresiva desprotección institucional del más débil.

En cualquier caso, Apel opina que ni el convencionalismo decisionista de Popper ni el postconvencionalismo metateórico de Habermas consiguen evitar la posterior aparición de una doble crisis ecológica y de fundamentación con efectos iatrogénicos en sí mismos contraproducentes, pues en ambos casos se adoptan posturas abstractas en sí mismas infravalorativas, sin poder evitar que los postpopperianos adoptan posturas insolidarias por relativizar sus propias terapias teleológicas de autoemancipación democrática, y sin poder evitar tampoco que Habermas adopte posturas irresponsables por autodescalificar sus propios sistemas preventivos de autoprotección jurídica, como puede ser la triple división de poderes.

De todos modos Apel no se da por vencido por estas dificultades, y de hecho admite la posibilidad  de localizar un nuevo tipo de utopías ficcionales antropológicamente necesarias, que cumplan esta doble función preventiva y terapéutica que ahora se atribuye a este nuevo tipo de convenciones metainstitucionales. Pero opina que, de todos modos, estas utopías ficcionales deben autolimitar sus propias pretensiones de autofundamentación incondicionada intrahistórica, si quieren evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más irreversible.

En efecto, las utopías ficcionales que se alcanzan a través de esta nueva metanorma procesal tienen que reconocer su carácter convencional y falible, en la medida en que siempre aspiran a una comunidad ideal de plena comunicación compartida que nunca se alcanza en nuestra actual comunidad real de comunicación democrática, pues en la situación real en que estamos sólo se puede hacer un doble uso terapéutico o preventivo de estas ficciones utópicas o simplemente antiutópica, sin que se tengan que tener en cuenta necesariamente los posteriores efectos antifundamentadores o simplemente antiecológicos que se pueden derivar de sus posteriores aplicaciones intrahistóricas. Pero sin poder evitar tampoco que en ambos casos se haga una infravaloración despectiva de su respectiva autotranscendencia moral para evitar así esta doble crisis ecológica y de fundamentación que se produce en nuestro propio "a priori" situacional por tener que recurrir a criterios discursivos en sí mismos abstractos.

De todos modos hoy día no se puede negar la posibilidad de localizar cierto tipo de utopías ficcionales, capaz de denunciar la posterior aparición de una crisis de fundamentación aún más aporética, pues cuando se niega la posibilidad de fundamentar la validez pragmático-transcendental del propio discurso argumentativo, entonces se recurre a un argumento transcendental a favor de la existencia de una ilimitada comunidad ideal de comunicación en la que todos se traten como iguales, por cuya mediación se invierte el sentido solipsista del "cogito" cartesiano y agustinista. Hasta el punto de que este argumento no puede ser discutido sin introducir una autocontracción pragmática igualmente autoevidente que confirma el indudable valor prescriptivo-legal de los múltiples intentos de autofundamentación última de los primeros principios de la razón natural desde Sócrates hasta nuestros días.

De todos modos la comunidad ideal de naturaleza intrahistórica así descubierta debe autolimitar sus propias pretensiones de autofundamentación incondicionada, a fin de evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más contraproducente, pues sólo así se podrán seguir afirmando unas ficciones utópicas que se legitiman en nombre de unas terapias teleológicas aún más autoemancipadoras, sin por ello dejar de tener en cuenta los criterios preventivos utilizados por el estado democrático de derecho, basado en la triple división de poderes, cuando utiliza diversos criterios tecnocráticos para tener en cuenta las coacciones fácticas y las relaciones de dominación existentes en su respectivo "a priori" situacional.

A este respecto Apel aplica a las relaciones entre ética y utopía y entre razón y utopía unas relaciones semejantes a las que anteriormente había establecido entre la comunidad real y la ideal, en la medida en que se puede anticipar contrafácticamente en la comunidad real. Pues se piensa que tanto Popper como Habermas coincidieron en infravalorar de un modo abstracto la función preventiva y terapéutica de sus respectivas pretensiones de validez, a fin de afirmarse como ficciones utópicas antropológicamente necesarias que, de todos modos, sólo se deben infravalorar cuando se hace un uso abstracto en sí mismo excluyente.

5) Finalmente, en el epílogo que escribió para una monografía que Adela Cortina le dedicó, Apel también reconoce la necesidad de una nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia, que pretende dar razón de los límites externos de explicación práctica a que está sujeta esta nueva ética ecologista de situación cuando pretende evitar la posterior aparición de esta  crisis de fundamentación y a la vez su posterior aplicación antiecológica. Sobre todo cuando se tiene que recurrir a distintas ficciones utópicas antropológicamente necesarias que, a pesar de ello, se tienen que relativizar y autodescalificar en sus distintas aplicaciones preventivas y a la vez terapéuticas, a fin de que no introduzcan posteriores distorsiones comunicativas aún más contraproducentes.

Sin embargo, el reconocimiento de esta necesidad siempre va acompañado de dificultades prácticamente insalvables, pues los intentos por evitar una actitud indebida de relativización o de falsa modestia autovalorativa siempre dan lugar a inevitables distorsiones comunicativas. Hasta tal punto que siempre se autolimita el valor de estas nuevas éticas discursivas, a costa de introducir nuevas situaciones límite de supervivencia aún más contraproducentes.

A este respecto, Apel advierte que los límites externos de aplicación práctica, que son consustanciales a este nuevo tipo de éticas discursivas, no deben justificar un proceso de relativización generalizada, como ocurrió en el convencionalismo decisionista de Popper o en el politeísmo axiológico de las éticas de la responsabilidad de Max Weber, pues en todos estos casos no se advierte que, para poder localizar el carácter falible del uso en común de unas mismas convenciones antropológicas, se tienen que presuponer con anterioridad unos presupuestos postconvencionales en sí mismos infalibles que sólo se pueden conocer por un proceso de reflexión transcendental aún más estricta.

Pero, por otro lado, tampoco estos límites pueden ser un argumento para arrinconar el valor de estas éticas discursivas a un ámbito metateórico-reflexivo, como si carecieran de una posibilidad real de hacerlas vigentes en la vida práctica, pues de este modo se estaría autodescalificando el argumento transcendental que nos permite comprobar que las pretensiones de validez aducidas por este nuevo tipo de éticas discursivas no se puede negar sin volver a introducir una autocontradicción performativa que se hace autoevidente por sí misma. Aunque, de todos modos, si estas éticas discursivas quieren salir del ámbito metateórico donde inicialmente se les sitúa, también tienen que admitir otros complementos discursivos, a fin de evitar de este modo la posterior aparición de un postconvencionalismo abstracto igualmente contraproducente.

En cualquier caso Apel opina que esta nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia debe evitar el indebido relativismo de las éticas de la responsabilidad de Max Weber y Popper cuando fomentan un politeísmo axiológico que reflexiona muy poco sobre su propia función terapéutica teleológica. De igual modo que se debe evitar la falsa modestia autovalorativa de la metaética postconvencional de principios de Habermas, por infravalorar despectivamente cualquier complemento decisionista que se puede utilizar como estrategia preventiva para detectar la posterior aparición de posibles distorsiones comunicativas.

En cualquier caso se opina que ni Popper ni Habermas supieron apreciar la peculiar transformación semiótica que se ha operado en el modo de formular el principio kantiano de universalización metateórica por "consensus" (U), sin relativizarlo por ser un principio exclusivamente semiótico y sin descalificarlo despectivamente por ser un principio deontológico en sí mismo abstracto.

De todos modos Apel no se da por vencido ante estas dificultades, y de hecho admite la posibilidad de localizar una nueva formulación del anterior principio kantiano de universalización (U) que cumpla esta doble función terapéutica y preventiva que ahora se atribuye a la ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia, cuando se trata de evitar las distorsiones comunicativas con macroconsecuencias en sí mismas contraproducentes que pueden venir producidas por una inadecuada valoración de su propio autoalcance intencional interno. Aunque, de todos modos, opina que se deben autolimitar las pretensiones de autotranscendencia moral intrahistórica de este mismo principio reflexivo de universalización metateórica por "consensus" (U), si verdaderamente se quiere evitar que posteriormente él mismo infravalore sus respectivas aplicaciones prácticas.

En efecto, este principio reflexivo de universalización metateórica (U) se debe considerar como una simple transformación semiótica del imperativo categórico kantiano, en la medida en que se subordina a una aplicación sistemática, cada vez más amplia desde un punto de vista formal y material, de la metanorma procesal "consensus". Aunque de todos modos ahora también se reconoce el carácter convencional y falible de sus posteriores aplicaciones prácticas intrahistóricas, por cuanto él mismo reconoce la imposibilidad de tener en cuenta la totalidad de las consecuencias y subconsecuencias posteriores, así como la totalidad de sus potenciales destinatarios.

Sin embargo, esta nueva formulación metaética del principio reflexivo de universalización metateórica (U) permite a su vez dos posibles interpretaciones igualmente necesarias. O interpretarlo como un presupuesto último que se mueve a un nivel de fundamentación, como corresponde a una metaética postconvencional de principios. O interpretarlo como un presupuesto autocrítico que se mueve a un nivel de reflexión inferior, capaz de analizar las posteriores condiciones de aplicación real de este mismo principio procedimental. Aunque ninguna de estas dos interpretaciones evita una inadecuada valoración de este mismo principio de universalización, ni consigue aclarar la dificultad planteada acerca de la existencia de límites radicales que originen a su vez una crisis de fundamentación aún más aporética.

Precisamente para eludir esta dificultad, sin negar la existencia de limites, Apel recurre a una vía más directa para demostrar las virtualidades reales de este nuevo principio reflexivo de universalización metateórica (U). Se trata de mostrar como este principio siempre está sobreentendido de un modo pragmático-transcendental en las presuposiciones existenciales que acompañan a cualquier discurso argumentativo, sin que se puedan negar sin producir una autocontradicción pragmática, que también puede ser objeto de una autoevidencia performativa. Hasta tal punto de que ahora se tendrá que valorar positivamente cualquier pretensión para alcanzar una futura formulación de este principio que se atribuya a sí misma un mayor autoalcance intencional interno por el simple motivo de haber alcanzado un mayor acuerdo, tanto desde el punto de vista material como formal.

De todos modos la formulación metaética de este nuevo principio reflexivo de universalización metateórica (U) también debe autolimitar sus propias pretensiones de validez intrahistórica debido al "a priori" situacional tan aporético en que se lleva a cabo. De modo que este principio siempre tienen que reconocer el proceso de abstracción que todavía subyace a su formulación reflexiva simplemente metateórica, por haber prescindido de la preestructura existencial característica de la situación real en que se encuentra el que argumenta. Hasta tal punto que no se tiene en cuenta desde un principio la ilimitada capacidad que tienen los interlocutores sociales para reservar la intención última de aquello que dicen o hacen.

En efecto, sólo cuando se admite este inevitable proceso de abstracción, también se puede comprobar como este principio reflexivo de universalización metateórica (U) es el fundamento último por el que se legitima un principio normativo de expresabilidad intencional recíproca cuando se pretende contrarrestar la ilimitada capacidad para reservar la intención última de la que se dispone en nuestro actual "a priori" situacional, pues sólo así se puede anticipar una futura comunidad ideal de comunicación sin dejar de tener en cuenta las condiciones efectivas en que se mueve la comunidad real de comunicación y sin renunciar tampoco a la obligación moral de ayudar a supera la diferencia.

En cualquier caso Apel utiliza esta nueva formulación metateórica de su anterior principio de universalización (U) para proponer una nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia que consigue autolimitar la validez intrahistórica de este principio a fin de evitar que él mismo se acabe de infravalorar despectivamente debido a las macroconsecuencias en sí mismas contraproducentes que su mal uso puede producir.

Por este motivo Apel autolimitó las pretensiones intrahistóricas de expresabilidad intencional recíproca de este nuevo principio de universalización (U), mediante la aceptación de un principio subsidiario de complementariedad decisionista (C), que sigue siendo absolutamente dependiente de su anterior principio ideal de fundamentación de normas. Hasta el punto de que este mismo principio subsidiario de complementariedad decisionista (C) también debe autolimitar sus propias pretensiones de autotranscendencia moral intrahistórica mediante una ininterrumpida subordinación a su anterior principio de universalización (U) que a su vez siempre necesitará un complemento decisionista.

De todos modos este nuevo principio de complementariedad decisionista (U) puede ser objeto de un doble uso estratégico-teleológico y consensual-comunicativo en razón de los fines terapéuticos o simplemente preventivos que este mismo principio se puede proponer de un modo deontológico o simplemente hipotético, cuando hace un uso mutuamente excluyente de estas dos formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas en las que siempre se introduce un proceso de abstracción de la situación real en la que se lleva a cabo la acción por no tener en cuenta su punto de vista complementario.

En este sentido la nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia pone de manifiesto como este nuevo principio subsidiario de complementariedad decisionista (C) es el responsable directo de las relaciones de mutua exclusión abstractiva que ahora se introducen entre estas dos formas de racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, por ser dos formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas que hacen abstracción del "a priori" situacional en el que tiene lugar su punto de vista complementario.

En cualquier caso la ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia no puede dar una primacía unilateral a ninguna de estas dos formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas ya que en todos estos casos se introduce un proceso de posterior relativización o autodescalificación de ambos puntos de vista, por no tener en cuenta las macroconsecuencias aún más contraproducentes o las distorsiones comunicativas aún más ilegítimas que se dan en ambos casos.

Por este motivo Apel rechaza que su nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia tenga que ser valorada en sus aplicaciones prácticas desde una racionalidad estratégico-teleológica como la propuesta por Spaemann en su nueva metaética de las macroconsecuencias a partir de la categoría aristotélica medios-fin, pues Apel no discute la necesidad acuciante de este nuevo punto de vista eudemonista que aporta una terapia teleológica realmente imprescindible, pero opina que también esta forma de racionalidad autocríticamente diferenciada suele olvidar con frecuencia que la interacción basada en las categorías medios-fines también está mediada lingüísticamente, por ser ésta una condición de posibilidad para que se dé una verdadera reciprocidad en la interacción.

Pero, por otro lado, las aplicaciones prácticas de esta nueva ética discursiva tampoco se deben valorar desde una racionalidad consensual-comunicativa como la propuesta por Habermas en su nueva ética del "consensus" por el "consensus", con posterioridad a la transformación semiótica operada en el imperativo categórico kantiano, pues Apel no discute la necesidad acuciante de este nuevo punto de vista deontológico que, a su vez, está abierto a una estrategia de prevención de errores realmente imprescindible; pero opina que también esta forma de racionalidad autocríticamente diferenciada suele olvidar con frecuencia que ella misma no es capaz de dar razón de la racionalidad estratégica tan peculiar que se debe utilizar en los distintos "a priori" situacionales para garantizar la autoconservación y la autorrealización de los individuos de los sistemas colectivos según ecosistemas tecnocráticos de autoprotección recíproca que, a su vez, se deben fundamentar en esta nueva forma de racionalidad deontológica para no ser infravalorados.

En cualquier caso Apel opina que tanto Habermas como algunos neoaristotélicos actuales han hecho un uso unilateral de sus respectivas formas de racionalidad autocríticamente diferenciada, sin darse cuenta de que ambas deberían conciliarse bajo un punto de vista metaético superior que lograra su mutua complementariedad interna. Sólo así la racionalidad comunicativa podrá autolimitar el uso neodarwinista que con frecuencia hace la racionalidad estratégica de sus respectivos sistemas de conservación y autorrealización de los individuos mediante criterios deontológicos y reglas de juego restrictivas que eviten la aparición de actitudes insolidarias y egoístas, como ocurrió en la justificación de la esclavitud y de la guerra en el caso de Aristóteles.

Pero de todos modos el problema más acuciante que hoy día se le plantea a esta nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia es cómo justificar la aceptación de un principio subsidiario de complementariedad decisionista (C) que cumpla los requisitos marcados por las éticas de la responsabilidad de Max Weber y Popper, y por la metaética eudemonista de las macroconsecuencias de algunos neoaristotélicos actuales, sin por ello dejar de reconocer su dependencia respecto a una ética deontológica del "consensus" que de este modo impide que ella misma se infravalore. En este sentido Apel pone de manifiesto que este nuevo principio subsidiario de complementariedad decisionista (C) se propone como un principio formal "a priori" capaz de advertir las condiciones reales de aplicación que impone el "a priori" de la situación a la progresiva realización a largo plazo de las condiciones ideales exigidas por los discursos prácticos, sin por ello renunciar a su manifiesta dependencia respecto a su anterior principio de universalización (U) que a su vez evita que el principio de complementariedad (C) se infravalore a sí mismo.

Por este motivo el principio de complementariedad decisionista (C) se describe como un principio formal "a priori" que permite superar la separación existente entre la racionalidad estratégico-teleológica y consensual-comunicativa, o entre las éticas de la responsabilidad y de la convicción, por cuanto son dos tipos de éticas que se deben complementar mutuamente a fin de autolimitar sus propias pretensiones de validez sin llegar a infravalorarlas despectivamente. Hasta el punto de que la localización intrahistórica de las distintas configuraciones que ha adoptado este principio de complementariedad decisionista debe ser objeto de una reconstrucción empírica y normativa de filogénesis de la moral en el ámbito de la evolución cultural. Se trata de un problema al que Apel suele denominar de la parte B (nunca realizada) de su nueva ética postconvencional de principios, en la media en que necesita el complemento de una ética de la situación como la ahora descrita a través de estos cinco momentos sucesivos.

En cualquier caso Apel establece unas relaciones de colaboración mutua entre este nuevo principio de universalización metateórica (U) y su posterior principio de complementariedad decisionista (C), similar a la que en otras ocasiones también ha establecido entre un principio de autoemancipación cada vez más utópica y un principio de conservación de la propia supervivencia.

En efecto, el principio de universalización por "consensus" (U) presenta un contenido claramente autoemancipador que siempre tiene que estar presupuesto por esta nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia cuando otorga un determinado valor prescriptivo-legal a las posteriores aplicaciones de su anterior principio de complementariedad decisionista (C), pues de este modo se podrá mostrar cómo todos los posible fines últimos y los valores axiológicos que se proponen de un modo supraconvencional la racionalidad medios-fines también se tienen que subordinar a este nuevo principio de universalización por "consensus" (U) que a su vez impide que ellos mismos se infravaloren por tener un carácter simplemente preconvencional o estratégico.

Pero, por otro lado, la ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia también pone de manifiesto la necesidad de admitir un complemento decisionista (C) cuyo único objetivo es legitimar los distintos ecosistemas tecnocráticos que garantizan la conservación de la propia supervivencia, sin que ellos mismos se relativicen o autodescalifiquen por no reunir los requisitos que ahora exige su anterior principio de universalización (U).

En este sentido el principio de complementariedad decisionista (C) se presenta como una forma de autolimitar la progresiva realización intrahistórica de las condiciones de aplicación del principio de universalización (U), por el recurso a un nuevo principio de conservación de la propia supervivencia, pues no todos los medios son válidos para alcanzar este objetivo, sino sólo los que no hacen peligrar las condiciones naturales y culturales ya realizadas de la aplicación del principio de universalización (U); de este modo el contenido emancipatorio y utópico-formal de este nuevo principio de universalización (U) se va restringiendo complementariamente por el contenido preventivo y estratégico-teleológico de un nuevo principio de conservación (C) en la forma en que se formula cada "a priori" situacional.

En definitiva, en esta nueva ética discursiva de las situaciones límite de supervivencia se llega a una conclusión muy similar a la que antes se había formulado al final de la Transformación de la filosofía, cuando el propio Apel se pregunta en qué situaciones y en virtud de qué criterios puede un participante en la comunicación reivindicar para sí mismo la conciencia emancipada y, de este modo, estar autorizado para actuar como terapeuta social.

La respuesta ahora sigue siendo la misma que entonces. "Mediante una valoración responsable de la situación y de la decisión tomada en una situación determinada; decisión que, además, no puede arrebatarse a nadie, tampoco bajo el supuesto de nuestros propios principios regulativos". Hasta el punto de que, para resolver este problema ya no existen fórmulas prefabricadas, ni tampoco sirven las "toma de partido" que ya no las justifica ni la ciencia ni la filosofía. "Sino que más bien cada hombre debe asumir su propia decisión moral de fe, sabiendo de antemano que nunca se podrá fundamentar totalmente. De modo que en esta situación de decisión solitaria no hay otra regulación ética mejor que la siguiente: poner en vigor en la propia autocomprensión reflexiva la posible crítica a esa situación real aporta el contrapunto de una futura comunidad ideal de comunicación" Sólo así se podrá lograr una progresiva reintegración ecológica entre el hombre y la totalidad de la naturaleza sin poner (...).

4. VALORACIÓN DOCTRINAL

Evidentemente el conjunto completo de la obra de Apel tiene méritos indudables, lagunas llamativas, contradicciones sorprendentes y, finalmente, limitaciones manifiestas.

Su primer mérito ha consistido en proponer una reconstrucción histórica del origen y desarrollo posterior del postconvencionalismo postmoderno desde Vico, Peirce y Wittgenstein hasta nuestros días. De igual modo que también fue un acierto indudable el haber descubierto el paradójico paralelismo que se da entre autores aparentemente tan dispares como son Wittgenstein y Heidegger, pues de este modo se pudo explicar el gran número de coincidencias temáticas que se produce en los desarrollos posteriores de los actuales analíticos y hermenéuticos del lenguaje.

El segundo mérito indudable ha sido su tesis de la Transformación de la semiótica operada en el modo con que los nuevos analíticos y hermenéuticos del lenguaje fundamentan los presupuestos críticos de la filosofía transcendental kantiana. Se ha podido comprobar así, como el método transcendental se puede utilizar simplemente para localizar los presupuestos implícitos sobreentendidos en la realización de cualquier actividad práctica, como puede ser el lenguaje o el propio método científico, sin que por ello se tenga que admitir un transcendentalismo solipsista que sólo acepta como punto de referencia las primeras evidencias subjetivas de la propia conciencia.

En cualquier caso, Apel ha puesto de manifiesto que la aplicación del método científico presupone la aceptación de tres niveles previos de conocimiento, como son el racionalista-crítico, el transcendental y el estrictamente ético, que deben ser valorados con criterios específicos para cada uno de ellos. Sólo así se les puede otorgar valor hipotético-deductivo, lógico-racional o simplemente reflexivo, que a su vez requiere un fundamento extramental adecuado; ya sea en las propiedades "per accidens" del mundo extramental; o en la naturaleza o esencia de los seres, que a su vez se expresa a través del lenguaje; o ya sea, finalmente, en el propio ser del hombre como sujeto capaz de realizar valores que se propone él mismo.

Por este motivo Alejandro Llano ha puesto de manifiesto que la tesis de Apel de la transformación de la filosofía se puede utilizar para rehabilitar en primer lugar un trasnochado concepto de filosofía transcendental que, depurado de sus concomitancias extrínsecas, estaría mejor formulado en estas nuevas versiones de la actual analítica del lenguaje, por haber superado la vieja concepción representacionista del conocimiento humano. A la vez que, en un segundo momento, se podría utilizar este nuevo uso analítico del método transcendental para recuperar un concepto tradicional de metafísica como filosofía primera que reflexiona sobre los presupuestos implícitos de toda actividad teórica y práctica cuando a través de ella se trata de conocer el ser de los entes o de nosotros mismos.

En este sentido Alejandro Llano comprueba que la filosofía transcendental kantiana traicionó el sentido clásico de la filosofía primera como filosofía que reflexiona sobre las condiciones de posibilidad de nuestro propio conocimiento, debido a que sustituyó el concepto de posibilidad real por el de simple posibilidad lógica, pues de este modo se desvirtuó el sentido originario del conocimiento humano, y se redujo la posibilidad real de conocer a una simple posibilidad lógica que inevitablemente remite a  un transcendentalismo solipsista de tipo representacionista, por cuanto sólo se tienen en cuenta las evidencias subjetivas de la propia conciencia.

Por el contrario, según Apel y según Llano, la nueva filosofía analítica depura el método transcendental de sus concomitancias psicologistas, y abre así el camino para poder recuperar el concepto clásico de posibilidad real, pues, al tomar como punto de partida la actividad que el hombre desarrolla al aplicar el método científico o el propio lenguaje, se descubre un uso cognoscitivo del razonamiento práctico, con pretensiones lógicas que van más allá de la simple descripción de los estados subjetivos de la mente humana. Hasta el punto de que ahora se tiene que admitir un fundamento extramental para los distintos tipos de presupuestos críticos admitidos por este nuevo tipo de filosofía práctica, cuando intenta justificar sus peculiares hallazgos heurísticos, semióticos o simplemente gnoseológicos.

En este mismo sentido, Fernando Inciarte también ha hecho notar que en todas estas corrientes de la filosofía analítica y hermenéutica también se ha dado un progresivo descubrimiento del concepto clásico de verdad práctica, pues además del conocimiento metafísico, Aristóteles también admitió otras formas de conocimiento práctico, como son el saber técnico, el saber comunicativo, o poiético, y el simplemente ético, que a su vez tienen sus propios presupuestos críticos. Hasta tal punto que la filosofía primera les atribuyó tres tipos especiales de razonamiento, como son el silogismo dialéctico, el sofístico o el simplemente prudencial, que ahora se comprueba que son bastante semejantes al utilizado por el método del ensayo y error por la máxima pragmática para dilucidar el significado o por la metanorma procesal para el libre seguimiento de una regla.

Evidentemente Aristóteles fundamentó estas tres formas de razonamiento en una forma de conocimiento superior, que se alcanza a través de la metafísica; pero en ningún caso les atribuyó una forma de conocimiento autónomo, que a su vez permita elaborar un nuevo tipo de filosofía transcendental o de filosofía primera sin metafísica, como ocurrió en Kant. Sin embargo, la nueva filosofía analítica ha descubierto que a través de este nuevo tipo de filosofía transcendental se puede localizar una nueva vía de acceso a la metafísica o filosofía primera, siempre que eliminemos los restos de psicologismo representacionista que todavía quedan en estas nuevas versiones de filosofía transcendental.

Por este motivo, numerosos analíticos del lenguaje han pretendido desarrollar un nuevo tipo de filosofía práctica en la que se desarrollen por completo las posibilidades heurísticas ya señaladas por Aristóteles, sin que estén lastradas por su dependencia respecto a una determinada metafísica, a la que habitualmente se considera trasnochada. Por ello se ha tratado de desarrollar una sintaxis, una semántica o una pragmática transcendental que tendrían por objeto llevar a cabo un análisis crítico de los presupuestos implícitos en las distintas formas de conocimiento práctico, como son la técnica, el saber comunicativo, o poiético, o la propia ética.

Evidentemente Apel critica todos estos intentos de fundamentación autónoma del saber práctico, por introducir in falso transcendentalismo minimalista de tipo lógico que inevitablemente da lugar a una crisis de fundamentación por no poder superar el Trilema del Barón de Münchhausen. Y, aunque evidentemente la solución que propone Apel también tiene sus inconvenientes, se puede afirmar que el único modo de fundamentar de un modo legítimo estas nuevas formas de saber práctico es reconocer su dependencia respecto a un tipo más básico de silogismo categórico o de una semántica realista de los sentidos del ser, o a un juicio prudencial por sindéresis, pues de este modo se podrá comprobar que todos ellos a su vez remiten a una filosofía primera de los primeros principios teóricos y prácticos, que se fundamenta también en una metafísica, sin que por ello la metafísica determine el uso particular que se va a hacer de ellos en cada caso.

En tercer lugar, otro mérito indudable de Apel es haber mostrado que el razonamiento práctico, además de un uso simplemente metodológico, también puede ser objeto de un uso normativo. De igual modo que este uso normativo también presupone la posibilidad de llevar a cabo tres niveles distintos de actividad, como es el nivel estratégico, el comunicativo y el estrictamente reflexivo, que a su vez deben ser valorados con criterios específicos para cada uno de ellos. Sólo así se les podrá otorgar un valor imperativo hipotético, categórico o simplemente convencional, que a su vez requiere un fundamento prescriptivo-legal adecuado; ya sea por conseguir un restablecimiento de los mecanismos desinhibidos o un cumplimiento de un imperativo legal legítimamente tomado o simplemente una referencia a una ley natural que nunca se ve plenamente realizada por ninguno de los dos sistemas anteriores.

En este sentido se puede considerar como positiva la crítica generalizada que Apel formula contra los dogmas positivistas por fomentar un neutralismo metodológico libre de valores, sin darse cuenta de que su propia actitud epistemológica ya presupone un compromiso ético con una determinada concepción del mundo en la que lo único que primaría es la satisfacción de los mecanismos instintivos desinhibidos. De igual modo que también es muy positiva la crítica que formula al "futurismo ético" de las nuevas corrientes neomarxistas, por fomentar un voluntarismo político en sí mismo abstracto, sin darse cuenta de que su propia concepción anarquista de la vida social fomenta una desprotección jurídica cada vez más irresponsable en la que saldrían perjudicados los más débiles.

A este respecto Apel propone una nueva teoría metainstitucional de la acción que, en muchos extremos, y muy a su pesar, se asemeja a la aristotélica, pues ahora se comprueba cómo el modo de evitar la posterior aparición de una nueva crisis ecológica como la que ahora puede originar su anterior teoría postconvencional del método es volver a recuperar un segundo uso normativo de las anteriores formas de razonamiento práctico utilizadas por el saber técnico, por el saber comunicativo o poiético, o por la propia ética aristotélica. Sólo así se podrán justificar los distintos tipos de imperativos hipotéticos, categóricos o simplemente convencionales, que ya no pueden renunciar a su propia autotranscendencia moral, por cuanto ello supondría introducir una autocontradicción performativa que, como ahora se ha visto, siempre puede ser objeto de una autoevidencia inmediata.

En cualquier caso, Apel fundamenta el uso normativo de estas distintas formas de saber práctico en una nueva metaética postconvencional de principios metateóricos que de algún modo cumple una función similar a la que desempeña en la filosofía clásica la teoría general de los primeros principios del saber práctico, pues en ambos casos se trata de localizar cuáles son los presupuestos normativos que están sobreentendidos en toda acción libre humana, cuando reivindica unas pretensiones de autotranscendencia moral para alcanzar un "saber del saber" acerca de su propio autoalcance intencional interno, para llevar a cabo una estrategia postcultural de satisfacción de sus necesidades instintivas desinhibidas; o, por el contrario, para proponerse por acuerdo mutuo un nuevo reino de los fines que esté conforme con la libertad y la racionalidad humanas.

De igual modo que Apel admite el complemento de otras cuatro éticas ecologistas de situación, que desarrollan una temática bastante similar a la que se aborda en la filosofía práctica aristotélica bajo la teoría general de los actos humanos y las posteriores partes especiales referidas a las relaciones éticas que el hombre mantiene con los recursos naturales disponibles, con la vida social y con el propio sentido de la historia. Pues en todos estos casos se trató de localizar los niveles de responsabilidad concreta que contrae cada individuo particular cuando pretende restablecer de un modo solidario las relaciones de equilibrio inestable que se mantienen con la naturaleza, con la sociedad o consigo mismo.

Pero junto a estos méritos indudables de la nueva teoría del método y de la acción propuesta por Apel, también conviene señalar como su reconstrucción teórica de la filosofía práctica tiene lagunas llamativas que le impiden evitar la posterior aparición de un postconvencionalismo postmoderno cada vez más radicalizado dialécticamente. Pues, a pesar de sus declaraciones en contrario, tampoco es capaz de superar el giro solipsista e ilustrado que se dio en la filosofía moderna y contemporánea, cuando la filosofía práctica trató de afirmarse como una forma de saber autónoma, sin necesidad de depender de una determinada metafísica, o de una filosofía primera de los primeros principios de orden teórico y práctico.

La primera laguna llamativa es la ausencia de una referencia destacada a Frege en su reconstrucción de la transformación semiótica de la filosofía. Pues su nueva semántica realista del lenguaje fue, sin duda, el detonante más importante que impulsó el giro semiótico ocurrido en el modo de fundamentar el punto de partida de este nuevo tipo de filosofía práctica que, a su vez, pretende eludir la recaída en una nueva forma de transcendentalismo solipsista en sí mismo representacionista. Hasta el punto de que a través de esta semántica realista se ha podido describir la estructura proposicional del lenguaje y, de este modo, la nueva filosofía del lenguaje ha recuperado una interpretación realista de los tres posibles sentidos que la metafísica clásica daba al uso en común del verbo ser.

Sin embargo, Apel minusvalora sistemáticamente a Frege, por considerar que es el causante principal de la falta de reflexividad con que el positivismo lógico se enfrenta al lenguaje. A la vez que introdujo un logicismo igualmente acrítico, en el que siempre se sobreentiende la aceptación tácita de un paralelismo lógico/físico y de una armonía lingüística preestablecida, cuando son dos presupuestos en sí mismos indemostrables, lo que le hace caer en continuas paradojas lógicas, como ocurrió con la paradoja de las clases formulada por el propio Bertrand Russell. Pero en realidad es bastante injusta esta caracterización de Frege como un neopositivista lógico, cuando hoy día se sabe que la semántica realista de Frege tenía suficientes elementos intuicionistas o, simplemente, realistas, para haber superado con facilidad la paradoja que ahora introduce esta pretendida falta de reflexividad del lenguaje.

La segunda laguna de Apel tiene lugar cuando describe el triple giro heurístico, semiótico y postconvencional que se ha operado en el modo de fundamentar los presupuestos críticos de la filosofía trascendental, sin tener en cuenta el posterior giro metafísico que, a su vez, se ha llevado a cabo cuando la filosofía práctica ha reconocido la necesidad de remitirse a una filosofía primera, o teoría de los primeros principios, que se legitima en nombre de posibilidades reales de conocimiento y no simplemente en posibilidades lógicas. Hasta el punto de que, hoy día, se considera que una radicalización como la que ahora se propone, lo único que consigue es que la fundamentación de la propia filosofía trascendental derive hacia un postconvencionalismo ético en sí mismo contraproducente que, como el propio Apel reconoce, introduce una racionalidad abstracta en sí misma solipsista y una dialéctica negativa de la ilustración, que era justamente lo que se intentaba evitar.

Finalmente, una tercera laguna muy llamativa es la ausencia de toda referencia al razonamiento prudencial aristotélico, cuando se trata de alcanzar una superación eudemonista a su anterior Trilema de la acción iatrogénica. Pues parece poco serio afirmar hoy día que la filosofía práctica aristotélica no tuvo en cuenta la mediación que el lenguaje ejerce en las distintas formas de interacción humana por remitirse a una categoría teleológica medios-fines en sí misma preconvencional, cuando en realidad fue el propio Aristóteles el que introdujo una nueva forma de razonamiento prudencial, en el que se tiene en cuenta la mediación que ejercen las distintas formas de razonamiento dialéctico, sofístico, o silogístico en la aplicación de una ley o principio ético general. Aunque evidentemente Aristóteles entiende esta mediación de un modo muy distinto al de Apel.

En cualquier caso, si se hubiera analizado con más profundidad este nuevo tipo de razonamiento práctico prudencial, se hubiera comprobado como su anterior Trilema de la acción iatrogénica nunca se puede superar de un modo tan simple por una sucesiva autolimitación de soluciones convencionales abstractas, que están mutuamente contrapuestas entre sí. Ni tampoco es suficiente que este proceso se deje guiar por un principio formal "a priori" de complementariedad decisionista, mediante el que sólo se consigue un análisis formal abstracto de las condiciones de aplicación, que impone su respectivo "a priori" situacional. Pues, de este modo, la teoría general de los actos humanos valora la responsabilidad solidaria que contrae con sus propias decisiones libres, por relación exclusiva a simples posibilidades lógicas que se derivan se su posterior aplicación a un respectivo "a priori" situacional, pero sin dar una prioridad a las posibilidades reales, que sólo pueden ser conocidas mediante un razonamiento prudencial abierto a la metafísica.

De hecho es bastante paradójica la postura que Apel adopta ante la posibilidad de un futuro holocausto nuclear, que a su vez puede dar lugar a una crisis ecológica aún más irreversible. Pues, es evidente, que se trata de una posibilidad real descubierta por los recientes avances del conocimiento científico y técnico, sin que el razonamiento ético prudencial pueda dejar de tener en cuenta los posibles efectos iatrogénicos, que a su vez se pueden derivar de sus decisiones libres, cuando intentan evitar esta posibilidad real. Pero en vez de analizar la responsabilidad real que el hombre contrae con estas decisiones, Apel autolimita sistemáticamente esta responsabilidad mostrando otras posibilidades lógicas de signo contrario, que se derivan en el caso de actuar en una dirección dada, sin contestar nunca a la pregunta sobre la responsabilidad real que cada hombre contrae con las decisiones que toma.

Evidentemente Apel hace muy bien en autolimitar el valor que se debe otorgar a las posibilidades simplemente lógicas, que se pueden derivar de la realización de una acción humana. Pero hace un flaco servicio a la ética cuando considera como abstractas las posibilidades reales inmediatas que se pueden derivar de una decisión libre humana, como puede ocurrir en el caso del hambre de la humanidad, o con el hombre que decide atender a su madre enferma en vez de ir a la guerra, siguiendo el ejemplo conocido de Sartre. Pues la simple incapacidad de no tener en cuenta todas las posibles consecuencias lógicas que se pueden derivar de una decisión no nos puede obligar a suspender el juicio sobre las posibilidades reales efectivas que justifican, en un caso concreto, la autotranscendencia moral incuestionable que se atribuye a una decisión humana heroica o, simplemente, desinteresada.

En cualquier caso Apel sigue haciendo un uso irresponsable de su anterior Trilema de la acción iatrogénica, pues lo utiliza para justificar un postconvencionalismo abstracto aún más refinado, en el que las posibilidades reales que determinan la moralidad de los actos, son consideradas como simples posibilidades lógicas, que a su vez deben ser valoradas según una ética provisional de situación. Pues ésta es la única forma como se pueden valorar la totalidad de las posibilidades lógicas que se derivan de la realización de un acto humano, después de haberlas autolimitado por tener un carácter en sí mismo abstracto, a la vez que se evita el otorgar un valor especial a alguna posibilidad real efectiva que condicione la responsabilidad real que se contrae con la comisión de un determinado acto humano, por cuanto todas ellas son consideradas como simples posibilidades lógicas, que deben ser valoradas según la situación real en la que se desenvuelve la acción.

Pero además de estas lagunas de concepto, la obra de Apel presenta contradicciones estructurales sorprendentes, apreciables sólo en un análisis arquitectónico del conjunto de su producción intelectual. Pues, con independencia de que se puedan dar distintas épocas o momentos a lo largo de su trayectoria vital, lo cierto es que existe una sistemática contraposición entre los criterios de valoración utilizados en la Transformación de la filosofía y, posteriormente, en Estudios éticos.

De hecho en la Transformación de la filosofía se propone una nueva teoría postconvencional del método, que se legitima de un modo radical en nombre de principios exclusivamente éticos, sin admitir ningún criterio lógico complementario, que permita resolver las posteriores lagunas de aplicación de las que indudablemente adolece esta misma teoría. Por el contrario, se defiende una teoría metainstitucional de la acción, que se legitima desde una postura éticamente integradora entre las distintas formas de racionalidad abstracta, por ser esta la única forma en que todas se pueden autolimitar mutuamente entre sí, cuando optan por alguna de las posibilidades lógicas a las que dan lugar los problemas vitales que se plantean en un determinado "a priori" situacional.

La primera contradicción de tipo histórico se plantea cuando el punto de partida de la nueva teoría metainstitucional de la acción se sitúa en la crisis ecologista originada por la teoría postconvencional del método propuesta por Peirce, Wittgenstein, Popper o el propio Chomsky, cuando estos mismos autores reaccionaron en contra de esta misma solución postconvencional. Por ello tampoco debe extrañar que posteriormente rechazaran el giro postcultural que se llevó a cabo en la teoría metainstitucional de la acción.

Pero quizá sea más sorprendente que el punto de partida de la teoría postconvencional del método se sitúe en la crisis de fundamentación que se lleva a cabo en la teoría metainstitucional de la acción de Vico, Fichte, Max Weber o el propio Habermas, cuando ellos mismos descubren que sus propias teoría son incapaces de evitar la posterior aparición de una crisis ecológica aún más contraproducente. Pero en realidad estos mismo autores también reaccionaron contra el tipo de solución metainstitucional que Apel describe, sin que tenga que extrañar que también rechazaran el giro relativista que, según Apel, se llevó a cabo en la teoría postconvencional del método.

Otra segunda contradicción muy sorprendente es la que se establece entre las distintas valoraciones que se hacen del método hipotético-deductivo, por el recurso a un "a priori" normativo que, según los casos, le hace adoptar una postura de exclusión sistemática de sus posibles resultados, por ser en sí mismos convencionales y falibles; o, por el contrario, de aceptarlos desde una postura integradora por configurar un nuevo principio de complementariedad decisionista, capaz de garantizar su propio autoalcance intencional interno.

En este sentido resulta bastante paradójico que en la Transformación de la filosofía se admita un "a priori" normativo que, como ocurre con el "a priori" de una comunidad ideal de comunicación, exige la autorrenuncia ("Selfsurrender" en expresión afortunada de Peirce) de todos los resultados heurísticos alcanzados en el "a priori" normalista de una comunidad real de comunicación, por estar mediados por el hecho irrebasable del lenguaje, que se afirma como un "hecho de la razón" del que no se puede deducir ninguna norma, a no ser que se quiera introducir de nuevo otra falacia naturalista.

Pero más sorprendente resulta aún que en Estudios éticos se legitime otro segundo "a priori" normativo que, como ocurre con el "a priori" de la situación, reivindica una ilimitada capacidad para reservar la intención última de lo que se dice o hace, a condición de admitir otro "a priori" formal que, como ocurre con el principio de complementariedad decisionista, se regula por  otro principio normativo de expresabilidad intencional recíproca capaz de conocer las condiciones de aplicación que impone su anterior "a priori" de la situación. Hasta el punto de que este nuevo principio normativo es capaz de alcanzar un conocimiento, o un "saber del saber", acerca de su propio autoalcance intencional interno, sin que la aceptación de estas pretensiones de autotranscendencia moral tengan el peligro de introducir una nueva falacia naturalista.

Se comprueba así como el mismo "a priori" nominalista que inicialmente configura una comunidad real de comunicación, incapaz de conocer sus propio autoalcance intencional interno, posteriormente configura un "a priori" normativo plenamente reflexivo que, además de conocer perfectamente sus propias condiciones de aplicación, también es capaz de alcanzar un conocimiento exacto de su propia autotranscendencia moral, por el simple hecho de remitirse a las condiciones formales de aplicación que impone su propio "a priori" de la situación, cuando en realidad anteriormente se había reconocido que la teoría postconvencional del método es incapaz de garantizar este extremo.

Otra tercera contradicción, bastante similar a la anterior, es la distinta valoración que se hace del método transcendental, cuando utiliza la máxima pragmática para dilucidar el significado como punto de partida para localizar sus propios presupuestos pragmático-transcendentales. Pues, según los casos, este método sólo puede dar lugar a una reflexión estricta en sí misma excluyente por la que se rechaza cualquier presupuesto crítico que no está directamente sobreentendido en la formulación de esta máxima; o, por el contrario, este método puede dar lugar a una reflexión performativa en sí misma integradora, por la que se admita cualquier argumento transcendental capaz de garantizar su propia autotranscendencia moral sin caer en autocontradicción pragmático-transcendental aunque no está directamente contenido en la formulación de aquella máxima.

En este sentido resulta bastante sorprendente que en la Transformación de la filosofía se fomenta un uso excluyente de este método pragmático-trascendental, por ser la única forma como se puede llevar a cabo una reflexión estricta sobre los postulados postconvencionales en sí mismos infalibles, que a su vez están sobreentendidos  de un modo incondicionado tras el uso de cualquier convención semiótica en sí misma falible, mediante la aplicación de la anterior máxima pragmática.  Hasta el punto de que este uso excluyente del método trascendental impide que también se pueda utilizar para justificar un transcendentalismo minimalista de tipo lógico, por opinar que de este modo sólo se justifica el uso en común de convenciones semióticas, que a sí mismas se reconocen como revisables y falibles.

Finalmente una cuarta contradicción bastante similar es la que se produce cuando se comparan las distintas valoraciones que se formulan acerca de los diferentes tipos de racionalidad, según cuál sea su capacidad para eludir la posterior recaída en un Trilema del Barón Münchhausen, o un nuevo Trilema de la acción iatrogénica.  Pues según los casos sólo se puede fomentar un uso excluyente de la racionalidad reflexivo-metateórica, por ser ésta la única forma como se puede transformar en virtuoso el círculo vicioso a que da lugar el Trilema del Barón Münchhausen; o, por el contrario, se fomenta un uso integrador de estas distintas formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas, por ser todas ellas necesarias para transformar en virtuoso el círculo vicioso al que da lugar su anterior Trilema de la acción iatrogénica.

En este sentido resulta bastante sorprendente  que en la Transformación de la filosofía se fomenta un uso excluyente de la racionalidad reflexivo-metateórica, por ser la única forma como se puede detectar la posterior recaída en un punto de partida dogmático, o en proceso al infinito, o en un círculo vicioso, al modo como ocurre con tanta frecuencia en las demás formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas.  Hasta el punto que el uso excluyente de esta nueva forma de racionalidad impide que se legitime cualquier tipo de complemento decisionista, que por la aplicación diferenciada de estas formas de racionalidad abstracta en un determinado "a priori" situacional, permita el paso indebido del ser al deber, o del hecho irrebasable del lenguaje a la forma deontológica que se debe aplicar en cada caso concreto, sin introducir de este modo una nueva falacia naturalista.

Pero más sorprendente aún resulta que en Estudios éticos se fomenta un uso integrador de este mismo método pragmático-transcendental, por ser el único modo para llevar a cabo una reflexión performativa sobre los supuestos complementarios en sí mismos decisionistas, que a su vez están sobreentendidos en un modo normativo tras el uso en común de cualquier convención postcultural, que sea antropológicamente necesaria para la formulación de esta máxima pragmática. Hasta el punto de que el uso integrador de este método también permite excluir cualquier fundamentalismo minimalista de tipo ético, pero por las razones contrarias a las que rechazaba el transcendentalismo de tipo lógico.  Por ahora se considera que se tiene que admitir cualquier ficción pública, o utopía ficcional, o simplemente convencional, cuya negación de su propia autotranscendencia moral suponga una simple contradicción performativa.

Se comprueba así como el mismo método pragmático-transcendental que inicialmente exige rechazar cualquier complemento lógico que pretenda reivindicar el valor de su propio autoalcance intencional interno, posteriormente se utiliza para fomentar el hallazgo de distintos principios éticos de complementariedad decisionista que son capaces de reconocer su propia autotranscendencia moral, por el simple hecho de remitirse a un argumento trascendental a partir del uso de convenciones semióticas simplemente falibles, cuando anteriormente este mismo tipo de reflexión estricta no permitía este extremo.

Pero más paradójico aún resulta que en Estudios éticos se fomente un uso integrador de esa misma racionalidad reflexivo-metateórica, mediante el complemento que ahora aportan otras formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas.  Pues se opina que éste es el único modo para detectar la posterior aparición de otras posibles acciones iatrogénicas con efectos contraproducentes de tipo neodarwinista, maquiavélico o simplemente irresponsable, que con tanta frecuencia ocurre en estas formas de racionalidad reflexivo-metateórica. Hasta el punto de que el uso integrador de estas distintas formas de racionalidad exige la aceptación incondicionada de un principio metateórico de universalización por "consensus", que a su vez autolimita su propia validez intrahistórica por la aceptación de un principio subsidiario de complementariedad decisionista por acuerdos simplemente parciales, que a su vez siempre reafirman sus propias pretensiones de autotranscendencia moral en sí misma universal, sin caer por ello en falacia naturalista.

Se comprueba así cómo la misma racionalidad reflexivo metateórica, que inicialmente exige rechazar cualquier otra forma posible de racionalidad autocríticamente diferenciada por ser en sí misma abstracta y no poder tener en cuenta todas las posibilidades lógicas a las que va a dar lugar su peculiar forma de aplicación en un "a priori" situacional, posteriormente también se utiliza para justificar la necesidad de admitir el complemento de estas mismas formas de racionalidad autocríticamente diferenciadas, mediante las que se legitima el uso de convenciones abstractas que ahora se consideran como antropológicamente necesarias, a pesar de que anteriormente esta misma racionalidad reflexivo-metateórica no permitía este extremo.

Evidentemente Apel puede objetar que las contradicciones que aquí se señalan son solamente contradicciones aparentes de tipo lógico-formal de las que con frecuencia él tan hábilmente se defiende, por tener un valor subsidiario, que en todo momento depende de la aceptación de una racionalidad reflexiva de orden superior. Y, evidentemente, las distintas formas de racionalidad que Apel aquí describe, incluida la racionalidad reflexivo-metateórica, dependen a su vez de una racionalidad dialéctica, que en raras ocasiones aparece, salvo cuando se acepta un punto de vista arquitectónico de conjunto como el que aquí se ha seguido.

Pero con independencia del modo de evitar las contradicciones aquí señaladas, lo cierto es que no se trata de simples contradicciones lógico-formales, sino de contradicciones que afectan a los elementos que configuran el mismo acto de la comunicación, como con sus distintos "a prioris" normativos, la validez de su método trascendental, o el tipo de racionalidad que en cada caso se pone en ejercicio. Por ello no debe extrañar que la crítica arquitectónica aquí formulada habría que aplicarla a cada caso concreto, a cada párrafo de la obra de Apel, por cuanto otorga a la validez que en general se otorga a las conclusiones del método hipotético-deductivo, o a la aplicación de la máxima pragmática, o al modo de plantear estos dos Trilemas tan aporéticos.

En conclusión se puede formular esta crítica del modo más general posible, poniendo de manifiesto, como Apel hace, un doble uso a la vez fuerte o exclusivista y débil o integrador, de los distintos elementos dialécticos que componen su nueva teoría de la racionalidad y del método. Pues de este modo pretende introducir un sistemático debilitamiento en los elementos fuertes de las obras de algunos en que se inspira, como son Aristóteles, Kant o Wittgenstein, a fin de introducir un reforzamiento en algunos de los elementos débiles presentes en todas estas corrientes nuevas de pensamiento moderno.

De este modo se pretende alcanzar una fundamentación trascendental de la filosofía práctica aristotélica, sin necesidad de tener que acudir a su metafísica. De igual modo que se intenta elaborar una nueva versión semióticamente transformada de la filosofía trascendental propuesta en la Crítica de la Razón Pura kantiana, sin cometer los excesos que, en su opinión, se hicieron posteriormente en la Crítica de la Razón Práctica.

O finalmente se pretende dotar de un fundamento trascendental a la filosofía práctica propuesta por el segundo Wittgenstein en las Philosophical Investigations, a partir de la autocrítica generalizada a este método trascendental que, en su opinión, se formuló en el Tractatus.

Aunque de todos modos conviene hacer notar como, a pesar de todo, Apel sigue reforzando algunos elementos fuertes de las obras que critica, de las que sigue haciendo un uso aun más excluyente, como ocurre con la noción de filosofía primera aristotélica, con el imperativo categórico kantiano, o con la mística en el primer Wittgenstein.

Pero el uso excluyente de estos nuevos elementos fuertes ha sido objeto de tales transformaciones heurísticas, semióticas o simplemente postconvencionales, que ya no guardan ningún parecido con el (...).

5. OBRAS PRINCIPALES DE APEL

Apel, K. O., Transformation der Philosophie; Frankfurt, Suhrkamp, 1973, T. I-II; Transformación de la filosofía, Madrid, Taurus 1975, T. I-II.

Estudios éticos, Barcelona, ed. Alfa, 1986.

Die Erklaren: Verstehen Kontroverse in transzendental-pragmatischer Sicht, Frankfurt, Suhrkamp, 1979.

Der Denkweg von Charles  S. Peirce. Eine Einfürung in den americanischen Pragmatismus, Frankfurt, Suhrkamp, 1967.

Die Idee der Sprache im Denken der Neuzeit von Dante bis Vico, Bonn, Bouvier, 1963.

6. OBRAS SOBRE APEL

KULMANN, W. y BÖHLER, D., Kommunication und Reflexion. Zur Diskusion der Transzendentalpragamtik Antworten auf Karl-Otto Apel Frankfurt, Suhrkamp, 1982.

CORTINA, A., Razón comunicativa y responsabilidad solidaria. Epílogo de K. O. Apel, Salamanca, Ed. Sígueme, 1985. (Recensión por Carlos O. de Landázuri en Anuario Filosófico, vol. XIX, 1, 1986, pp. 254-256).

ALVAREZ GOMEZ, M., Hermeneútica y racionalidad según las concepciones de Gadamer, Apel y Habermas, Aporía, v. 4 (1982), pp. 5-33.

ALBERT, H. Transzendentale Träumerein. Karl-Otto Apel Sprachspiels und sein hermeneutischer Gott, Hamburg, 1975.

BURNER, R., La filosofía alemana contemporánea, Madrid, Cátedra, 1984.

PEUKERT, H., Wissenschaftstheorie, Handlungstheorie, Fundamentale Theologie, Frankfurt, Suhrkamp, 1978, pp. 274-289.

HOTTOIS, G.; Aspects du Rapprochement par K.O. Apel de la philosophie de M. Heidegger et de la philosophie de L. Wittgenstein.

CONIL SANHO, J.; La semiótica trascendental como filosofía primera en K. O. Apel, Estudios Filosóficos, vol. XXXII, 1983, pp. 411-455.

CORTINA ORTS, A.; La hermenéutica crítica en Apel y Habermas, Estudios Filosóficos, vol. XXXIV, 1985, pp. 83-115.

Obras de consulta recomendadas para valorar a Apel:

LLANO, A.; Filosofía trascendental y filosofía analítica Transformación de la metafísica, Anuario Filosófico, vol. XI/1 y XI/2, 1978, pp. 101 y 115 y ss.

LLANO, A.; Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona.

INCIARTE, F.; Metafísica y cosificación, Anuario Filosófico, vol. X/1, 1977.

INCIARTE, F.; El reto del positivismo lógico, Madrid, Rialp.

CRUZ CRUZ, J.; Intelecto y razón.  Las coordenadas del pensamiento clásico, Pamplona, Eunsa, 1982.

WOJTYLA, K.; Persona y acción, Madrid, BAC, 1982.

CASCIARO, J.M.; Exégesis bíblica, hermenéutica y teología, Pamplona, Eunsa, 1983.

VICENTE ARREGUI, J.; Acción y sentido en Wittgenstein, Pamplona, Eunsa, 1984.

INNERARITY, D.; Praxis e intersubjetividad.  La teoría crítica de Jürgen Habermas, Eunsa, Pamplona, 1985.

LANDAZURI, C. O.; Construcción "versus" intuición en la nueva hermenéutica del lenguaje de Karl-Otto Apel, Anuario Filosófico, XV/2, 1985.

LANDAZURI, O.; Hermenéutica "versus" semiótica en la pragmática trascendental de la acción de Karl-Otto Apel en Biblia y hermenéutica, VII Simposio Internacional de Teología, Eunsa, Pamplona, 1985.

 

                                                                                                               C.O.L (1987)

 

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