AYALA, Francisco

Muertes de perro

Alianza Editorial, Colección "El Libro de Bolsillo", n. 156, 4ª ed. Madrid 1982, 238 pp.

INTRODUCCIÓN

La primera edición de Muertes de perro apareció en Buenos Aires, ed. Sudamericana, en 1958. Para ciertos críticos, ésta y El fondo del vaso suponen el logro máximo de Ayala, quien por su parte declara:

"El éxito de Muertes de perro se debe en parte al equívoco suscitado por su argumento. La gente ha visto en mi novela una obra política, de sátira contra la dictadura, y este interés de índole extraliterario (sic), aunque sin duda legítimo, es el que ha atraído a muchos hacia su lectura. Incluso han querido verse en sus personajes y situaciones el retrato o caricatura de personajes reales y de situaciones ocurridas en tal o cual país cuya existencia afecta emocionalmente a muchos eventuales lectores. Yo he procurado, sin embargo, aclarar los problemas literarios que subyacen bajo esas pretendidas y precipitadas identificaciones" (Rosario Hiriart, Conversaciones con Francisco Ayala, Madrid, Espasa-Calpe, Col. Austral, 1982, pp. 109-110).

Con todo, no son gratuitas esas identificaciones, y en algunos pasajes de la novela resultan inevitables. El tema de la obra es el derrocamiento de un dictador. La trama se construye en torno al monólogo de un aprendiz de historiador —Luis Pinedo— que refiere al lector el contenido de los papeles que posee —reproduciéndolos parcialmente—, las conversaciones que ha mantenido con algunos de los protagonistas de la historia, y sus propias conjeturas y reflexiones acerca del asesinato del dictador Bocanegra y la posterior revolución. El relato comienza pocos días después de la muerte de Bocanegra, pero el narrador se servirá del recurso de las citas textuales para llevar al lector al pasado y dosificará cuidadosamente la información sobre los sucesos actuales hasta llevarlo al inesperado final.

Consciente de que la fábula tiene muchas ramificaciones, el autor hará que se repita la narración de los hechos a través de varias fuentes, y aun a veces por mera reiteración en las digresiones de Pinedo.

El lenguaje adoptado responde a la ambientación geográfica del relato, con un uso discreto de americanismos. El autor se ha mostrado reticente, en diversas ocasiones, frente a las exigencias de la gramática preceptiva y aprovecha la ocasión: al gallego Rodríguez le cuesta la vida un artículo sobre gramatiquerías, y en Nueve, la recepción de Bocanegra en la Academia le permite exponer sus opiniones sobre la Academia y los académicos.

En la síntesis del libro, los números entre paréntesis remiten a la edición de Alianza. De esta síntesis se deduce también el carácter de los 27 personajes.

CONTENIDO

Capítulo Uno (pp. 7-12)

Luis Pinedo, el "insignificante Pinedito", nos cuenta desde su silla de ruedas cómo está haciendo acopio de documentos, que le permitirán más tarde recomponer el relato de la revolución que está teniendo lugar en su país; "se trata de un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre rincón del trópico, apartado, perdido entre las que nosotros, con evidente hipérbole, llamamos en comparación 'las grandes potencias vecinas'" (11).

Entre sus más preciados papeles están "las memorias que, con meticulosidad increíble y cierta buena mano literaria, venía pergeñando en secreto, día tras día, sobre papel timbrado de la Presidencia, el mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos, para ser en seguida su primera víctima: el secretario particular Tadeo Requena" (9).

"Pienso poner manos a la obra tan pronto como remita la ola de violencias, desmanes, asesinatos, robos, incendios y demás tropelías que afligen al país desde la muerte del presidente Bocanegra (...) De momento, ordeno mis papeles y mis ideas, adelanto el trabajo y preparo este esbozo previo al libro acabado que prometo para después" (12).

Capítulo Dos (pp. 13-16)

Comienza con una digresión de Pinedito sobre el ritmo lento con que, en la realidad, se producen los sucesos de una revolución: "el horror de épocas tales consiste más bien, curiosamente, en la lentitud con que los acontecimientos se dilatan, sometidos a una expectativa insaciable, tensa, que estira hasta lo insufrible los minutos, y las horas, y los días, y las semanas, y los meses" (13). Contraste de esta realidad con la falsa y vertiginosa impresión que produce el cine, la literatura y el relato histórico. Al hilo de este recurso estilístico, el autor, siempre por boca de Pinedo, nos hace saber lo siguiente: el presidente Bocanegra ha amanecido muerto, asesinado por Tadeo Requena; otra víctima, el Chino López, "suspendido por los pies (...) entre los podridos dientes le habían atascado la boca con sus propios testículos, ¿quién no recordaría sus siniestras y celebradas gracias de castrador avezado, y quién no traería a colación el nombre del difunto senador Rosales, su 'cliente' más notorio?" (15); "nuestra desdichada primera dama de la República, la inefable doña Concha," también pereció: un sádico imbécil machacó su cráneo en el chiquero-prisión de la Inmaculada; antes había servido de "general entretenimiento".

Capítulo Tres (pp. 17-28)

Comienza la transcripción de las memorias de Tadeo Requena, con un preámbulo en que Pinedo pondera la casualidad de que este documento llegase a sus manos después de la muerte de Tadeo, acribillado a balazos por el coronel Pancho Cortina.

Tadeo recuerda cómo el presidente Bocanegra envió al entonces comandante y hoy coronel Cortina al poblado de San Cosme, para que recogiese a Tadeo y lo llevase a la capital. "Alrededor de 17 años, ó 18, debía de tener yo por entonces. Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba; las gentes hablaban despacio, se movían despacio; muchos se iban yendo a echar el bofe en las factorías holandesas; algunos, con más suerte, alcanzaban a llegar hasta los Estados Unidos, y allí se quedaban para siempre" (21).

Sigue el relato del viaje a la capital. Se da a entender que Tadeo es hijo natural de Bocanegra. Al día siguiente, Cortina le lleva a la presencia del presidente Bocanegra que está, rodeado de su corte de aduladores, sentado "sobre la letrina (o, como pronto aprendí a decir, en el inodoro)" (26). El presidente le encomienda a los buenos oficios de su Ministro de Instrucción Pública, el Dr. Luisito Rosales —hermano del difunto senador—, y del comandante Pancho Cortina, "para que ambos velaran, respectivamente, por mi bienestar físico y mi formación espiritual, preparándome —y en el más breve plazo posible, ¿entendido?— para desempeñar cualquier misión o puesto que se me asignara. —Quiero verlo sin tardanza hecho un doctorcito en Leyes, ¿eh?; pero, ¡sin tardanza!" (28).

Capítulo Cuatro (pp. 29-40)

Vuelve Pinedo a tomar las riendas del relato para decir, brevemente, cómo fue encumbrado y desasnado Tadeo por el "inefable" Luisito Rosales, "para quien los deseos del Gran Mandón eran órdenes literalmente" (29). "La habitual maledicencia, que adoba, aliña y sazona los comentarios a cualquier noticia del día, se centró esta vez sobre el supuesto vínculo de filiación que se afirmaba existir entre el presidente y su flamante protegido" (31).

Habla Pinedo de un encuentro que tuvo con el periodista Camarasa, que le expuso su teoría sobre el poder "bocanegresco". "Prédica y agitación popular habían sido los recursos primeros de este demagogo, cuyo truco, fácil pero infalible, consistió —quién no lo recuerda— en reunir cuantos temas y motivos, aun contradictorios, fueran aptos para hurgar en las heridas de la pobre gente, y tremolarlos en el aire, disparando a los cuatro vientos promesas disparatadas, sin tasa, miedo ni medida. (...) encaramado a favor del descuido, la sorpresa y el desconcierto de las clases altas, a quien sus alharacas atemorizaban, el nuevo presidente, en lugar de transar con la realidad como era de esperarse y, sentando por fin la cabeza, haberse aplicado a rehacer tranquilamente su disipada fortuna, defraudó una vez más a los suyos y prefirió saciar sus injustificados rencores mediante festines de refinadas e hipócritas represalias, (...) esa primera fase de su gobierno había culminado y hecho crisis en el asesinato del senador Rosales, único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar en serio al dictador. (...) la subsiguiente 'capitulación y entrega' del hermano de la víctima, ese infeliz de Luisito Rosales que, con general escándalo y consternación, terminó por aceptar la cartera de Instrucción Pública ofrecida por Bocanegra, no era ya sino el símbolo patente de tan melancólico destino. Todo un período de la historia nacional quedaba clausurado con eso" (33-34).

Para ilustrar la muerte del senador Rosales, reproduce Pinedito un documento: "la copia del informe reservado que en la oportunidad envió a su jefe en Madrid el ministro de España acreditado ante nuestra capital. (...) El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado. Ocultos a uno de los costados de la escalinata que da acceso al Palacio Legislativo, los desconocidos pistoleros pudieron descargar a mansalva sobre él sus armas, y escapar luego en busca de seguro refugio" (36-37). Recuerda el embajador en su informe cómo Antón Bocanegra obtuvo la mayoría —salvo en la provincia del senador Rosales, Tucaití— en las elecciones "bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de 'Viva el PP' (Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo" (38). Termina mencionando los "rumores extraños acerca de la supuesta atrocidad que un grupo de campesinos, colonos o braceros suyos, habría intentado perpetrar sobre el Sr. Rosales, sometiéndolo en pleno descampado a una brutal operación quirúrgica con el obvio propósito de privarlo de toda base para ulteriores alardes de masculinidad" (40).

Capítulo Cinco (pp. 41-47)

Pinedito se hace eco de los comentarios que suscitó el "hecho de que, pocos meses después del luctuoso acontecimiento, el hermano mismo de la víctima tomara posesión de una cartera ministerial, jurando fidelidad a quien, expresa o tácitamente, todo el mundo señalaba como autor moral del asesinato" (41). Sigue describiendo el desconcierto de Tadeo ante el modo de portarse con él Luisito Rosales, y reproduce algunos párrafos de las memorias de Tadeo que ilustran las relaciones entre maestro y discípulo. Luisito le lleva a su casa y le presenta a sus hijos, Mª Elena y Angelo —este último es retrasado mental—, que ya conocían a Tadeo, aunque "María Elena me saludó como si jamás antes me hubiera visto. (...) y seguramente creyó generoso de parte suya, y discreto, y prudente, olvidarse del harapiento y del descalzo que quedaba atrás, y no acordarse de haberme observado tantísimas veces desde el balcón o desde detrás de la reja, cuando ella cuidaba al bobo de Angelo y se entretenía mirando a la calle, mientras yo procuraba, como los demás, lucirme, dándole el espectáculo gratuito de nuestras majaderías, de nuestros alardes, durante las tardes largas y aburridas del pueblo" (45).

"Tadeo encuentra objetable, cuando no reprobable, todo lo que su preceptor hace. (...) Sólo en un punto (...) encuentra plausible la conducta de Rosales: y es, por cierto, en el cuestionable punto de su aceptación del ministerio" (46-47).

Capítulo Seis (pp. 48-51)

Pinedo se refiere más por extenso a la "operación quirúrgica" que sufriera Lucas Rosales. Reproduce algunos párrafos de las memorias de Tadeo Requena, quien a su vez relata el suceso por boca del Chino López, autor material de la fechoría junto con cinco ayudantes forasteros, pues los de S. Cosme no se atrevieron.

Capítulo Siete (pp. 52-58)

Tadeo llega al poder. "Instalado ya como secretario, hosquedad, pocas palabras y ceño adusto constituyen su parapeto defensivo. Jamás descubre los flancos de su cortedad, de su mal remediada ignorancia. Se encierra en cauteloso silencio y da órdenes perentorias, transmite instrucciones, omite juicios. Mientras tanto, observa, escucha, toma nota de cuanto ocurre y, sobre todo, escribe, escribe, escribe... En el secreto de sus memorias desliza aquellos comentarios (expresos rara vez, con mayor frecuencia implícitos) que jamás se hubiera aventurado a formular de viva voz" (53).

Reproduce a continuación algunos párrafos de las memorias de Tadeo sobre las "incidencias de la primera celebración de la Fiesta Nacional a que hubo de asistir en el séquito de su excelencia. (...) el Jefe, inmóvil como una estatua, ocupaba el centro de la primera fila, entre el arzobispo y el ministro de la Guerra, ese pobre general Malagarriaga, tan ajeno a que ésta sería su última fiesta patria. Detrás se alineaban todos los demás ministros del gobierno y luego, sin guardar ya precedencia jerárquica, los otros funcionarios superiores de la Casa presidencial, entre los cuales ocupaba yo, por cierto, un lugar destacado." Sigue Tadeo comentando las incidencias del desfile, que dura varias horas y se le hace muy pesado. "El éxito de presentación de la nueva Policía Montada fue tan lisonjero que hubo de valerle a su comandante, Pancho Cortina, el ascenso decretado para la Gaceta oficial del día siguiente. (...) Pancho caracoleando su caballo y con el sable en actitud de saludo, ofrecía al presidente su sonrisa de galán de cine y tomaba posición, mientras la banda del regimiento de lanceros de Tucaití atacaba los acordes del himno patrio... (...) Pero yo no sé si es que ya estaba uno demasiado cansado; el caso es que, al cabo de un rato, también esto me pareció que se prolongaba más de la cuenta: proseguía, interminable, la música; las gentes empezaban a mirarse unos a otros, y Bocanegra no terminaba de dar la señal de costumbre al director de la banda para que éste cerrara la ejecución de la venerable pieza. Es el caso que nuestro himno patrio tiene, entre otras peculiaridades, la de carecer propiamente de principio y de final: consta de un solo motivo, simple, breve y grandioso como nuestra Historia misma, un motivo que se desdobla y se repite en dos ritmos diferentes, muy lento el uno, y el otro velocísimo, y de su alternancia resulta un contraste de noble dramatismo" (56). Viene a continuación la primera referencia a un perro: "Cuando he aquí que, de improviso, al pie mismo de la tribuna, bajo las patas de los caballos de la escolta, comienza a ladrar furiosamente un perro. (...) Era un perro pequeñito, sin duda; pero ladraba con tal estridencia y con tan persistente encarnizamiento que sus ladridos conseguían enredarse en los acordes de la banda y, a ratos, incluso, dominaban sobre su melodía. (...) en medio de esta situación increíble, observo de pronto que el doctor Rosales rebulle en su fila, se separa de sus compañeros de gobierno y, muy decidido, se lanza a bajar la escalerilla de la tribuna (...) el muy majadero fue a atizarle una feroz patada al perro ante los ojos innumerables de la tropa y del público" (58).

Capítulo Ocho (pp. 59-66)

Sigue enhebrando Pinedito retazos de las memorias de Tadeo. Comentarios que suscitó el incidente del perrito. El general Antenor Malagarriaga, ministro de la guerra y tío de Pinedo, conoce el ascenso del comandante Pancho Cortina por su publicación en la Gaceta. Pinedo supone que este disgusto fue lo que le costo la vida a su tío "que, de cualquier modo, no era un desalmado como ellos sino (...) un militar pundonoroso" (65). El general amaneció muerto en su cama.

Capítulo Nueve (pp. 67-71)

"Con astucia aldeana, Tadeo había asumido la actitud más pasiva de callar, aguardar, obedecer, hacerse chiquito y abstenerse de toda iniciativa; de modo que su jefe, el Jefe, comenzó a utilizarlo poco a poco, y a probarlo conforme lo necesitaba, para convertirlo pronto en su íntimo e indispensable instrumento, que era, con seguridad, lo que de antemano había proyectado, deseado y querido, sin imaginarse que este instrumento, volviéndose en contra suya, podría serlo de su muerte. En verdad, eran tal para cual" (67).

Describe luego Pinedo, citando las memorias de Tadeo, la recepción del Presidente Bocanegra en la Academia Nacional de Artes y Bellas Letras. "Nuestro muy ilustre presidente, que ya era doctor honoris causa, recibe ahora las palmas académicas." Se presenta con "el único símbolo de su poder que le gusta exhibir (...) las espuelas de plata que jamás se le caen de los talones, aunque jamás se le haya visto tampoco montado a caballo" (68). Sigue una digresión de Tadeo sobre el juicio que le merecen los académicos, y termina: "Y por cierto, hubiera dado algo por penetrar en el pensamiento de Bocanegra, adormilado ahí como un cocodrilo al sol, mientras por ejemplo, se despachaba catedráticamente el sociólogo Toño Zaralegui a propósito de las peculiaridades de nuestro idioma nacional, expresión del genio de la patria, tan enriquecido por la aportación de las proclamas, discursos y decretos de este hombre extraordinario, Antón Bocanegra, nuestro nuevo académico de número, (...) La cara del presidente no reflejaba nada. Y en cuanto a la del doctor Rosales, que era, como yo sabía bien, quien le redactaba los discursos a su excelencia, (...) ni siquiera pensó que los únicos méritos literarios invocados en el haber del nuevo académico eran obra de su docta pluma" (71).

Capítulo Diez (pp. 72-78)

Comienza con un chaparrón de invectivas de Pinedo contra Tadeo. Sus juicios sirven para ir perfilando el retrato del secretario: "el individuo no pasaba de ser un pobre ingenuo, sin sutileza alguna, sin ductilidad, ni otro talento que una audacia loca. ¡Un infeliz palurdo! Su verdadero talento, su fuerza, era de índole distinta, y muy temible, por cierto: demoníaca. Consistía en el poder corrosivo de una mirada que volatiliza, disipa, vacía, corrompe, destruye, en fin, todos los objetos donde se posa" (73).

Las tertulias familiares de Bocanegra y sus hábitos de bebedor, según las memorias de Tadeo: "Adormilado y embrutecido (...), con el vaso de aguardiente siempre al alcance de la mano, mientras ella, entornados los ojos, ausente, hila, urde y maquina sin cansancio" (74). "La muestra de mayor confianza que me ha dado, creo, es la de encargarme con la misión de llenarle el vaso (...). El sólo bebe aguardiente de caña; no quiere otra cosa. En las fiestas oficiales (...) nuestro presidente es de un patriotismo fanático, y no transige; no hay quien lo saque de su aguardiente, escanciado (eso sí, pues las formas hay que guardarlas) de garrafones de cristal fino, idénticos a los del whisky, para que al exterior no se note la diferencia" (75). Mientras todos se divierten en tales ocasiones, eufóricos por la bebida, "temblarían sin duda al advertir la mirada de tigre que nuestro aguardiente le pone al Jefe". Y Tadeo termina refiriendo la destitución fulminante de Domenech, "lanzado de un salto desde la poltrona de director del Banco Nacional de Créditos y Subsidios a los calabozos del castillo". Tadeo no se mostró sorprendido por el suceso: "cuando aguardaba yo a que el Jefe apurara el último sorbo de su vaso para servirle otro en seguida, entendí que la suerte de Domenech estaba sellada con sólo notar la manera larga, fría, tenaz, pegajosa en que le tenía puesta encima la vista, al tiempo que, distraídamente, balbucía no sé qué frase interminable para consumo y deleite de los lambiscones que siempre lo rodean" (77).

Capítulo Once (pp. 79-87)

Se reproduce un pasaje de las memorias de Tadeo que describe el robo de una imagen del Niño Jesús por parte de Carmelo Zapata, el vate nacional. Carmelo ha sustraído la imagen de la Exposición Nacional de Artes Populares porque considera que es irreverente. Descripción del altercado entre el Secretario del Instituto de Artes, Ciencias y Letras de la Nación, Tuto Ramírez, y el poeta Zapata. Intervención posterior de Luisito Rosales y del propio Tadeo. No queda claro si el Niño Jesús vuelve o no a la exposición. Es un episodio que no tiene ninguna relación con el resto de la historia y de innegable mal gusto.

Capítulo Doce (pp. 88-93)

Vuelve a tomar la palabra Pinedito, y, a modo de excusa por la zafiedad del capítulo anterior, comienza éste así: "Me doy cuenta de que, sin ton ni son, me he dejado arrastrar un poco por la corriente de esas dichosas memorias y me he apartado del propósito de mis notas, que no es sino reunir y criticar los documentos disponibles para que un día, con más sosiego, se escriba la historia de nuestros actuales desastres" (88).

Comentario sobre el artículo del periodista Camarasa, Cómo se hace una nación, publicado en El Comercio; Pinedito considera que el contenido de este artículo motivó el asesinato de su autor. "Bajo la forma de un sueño, pretendía Camarasa ver sus anhelos de patriota almeriense (...), fingiendo que, a raíz de un supuesto incidente con Marruecos suscitado por la cuestión de la soberanía sobre Ceuta y Melilla, se había producido un desembarco musulmán en las costas de Almería, seguido por la declaración de independencia de este antiguo reino de taifas, que ahora volvía a afirmarse como un Estado libre frente a España. Tan ridícula trama le procuraba a Camarasa la ocasión de mofarse, al mismo tiempo, de todo el mundo, y muy en particular de los esfuerzos que puede realizar una nación pequeña y joven como la nuestra, para —rebañando en el pasado— constituirse un acervo de tradiciones gloriosas" (89). Se enzarza una relación prolija de dimes y diretes en torno al impacto que tuvo el artículo en la opinión pública. Pinedito escribió una nota contra el artículo en el Boletín del Ejército y la Policía Nacional, "bajo el epígrafe de 'Se creerá que tiene gracia' ".

Capítulo Trece (pp. 94-99)

Lamentación de Pinedito sobre la situación actual del país, tan mala que si "volvemos la mirada hacia aquel tirano, su imagen se nos confunde ahora, casi, con la del bien perdido: tan relativas son las cosas de este mundo" (94). Nos refiere después la amistad de la primera dama, doña Concha, con Loreto —mujer de Antenor Malagarriaga, Ministro de la Guerra y tío de Pinedito—; amistad que Pinedo veía como una protección para él frente a los caprichos sanguinarios de Bocanegra..., "hasta cierto punto", pues Loreto es "una fémina llena de resentimiento contra todos sus parientes políticos, y chiflada por añadidura. La muerte repentina de Antenor me dejó consternado, como bien puede imaginarse, y sin saber qué repercusiones desagradables podría tener sobre mí. Por prudencia, me abstuve al pronto de buscar demasiado el contacto de la viuda; nunca le había tenido excesivas simpatías a Loreto, y se hubiera notado mucho. En cambio, frecuenté cada vez más a ese carcamal de Olóriz, pariente y protegido suyo, con quien no me faltaban buenos pretextos para estrechar mi trato; (...) quien maneja una asignación bajo la rúbrica de 'Servicios especiales y reservados', sabido es cuánto puede hacer discrecionalmente. (...) Además que, con buena voluntad, Olóriz y yo éramos al fin algo parientes: sobrino yo del difunto general Malagarriaga, y él tío de Loreto, su viuda..." (96).

Olóriz le cuenta a Pinedo la chifladura de Loreto: ha tenido una revelación o sueño durante el cual confunde a su marido con una "presencia maravillosa, (...) algo así como un Sagrado Corazón resplandeciente, o el arcángel Gabriel, o ese Buda, adolescente casi, del que yo había leído algo en una novela hacía poco; en fin, una presencia que era Antenor sin serlo" (96). Al despertar, Loreto descubre que su marido ha muerto de un ataque cardíaco.

Primera mención de que Tadeo mantuvo relaciones adúlteras con doña Concha, favorecidas por Loreto.

Capítulo Catorce (pp. 100-106)

"Decía que, tras el entierro y solemnes exequias de mi tío Antenor, doña Concha se llevó a la viuda, su inseparable Loreto, a vivir consigo en Palacio. Estaban unidas ambas damas por una amistad 'prehistórica', según solía decirse aludiendo maliciosamente a la época en que ninguna de las dos mujeres había conocido todavía a su futuro esposo" (100).

Para ilustrar las excentrecidades de la primera dama, refiere Pinedo el episodio de la muerte de Fanny, una perrita japonesa que poseía doña Concha. "El fallecimiento del 'encantador e inteligentísimo can' fue noticia de prensa y radio" (103). Para consolar a la noble matrona, Mr. Grogg, el embajador norteamericano, hace traer de su país una perrita idéntica en un avión superfortaleza del ejército norteamericano. El mismo episodio se repite en un informe del embajador español a su jefe. Es la segunda mención de un perro que aparece en la novela.

Capítulo Quince (pp. 107-112)

Para Pinedo esos detalles frívolos adquieren un sentido trágico: "los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente (...) sigue matándose con frenesí (...) la frivolidad puede tener el efecto de un bofetón o de un escupitajo" (107).

Abunda en la descripción del carácter de la primera dama: "Lo verdaderamente explosivo en su persona era la mezcla de tal liviandad con la ambición" (108). Pondera cómo urdió la conspiración contra su marido y sedujo a Tadeo, sin entrar en detalles descriptivos. Sus "tenidas espirituales, que con toda puntualidad celebraba los martes". Según Pinedito, "Tadeo estuvo siempre a la defensiva con ella", y para ilustrar esta afirmación reproduce un párrafo de las memorias de Tadeo en que éste cuenta las libertades que doña Concha se tomaba con él. Dando un salto en el tiempo, Pinedo se entretiene en explicarnos la motivación psicológica del retrasado mental que asesinó a doña Concha en la prisión: "En el espíritu entenebrecido de aquel infeliz debió alzarse de pronto una ola de pánico al sentir entre sus brazos a la señora hermosa y aureolada de prestigio" (111).

Capítulo Dieciséis (pp. 113-121)

"Esta mañana, conforme repasaba yo mis papeles, de pronto me entraron ganas de reír, aquí, solo en mi habitación. Resulta que en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos; (...) un perro deberá ser también ahora el protagonista de cierto pasaje que encuentro en las memorias del secretario Requena" (113) y que  considera expresivo del ambiente en que se incubó la tragedia.

"Cuenta que un día, poco después de abrirse las oficinas, compareció en la antecámara don Luisito Rosales, con la pretensión de entrar al despacho del señor Presidente, llevando un perro de la cadena" (114). Tadeo no le deja pasar y acaba averiguando que el perro es un regalo que pretende hacer don Luisito al presidente; la gracia del animal: sabe ladrar el himno nacional. Tadeo convence a Luisito para que le deje el perro hasta la tarde, pero cuando vuelve el propietario se encuentra con que Tadeo ha ahorcado al perro colgándolo de una percha del guardarropa. Tadeo, ante la estupefacción de don Luisito, le argumenta la irreverencia que significa poner el himno nacional en la boca de un perro. "En fin, cuando se dispuso a irse, le di una palmada en el hombro y pude arrancarle una lastimera sonrisa con algunas bromas: —Alégrese, doctor. La oportuna muerte de ese chucho le salva a usted de la horca; lesa patria, pena capital. Y me pasé, como de costumbre, el dedo por la garganta" (121).

Capítulo Diecisiete (pp. 122-132)

"¡Qué viejos, qué lejanos y qué triviales, qué absurdos en su insignificancia, parecen ahora todos esos cuentos, a la vista de lo que está ocurriendo en torno a uno! (...) Así, mucha gente que detestaba a doña Concha, la presidenta, ha terminado por compadecer su triste suerte, y hasta por descubrirle algunas póstumas virtudes; y, al lado de lo que hoy usurpa irrisoriamente el nombre de gobierno, el gobierno de Antón Bocanegra hubiera merecido parangonarse con el de Marco Aurelio; tan relativas son las cosas de esta vida (122-123).

Yo mismo —pues no me excluyo— he tenido que modificar algunas de mis anteriores apreciaciones" (123). Pinedo entabla de nuevo contacto con su tía Loreto y siente compasión por ella.

El viejo Olóriz es quien controla la situación después del asesinato de Bocanegra. Se instala en el poder una junta revolucionaria, "esos que yo llamo 'in mente' los Tres Orangutanes Amaestrados del viejo Olóriz". El propio Pinedo ha creído "prudente arrimarse a éste y nombrarlo mi jefe, dado que, en realidad, yo siempre había trabajado para los servicios reservados y especiales" (123). Los tres miembros de la junta son: Rufino Gorostiza, alias la Bestia, ex luchador de catch y sargento; Falo Alberto, de la Policía Montada y Tacho Castellanos, de los parques de Intendencia.

Olóriz facilita a Pinedo la dirección de Loreto, que "cuando una partida de forajidos entró en palacio y, so pretexto de seguridad personal para la interesada, se llevó presa a la ex presidenta —cosa que ocurrió al día siguiente de morir Bocanegra—, ella, Loreto, se apresuró a meter en un maletín lo mas necesario y acudió en busca de hospitalidad a las puertas de un matrimonio amigo, quienes, por si fuera poco prestarle habitación, unos días después huyeron a refugiarse, del otro lado de la frontera, en una factoría holandesa de la cual eran accionistas, y le dejaron por suya y a su cuidado la casa entera" (127). Pinedo va a visitar a su tía y obtiene una información de primera mano sobre los trágicos sucesos.

Capítulo Dieciocho (pp. 133-146)

Este capítulo resume la información obtenida por Pinedo. Equivale casi a la fábula de la novela.

Capítulo Diecinueve (pp. 147-155)

El suicidio de don Luisito Rosales contado mediante la reproducción de un informe del embajador español. El mismo suceso en las memorias de Tadeo Requena: "¡También, la absurda idea del viejo, irse a San Cosme para eso! (...) ¡Como si no hubiera habido aquí, en la capital, ganchos de donde poder colgarse, si tantas ganas tenía! Pero, no: era necesario hacerlo en una viga de su casa... Y luego ¡ahorcarse! (...) tuvo que elegirse esa muerte de perro. La cuestión es, por supuesto, jorobar al prójimo" (152-153).

Sigue contando Tadeo, en un tono muy cínico, cómo fue a San Cosme, por encargo del presidente, para ocuparse del traslado del cadáver. Allí se acostó con Mª Elena, la hija del muerto, en una pieza contigua al salón en que estaba el féretro (no hay descripciones de contenido erótico, pero no por eso es menos repugnante el texto).

Capítulo Veinte (pp. 156-164)

"A guisa de complemento", Pinedo reproduce "algunos de los papeles procedentes del convento de Santa Rosa, en el poblado de San Cosme, que conservo en depósito hasta que me los reclame quien me los confió. Son cartas y borradores de carta" (156) de la correspondencia entre la abadesa —reverenda madre Práxedes del Sagrado Corazón— y su pariente, la viuda del senador Rosales, a quien aquélla informa del fin trágico de su cuñado Luisito. En la primera carta se perfila indirectamente la personalidad de la abadesa con rasgos muy poco favorables: llama necias a sus monjas —aunque lo tacha después—; razona de un modo muy poco sobrenatural; se muestra dispuesta a socorrer a María Elena, pero no a su hermano subnormal...

Por la contestación de su prima desde Nueva York, el lector conoce algunos detalles más de la muerte del senador Lucas Rosales. Al parecer el senador se dirigía a la reunión del Senado con la intención de morir matando, pues, después de que lo castraron, "ni yo misma podía proponerle que se resignara a semejante modo de existencia" (161). La viuda lamenta también que "no pudiera repetir la hazaña de Sansón, aquel gran suicida, cuyo acto, lejos de vituperarse, merece la glorificación de las Sagradas Escrituras" (162). En general, la viuda del senador se muestra más caritativa que su prima abadesa, y termina ofreciéndose para recoger al huérfano subnormal: "y, con estrechez, podremos salir adelante todos" (164).

Capítulo Veintiuno (pp. 165-172)

Explica Pinedo cómo obtuvo los papeles del archivo de la legación de España ingeniándose para convencer al sargento-comandante que custodiaba el edificio después del asalto de las turbas. Los del convento, en cambio, los considera llovidos del cielo, "porque, cuando menos hubiera podido soñarlo, vino a hacerme entrega de ellos, precisamente, un ministro de Dios, un sacerdote y —en verdad— un bendito: quien resultó serlo D. Antonio, el párroco de Santa Rosa y capellán del convento" (166). Sigue una relación pormenorizada de la conversación de Pinedo con D. Antonio, quien le cuenta los sucesos de la revolución en San Cosme, el asalto del convento de Santa Rosa, la desaparición de la abadesa en los disturbios —"no hubo profanaciones ni sacrilegios, ni las monjas pueden quejarse, en cuanto a la integridad de sus personas, sino del susto pasado y de algún que otro empujón" (170)—, y todas sus peripecias hasta el encuentro con Pinedo. Al despedirse, Pinedo le sonsaca que a Mª Elena, "después de tenerla un tiempo en el convento, la abadesa la había expedido a Nueva York consignándosela a su tía, la viuda del senador" (171).

Capítulo Veintidós (pp. 173-183)

Entre otros documentos, Pinedo encuentra en el portafolios que le dejara el cura de San Cosme "unos cuadernillos escolares que en seguida me llamaron la atención, y cuyo texto (...) voy a reproducir de inmediato, en aquello que importa. (...) Se trata (...) de unas páginas acongojadas y casi convulsas que María Elena, la hija de Luisito Rosales, escribió a raíz del suicidio de su padre" (173). Cuenta cómo se confesó con D. Antonio después de que se llevaran a enterrar el cadáver de su padre, en unos términos de propaganda antirreligiosa. En el resto de las divagaciones de la muchacha se advierte cierto amargado fatalismo que parece mero trasunto de la increencia y perplejidades del autor: "¿Por qué, Señor, no permites rectificar el dibujo, rehacer el bordado, borrar las equivocaciones peores? Ya no hay remedio; nunca hay remedio para lo que verdaderamente importa" (178).

Sigue una larga digresión, un lamento, sobre la incomprensión con que su madre trató a su padre, incomprensión que María cree haber heredado. Termina de un modo muy amargo: "así como no puedo dar razón de mi conducta, tampoco hallo el camino del arrepentimiento" (182).

Capítulo Veintitrés (pp. 184-188)

Comienza con una digresión de Pinedo sobre el pecado original. Reproduce luego la carta de la abadesa a su prima de Nueva York, tía política de la muchacha, "para encajarle a María Elena, y hacerlo de tal modo que a la otra no le quedara el recurso de poner objeciones, ni más remedio que apencar con el hecho consumado" (185). La abadesa ha conocido los hechos al leer el cuaderno de María Elena y expresa en la carta algunos juicios que se compadecen muy mal con la caridad; incluso asoma de nuevo alguna pincelada fatalista: "Hubiera debido yo, y me acuso de no haberlo hecho, considerar los antecedentes familiares, y darme cuenta de que algo turbio, oscuro, demoníaco, en fin, tenía que haber en la sangre de quien añadió el suicidio a la traición" (186). Dice también en la carta que el otro huérfano ha desaparecido del pueblo.

Capítulo Veinticuatro (pp. 189-202)

Se excusa Pinedo por haberse extendido tanto con la historia anterior. Vuelve a las memorias de Tadeo Requena: descripción de las relaciones de Tadeo con doña Concha, sesión de espiritismo, que ya conocemos por lo dicho en el capítulo Dieciocho, y lucha de doña Concha para convencer a Tadeo de que cumpla el encargo de los espíritus de los hermanos Rosales y mate a Bocanegra, porque: "en la cabeza de Bocanegra (ya sabes que él siempre obra a traición) se estaba cociendo nuestra pérdida" (196). Tadeo sospecha de la veracidad de los espíritus porque el de Luisito le dice: "Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada (...). Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales!" (202).

Capítulo Veinticinco (pp. 203-209)

Siguen las memorias de Tadeo: "dormí mal y, para colmo, tuve una pesadilla. Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños. Comparecía en realidad —así me lo expresó— para confirmarme (...) lo que la medium había declarado" (203). Don Luisito tacha a la medium de coprófaga consumada y explica: "de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento" (204). Tras una digresión sobre la naturaleza de los sueños, Tadeo se despierta "riendo pero angustiado. Y en seguida empecé a sentir dolor de cabeza" (205). Sale a dar una vuelta para despejarse y encuentra a Angelo —el hijo subnormal de Luisito Rosales, que había desaparecido del pueblo— en un mercado. "Parecía un mendigo. No parecía: era un mendigo" (207). Tadeo le da unas monedas y le compra dulces en una confitería, pero todas sus reflexiones en torno al suceso están cargadas de cinismo.

Capítulo Veintiséis (pp. 210-215)

Complementa el capítulo Dieciocho.

Capítulo Veintisiete (pp. 216-220)

Cuenta Pinedo que las memorias de Tadeo se las entregó Sobrarbe, oficial administrativo de la Secretaría particular de la Presidencia. Sobrarbe se hospeda en la misma pensión donde yo vivo desde hace ya quién sabe cuánto tiempo: la pensión Mariquita (y bien que este nombre le encaja al tal Sobrarbe, dicho sea entre paréntesis); (...) al enterarse de que mantengo trato frecuente (...) con el viejo Olóriz, cuya imprecisa importancia, o influencia, dentro de la política actual no deja tampoco de susurrarse, vino (...) a confiárseme en la cuestión del manuscrito" (216-217).

Al llegar a su oficina, Sobrarbe se entera, por un ujier, de los sucesos de la noche anterior. Va a la mesa de Tadeo y la saquea, apoderándose de las memorias y del dinero. Por el relato que hace Pinedo sabemos también que: "el coronel Cortina se había roto el coco al bajar las escaleras, y privado de conocimiento se lo llevaron en busca de primeros auxilios" (218). Pinedo se queda con los papeles y encuentra una solución adecuada a las circunstancias del caso" (220), en cuanto al dinero.

Capítulo Veintiocho (pp. 221-223)

"¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia?" (221). Y a lo largo de la digresión de Pinedito se pondera la situación de Pancho Cortina. Al parecer tenía esperanzas de suceder a Bocanegra, y al otro día volvió en sí en una cama de la enfermería de la prisión militar "detenido e incomunicado por superior disposición" (222).

Capítulo Veintinueve (pp. 224-231)

Pinedo vuelve una vez más a la larga conversación que sostuvo con su tía Loreto para ampliar nuestra información sobre Pancho Cortina. Aventura la hipótesis de que doña Concha se puso de acuerdo con Pancho para deshacerse en una noche de Bocanegra y de Tadeo. También dedica un extenso parlamento al poder y a los métodos sanguinarios de Olóriz: "nunca se estiraba a dar órdenes, y en eso residía precisamente el secreto de su arte; (...) sólo después de muy rogado se aventura a expresar cuán prudente sería, en circunstancias tan delicadas como las actuales, no perder de vista a Zutano o a Mengano. Con lo cual basta para que, a la mañana siguiente ya Mengano y Zutano hayan dejado para siempre de constituir objeto de preocupación pública..." (230).

Capítulo Treinta (pp. 232-235)

¡Ay de mí! ¡Ay de mis proyectos, de mis glorias de historiador!" (232). Pinedito se siente amenazado por Olóriz, quien, después de una larga conversación, le pregunta: "¿qué documentos son ésos que tú te agencias? Me he enterado de que andas a la caza de datos que nada te interesan. ¿A quién vendes tú esos papeles?" (232). Pinedo le dice la verdad, pero se azora y sale de la entrevista muy inquieto. De vuelta a su casa, decide poner en práctica una idea que "aunque arriesgada, era magnífica" (233).

Llama por teléfono a Olóriz a las dos y media de la madrugada "para insinuarle en tono de misterio y mediante cautelosos circunloquios que le debía comunicar algo de importancia suma" (234). Olóriz trata de zafarse pero Pinedo insiste. "Mire: se trata de una cuestión, ¿cómo le diría?, de vida o muerte. De vida o muerte para usted, ¿me entiende? (...) Conseguí alarmarlo; en fin, lo puse sobre ascuas. Y dado que por teléfono era imposible que le dijera más, quedó aguardando con impaciencia, en el porche mismo de su casa, mi sigilosa llegada" (234). Una vez en casa de Olóriz, Pinedo inicia la conversación con una disculpa; se aproxima al sillón del viejo. "En seguida, cambiando de tono, exclamé: —Cuidado, cuidado, señor Olóriz. Estése quieto, no se mueva. Inclínese un poquitín, que tiene una avispa en el cuello.

Me entregó la garganta el incauto, y aquello fue cuestión de un instante nada más. Un solo instante; y, sin ruido, su alma canalla se precipitó a los infiernos" (235).

El narrador termina la novela felicitándose y considerando que algún día le "deberá levantar una estatua la nación, reconocida":

"¡Pinedito eres grande! Dentro de pocas horas, cuando se difunda la noticia de que el viejo Olóriz ha amanecido estrangulado en el porche de su casa, la ciudad, y el país entero, respirarán con alivio, aunque por el momento nadie sospeche de quién ha sido la mano bienhechora y libertadora que le puso el cascabel al gato; cuál es el nombre del ciudadano benemérito a quien algún día deberá levantar una estatua la nación, reconocida" (235).

VALORACIÓN LITERARIA

a) Estructura y estilo de la novela:

Pinedo es el autor-narrador que reconstruye los hechos (en 3ª persona). Son frecuentes las digresiones: comentarios de Pinedo (en 1ª persona) sobre el material que tiene o sobre su opinión acerca de los acontecimientos:

"¡Buena caja de sorpresas es el mundo; y bien de ellas encierran las tales memorias! ¡Quién lo hubiera adivinado! Pocas son las cosas que se escapan a mi observación en esta desconocida Atenas del trópico americano. Reducido por mi enfermedad al mero papel de espectador, desde mi butaca veo, percibo y capto lo que a otros, a casi todos, pasa inadvertido. Son las compensaciones que la perspectiva del sillón de ruedas ofrece al tullido" (cap. 3, p. 17).

"Así es como refiere Tadeo Requena su entrada en la casa presidencial. Cuenta a continuación que, después de tanta espera, esa noche cenó —como un bárbaro, dice— en el cuerpo de guardia; y sólo bien entrada la mañana siguiente, reanudándose el lúcido sueño del nuevo Segismundo cuyo papel había comenzado a representar, fue introducido otra vez en el palacio y llevado por fin a la augusta presencia de Bocanegra. ¿En qué circunstancias? Más valdrá reproducir las palabras exactas del interesado. Su naturalidad ingenua describe las maneras y estilos del inmundo dictador que hemos padecido, con elocuencia mayor que los indignados dicterios y apóstrofes de sus peores detractores" (cap. 3, p. 24).

"El texto relativo al asesinato de Rosales es particularmente extenso y serio. Dice así, copiado a letra: 'Excmo. Sr.: Me cumple hoy informar a V. E. de acontecimientos hasta cierto punto graves y que, si no me engaño, pueden marcar un punto crítico en el proceso de descomposición (o, si se quiere, como algunos pretenden, de transformación social revolucionaria) a que se encuentra sometido este país. El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado' " (cap. 4, p. 37).

"Casi siempre los datos que nos ofrece el secretario encierran algo curioso, aunque no siempre resulten trascendentales, ni siquiera importantes en sí mismos" (cap. 10, p. 75).

Además, como puede comprobarse en los ejemplos anteriores y en las citas incluidas en el epígrafe I de esta recensión, incluye muchos fragmentos de los documentos que maneja; sobre todo, de las memorias de Tadeo Requena (en 1ª persona). Al reconstruir los hechos, son frecuentes los diálogos entre los protagonistas:

(Reproduce un fragmento de las memorias de Tadeo): "—Pero veamos el quid. ¿De qué se trata? Sépase de una vez la razón... —apremió el doctor Rosales. Entonces nuestro hombre, sin decir más nada, desenvolvió uno de los paquetitos que había dejado sobre mi mesa y, cuando lo hubo descubierto (era, desde luego, el Niño robado): —Vea, señor ministro —dijo—: éste es el quid. Y se quedó aguardando con triunfante y, en el fondo, un tanto inquieta expectativa. Don Luisito se encajó los lentes, contempló el objeto y, después de observarlo un rato, preguntó: ¿Qué tiene de particular? Muy bonito no lo es, desde luego; es un adefesio, pero... ¡como los otros!; ni más ni menos" (cap. 11, p. 84-85).

Otras veces se trata de diálogos directos entre el autor-narrador y alguno de los protagonistas de la historia. Por ejemplo, cuando relata la entrevista con doña Leonor, en la que intenta recoger nueva información sobre el asesinato de Bocanegra:

"Y aun en el supuesto (que, desde luego, no excluyo) de que todo fuera una fantasía construida a posteriori, no por eso su angustia es menos efectiva, menos dolorosa su obsesión, menos patética su manía. Le pregunté:

—¿Y nunca después ha tenido usted barrunto alguno, nueva señal, nada?

—Nada —me contestó con énfasis—. ¿Podrá creerme, Pinedo? Lo que se dice nada —y me miró en silencio" (cap. 17, p. 130).

"Por supuesto, yo no me proponía discutir tales cuestiones con mi interlocutora, sino sacarle datos; y añadí:

—Déme, si no, un solo ejemplo de decisión importante adoptada contra la voluntad de ella. —Fue acertar un pleno.

—¿Contra la voluntad de ella? Pues, sin ir más lejos, el nombramiento de Rosales para ministro de Instrucción —me respondió.

Y yo abrí unos ojos como platos. Me mostré sorprendido; mi sorpresa halagaba a Loreto.

—No es posible —dudé—. Si ella era quien... ¿No había sido idea de ella el incorporar al gobierno gente respetable; gente, en fin, como mi tío Antenor...?" (cap 18, p. 139-140).

El tiempo narrativo no es lineal. La novela empieza con Pinedo dispuesto a rehacer lo sucedido con ayuda de los documentos que ha reunido, cuando Bocanegra ya ha sido asesinado, y termina poco después, aunque no se dice con precisión el tiempo transcurrido, con el asesinato de Olóriz, el nuevo usurpador, por el propio Pinedito. Entre el principio y el final, Pinedo ha ido reconstruyendo los acontecimientos más destacados de la dictadura y asesinato de Bocanegra, pero sin seguir un orden cronológico, sino con saltos en el tiempo, avances y retrocesos, hasta reconstruir lo ocurrido: la estructura por tanto, se parece a un rompecabezas. No por azar ni descuido del autor, sino de un modo muy estudiado: refleja el trabajo de investigación del historiador Pinedo.

Para Ayala, la novela es el género de estructura externa más flexible, y así sucede en Muertes de perro, como se acaba de señalar. La novela no puede catalogarse dentro del realismo descriptivo, objetivista, sino en un realismo crítico, con el que Ayala trata de dar su interpretación de la vida humana; interpretación que, pese a los desmesurados elogios de algunos críticos, resulta bastante pobre, o mejor, parcial y negativa (cfr. III. Valoración Doctrinal).

El estilo de Ayala es tragicómico: ironía y pesimismo son notas destacadas. Los recursos que más emplea son la ironía, el sarcasmo, el contraste, la metáfora degradante... Y una mezcla de frialdad y pasiones a lo largo de la narración. Casi nunca hay ternura. Algunos ejemplos pueden encontrarse en las numerosas citas de la novela incluidas en esta recensión. A continuación se añaden otras:

(Dice de Tadeo Requena): "¿De modo que este sujeto gris, callado, inteligente, sin duda, pero brutal y, sobre todo, frío como un lagarto, despreciable en definitiva; esta especie de arrivista desaprensivo, acabado ejemplo de la mulatería rampante que hoy asola el país, resultaba ser en el secreto íntimo de sí mismo nada menos que todo un señor dotado de aficiones literarias...?" (cap. 3, p. 17 y 18).

En otros momentos lo califica de "Nuevo Segismundo" (p. 25), "palurdo azuzado" (p. 29)...

(Así describe el cadáver de Antenor Malagarriaga, descubierto por su esposa después de un sueño maravilloso): "al encender la lámpara del velador sólo pudo constatar la aterrada señora que aquello, allí, a su lado, era (¿qué Presencia ni presencia?) una burda falsificación, un remedo, una mentira infame, con la verruga de Antenor y sus bigotes lacios y una especie de mueca burlesca" (cap. 13, p. 28).

(Tadeo Requena recuerda su primera visita al poeta Carmelo Zapata): "Carmelo Zapata era alguien; tras haberme hecho esperar un tiempito razonable me había recibido, sentado, pluma en ristre ante su escritorio, entre el reluciente yeso de una bonita Victoria de Samotracia, a su derecha, y el famoso cenicero artístico que, adornado con un don Quijote a caballo, le habían obsequiado las damas del Ateneo Pedagógico en la ocasión memorable y reciente de sus bodas de oro con la Poesía, tan celebradas por el país entero. El bardo me acogió benévolamente cuando una tos mía lo sacó de la meditación en que se hallaba sumido; fue amable conmigo, paternal; y en pocas pero bien pensadas frases me adoctrinó sobre la importancia que el poeta tiene para la sociedad, de la cual él es alto exponente, alma y verbo" (cap. 11, p. 83).

En Muertes de perro apenas hay descripciones de lugares ni de ambientes. Lo que importa es la acción y la conducta de los diversos personajes, reflejada en esta acción y en las irónicas descripciones con que son caracterizados.

El lenguaje —narrativo o coloquial— adquiere a menudo tintes desgarrados, duros, como corresponde a una visión irónica y pesimista de la realidad.

b) Personajes:

Casi todos son grotescos y excéntricos seres deformados por el vicio y la inmoralidad, fruto de la visión tragicómica de Ayala. En este punto, resulta inevitable el recuerdo de Valle-Inclán, aunque Ayala no tiene ni la imaginación ni la brillantez estilística de don Ramón: sería el caso de Bocanegra, Luisito Rosales, doña Concha, doña Loreto, Tadeo Requena, etc.

La excepción está en algunos personajes secundarios, los únicos que parecen verdaderos seres humanos: con defectos y virtudes, que sufren, que viven más o menos honestamente, con cierta capacidad para distinguir el bien y el mal, y que tienen sentimientos humanos: el senador Lucas Rosales y su mujer; la hija de Luisito Rosales, María Elena: este personaje, que al final desespera y se pierde, refleja, a pesar de esto, una conducta humana y no sólo caricaturesca y bestial como ocurre con aquéllos. La carta de la viuda del senador Lucas Rosales a la abadesa del convento de Santa Rosa, después de conocer el suicidio de su cuñado Luis, es la parte más humana de la novela: la expresión del dolor y la esperanza de una mujer noble, fiel a las virtudes de su marido, a la que sostiene el amor a sus hijos y aun se dispone a pasar privaciones para cuidar a los hijos del suicida, a pesar de que éste traicionó la memoria de su hermano. La conducta de esa mujer y, dejando aparte los defectos del pasaje de la confesión de María Elena, la del párroco de San Cosme son quizá las únicas que tienen cierto atractivo y responden a un comportamiento cristiano de cuantas aparecen en Muertes de perro.

El narrador (Pinedo) está por encima de todos ellos, vanidoso y escéptico, frío y calculador. Se diría que va manejando a unos y a otros con sus comentarios y omisiones: representa en parte el punto de vista de Ayala, aunque éste lo convierte en un personaje más con su intervención en el desenlace de la novela.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Una de las discípulas más consecuentes del profesor Ayala, Rosario Hiriart, publicó en 1982 unas conversaciones con su maestro (cfr. pág. 1 de esta recensión). En la primera —Evocaciones del pasado—, Ayala se refiere a su experiencia como escolar:

"... mi vida de niño en la escuela fue realmente penosa, desagradable, como para todos o casi todos los chicos en España por aquel tiempo. Era la escuela bastante inhóspita por diferentes razones, así que serían muchos los relatos que yo le podría hacer, pequeños episodios que me dejaron cicatrices, temor, aversión, incluso odio a veces" (R. Hiriart, o.c., p. 15 y 16).

Y refiere una anécdota de la intervención desafortunada de un profesor al decir seriamente a los padres del infante Ayala que su hijo es tonto. Un poco más adelante, en esa misma entrevista:

"—Una pregunta de orden muy personal: ¿se considera usted un hombre religioso? Sin duda asistió en su infancia a colegios religiosos y en su casa recibiría educación católica...

—Sí, en efecto; asistí a colegios de religiosos y fui educado en la religión católica. Mis padres eran muy creyentes; mi padre, en un sentido más tradicional y convencional; mi madre (que había crecido bajo la influencia de mi abuelo, "librepensador", como entonces se decía, y persona de altos principios morales) tenía un catolicismo abierto, liberal, casi bordeando el protestantismo, tal cual hoy prevalece tras el Concilio Vaticano, pero que en su tiempo era una rareza: las prácticas de la iglesia correspondían en ella a un sentimiento auténtico, más que a la rutina de las devociones. En cuanto a mí, la fe religiosa sucumbió muy pronto, en la infancia misma, por lo que se refiere a los dogmas de la Iglesia. Pero si a veces he reaccionado con cierta violencia contra su institución es, precisamente, porque la inquietud religiosa nunca me ha abandonado; el sentimiento del misterio último me ha acompañado siempre y por eso no he podido ser indiferente en ningún momento" (R. Hiriart, o.c., p. 18 y 19).

En Muertes de perro este drama personal —el hombre sin fe, anticlerical, que no puede olvidar al clero— se pone de manifiesto de un modo obsesivo en numerosas ocasiones. Se advierte en el autor cierto conocimiento de la doctrina cristiana y de la Sagrada Escritura que le permite menudear las alusiones de contenido religioso fuera del contexto apropiado; es más, en un contexto ridículo y hasta impío. Así, por ejemplo, las últimas palabras de Cristo en la cruz —consummatum est— se utilizan en dos ocasiones: para indicar la consumación de un adulterio y de un asesinato. Uno de los personajes que presenta notas más negativas en su carácter es la abadesa del convento de Santa Rosa. Para el capellán del convento, Ayala no se ahorra epítetos despectivos —"un pobre gato"—, que se hacen extensivos al resto del clero. La abadesa aparece como cobarde, hipócrita y sin entrañas.

Para amenizar el relato, el particular sentido del humor de Ayala le lleva a intercalar un entremés bufo, irreverente, a costa de una imagen del Niño Jesús.

Son tan continuas estas muestras a lo largo de la novela que el lector podrá poner en tela de juicio, o quizá entender con más precisión, esa "inquietud religiosa que nunca me ha abandonado", pero no podrá dudar al menos del innegable mal gusto del autor.

En un plano más profundo que el del mero mal gusto, todo lo ahormado que se quiera por sus personales experiencias, y de la rabia anticlerical, Ayala padece, más que sustenta, una peculiar visión del mundo y del hombre que tiñe la novela de principio a fin. Esa visión hunde sus raíces en la doctrina de Lutero, por más que no sepamos si el autor es consciente de ese parentesco. En sus propias manifestaciones aborda la cuestión de un modo superficial: los reproches que se le hacen de que presenta a los hombres, al Hombre en general, con crueldad excesiva, se deben a que implica al lector, y se implica él mismo, en el juego. Por otra parte, afirma:

"el carácter y conducta de cada ser humano, hombre o mujer, imaginado por mí para componer una trama novelesca responde por entero a su propia y peculiar individualidad, sin que quepa atribuirles el calificativo de buenos o malos a que se corresponde la partición simplista de la literatura popular" (R. Hiriart, o.c., p. 135).

La cuestión estriba en que todos esos hombres o mujeres que desfilan por su novela están fatalmente corrompidos, y eso es algo que se presupone para la humanidad en general, de modo que carece de sentido preguntarse si son buenos o malos. La muestra más neta de este fatalismo pesimista en Muertes de perro es el monólogo de María Elena (Veintidós), que no encuentra el camino del arrepentimiento.

Una explicación asequible de este aspecto de la doctrina protestante puede encontrarse en Lucas F. Mateo Seco, Martín Lutero: Sobre la libertad esclava (EMESA, Col. Crítica Filosófica, n. 19, Madrid, 1978. Son particularmente esclarecedoras las páginas 125-163).

Se ha dicho que el tema esencial de la narrativa de Ayala es "la condición humana, hoy", con un propósito moralizador (Andrés Amorós). Pero en Muertes de perro, la visión del hombre que ofrece Ayala es negativa; el bien no existe y, por tanto, no se adivina la salida de tal laberinto: parece que esa "condición" es una animalización irremediable. De hecho, en algún momento, al odiado dictador asesinado se le añora casi, y la novela termina con un nuevo magnicidio: este relativismo, que se afirma explícitamente en varias ocasiones, sólo puede dejar una sensación de desamparo y pesimismo, que es lo que resulta de la lectura de Muertes de perro.

Los padecimientos del autor son sin duda acreedores a una actitud comprensiva por nuestra parte, y merecen también respeto "sus múltiples reservas hacia casi todo" (entrevista ABC, Madrid, 17-XII-83), pero esa agresividad antirreligiosa, no exenta de cinismo, que penetra toda su obra desmiente la amplitud de criterios de que blasona. "Tras esa imagen de penumbras y abandonos no hay duda de que Ayala oculta muchas cosas" (entrevista en ABC, Madrid, 17-XII-83, Blanca Barasategui).

 

                                                                                                             M.A.F. (1982)

 

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