BALTHASAR, Hans Urs VON

Estados de vida del cristiano

Encuentro, Madrid 1994, 399 pp.

 

Tomando como referencia los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, el libro pretende ser una meditación sobre la respuesta del cristiano, que desea entregarse por completo a Dios, a las llamadas de Cristo.

La obra se divide en tres partes. En la primera, titulada Trasfondo (pp. 15-92), presenta el proyecto original divino sobre la creación y las consecuencias del pecado como fundamentos teológicos de la diversidad de estados de vida de seguimiento de Cristo que encontramos hoy en la Iglesia. En la segunda, Los estados (de vida) cristianos (pp. 93-290), se detiene en la separación de los estados de vida en la Iglesia llevada a cabo por Cristo, y en la descripción de cada uno mostrando sus diferencias y la complementariedad mutua. En la tercera y última parte, titulada La llamada (pp. 291-380), considera la prioridad divina en la constitución y elección de los estados de vida de seguimiento de Cristo.

PRIMERA PARTE: "TRASFONDO"

El objetivo principal de esta obra es esclarecer el porqué existen dos estados de vida cristiana: el estado cristiano común y el estado derivado de la profesión de los tres consejos evangélicos. Von Balthasar presenta como problemática la convivencia de ambos porque «forma parte de la perfección el que el hombre, por amor a Dios, se desprenda también de aquello que legítimamente podría utilizar, a fin de estar más libre para Dios. De este modo, la valoración de los consejos como "perfectionis via", como puro medio para conseguir una meta deseable para todos, sufre un fuerte desplazamiento y se convierte en valoración de esos consejos como "amoris gradus", como estadio superior del amor, que, en virtud de una mayor entrega, también parece mayor» (p. 33). En conclusión, si el hombre está en el mundo para amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, debería seguir el estado de los consejos: aquel estado de amor perfecto.

En esta primera parte, von Balthasar presenta como origen teológico de la diversidad de ambos estados una doble causa: el pecado original, que da comienzo al "estado de naturaleza caída" donde está rota la armonía original, y la diversidad entre el orden de la naturaleza y el orden de la gracia (cfr. pp. 36-39).

El fin último del hombre no es otro que el Amor, y desde siempre fue sobrenatural, insiste Von Balthasar. Por ello el hombre debe mirar el amor del Hijo para descubrir su verdadera vocación (cfr. pp. 52-59). En el estado original, antes de la aparición del pecado, la actitud moral de Adán y Eva «fue la de la obediencia perfecta, de la virginidad perfecta y de la pobreza perfecta [por lo que] se sigue que los tres consejos como actitud interior expresan la perfección suma que el hombre puede alcanzar en el amor. Pero puesto que en el estado original no existe aún una elección de Dios entre diversos estados, la actitud interna de los consejos es una misma cosa con la observancia externa de ellos» (p. 87).

La propia voluntad de Adán y Eva era idéntica a la obediencia a Dios. La obediencia «era servicio a Dios en confianza, agradecimiento, amor. Era sencillamente fe» (p. 68). La desobediencia del primer pecado fue fruto de querer romper «la fe a fin de sacar a la luz la razón desnuda oculta allí, una razón sin fe, se le abrirían los ojos y sabría entonces lo que Dios sabe, pero lo que Dios sabiamente ocultó: la distinción entre el bien y el mal, que, de pronto, no tiene otro contenido que el conocimiento de la desnudez propia» (p. 69).

También antes del pecado nuestros primeros padres eran marido y mujer, y habían recibido un encargo divino preciso: "Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla" (Gén. 1,28). «A pesar de todo, Adán conoció a su mujer sólo cuando ambos habían sido expulsados del paraíso con la maldición del trabajo penoso y de los dolores de la maternidad... Si ellos hubieran permanecido en el paraíso, la fertilidad del amor humano habría sido completamente distinta a lo que pasó a ser tras el pecado original... Dentro del paraíso, la virginidad de Eva no habría sido dañada mediante su maternidad, porque el amor entre marido y mujer habría sido lo más casto, un amor que habría tomado del espíritu la salida de su fertilidad» (pp. 69-71).

Por último, en el estado original Adán y Eva «no conocían necesidad ni indigencia alguna, no necesitaban para sí nada que tuvieran que esconder o escatimar el uno al otro. Sólo cuando se les abrieron los ojos después del pecado y vieron que estaban desnudos comenzaron a tejerse delantales, cada uno el suyo, estableciendo con ello el comienzo de la propiedad privada [...]. Sólo ahora, cuando todo se hace escaso, cuando comienza la lucha por la existencia, la penosa necesidad de la propiedad privada se hace inevitable» (p. 77).

Tras lo dicho podemos concluir que, según Von Balthasar, obediencia, pobreza y virginidad, tal como las observaban Adán y Eva antes del pecado original, aparecen como la condición originaria del hombre fruto de la gracia divina: «El estado original es, pues, la síntesis perfecta del estado cristiano secular y de los consejos, donde el estado de los consejos expresa la actitud y mentalidad interior, y el estado secular, en el mundo, su realización y correspondencia externas» (p. 86). Con la aparición del pecado se pierde el estado inicial, desapareciendo la observancia de los tres consejos (cfr. p.86). Y no sólo, sino que también el hombre queda incapacitado para vivirlos de nuevo en su estado inicial: «La propiedad privada a la que la necesidad empuja al hombre sigue siendo aquí abajo un entorpecimiento de la entrega perfecta. Es posible que uno tenga una actitud absolutamente desprendida, sin embargo, no puede menos de reclamar para sí ciertos bienes del mundo que le son indispensables para vivir y que no tiene el más mínimo derecho a regalar. Tampoco puede en modo alguno renunciar en este mundo al uso autónomo de su inteligencia y de su voluntad libre [...]. Ha canjeado su fe y amor por el bien de la autodeterminación, pero este bien, de suyo positivo, sigue siendo, visto desde el origen, el resultado de una despotenciación y, sin la fe y el amor, no es suficiente para alcanzar el destino original. Lo mismo vale para la desgarrada sexualidad. En modo alguno es mala, pero su forma de manifestarse es también consecuencia de la despotenciación, y ni siquiera el mayor cuidado para evitar toda culpa en la utilización de esas fuerzas es capaz de restablecer la pureza y virginidad originales» (pp. 85-86).

Von Balthasar se detiene a continuación a mirar el estado final de las cosas: el cielo. El hombre, afirma, «estaba puesto en el mundo terrenal para perseverar ahí en el estado original y encaminarse así hacia su estado final en Dios, en el cielo. A su tiempo le haría llegar Dios el fruto del árbol de la vida (Ap. 2,7), y le conferiría la otra inmortalidad, la celestial, de la que uno ya no puede caer. Porque sucumbió a la tentación, tiene que reencontrar por largos rodeos el acceso al estado final, que, desde el estado original, habría sido más próximo y menos trabajoso» (p. 88). En el cielo, en definitiva, se dará la unidad perfecta de obediencia y libertad, alcanzará su realización la virginidad paradisíaca, y será también la pobreza perfecta (cfr. pp. 88-91). «El estado final celeste será la consumación del estado original del paraíso. En el plan original de Dios, no habría sido necesario que los estados tal como la Iglesia los conoce hoy se hubieran diferenciado saliendo de su unidad. Pobreza, virginidad y obediencia no hubieran estado en oposición con la riqueza, la fertilidad y la libertad, sino que, desde un principio, habrían sido su expresión definitiva y habrían tenido su confirmación definitiva en la consumación del cielo» (p. 92).

SEGUNDA PARTE: "LOS ESTADOS (DE VIDA) CRISTIANOS"

El fin del hombre fue siempre sobrenatural. Es por ello que, tras el pecado, «se autodestruye porque su destino está más allá de su naturaleza y de sus posibilidades humanas, ya que sólo como reconciliado con Dios está en condiciones de percibir ese destino y de perseguirlo con su gracia» (p. 96). Pero Dios no renuncia a su proyecto original sobre el hombre y envía a su Hijo en quien establece la definitiva alianza, de modo que sólo en Cristo el hombre entra en comunión con Dios.

Ahora bien, estar en Cristo es por gracia, y supone amar de modo perfecto, tal como ama Él (1 Jn. 2,5), lo que no es posible con las solas fuerzas naturales. Ello supone —según Von Balthasar— que el cristiano se encuentra separado del mundo, viviendo en la luz y en el amor de Cristo. «Esa separación se lleva a cabo mediante un doble, pero unitario, acto de Dios: la elección y el llamamiento. Mediante la elección, Dios adquiere para sí un hombre o un pueblo, entresacándolo de los no elegidos. Mediante el llamamiento, Dios da a conocer esa elección a los elegidos, que se convierten así en llamados. No es posible que Dios se escoja un hombre o un pueblo sin dar a conocer esa elección en el llamamiento. La llamada es la revelación de la elección. Así, los cristianos, en cuanto que forman la Iglesia, son "linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios, que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz" (1 Pe. 1,10), y ambos conceptos, llamamiento y elección van juntos y se complementan recíprocamente para constituir lo que fundamenta el estado de los cristianos en la Iglesia» (p. 100). Por lo tanto, «en virtud de esta elección y llamamiento a estar en la Iglesia —que no es otra cosa que la objetividad de la elección y la llamada— parece que todos los cristianos pertenecen a un único estado común» (p. 102).

Pero «la obra de la separación se realiza no sólo entre Iglesia y "mundo", sino que prosigue de inmediato dentro de la Iglesia, en concreto, de una doble manera que se corresponde con la doble separación [...], primero como separación entre "estado de los consejos y estado universal", luego como separación entre "estado sacerdotal y estado laical" (p. 102).

Von Balthasar prosigue intentando fundamentar bíblicamente la separación de ambos estados de vida cristiana, y la naturaleza teológica de cada uno. Según el teólogo suizo, «el estado de elección es, de modo excelente, el estado de Cristo» (p. 114). Él tomó en su encarnación las formas de la pobreza, de la virginidad y de la obediencia; fundando la posibilidad de vivir en la tierra las leyes vigentes en el paraíso: el estado donde se materializa la entrega total a Dios. Por eso, este estado parece casi sinónimo al estado perfecto del seguimiento de Cristo y, por ello, del amor divino, tal como éste se ofrece en concreto a los hombres dentro del mundo caído (cfr. p. 119). Entonces, ¿todos los cristianos están llamados al estado de elección? Von Balthasar responde negativamente. Lo argumenta señalando que la entrega total es inseparable de la obediencia; y, puesto que el hombre con sus propias fuerzas no puede vivir los tres votos, su elección debe estar sostenida por la gracia de Cristo, es decir, conlleva una llamada divina «cualificada, especial, diferenciada y a la que no se contrapone una llamada igualmente cualificada en el mismo modo al estado en el mundo. Más bien, ésta se caracteriza frente al estado de elección mediante un no ser llamado en este sentido cualificado» (p. 107). Por tanto, tan sólo si Dios llama al estado de elección, el cristiano debe abrazarlo.

Von Balthasar continúa preguntándose: ¿por qué la separación de dos estados en la Iglesia? Y explica: «Por un lado, es innegable que la integridad del estado del paraíso en un mundo de tales características no era representable ni recuperable sino en la renuncia a aquellos bienes cuya transgresión de la envoltura de gracia que los encerraba pertenece a la esencia del estado caído: propiedad privada, fertilidad instintiva y voluntad propia. Pero la simple renuncia a ellos no basta de suyo para restaurar la unidad del estado paradisíaco. Mientras que la naturaleza está sometida al dolor y a la muerte como castigo o para expiación, esa renuncia sigue siendo algo negativo que incluye la pérdida de los bienes complementarios; riqueza, fertilidad natural y libertad. De ahí que la llamada a tal renuncia no pueda ser general. Pondría en peligro e incluso aboliría el orden de la naturaleza tal como ella existe en el estado de caída, pues las exigencias paradisíacas a la humanidad no se cumplirían ya: "¡Creced y multiplicaos! ¡Llenad la tierra y sometedla! ¡Dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los vivientes que reptan sobre la tierra!" (Gén. 1, 28). Una orden general que impusiera a los hombres a causa del cielo la continencia sexual, la renuncia a los bienes terrenos y al libre dominio sobre la naturaleza equivaldría a una abolición de esos mandamientos de los primeros tiempos (cfr. p. 121); «la generalización del estado de los consejos equivaldría a una marcionismo: separación de la Alianza Antigua y la Nueva, del orden de creación y de redención, de Jahvé y Cristo» (p. 122).

Esta separación de ambos estados en la Iglesia lleva al laico a mantener una existencia compleja y tensa. Él ha recibido la llamada de Cristo a un amor perfecto, y tiene «el encargo cultural, que persiste, pero, para realizarlo, no posee los órdenes originales de la naturaleza, sino los combinados inextricablemente con el estado de naturaleza caída: el orden de la propiedad privada y del derecho exigible por la fuerza, la procreación instintivo-sexual, la libre formación de la opinión personal». Por ello, no puede representar la integridad de vida «en virtud de la orden de la creación como el elegido la representa en virtud de su renuncia [...]. El cristiano en el estado en el mundo tiene que cumplir tanto la orden cultural como observar el llamamiento general al amor cristiano que le llama desde el mundo caído al orden de la redención. Se encuentra bajo una doble ley que crea dentro de él tanta mayor tensión cuanto mayor conciencia tiene de su situación» (pp. 123-124). El cristiano corriente, cuando más consciente es de su llamada a la santidad, al cumplir su encargo cultural —que «está fuera de la Iglesia» sin ser «un encargo específicamente cristiano»— hace «más obras de la nostalgia que de la ejecución» de su tarea (cfr. p. 124).

La diversa naturaleza teológica de ambos estados la explica también desde Cristo. «En su camino por el mundo, el Señor representa el estado en el mundo mediante los treinta primeros años de su vida. Es durante ese tiempo miembro de una familia humana, nacido y criado como todo el mundo; y, sobre todo, está sometido a sus padres en la vinculación que es característica del estado en el mundo. El estado de Jesús durante ese tiempo es el modelo del estado en el mundo, no el estado en el mundo mismo. Porque ni Él está obligado por su condición natural, a diferencia de los demás hombres, a su estar, sino que se ha situado libremente en esa ligazón, no brotó de un matrimonio natural, ni se somete al vínculo del matrimonio, característico del estado en el mundo. Su estar en el mundo es como la ocultación de su permanente estar en el Padre, sin que se pueda decir que su estar en el mundo es por eso, en verdad, un estado de elección. Porque éste se funda sólo mediante la desvinculación de los lazos familiares, que caracterizan, sin embargo, los primeros años de la vida de Jesús. Esa ocultación sigue siendo, pues, el modelo auténtico, y no sólo aparente, del estado en el mundo, ya que el Hijo como niño, adolescente y joven maduro, es el primero que vive dentro del verdadero marco humano y en obediencia real a las leyes de la familia y de la sociedad naturales la posibilidad de estar en el Padre y en la voluntad y envío de Él. Cuando Él, más tarde, al comienzo de su envío público, abandona ese marco, inicia una nueva forma de vida, funda junto con sus discípulos una nueva comunidad, en esa segunda fase de su vida no se limita a continuar lo que Él ha comenzado en la primera, sino que subraya con todo énfasis el salto entre una y otra fase, y, mediante el carácter distinto del segundo estado, esclarece de nuevo la autonomía del primero. Esta confrontación se produce allí donde Él niega su parentesco terreno respecto de su madre y hermanos para reconocer todavía el parentesco sobrenatural con aquellos que hacen la voluntad del Padre» (pp. 142-143).

Continúa Von Balthasar: «Como Él cumple la voluntad de su Padre naciendo dentro del primer estado (Gál 4,4), así la observa ahora en el segundo estado, que se contrapone al primero, desligándose del primer vínculo a causa del segundo. La identidad está en el igual cumplimiento de la voluntad del Padre en el que el cambio de obediencia se presenta como una emancipación del vínculo con el mundo [...]. Sólo porque el Padre lo liga al orden del mundo es Él obediente a los padres en la primera vida; y sólo porque el Padre le llama del mundo se desvincula Él de aquel orden para fundar el orden nuevo, sobrenatural» (p. 143). «El estado en el mundo y el estado de elección están fundados así mediante el único estado de Cristo. En ambos cumple Él la voluntad única del Padre, pero de manera que Él la observa en el primer estado como sometimiento a los vínculos naturales, en el segundo como sumisión a los lazos sobrenaturales, vínculos justificables sólo desde el evento de la redención» (p. 146).

Conviene precisar que Von Balthasar identifica el estado en el mundo con el estado matrimonial, es decir, no admite la posibilidad de optar por el celibato sino asumiendo el estado de elección, pues «la virginidad nunca podrá ser en la Iglesia más que un aspecto parcial del estado uno y único —contrapuesto al matrimonio— que Cristo en la cruz trajo al mundo mediante la unidad de pobreza, virginidad y obediencia como la nueva forma de la fertilidad divina» (p. 174). Y precisa que no se puede hacer que «aparezca como algo normal e incluso deseable una especie de "tercer estado" entre el estado matrimonial y el estado de los consejos [...]. El sí del consentimiento matrimonial y el sí del voto se corresponden con lo que Dios espera del hombre: la entrega incondicional, al igual que el Hijo en la cruz entregó todo, cuerpo y alma, por el Padre y por el mundo» (p. 176).

Según Von Balthasar, «la vinculación total mediante el sacramento o el voto es estado cristiano realizado. Hasta la elección de estado, la persona tiene que perseverar en un estado de espera que, como tal, en modo alguno es imperfecto porque sintoniza con la voluntad de Dios» (p. 179).

A continuación, Von Balthasar se detiene a considerar el estado sacerdotal. Escribe que «el estado de los consejos existe antes que el estado sacerdotal, y los discípulos son conducidos del primero al segundo» (p. 187). Entre ambas formas de vida hay una afinidad interna, que se percibe al mirar la unidad del estado de elección de Cristo: él «es sacerdote en la medida en que él pone en sí la unidad del ministerio y del amor, él detenta el ministerio sólo porque él es la entrega. Y Cristo realiza esta unidad de ministerio y amor sólo siendo a la vez el oferente y el ofrecido, el sacrificador y el sacrificado. Él asume conjuntamente la acción de sacrificio y la pasión de sacrificio» (p. 188). Por ello concluye que el sacerdocio ministerial en la Iglesia y el estado de los consejos «son plasmaciones del único estado de elección que existe en la Iglesia. De ahí que ambos deban responder a las estructuras generales de ese estado, por más que cada uno de ellos pueda estar dominado por leyes especiales» (p. 199).

Identificados así, según su parecer, los "tres estados" de vida cristiana —el estado sacerdotal, el de los consejos y el laical—, Von Balthasar señala algunas notas comparativas. La unidad entre los dos primeros, extraña al estado laical, le lleva a afirmar que «el estado laical en el mundo no se comporta (teológicamente) respecto al estado sacerdotal y al de los consejos como un tercer especificado, sino como lo general respecto de lo singularizado mediante características diferenciadoras. De ahí que tampoco haya una consagración especial al estado laical como la hay al sacerdocio o al estado monástico: la consagración del laico es la del cristiano a secas, el bautismo, que da acceso a todos los demás sacramentos y a toda la perfección del amor, pero consagración que es común a todos los cristianos; también a los sacerdotes y a las personas que se encuentran en el estado de los consejos. Cierto que el matrimonio está ordenado de manera especial al estado laical y que le da un nuevo cuño sobrenatural que es inaccesible para los otros estados. Sólo el matrimonio funda el "estado matrimonial" como una posibilidad excelente del estado laical, pero no el estado laical como tal» (pp. 244-245).

Puesto que los tres estados son estados de vida cristianos, Von Balthasar señala también una unidad entre todos. Esa unidad se aprecia mirando al mundo que queda fuera de la Iglesia. Ésta, escribe el teólogo suizo, «no tiene razón de ser por sí misma, sino que existe para la redención definitiva del mundo. Ella tiene que proclamar con eficacia y encarnar entre los pueblos la soberanía de Dios que ha irrumpido en Jesucristo, e implantarla en la medida de sus posibilidades» (p. 257). De ahí que «entre el ámbito de la Iglesia y el mundo fuera de ella deberá tener lugar no sólo un inevitable trato e intercambio mundanos, sino uno basado profundamente en la normativa de la historia de la salvación: una ósmosis entre ambos ámbitos por la que el mundo influye en la Iglesia y ésta en el mundo [...]. La ósmosis entre Iglesia y mundo se realiza en dos movimientos contrapuestos que no son, sin embargo, sino dos caras del mismo evento: en sístole y diástole. Una cara es la progresiva y transformante recepción del mundo en el ámbito de la Iglesia; la otra es el continuado desbordarse de la Iglesia en el mundo» (pp. 258-259).

Según Von Balthasar, la aportación de los seglares a esta ósmosis es sistólica, mientras que la del estado de elección es diastólica. A los laicos les compete «hacer visible de forma práctica, en el marco de la Iglesia, cómo se puede poner al servicio del desprendido amor cristiano bienes espirituales y materiales de un orden del mundo caído»; «hacer transparente el eros y el sexo con miras a la caritas cristiana» —un matrimonio vivido de manera cristiana hace que la Iglesia brille para el mundo—; y demostrar «que el cristiano no sólo en la entrega de su libertad de decidir, sino también en la permanente autonomía del poder elegir puede insertarse en la obediencia global de la Iglesia al Señor» —obediencia eclesial del laico en su actuación en el mundo— (cfr. pp. 263-264). Para ello, los laicos deben llenarse cada vez más del espíritu de los consejos (cfr. p. 267).

El diverso papel de ambos estados para actuar el intercambio entre Iglesia y mundo, precisa Von Balthasar, «no puede significar que la cara que la Iglesia tiene vuelta al mundo esté reservada a los laicos mientras que los estados de elección tendrían que limitarse a representar la cara de la Iglesia que transciende al mundo. Pero si, como queda dicho, los grandes envíos cualitativos exigen el estado de los consejos a fin de que el enviado esté en todo instante libre y disponible para su tarea específica, nada impide que, partiendo precisamente del estado de los consejos, se tense todo el arco hasta el competente dominio también de los órdenes civiles. Esta síntesis quieren realizar de forma permanente los institutos seculares» (p. 268).

La segunda parte se concluye resumiendo de forma sumaria las relaciones entre los estados eclesiales (pp. 271-290). Entre otros puntos, se precisa:

       — «El estado sacerdotal y el estado de los consejos representan, frente al estado laical en el mundo, un llamamiento diferenciado; son frente a éste los únicos llamamientos fundantes de un estado de vida en la Iglesia. Si tuviera lugar dentro del estado laical un llamamiento cualitativo a un seguimiento especial, llevaría de por sí al llamado a una participación en el estado de elección» (p. 272).

       — «El estado de los consejos, como el estado de la entrega de toda la persona al servicio de la redención, aparece en una unidad especial con el estado de Cristo, y adquiere por ello una función normativa frente al estado sacerdotal y al estado laical» (p. 280). Von Balthasar explica la particular dignidad del estado de los consejos de la siguiente manera: «Pues aunque Cristo (y María con él) está sobre los estados y funda todos ellos, lo hace preferentemente llevando en sí, también en el estado en el mundo en su juventud, la forma escondida del estado de los consejos, como un germen que se desarrollará más tarde. Tampoco fundó de otra manera el estado sacerdotal sino reuniendo primero en su personal actitud de sacrificio todo lo funcional veterotestamentario para hacer que sólo desde ella se desarrollara de nuevo en una funcionalidad eclesial [...]. Sólo apuntando a ese amor [que va hasta el extremo del sacrificio] tuvo sentido todo el sacerdocio ministerial de la Antigua Alianza, y únicamente desde ese amor tiene el sacerdocio ministerial de la Nueva Alianza el valor de una representación eficaz de la obra realizada. Mediante ello, el estado de los consejos pasa a ser el estado propiamente conformante para toda vida en el seguimiento del Señor» (pp. 280-281).

       — Por esta unidad especial entre el estado de los consejos y el estado de Cristo, «el estado de los consejos es, pues, no sólo "tender a la perfección" o a la santidad, sino que es también un ser puesto en aquella forma de vida cuya realización verdadera es la esencia de la santidad misma. Porque el contenido de los tres votos y la forma del voto contienen la santidad misma» (p. 281). «La santidad de tal manera coincide con lo que da su forma a la vida de los consejos que todo llamamiento a la santidad es una llamada a la vida según el espíritu (aunque no necesariamente a la forma externa) de la vida de los consejos» (p. 282).

TERCERA PARTE: "LA LLAMADA"

Von Balthasar termina su libro con el estudio del fenómeno vocacional, porque «la llamada es no sólo lo que funda el estado cristiano como requisito previo, es la esencia del estado y de la vida cristiana» (p. 293).

Los elementos esenciales de la llamada

Von Balthasar distingue tres elementos divinos constitutivos de la vocación: la elección, la llamada y el envío. Toda vocación parte de una elección divina gratuita, puesto que el hombre sólo puede entablar un dialogo con Dios si es Él quien lo interpela y lo capacita para la respuesta. Es Dios, en un acto de su absoluta y eterna libertad, el origen y el sustento de toda vocación. El hombre requerido por Dios se encuentra, por lo tanto, predestinado desde antes de la creación del mundo mediante la elección libre divina (cfr. pp. 295-308).

La llamada, segundo elemento, es la notificación de la elección divina a la persona. «Es posible circunscribirla con precisión en el tiempo y en el espacio, aunque es la manifestación de una elección de Dios acaecida desde toda la eternidad y para toda la eternidad. Y esta llamada, históricamente una, puede desdoblarse en una serie de actos históricos que, en su conjunto, representan la historia de un llamamiento» (p. 302). La llamada, además, contiene también las gracias especiales que capacitan al hombre para corresponder a la interpelación (cfr. pp. 320-323).

Respecto al tercer elemento divino constitutivo de la vocación, Von Balthasar afirma que sólo mediante el envío se convierte el hombre en persona según el pleno sentido del término, porque es lo que ha sido pensado expresamente por Dios para él y adjudicado como regalo personal. La gracia del envío personal confiere a la vida del hombre el verdadero contenido y, sobre todo, la justificación de su existencia (cfr. pp. 53-61). El envío aparece así como elemento principal en la constitución del fenómeno vocacional, en torno al cual emergen los dos anteriores. Sólo mirando este envío el hombre descubre su vocación: «No conocerse ni contemplarse bajo otro punto de vista que el del envío, y, con ello, encontrar en el servicio perfecto la plena autorrealización» (p. 59).

La notificación del envío definitivo no hay que circunscribirla al mismo momento histórico de la llamada, sino que esta última puede dirigirse en su inicio hacia una maduración personal, hasta el momento de la manifestación definitiva de la voluntad salvífica divina para el hombre. Después, el acto histórico del envío se convierte en el punto de partida de una guía mediante el Espíritu Santo, para configurar la vida en conformidad con la misión (cfr. pp. 303-304). Von Balthasar añade que toda vocación es una gracia y manifiesta una preferencia de Dios por el llamado, pero no supone una mayor dignidad. Ello se descubre en el mismo carácter del envío: es siempre un servicio para "los no llamados" (cfr. pp. 308-309).

A la gracia de la vocación debe corresponder el hombre con su respuesta. Con palabras de Von Balthasar, «Dios necesita que al sí de su elección siga el sí del hombre que elige la elección de Dios [...]; un acto no menos importante que el acto de Dios que llama al elegido» (p. 299). La persona, mediante su obediencia al envío, «tiene parte en la elección, disposición y providencia de Dios mismo» (p. 300).

«Pero ambas palabras, la de Dios y la del hombre —continúa Von Balthasar—, no deben contraponerse como dos palabras de igual rango. Mas bien, del hombre se exige sólo la aceptación de la llamada y del envío; con ello, la escueta co-realización del sí eterno de Dios a él [...]. La entrega de la voluntad humana a la voluntad electora de Dios es la renuncia a la libertad personal en la medida en la que ésta existe o es concebida como una peculiar magnitud autónoma coexistente con la divina [...], para que ésta viva en adelante sólo de la divina, para que ya no tenga otro objeto que la divina libertad de elección misma» (pp. 299-300). Sin embargo, insistimos, la aceptación no es pura pasividad del hombre. Él debe estar en estado de conversión, maduración de la fe y docilidad a la gracia para descubrir su vocación. En consecuencia, el hombre va construyendo su vocación mediante su conversión a la gracia: llamada divina y respuesta humana forman una unidad inseparable de la vocación.

La vocación es un diálogo divino-humano. Ahora bien, la persona humana escucha «la voz de Dios mediante el velo de la creaturalidad» (p. 330), determinando la aparición de dos series de componentes en el descubrimiento y seguimiento de la vocación: los elementos «subjetivos que nos acercan a la llamada en experiencias, vivencias y sensaciones internas y personales, y objetivos, que nos la notifican desde fuera, sobre todo a través de los titulares y elementos del eclesial orden salvífico objetivo de Dios» (p. 330).

Para Von Balthasar ambos componentes son necesarios en la constitución de toda vocación, de modo que si faltara alguno, no existiría. «Es imposible que una llamada de Dios llegue aun hombre sólo desde fuera [...], y tampoco puede provenir sólo del interior, de modo que pudiera o debiera ser llevada a cabo obviando a la Iglesia o en contra de ella» (p. 330). Todo ello nos introduce al pensamiento de Von Balthasar acerca de los estados de vida cristiana.

Por la dimensión objetiva y subjetiva de la llamada, a cada vocación divina —a cada estar del cristiano— le corresponde un estar según un modo de vida visible como objetivación de la elección y de la llamada. Así, según Von Balthasar, la vocación cristiana es una vocación a la Iglesia, y las distintas vocaciones que surgen dentro de la misma se corresponden con tantos distintos estados de vida organizados en su interior (cfr. pp. 95-102). Y no puede ser de otro modo, pues la dimensión objetiva es intrínseca a la vocación. Si no se pertenece a un estado de vida eclesial, no hay vocación; aunque los estados de vida eclesiales tienen su fundamento y esencia en la vocación.

Vocación común y vocación particular

Von Balthasar entrevé en la Sagrada Escritura dos tipos de vocaciones: la común y la particular. La primera es la llamada divina dirigida a una colectividad para establecer una alianza con ella; la vocación particular es una llamada personal de Dios para una función específica en relación con la existencia y realización de la vocación común. Así, lo radical es la vocación común, y la vocación particular sólo adquiere sentido en su proyección de servicio hacia la comunidad establecida en alianza con Dios (cfr. p. 309). Ello no anula que la vocación común sea personal, pues es el hombre singular a quien se dirige Dios para constituirlo en miembro de su pueblo, y quien debe guardar fidelidad a la alianza establecida.

Dios se dirige por primera vez a cada hombre llamándolo a la existencia. Con palabras de Von Balthasar, «una primera vez habló el Padre, puesto que Él creó el mundo. Pues lo creó sin excepción "mediante la Palabra" (Jn.1, 3), en ella y para ella (Col. 1, 16) [...]. Dentro de ese "llamar a la existencia lo que no existe" (Gén. 1-2, 4), cada ser se convierte por el nombramiento en lo que es [...]. Y esta voz es primero la voz de la creación cuyo efecto son el ser y las leyes del mundo natural» (p. 296). El hombre, en cuanto ser creado, ha recibido esta llamada a la existencia que lo sitúa como ser en el mundo con una naturaleza sometida a leyes propias. Esta llamada creadora conlleva la invitación al hombre a realizarse respondiendo a la invitación divina de expansión y sometimiento del mundo.

A continuación Von Balthasar distingue de esta primera llamada a la existencia una segunda palabra divina dirigida al hombre que lo eleva al orden sobrenatural. «En un nuevo acto de amor sin fondo, Dios elige a su criatura para que participe de sus divinos bienes personales. Esta vez es entrada de la Palabra divina en gracia sobrenatural en la criatura misma; intercambio sagrado más allá de toda perfección de la creación» (p. 296). Ahora bien, el orden natural y el de la gracia no son dos órdenes inconexos: puesto que a todos los seres se les interpreta según su finalidad, y el fin último del hombre fue siempre sobrenatural, la persona humana en su totalidad no cabe entenderla fuera del orden de la gracia (cfr. pp. 52-53). En consecuencia, el hombre sólo alcanzará su plena realización integral, si responde a la llamada de Dios de permanecer en comunión con Él.

Tras el pecado cometido por Adán y Eva, Dios no renuncia a su proyecto de vivir en alianza con el hombre, manteniendo el fin sobrenatural al que lo había ordenado. Así, sale al encuentro de la humanidad escogiendo un pueblo con el que constituye su Alianza, en vistas de la Alianza definitiva que establecerá en Cristo. Ahora bien, Jesucristo es la Palabra de Dios mediante la cual todo fue creado. Por tanto, la vocación del hombre desde los orígenes es entrar en comunión con Dios en su Hijo, que, con su redención, la revela y la abre a horizontes insospechados: la filiación divina sobrenatural.

Por la unidad entre el orden de la creación y el de la redención, tan sólo en Cristo el hombre realiza íntegramente su vocación divina. En consecuencia, la vocación cristiana es una llamada universal, es decir, dirigida por Dios a todos y cada uno de los hombres; sin embargo, «se concreta y se realiza en la consagración bautismal, por la cual el hombre se incorpora a Cristo como miembro de su cuerpo» (p. 46). Por tanto, la vocación cristiana se puede denominar vocación bautismal, y es una vocación a la Iglesia. Como la Iglesia es la convocación de los santos, el bautismo es una vocación eficaz a la santidad: hace al hombre realmente partícipe de la comunión con Dios (santidad ontológica) e le impulsa a crecer en la intimidad con Dios (santidad ética).

Del universalismo de la salvación se deriva una segunda dimensión de la vocación cristiana: el cristiano se convierte en un enviado. La gracia bautismal reclama del cristiano una respuesta mediante la cual llega a ser luz de la humanidad al revelar su altísima vocación (cfr. p. 163).

La vocación cristiana es común, pero es personal porque la recibe cada hombre concreto. Sin embargo la vocación personal se diferencia teológicamente de la vocación particular. La vocación cristiana confiere a toda la vida una dimensión vocacional: el cristiano debe vivir cada instante de su existencia de acuerdo con su dignidad cristiana. Ahora bien, Dios asigna, por elección gratuita, tareas específicas a los cristianos en bien de toda la Iglesia; y en cuya realización está implicada la fidelidad a la vocación bautismal, es decir, está comprometida la totalidad de la persona.

Las notas diversas de la vocación laical y de la vocación al estado de elección

Según Von Balthasar, el laico es el cristiano que tiene que cumplir tanto el orden creacional como observar el orden de la redención. Ahora bien, «el encargo cultural que él comparte con el mundo que está fuera de la Iglesia no es un encargo específicamente cristiano a pesar de que el cristiano debe intentar cumplirlo en el espíritu cristiano del amor» (p. 124). Consecuentemente, la pertenencia al mundo como posición propia del cristiano no particulariza un estado cristiano: el estado laical es el estado cristiano común sin más determinaciones.

Que esto sea así, continúa, se confirma por la ausencia de una consagración especial para entrar en el estado laical. Por ello que la mediación de la Iglesia —componente constitutiva de toda vocación— se realiza con la consagración. Como el estado laical es un orden dentro de la Iglesia al que se accede mediante la consagración bautismal, concluye que la vocación laical es la vocación cristiana sin más determinaciones.

Deteniéndonos en la llamada, según Von Balthasar, «lo que hay que denominar en sentido específico llamada de Dios se destaca siempre de una esfera en la que esa llamada no resuena; y la esfera de la que se diferencia la llamada más general de Dios, que coloca en el estado de la Iglesia, son precisamente los órdenes de la naturaleza» (p. 314). Como la decisión que toma el fiel laico sobre su posición en el mundo se orienta por las aptitudes e inclinaciones naturales, está pues fuera de lugar considerar la llamada a una profesión u otro orden mundano como un acto personal de elección divina: obedece sin más a la voluntad general de Dios sobre la creación. Por tanto, ésta elección no puede considerarse como respuesta a una vocación sobrenatural.

Todo ello no conduce al laico a situarse en el mundo con parámetros puramente mundanos. Él es un bautizado, un llamado a la Iglesia, a la vida cristiana; y esa llamada repercute en toda la configuración que da a su vida en el mundo. «Ella será el imán que da la polarización cristiana a los órdenes mundanos en su vida. Será la idea cristiana del envío la que, en la elección de los medios y caminos mundanos, le presente el sentido y la selección. Pero ella no será llamada a entrar en un orden mundano» (p. 316). Esto es así porque el fin del hombre es único: el sobrenatural.

El laico, además, puede ser receptor de carismas que llevan a «una consumación y utilización de capacidades y aptitudes naturales donadas de forma gratuita. Entre los ordenes naturales y la gracia de la redención no media un abismo, sino que cada una de esas posibilidades mundanas puede recibir su consumación regalada por Dios, bajada de arriba, para el bien de la Iglesia y del mundo redimido» (p. 317). Aunque los carismas presentan una analogía con la gracia vocacional puesto que «no son gracias simplemente privadas, sino que tienen como punto de mira a la Iglesia, son ventajas concedidas para la comunidad, sin embargo no son fundantes de un estado» (p. 247): no son gracias vocacionales.

Tras el análisis precedente, la conclusión se impone: la condición laical no adquiere una dimensión vocacional que especifique la vocación cristiana; no es —según Von Balthasar— una vocación particular en la Iglesia. Ahora bien, puesto que el fin del hombre es único, el sobrenatural, la vocación cristiana revierte sobre el orden creacional conduciéndolo a su plenitud. El laico que se toma en serio su vocación cristiana no se acomoda al orden mundano, sino que se empeña en instaurar un orden cristiano, es decir, en conformidad al verdadero valor y sentido de la creación. Sin embargo, puesto que la animación cristiana de la sociedad no contribuye a la realización del orden sobrenatural, no puede concluirse, según Von Balthasar, que este empeño sostenido por la gracia bautismal particularice la vocación sobrenatural.

Por último, conviene señalar una apreciación de la doctrina de Von Balthasar acerca de la elección del matrimonio. «Hablando en sentido estricto de la elección cristiana de estado de vida —escribe—, no se puede decir que el elector tendría que cerciorarse de si la llamada de Dios le destina al estado matrimonial o al estado sacerdotal o al estado de los consejos. En su elección, el cristiano no se encuentra ante dos llamadas de igual valor. Desde un punto de vista cristiano, se halla tan sólo ante la alternativa de la llamada general a la vida cristiana (de la que por lo general suele seguirse la decisión al estado del matrimonio) o de la llamada especial al estado sacerdotal o al de los consejos. Y él será llamado a la vida matrimonial cuando no sea hecho partícipe de una llamada especial [...].

»Ningún cristiano sano y no maleado por prejuicios tendrá jamás la ocurrencia de decirse que él ha elegido el estado matrimonial en virtud de una elección divina, de una elección que fuera comparable con la elección y con la llamada que reconoce o percibe en sí el llamado al sacerdocio o al seguimiento personal en el estado de los consejos. Quien opta por el matrimonio no habrá encontrado previamente en su alma aquella elección especial, y, con la mejor conciencia del mundo, sin ser consciente de una imperfección, pero también sin gloriarse por ello de un especialmente elegido camino de Dios, se decide por el estado matrimonial. Obedecerá sin más a la voluntad general de Dios con sus criaturas» (p. 316).

VALORACIÓN CRÍTICA

Más adelante se señalan algunos límites de las teorías de Von Balthasar en su libro titulado Estados de vida del cristiano. Sin embargo no parece conveniente criticar sólo parcialmente algunos puntos doctrinales del pensamiento de este autor, pues la obra presenta una visión teológica orgánica y completa. La crítica, impulsada y sostenida por las insuficiencias encontradas, debe dirigirse ante todo hacía la validez o no de la propuesta en su conjunto.

La reflexión balthasariana, como el mismo autor afirma, se lleva a cabo a partir de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola[1]. De este modo, las consideraciones espirituales de San Ignacio son la luz que ilumina la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura, de los Padres y Doctores de la Iglesia hecha por Von Balthasar. Esta metodología se vuelve problemática en la presente obra porque hay un acercamiento a la Revelación desde un único enfoque elevado a criterio último de comprensión. Con palabras del autor, «partimos de la plena seriedad de la ejercitación en el acto capital de la vida cristiana, como los Ejercicios quieren presentarla, en cuanto que reconocemos esta gravedad como la del evangelio mismo, la del encuentro personal del creyente con Jesucristo, y en modo alguno le interrogamos por el trasfondo con intención evasiva» (p. 7).

Por la metodología adoptada, a nuestro juicio, la reflexión teológica de Von Balthasar se elabora a partir de la premisa preconcebida de la identificación de la profesión de los consejos evangélicos como el modo de existencia cristiana paradigmática. De este modo, la vocación cristiana común y la vocación sacerdotal se entienden a priori desde la vocación religiosa, y su fundamento en la Revelación aparece en un segundo momento y predeterminado de antemano.

La insuficiencia metodológica se evidencia entonces al constatar que «una enumeración, con carácter típico de tres consejos evangélicos y precisamente los de pobreza, castidad y obediencia, carece de un apoyo directo en la Sagrada Escritura. Ciertamente en ella se habla ampliamente de la pobreza, de la castidad y de la obediencia, pero en ningún caso aparecen relacionadas entre sí como constituyendo una unidad»[2].

A lo anterior se puede añadir que sostener la preeminencia formal del estado de los consejos sobre el estado sacerdotal y laical no parece respetar la doctrina magisterial contenida en la Constitución dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II. En el capítulo quinto de la constitución se afirma que «nuestro Señor Jesucristo predicó la santidad de vida, de la que Él es Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen» (n. 40); y se especifica que, siendo una misma la santidad que cultivan todos los bautizados, «todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se santifican de día en día» (n. 41). A nuestro juicio, la última indicación sobre la mediación de todas las condiciones y circunstancias de la vida para el progreso en la misma santidad de cada cristiano, contradice la tesis de Von Balthasar de que la realización verdadera del estado de los consejos es la santidad misma porque el contenido de los tres votos y la forma del voto la contienen. Con ello, la unidad especial del estado de los consejos con el "estado de Cristo" presentada en esta obra se desvanece, pues era, precisamente, el fundamento de la coincidencia entre santidad y forma de vida de los tres consejos evangélicos.

El capítulo segundo de la misma Constitución, enseña que el Pueblo de Dios es un pueblo sacerdotal estructurado jerárquicamente por el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. «Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cfr. Heb. 5,1-5), a su nuevo pueblo "lo hizo Reino de sacerdotes para Dios, su Padre" (cfr. Ap. 1,6; 5,9-10). Los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable (cfr. 1 Pe. 2,4-10). Por ello, todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cfr. Act. 2,42.47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cfr. Rom. 12,1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cfr. 1 Pe. 3,15)» (n. 10). El estado religioso no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, aunque pertenece a su vida y a su santidad (cfr. Lumen gentium, 44).

Respecto a lo afirmado en la Constitución dogmática Lumen gentium, n. 10, vale la pena recordar la justificación dada por la comisión encargada de la redacción del documento a los padres conciliares, sobre la opción de tratar de la jerarquía y de los laicos en los primeros capítulos de la Constitución, dejando la referencia a los religiosos para un capítulo posterior. Según esa comisión, la distinción entre Jerarquía y Pueblo nace por la institución divina de la autoridad eclesiástica y se funda en ella. En cambio, la distinción entre los religiosos y los demás surge por la diversidad entre la vocación universal y la vocación particular según el camino por el que cada uno debe alcanzar la santidad. «Distinctio enim inter Hierarchiam et Plebem oritur ex institutione divina auctoritatis ecclesiasticae, et fundatur in eo, quod quidam praeter characterem Baptismi insuper characterem Ordinis suscipiunt. Distinctio vero inter religiosos et alios exurgit ex diversitate inter vocationem universalem et vocationem particularem secundum viam, qua unusquiusque iuxta donum suum sanctitatem prosequi debet»[3].

En consecuencia, nos parece que no se puede compaginar con estas enseñanzas la afirmación de Von Balthasar de que «el estado de los consejos existe antes que el estado sacerdotal», y que adquiere «una función normativa frente al estado sacerdotal y laical».

Las limitaciones teológicas que se encuentran en esta obra de Von Balthasar resultan, precisamente, de encorsetar la historia de la salvación en un marco de comprensión preestablecido, reduciendo la riqueza de matices que presentan la Sagrada Escritura y la Tradición. A continuación señalamos algunos límites más particulares que, a nuestro parecer, se encuentran en este libro.

a) Pobreza del valor teológico asignado a las realidades seculares

Von Balthasar presenta la redención de Cristo como obra de separación: separación entre Iglesia y mundo, y separación doble —vertical y horizontal— en la Iglesia. Según este autor, tras la entrada del pecado en la historia, el mundo pierde definitivamente la armonía originaria en la que el hombre vivía en comunión con Dios, y ni siquiera Cristo la restablece, pues la pérdida de la integridad del paraíso «pertenece a la esencia del estado caído». Su obra es la instauración en el mundo de un estado separado del mundo, posibilitando al hombre la recuperación del estado original mediante la renuncia de aquellos bienes esenciales al mundo: «la propiedad privada, la fertilidad instintiva y la voluntad propia».

A nuestro juicio, esta tesis de Von Balthasar sobre la primera separación, implica que la redención se realiza de manera extrínseca al actual orden de la creación. Por eso afirma también que todo compromiso y vínculo con el mundo limita la vida cristiana, y que ningún compromiso con el progreso humano coopera a la obra de redención. El laico, el cristiano comprometido con el orden secular, se santifica según Von Balthasar mediante la aceptación e interiorización del espíritu de los consejos, no a través de las condiciones y circunstancias de su vida en el mundo.

El Magisterio de la Iglesia, en cambio, reconoce valor redentor a la santificación de las tareas seculares realizadas por el fiel cristiano corriente. Según la Constitución dogmática Lumen gentium, «a los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad» (n. 31). Juan Pablo II enseñará más tarde: «La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales» (Ex. Ap. Christifideles laici, n. 15).

Al exponer la relación entre Iglesia y mundo, Von Balthasar reduce la dimensión secular de la Iglesia a un estar en el mundo testimoniando su fin último y ofreciendo al hombre la posibilidad de entrar en comunión con Dios mediante la acogida del espíritu de separación de las realidades seculares. Sin embargo, siguiendo las enseñanzas magisteriales apenas citadas, la dimensión secular de la Iglesia debe entenderse de un modo más amplio. Según nuestro parecer, la Iglesia también está orientada al mundo para vivificarlo con la gracia de Cristo, conduciéndolo a su plenitud definitiva que es a la vez trascendente al propio mundo. El mundo no aparece sólo como el lugar donde está la Iglesia en espera de la consumación definitiva de la redención, sino que «la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.

«Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección»[4].

b) Reducida comprensión de la vocación del fiel laico

Von Balthasar sostiene que la vocación del laico es la común, diversa de la vocación particular de los cristianos pertenecientes al "estado de elección". Ello significa que el fiel corriente ha recibido la llamada que Dios dirige a toda la colectividad —al Pueblo que Él escoge y con el que establece su Alianza—, y que su permanencia en el mundo corresponde al designio divino de modo negativo: por ausencia de la llamada al "estado de elección".

Este último punto es consecuencia lógica del pobre contenido asignado a la dimensión secular de la Iglesia. Si el empeño por realizar el orden de la creación permanece al margen de la realización de la salvación, no cabe que Dios confíe de modo positivo una tarea redentora mediante el cumplimiento de una obra específica propia del orden secular. Tan sólo lo que supone separación del mundo corresponde a una llamada divina personal según Von Balthasar: «si tuviera lugar dentro del estado laical un llamamiento cualitativo a un seguimiento especial, llevaría de por sí al llamado a una participación en el estado de elección».

Esta visión no parece fácilmente conciliable con el texto citado más arriba del número 31 de la Constitución dogmática Lumen gentium. Es un planteamiento que lleva a negar que el laico sea objeto de una vocación divina personal en sentido propio. Pues si todo el entramado que constituye la vida personal del fiel laico no posee ningún sentido en la realización del designio salvífico de Dios, su vocación cristiana permanece sin algún contenido propio y específico que la determine. En cambio, sólo si se afirma la dimensión secular de la Iglesia en toda su hondura, se alcanza a entender que la permanencia en el mundo no es negativa, sino querida por Dios que le asigna esas condiciones y circunstancias de su vida ordinaria como contenido de su vocación en su designio salvífico: allí donde el laico se encuentra guiado por sus proyectos y capacidades humanas, Dios le llama a ordenar esa actividad libre a la salvación del mundo. De este modo, su vocación cristiana adquiere un contenido particular, una tarea específica para cooperar en la obra redentora, y es estrictamente personal.

En cuanto a la alternativa sostenida por Von Balthasar de que hay o "estado matrimonial" o "estado de elección" («la vinculación total mediante el sacramento o el voto es estado cristiano realizado»), hay que decir que de este modo se niega la posibilidad de acoger libremente el don del celibato por el Reino de los cielos sin abandonar la condición laical. El principal argumento del autor para sostener esta postura es mostrar la inseparabilidad de la virginidad de los otros dos consejos evangélicos. Según Von Balthasar, cualquier fiel que escoja la virginidad o el celibato sin elegir el "estado de los consejos" mediante el voto, «se ha engañado como cristiano: ni siquiera ha alcanzado el grado de entrega que el matrimonio cristiano exige con su sí indisoluble» (p. 174). Como ya se ha indicado, esta interpretación no tiene fundamento en la Sagrada Escritura ni en la Tradición. Desde el principio ha habido cristianos que han recibido el don del celibato sin dejar de ser cristianos corrientes, fieles laicos (cfr. I Cor. 7, 25-38). La tesis de Von Balthasar es consecuencia del prejuicio de que es imposible que exista una vocación personal en sentido estricto sin consagración e introducción en un estado de vida, tal como aparece en la vocación religiosa.

Según nuestro parecer, las tesis de Von Balthasar limitan considerablemente la reflexión teológica sobre la vocación y misión de los laicos, pues se oscurece la contribución específica del laico en la misión de la Iglesia, y se hace difícil una valoración positiva de la secularidad sin añadidos (que no sea "secularidad consagrada")[5].

R.D.D. (2002)

 

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[1] «Lo que este libro quiere ser. Nada más que una meditación detallada sobre los fundamentos y trasfondos de la contemplación de los Ejercicios sobre "El llamamiento del Rey temporal" (Ejer. n. 91), sobre la respuesta que deberán dar "los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey eterno y señor universal" (Ejer. n. 97), y la elección ante la que nos sitúa este llamamiento: seguir a nuestro señor Cristo "al primer estado, que es custodia de los mandamientos", para lo que él nos dio ejemplo en la obediencia a sus padres, o "al segundo estado, que es de perfección evangélica", pues él dejó a su familia "para vacar en puro servicio de su Padre eternal". "Y cómo nos debemos disponer para venir en perfección en cualquier estado o vida que Dios nuestro Señor nos diere para elegir" (Ejer. n. 135)»: p. 7.

[2] J.L. Illanes, Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, pp. 184-185.

[3] Conc. Vaticano II, Acta Synodialia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, Typis Polyglottis Vaticanis, Romae 1973, v. III-I, pp. 333-334.

[4] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 39.

[5] Para una visión más completa de las tesis de Von Balthasar, ver el escrito Reflexiones críticas sobre la obra teológica de Hans Urs von Balthasar (16-V-2002).