BARAN, Paul A.

La economía política del crecimiento

Ed. Fondo de Cultura Económica, México 1967, 337 pp.

(La economía política del crecimiento, Ed. Fondo de Cultura Económica, 4ª ed., México 1967, pp. 337. Título original: The Political Economy of Growth, Monthly Review Press, Nueva York, 1957).

INTRODUCCIÓN

El propósito de Baran en este libro, es demostrar la necesidad de acelerar una transformación socialista de Occidente que además, más pronto o más tarde, llegará de modo irreversible. Para tal demostración escoge el tema del desarrollo económico, e intenta hacer ver que el capitalismo obstaculiza e impide este crecimiento, por lo que no hay más remedio que abocar en un socialismo. En concreto dice que el desarrollo depende del monto y utilización que se haga del excedente económico (diferencia entre lo que produce y consume la sociedad); y que el capitalismo no consigue ni alcanzar el monto debido de excedente (lo que él llama excedente económico potencial), ni utilizarlo adecuadamente; de ahí que impida el desarrollo y, por tanto, esté destinado a morir (Capítulos I y II).

Después de estos capítulos introductorios, divide su obra en dos partes: la primera dedicada al capitalismo desarrollado, y la segunda al subdesarrollado. En la primera (Capítulos III y IV) examina cuál es la suerte del excedente económico en una sociedad capitalista desarrollada: el consumo excesivo en gastos ostentosos, los trabajadores improductivos, y la producción inferior a la posible por la organización irracional y el desempleo, hacen que el excedente económico de estas sociedades sea inferior al excedente económico potencial (diferencia entre lo que se podría producir en las condiciones dadas, y el consumo necesario).

Además en estos países, el desarrollo del monopolio lleva consigo que los empresarios prefieran no invertir este excedente más que en empresas competitivas, que acaban transformándose en monopolios. Ambos factores, consumo excesivo y falta de inversión, producen un estancamiento en el desarrollo de las sociedades capitalistas adelantadas, que sólo puede romperse por medio de la intervención estatal; esta intervención se lleva a cabo fundamentalmente en la industria del armamento ya que, por una parte, es una industria que no perjudica a los empresarios privados, y por otra facilita la política imperialista del país y, por ende, su intervención económica en países más débiles. Ahora bien, la mejora que produce la intervención estatal es sólo transitoria, y a la larga agrava la situación más que la remedia. Por tanto sólo una transformación socialista de estos países puede ser un remedio válido para sus desajustes económicos.

En cuanto a los países capitalistas subdesarrollados (Capítulos V a VII), indica que lo son, porque han estado sometidos a la rapacidad occidental, que les ha desposeído de sus bienes, sin proporcionarles ninguna mejora. En estos casos, el excedente económico generado es pequeñísimo, ya que en gran parte procede de la agricultura; además de gastarse como el anterior, una parte se va hacia los países desarrollados; y en cuanto a su utilización es muy poco lo que se invierte, pues resulta más productivo para el capitalista individual mantenerlo en la esfera de la circulación (comerciantes, usureros, etc.). La inversión extranjera resulta perjudicial en lugar de beneficiosa, puesto que acentúa el fenómeno indicado; y por otra parte, los países imperialistas prefieren el atraso de estas zonas para poder explotar sus materias primas. En el Cap. VII estudia cómo se comportan los diversos gobiernos de los países atrasados respecto al problema del desarrollo económico; manifiesta cuáles serían las falsas explicaciones capitalistas de este subdesarrollo, e indica que la verdadera explicación es la pequeñez y mal empleo del excedente económico. Así pues, la conclusión es la conveniencia del socialismo.

En el último capítulo, insiste en esta conveniencia y en la injusta campaña que existiría contra el comunismo; e indica cómo se podría establecer una economía planificada, dando las soluciones que él cree convenientes para una buena relación entre agricultura e industria, entre industrias ligeras y pesadas, hablando del método de producción y del orden económico internacional.

Baran es uno de los pocos marxistas convencidos en el ambiente científico anglosajón[1]. Su libro es una amplia reelaboración de un curso de lecciones dado en Oxford en 1953, en los que afrontaba el problema del desarrollo económico; el tema central es, por tanto, un examen de este crecimiento, visto en su compleja problemática por un socialista occidental pero ortodoxo.

Al intentar poner de manifiesto las equivocaciones de Baran es lógico que se resalten algunas ventajas del capitalismo que él se niega a reconocer; no queremos con esto alabar ni los principios ni las conclusiones de este sistema económico: en su momento hemos hecho notar en qué medida, el capitalismo es incapaz de responder a algunas de las críticas que hace Baran, por la misma insuficiencia de sus propios planteamientos; insuficiencia e incapacidad de dar respuesta adecuada, que no son sino un síntoma de la debilidad congénita de que adolece; y que no debería dejar de ser una alerta sobre la urgencia de buscar unas bases más hondas y más seguras para la conciencia económica.

El libro está dividido en ocho capítulos, y cada uno en varias secciones numeradas sin titular; para facilitar la lectura se han puesto títulos a estas secciones, que no son del autor sino nuestros, por eso se incluyen entre paréntesis. Aunque la lectura pueda resultar algo pesada, hemos preferido poner muchas frases textuales que den una idea, lo más exacta posible, del contenido.

ÍNDICE

Prefacios

Capítulo I.—Panorama general

I. (Evolución de la política económica en Occidente).

II. (Incompatibilidad entre el crecimiento económico y el sistema capitalista).

III. (Esfuerzos para mantener el statu quo).

IV. (Desarrollo económico y sus factores).

Capítulo II.—El concepto de excedente económico

I. (Excedente económico real y potencial).

II. (La «razón objetiva» y el consumo excesivo).

III. (Los trabajadores improductivos, la organización irracional y el desempleo).

IV. (La solución).

Capítulo III.—Estancamiento y desarrollo del capitalismo monopolista (I)

I.(Política económica capitalista).

II.(Utilización de los recursos en la sociedad capitalista).

III. (Aumento del consumo).

IV. (La falta de inversión).

V. (La inversión en el capitalismo competitivo).

VI. (La inversión en el capitalismo monopolista).

VII. (Conclusión).

Capítulo IV.—Estancamiento y desarrollo del capitalismo monopolista (II)

I. (Imposibilidad de una dinámica interna capitalista).

II. (Asalto capitalista del control estatal).

III. (Posibilidades para una inversión estatal).

IV. (Política extranjera del monopolio).

V. (Los gastos militares).

VI. (Espiral de estancamiento del capitalismo).

VII. (Financiación de los gastos estatales).

VIII. (Conclusión).

Capítulo V.—Las raíces del atraso

I. (Por qué el atraso de las zonas subdesarrolladas)

II. (El caso de la India).

III. (El Japón).

IV.

Capítulo VI.—Hacia una morfología del atraso (I)

I. (Excedente económico generado).

II. (Falta de inversión industrial).

III. (Obstáculos a la inversión por parte del capitalismo monopolista).

IV. (Impacto en el desarrollo que producen las empresas extranjeras).

V. (Lo perjudicial de la inversión extranjera).

VI. (Efecto indirecto de la inversión extranjera).

VII. (Oposición del imperialismo al desarrollo de los países pobres).

VIII.

Capítulo VII.—Hacia una morfología del atraso (II)

I. (Países coloniales).

II. (Gobiernos mercenarios).

III. (Regímenes de «New Deal»).

IV. (El obstáculo para el desarrollo).

V. (Falsas explicaciones del subdesarrollo).

VI. (El control de la natalidad).

I. (Conveniencia de una transformación socialista del mundo).

II. (Campaña imperialista contra el comunismo).

III. (Establecimiento de una economía planificada).

IV. (El desarrollo en la agricultura y en la industria).

V.(Relación entre industria pesada y ligera).

VI.(Método de producción).

VII.(Orden económico internacional).

CONTENIDO DE LA OBRA

PREFACIO (p. 9).

Está fechado en diciembre de 1966, mientras que «el manuscrito del presente libro se terminó en el otoño de 1955. Desde entonces han ocurrido muchas cosas que guardan una relación directa con varios de los temas que aquí se tratan» (p. 9): el desembarco anglofrancés en Egipto y el papel jugado por los Estados Unidos, «corroboran una de las tesis centrales de este libro, a saber, la naturaleza 'irreformada' del capitalismo contemporáneo y su animosidad inherente hacia toda iniciativa genuina de desarrollo económico por parte de los países atrasados» (p. 9).

También menciona «las revelaciones de Kruschev respecto a ciertos aspectos del régimen de Stalin y los acontecimientos que tuvieron lugar posteriormente en Polonia y Hungría» (p. 9-10), pero —según Baran— en este caso, sería «una falacia grave el concluir que el socialismo es 'el sistema' que debe repudiarse. No es al socialismo a quien deben imputársele los delitos de Stalin y sus títeres» (p. 10); este tipo de sucesos más bien «confirma la proposición básica del marxismo de que el grado de madurez de los recursos productivos de la sociedad es lo que determina 'el carácter general de la vida social, política e intelectual'» (p. 10).

PREFACIO A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL (p. 13)

Fechado en julio de 1959. El autor indica que en el tiempo transcurrido, la depresión sufrida por Estados Unidos, y el éxito obtenido por la China comunista y la Unión Soviética, serían otras tantas pruebas de las tesis de su libro. Hace una especial referencia a la importancia de estas ideas en la América Latina.

Desde el primer momento se apunta pues la idea que constituirá la tesis esencial del libro: «la racionalidad fundamental, la deseabilidad y la potencialidad de una transformación socialista del Occidente» (p. 10) y, a la vez, «la crueldad e irracionalidad del orden capitalista» (p. 13).

Capítulo I: PANORAMA GENERAL (p. 17)

La exposición que hace Baran en este capítulo, es como la síntesis de su obra; empieza con un breve panorama del camino recorrido por el capitalismo, llegando a la conclusión de que los economistas occidentales también han descubierto los síntomas de su decadencia; la incompatibilidad del capitalismo con el desarrollo, según el autor, se puede observar tanto en los países avanzados como en los atrasados; no obstante, dirá, las fuerzas burguesas tratan de mantener con diversos subterfugios sus posiciones, con lo que bloquean el progreso económico. La última sección, de carácter más técnico, la dedica a los factores que producen el crecimiento económico.

I. (Evolución de la política económica en Occidente) (p. 17)

Para Baran, «el desarrollo económico siempre ha sido impulsado por clases y grupos interesados en un nuevo orden económico y social, encontrando siempre oposición y obstáculos por parte de aquellos que pretenden la preservación del statu quo» (p. 19). Y así ocurrió, según él, en el paso del feudalismo al capitalismo; pero «mientras la razón y las lecciones obtenidas de la historia estaban manifiestamente de lado de la burguesía en su lucha contra las ideologías oscurantistas y las instituciones del feudalismo, tanto la razón como la historia fueron invocadas confiadamente como los árbitros supremos de este inevitable conflicto (...) Pero, cuando la razón y el estudio de la historia principiaron a revelar la irracionalidad, las limitaciones y la naturaleza meramente transitoria del orden capitalista, la ideología burguesa como un todo, y con ella la economía burguesa, comenzaron a abandonar tanto la razón como la historia» (p. 20).

Unicamente Marx y Engels[2], y aquellos a quienes inspiraron, «no estando ligados a la clase capitalista ahora dominante (...) fueron capaces de percibir los límites y las barreras inherentes al progreso dentro del sistema capitalista» (p. 21).

Hacia fines del XIX se realizaría un «cambio monumental de la estructura de las economías capitalistas (...) las grandes empresas se convirtieron en la base del monopolio y del oligopolio, que son los rasgos característicos del capitalismo moderno (...) [y] la penetración occidental en las regiones atrasadas y coloniales (...) se tradujo de hecho, en la opresión y explotación brutal de las naciones subyugadas» (p. 22). Es «la época del imperialismo, de las guerras y de las revoluciones sociales y nacionales» (p. 23).

Según Baran, la Gran depresión y el éxito económico de la URSS, llevó a que «en forma tardía y a regañadientes» la ciencia económica admitiera, con el análisis keynesiano, «que son inherentes al sistema capitalista la inestabilidad, una fuerte tendencia hacia el estancamiento y la subutilización crónica de los recursos humanos y materiales» (p. 24), sin embargo «no pasó de ser el esfuerzo supremo, por parte del pensamiento económico burgués, para descubrir una manera de salvar al sistema capitalista pese a sus síntomas manifiestos de decadencia y desintegración» (p. 24).

La guerra y la prosperidad de los años de postguerra hicieron olvidar las dificultades pasadas. «Claro está que esta regresión probablemente durará poco tiempo (...) los impedimentos al progreso económico, que son inherentes al sistema capitalista, tendrán que reaparecer con fuerza renovada y mayor obstinación» (p. 25). La decadencia del capitalismo y su transformación en socialismo, es para Baran un proceso irreversible, que se producirá necesariamente y con independencia de lo que hagan los individuos y los Estados, que sólo pueden retrasar esa hora, pero no impedirla ni dar otro giro a la historia.

II. (Incompatibilidad entre el crecimiento económico y el sistema capitalista) (p. 25)

Después de la segunda Guerra Mundial, habría tenido lugar «la confluencia histórica de la agitación de los países subdesarrollados con el avance espectacular y la expansión del cuerpo socialista del mundo» (p. 26); esto, junto con la rápida recuperación económica de la Unión Soviética, serían «la prueba decisiva de la fuerza y viabilidad de una sociedad socialista» (p. 26). De todo ello deduce Baran que «las condiciones indispensables para el desarrollo económico, tanto en los países capitalistas avanzados como en los atrasados, entran continuamente en conflicto con el orden económico y político del capitalismo y del imperialismo» (p. 27). De ahí «la incompatibilidad entre un crecimiento económico sostenido y el sistema capitalista» (p. 27), por lo que concluye «que la planeación económica socialista representa la única solución racional del problema» (p. 28).

«Las cosas empeoran cuando se trata del desarrollo económico de países subdesarrollados» (p. 28), ya que resulta «profundamente adverso a los intereses dominantes de los países capitalistas más avanzados» (p. 28), y así éstos se oponen «amargamente a la industrialización de los llamados 'países fuentes' y al surgimiento de economías industriales integradas en las regiones coloniales y semicoloniales» (p. 28). Aunque «aparentan favorecer el desarrollo económico de los países atrasados» (p. 29), este desarrollo es tan lento que resulta absorbido «por el rápido crecimiento de la población, por la corrupción de los gobiernos locales, por el despilfarro de recursos que hacen las clases dirigentes de los países subdesarrollados y por el retiro de ganancias que llevan a cabo los inversionistas extranjeros» (p. 30). Por lo que, concluye, el desarrollo «puede lograrse únicamente a través de una lucha firme contra las fuerzas conservadoras y retrógradas, a través de un cambio de la estructura social, política y económica de una sociedad atrasada y estancada» (p. 30).

Las ideas que Baran ha expuesto en esta sección son las que va a desarrollar a lo largo de todo el libro. Interesa de momento resaltar que toma como afirmación incontrovertible que sólo existen dos posibles concepciones reales del mundo: el capitalismo y el socialismo; y, rechazado el primero —por el estancamiento económico que produce— a través de una «lucha firme», no queda más remedio que abocar en el segundo, cuya validez está respaldada por el éxito que, según él, ha obtenido.

III. (Esfuerzos para mantener el statu quo) (p. 31)

Las fuerzas sociales capitalistas «están dedicando ahora muchas energías al intento de demostrar que los propios países capitalistas avanzados han llegado a su actual nivel de desarrollo por un proceso de crecimiento lento y espontáneo, dentro de la estructura del orden capitalista y sin grandes choques y levantamientos revolucionarios» (p. 32); «hacen poca mención (...) del papel desempeñado en la evolución del capitalismo occidental por la explotación de los hoy países subdesarrollados» (p. 32); «explican el atraso de los países atrasados como resultado inevitable del crecimiento 'excesivo' de su población» (p. 33); «omiten las irracionalidades del capitalismo monopolista y del imperialismo que bloquean el desarrollo económico» (p. 34); y «se pone poco énfasis en el estudio de la experiencia única de desarrollo rápido, obtenida en la URSS y en otros países del sector socialista» (p. 34).

Conviene tener presente que algunas de las acusaciones al capitalismo son ciertas, como p. e. la que se refiere al control de natalidad (que volverá a mencionar más tarde). Pero también se ha de tener en cuenta que así como la verdad es una, los errores son múltiples y no sólo se oponen a la verdad, sino también entre sí; por tanto, el que el marxismo denuncie errores evidentes, no lo califica sin más como acertado. Estas denuncias de errores ciertos, pueden sorprender a un lector ingenuo y hacerle pensar que el marxismo tiene una parte de verdad: hay errores que sencillamente contrarían a otros errores. La verdad está por encima y fuera de unos y otros.

IV. (Desarrollo económico y sus factores) (p. 35).

«Permítaseme definir el crecimiento —o desarrollo— económico, como el incremento de la producción per capita de bienes materiales en el transcurso del tiempo» (p. 35). Después de examinar la dificultad de medir este incremento, indica que en el desarrollo influyen los siguientes procesos: introducción de recursos no usados previamente, mejora de la organización, reemplazamiento de los equipos por otros más eficaces, y/o nuevas instalaciones productivas.

De los cuatro procesos «poca duda cabe acerca de que la aplicación económica del conocimiento técnico creciente y la inversión neta en instalaciones productivas adicionales, han sido las fuentes más importantes del crecimiento económico» (p. 37). Es en el último de estos procesos, donde se necesita una inversión neta, que «puede efectuarse únicamente si la producción total de la sociedad excede a lo que se usa en su consumo corriente y en reparar el uso y el desgaste causados en las instalaciones productivas empleadas durante el período en cuestión. Por consiguiente, el volumen y la naturaleza de la inversión neta que se efectúa en una sociedad en un tiempo dado, depende del tamaño y del modo de utilización del excedente económico generado en el proceso productivo» (p. 38). En definitiva, el desarrollo económico dependería de la diferencia entre lo que produce y lo que consume la sociedad. Pero ¿por qué y para qué produce o consume una sociedad?: a esto no nos da respuesta. Porque evidentemente no lo es explicarlos por sí mismos, a menos que se piense en la economía como la ciencia suprema.

Capítulo II: EL CONCEPTO DE EXCEDENTE ECONÓMICO (p. 39).

Establecido que el desarrollo depende del excedente económico generado, Baran pasa a estudiar este excedente distinguiendo entre el que se produce de hecho, y el que podría producirse (excedente económico potencial); para intentar medir el excedente potencial apela a la «razón objetiva».

I (Excedente económico real y potencial) (p. 39).

«El excedente económico real es la diferencia entre la producción real generada por la sociedad y su consumo efectivo corriente. Es, por lo tanto, idéntico al ahorro corriente o acumulación, y toma cuerpo en los activos de diversas clases » (p. 39). «El excedente económico potencial es la diferencia entre la producción que podría obtenerse en un ambiente técnico y natural dado con la ayuda de los recursos productivos utilizables, y lo que pudiera considerarse como consumo esencial» (p 40). La diferencia entre ambos excedentes, «aparece bajo cuatro aspectos distintos (...) consumo excesivo de la sociedad (...) existencia de trabajadores improductivos (...) organización dispendiosa e irracional del aparato productivo (...) existencia del desempleo» (pp. 40-41).

II. (La «razón objetiva» y el consumo excesivo) (p. 41)

En la sociedad capitalista, según Baran, «la economía niega toda 'respetabilidad' a la distinción entre consumo esencial y no esencial, entre trabajo productivo e improductivo, entre excedente real y potencial» (p. 42). Entremezclada con párrafos en que pone de manifiesto su concepto de la historia como mero hacerse del hombre, indica lo que sería razón de lo anterior: la «economía del bienestar» se dedica «a algo que se acerca mucho a una introspección compulsiva: determinar en qué medida la organización económica existente satisface las reglas de juego establecidas por la organización económica existente» (pp. 44-45), en lugar de dejarse guiar por la «razón objetiva».

No obstante en algunos casos, por ejemplo «en tiempos de guerra, cuando la victoria se transforma en el interés principal de la clase dominante», actuaría conforme «a lo que en esas circunstancias constituye la razón objetiva (...) bien sea que se trate del servicio militar obligatorio, de controles económicos para la guerra (...) Sin embargo, en cuanto pasa la emergencia (...) el pensamiento burgués se retira precipitadamente de cualesquiera posiciones avanzadas que temporalmente haya logrado y cae nuevamente en su estado habitual de agnosticismo e 'inteligencia' práctica» (p. 47). Un examen de estas circunstancias permite decir a Baran que «lo que constituye el 'consumo excesivo' en una sociedad podría ser fácilmente establecido» (p. 47). Es de notar que más adelante (Cap. III § VI) intenta demostrar que el capitalismo en los países avanzados frena el desarrollo por la falta de inversión (que sigue a una falta de demanda); sin embargo aquí anima a rebajar el consumo y por ende la demanda[3] a niveles muy bajos.

III. (Los trabajadores improductivos, la organización irracional y el desempleo) (p. 48)

Los «trabajadores improductivos están ocupados en fabricar armamentos, artículos de lujo de todas clases, objetos de ostentación conspicua y de distinción social. Otros son funcionarios gubernamentales, miembros del cuerpo militar, clérigos, abogados, especialistas en evasión fiscal, expertos en relaciones públicas, etc. Otros grupos más de trabajadores improductivos son los agentes de publicidad, los corredores de bolsa, comerciantes, especuladores y similares» (p. 50).

La irracionalidad de la organización productiva aparecería, bien «por la pequeñez irracional de las empresas» (p. 55), bien por «el desperdicio que hacen los gigantes monopolistas» (p. 55). También entraría aquí «el beneficio que podría obtener la sociedad de la investigación científica, si su dirección y explotación no estuviesen sometidas al control de empresas en busca de ganancias o de gobiernos orientados hacia la producción de armamentos» (p. 55). El último aspecto es el desempleo, que «siempre ha mantenido a la producción total muy por abajo de lo que podría haberse alcanzado en una sociedad organizada de manera racional» (p. 59).

Está claro que para Baran el desarrollo económico es un bien absoluto, cuya consecución implica de continuo los mismos sacrificios que los tiempos de guerra, y considera inútiles a todas las personas que no están directamente ocupadas en su aumento. No entramos, por ahora, en su crítica, basta apuntar un interrogante: ¿qué ocurriría en una familia que se propusiera como meta primordial el crecimiento económico?

IV. (La solución) (p. 59)

Termina el capítulo con una página y media en donde se afirma que todos los problemas se solucionarían en un régimen socialista, con «un plan racional que expresará lo que la sociedad quiera producir, consumir, ahorrar e invertir en un tiempo dado» (p. 60).

Capítulo III: ESTANCAMIENTO Y DESARROLLO DEL CAPITALISMO MONOPOLISTA (I) (p. 62)

Pasa ahora el autor a desarrollar sus ideas sobre el funcionamiento del mundo capitalista, para intentar demostrar que necesariamente tiende al estancamiento. Los Cap. III y IV los dedica al capitalismo de los países desarrollados, comenzando (Cap. III) por ver cómo ha evolucionado este sistema hasta llegar al punto muerto: hace un esquema del funcionamiento de la economía capitalista, comenta cómo han cambiado los factores del desarrollo, para concluir que la inversión tiende a disminuir y por tanto a paralizar el crecimiento.

I. (Política económica capitalista) (p. 62)

Baran hace un esbozo del modus operandi al comienzo de la economía capitalista: el empeño del empresario «para acumular y ampliar sus empresas, forzosamente serviría de motor a la expansión de la producción total. La competencia forzaría constantemente a los hombres de empresa tanto a mejorar sus métodos de producción, a promover el progreso técnico y a darle aplicación completa a sus resultados, como a incrementar y diversificar la producción (...) el despilfarro y la irracionalidad serían eliminados del proceso productivo» (p. 63). «De esta máxima producción, la mayor parte debería constituir el excedente económico. La competencia entre los obreros impediría que aumentasen los salarios por encima del mínimo de subsistencia» (p. 63). Se eliminarían los trabajadores improductivos; además «los gastos enormes en propaganda, los excesos de capacidad, los departamentos legales o de relaciones públicas, no entraban en el modelo de una economía que se pensaba iba a estar compuesta de empresas relativamente pequeñas» (p. 64).

«Todavía más importante era la restricción prevista, si no es que la desaparición, de lo que entonces se consideraba como uno de los succionadores más voraces del excedente económico, a saber, la red gubernamental corrupta, dispendiosa e ineficaz que databa de la era feudal» (p. 65). Además había razones para suponer «la frugalidad y el deseo de invertir (...) del empresario capitalista» (p. 66): el mecanismo competitivo, los hábitos de trabajo asiduo y de ahorro, y el «espíritu capitalista» ligado al protestantismo y puritanismo. Una vez que el progreso técnico disipó los temores de la ley de rendimientos decrecientes, «el único problema con que se enfrentaba la sociedad, era la creación y el mantenimiento de las instituciones sociales y políticas que permitiesen funcionar armoniosamente al mecanismo capitalista» (p. 68).

Parece interesante retener lo que es para Baran la inspiración de toda economía —y de todo individuo— no marxista: eso es lo que luego criticará; por ende su crítica —en lo que tiene de denuncia cierta de errores— no sólo queda corta al no llegar a la raíz del mal, sino que afecta únicamente a quienes no se muevan por otros motivos que los aquí aludidos. Por otra parte, lo que se propone a cambio es aún peor.

II. (Utilización de los recursos en la sociedad capitalista) (p. 68).

El autor estudia ahora cómo han evolucionado las condiciones del desarrollo económico en el capitalismo. Respecto a la primera condición —utilización de los recursos—, examina el crecimiento económico de los Estados Unidos antes y después de la Guerra Civil, e indica: «aunque parezca que las tasas de crecimiento de la producción per capita de los Estados Unidos eran menores antes de la Guerra Civil que después de ésta (...) aparentemente no hay duda entre los expertos acerca de que las tasas de crecimiento disminuyeron notoriamente a partir de la Guerra Civil» (p. 70). Y concluye «por consiguiente, nuestra primera condición apenas si se ha cumplido en el curso del desarrollo capitalista. No fue observada durante su etapa competitiva y ha estado cada vez más lejos de realizarse en su fase monopolista avanzada» (p. 72).

Conviene observar que, como es habitual, no se trata de un dato sino de una interpretación que, además, está en contra del dato que él mismo dice: aunque parezca que el crecimiento era menor antes de la Guerra Civil, no hay duda que el crecimiento disminuyó notoriamente a partir de la Guerra Civil.

III. (Aumento del consumo) (p. 72)

La segunda condición «exigía, como se recordará, un nivel de salarios (y correlativamente, un nivel de consumo masivo) tal, que el excedente económico obtenible del ingreso total desigualdad de la distribución de las ganancias, hace que sólo una porción relativamente pequeña del excedente económico generado en condiciones de ocupación fuese el mayor posible» (p. 72). Ahora bien, la participación relativa que ha tenido el ingreso por trabajo respecto al ingreso total de la sociedad, se ha mantenido prácticamente constante[4]; y por otra parte, según Baran, la tendencia monopolista ha sido creciente[5]. De lo que concluye: «Aunque en el capitalismo monopolista el excedente económico es mucho mayor en términos absolutos que en el capitalismo competitivo, es notoriamente inferior al mayor excedente posible, definiendo este último como la diferencia entre la producción en condiciones de ocupación plena y algún nivel mínimo de subsistencia fisiológica del consumo masivo» (p. 78-79).

Por otra parte, «la diferencia principal entre el capitalismo monopolista y competitivo, se encuentra en la distribución del excedente económico entre sus receptores» (p. 79).

IV. (La falta de inversión) (p. 79)

La última conclusión de la sección anterior permite decir a Baran que, aunque los actuales capitalistas no sean tan sobrios como «sus antecesores puritanos (...) la impresionante total se oriente hacia el consumo de los capitalistas (...) por consiguiente, la proporción del excedente económico que es retenida por las corporaciones y está disponible para la inversión, no es tan sólo grande sino que se incrementa notoriamente en los períodos de prosperidad» (p. 80).

A partir de aquí realiza una larga disgresión, que a veces es difícil de seguir por los avances y retrocesos en el hilo de su razonamiento, para explicar por qué este excedente económico no se invierte en su totalidad. La ciencia económica contemporánea lo atribuirá «no a causas inherentes al funcionamiento de la maquinaria económica, sino a la acción de factores externos a ésta» (p. 83). Pero, según Baran, «ni la baja de la tasa de crecimiento de la población, ni la desaparición de la llamada frontera, ni los supuestos cambios en el tiempo y en la naturaleza del progreso técnico, que constituyen la parte central de esta argumentación, pueden proporcionar tal explicación» (p. 83).

V. (La inversión en el capitalismo competitivo) (p. 91)

La explicación la encuentra en los principios rectores de la economía capitalista, especialmente en su tendencia al monopolio y oligopolio. En la época competitiva «las ganancias totales deberían repartirse necesariamente en un gran número de pequeñas porciones, aunque desiguales entre sí. Más aún, no sólo las diferencias entre las ganancias absolutas, obtenidas por las empresas individuales, deberían ser comparativamente pequeñas, sino que las tasas de utilidades en relación al capital invertido deberían tender a ser aproximadamente iguales» (p. 91). Así pues, había una sobreabundancia de inversión, porque «además de ofrecerle el atractivo de las ganancias adicionales, el sistema competitivo amenaza con el garrote de la bancarrota para promover y reforzar la inversión y el progreso técnico» (p. 92). Es más, esto llevó consigo un «excesivo volumen de inversión durante la fase competitiva del capitalismo. El resultado fue una utilización dispendiosa del excedente económico» (p. 94).

VI. (La inversión en el capitalismo monopolista) (p. 95)

El tema se agravaría «en la actual etapa monopolista del desarrollo del capitalismo» (p. 95), pues las empresas, al no estar «expuestas al cortante viento de la competencia» (p. 97), tenderán a «posponer la nueva inversión hasta que haya sido amortizado el equipo disponible» (pp. 97-98). Esta tendencia es válida para todo el capitalismo, la diferencia estriba en que «la empresa competitiva estará obligada por la competencia (...) en tanto que la empresa monopolista no está expuesta a esta presión» (p. 99), porque «una guerra de precios a muerte entre los gigantes oligopolistas, requerirá cantidades de capital tan grandes e involucrará riesgos tan enormes, que se prefiere el arreglo a la lucha ruinosa» (p. 102). Por eso, concluye el autor, «el monopolista y el oligopolista se vuelven necesariamente cada vez más cautos y circunspectos en sus decisiones de inversión, sin encontrar en ninguna situación el incentivo necesario para reinvertir sus utilidades en su propia empresa» (p. 102); las mismas razones hacen desistir la inversión a nuevos posibles oligopolistas.

«La empresa monopolista u oligopolista 'que se ahoga' en sus ganancias, busca emplearlas en las empresas competitivas» (p. 103) y trata de estructurarlas a su manera. «El resultado es que el monopolio y el oligopolio se extiende de una a otra rama de la economía» (p. 104). Y cuando se reduce el sector competitivo, el escape es «fundar nuevas industrias que, a semejanza de la mayor parte de las regiones de África en los principios del siglo XIX, todavía no son propiedad de ninguna gran potencia» (p. 105).

Nótese que el autor no concede ningún recurso a otras inspiraciones que no sean la económica: en este sentido ha descrito con realismo la sensación de asfixia que produce un comportamiento basado en esa premisa; pero esta inspiración no sólo se da en los sectores materialistas del mundo occidental, sino también —y además con un fundamento más teórico— en el marxismo.

VII. (Conclusión) (p. 105)

Baran resume el capítulo diciendo que «en cualquier situación dada, el volumen de la inversión tiende a ser menor que el volumen del excedente económico que se obtendría en condiciones de ocupación plena. Hay, por lo tanto, una tendencia hacia el estancamiento y el desempleo, una tendencia hacia la sobreproducción» (p. 106). Indica que a este hecho «por lo general se le da una interpretación distinta (...) Sin embargo, a la luz de la exposición anterior, parecería que esta línea de razonamiento descuida completamente la dialéctica histórica de todo el proceso» (p. 106). Y así hay que concluir, según él, que el capitalismo «tiende a convertirse económica, social, cultural y políticamente, en una fuerza retrógrada que obstaculiza y corrompe un mayor desarrollo» (pp. 106-107).

Puede ser interesante repasar algunas estadísticas económicas tomadas del Atlas preparado por el Banco Mundial[6]:

Países

(1)

(2)

 

Países

(1)

(2)

EE. UU

4.240

3,2

 

Bulgaria

860

6,7

Francia

2.460

4,8

 

Rumania

860

7,5

Alemania Or.

1.570

4,1

 

Hong Kong

850

8,7

Israel

1.570

5,3

 

Grecia

840

6,2

Libia

1.510

21,7

 

España

820

6,5

Japón

1.430

10,0

 

Panamá

660

4,8

Italia

1.400

4,7

 

Yugoslavia

580

4,6

Checoslovaq

1.370

3,9

 

México

580

3,4

URSS

1.200

5,6

 

Portugal

510

4,9

(1) PNB per capita en US $ (1969).

(2) % de crecimiento medio anual (1960-69).

El anterior cuadro es necesariamente parcial, en aras a la brevedad; resulta conveniente indicar un par de datos más: el país socialista de mayor renta (Alemania Oriental), ocupa el 15° lugar, y la URSS el 23°; China comunista, con menos de 100 $ de renta crece a un ritmo de 0,8 por 100, mientras que China nacionalista, con 300 $, lo hace al 6,3 por 100. En estos datos, no se observa un estancamiento tan profundo como quiere Baran de las economías no socialistas: para los mismos niveles de renta, hay países capitalistas que crecen más velozmente que los correspondientes socialistas.

En realidad, el problema está mal planteado desde su raíz: situar el grado de bondad o maldad, progreso o retroceso, de un país en su crecimiento económico, no es un planteamiento acertado y propio de la dignidad del hombre. Pero si se trata de hacer comparaciones, y se decide tomar un rasero tan bajo en relación a la felicidad humana como es el grado de desarrollo económico, en todo caso la comparación no favorece a los países socialistas. Si, por un imposible, la felicidad última del hombre se identificase con el progreso económico, tampoco interesaría vivir en un país marxista.

Capítulo IV: ESTANCAMIENTO Y DESARROLLO DEL CAPITALISMO MONOPOLISTA (II) (p. 108)

En este segundo capítulo dedicado a los países desarrollados, el autor procura demostrar que el capitalismo tiene una dinámica interna muy precaria y, por ende, que una vez llegado al estancamiento no podrá salir de él: después de alcanzar el control estatal, los esfuerzos económicos que realicen los sectores burgueses tendrán más éxito cuando se apliquen a la industria bélica, lo que contribuirá además a que crezcan sus afanes imperialistas; pero a fin de cuentas, piensa Baran, el despilfarro en armamento producirá un equilibrio cada vez más inestable y el irremediable derrumbamiento de la sociedad capitalista.

I. (Imposibilidad de una dinámica interna capitalista) (p. 108)

El estancamiento del capitalismo no se puede romper, según el autor, por la dinámica interna, pues aunque sea «considerable el gasto de las corporaciones en actividades no productivas» (p. 112): relaciones públicas, publicidad, etc., «este incremento no basta para reducir adecuadamente el volumen del excedente económico disponible (...) Se requieren 'impulsos del exterior' más premeditados para que la economía del capitalismo monopolista sea capaz de abandonar el punto muerto al que ha llegado» (p. 113).

II. (Asalto capitalista del control estatal) (p. 113)

Al principio de la época capitalista «el Estado realizó en forma enérgica e inequívoca su función básica, a saber, el mantenimiento y protección del orden capitalista» (p. 114); mientras los capitalistas eran muchos y poco importantes «el Estado podía satisfacer su mandato común de proteger y fortalecer al propio orden capitalista en contra de los ataques de las clases explotadas» (p. 114). Pero con el avance del monopolio, los grandes empresarios pudieron «apoderarse del Estado» y despojar «a la pequeña burguesía de toda independencia política y moral, haciéndola un instrumento obediente en manos de sus nuevos amos monopolistas» (p. 116); las oposiciones que se generaron —de la corriente populista y de la democracia burguesa— no fueron muy importantes.

Mientras tanto, «el desmembramiento de la economía capitalista en la década de los treinta, comprometió en forma irrevocable el concepto de automatismo del mercado» (p. 118). «Se hizo imperativa la necesidad de cierta acción gubernamental para mitigar, por lo menos, los aspectos más degradantes de la situación» (p. 118). Para los capitalistas, el programa de ocupación plena realizado por el Gobierno, «tenía todas las virtudes de lo que desplazaba y ninguno de sus defectos más obvios (...) aseguró altas ganancias al capital monopolista y al mismo tiempo prometió buenos ingresos a la 'nueva clase media', cada vez más importante política y socialmente» (pp. 119-120). Poco a poco, «individuos que gozaban de la confianza de las grandes empresas comenzaron a desplazar a los elementos sospechosos que se habían infiltrado en el gobierno con la ola populista de 1932» (p. 120), hasta que «el control del gobierno por parte de las corporaciones fue restablecido totalmente» (p. 120). Según Baran, este impulso por asegurarse el control sobre el Estado, no proviene «de las ambiciones de poder del capital monopolista o de su avidez de puestos públicos» (p. 122), sino de que «lo que está en juego son los intereses vitales del capital monopolista, aquellos que de hecho afectan su propia existencia» (p. 122).

III. (Posibilidades para una intervención estatal) (p. 122)

Plantea ahora Baran un problema al capitalismo, con cinco posibles soluciones, y observa que la única con garantía de éxito es la intervención económica en países extranjeros, cuya consecuencia inmediata sería el desarrollo de la industria bélica para apoyar tales intervenciones. El lo ve así: «Cuando la demanda total (...) es menor que la producción total en condiciones de ocupación plena, el gobierno se enfrenta con cinco posibilidades distintas (o alguna combinación de éstas). La primera es permitir cualquier desempleo que se produzca y dejar que la producción se ajuste al volumen de la demanda efectiva (...), la irracionalidad manifiesta y la explosividad política y social de este camino lo hace inaceptable, no sólo para la sociedad en su conjunto, sino para todos los grupos y facciones decisivas de la clase capitalista» (p.122). Aunque, por otra parte, «la existencia continua de un ejército industrial de reserva es indispensable para mantener a los trabajadores en su lugar, para asegurar la disciplina de trabajo de la empresa capitalista» (p. 123); «de ahí que un gobierno controlado por el capital monopolista no conduzca su política de ocupación plena en forma tal que realmente la logre» (p. 124).

«Otra posibilidad sería reducir la producción mediante una disminución general del número de horas trabajadas» (p. 126). Pero «un intento para obligar a una tal reducción por parte del gobierno —si tal intento pudiese esperarse de un gobierno dominado por la clase capitalista— encontraría una enconada oposición no sólo por parte de las empresas, sino también por parte de las masas trabajadoras, que difícilmente podrían resistir una disminución en los salarios reales» (p. 127).

Descartadas las anteriores posibilidades, «el equilibrio (...) puede asumir la forma de un gasto gubernamental en consumo adicional, individual o colectivo» (p. 127): mediante subsidios individuales que, sin embargo, «son totalmente incongruentes con el espíritu del capitalismo y desagradan a los intereses dominantes» (p. 128), o por medio de «las contribuciones estatales al consumo colectivo» (p. 128): construcción de carreteras, hospitales, etc., pero que «tropieza con la seria resistencia de los estratos de altos ingresos para costear con sus impuestos el establecimiento de instalaciones que ellos mismos usarán poco» (p. 129). «Esto nos lleva al cuarto método posible de intervención estatal, a saber, la inversión en instalaciones productivas» (p. 130); sin embargo, «todas las consideraciones que impiden a las empresas monopolistas invertir ellas mismas sus desbordantes ganancias, excluyen a fortiori la tolerancia para dicha inversión gubernamental» (p. 130). Por eso, «donde el gobierno tiene 'permiso' para invertir es en las esferas de actividad que, hasta ese momento, están fuera de toda explotación comercial (...) Pero en el caso de que esta acción tenga éxito en sus primeras fases, el desarrollo posterior y los beneficios que resulten de ella deben traspasarse rápidamente a las empresas privadas» (p. 130). El mismo desarrollo de la economía conduciría así —sin posible alternativa voluntaria— a la nueva era comunista; pero este proceso se puede detener aún por poco tiempo —continúa Baran— mediante el dominio político sobre los países en desarrollo. Es la clásica tesis de Lenin. que expone a continuación.

IV. (Política extranjera del monopolio) (p. 131)

La última posibilidad para igualar la demanda global a la oferta total, es la exportación; es cierto que «en las condiciones competitivas funcionaba un cierto mecanismo automático que imponía una seria limitación a la actividad del comercio exterior» (p. 132). Este automatismo «ya no representa un obstáculo real para los esfuerzos de una empresa monopolista u oligopolista» (p. 134): puede ofrecer préstamos, organizar presiones ante una manifestación hostil del gobierno importador, y realizar grandes inversiones para asegurarse la materia prima de los países-fuente.

«Confiada en el apoyo económico, diplomático y militar de su gobierno nacional, la empresa oligopolista que opera en el mercado mundial se ve tentada, irresistiblemente, a tratar de conquistar una porción mayor de éste» (p. 136). Además, «los impedimentos a la inversión extranjera que surgen de las incertidumbres políticas, del peligro de levantamientos sociales o de la alharaca de los gobiernos de los países dependientes, frecuentemente pueden ser superados con la ayuda de los gobiernos de las potencias imperialistas» (p. 137)[7].

V. (Los gastos militares) (p. 139)

«El monto del excedente económico que se absorbe 'automáticamente' a través de las relaciones económicas con el exterior, no proporciona ni siquiera una medida aproximada de su importancia para las economías de las potencias imperialistas» (p. 139); efectivamente, según el autor los gastos para mantener la política imperialista «al proporcionar un amplio escape para el desbordante excedente económico (...) se transforma en la forma central de los 'gastos exhaustivos' del gobierno, en la médula de la intervención estatal a favor de la 'ocupación plena'» (pp. 141-142). «El gasto gubernamental en gran escala para propósitos militares aparece así como esencial para la sociedad en su conjunto, para todas sus clases, grupos y estratos (...) atrae al movimiento obrero, satisface las exigencias de los agricultores, da gusto al 'público grueso' y ahoga en su nido toda oposición al régimen del capital monopolista» (p. 142).

VI. (Espiral de estancamiento del capitalismo) (p. 142)

Pero la fachada de prosperidad que así se logra es muy engañosa, pues «como sucede con muchos otros narcóticos, la aplicabilidad de estas inyecciones es limitada y su efecto de muy corta duración. Y lo que es peor, con frecuencia agrava la condición a largo plazo del paciente» (p. 144). Así pues, cuando se alcanza «la nueva 'situación dada', el exceso de capacidad es más grande y los incentivos para invertir son consecuentemente más débiles, mientras que el excedente económico de la sociedad no sólo es mayor en términos absolutos, sino que representa una parte más grande de la producción total y del ingreso» (p. 146)[8].

VII. (Financiación de los gastos estatales) (p. 146)

«El procedimiento más sencillo para financiar dicho gasto parecería ser un franco déficit presupuestal» (p. 146), que conduciría a la inflación y que, por tanto, resulta «un método inadecuado de financiamiento» (p. 148). Podría ser compensado por ingresos fiscales, pero también resulta inadecuado cuando el gasto «tenga que hacerse muy grande y debe ser financiado dentro de la estructura de un presupuesto equilibrado» (p. 149).

Baran hace aquí un paréntesis, para estudiar cómo se comportará una reducción de impuestos en el nivel de ingreso y de ocupación, y concluye después de un largo razonamiento que «la reducción de impuestos es probable que aumente los ahorros personales y de las corporaciones y no que aliente un mayor volumen de inversión» (p. 151)[9].

Después de este inciso indica que, «cualquiera que haya sido la forma en que se financió el gasto gubernamental» (p. 151), «cuando se ha creado una gran industria de armamentos y el crecimiento de la demanda y de la 'confianza' han provocado una gran inversión, las posibilidades de nuevas inversiones 'inducidas' se reducen sensiblemente» (p. 152).

VIII. (Conclusión) (p. 152)

«De lo anterior se desprende que la estabilidad del capitalismo monopolista es muy precaria (...) equivale de hecho a un continuo despilfarro del excedente económico de la nación y no conduce al mejoramiento del ingreso real de la población» (p. 152). Para que ésta soporte la presión fiscal «se hace cada vez más urgente una 'preparación' ideológica sistemática de la población que asegure la lealtad de ésta al capitalismo monopolista (...) es necesario el martilleo sistemático de las mentes con la existencia de un peligro extraño. Se lleva a cabo una incesante campaña de propaganda oficial y semioficial, financiada por el gobierno y las grandes empresas, con objeto de producir una casi total uniformidad de opinión acerca de los problemas importantes. Un complicado sistema de presiones económicas y sociales se desarrolla a fin de silenciar el pensamiento independiente y ahogar toda expresión científica, artística o literaria que se juzgue 'indeseable' (...) El no conformismo y la no obediencia a la 'cultura' del capitalismo monopolista, conduce a la pérdida del empleo, al ostracismo social y a un acoso sin fin por parte de las autoridades» (p. 153)[10].

Para mantener esta tensión, se aviva la guerra fría, se realizan pequeñas acciones de policía, y se crea una atmósfera de peligro. Sin embargo «la situación de ni guerra ni paz, manteniendo un equilibrio precario al borde del abismo, no proporciona una solución a largo plazo a los problemas básicos del capitalismo monopolista» (p. 156)[11].

Es cierto que una economía basada exclusivamente en el lucro personal, no puede conducir al bien de la sociedad: la idea de Adam Smith[12] sobre la mano invisible que dispone las cosas de modo que, aun buscando cada uno su propia ventaja, tenga como resultado final la prosperidad para todos, hace tiempo que fue desechada en economía[13]: el egoísmo, la ambición, la avaricia, etc., tienen un reflejo negativo en la conducta humana, también en la economía, y de suyo tienden a la destrucción de la sociedad más que a su armonía. La justicia, el altruismo y la magnanimidad no se dan espontáneamente, es preciso cultivarlas; y hacen falta convicciones más altas que el progreso económico, para decidirse a hacerlo. Por tanto, el problema que se debe plantear al capitalismo (§ III), no debe tener su fundamento en el progreso económico, so pena de caer en las contradicciones y negaciones de la evidencia, que hemos puesto de relieve.

Capítulo V: LAS RAÍCES DEL ATRASO (p. 158)

El autor dedica los tres próximos capítulos al estudio del desarrollo en los países atrasados, con el propósito de demostrar que también en ellos se produce un estancamiento en el desarrollo. Empieza tratando de explicar por qué ha existido un diferente crecimiento económico en los diversos países capitalistas, y concluye que la causa es la usurpación llevada a cabo por los países de Europa Occidental: con los casos de la India y el Japón intenta ejemplificar sus ideas.

I. (Por qué el atraso de las zonas subdesarrolladas) (p. 158)

Inserta el siguiente cuadro (p. 160) para tener una idea de la situación existente en los países subdesarrollados, en el mundo de 1949[14].

 

Ingreso

mundial

(%)

Población

mundial

(%)

Ingreso

Per

capita

Países de alto ingreso

67

18

Dls. 915

Países de mediano ingreso.

18

15

Dls. 310

Países de bajo ingreso

15

67

Dls.   54

«Inmediatamente surge la pregunta ¿cómo es posible que en los países capitalistas atrasados no haya habido ningún adelanto conforme al desarrollo capitalista, similar al que ha existido en la historia de los otros países capitalistas?» (p. 160). Baran indica que la pobreza de recursos naturales y el desarrollo de la navegación en Europa Occidental, impulsó a buscar esos recursos —especias, té, cerámica, metales preciosos, etc.— en otros países; y «trajo como consecuencia la rápida formación de enormes fortunas por los mercaderes (...) Los mercaderes ricos entraron a las manufacturas para asegurarse un abastecimiento barato y continuo (...) Pero lo más importante de todo fue que el Estado, bajo el control creciente de los intereses capitalistas, se hizo cada vez más activo en la ayuda y promoción a los incipientes empresarios» (p. 163).

En algunos lugares —Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda—, «los europeos occidentales entraron a un vacío social más o menos completo y se establecieron en esas regiones, convirtiéndose ellos mismos en sus residentes permanentes (...) vinieron a las nuevas tierras con el 'capitalismo en sus huesos' (...) Partiendo de una estructura capitalista, libre de los obstáculos y de las barreras del feudalismo, esta sociedad pudo entregarse de lleno al desarrollo de sus recursos productivos» (p. 165). En los otros lugares —Asia y África—, «los visitantes de Europa Occidental decidieron extraer rápidamente las mayores ganancias posibles de los países huéspedes, y llevarse el botín a sus países de origen» (p. 166). «De ahí que los pueblos que cayeron en la órbita de expansión del capitalismo occidental se encontrasen con el ocaso del feudalismo y del capitalismo, sufriendo las peores características de ambos y, como si fuese poco, con todo el impacto de la subyugación capitalista» (p. 168).

II. (El caso de la India) (p. 168)

Baran, como buen discípulo de Marx[15], ejemplifica las ideas anteriores tomando el caso de la India. Con diversos datos, varias citas de otros autores y algunas suposiciones gratuitas, concluye que «no debe pasarse por alto que la India, de haberse dejado a sus propias fuerzas, podría haber encontrado en el curso del tiempo un camino más corto y seguramente menos tortuoso hacia una sociedad mejor y más rica» (p. 175). Aunque sean ciertos algunos hechos que señala, resulta poco científico silenciar por completo, las mejoras que introdujeron los ingleses. No obstante, un juicio histórico detallado —que Baran no hace— nos llevaría fuera del ámbito del libro que nos ocupa.

III. (El Japón) (p. 175)

En esta sección Baran da su contraprueba: el Japón fue el «único país asiático que logró escapar al destino de sus vecinos y obtener un grado relativamente avanzado de desarrollo económico» (p. 176). Sintetiza así la historia reciente de Japón: «casi no hay duda de que la presión que ejercían las relaciones capitalistas —que se estaban desarrollando rápidamente— en contra de las barreras del orden feudal, fue la fuerza básica que condujo a la restauración Miji» (p. 177). «Como en todas las revoluciones, fue una combinación de grupos sociales heterogéneos la que llevó a cabo el derrumbamiento del ancien régime (...) [pero] fue la clase capitalista la que cosechó los frutos económicos y políticos de la revolución» (p. 178); «el régimen surgido de la restauración cambió drásticamente la marcha de la economía del país y propició un gigantesco impulso de la acumulación primaria del capital» (p. 179), «fue un impulso que sacó a la economía japonesa del estancamiento y la lanzó al camino del capitalismo industrial» (p. 181).

«¿Qué fue lo que capacitó al Japón para tomar un curso tan radicalmente distinto al de todos los otros países que forman en la actualidad el mundo subdesarrollado? (...) La respuesta (...) se reduce al hecho de que el Japón es el único país de Asia (y de África y de la América Latina) que se salvó de ser convertido en una colonia o en una dependencia del capitalismo norteamericano o de Europa Occidental» (p. 183). En esto influyó «el atraso y la pobreza del pueblo japonés y lo exiguo de sus recursos naturales» (p. 183), «el hecho de que (...) los recursos de los países más avanzados de Europa Occidental estaban ya seriamente abrumados por otros compromisos (...) la rivalidad creciente entre los gigantes imperialistas ya establecidos y la llegada a la escena mundial de una nueva potencia imperialista: los Estados Unidos» (p. 184).

«La posibilidad y la necesidad de detener la amenaza occidental tuvieron un poderoso impacto en la velocidad y la dirección del desarrollo subsecuente del Japón» (p. 185). «La correspondencia que existió entre los intereses vitales del capitalismo japonés y las necesidades militares para la supervivencia nacional tuvo una importancia capital para fijar la velocidad del desarrollo económico y político del Japón» (p. 186)[16].

IV. (p. 187)

«De hecho, si el contacto de los países más avanzados con el mundo atrasado hubiese sido distinto de lo que fue, si hubiera habido una cooperación y ayuda genuina en vez de la opresión y la explotación, en ese caso, el desarrollo progresista de los hoy países subdesarrollados habría marchado con una dilación mucho menor, con menos fricciones, menos sacrificios y sufrimientos humanos» (p. 187).

Esta última frase es cierta, en lo que tiene de tautología: si las cosas hubieran sido mejores, ahora serían mejores. Pero de ahí a que tengamos que pensar que hubieran sido mejores con un régimen planificado, hay un abismo: la prueba son los países «colonizados» por regímenes socialistas, cuyo subdesarrollo no tiene mucho que envidiar.

Para que el modelo propuesto por Baran fuera cierto, tendría que explicar también la causa del subdesarrollo de algunos países de Europa que no han sufrido colonización, y por qué otros países que mantenían muchas riquezas naturales al alcanzar su independencia, no han obtenido un mayor desarrollo. Igualmente hay otro punto poco claro: el Japón se libró de ser explotado por su pobreza, ahora bien los países colonizados no pudieron quedar tan empobrecidos como lo era el Japón, pues si no —en buena lógica capitalista— se hubiera pasado a colonizar éste, abandonando a los más empobrecidos; así pues, si Japón era más pobre de como quedaron los otros, ¿por qué se desarrolló más?

Por último —siempre dejando para el final la crítica de fondo—, es interesante notar que no es la economía la que lleva al imperialismo; más bien fueron los afanes imperialistas y las tensiones políticas los que impulsaron la industrialización, considerada como base indispensable para la defensa nacional. Respecto a las ideas marxistas de Rosa Luxemburg y Lenin (precursores en esto de Baran), se ha escrito: «Esta tesis no puede aceptarse en estos términos exclusivistas y estrictos. La expansión comercial es insuficiente para justificar el auge del imperialismo político en el decenio de los setenta y ochenta. Este había ya comenzado con anterioridad a los aranceles proteccionistas y antes también de las exportaciones coloniales de capital. Algunos países, como Rusia e Italia, no tenían ni una producción industrial excedente ni fondos para invertir en el exterior y, sin embargo, participaron en la expansión colonial. La fiebre nacionalista, el deseo de mantener o recobrar el prestigio nacional contribuyó no poco en el colonialismo»[17].

En definitiva podemos concluir que aunque las ideas de Baran puedan tomarse como uno de los factores del subdesarrollo en algunos casos, no se pueden tomar, en absoluto, como única regla, ni como válida para todos los países.

Capítulo VI: HACIA UNA MORFOLOGÍA DEL ATRASO (I) (p. 189)

I. (Excedente económico generado) (p. 189)

Estudia ahora Baran cómo funciona la economía en un país subdesarrollado, con el intento de demostrar que le resulta imposible avanzar en el campo económico. De las «condiciones 'clásicas' del crecimiento (...), la producción en estos países ha sido baja y sus recursos humanos y materiales han estado subutilizados (...) el consumo de la población productiva se ha reducido al nivel más bajo posible» (p. 189). «La discrepancia se hace mucho más profunda y, de hecho, decisiva, cuando se llega a nuestras tercera y cuarta condiciones clásicas, que son las que se refieren al modo de utilización del excedente económico» (p. 190).

Empieza tratando de la agricultura: si fuera cierto lo que dice, tendrían razón los economistas del XIX cuando llamaban a la Economía la ciencia triste. Según Baran, las parcelas, con una productividad sumamente baja, «no sólo deben mantener a las familias de los campesinos, sino que también deben soportar el pago de la renta o de los impuestos, o bien de ambos (...) cubrir los pagos de los intereses de deudas que han sido contraídas por los campesinos» (p. 190); además, éstos «explotados por intermediarios de todas clases, obtienen precios bajos de lo poco que tienen para vender y pagan altos precios por los pocos productos industriales que pueden comprar» (p. 191). Así, pues, los pequeños campesinos generan poco excedente económico, y el que obtienen los terratenientes «no se usa para ampliar y mejorar sus plantas y equipos productivos» (p. 191), sino para la adquisición de bienes de lujo. «Por consiguiente, mientras una parte muy elevada del excedente económico generado por la agricultura se convierte en un excedente potencial, que podría utilizarse para la inversión si se eliminasen el consumo excesivo y los gastos improductivos de todas clases, todo el excedente real disponible se incrusta en los poros de las sociedades atrasadas, haciendo una contribución insignificante al incremento de la productividad. Sin embargo, sería una falacia creer que la eliminación del despilfarro y de la mala asignación del excedente económico, bastarían para generar una marcada tendencia al alza en la inversión y en la producción agrícolas» (p. 193), pues «una reforma agraria, cuando se realiza en medio de un atraso general, retardará más de lo que adelantará el desarrollo económico de un país» (p. 194). De ahí que, únicamente «si toma el carácter de una revolución agraria, representa un enorme adelanto en el camino hacia el progreso» (p. 196).

II. (Falta de inversión industrial) (p. 196)

«Aun en un país capitalista atrasado, una gran parte del excedente económico total de la nación corresponde al sector no agrícola» (p. 197)[18]. Una clase de este sector no agrícola son «los comerciantes, los prestamistas y los intermediarios de todas clases» (p. 197). «Por la naturaleza de sus actividades, la clase de gente que se mueve en la esfera de la circulación no opone restricciones a los que quieren entrar (...) [aunque] la competencia entre ellos es despiadada y, por lo tanto, su promedio de ingresos es bastante bajo» (p. 198)[19]; de ahí que su ganancia «sólo puede encontrar una aplicación lucrativa en la esfera de la circulación» (p. 199), y que no se emplee normalmente en la producción industrial. «Es evidente que los hoy países subdesarrollados tienen esta característica en común con la fase primitiva del desarrollo capitalista de Europa Occidental o del Japón, en donde fuerzas muy potentes tendieron también a impedir la salida de capitales de la espera de la circulación y en los que, a pesar de todo, la transición en el uso del capital de los fines mercantiles a los industriales se realizó en el transcurso del tiempo. Sin embargo, lo que diferencia radicalmente su situación de la que existió en el pasado histórico de los países capitalistas avanzados, es la presencia de formidables obstáculos que impiden el ingreso de estas acumulaciones mercantiles a la esfera de la producción industrial» (p. 200).

III. (Obstáculos a la inversión por parte del capitalismo monopolista) (p. 200)

Para Baran el gran obstáculo es el capitalismo occidental: al usar los países colonizados como países-fuente, «la división del trabajo, tal como surgió, se parecía más a la distribución de funciones entre un jinete y su caballo» (p. 201); la falta de inversión en la industria produjo el «infanticidio industrial», pues «al igual que la inversión tiende a convertirse en autogeneradora, la carencia de ésta tiende a convertirse en autoestancadora» (p. 201). Y cuando los colonizadores decidieron llevar a cabo la industrialización, la parte de capital «que se gastó en el país subdesarrollado fue pequeña, efectuándose en el exterior el grueso de los gastos en la adquisición de maquinaria extranjera, de patentes extranjeras, etc.» (p. 202). «Las nuevas empresas obtuvieron rápidamente un control exclusivo de sus mercados, cercándolos mediante aranceles proteccionistas y concesiones gubernamentales de toda clase. Con estas medidas, bloquearon un mayor crecimiento industrial, al mismo tiempo que sus precios monopolistas y sus políticas de producción reducían al mínimo la expansión de sus propias empresas» (pp. 202-203). «El excedente económico de los países subdesarrollados, de cuya parte más importante se apoderan los consorcios monopolistas, no se utiliza para fines productivos» (p. 204): fluye al exterior o se gasta en una vida ostentosa.

IV. (Impacto en el desarrollo que producen las empresas extranjeras) (p. 204)

Para Baran, «las empresas que son propiedad total o parcial de extranjeros, pero que abastecen al mercado interno de los países subdesarrollados, no presentan ningún problema especial» (p. 204). Se detiene algo más en las que producen mercancías destinadas a la exportación, y examina tres aspectos: a) la inversión realizada, que en realidad «fue mucho menor de lo que comúnmente se supone» (p. 205), y que «fundamentalmente, es el resultado de la reinversión en el exterior de parte del excedente económico que se obtuvo en esos lugares» (p. 206). «Por consiguiente, los beneficios que obtiene un país subdesarrollado de las inversiones que trae consigo el establecimiento o la expansión de empresas extranjeras orientadas a la exportación, son de pequeña cuantía» (p. 207). b) Operaciones corrientes: además de «las tasas increíblemente bajas de los salarios nativos» (p. 208), el alto grado de mecanización hace que se emplee una fuerza de trabajo pequeña; los empleados extranjeros, que obtienen los mejores sueldos, en parte los ahorran y envían a su patria, y en parte los consumen en productos que importan; así que sería muy poco el monto de los salarios —de nativos y de extranjeros— que se gasta en el país subdesarrollado; para los trabajadores nativos la empresa organiza economatos, campamentos, etc., con productos importados con lo que aún cierta cantidad de este salario sale del país. La empresa, parte de la ganancia bruta la «dedica al pago de impuestos, de regalías, etc., al gobierno del país en donde se realiza la producción» (p. 211); en cuanto al resto «aunque ciertas empresas se llevan a sus países de origen la totalidad o la mayor parte de sus ganancias, otras las dedican a realizar inversiones extranjeras adicionales (...) Tampoco puede decirse que los países subdesarrollados en su conjunto hayan tenido un destino común, ni que las ganancias generadas en un país subdesarrollado de no reinvertirse allí, se inviertan en otro país subdesarrollado. En realidad ha sucedido lo contrario, es decir, las ganancias obtenidas de las operaciones en los países subdesarrollados se han dedicado en gran medida a financiar inversiones en las regiones altamente desarrolladas del mundo» (p. 21). c) El tercer aspecto lo examina en la sección VI.

V. (Lo perjudicial de la inversión extranjera) (p. 211)

Empieza diciendo el autor «que resulta muy difícil precisar qué ha perjudicado más al desarrollo económico de los países atrasados, si la extracción de su excedente económico por el capital extranjero o su reinversión por las empresas extranjeras» (p. 211). Su argumentación, atacando a los defensores de la inversión extranjera, es que los beneficios para el país subdesarrollado, de las explotaciones agrícolas y mineras, ha resultado «un plato de lentejas por el cual se ven obligados a vender su primogenitura de un futuro mejor» (p. 216); por eso, los obreros de los países subdesarrollados «están en mejores condiciones con sus formas tradicionales de vida, comparados con lo que el capital extranjero los obliga a realizar» (p. 216)[20].

VI. (Efecto indirecto de la inversión extranjera) (p. 217)

Se refiere a las instalaciones que «no forman parte integral del proceso de producción y exportación de materias primas, pero que son totalmente indispensables. Tales instalaciones son los ferrocarriles y los atracaderos, los caminos y los aeropuertos, los teléfonos y los telégrafos, los canales y las estaciones eléctricas. En general, éstos son buenos para cualquier país subdesarrollado. Aun cuando su construcción per se no contribuye mucho a la expansión del mercado interno de las regiones atrasadas» (p. 217), más bien «quedarán como una mera potencialidad —disponible pero no utilizada— y se sumarán a las otras fuerzas productivas que no se ocupan y que contribuyen muy poco o nada al desarrollo económico del país» (p. 218). «Más aún, el énfasis tan pronunciado sobre lo indispensable de la ayuda gubernamental para financiar estos proyectos (...) entre las administraciones nacionales y las corporaciones monopolistas» (p. 219), «reside en que las 'instalaciones auxiliares' de que se trata son, en su mayor parte, auxiliares tan sólo de las empresas extranjeras» (p. 220). Con lo que concluye: «El impacto principal de la empresa extranjera sobre el desarrollo de los países atrasados, radica en que fortalece y afirma el dominio del capitalismo mercantil y en que reduce, y de hecho impide, su transformación en capitalismo industrial» (p. 222).

VII. (Oposición del imperialismo al desarrollo de los países pobres) (p. 222)

El resultado de este impacto sería la formación de «una coalición política y social de los mercaderes ricos, de los poderosos monopolistas y de los grandes terratenientes que se consagra a la defensa del orden feudal-mercantil existente» (p. 223). «El que hayan sido capaces de seguir medrando (...) se debe, de manera fundamental y quizá exclusiva a la ayuda y al apoyo que 'libremente' les ha otorgado el capital occidental y los gobiernos occidentales que lo representan. El mantenimiento de estos regímenes y la operación de las empresas extranjeras en los países subdesarrollados se han hecho mutuamente interdependientes» (p. 223). «De esta forma se aclara la tarea principal del imperialismo en nuestra época, que consiste en impedir o, si esto es imposible, en retardar y controlar el desarrollo económico de los países atrasados» (p. 225). «No es sorprendente que, en estas circunstancias, las grandes empresas occidentales que se dedican a la explotación de materias primas muevan todas las palancas con tal de obstaculizar cualquier evolución de las condiciones políticas y sociales de los países atrasados que puedan propiciar su desarrollo económico» (p. 226).

VIII. (p. 227)

Recoge algunas frases sueltas de discursos y documentos preparados por autoridades y economistas americanos, que corroboren lo dicho en VII.

Parece cierto que las empresas extranjeras, por sí mismas, no producen una espectacular contribución al desarrollo económico del país[21], pero tampoco se puede minimizar esta ayuda hasta el punto, como hace Baran, de considerarla negativa. Para Baran el capitalismo necesariamente genera atraso en los países subdesarrollados, haga lo que haga; por eso, al intentar responsabilizarlo de todo el subdesarrollo, cae inevitablemente —como hemos visto— en exageraciones y contradicciones.

Capítulo VII: HACIA UNA MORFOLOGÍA DEL ATRASO (II) (p. 229)

I. (Países coloniales) (p. 229)

«Trataremos ahora de completar nuestro rápido examen del modo de utilización del excedente económico de los países subdesarrollados» (p. 229). Para ello, se pueden considerar tres grupos de países: «los vastos territorios coloniales que están administrados directamente por las potencias imperialistas (...) [los] gobernados por regímenes de un marcado carácter mercenario (...) [y los] que tienen gobiernos con una orientación que podría calificarse de 'New Deal'» (p. 230).

Respecto al primer grupo —según el autor—, a pesar de la campaña publicitaria hecha por las potencias imperialistas, éstas al interesarse más «'en la tierra y no en los negros', pusieron el acento principal en el desarrollo de las materias primas» (p. 231). Es decir, todos los gastos estarían orientados únicamente a mejorar las ganancias de los capitalistas de la metrópoli.

II. (Gobiernos mercenarios) (p. 234)

Empieza examinando los países productores de petróleo en Medio Oriente: la cantidad de dinero que reciben esos gobiernos de las compañías petrolíferas «podría ser considerada como una trascendental contribución 'indirecta' de las empresas extranjeras» (p. 235); pero, examinando realmente lo que ha sucedido, esos ingresos «se han hundido en la cloaca de la corrupción, de las extravagancias y del despilfarro» (p. 239). Baran se detiene un poco para examinar el caso de Venezuela: los gobiernos «a partir de 1945, trataron de conservar su amplio apoyo popular, no sólo forzando un aumento de los ingresos que obtenían del petróleo, sino que comenzaron a dedicar una parte de ellos al desarrollo económico e iniciaron una política económica y social que era tan desagradable para las compañías petroleras como para los intereses capitalistas nativos» (p. 241); como consecuencia, una junta militar derrocó al gobierno, y «bajo el reinado de la actual dictadura mantenida por las compañías, los fondos que se dedican a fomentar el desarrollo económico son considerablemente más bajos que los que pueden disponerse para este propósito» (p. 242); por eso «no existen estímulos ni posibilidades suficientes para que los capitalistas nativos realicen inversiones industriales, el único tipo de inversión que facilitan las generosas economías externas que otorgan los gobiernos mercenarios de esos países, es fundamentalmente la inversión extranjera» (pp. 242-243). Algo análogo, aunque con un ingreso menor, sucedería en los países de este grupo no productores de petróleo. Tampoco sigue mejor camino el dinero que extraen estos gobiernos de la población; además, la evasión fiscal, la corrupción, etc., hace que «el grueso de la carga impositiva recaiga en las amplias masas y no en las clases capitalista y feudal de los países subdesarrollados» (p. 245).

Por último, Baran hace hincapié en dos puntos: las sumas dedicadas por las compañías extranjeras «con el objeto de mejorar las condiciones de vida de los pueblos de algunos países subdesarrollados en donde operan (...) tiende a exagerarse burdamente» (p. 245), y se realiza «para asegurar la fuerza de trabajo necesaria e incrementar su eficacia» (p. 246). No se puede decir que «lo que el gobierno de un país fuente haga con los ingresos que recibe de las compañías extranjeras, no tiene nada que ver con el juicio 'puramente económico' de la contribución de esas empresas al desarrollo económico de los países atrasados» (p. 246), pues la explotación de las materias primas y la existencia de estos gobiernos están tan «estrechamente ligados que sólo pueden comprenderse en forma adecuada como el fenómeno global del imperialismo» (p. 247).

III. (Regímenes de «New Deal») (p. 248)

«Sus gobiernos fueron llevados al poder por amplios movimientos populares, cuyo propósito común y fundamental era derribar el dominio colonial y establecer la independencia nacional» (p. 248). «Sin embargo, una vez que se resuelve el problema de la independencia nacional —aunque exclusivamente la política y no la económica—, el conflicto básico entre las clases antagónicas de una sociedad necesariamente se intensifica y se aclara» (p. 249); y así, «la amalgama de las clases poseedoras, apoyadas por los intereses imperialistas utiliza todo su poder para liquidar el movimiento popular tendiente a lograr una genuina liberación social y nacional» (p. 250).

Observa el caso de la India donde, según Baran, el gobierno «trata de fomentar el desarrollo del capitalismo industrial y, sin embargo, no se atreve a ofender a los intereses de los terratenientes» (p. 251), «sustituye a los cambios radicales por las pequeñas reformas, a los hechos revolucionarios por frases revolucionarias, y por ende, pone en peligro no sólo la posibilidad misma de realizar sus esperanzas y aspiraciones, sino aun su propio mantenimiento en el poder (...) el asalto decisivo en contra del atraso, la pobreza y el letargo en que se encuentra el país» (p. 252).

IV. (El obstáculo para el desarrollo) (p. 256).

Acaba el capítulo con tres corolarios. «El primero, es que el principal obstáculo para el desarrollo no es la escasez de capital (...) lo escaso en todos esos países es lo que hemos llamado el excedente económico real que se invierte en la expansión de los medios de producción» (p. 256). Después de unos datos sobre los excedentes reales y los que él considera potenciales en algunos países, concluye: «El principal obstáculo al crecimiento económico rápido de los países atrasados, es la forma en que se utiliza su excedente económico potencial. Este es absorbido por diversas formas de consumo excesivo de las clases altas, por un aumento de los atesoramientos tanto en el interior como en el exterior, por el mantenimiento de enormes burocracias improductivas y de aparatos militares (...) [y por lo que] retira el capital extranjero» (pp. 257-258). Proporciona algunos datos para corroborar su afirmación: «Es bien conocido el hecho de que las ganancias que obtienen los intereses extranjeros en los países subdesarrollados son muy altas, y, de hecho, son mucho mayores que las utilidades que logran en sus países de origen» (p. 258).

Para abundar en la idea central de esta sección, indica que también es falsa «la noción bastante generalizada de que el deterioro en la relación de intercambio de las regiones productoras de materias primas ha retardado seriamente su desarrollo económico» (p. 261), pues el aumento de precios en las materias primas afecta más a las ganancias de la empresa que a la economía general del país.

V. (Falsas explicaciones del subdesarrollo) (p. 264)

El segundo corolario es que no se puede explicar el atraso «por el funcionamiento de 'fuerzas externas' o bien (...)la carencia de 'espíritu de empresa' en los países subdesarrollados y a cuya abundancia debe supuestamente atribuirse el adelanto económico de los países occidentales» (p. 264).

VI. (El control de la natalidad) (p. 267)

«El supremo esfuerzo de las ciencias sociales burguesas para atribuir el atraso y el estancamiento de una gran parte del mundo capitalista a factores que podrían suponerse ajenos al orden económico y social en el cual viven, se realiza en el campo de las teorías sobre la población» (p. 267). Para ellos, «el incremento continuo y posiblemente acelerado de la población (...) se juzga como un factor que impide la rápida elevación del ingreso per capita» (pp. 267-268). Baran aporta datos y citas de otros autores para probar que «si es una mera lucubración el que la pobreza de un país sea provocada por la presión de su población, también es pura fantasía el atribuirla a la imposibilidad 'física' de abastecer con suficientes alimentos a una población creciente» (p. 271), con lo que introduce su tercer corolario: «hay pocos lugares del mundo, si es que existe alguno, del cual pueda decirse que propiamente padece una sobrepoblación en relación a los recursos naturales. Esto, con toda certeza, no puede ni siquiera insinuarse en relación al mundo en su conjunto» (p. 273). En esto Baran tiene toda la razón, aunque su crítica no es lo bastante fundada ni decidida, porque no le importaría defender el control de natalidad, si lo viera conveniente para el «desarrollo económico».

Después de unas citas de otros autores, realmente desafortunadas, sobre la necesidad del control de nacimientos, comenta: «Lo que se discute no es la buena voluntad subjetiva o la maldad de los individuos (...) sino exclusivamente la parte que juega en el mundo objetivo la mentalidad que ellos reflejan y que continuamente fomentan. Esta es la mentalidad de un sistema económico y social que se encuentra arrinconado por su monstruosa insuficiencia, que se opone a un mayor progreso y, de hecho, a la supervivencia de la raza humana» (p. 277). Y así, la conclusión del capítulo es: «Los problemas del subdesarrollo, de la sobrepoblación, de las necesidades insatisfechas y de las enfermedades, pueden resolverse en la actualidad por un esfuerzo planificado y coordinado de todo el mundo en el plazo de una generación» (p. 278).

En estos tres capítulos dedicados al subdesarrollo, Baran ha intentado atribuirlo a los países capitalistas adelantados: expolios y usurpaciones, desventajas de las industrias extranjeras, oposición directa al desarrollo, etc. En todo ello deja muy poco margen a la iniciativa y capacidad de la propia población, como si esto tuviera poca o ninguna importancia; sólo toma en consideración su conducta al observar los puntos negativos: despilfarro, corrupción, etc.

Son correctas algunas de las críticas que apunta: neocolonialismo, control de natalidad, etc., en cuanto su motivación es puramente económica, de lucro personal. Con todo, los hechos no favorecen el conjunto de su interpretación: «Contra lo que se cree, el colonialismo, en general, no fue un negocio rentable. Si la Compañía del Congo amortizó sus inversiones antes de 30 años, la fundada en 1889 por Cecil Rhodes fue incapaz de pagar dividendos hasta 1923. La aventura colonial francesa se liquidó con déficit, y, en cuanto a la alemana, representó, entre 1886 y 1914, un desembolso de 50 millones de libras, cuando en vísperas de la I Guerra Mundial, el comercio colonial alemán apenas llegaba al 0,5 por 100 del movimiento económico del país»[22]. En la actualidad, aunque las utilidades en los países pobres sean mayores que en los ricos, la exportación del capital no deja de producir dificultades al déficit exterior, por eso, en U.S.A. el Gobierno recomendó al Congreso «que en 1964 estableciese un impuesto de igualación de intereses y que habría de gravar con el 15 por 100 las compras de acciones y obligaciones extranjeras efectuadas por todo ciudadano de Estados Unidos a cualquier extranjero. Este impuesto tiene por objeto reducir la inversión individual en el extranjero y, si la situación siguiese empeorando, podría extenderse a la inversión efectuada en el exterior por las sociedades yanquis»[23].

Por último, el siguiente cuadro compuesto con los datos del Atlas ya mencionado, permite observar la media de crecimiento anual (1960-69), comparando países comunistas y capitalistas:

China Continental        

0,8

Formosa

6,3

Vietnam del Norte

3,2

Vietnam del Sur

1,8

Corea del Norte

5,9

Corea del Sur

6,4

Cuba (decrecimiento)

-3,2

Jamaica

3,0

Alemania Oriental

4,1

Alemania Occidental.

3,7

No parece que estos datos estén de acuerdo con el último párrafo transcrito de Baran; más bien favorecen pensar que en condiciones semejantes, el desarrollo de los países planificados ha sido menor que el de los otros países.

Capítulo VIII: EL ASCENSO A LA CUMBRE (p. 280)

Una vez establecida la imposibilidad de un desarrollo sostenido con un sistema capitalista, no queda más remedio —señala Baran— que escoger el socialismo. En este capítulo trata la conveniencia de esta transformación y las líneas generales de una economía planificada. Es interesante retener que entre las ventajas que atribuye el autor a este tipo de economía están la eliminación de las supersticiones religiosas y la obligatoriedad de la colectivización agrícola.

Se puede observar cómo para Baran sólo existen dos posibilidades: capitalismo o socialismo. Esto es consecuencia de sus postulados filosóficos: admitida la dialéctica como motor y ley de la historia, esas dos opciones serían los polos antitéticos. Lo que no se demuestra —se da por supuesto— es la existencia de esa dialéctica en la historia y la hegeliana contraposición amo-siervo, a la que el marxismo añadirá la interpretación exclusiva en términos materialista-económicos.

I. (Conveniencia de una transformación socialista del mundo) (p. 280)

Las dos primeras secciones son una apología del comunismo: la primera es una defensa directa; la segunda un ataque a lo que estima injusta campaña contra el socialismo.

«Es en el mundo subdesarrollado donde puede observarse, a simple vista, el hecho más característico y sobresaliente de nuestra época, es decir, cómo el sistema capitalista, que fue un poderoso impulsor del desarrollo económico, se ha convertido en un obstáculo formidable para el adelanto humano» (p. 280). «Una transformación socialista del Occidente no sólo abriría a sus propios pueblos el camino hacia un progreso económico, social y cultural sin precedentes, sino que, al mismo tiempo, permitiría a los pueblos de los países subdesarrollados superar rápidamente las condiciones de pobreza y estancamiento» (p. 281). «De hecho, el progreso que se ha realizado en los países subdesarrollados mediante la planificación socialista, desconcierta mucho a la opinión oficial del Occidente» (p. 283). Baran lanza ahora algunas invectivas contra las «supersticiones religiosas» que fomenta el capitalismo, cuya incapacidad para el desarrollo económico y social «obliga a sus apologistas y políticos a confiar más su estabilidad en el circo que en el pan, en las artimañas ideológicas que en la razón» (p. 285); y acaba haciendo referencia a «la burda apologética que identifica la libertad con la libertad del capital, que iguala los intereses de una minoría parásita con las necesidades vitales del pueblo y considera al imperialismo como sinónimo de democracia» (p. 286); el impacto de esta ideología «está sintetizado en la cortante observación de Marx y Engels de que 'ninguna nación puede ser libre cuando oprime a otras naciones'; su trágica importancia se manifiesta, sin ninguna posibilidad de error, sea que observemos la historia primitiva de las 'naciones opresoras' o su historia más reciente» (pp. 286-287).

II. (Campaña imperialista contra el comunismo) (p. 287)

Los países mercenarios del imperialismo «no sólo reciben subsidios para el fomento de la religión y para la conducción de sus actividades políticas, sino que también se les otorga ayuda militar directa para su lucha en contra de un pueblo cada vez más inquieto (...) [además] se ven obligados a dedicar una parte muy importante del ingreso nacional de sus países a la construcción y al mantenimiento de extensas instalaciones militares» (p. 287). «Esta destrucción en gran escala de recursos que podrían servir por sí solos como base para un crecimiento masivo de 'los medios de empleo', es justificada por las potencias imperialistas y sus agentes en los países subdesarrollados, alegando una supuesta amenaza de agresión soviética» (p. 288). Sin embargo, «el peligro de una 'agresión soviética', de hecho equivale al peligro de la llamada 'subversión', que es nombre de moda que se le da a la revolución social» (p. 288), y sería inexacto «tratar a las revoluciones sociales de los países individuales como si fuesen el resultado de una 'subversión del exterior', o estuviesen 'impuestas' por maquinaciones y conjuras extranjeras» (p. 289).

«La cruzada contrarrevolucionaria no tiene sólo un efecto mutilador en las regiones subdesarrolladas que están bajo el control imperialista, sino que sus repercusiones se resienten también con gran fuerza en los países que pertenecen al campo socialista. La más importante de ellas, es la necesidad inevitable en que se ven de asignar una parte muy importante de sus recursos nacionales al sostenimiento de instalaciones militares. Pero, en el caso, de estos países, estas instalaciones son defensivas. Enfrentándose al odio implacable de la clase capitalista, amenazados con programas de 'liberación' y con 'guerras preventivas', los países socialistas se ven obligados continuamente a temer una agresión de parte de las potencias imperialistas» (pp. 290-291); esto «quiere decir que en nuestra época de imperialismo y de revoluciones sociales, el peligro de una guerra está siempre presente y que los países socialistas no tienen otra alternativa que la de sacrificar una parte muy importante de sus recursos en el mantenimiento de una defensa adecuada» (p. 292). Es más, las campañas de propaganda que desencadenaría el imperialismo en estos países «proporcionan cierto auxilio a los restos de las antiguas clases dirigentes en los países socialistas, fortalecen las supersticiones en las mentes de los campesinos y de los obreros atrasados, aumentan las dificultades con que se tropiezan al educar y organizar al pueblo para realizar un esfuerzo colectivo que elimine la pobreza (...) y de esta forma, obstaculizan el progreso de estas naciones hacia la democracia y el socialismo» (p. 292).

III. (Establecimiento de una economía planificada) (p. 293)

Pasa ahora a estudiar cómo se ha de realizar la transformación económica socialista: habla de los desajustes iniciales, la necesidad de colectivización agrícola, y la conveniencia del organismo de planificación.

«El establecimiento de una economía socialista planificada es una condición esencial, y de hecho indispensable, para lograr el progreso económico y social de los países subdesarrollados» (p. 293). «El primer paso y en muchas ocasiones el decisivo, lo constituye la movilización del excedente económico potencial del país» (p. 293); para ello, resultaría relativamente sencillo la expropiación a los capitalistas y terratenientes, y la eliminación del consecuente consumo excesivo; «más complicada resulta la movilización del excedente económico potencial que se presenta en la forma de cualquier clase de mano de obra improductiva (...) de todas maneras, el volumen total de consumo que realizan las clases improductivas se reduce en proporción muy importante» (p. 294). «Esta declinación del consumo improductivo no puede, de ninguna manera, traducirse en un aumento correspondiente del excedente económico real. En gran medida, conduce a un incremento del consumo masivo» (p. 294).

Ahora bien, el descenso de producción debido a los desajustes «que necesariamente acompañan y siguen a las crisis revolucionarias, puede no sólo impedir un aumento de la inversión y el mejoramiento de las condiciones de vida, sino que, en realidad, puede ocasionar una reducción más o menos drástica de ambos» (p. 295); pero es «un fenómeno transitorio, cuya duración se exagera habitualmente por la propaganda contrarrevolucionaria» (p. 296). Este problema es más acuciante «allí donde el grueso de la producción (y, por consiguiente, del excedente económico) se obtiene de la agricultura (...) empero, es precisamente allí donde es inevitable esa movilización del excedente económico, que las dificultades que ésta ofrece son más grandes» (p. 297); como «en una economía socialista planificada, tanto la estructura de la producción social como la disposición que de ella se hace, están sujetas a una decisión consciente y racional por parte de dicha sociedad» (p. 299), se hace necesaria la colectivización de la agricultura: «debemos insistir en que aunque no existiesen otras razones poderosas que hiciesen deseable la colectivización de la agricultura, la necesidad vital de movilizar el excedente económico generado por la agricultura sería por sí sola suficiente para hacer indispensable la colectivización» (p. 300).

«El que al gobierno socialista le toque decidir qué parte de la producción total debe retirarse del consumo y dedicarse a la inversión (o a usos colectivos), no implica en sí nada acerca del contenido de esa decisión (...) la distribución de los recursos entre las necesidades materiales y culturales, así como la velocidad de expansión y de perfeccionamiento de la producción socialista, deben decidirse con base en las condiciones concretas que prevalezcan en cualquier fase particular del desarrollo histórico» (p. 300).

IV. (El desarrollo en la agricultura y en la industria) (p. 303)

En las tres próximas secciones, indica las líneas generales de una economía planificada. Empieza examinando cómo se conduce la agricultura en un país capitalista subdesarrollado, para concluir que la agricultura con grandes medios «únicamente pudo realizarse una vez efectuada la transición de la fase mercantil del capitalismo a la etapa industrial (...) [por eso] sólo mediante la industrialización de esos países puede alcanzarse un incremento sustancial de la productividad de su agricultura» (p. 305).

«En una sociedad socialista, el dilema entre la industrialización y el mejoramiento de la agricultura carece totalmente de sentido, puesto que el progreso es indivisible y una de las condiciones más importantes para lograr un desarrollo rápido y saludable es el mantenimiento de la armonía entre estos dos sectores de la sociedad» (p. 306). «Para evitar a los pequeños campesinos la experiencia destructiva y espontánea del desarraigo y de la proletarización a que los condena la transformación capitalista de la agricultura, debe ofrecérseles 'la oportunidad de que implanten ellos mismos la gran explotación, no por cuenta del capitalismo sino por su propia cuenta, colectivamente', y capacitarlos para realizar 'la transformación de sus empresas privadas y de sus posesiones privadas en empresas cooperativas'» (p. 307)[24], pues «la evolución de la industria moderna es lo que proporciona el mercado para una producción agrícola más amplia» (p. 308). «La posibilidad de obtener el apoyo de los campesinos para la colectivización y de despertar su entusiasmo por la construcción de una economía agrícola moderna, se basa en hacerlos 'comprender que esto va en su propio interés, que es su único medio de salvación'. Esto no puede lograrse 'mediante la fuerza, sino por el ejemplo y brindando la ayuda social para este fin'» (p. 309). De todo ello se deduce que «la política correcta consistirá en iniciar el desarrollo en la industria, en darle al desenvolvimiento industrial todo el apoyo que se pueda, mientras que la revolución técnica, social y cultural de la agricultura, deberá posponerse hasta que la sociedad haya reunido una fuerza industrial suficiente para que puedan sentarse las bases materiales de la reconstrucción agrícola» (p. 309).

Baran se percata de la dificultad que ha planteado, y la intenta resolver aunque su resultado práctico se oponga a las frases de Engels: «A primera vista, parecería que nos enfrentamos a un círculo vicioso. No puede haber modernización de la agricultura sin industrialización, y no puede haber industrialización sin un incremento de la producción y del excedente agrícolas» (p. 310); en Rusia «la solución de esta tarea gigantesca se logró a un costo tremendamente alto» (p. 310): «el principio de libre adhesión de los campesinos a las granjas colectivas fue burlado continuamente. Aunque las declaraciones oficiales subrayaban la naturaleza voluntaria del movimiento de colectivización, en realidad la coerción y el terror fueron decisivos para ayudar a lograr el resultado deseado (...) No cabe duda alguna acerca de que esta ruptura revolucionaria del atraso secular de la antediluviana aldea rusa no pudo haberse logrado con el consentimiento de un campesinado irracional, iletrado e ignorante» (p. 311)[25]. Este «consentimiento» se obtuvo «mediante el hecho contundente de que la realización material fue tal, que demostró a un número creciente de gente que la colectivización era un paso trascendental e indispensable hacia el adelanto económico y social» (p. 311); entre los «hechos contundentes», indica que «en el año final del segundo Plan Quinquenal [1938], la cosecha de granos alcanzó una cifra sin precedentes, en tanto que la producción de los llamados cultivos técnicos (fibra de lino, algodón, y remolacha) se habían más que duplicado con respecto a 1928» (p. 312); lo que no indica es que en 1928 la producción agrícola era el 75 por 100 de la obtenida en 1913. Baran acaba esta sección proponiendo dos conclusiones: «el desarrollo debe realizarse (...) por medio de un esfuerzo simultáneo en ambas direcciones» (p. 315), la industria y la agricultura; y «el excedente económico real no necesita elevarse al máximo para asegurar una tasa de inversión y de expansión económica excepcionalmente grande» (p. 315).

V. (Relación entre la industria pesada y ligera) (p. 316)

«El segundo problema que surge con respecto a la tarea de lograr la asignación óptima del excedente económico, es determinar si el desarrollo económico debe realizarse a través de la expansión de las industrias (pesadas) que fabrican bienes de producción, o bien mediante un incremento de las industrias (ligeras) que producen bienes de consumo» (p. 316). Como las primeras son las que absorben el excedente económico, «la decisión sobre la rapidez del crecimiento económico determinará, por ende, tanto la parte del ingreso nacional que constituirá el excedente económico, como la naturaleza física de la inversión que se requiere» (p. 317). «El mantener las proporciones que se requieren para un desenvolvimiento armónico del proceso de crecimiento, es la misión principal de las autoridades planificadoras» (p. 317).

VI. (Método de producción) (p. 318)

Después de un complicado razonamiento para indicar que son preferibles los métodos de producción con alta intensidad de capital, sobre los que necesitan elevada intensidad de mano de obra, concluye: «los países subdesarrollados pueden o bien industrializarse, y en esto deben utilizar la única ventaja que el desarrollo histórico les ha otorgado —la capacidad de aprovechar los adelantos científicos y técnicos que han logrado los países más avanzados—, o renunciar a la industrialización y contentarse con unos cuantos mendrugos de la rica mesa del progreso técnico mediante la importación de algún equipo de segunda mano de los países industriales y así elevar su 'bienestar' a paso de tortuga» (p. 321). Para Baran, concluir lo contrario, «lejos de ser una 'inocente' falacia teórica (...) constituye un importante eslabón de la campaña, tan de moda en la actualidad, de probar 'científicamente' que los países atrasados deben 'marchar lentamente' (o más bien, no marchar del todo) hacia la industrialización y el desarrollo económico» (p. 321).

VII. (Orden económico internacional) (p. 321)

Empieza esta última sección, hablando de la importancia de las relaciones económicas internacionales: en todos los países, «particularmente en los países subdesarrollados, la estructura económica y la dotación de recursos de que disponen son tales, que las relaciones económicas con el exterior constituyen no sólo una atenuación de dificultades que casi serían insuperables, sino que de hecho son una condición para su misma supervivencia» (p. 322). La importancia de este comercio reside en «la posibilidad de intercambiar una parte más o menos grande de sus producciones nacionales, con objeto de obtener el acopio físico de bienes que necesitan para su consumo y sus inversiones agrícolas e industriales» (pp. 323-324). Ahora bien, los principios de la división del trabajo y la asignación de recursos, en los países socialistas, «ya no se interpretan de tal forma que congelen la división del trabajo existente y que conserven la especialización prevaleciente entre las naciones en lo individual. Por el contrario, el objetivo de la planificación económica, nacional e internacional, dentro del campo socialista, es eliminar rápidamente las desequilibradas estructuras económicas de los países subdesarrollados, que a menudo están basadas en la producción de una o dos mercancías de exportación» (p. 326). «La colaboración entre los países socialistas tan sólo constituye un primer paso hacia una organización plenamente racional de la economía mundial (...) El fenómeno económico y político de la nación desaparecerá lenta pero seguramente siguiendo las huellas del sistema económico y social al cual debe su origen y su cristalización» (p. 327). «Para alcanzar esta etapa, que es la única propia de la dignidad y de la potencialidad del hombre, serán necesarias décadas enteras, décadas en que las nuevas generaciones de seres humanos serán educadas como miembros de una sociedad socialista cooperativa y no como lobos en competencia de la selva del mercado capitalista» (p. 329)[26].

El alcanzar este orden social, implica que «la razón desaloje a la superstición»; pero «el hombre del subsuelo, moldeado y educado en el molino de la cultura capitalista, no desaparecerá en el alba de la revolución social» (pp. 331-332). «Los obstáculos que obstruyen el camino de la razón no son simplemente el odio y la tenacidad de las fuerzas que se aferran desesperadamente al statu quo y el oscurantismo del pueblo que se encuentra bajo su férula. Los obstáculos también incluyen las exasperantes insuficiencias y equivocaciones que a menudo cometen aquellos que con gran dedicación luchan por su triunfo (...) Pero los errores son inevitables en todo esfuerzo humano; de hecho, el que ocurran no es sino un aspecto del progreso mismo de la razón, pues es en el transcurso de este proceso cuando pueden cometerse y corregirse. De todos los defectos del pensamiento, probablemente ninguno sea tan peligroso y destructivo como la incapacidad de distinguir entre la irracionalidad y el error. Es la misma diferencia que existe entre las incoherencias de un sicótico y las afirmaciones erróneas de una persona cuerda» (p. 332). «A medida que la sociedad socialista madure, cuando comience a 'desarrollar sus propias bases', se liberará progresivamente a sí misma del legado del pasado capitalista. Sus propios desórdenes y errores de funcionamiento no serán sino equivocaciones de hombres racionales» (p. 333). Esta sociedad, «obteniendo sus energías de los inconmensurables recursos del pueblo libre, no sólo derrotará definitivamente al hambre, las enfermedades y al oscurantismo, sino que en el proceso mismo de su avance victorioso, creará nuevamente la estructura síquica e intelectual del hombre» (p 334).

En esta sección culmina la constante contraposición que ha hecho Baran entre socialismo y capitalismo, de tal forma que no sólo le parece mejor en su conjunto una economía planificada, sino incluso dice que sus errores no se le deben achacar, pues son consecuencia de su pasado capitalista. También se ha visto que aun desde un enfoque meramente económico, el socialismo impone grandes sacrificios que reconoce el mismo Baran: colectivización por medio de la coerción y el terror, prioridad de la industria de producción sobre la de consumo, etc.; además, los frutos no han sido tan rápidos ni tan abundantes como pretende indicar, y es que la planificación no es una panacea cuya puesta en práctica conduce a una sociedad perfecta: son necesarias otras instituciones a las que el plan no reemplaza[27].

VALORACION CRÍTICA

A lo largo de la síntesis han ido saliendo algunos de los errores del libro. En este apartado, trataremos de resumir las ideas de fondo en las que se basa Baran, haciendo su valoración crítica; le antecede una rápida visión de los defectos formales más llamativos. Hemos procurado utilizar pocos de los textos ya transcritos, para que el elenco de citas sea mayor; por otra parte, para alguno de los puntos se han escogido sólo los más significativos, con objeto de no extendernos demasiado.

I. ASPECTOS FORMALES

1. Suposiciones y conjeturas.— Como hemos visto, el intento del autor es demostrar el estancamiento que produce el capitalismo, para concluir inmediatamente en la necesidad del socialismo. El primer punto no es fácil de demostrar por un procedimiento rápido, pues los datos parecen indicar lo contrario; así pues, recurre a un procedimiento indirecto: realizar una serie de divisiones y disgresiones que pretende probar por separado; dirigiéndolas a él, podríamos parafrasear sus mismas palabras: es un ejemplo clásico de la incapacidad intrínseca de la ciencia económica marxista para penetrar en el tema de su investigación. Al dividir burdamente un fenómeno histórico, al desechar una unidad compleja con objeto de apreciar mejor sus componentes más simples, la ciencia económica marxista llega a conclusiones que, aun cuando parecen ciertas respecto a cada una de sus partes, se muestran falsas en relación al todo. Un fenómeno histórico es inseparable de lo que constituyen sus consecuencias patentes (cfr. p. 247). Para ir probando cada una de sus partes, Baran recurre muchas veces, no a dar los hechos, sino a mencionar interpretaciones, conjeturas y suposiciones; transcribimos algunas de las más significativas.

No pretendo haber agotado el estudio, «a lo más que puedo aspirar es a haber esbozado sus contornos generales y, por ende, a presentar un mapa tentativo cuya función principal, espero, será el alentar los viajes posteriores y estimular su exploración más a fondo» (p. 11); es más, indica «que las conclusiones relativas a la actitud y la política que adopta el capital monopolista respecto a los países subdesarrollados, hubieran podido ser reforzadas con pruebas adicionales, si me hubiera sido posible tomar en cuenta la experiencia reunida durante los pocos años transcurridos desde que el manuscrito de este libro se entregó al impresor en los Estados Unidos» (p. 13); siendo la edición manejada posterior en diez años a la original ¿por qué no ha insertado al menos las más importantes de esas pruebas?; quizá no fueran tan concluyentes; en todo caso, decir que se tienen las pruebas, no es lo mismo que probar algo, y así se puede dar por no dicho.

Las «pruebas» que aporta sobre el modo de actuar del capitalismo las inserta con palabras ambiguas: no puede esperarse, parece más probable, puede tender a hacerse, es casi seguro, etc.; «no pueden esperarse en el sistema capitalista, ni una producción máxima, racionalmente asignada entre la inversión y el consumo, ni cierto nivel predeterminado de producción, combinado con una disminución de la carga del trabajo. Lo que parece más probable es el resurgimiento continuo del sombrío dilema entre los incrementos repentinos de la producción, generados por la guerra y los flujos de desempleo provocados por la depresión» (p. 27). «Esta situación puede tender a hacerse cada vez más grave, puesto que los dividendos extraordinarios, particularmente aquellos que pertenecen a los pequeños capitalistas, es probable que traten de invertirse precisamente en el sector competitivo de la economía» (p. 105, nota 74). «Es casi seguro que una gran parte de esta baja, si no es que la totalidad de ella, sería deducida de los salarios totales, es decir, tendría que ser absorbida por la clase obrera» (p. 127). Cuando al hacer ciencia se emplea una palabra, debe tomarse en el preciso significado que tiene, ahora bien, sobre los hechos no caben medias tintas —parece probable, es casi seguro, etc.—, o son o no son; cabe la opinión al interpretar el hecho, pero entonces ya no se está probando sino interpretando, que es lo único que hace Baran.

Esta interpretación del autor, tiene un presupuesto claro: «la planeación económica socialista representa la única solución racional del problema», para Baran es «esta verdad, evidente en sí» (p. 28). Pero si es evidente, huelga el resto del libro pues su objetivo no es otro que pretender probarla, lo cual no le resulta difícil al tomarla como base «evidente» para todo su razonamiento. Puestas las cosas de este modo, no parecerá extraño encontrar textos en que da por sentado —sin aducir ninguna prueba— lo que tendría que demostrar: «Lo que constituye el 'consumo excesivo' en una sociedad podría ser fácilmente establecido, si este problema recibiera aunque no fuese sino una parte de la atención que se dedica a problemas tan urgentes y tan importantes como, digamos, la posibilidad de medición de la utilidad marginal» (p. 47). «Lo que los agnósticos apologistas del statu quo y los adoradores de la 'soberanía del consumidor' tratan como obstáculo insuperable o como manifestación de una arbitrariedad censurable, es enteramente accesible a la investigación científica y al juicio racional» (p. 48). «No existe información precisa acerca del modo en que se han utilizado estos fabulosos ingresos. Sin embargo, por lo que se conoce, no queda ninguna duda de que, ni siquiera en parte, se usaron para aumentar la productividad y el nivel de vida de la población de Kuwait» (pp. 235-236); estas frases ambiguas —resulta fácil, no queda ninguna duda, etc.—, no producen al lector más que dudas y dificultades cuando quiere ahondar un poco, y encontrar la tierra firme en que el autor basa su razonamiento.

Para acabar este punto, abordaremos el tema de los datos supuestos, con algunos ejemplos: «a juzgar por los datos dispersos de que se dispone, parece ser que el exceso de capacidad en la industria americana asumió proporciones gigantescas, aun en los años de prosperidad sin precedente que siguieron a la Segunda Guerra Mundial» (p. 53). «Abundan las pruebas de que el empleo productivo de las posibilidades técnicas está seria y frecuentemente paralizado por los intereses de aquellos que financian la investigación técnica» (p. 56). «Aunque no hay una base satisfactoria para comparar la magnitud de la discrepancia entre la producción real y la potencial en el siglo XIX y en el siglo XX, parece ser que ésta se ha agrandado considerablemente (...) existen muchas pruebas que respaldan el punto de vista según el cual la pérdida total de producción respecto al total posible que pudo haberse obtenido, provocada por el desempleo, la capacidad no utilizada, las restricciones a la producción, etc., ha sido mucho mayor en el siglo presente que durante el anterior» (pp. 71-72). «Puede afirmarse que el incremento del consumo que han ocasionado no ha sido más que proporcional —probablemente ha sido menor que el crecimiento del excedente económico—. Para una tal afirmación existen poderosas razones» (p. 110). «Puede suponerse, sin riesgo alguno, que este drene fue más pequeño en el siglo XX que en los siglos XVIII y XIX. Más aún, puede considerarse como cierto que este coeficiente subestima el grado de usurpamiento británico de los recursos de la India» (p. 170). «Existen amplias pruebas de que el auge de postguerra en diversos alimentos y materias primas producidos y exportados por algunos países de América Latina, ha tenido pocos efectos en la vida de sus poblaciones o en la velocidad de su desarrollo económico» (p. 264, nota 72). De este modo, con un parece ser, puede suponerse o existen amplias pruebas, introduce en la argumentación un dato supuesto que apoye sus deducciones. Ahora bien, si el dato es exacto, debe exponerlo con exactitud, citando la fuente, etc.; si es una suposición, deja de ser un dato y pierde su valor como prueba.

Este modo de proceder podría resultar disculpable, si hubiese sido empleado en pocos detalles periféricos; sin embargo, Baran lo utiliza en muchas ocasiones y en puntos centrales de su discurso: consumo excesivo, organización irracional, etc.; es decir, para intentar probar cómo se consume el excedente económico potencial, que es el punto clave del libro.

2. El éxito como prueba.— De vez en cuando, el autor hace referencia al éxito económico logrado en los países comunistas, que sería «la prueba decisiva de la fuerza y viabilidad de una sociedad socialista» (p. 26). En el prefacio habla de «las trascendentales realizaciones y enseñanzas de la construcción socialista en la República Popular China (...) [y] los gigantescos logros de la Unión Soviética durante el último quinquenio» (p. 14); y se queja de que en la economía occidental «se pone poco énfasis en el estudio de la experiencia única de desarrollo rápido, obtenida en la URSS y en otros países del sector socialista del mundo» (p. 34). No deja de ser chocante que, para insistir en este éxito escriba, en nota, la siguiente frase: «Como dice el Sr. Wiles, 'aun reduciéndolas todo lo que queramos, estas estadísticas (soviéticas) continuarán mostrando una tasa de crecimiento de la producción industrial que siempre será más elevada que la que jamás haya logrado cualquier país capitalista. Hasta ahora, no he leído a ningún experto, por escéptico y hostil que sea al régimen soviético, que pruebe lo contrario'. Carta a The Economist, 19 de septiembre de 1953» (p. 314, nota 69).

Ya hemos tenido ocasión, en la síntesis, de observar que este éxito no ha sido tan clamoroso; es más, existen países en que ocurre lo contrario, por eso resulta un argumento poco sólido: al menos hoy por hoy, los datos de conjunto muestran que el comunismo se puede pretender justificar por otras vías, pero no por el nivel de vida que han logrado. De todos modos, el éxito no bastaría: no se puede perder de vista que la prueba del éxito no resulta definitiva (tampoco para el capitalismo). Es un argumento que se suele aceptar en las ciencias positivas: si una teoría tiene éxito al explicar algunos fenómenos, se admite como cierta; pero nadie estaría dispuesto a jugarse la vida para defenderla, pues son continuos los ejemplos de teorías que fueron aceptadas por su éxito, y luego se demostraron falsas (p.e. el calórico en Termodinámica) o quedaron englobadas en sistemas superiores (p.e. la mecánica newtoniana). Esto resulta más claro en las ciencias de lo espiritual, en donde nunca el éxito —quizá aparente y momentáneo— puede ser argumento decisivo, ya que existen otras pruebas más seguras y menos sujetas a las contingencias.

No se olvide que la Economía es una ciencia del hombre, a diferencia de la Física o las Matemáticas; un cuerpo humano, desde un punto de vista físico por ejemplo, podría intercambiarse en algunos aspectos con cualquier otro cuerpo que tuviera la misma masa, superficie, etc.; esto es así porque la Física trata de él no en cuanto cuerpo humano, sino en cuanto cuerpo. La Economía, por el contrario, trata del hombre en cuanto realiza elecciones económicas: es decir como criatura inteligente y libre, capaz de tomar decisiones; de ahí que no se pueda hacer una Economía para las abejas, por ejemplo. Es imposible separar realmente las decisiones económicas de todas las demás decisiones humanas: por eso, en todo sistema económico, aunque se intente ocultar, hay presupuestos éticos[28].

3. Funcionamiento del capitalismo.— Es extraño que Baran, viviendo en USA, atribuya al capitalismo algunos modos de funcionar que no se dan en la realidad.

a) No es exacto que el monopolio y el oligopolio sean los rasgos característicos del capitalismo moderno (p. 22): la URSS no tiene otra cosa que grandes monopolios y no por eso es tachada de capitalista. Quizá se puede decir que la consecuencia de los principios económicos de Occidente lleva, en algunas circunstancias, al monopolio con objeto de aumentar las ganancias; sin embargo, el principio de la competencia ha hecho que se promulgaran las ya mencionadas leyes antitrust, para disminuir aquella tendencia.

Baran indica además (p. 104), que los monopolios y oligopolios extienden su influencia a otras ramas de la economía, y las van estructurando a su modo. Esta conclusión parece ignorar el modus operandi de las grandes compañías: su área tradicional de expansión es la integración vertical dentro del sector, y la aplicación de nuevas tecnologías también dentro de su sector. El resultado es la búsqueda constante de menores costos de producción, a través de la integración vertical y de un proceso dinámico de innovación tecnológica en su rama de producción.

La creación de nuevas industrias, no procede por vía de invasión en sectores que «todavía no son propiedad de ninguna gran potencia» (p. 105), sino por medio de la creación deliberada de nuevos usos y productos industriales.

b) En varios párrafos (p. 24, etc.) menciona la subutilización de los recursos y el desempleo como factores del estancamiento capitalista; no está, sin embargo, demostrado este estancamiento. Es cierto que la subutilización y el desempleo —problemas ampliamente reconocidos en Occidente— son factores negativos del desarrollo, pero se les prefiere como mal menor que se trata de subsanar, ante la alternativa de efectuar una situación de utilización y pleno empleo arbitraria. El exceso de capacidad instalada no es algo inevitable: se lleva a cabo, y se mantiene en reserva para situaciones de puntas estacionales; y cuando se produce una infrautilización de los recursos, la razón es que la plena producción en ese momento podría causar desajustes mayores en el sistema económico.

En cuanto al desempleo sería fácil de eliminar: bastaría, por ejemplo, que el Estado obligara a que las carreteras las construyeran los desocupados con pico y pala, en vez de usar maquinaria. Podría objetarse que es un procedimiento inhumano, pero resulta muy semejante al que se utiliza en los países socialistas para conseguir el «pleno empleo»: en éstos, la «racionalidad» la decide el Estado que juzga qué debe hacer el individuo para no estar desocupado, le guste o no ese trabajo. Así el problema de la libertad individual viene sacrificado al ideal del pleno empleo y la máxima producción.

c) Baran pretende presentar un proceso que inevitablemente conduzca al estancamiento del capitalismo: cada vez son menores los incentivos para invertir, con lo que la producción tiende a paralizarse (p. 146). Aparte de que no existen pruebas estadísticas de que se está llegando a este punto, el autor concede poca importancia a la función del desarrollo tecnológico, que genera nuevas fuentes de inversión; su conclusión podría ser cierta si la tecnología estuviera estancada o avanzara muy lentamente[29], pero en realidad ocurre lo contrario: basta observar que los Estados Unidos han duplicado su PNB (en dólares constantes) en sólo ocho años, y que el 50 por 100 de los bienes que produce hoy, o no existían hace 20 años o tenían un peso económico insignificante. En la URSS la tecnología —excepto en el sector de armamentos y de prestigio exterior— resulta un factor secundario, porque es el Estado el que decide qué se debe consumir, en qué cantidad y de qué calidad; cosa que el consumidor de Occidente suele decidir por sí mismo: otra vez se apunta un problema de carácter humano, con la libertad del hombre en su centro.

Estos errores de tipo técnico explican —aunque esto no signifique un criterio definitivo— que sea una obra poco citada en la literatura económica: es una crítica marxista a la economía americana, pero no un estudio científico de la economía del desarrollo.

II. LA TEORIA DEL EXCEDENTE ECONÓMICO POTENCIAL

1. Idea de excedente potencial.— Baran basa su crítica al capitalismo en la supuesta mala utilización que éste realiza del excedente potencial, debido a la existencia de consumo excesivo, trabajadores improductivos, organización irracional y desempleo, lo que llevaría consigo un estancamiento de los países avanzados y un freno en el desarrollo de los atrasados. Define así este concepto: «El excedente económico potencial es la diferencia entre la producción que podría obtenerse en un ambiente técnico y natural dado con la ayuda de los recursos productivos utilizables, y lo que pudiera considerarse como consumo esencial. Su realización presupone una reorganización más o menos drástica de la producción y distribución del producto social, e implica cambios de gran alcance en la estructura de la sociedad» (p. 40). En esta definición, de apariencia exclusivamente técnica, se encierra en realidad una falsa concepción del hombre.

Efectivamente, la capacidad potencial de creación de riqueza de un hombre o de una sociedad, depende de las metas que se proponga para su vida: en la organización de la sociedad los recursos económicos se han de calcular después de delimitar los objetivos humanos a que deben servir; una familia no se propone como primera meta el cumplir un presupuesto subordinando a ello toda otra actividad, más bien subordina el presupuesto a las metas que previamente se propone; y una sociedad rectamente ordenada, lo mismo. Sin embargo, como hemos podido observar, la finalidad exclusiva de Baran es el desarrollo económico: para él la planificación socialista se hace necesaria como único modo de conseguir la plenitud humana; identifica desarrollo económico con progreso humano, y ve en este progreso la meta cumbre del acontecer histórico[30], por eso fustiga a los economistas occidentales, ya que «se ha puesto de moda en ellos dudar de la 'conveniencia absoluta' del desarrollo económico, burlarse de su identificación con el progreso por considerarla anticientífica» (p. 33), y es que «el desarrollo económico es, en la actualidad, la necesidad más urgente y vital de la enorme mayoría de la humanidad» (p. 277); por eso, dirá, en los países comunistas «habiendo convertido al conocimiento en un poderoso instrumento del progreso humano, éste se convertirá en la principal preocupación de hombres y mujeres en todos los campos de la vida» (pp. 333-334).

En definitiva, Baran presupone como real la existencia de una sociedad compuesta por una especie de homo oeconomicus; pero este concepto es una abstracción que no tiene realidad, ni vale decir que responde al comportamiento del hombre medio, que no existe: para que existiera, haría falta que el hombre fuera pura materia, pero no lo es. De todo ello se deduce que el excedente potencial es una elucubración, y la crítica que presenta Baran al capitalismo, es un pseudoproblema, mal planteado: si la meta que se propone una sociedad fuera la adquisición de poder, el excedente económico debería ser tal que lograra, cuanto antes, la acumulación de dicho poder; si el objetivo (en este caso verdadero) es la práctica de la virtud, el excedente óptimo es el que facilite dicha práctica a todos los ciudadanos, y difícilmente coincidirá en cantidad y modo de utilización con el anterior ejemplo. Cuando la meta propuesta es el verdadero progreso humano —del hombre real, alma y cuerpo, ordenado a Dios como último fin—, este concepto de excedente «potencial» carece de sentido: no se puede delimitar en abstracto sin saber qué es necesario para ese progreso —que es siempre de todo el hombre (alma y cuerpo)—. Además, es evidente la imposibilidad de un excedente potencial absoluto: al no ser el desarrollo económico el fin real del hombre, no puede dar una medida absoluta de lo que hay que hacer, sino sólo en función de lo que se debe, o al menos de lo que se quiere hacer.

2. Su medición.— No es de extrañar, por tanto, las dificultades que Baran pone de relieve sobre la determinación y medida objetiva para establecer el excedente potencial: «La identificación y la medición de estas cuatro formas del excedente económico potencial, tropiezan con algunos obstáculos. Estos pueden, en esencia, reducirse al hecho de que el concepto mismo de excedente económico potencial, trasciende el horizonte del orden social existente, al relacionarse no sólo con la actuación fácilmente observable de una organización socio-económica dada, sino también con la imagen, menos fácil de concebir, de una sociedad ordenada en forma más racional» (p. 41). Ahora bien, esta imagen depende de mis ideas que —según el autor— están determinadas por el desarrollo económico de la sociedad: «Lo que ha ocurrido en la Unión Soviética y en los países de Europa Oriental, confirma la proposición básica del marxismo de que el grado de madurez de los recursos productivos de la sociedad es lo que determina 'el carácter general de la vida social, política e intelectual'» (p. 10); el hombre quedaría de este modo atrapado en un proceso que le supera —desarrollar una sociedad cuya imagen depende del desarrollo alcanzado—, tratando de amoldarse a él.

Así pues, Baran no concreta —no puede hacerlo— el modo de medir ese excedente económico potencial: se limita a ciertas vaguedades referentes a los tiempos de guerra, a instalaciones improductivas, etc.

3. Conclusión.— El excedente potencial supone una organización utópica de la sociedad para producir más y más, para acelerar el desarrollo, en donde lo económico se convierte en el fulcro de todo el obrar humano; en realidad, además de suponer un concepto degradante del hombre porque le rebaja a la condición meramente material, es una meta irreal y tan difuminada como la conclusión a que llega el autor: «Únicamente sobre la base de un alto nivel de vida, de una abundancia de bienes materiales, es como puede efectuarse una igualación internacional, en la que todos los sectores de la sociedad contribuirán al adelanto del conjunto de ésta, en donde los que 'tienen' están en disposición y con deseos de ayudar a los que 'no tienen' a medida que estos últimos se liberan progresivamente de la necesidad de que les ayuden los primeros» (p. 330).

Las cosas son de otra manera: resulta imposible que un hombre se proponga como meta de su vida el abstracto desarrollo material, ya que el desarrollo no puede pasar de ser un medio para conseguir un fin personal, que puede ser el verdadero fin último: Dios, o el falso: la autoafirmación a través del poder, la riqueza, el placer sensible, etc. Por tanto la visión de Baran es radicalmente falsa: se funda en el engaño del homo oeconomicus. Pero es más, incluso para el fin parcial que se propone falsamente como bien absoluto, resulta menos eficaz que otros sistemas económicos, que tienen presente o al menos respetan mejor, fines superiores: cuanto más elevada sea la meta propuesta a un hombre se hace más gustoso trabajar por su consecución, por eso la meta del desarrollo como finalidad última del hombre no sólo es degradante, sino que llevará aparejado un mal negocio: comporta un trabajo más cansino y, por ende, un menor desarrollo. En conclusión, los presupuestos del libro —tomar el desarrollo económico como último fin del hombre y hablar de excedente potencial en base a este desarrollo «ideal»— repugnan a la esencia del hombre, porque niegan su atributo más importante, la espiritualidad. Y así llevan aparejada una visión empobrecida, incluso para la eficacia económica, de la sociedad.

4. Crítica del capitalismo.De ahí que falle la crítica que Baran realiza al capitalismo: sólo se podría criticar partiendo de un concepto verdadero de lo que es el hombre y sus fines; y esto no lo puede hacer el marxismo. El defecto principal del capitalismo, no es su falta de planificación y el freno que podría poner al desarrollo (aunque esto resultara cierto), sino la falta de un fin humano, digno del hombre; es el mismo defecto de fondo que tiene el marxismo, proponerse el fin económico como último fin. Por eso, tampoco es fácil para un materialista teórico o práctico del mundo capitalista criticar o defenderse del marxismo. En este sentido son fundadas las objeciones de Baran al mundo occidental cuando parece que la única preocupación de sus gobiernos está «dedicada a la elevación al máximo del excedente económico, a su utilización racional» (p. 65), en donde para el empresario «el sentido de la existencia está dado por la acumulación del capital y su utilización lucrativa» (p. 64, nota 4).

A partir de estas ideas, hay una lógica transición hacia el marxismo, pues «el capitalismo crea un estado de ánimo crítico tal que, después de haber destruido la autoridad moral de tantas otras instituciones, finalmente se vuelve contra las propias; el burgués encuentra, para su sorpresa. que la actitud racionalista no se detiene ante los títulos de reyes y de papas, sino que continúa con el ataque a la propiedad privada y a todo el sistema de valores burgueses» (p. 42)[31]. En este sentido habría acertado Marx: cuando no se ven más que fines materiales, el marxismo tiende a surgir como evolución del capitalismo; esto explica las veleidades filomarxistas de muchos pensadores de la economía occidental: no es que el pensamiento marxista se vuelva coherente, no es que el hombre sea homo oeconomicus; sino que, en uso de su libertad, puede ir reduciéndose a eso, puede ir convirtiéndose en bestia, al no buscar más que los horizontes materiales. En todo caso, siempre resulta una ventaja la falta de coherencia propia de los sectores materialistas de occidente, ya que no se proponen un fin material como el absoluto fin del hombre, sino que prescinden de considerar el último fin: no lo niegan como punto de partida —como hace el marxismo—, sólo no lo tienen en cuenta. Por eso no impiden radicalmente el uso de la libertad y se hace posible una economía que, aun siendo errónea, sea más compatible con la dignidad humana que el marxismo, y así se explica que sus éxitos sean también mayores.

En resumen, el error y lo criticable del capitalismo es no haberse propuesto esos fines: no haber considerado a qué se ordena en realidad el hombre, y en consecuencia no ver la necesidad, en el plano material, de preocuparse por fomentar la mejora de otros países, o de todos los ciudadanos de su país; pero no por exigencias económicas, sino por exigencias morales: su fallo es la falta de fines morales, no la falta de planificación, pues la economía adquiere su verdadera dimensión, se muestra en su grandeza, cuando se encuentra finalizada hacia una realidad superior, cuando en definitiva, se ordena al hombre para llevarlo a Dios, cuando facilita al hombre el camino hacia su último fin trascendente, el camino hacia Dios. La diferencia entre la economía así concebida y una economía apartada de esta realidad, que pretende poseer un valor intrínseco inmanente y estar finalizada en sí misma, es reflejo de la diferencia entre lo humano y lo sub-humano, entre el hombre y la bestia.

III. RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD DE LOS SISTEMAS ECONÓMICOS

1. Concepto de racionalidad.En las valoraciones que hace Baran de los sistemas económicos —prácticamente se limita al capitalismo y al socialismo—, no deja de sorprender que los errores capitalistas continuamente son tachados de irracionales, mientras que los socialistas se ven como consecuencia necesaria del progreso. Para él la sociedad planificada es perfecta y racional, «no sólo terminaría con la explotación de los países atrasados, sino que la organización racional y la utilización plena de los enormes recursos productivos del Occidente fácilmente les permitiría compensar, cuando menos en parte, su deuda histórica con los pueblos atrasados y prestar una ayuda generosa y desinteresada a sus esfuerzos por aumentar rápidamente sus desesperados e inadecuados 'medios de empleo'» (p. 281); y si en algún caso, al principio, «el mal que provocó fue agudo y doloroso, éste era, manifiestamente una enfermedad de crecimiento» (p. 314). Por el contrario, es «cada vez más obvio que el desperdicio y la irracionalidad, lejos de ser taras fortuitas del capitalismo, están ligados a su esencia misma» (p. 56), por eso «los únicos que pueden defender este sistema de inhumanidad y locura son aquellos que sólo se preocupan por sus intereses egoístas, o bien aquellos que están tan cegados por la ideología burguesa, tan anestesiados por la moral y los 'valores' burgueses, que son incapaces de ver lo evidente y de experimentar el sentimiento humanitario más elemental» (p. 14); y así, cuando realizan obras en favor de los demás: pago a los desocupados, obras públicas, límites al desempleo, etc., estos hechos «son dictados por las necesidades y la conveniencia de las grandes empresas y por la credulidad de la gente para soportar la hipocresía y la irracionalidad de un orden económico gobernado por los intereses del capital monopolista» (p. 126). También es irracional, para el autor, el consumo de esta sociedad (p. 41), es decir la libre facultad de consumo, pues lo racional sería consumir lo que establece la oficina central de planificación; otra prueba de irracionalidad la darían la pequeñez de algunas empresas (p. 55) que no pueden generar la máxima producción posible, los gastos de publicidad, las relaciones públicas, etc. (p. 111).

Para Baran el capitalismo no sólo es esencialmente irracional, sino que es el fundamento de toda irracionalidad: «La irracionalidad, como fenómeno social, no podrá ser superada en tanto que el sistema capitalista, que es su fundamento siga existiendo. Más aún, de la misma forma que a un sicótico no puede influírsele mediante los argumentos y la persuasión, un orden social cuyo principio de organización es la irracionalidad, no puede convertirse en racional a través de la ciencia y de la educación. De hecho, todo el conocimiento adicional que adquiera una sociedad irracionalmente constituida sólo contribuirá a ampliar y fortalecer la potencia de la muerte y de la destrucción[32]. En un sociedad en que la razón se ha constituido en el principio rector de sus relaciones sociales, la situación es radicalmente distinta. Nuevamente aquí, la evolución de dicha sociedad será un proceso largo y penoso (...) por un período bastante largo, tanto la irracionalidad como el error obstruirán también al orden socialista (...) Sin embargo, lo decisivo es que la irracionalidad ya no será forzosamente —como en el caso del capitalismo— algo inherente a la estructura de la sociedad. Ya no será la consecuencia inevitable de un sistema basado en la explotación, en los prejuicios nacionales y en las supersticiones que incesantemente se cultivan. La irracionalidad se convertirá en un residuo de un pasado histórico, desprovista de sus cimientos socioeconómicos, desarraigada por la desaparición de las clases sociales y por el fin de la explotación del hombre por el hombre» (pp. 332-333).

Para poder llegar a estas conclusiones, tiene que negar evidencias, como la mejora del nivel de vida material en los países capitalistas: podría no estar de acuerdo con el método empleado, pero no puede negar que los resultados son iguales o mejores que en los países socialistas. Otra evidencia que niega (p. 207) son los beneficios que aportan las empresas extranjeras; es cierto que podrían haber sido mayores pero no es menos cierto que sin ellas, estos beneficios serían nulos: al menos, disminuyen el desempleo, importan tecnología hace que se formen técnicos nativos, obtienen divisas, etc. La otra cara de la moneda es la afirmación que hace Baran de cosas irreales; bastará añadir una a todas las expuestas: La conclusión del capítulo VII (p. 278) es que con una sociedad planificada se pueden resolver todos los problemas en una generación; son muchos los países en que ya ha pasado una generación de socialismo (y en Rusia dos), y aún quedan por resolver muchos de estos problemas: necesidades no cubiertas, desarrollo desequilibrado, etc.

¿Cuál es el concepto de racionalidad que tiene Baran para hablar como lo hace ? Indudablemente lo racional para él no coincide con la experiencia observable, pues no duda en sacrificar las evidencias a lo «racional», e incluso acusa a los economistas de Occidente de permanecer «pegados a los hechos observables» (p. 25).

2. Fundamento de la «racionalidad».El autor hace una exposición del método que ha seguido: «para intentar llegar a la comprensión de las leyes del movimiento, tanto de las zonas avanzadas como de las regiones atrasadas del mundo capitalista, es menester y de hecho es obligatorio, prescindir de las peculiaridades de los casos particulares y concentrarse en las características esenciales que les son comunes. En realidad, ningún trabajo científico es concebible sin este método (...) Importa poco y no constituye un reproche válido para el método en sí o para sus resultados, el que el 'modelo' que se obtenga en cualquier tipo de estudio no se ajuste completamente a cualquier caso particular o que no se acomode perfectamente a todas sus peculiaridades y especificaciones. Si el modelo logra su objetivo, si tiene éxito en captar los rasgos dominantes del proceso real, contribuirá más a su entendimiento que cualquier cantidad de información detallada y de datos particulares. Aún más, sólo con la ayuda de un modelo tal, únicamente teniendo claros los contornos del 'tipo ideal', es como puede dársele un significado a toda la información y datos que se recopilan continuamente por la investigación organizada y que muy frecuentemente se utilizan como sustituto para la comprensión de un fenómeno más que como ayuda para entenderlo» (pp. 158-159). En estas palabras se observa que el hombre no se puede disociar, que es imprescindible una visión de totalidad. Al hacer economía no es posible —como pretenden algunos economistas— olvidarse del último fin; en esto tiene razón su crítica al capitalismo, cuando le acusa de que interpreta los hechos prescindiendo del todo: «como sucede con la mayor parte del razonamiento económico burgués basado en la 'inteligencia práctica', esto es juicioso y veraz en la superficie. Pero al abarcar meramente un segmento de la realidad y al no tratarlo de manera histórica, sino con el método —tan de moda en la actualidad— que podría denominarse 'estática animada', da una concepción prejuiciada y que conduce al error» (p. 213); y es que las visiones parciales, cuando no se tiene en cuenta el conjunto, resultan falsas: el verdadero conocimiento es el conocimiento del todo, que es el único que puede dar razón de las partes.

Ahora bien, ¿cuál es ese todo para Baran, en el que basa su concepto de racionalidad? Ya vimos en el apartado anterior que el único fin que se proponía era el desarrollo material; esto se confirma en la frase que cierra el libro: «Contribuir al surgimiento de una sociedad en la que el desarrollo suplante al estancamiento, en la cual el crecimiento desaloje a la decadencia y en la que la cultura liquide a la barbarie, es la función más noble y, de hecho, la única digna del esfuerzo intelectual. La necesidad del triunfo de la razón sobre el mito, de la victoria de la vida sobre la muerte no puede ser demostrado por medio de la inferencia lógica. Como dijo en una ocasión un gran físico, 'la lógica por sí sola es incapaz de llevar a nadie más allá del reino de su propia percepción; ni siquiera puede obligarlo a reconocer la existencia de sus semejantes'. Esta necesidad debe descansar en la proposición de que la demanda de la humanidad en favor de la vida, del desarrollo y de la felicidad, no necesita ser justificada. Con esta proposición se mantiene y cae. Sin embargo, ésta es la única premisa que no puede probar y que es irrefutable» (p. 334). El todo sería la vida, el desarrollo, la felicidad: el desarrollo económico que daría sentido a la vida y produciría la felicidad; en definitiva el todo sería la materia, y lo racional la visión de esa materia como todo único en evolución.

3. Monismo materialista[33].— Su fallo es, por tanto, pensar en la materia como única realidad: sólo partiendo de este fundamento irreal se puede llegar a decir que la experiencia y los hechos evidentes resultan irracionales. Para un filósofo realista, tampoco es posible entender las partes prescindiendo del todo: pero del todo real; y por eso, de un todo cuyo conocimiento ilumina la realidad de las partes: nunca la contradice.

Baran no tiene interés en conocer la realidad tal como es, en su totalidad concreta —como creación, con criaturas materiales y espirituales—, sino en manejar todo como pura materia: «alcanzar un orden social en el cual el crecimiento económico y cultural sea posible de realizar fundándose en un creciente dominio racional del hombre sobre la inagotable fuerza de la naturaleza, es un reto que supera en alcance a todo lo que hasta la fecha se ha logrado en el curso de la historia» (p. 330); de ahí que tache de irracional cualquier realidad o forma de pensar que no coincida con su concepción. Con este presupuesto se explican las planificaciones socialistas, basadas en la creencia relativamente simplista y falsa, en el poder último del hombre sobre su destino, por el manejo que ejerce sobre lo que le rodea; tienen como presupuesto económico que la centralización es un bien en sí, cosa que ni la teoría ni los hechos han corroborado. Este tipo de planificación, por lo violento que resulta a la naturaleza humana, es sólo posible por el autoritarismo político y los métodos totalitarios[34].

IV. UTOPÍA DE LA LIBERTAD

1. La explicación del desarrollo económico.A lo largo de la obra de Baran, hemos podido observar la poca importancia que atribuye para el desarrollo económico, a lo que hacen los propios interesados. Cuando habla de los diferentes crecimientos que obtuvieron la India y el Japón (Cap. V, § II y III), lo explica en base a la mayor o menor injerencia extranjera, en concreto de los países capitalistas. No tiene en cuenta las aptitudes individuales: espíritu de empresa, iniciativa, etc., que se habrán dado por igual tanto en las regiones que ahora son atrasadas como en las adelantadas (Cap. VII, § V). Le parece inútil cualquier intento de reforma dentro del capitalismo (Cap. I, § I, etc.), pues según él, está irremediablemente condenado a la autodestrucción. Al estudiar el atraso de algunos países (Cap. VI), minimiza lo que hacen o dejan de hacer los nativos, como si esto prácticamente no contara; casi se diría que el gobierno nativo (Cap. VII, § I a III) sólo puede hacerlo mal, a menos que sea socialista. El afán de lucro sería el único impulso en el mundo burgués (Cap. VI, § VII, etc.): no concibe que el capitalista obre de otro modo, y cuando parece que lo hace así, en el fondo sólo busca su ganancia.

No deja de ser chocante esta eliminación sistemática de la responsabilidad personal: es lógico que en la actuación de una persona, tengan influencia los factores externos, el ambiente, la educación recibida, etc.; pero no se puede negar que lo determinante en la conducta son las decisiones personales.

2. La irrelevancia de los fines individuales y la razón objetiva.Baran, sin embargo, piensa de otro modo; para él «la conducta observable de un individuo (...) está determinada por el orden social en que vive, en el que se crió y en el cual ha modelado y determinado la estructura de su carácter, sus categorías de pensamiento, sus esperanzas y sus temores. De hecho, la capacidad de producir el mecanismo que plasma tal personalidad, de proporcionar la estructura material y síquica para un tipo específico de existencia humana, es lo que hace de una constelación social un orden social» (p. 44). Esta determinación sería absoluta, sin posibilidad de sustracción, de tal modo que «como sucede muy frecuentemente, gente bien intencionada puede no sólo no lograr lo que quería, sino obtener el resultado opuesto, si está obligada a vivir y a trabajar en un sistema cuyo timón está fuera de su control» (p. 49); es decir que no cuentan los fines que se propone el individuo: la conducta no sería resultado de unas decisiones personales, sino que vendría determinada exclusivamente por la influencia del entorno socioeconómico; esta concepción es la base de las conclusiones indicadas en el punto anterior.

El autor no piensa que el total condicionamiento de la conducta se limite a las personas «iletradas e ignorantes», también lo extiende a los estudiosos, por ejemplo a los economistas: «Ningún escritor serio que yo conozca ha afirmado que los economistas clásicos —al menos los grandes e importantes—, hayan sido, conscientemente, escribas serviles de una clase burguesa ascendente o dominante. En ese caso, difícilmente hubieran valido el papel en que se imprimieron, dejando de lado el papel en que constantemente se les reimprimiese. Lo esencial del asunto es que fueron (probablemente con plena inconsciencia) los portavoces de una burguesía ascendente a cuyos intereses objetivamente sirvieron. El mismo profesor Robbins ha visto claramente la distinción entre la conciencia subjetiva de los intereses y su contenido objetivo en su libro The Economic Basis of Class Conflict (Londres, 1939), p. 4. En general, bien puede decirse que para la apreciación del papel desempeñado por un grupo o por un individuo en el proceso histórico, las motivaciones subjetivas (conscientes e inconscientes) son mucho menos importantes que su actuación objetiva» (pp. 18-19, nota 1); para Baran, por tanto, la negación de la libertad es un a priori: al no aceptar la trascendencia del hombre, necesariamente queda eliminada la posibilidad de ser libre. De ahí, que su pensamiento resulte inaceptable: la libertad y la trascendencia de la naturaleza humana es algo irrefutable, como prueba la experiencia personal.

El influjo que ejercería el mundo material sobre las personas hasta modificarlas esencialmente, es lo que según Baran, no alcanza a comprender la economía occidental donde «el individuo mismo, con sus hábitos, gustos y preferencias, se toma como dado. Sin embargo, debería ser obvio que tal visión del individuo es totalmente metafísica y que, de hecho, pasa por alto el aspecto más esencial de la historia humana» (p. 43). Este aspecto esencial sería la interdependencia entre individuo y sociedad, que resulta vinculante en cuanto no son sino aspectos distintos de la misma realidad: la materia; y así dice: «De hecho, en el curso de la historia, el individuo, con sus exigencias físicas y síquicas, con sus valores y sus aspiraciones, ha estado cambiando con la sociedad de la cual forma parte. Las modificaciones de la estructura de la sociedad lo han cambiado y los cambios en su naturaleza han cambiado a la sociedad» (p. 43). Olvida esta concepción que el hombre, en razón de su espiritualidad no puede ser —y de hecho no lo ha sido en el curso de la historia— dominado por la naturaleza material o por la organización de la sociedad: es el hombre el que las domina dentro del recto orden; cuando por el mal uso de su libertad, quiere convertirse en árbitro supremo, resulta dominado, no por la naturaleza sino por sus propias pasiones.

De los cambios en la naturaleza humana, deduce el autor que ni siquiera la actuación real y observable del individuo, podría darnos una prueba de sus necesidades y aspiraciones[35]; «el único criterio por el cual es posible juzgar la naturaleza de una organización socioeconómica, su capacidad para contribuir al desenvolvimiento general y al crecimiento de las potencialidades humanas, es la razón objetiva» (p. 45); ahora bien, «no es que la substancia de la razón objetiva esté fijada en forma inmutable en el tiempo y en el espacio. Por el contrario, la razón objetiva misma está enclavada en el flujo incansable de la historia, estando sus linderos y contenidos tan sometidos a la dinámica del proceso histórico, como la naturaleza y la sociedad en general. 'No se puede entrar dos veces en el mismo río', y lo que es la razón objetiva en una etapa histórica, es la sinrazón, la reacción en otra» (p. 46). Nos encontramos ante otra contradicción del marxismo: si la «razón objetiva» —que no deja de ser subjetiva, pues no admiten un ser superior que la haya determinado—, está sometida a una dinámica, ¿quién nos asegura que el comunismo es la etapa final y cumbre de la historia?; lo más probable es que lo que ahora piensan algunos —me atrevería a decir que son pocos los que lo piensan seriamente— que es la razón objetiva, sea dentro de unos años la sinrazón.

3. La historia como evolución dialéctica.El determinismo de Baran se extiende también al conjunto de la sociedad: si el hombre —como protagonista de la historia— está condicionado necesariamente, resulta natural —para él— que la historia siga unas leyes inexorables de evolución; así, «el capitalismo liberal y competitivo, es el que forzosa e ineluctablemente gesta al monopolio» (p. 46); también dirá: «como en todas las situaciones en que las necesidades objetivas chocan con el juicio que tienen los individuos de tales necesidades, estos últimos sólo pueden obstaculizar y retardar el proceso histórico, pero no pueden detenerlo indefinidamente» (p. 311). En frase que recoge de Lenin[36]: «El dominio del capitalismo no se derrumba porque alguien quiera adueñarse del poder. Tal conquista del poder sería una tontería. La terminación del dominio del capitalismo sería imposible si todo el desarrollo económico de los países capitalistas no hubiese conducido a ello. La guerra ha acelerado este proceso y ha hecho que el capitalismo sea imposible. Ninguna fuerza podría destruir al capitalismo si éste no estuviese ya minado y subvertido por la historia» (pp. 289-290). Como ya ha pasado bastante tiempo desde que se dijo esta frase, habrá que concluir que el determinismo histórico resulta equivocado; por eso en 1956 Moscú hizo una declaración oficial —¿Baran la ignoraba, o ha preferido ignorarla?— considerando como «antimarxista» la tesis de la «descomposición automática del capitalismo». No es necesario, por otra parte, recurrir a estas «autoridades»; la razón natural nos dice que la historia no se entiende satisfactoriamente más que reconociendo que el ser del hombre y toda su capacidad de obrar le han sido donados por Dios; y por tanto, nada sucede que no sea querido o permitido por el plan de la divina sabiduría, conforme al cual ha creado y gobierna a todos los seres; por ser una criatura racional y libre, el hombre es gobernado de un modo particular: debido a su libertad, sabe que sus decisiones repercuten en la historia y que es responsable de cómo decide; pero esta libertad, cuando no se obra rectamente, introduce el desorden en el orden divino. Y así el hombre es responsable de su felicidad —o su condenación— terrena y eterna.

La evolución de la sociedad que propugna Baran, se realizaría de modo dialéctico: si todo fuera materia, no podría moverse ni avanzar, a no ser que una parte se opusiera a otra, y la lucha dialéctica hiciera evolucionar todo el conjunto. Esta dialéctica, inherente al marxismo, adquiere tintes demagógicos cuando se aplica al problema del desarrollo económico: Baran la pone como condición necesaria, no sólo en las actuales circunstancias, sino para cualquier momento; incluso atribuye la idea a los economistas clásicos, que «no tuvieron dificultades para mostrar que el progreso económico dependía de la remoción de las instituciones políticas, sociales y económicas anticuadas para la época» (p. 17); y es que el desarrollo económico, para el autor, «siempre ha estado marcado por conflictos más o menos violentos, ha procedido convulsivamente, ha sufrido retrocesos y ganado nuevo terreno. El desarrollo económico nunca ha sido un proceso suave y armonioso que se desenvuelva plácidamente en el tiempo y en el espacio» (p. 20), por eso, continúa, «si en los siglos XVII y XVIII la lucha por el progreso equivalía a la lucha contra las instituciones caducas de la era feudal, en forma similar a los esfuerzos actuales tendientes a crear las condiciones indispensables para el desarrollo económico, tanto en los países capitalistas avanzados como en los atrasados, entran continuamente en conflicto con el orden económico y político del capitalismo y del imperialismo» (p. 27). Los economistas occidentales no se percatarían de esta realidad, porque «en general, puede decirse que sólo la posición que, intelectualmente, está fuera del orden social prevaleciente, que está al margen de sus 'valores', su 'inteligencia práctica' y sus 'verdades axiomáticas', permite una introspección crítica de sus contradicciones y posibilidades ocultas. El ejercicio de la autocrítica es tan molesto para una clase dirigente como lo es para un simple individuo» (pp. 42-43). Aquí vuelve a asomar el fantasma de la razón objetiva, pues únicamente admitiéndola se puede propugnar la necesidad de estar fuera del orden social para poder emitir un juicio.

Aun dentro del capitalismo existiría «el conflicto siempre latente y esporádicamente activo, entre los intereses de la clase capitalista como un todo y los de sus miembros individuales» (p. 47); «esta contradicción entre lo que es racional para el capitalista individual y lo que requiere la sociedad capitalista en su conjunto no puede ser resuelta individualmente. Puede superarse únicamente por cambios en la estructura socioeconómica, cambios que a su vez son producto de modificaciones en las costumbres y valores que determinan las violaciones y la conducta de los individuos» (p. 111). El supuesto conflicto entre individuo y sociedad no es privativo del mundo capitalista, también se produce en los países socialistas: en el primero el bien propio prevalece sobre el bien del conjunto, en los segundos el bien individual es sacrificado ante el bien social, como si la sociedad fuese una realidad subsistente en sí misma.

El hombre alcanza su felicidad cuando contribuye al bien del universo, como paso necesario para su ordenación a Dios; pero por ser criatura inteligente, alcanza individualmente su fin último, por eso no queda —como los animales— anonadado en el decurso temporal de la materia.

Si el hombre, efectivamente, no fuera libre, si se comportara como homo oeconomicus cuyas reacciones ante las necesidades fueran resultados de instintos condicionantes, en este caso serían más probables las tesis de Baran. Pero el hombre no es un animal, es una criatura racional y libre, con posibilidad de sobreponerse a sus instintos y de hacer elecciones rectamente ordenadas.

En definitiva, la negación de la libertad, la idea de racionalidad basada en un todo material, y el excedente económico potencial, son otros tantos conceptos fundamentados en una visión exclusivamente materialista de la realidad. El monismo materialista es el presupuesto último de la economía marxista: la materia evolucionaría necesariamente por medio de la dialéctica; el hombre —la parte de la materia que piensa— estaría determinado por el medio social, y obraría de acuerdo con los condicionamientos de ese medio; en base a esto, la razón objetiva propugnaría la planificación total como el sistema económico óptimo que, coordinando todos los esfuerzos productivos, llevaría al máximo desarrollo: único fin propuesto. Pero la materia no es la única realidad; y por eso, a los teóricos marxistas, nunca les salen las cuentas.

E.C.C.

 

 

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[1] Cfr. Rivista di Politica Economica, Roma, 1962, pp. 869-870.

[2] Los autores más citados, nunca contradichos y en pocos casos —uno o dos— levemente matizados por Baran, son Marx, Engels y Lenin. Por eso, para comprender mejor el cuadro en que se mueve el libro que nos ocupa, es interesante consultar las recensiones de estos autores, especialmente las de El Capital, Miseria de la filosofía y El imperialismo, última fase del capitalismo.

[3] «El consumo elevado y la inversión elevada son más bien complementarios que competidores». (P. SAMUELSON, Curso de Economía Moderna, Madrid, 1968, p. 273).

[4] En esto están de acuerdo casi todos los economistas, aunque Baran lo interpreta no como «un alivio de la posición relativa de la clase obrera, sino a su expansión a través de la absorción de pequeños empresarios, artesanos, etc.» (p. 75).

[5] En este punto no están de acuerdo la mayoría de los autores: la tendencia «natural» a la formación de monopolios está frenada en muchos países con las leyes anti-trust, por lo que esta tendencia ha sido decreciente. Sobre estos temas puede consultarse el trabajo de R. Lewinsohn, Trust et Cartels dans l'economie mondiale, París, 1950.

[6] Es sabida la dificultad de estimar el PNB de los países socialistas; sin embargo, no cabe duda que si las estimaciones se hacen siempre con el mismo criterio, la tasa de crecimiento será bastante real.

[7] La política de nacionalizaciones llevada a cabo en el último cuarto de siglo no parece favorecer esta interpretación.

[8] Si es cierto que el excedente económico aumenta más rápidamente que la producción total, y que la renta del trabajo se mantiene respecto a ella, prácticamente constante (cfr. nota de la p. 13 de esta recensión), la consecuencia lógica es que los trabajadores ahorran parte del sueldo, y, por tanto, que no se estancan en el nivel mínimo de subsistencia (Baran sostiene lo contrario en la p. 63 de su libro).

[9] Esta interpretación está lejos de ser unánime: «Cada dólar reducido en los impuestos aumenta en un dólar la renta disponible de los particulares y acarrea un aumento de casi un dólar en el gasto inicial de consumo. Por esta razón, los dólares reducidos en los impuestos son un arma casi tan eficaz contra el paro en masa como los aumentos en dólares del gasto del Estado... En estos últimos años, Estados Unidos e Inglaterra han recurrido a la reducción de impuestos como medio de elevar el empleo y la renta» (P. SAMUELSON, Op. cit., p. 282).

[10] No deja de ser curioso este párrafo, escrito por un marxista, cuando en los países comunistas basta una «desviación de la ortodoxia» para pagar con la cárcel, y a veces con la vida. Además, está el hecho de que el libro de Baran haya sido publicado en el reducto del capitalismo, sin que se lo hayan impedido.

[11] Samuelson se pregunta la relación entre los gastos militares de los Estados Unidos y su prosperidad, y responde: «El gasto en bombarderos a reacción y en proyectiles intercontinentales no tiene nada de especial que le otorgue un multiplicador mayor, para sostener el ritmo de la actividad económica, que a otros tipos de gasto público... Siendo ya innecesarios los gastos de guerra fría, el Gobierno podría reducir sus gigantescos gastos en el extranjero y, probablemente, desaparecería de la noche al día nuestro déficit exterior... Los ritmos del crecimiento potencial y efectivo de Estados Unidos, lejos de depender de los preparativos bélicos, se verían muy favorecidos por la desaparición de la guerra fría». (P. SAMUELSON, Op. cit., p. 909). La reciente política de distensión es prueba de que los gastos militares no son imprescindibles para el crecimiento económico.

[12] Wealth of Nations (1776).

[13] Cfr. D. RICARDO, Principles of Political Economy, London, 1917, p. 228.

[14] Teniendo en cuenta los datos de P. ROSENSTEIN-RODAN en Review of Economics and Statistics (mayo, 1961), se puede elaborar el siguiente cuadro para 1961, con los mismos conceptos anteriores:

55,0

16,0

2.006

22,5

16,4

804

22,5

67,6

197

en el cuadro se observa una mejor distribución de la renta, y aunque en absoluto se pueda sacar una visión armoniosa, por lo menos indica que las cosas no siguen empeorando como nos quiere hacer creer el autor.

[15] Marx en su British rule in India citado un par de veces por Baran— sostiene estas mismas ideas.

[16] Cfr. lo indicado sobre los gastos militares al final del capítulo anterior.

[17] V. VAZQUEZ DE PRADA, Historia Económica Mundial, Madrid, 1964, tomo II, p. 298.

[18] Sólo una p. antes decía: «Tomando a la agricultura en su conjunto, es muy probable que el excedente económico generado por este sector de la economía subdesarrollada comprenda cuando menos la mitad y en muchos países una proporción mayor de su producto total» (p. 191).

[19] Parece otra contradicción, esta vez en el mismo párrafo, la lucha despiadada y el no poner restricciones a los que quieren entrar.

[20] Es interesante hacer notar que en los países comunistas las personas se ven obligadas a abandonar «sus formas tradicionales de vida» (que allí llamarán alienaciones), en aras de un progreso material que no siempre resulta tangible para esas mismas personas.

[21] Esto también ha sido observado por muchos economistas occidentales; cfr., por ejemplo, R. BARRE, El desarrollo económico. Análisis y política, México, 1962.

[22] J. L. COMELLAS, Colonialismo I, en G. E. R. (6), Madrid, 1972, p. 15.

[23] P. SAMUELSON, Op. cit., p. 823.

[24] Los entrecomillados dentro de esta cita, y la correspondiente a la p. 309, son de Engels, The peasant Question in France and Germany.

[25] En estos párrafos tenemos un ejemplo típico del envolvente razonamiento marxista: empieza proclamando la armonía entre agricultura e industria, para acabar afirmando que la mejora de la agricultura debe posponerse a la industria. Lo mismo ocurre con la colectivización, que debe ser voluntaria... imponiendo si es necesario la voluntariedad con la fuerza (el ajusticiamiento y la deportación fueron penas aplicadas por este delito). En el marxismo afloran, al menos, las mismas contradicciones que achaca al capitalismo.

[26] Como en el caso de la colectivización agrícola, también aquí, para educar a los disidentes se ha aplicado el aforismo: la letra, con sangre entra, como quedó patente en Checoslovaquia, que buscaba una cierta autonomía dentro del comunismo.

[27] Cfr. P. BAUCHET, La planification française, París, 1962.

[28] En todo sistema económico —aún en aquellos que pretenden negarlo— existen unas bases éticas que condicionan su desarrollo y conclusiones: el estudio de estos presupuestos dará más luz sobre la validez de dicho sistema, que el mismo éxito material que haya obtenido, pues «¿de qué sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?» (Mat 16, 26).

[29] El argumento es semejante al que emplean los defensores del control de la natalidad: no tienen en cuenta que el avance tecnológico es superior al aumento demográfico.

[30] «La cuestión del progreso económico y social no sólo vuelve al centro del escenario histórico, sino que, como hace dos o tres siglos, se relaciona con la esencia misma de la lucha cada vez más extensa y aguda entre dos órdenes sociales antagónicos» (pp. 26-27).

[31] Se trata de un texto de Schumpeter en Capitalism, Socialism and Democracy, Nueva York, 1950, p. 143, recogido por Baran.

[32] Nótese que es una irracionalidad que se mantiene siempre al nivel de las estructuras, de las ideas abstractas, etc.: nunca de las decisiones morales de la persona; antes bien, la moral sería para Baran uno de los fundamentos del orden capitalista.

[33] Sobre este tema véanse las indicaciones recogidas en la recensión a La Sagrada Familia, de Marx y Engels.

[34] Cfr. P. J. BIERVE y otros, La planification en cinq pays de l'Europe Occidentale et Orientale, Cuneo, 1962.

[35] Es un modo de justificar el autoritarismo de los países marxistas, en donde el organismo de planificación está más seguro de conocer las necesidades y aspiraciones de un individuo, que él mismo.

[36] Sochinenya, Moscú, 1947, p. 381.