BAROJA, Pío

Camino de Perfección

Ed. Caro Raggio, Madrid 1972.

INTRODUCCIÓN

La fecha de publicación de Camino de perfección no es indiferente. En 1902 Baroja tiene treinta años y mantiene una amistad, que nunca se interrumpió, con Azorín, quien ese mismo año publica La Voluntad. Ambas novelas, nacidas de un mismo fondo ideológico, tienen tanto en común que se las considera gemelas. Ambas reflejan el problema íntimo de toda una generación y, a la vez, cada una es fruto de la crisis que experimenta su autor en el momento de crearla.

Si bien se considera que con esta obra Baroja alcanza su madurez como novelista —Azorín la consideró en algún momento su obra maestra—, su autor la repudiaría años más tarde por considerarla expresión de unas inquietudes de tipo religioso que nunca más volvió a experimentar. En este sentido podemos hablar de novela autobiográfica, aunque también cabe entenderla "como la guía de conciencia colectiva de cierto grupo de escritores y artistas que vivieron juntos durante unos pocos años decisivos, más que un texto clave sobre la conciencia individual de Baroja, el cual, pasados los años, veía esta obra desde lejos como algo un poco ajeno a su propio yo, incluso en el estilo"[1]. En efecto, ese mismo año de 1902 vieron la luz Amor y pedagogía, de Unamuno y Sonata de Otoño, de Valle Inclán, que unidas a las de Azorín y Baroja determinan un cambio de rumbo en la novela española.

Camino de perfección es una novela de tesis, la cual se condensa en el título. Significativamente esta novela forma parte de la trilogía que Baroja tituló La vida fantástica, junto a las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox y Paradox rey.

CONTENIDO

La obra, que consta de LX capítulos intitulados, tiene una estructura lineal, en consonancia con el tema del "camino", al que responde su contenido. El elemento de unidad es el personaje del protagonista, Fernando Ossorio.

No obstante, si atendemos a quién es el narrador, podemos hablar de tres puntos de vista en la novela, aunque también en perfecta adecuación de fondo y forma.

Los dos primeros capítulos son narrados en primera persona por un antiguo compañero de Fernando en la Facultad de Medicina de Madrid. Es la narración objetivada de un testigo que ha conocido personalmente al protagonista.

De un modo casi insensible este amigo de Fernando se va diluyendo en un narrador impersonal y omnisciente, que conoce el alma de Fernando mejor que Fernando mismo. A cargo de este narrador corre el relato hasta que al comenzar el capítulo XLVI el lector sufre un sobresalto al leer: "¿Fue manuscrito o colección de cartas? No sé; después de todo ¿qué importa? En el cuaderno de donde yo copio esto, la narración continúa, sólo que el narrador parece ser en las páginas siguientes el mismo personaje" (p. 277). Esta incursión directa del autor en la novela da paso a los capítulos en los que es Fernando Ossorio quien, en primera persona, cuenta la última etapa de su camino de perfección. Los tres últimos capítulos de la novela, que vienen a constituir un epílogo, aunque no se le llame así, están de nuevo en boca del narrador omnisciente que relató la mayor parte de la historia.

La trama

Fernando Ossorio es un estudiante de Medicina "extraño y digno de observación". Era "un muchacho alto, moreno, silencioso, de ojos intranquilos y expresión melancólica", que pronto se manifiesta como un inadaptado, a causa de la herencia y de la educación que ha recibido. Niño precoz, "a los ocho años dibujaba y tocaba el piano (...) todos se hacían lenguas de mi talento menos mis padres, que no me querían" (p. 9). Educado desde los diez años en casa de un abuelo "volteriano convencido, de esos que creen que la religión es una mala farsa", se encontraba combatido entre las ideas de éste y las de su nodriza, "fanática como nadie" (p. 10), a la que quería más que a su madre.

Cuando Fernando está terminando el bachillerato muere su abuelo y lo envían, interno, al colegio de los Escolapios de la "levítica" ciudad de Yécora. Vuelve a Madrid cuando muere su padre, y a los dieciocho años empieza sus estudios universitarios. Cuando Fernando relata estos antecedentes al amigo que narra los primeros capítulos, concluye que "gracias a mi educación han hecho de mí un degenerado" (p. 11).

Pero por otra parte está la herencia familiar: "la influencia histérica se marca con facilidad en mi familia. La hermana de mi padre, loca; un primo, suicida; un hermano de mi madre, imbécil en un manicomio; un tío, alcoholizado. Es tremendo, tremendo" (p. 18).

Descrito como poseedor de una especial sensibilidad, que raya en lo anormal, que le inclina hacia lo artístico y lo religioso, todos los rasgos que aparecen en la novela lo señalan como un neurótico que "a veces sentía un aurea epiléptica" (p. 53), era sonámbulo (p. 61), tenía una imaginación excitada, y el miedo había sido "un huésped continuo de su alma" (p. 62).

Después de abandonar la carrera de Medicina y de dedicarse, sin éxito, a la pintura, se ve dueño de cierta fortuna por el fallecimiento de un pariente a quien no conocía, y "aunque la herencia de su tío-abuelo le daba medios para vivir con cierta independencia (...), como no tenía deseos ni voluntad, ni fuerza para nada, se dejó llevar por la corriente" (p. 35) y se trasladó a vivir con dos tías suyas solteras, a la calle del Sacramento.

Las relaciones que mantiene durante tres meses con una de sus tías, Laura, son "de un erotismo bestial", en palabras del propio narrador, y dan lugar a varios capítulos inconvenientes.

Después de esa temporada la situación de Fernando es aún más lamentable, si cabe. "Intimamente su miedo era creer que los fenómenos que experimentaba eran única y exclusivamente síntomas de locura o de anemia cerebral.

Al mismo tiempo sentía una gran opresión en la columna vertebral, y vértigos y zumbidos, y la tierra le parecía como si estuviera algodonada.

Un día que encontró a un antiguo condiscípulo suyo, le explicó lo que tenía y le pregunto después:—

_ ¿qué haría yo?

_ Sal de Madrid.

_ ¿Adónde?

_ A cualquier parte. Por los caminos, a pie, por donde tengas que sufrir incomodidades, molestias, dolores..."(p. 63).

Así es como, en el capítulo IX, Fernando inicia su camino de perfección. El itinerario, desde que sale de Madrid por la carretera de Fuencarral, pasa por Colmenar, Manzanares, Rascafría, El Paular, Cercedilla y Segovia. Ahí se detiene algún tiempo y, después de visitar La Granja, regresa desde Segovia a Madrid por Torrelodones, Las Rozas y Aravaca. Entra por Puerta de Hierro, atraviesa el Paseo de los Melancólicos, "que pasa por entre el Campo del Moro y la Casa de Campo" y, sin detenerse en la capital, se dirige desde ella a Illescas, y de ahí a Toledo. Pasa en esta ciudad dos meses y, una vez que la abandona, se dirige por Castillejo y Albacete a Yécora, trasunto de Yecla, como en la novela de Azorín. En Yécora pasa algún tiempo y desde ella hace una escapada a Marisparza. Luego abandona Yécora con los cómicos de una compañía, de los que se escabulle en un tren que se dirige a Alicante. No llegará a esta ciudad pues antes se baja "en la estación de un pueblo encantador"(p. 276), desde donde decide ir a visitar a un tío suyo "médico en un pueblo de la provincia de Castellón" (p. 284). Allí transcurren los últimos capítulos de la novela: se enamora de su prima Dolores, con la cual se casa, y culmina su itinerario espiritual con la adquisición de la paz, que describe como "la costumbre adquirida de vivir en el campo, el amor a la tierra, la aparición enérgica del deseo de poseer y poco a poco la reintegración vigorosa de todos los instintos, naturales, salvajes" (p. 334).

Acertadamente comentó Baroja, años después, que esta novela "pesa un poco, es cierto; para llegar hasta el fin hay que tragar muchas descripciones, mucho sol, mucho polvo, muchos caminos de Castilla; todo es cuestión de tener un estómago resistente"[2],

Pero si acabamos de señalar el itinerario externo de Fernando Ossorio, el verdadero "camino de perfección" es el que recorre interiormente el protagonista. Lo que ocurre en cada uno de los lugares citados carecería de importancia por sí mismo, si no constituyera una pincelada en el retrato moral de Fernando y en su camino interior. En éste no se observa, de todos modos, una evolución paulatina. La transformación se produce de un modo casi súbito al final de la obra.

Si al comienzo del camino a Fernando le parecía su vida "una cosa vaga y sin objeto" (p. 81), todavía estando en El Paular afirma: "mi cabeza es una guarida de pensamientos vagos, que no sé de dónde brotan" (p. 96). Más adelante, en Segovia, "Fernando se levantó preso de una invencible tristeza" (p. 110). Después de recorrer caminos y pasar penalidades y cansancio, llega a Toledo: "a los dos meses de estar en Toledo, Fernando se encontraba más excitado que en Madrid" (p. 157) y sufre una especie de alucinaciones que le llevan a sentirse "loco, completamente loco" (p. 191).

No se advierte, pues, nada que anuncie una mejoría en el estado de Fernando hasta que en Yécora, después de haber pasado unos días en Marisparza, apunta el narrador que Fernando "estaba asistiendo al silencioso proceso de su alma, que arrojaba lentamente todas las locuras misteriosas que la habían enturbiado" (p. 255). Cuando un escolapio charla con él, Fernando "callaba para no ocuparse más que del cambio que por momentos iba sufriendo su espíritu" (p. 256).

Esta transformación es ajena a él, y esto es importante. "¿Es una idea sana que ha entrado en mi cerebro la que me ha proporcionado el equilibrio —me pregunto—, o es que he hallado la paz inconscientemente en mis paseos por la montaña, en el aire puro y limpio?" (p. 283), se lee en el capitulo XLVII. Esta pregunta que queda en el aire muestra la nueva situación íntima de Fernando Ossorio, que le predispone al paso siguiente hacia la felicidad: su matrimonio con Dolores. Las dificultades que encuentra para conseguirla le hacen decir: "Yo estoy decidido a abandonar mi indolencia y a tener una voluntad de hierro " (p. 304). El amor ha venido a culminar el camino : "Fernando sentía amplio y fuerte, como la corriente de un río caudaloso y sereno, el deseo de amor, de su espíritu y de su cuerpo" (p. 321). Además, en Dolores "sentía latir los sentimientos grandes y vagos: Dios, la fe, el sacrificio, todo" (p. 322).

Los personajes

Al único protagonista de la novela le sirven de contrapunto los numerosos personajes que va encontrando en su camino. Estos, presentados casi siempre con pocas pinceladas certeras, encarnan por lo general ideas, o representan a la categoría social o profesional de la que Baroja tiene algo que decir. Estos personajes tienen la misión de servir de interlocutores a Fernando Ossorio, para que éste manifieste su pensamiento; pero tienen además la función de ser figuras de un retrato de España, encarnada en estos individuos, de los que ninguno tiene una personalidad rica y definida, sino que están tipificados y desempeñan un papel en la totalidad de la novela.

De los personajes del Madrid del comienzo de la novela trataremos en el epígrafe dedicado a la sociedad; de los muchos clérigos en el dedicado a la religión católica.

El primer personaje que habla con Fernando después de su salida de Madrid es un basurero generoso, que le deja dormir en su chabola, sin hacer preguntas y sin pedir nada a cambio. Contrasta vivamente con el posadero que, páginas después, le encierra en el cuarto de la posada, para que no se escape sin pagar; también contrasta con la vieja aldeana que le ofrece pan duro como limosna.

Otra pincelada en el recorrido por las tierras de Castilla — que quieren ser las de toda España — es el bravucón de la taberna en la carretera de Francia, con el que Fernando está a punto de sostener una pendencia, si antes no decide marcharse.

La primera conversación de cierta entidad la mantiene Fernando con Max Schultze (ya tiene un nombre propio), el alemán a quien encuentra en El Paular. Este, devoto de la filosofía de Nietzsche, "estaba en España por la simpatía y curiosidad que experimentaba por el país" (p. 94). Con él habla Ossorio de filosofía y de creencias religiosas, y de sus inquietudes. Schultze reconfirma a Fernando en su "camino de perfección" al decirle "que le conviene castigar el cuerpo, para que las malas ideas se vayan" (p. 97). Un poco antes le había contado: "Yo tuve una sobreexcitación nerviosa, y me la curé andando mucho y leyendo a Nietzsche" (p. 96).

Más adelante, en el viaje de Segovia a Madrid, Fernando acompaña a Polentinos, arriero "cachazudo y sentencioso" (p. 117), visto por el protagonista como "aquel rey Lear de la Mancha". "La palabra del ganadero le recordaba el espíritu ascético de los místicos y de los artistas castellanos; espíritu anárquico cristiano, lleno de soberbias y de humildades, de austeridad y de libertinaje de espíritu" (p. 120).

La vieja y sus nietas, en la posada de Toledo, son descritas con referencias pictóricas. La vieja,"ciega y chocha que tenía aspecto de bruja de Goya, con la cara llena de arrugas y la barba de pelos, que hacia muecas y se reía hablando a un niño recién nacido que llevaba en brazos" (p. 139) tiene una nieta, Adela, de la que se dice que "su cabeza rubia, de tez muy blanca, hubiera podido ser de un ángel de Rubens, algo anémico"(p. 141). La otra nieta, "Teresa, la colegiala, era graciosa; tenía la estatura de Adela, la nariz afilada, los labios delgados, los ojos verdosos, los dientes pequeños y la risa siempre apuntando en los labios, una risa fuerte, clara, burlona; sus ademanes eran felinos" (p. 154).

Arévalo, el amigo teniente que encuentra Fernando en Toledo, es un personaje-tipo, que entre otras cosas introduce a Ossorio en el gobierno civil, donde tiene lugar una escena entre varios personajes, que quiere ser una crítica de la vida en una ciudad provinciana.

El gobernador, sin nombre propio, puede serlo de cualquier provincia de España, y en él se los critica a todos. "Hombre muy barbián", "volteriano en sus ideas", el gobernador era "refinado, amigo de placeres, gran señor en sus hábitos y costumbres, que dormía a pierna suelta en el enorme y destartalado palacio a las tres de la tarde" (p. 167).

El pedagogo que también participa en la conversación encarna las ideas que Baroja quiere criticar en alguien que es presentado como "escritor, sociólogo y pedagogo". Físicamente sólo sabemos que era "un señor flaco, de bigote gris" (p. 168).

El tercer personaje que conversa es el médico, "un señor grueso, bajito, muy elegante, con botas de charol y chaleco blanco" (p. 170). Es el tipo de médico positivista, que critica a las monjas de clausura, a las que atiende profesionalmente.

Una vez en Yécora, Fernando habla con Ascensión, la hija de Tozenaque, el Manejero, a la que él había seducido años atrás. Es la indignación encarnada en una mujer, cuando ve a Fernando en el dintel de su puerta.

El administrador de la familia de Fernando Ossorio en Yécora no tiene más entidad que la que se ve en sus decisiones. Cuando Fernando llega, se pone en su boca una frase: "A ver si sienta ya la cabeza —dijo el administrador al saber que Fernando se quedaba en el pueblo" (p. 223).

El alcalde de Yécora, "pariente del administrador de Ossorio" es el tipo de alcalde de pueblo provinciano, mujeriego y "dictador, a quien se le obedecía como a un rey" (p. 231).

En los dos antiguos compañeros del colegio de Fernando, "única representación de la intelectualidad en Yécora", que "hablaban de Bourget, de Prevost con el respeto que se puede tener por un fetiche", y que "barajaban nombres de escritores franceses que él nunca había oído y que trataban indudablemente de abrumarle con sus conocimientos" (p. 233) es evidente la crítica al estamento que representan.

Las figuras de los cómicos de la compañía teatral son una patética sátira de quienes en sus circunstancias recorrían los escenarios de las provincias.

El amigo, anónimo, que le invita a su caserón de Marisparza, no es más que una excusa para el cambio de escenario de Fernando.

Más entidad tiene Gaspar (e incluso nombre), el guarda de caza de Marisparza, que era "un hombre viejo, chiquitín, con patillas, alegre, que había estado en Orán y Argelia y contaba siempre historias de moros (...), gastaba alpargatas de esparto, pantalón de pana, blusa azul, pañuelo encarnado en la cabeza" (p. 248). Por su pintoresquismo merece esta descripción, que de los demás personajes no suele hacerse, si exceptuamos a Polentinos. Gaspar es necesario en este momento de la novela para poner en su boca una crítica de los milagros y de la religiosidad del hombre del campo español, que responde, al preguntarle si cree en el diablo: "Hombre. Aquí, en el monte, y de día, no creo... en nada; pero en mi casa, y de noche... ya es otra cosa" (p. 249).

El escolapio que trata de convertir a Fernando no importa tampoco como individuo, sino que viene a ser cualquier escolapio. Es el interlocutor de Fernando en una larga conversación sobre la fe y la religión. En su figura queda ridiculizada la seguridad de los católicos de poseer la verdadera fe, y también el apostolado.

El tío de Fernando y su familia son los personajes necesarios para la que, en teatro, sería la escena final.

Su tío, médico, "especialista en vulgaridades democráticas (...) es republicano. Yo no sé si hay alguna cosa más estúpida que ser republicano, creo que no la hay, a no ser el ser socialista y demócrata.

Ni mi tía ni mis primas son republicanas. Esas son autoritarias y reaccionarias, como todas las mujeres; pero su autoritarismo no les hace ser tan despóticas como su democracia y libertad a mi republicano tío" (p. 294-95). De su tía sabemos que era "joven, guapa y gruesa como una bola. Parece que está hecha de mantequilla" (p. 307), escribe Fernando.

En esta familia la figura importante es Dolores "agradable como puede serlo una muchacha de pueblo; es morenuzca, con un color tostado, casi de canela, un color bonito (...) Tiene los dientes muy blancos; una sonrisa tranquila y seria, los ojos grandes, muy negros, tenebrosos, con largas pestañas; las caderas redondas y la cintura muy flexible" (p. 290). Pero Dolores es, sobre todo, la antítesis de Fernando: "No comprende que se puedan pintar figuras feas, de cosas tristes; no le gusta nada torturado, ni obscuro" (p. 298).

Sólo queda mencionar al antiguo novio de Dolores, que despierta en Fernando fuerzas desconocidas en su voluntad para superar el obstáculo. "Hombre alto, fornido, rubio, de cara juanetuda y barba larga, dorada (...) tiene fama de republicano y de anticlerical, y goza de un gran prestigio entre la gente del pueblo. Es también federal o medio regionalista, y hace alarde de hablar siempre en valenciano. Se le tiene por un Tenorio de mucha fortuna" (p. 303). Su nombre era Pascual Nebot.

Visión de España. La sociedad

En una obra que rezuma pesimismo en todas sus páginas, y cuyo protagonista recorre los caminos de Castilla, en la que se sintetiza toda una visión de España, no cabría esperar que ésta fuera positiva. No lo es en su paisaje, ni en sus individuos, ni en sus instituciones. El propio protagonista y los demás personajes son fruto de esa España, que se presenta como inhóspita y decadente. En varias ocasiones recurre el autor a símbolos que expresan su opinión del país.

Cuando, en el capítulo XII, Fernando se hospeda en una posada de la carretera de Francia, "en el cuarto que le destinaron había colgadas de la pared una escopeta y una guitarra; encima un cromo del Sagrado Corazón de Jesús.

Ante aquellos símbolos de la brutalidad nacional, comenzó a dormirse" (p. 86), comenta el narrador.

Y cuando en Toledo, Fernando visita con Arévalo al gobernador civil, hay en el despacho de éste un retrato al óleo de Alfonso XII. "Es un retrato que tiene su historia. Fue primitivamente retrato de Amadeo, vestido de capitán general; vino la República, se arrinconó el cuadro y sirvió de mampara a una chimenea; llegó la Restauración, y el gobernador de aquella época mandó borrar la cabeza de Amadeo y substituirla por la de Alfonso. Es posible que ésta de ahora sea substituida por alguna otra cabeza. Es el símbolo de la España" (p. 169).

Los primeros capítulos de la novela se desarrollan en un Madrid corrompido. La "buena sociedad" madrileña esté representada por la familia y el ambiente social al que pertenece Fernando. Ninguno de sus miembros tiene un atractivo moral, abundan las situaciones irregulares cubiertas por las apariencias, tanto en lo amoroso como en los negocios. El paseo de Fernando con sus primos por la Castellana en la noche madrileña, añade una pincelada de frivolidad y de vacío a la vida de esa sociedad.

Una vez que Fernando ha salido de Madrid no es más positivo el retrato de los individuos que pueblan España. En Segovia, por ejemplo, "se sentó en un café. A un lado, en otra mesa, había una tertulia de gente triste, viejos con caras melancólicas y expresión apagada echando el cuerpo hacia adelante apoyados en los bastones; señoritillos de pueblo que cantaban canciones de zarzuela madrileña, con los ojos vacíos, sin expresión ni pensamiento; caras hoscas por la costumbre, gente de mirada siniestra y hablar dulce.

En aquellos tipos se comprendía la enorme decadencia de una raza que no guardaba de su antigua energía más que gestos y ademanes, el cascarón de la gallardía y de la fuerza" (p. 109).

Y en pocas líneas resume el ambiente de Toledo de este modo: "Los caciques, dedicados al chanchullo; los comerciantes, al robo; los curas, la mayoría de ellos con sus barraganas, pasando la vida desde la iglesia al café, jugando al monte, lamentándose continuamente de su poco sueldo; la inmoralidad reinando; la fe, ausente, y para apaciguar a Dios, unos cuantos canónigos cantando a voz en grito en el coro, mientras hacían la digestión de la comida abundante, servida por alguna buena hembra" (p. 146-47).

Esta fuerte y demoledora descripción de la sociedad no es una muestra aislada. La de Yécora, que ocupa todo el capítulo XXXIII, también es tremendamente negativa, con la particularidad estilística de que todo se da a conocer por vía de negación: no hay..., no se ven...

VALORACIÓN LITERARIA

Aunque de todo lo anteriormente expuesto se desprenden muchos recursos literarios empleados por el autor en la creación de su novela, destacaremos todavía alguno.

La soledad del protagonista en su recorrido por pueblos y caminos, y el hecho de que gran parte del relato corra a cargo de un narrador omnisciente, dan lugar a la preponderancia de la narración sobre el diálogo. Son muchos los capítulos en los que no existe en absoluto. Se trata de una novela de descripciones. Descripciones de exteriores y paisajes, que reflejan el interior de los pensamientos y sentimientos del protagonista. Así, es un elemento interesante el cielo, del que sabemos el aspecto con todas sus tonalidades, casi en cada página de la novela.

Y descripciones sutiles de esos mismos pensamientos y sentimientos, en las que suelen dejar huella los conocimientos que Baroja tiene como médico.

En las descripciones juega un papel importante la adjetivación, ya que por medio de ésta y de la dosificación de sufijos, que agrandan o empequeñecen la realidad de acuerdo con la visión de Fernando Ossorio, se logra deformar o matizar el entorno. Cuando Fernando contempla Segovia desde la iglesia de la Vera Cruz, "el pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos de color de ladrillo recién hecho"(p. 113).

En otro momento, "al rasguear de la guitarra se oían canciones lánguidas, de muerte, de una tristeza enfermiza o jotas brutales, sangrientas, repulsivas como la hoja brillante de una navaja" (p. 114). Esto ocurre en un tiempo de depresión de Fernando. Cuando al final de la novela, ya casado con Dolores ha llegado a alcanzar una relativa paz espiritual, las jotas serán las mismas, pero "aquel baile brutal, salvaje, que antes disgustaba profundamente a Ossorio, le producía entonces una sensación de vida, de energía, de pujanza. Cuando, a fuerza de pisadas y saltos, se levantaba una nube de polvo, le gustaba ver la silueta gallarda de los bailarines..." (p. 323).

También en el léxico es evidente la transformación interior de Fernando Ossorio.

VALORACIÓN DOCTRINAL

En la concepción de esta novela, como en otras de Baroja y de los autores de su generación, es evidente la presencia de la filosofía de Schopenhauer y de Nietzsche. La lectura de ambos pensadores deja su huella en la obra, aunque esto no significa que Baroja admita todos sus postulados, que en algún momento se llegan a discutir.

En el fondo de la atracción del protagonista hacia lo estético, tanto en lo artístico como en lo religioso, y la búsqueda de su paz por ese medio, late la idea de Schopenhauer del arte como método para llegar al conocimiento de lo absoluto. Por otra parte, del pesimismo de este autor está empapada la novela: la concepción del mundo y de la sociedad. Nietzsche se entrevé en la lucha de Fernando por afirmar su voluntad, aunque sale vencedor el concepto que Schopenhauer tiene de la misma. Y al final, como en La Voluntad de Azorín, no puede ignorarse la presencia de Montaigne en la resignación plácida y escéptica. Le queda a Fernando la esperanza de que su hijo no sea como él: "Pensaba que había de tener cuidado con él, apartándole de ideas perturbadoras, tétricas, de arte y de religión.

El ya no podía arrojar de su alma por completo aquella tendencia mística por lo desconocido y lo sobrenatural, ni aquel culto y atracción por la belleza de la forma; pero esperaba sentirse fuerte y abandonarlas en su hijo" (p. 334).

La religión católica

Si algo llama la atención en la novela es una fortísima incomprensión de la religión católica, que se encuentra en el ámbito, mayor, del problema de fe del autor. Esa incomprensión se manifiesta en ataques directos, ironías, comentarios burlones, faltas de respeto o manifestaciones irreverentes puestas en boca de diversos personajes. Incluso en momentos como la descripción de un pueblo pueden deslizarse estos comentarios y así, al hablar de Yécora, se dice que "allí no se podían tener más que ideas mezquinas, bajas, ideas esencialmente católicas" (p. 213). Por otra parte, Fernando, en Marisparza,"comprendía como en ninguna parte la religión católica en sus ultimas fases jesuíticas, seca, adusta, fría, sin arte, sin corazón, sin entrañas; aquellos parajes, de una tristeza sorda, le recordaban a Fernando el libro de San Ignacio de Loyola que había leído en Toledo" (p. 245).

Y esta visión tan negativa y deformada no cambia ni cuando Fernando ha culminado su transformación interior. Una vez casado con Dolores visitan la catedral de Tarragona. Allí se oía el órgano y el rumor de los rezos y de los cánticos. Cuando éstos cesaban, se oían los pájaros y los gallos. "Y al momento estos murmullos tornaban a ocultarse entre las voces de la sombría plegaria que los sacerdotes en el coro entonaban al Dios vengador.

Era una réplica que el huerto dirigía a la iglesia y una contestación terrible de la iglesia al huerto.

En el coro los lamentos del órgano, los salmos de los sacerdotes, lanzaban un formidable anatema de execración y de odio contra la vida; en el huerto, la vida celebraba su plácido triunfo, su eterno triunfo" (p. 331). Es palpable la incomprensión de Baroja y su fobia hacia la religión.

La falta de doctrina, unida a lo que en la obra se denomina misticismo, están en el fondo del pensamiento religioso de Fernando Ossorio. Esto, si bien está presente en toda la novela, se hace particularmente patente en dos conversaciones, colocadas estratégicamente en la obra: su conversación con Schultze en El Paular (capítulo XIV), y la que el escolapio mantiene con Fernando en Yécora (capitulo XLIII). Si en la primera se habla de un planteamiento filosófico, que no puede separarse de una idea religiosa, en la segunda se desciende a temas concretos, como "la autoridad que debía tener la Iglesia dentro del poder civil", la fe en Dios creador, el origen del mal, la muerte, el juicio, la libertad. Cada tema ofrece una oportunidad a Baroja para desahogar su sentido crítico hacia la postura de la Iglesia, caricaturizada en el escolapio.

De todo lo que la religión supone, no le interesa a Fernando Ossorio más que lo estético, pero no de un modo intelectual, sino sentimental. Se emplea en la obra muchas veces el término "misticismo", generalmente en relación con la sensibilidad para lo religioso y para lo artístico, y sin que el propio protagonista sepa especificar en qué consiste. "¿Habré nacido yo para místico?" se preguntaba Fernando algunas veces. Quien sabe si estas locuras que he tenido no eran un aviso de la Providencia. Debo ser un espíritu religioso. Por eso quizá no me he podido adaptar a la vida" (p. 164).

No obstante, en la religión —desprovista de todo sentido sobrenatural y de conocimiento doctrinal— como en el arte, Fernando Ossorio no busca a Dios, sino únicamente a sí mismo: es una satisfacción de su egoísmo. "El no creía ni dejaba de creer. El hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiera ocultado sus dogmas, sus creencias y no se hubiera manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos del órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido.

Y después pensaba que quizás esta idea era de un gran sensualismo y que en el fondo de una religión así, como él la señalaba, no había más que el culto de los sentidos" (pp. 157-158).

Muchos párrafos de la novela son muestra de este mismo modo de pensar. En Toledo, "muchas veces, al estar en la iglesia, le entraban grandes ganas de llorar, y lloraba.

—¡Oh! Ya estoy purificado de mis dudas — se decía a sí mismo. Ha venido la fe a mi alma.

Pero al salir de la iglesia a la calle se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios" (p. 158).

La incomprensión y el juicio crítico ante el catolicismo se manifiesta siempre que en la novela se habla del clero. Aparecen muchos sacerdotes en la obra, retratados con prejuicios por parte del autor, ya sea en su aspecto, ya en su actuación. Si el que celebraba la misa en una aldea cercana a Manzanares era "un viejo de cara tostada y de cabellos blancos, alto, fornido, con aspecto de cabecilla carlista", que "cantaba la misa con una voz cascada que parecía un balido" (p. 79), el que vivía en la casa frente a la posada de Fernando en Toledo, era "un cura viejo, alto y escuálido, que por las tardes salía a una azotea pequeña, y paseando de un lado a otro y rezando, se pasaba las horas muertas" (p. 138).

Más duramente están descritos los que viven en la misma posada toledana: "De los dos curas, el uno, don Manuel, tenía una cara ceñuda y sombría, abultada, de torpes facciones. Era hombre de unos cuarenta y cinco años, de cuerpo alto y robusto, de pocas palabras y éstas con frecuencia acres y malhumoradas, parecía estar distraído siempre" (p. 143). Apunta el narrador que se decía que estaba enamorado y, cuando la patrona le pide que la confiese, contesta: "no tengo ganas de ensuciarme el alma" (p. 144). "El otro cura, don Pedro Nuño, era todo lo contrario de don Manuel: amable, sonriente, aficionado a la arqueología, pero aficionado con verdadero furor" (p. 144). Enseguida encontramos la razón que mueve a Baroja a tan elogiosa descripción: "Sin darse cuenta era un volteriano. La idea de arte había substituido en él toda idea religiosa" (p. 144).

La única pincelada que describe a los dos sacerdotes que entran en el gobierno civil de Toledo es que "saludaron a todos haciendo grandes zalemas" (p. 170). Y del arzobispo de esa ciudad "uno decía que era un hereje, otro que un modernista. Arévalo se encogió de hombros; él creía que el cardenal arzobispo era un majadero" (p. 174).

Mordazmente anticlerical es también la escena que tiene lugar en la sacristía de la iglesia de Yécora, descrita en el capítulo XXXVII.

En resumen, de ese enfoque en las descripciones de los clérigos que aparecen, no se salva ni el cardenal Tavera, por el hecho de serlo, en el retrato que de él pintó el Greco: "Era un marco pequeño que encerraba un espectro de expresión terrible, de color terroso, de frente estrecha, pómulos salientes, mandíbula afilada y prognata. Vestía muceta roja, manga blanca debajo; la mano derecha extendida junto al birrete cardenalicio, la izquierda apoyada despóticamente en un libro" (pp. 161-162).

Y la misma actitud se observa ante las monjas, descritas como "mujeres que no tienen el valor de hacerse lavanderas (...) y vienen a los conventos a vivir sin trabajar" (p. 171). Se critica su régimen de vida, precisamente en lo que tiene de virtuoso, considerando una locura la mortificación, la penitencia y la pobreza.

 

                                                                                                                  A.F. (1986)

 

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[1] De la solapa de la edición manejada.

[2] Baroja, Pío, Mis mejores páginas, p. 47.