BOCKLE, Franz

Fundamentalmoral

Kosel-Verlag, München 1977[1]

 

INTRODUCCIÓN: CARACTERÍSTICAS DE LA MORAL FUNDAMENTAL

1. La misión de la moral fundamental es para Bockle "reconstruir los fundamentos de una teoría ético-teológica en el marco de la situación histórico-cultural" (p. 9). El libro que analizamos no es un tratado de moral general propiamente dicho, sino un intento de revisar la fundamentación de los puntos capitales de la ciencia moral. Estos son principalmente dos: el fundamento último de la obligación moral, a cuyo estudio se dedica toda la primera parte del libro; y la determinación de los bienes y valores relevantes para la ética, a lo que se une el problema de la fundamentación de los juicios morales concretos que guían la conducta del hombre en relación a esos bienes y valores (cfr. pp. 9-18). Un tercer tema tratado, como corolario de los otros dos, es la función y las competencias de la Iglesia en materia moral.

2. El lector encuentra en esta obra, junto a diversos aciertos y a una erudición notable, algunos errores de naturaleza moral e incluso dogmática. En algún caso, parece que el autor defiende tesis contrarias a verdades de fe; en otros casos, propone tesis que se apartan de la doctrina católica, entendiendo por tal el conjunto de las enseñanzas del Magisterio auténtico de que se habla en la Const. Lumen Gentium, n. 25. Para comprender las afirmaciones del autor en su contexto preciso, haremos una exposición de los puntos principales del libro en el siguiente orden:

—el fundamento último de la obligación moral (I) —la fundamentación de las normas morales (II) —Iglesia y norma moral (III) —valoración doctrinal (IV)

I. EL FUNDAMENTO ÚLTLMO DE LA OBLIGACIÓN MORAL

3. El primer problema tratado es el del fundamento último de la obligatoriedad ética formalmente considerada en cuanto tal, y no todavía en sus contenidos concretos (cfr. pp. 12, 27 y 28). En el contexto de una ética teológica, se da por supuesto que el fundamento último de la obligación moral es Dios (p. 12), pero Bockle considera que con esto ni siquiera se ha planteado el verdadero problema, ya que "todo depende del modo en que se entienda esta instancia divina" (p. 12).

a) La solución de Bockle

4. La tesis defendida en este libro es que la instancia divina y el carácter absoluto e incondicionado de la obligación moral sólo se entienden adecuadamente mediante el concepto de autonomía moral del hombre. Explicamos brevemente el sentido de esta proposición.

b) El concepto de autonomía moral

5. "Desde Kant en adelante, autonomía significa la capacidad del hombre de determinarse por sí mismo en cuanto ser racional" (p. 12). "Significa el autovincularse del sujeto a la ley de la autodeterminación racional" (p. 41). El concepto de autonomía utilizado y defendido por Bockle es más o menos el mismo que el acuñado por Kant: autonomía, que etimológicamente significa ser ley de sí mismo o darse a sí mismo la ley, se toma en el sentido de que la ley inmanente del actuarse de la voluntad racional sería la única ley que el sujeto se impone a sí mismo y la única a la que la persona puede estar sometida sin perder su libertad moral.

6. Conviene precisar que Bockle no acepta la fundamentación kantiana de la autonomía moral del hombre (cfr. p. 44), ni el consecuente rígido formalismo de la moral de Kant. En cambio acepta las consecuencias intrínsecamente ligadas al concepto mismo de autonomía: la legislación moral -según Bockle-, es una tarea que el hombre realiza autónomamente, y por eso la fundamentación teónoma de la ética no puede fundarse en la idea de Dios Legislador.

El autor expone y defiende esta última tesis a lo largo de todo el libro. Indicamos, a modo de ejemplo, algunos pasajes más significativos:

1) Es incompatible con el concepto de autonomía la "moral heterónoma de los mandamientos", en la que ley natural y ley contenida en la Revelación "vienen tratadas como expresión siempre válida e intocable del la voluntad divina. Son normas del ius divinum" (p. 12). Esta misma idea se expone de nuevo en pp. 21-22.

2) "Sólo el hombre que actúa de acuerdo con los principios que él mismo se ha dado es el hombre autónomo (...). Lo esencial es solamente que tales formas tengan origen en él mismo. De ahí la inevitable sospecha de heteronomía contra toda ética que declara a Dios autor de la ley moral" (p. 70).

3) En la p. 57 se dice expresamente que en el contexto de la autonomía moral "no hay ya ni siquiera lugar para una suprema autoridad moral que sea autor y garante de la ley moral".

c) Legitimación teológica de la autonomía moral: la autonomía teónoma

7. Aunque Dios no pueda fundar la moral en cuanto autor de la ley ética, para Bockle la funda como "el horizonte universal y el fundamento último de la libertad humana" (p. 12), o como "garante de la verdadera autonomía moral" (cfr. p. 57). El núcleo especulativo del intento de legitimación teológica está constituido por el concepto de libertad trascendental, cuya actuación positiva o negativa es la opción fundamental (cfr. pp. 31-38 y 60-75).

8. La solución de Bockle es, en pocas palabras, la siguiente. Después de los descubrimientos del pensamiento moderno, el acceso y la relación del hombre con Dios no pueden ser de tipo cosmológico ni ontológico (cfr. pp. 60 ss.), sino que han de tomar como punto de partida la autonomía de la subjetividad.

Para ello se requiere, en primer lugar, entender la creación de modo compatible con la trascendencia de Dios (cfr. pp. 64— 65), de forma que Dios y hombre no sean vistos como "concurrentes que compiten en el mismo plano. La acción creativa de Dios abraza trascendentalmente el desarrollo categorial del mundo (...) porque es El quien fundamenta el mundo y el hombre en su identidad y capacidad de acción" (p. 65).

9. Que Dios sea Creador no implica que sea también Legislador, en el sentido de dar normas para el plano categorial (cfr. pp. 70-75, donde se desarrolla la idea de que la configuración autónoma del mundo es una tarea confiada por Dios al hombre). La llamada de Dios ‑y la respuesta del hombre‑, se da en el plano trascendental. La libertad trascendental es el núcleo inteligible, personal y extrafenoménico de la libertad humana. Tiene como horizonte y fundamento la libertad infinita e incondicionada de Dios, que se presenta a la vez como único objeto digno de la libertad del sujeto autónomo. La opción fundamental consiste en el originario abrirse o cerrarse a la libertad divina, que llama amorosamente al hombre; con la opción fundamental el hombre dispone de toda su personalidad moral en sentido positivo o negativo, autodeterminándose de manera éticamente originaria (cfr. pp. 66-70).

La respuesta moral no se expresa, pues, en términos de obediencia al Legislador, sino en términos de una libertad que se abre o se cierra trascendentalmente a la libertad fundante. Todo esto significa que "el ejercicio de la libertad en cuanto apertura incondicionada está bajo una instancia infinita" (p. 67). Esa instancia absoluta e incondicionada explica el carácter igualmente absoluto e incondicionado del deber moral, sin necesidad de recurrir a la idea de un Dios-Legislador ni a la de obediencia o sumisión heterónoma. El hombre se autoconstituye como libre sujeto de la moralidad (cfr. p. 39) y autodispone originariamente su persona en el acto de abrirse o cerrarse al horizonte universal, al que apunta la libertad humana por su misma constitución creatural.

d) El pecado

10. Bockle considera el pecado como absolutización de la autonomía moral (cfr. p. 77) y como "signo de una opción fundamental" (cfr. pp. 120-122).

11. Para llegar a la comprensión teológica del pecado, el autor acude a la distinción de naturaleza y persona propuesta por Rahner (cfr. pp. 120-121), que permite distinguir dos aspectos en la libertad humana: "el acto originario e inteligible de libertad como tal (aquello que hemos llamado precisamente libertad trascendental) y su necesaria corporalización a través de la 'naturaleza' de los actos humanos" (p. 121). Bockle aclara que la libertad trascendental, que no es accesible a la experiencia sino sólo a la reflexión trascendental, no debe confundirse con lo que la escolástica llama acto interno, ya que éste debe ser considerado como una "corporalización del querer" (p. 121, en nota).

12. Para la comprensión del pecado, y sobre todo para la distinción entre pecado grave y leve, juega un papel capital la particular dialéctica que se establece entre opción fundamental y acciones pecaminosas. "El pecado es, por lo tanto, la corrupción de la opción fundamental; pero también sería erróneo identificar simplemente la opción fundamental corrompida con las acciones aisladas, con los pecados. Ella es más bien una consecuencia de los pecados aislados y, a su vez los genera" (p. 122).

13. El problema es: ¿cómo se sabe si una determinada acción corrompe la opción fundamental? ¿Qué tipo de signo se debe considerar como constitutivo de la perversión a nivel fundamental? (cfr. p. 122). Teóricamente la solución no es tan difícil. Se trata de ver si existe la aversio a Deo, constitutivo formal del pecado considerando las condiciones subjetivas y la materia. Pero, advierte Bockle, la materia grave tiene sólo un valor indicativo general: "si en un caso determinado se llega a destruir la opción fundamental, no es posible decirlo, dada la sustancial no inteligibilidad de la gracia por parte de la facultad cognoscitiva natural" (p. 124). Por otra parte, hay que tener presente que sólo referida a la decisión última y definitiva la expresión pecado mortal tiene un significado pleno (cfr. p. 124).

14. En el plano práctico la distinción es más compleja. Hay que tener en cuenta la estructura del acto personal y sobre todo la relación entre la acción singular y la opción fundamental (cfr. p. 125). Por eso, una actitud de egoísmo que no se manifiesta en acciones graves puede llegar a ser pecado mortal y, por otra parte, "un error exteriormente grave podría ser solamente la expresión de un amor malentendido que no incluye, ni siquiera lejanamente, una separación de Dios" (p. 125).

II. LA FUNDAMENTACIÓN DE LAS NORMAS MORALES

El segundo gran tema tratado por Bockle es el de la fundamentación de las normas morales, incluyendo el análisis del papel desempeñado por la fe en esa tarea. Examinaremos el problema desde diversos puntos de vista.

a) Punto de vista bíblico

15. En el análisis del Antiguo y del Nuevo Testamento, el autor trata de confirmar la tesis establecida en la primera parte del libro, negando o relativizando al máximo la existencia en la Biblia de un conjunto de leyes divinas.

Afirma que el Decálogo tiene un puesto central en la predicación de la Iglesia sólo debido a la autoridad de San Agustín (cfr. p. 145). La aplicación de los modernos métodos exegéticos demuestra, según el autor, que el Decálogo no es la parte originaria de la perícope del Sinaí, y que el texto actual ha sufrido algunas manipulaciones (cfr. ibidem). La autopresentación de Jahvé como el autor de lo que sigue es un añadido posterior, fruto de la reflexión teológica. El contenido ético del Decálogo no nace de Dios, sino de la familia, el clan y la estirpe. Sólo después, por obra de un redactor del texto, ese contenido es puesto bajo la autoridad de Dios (cfr. pp. 146-147). Por eso, el autor concluye: "el núcleo del ordenamiento ético de fondo de la antigua alianza se ha formado en base a un proceso histórico-cultural, y en este sentido no debe, por tanto, ser entendido como un ius divinum originario" (p. 149).

16. Análogo criterio interpretativo se aplica al Nuevo Testamento. Bockle considera que los contenidos éticos de la predicación de Jesús no superan los límites de la ética veterotestamentaria (cfr. p. 170). Afirma que "la predicación de Jesús no representa una ética positivamente desarrollada del reino de Dios" (p. 173). Y, después de analizar la enseñanza de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, concluye afirmando que "las exigencias de Jesús no tienen el carácter de leyes" (p. 184; cfr. pp. 178-179, 184 y 193). Los catálogos de virtudes y vicios de San Pablo serían préstamos de la sabiduría judía y helenística (cfr. p. 195), que se justifican "porque la realidad histórica de Cristo no era criterio suficiente para estructurar exigencias morales concretas" (p. 196). De ahí que "para el teólogo moralista, subsiste todavía el problema de establecer en qué medida es posible una ética material válida sobre la base del Nuevo Testamento, es decir, en qué modo las directrices apostólicas son vinculantes todavía hoy" (ibidem; cfr. pp. 196-198).

b) La ley natural

17. Es estudiada por el autor en las páginas 201-221. Una vez analizados los diversos sentidos del término 'naturaleza', hace ver cómo el concepto mismo de naturaleza humana, "que incluye la libre autorrealización en la historia y en la cultura, pone de relieve la dificultad en que desemboca el conocimiento y la determinación del contenido de una naturaleza humana universal" (p. 206). Por eso, los conceptos de ley natural y derecho natural son vistos por muchos como un eslogan conservador, que no se hace más creíble a fuerza de insistir en él (cfr. p. 209). El autor afirma más adelante que "la ley moral natural no consiste ni en un orden natural del cual se puedan deducir las normas, ni en una suma de reglas racionales de comportamiento o de proposiciones jurídicas generales. Se trata más bien de aquella ley interior que interpela al hombre como ser moral, llamándole a la formación de sí mismo y del mundo, y a través de una reflexión simple le hace conocer los objetivos más importantes necesariamente confiados a su responsabilidad (los bienes fundamentales del derecho). Dar configuración al ordenamiento jurídico y moral queda como misión de la investigación y del pensamiento que interpreta y determina" (p. 214). La ley natural, al igual que las leyes del Antiguo Testamento (cfr. p. 216), no son un conjunto de normas concretas de acción (cfr. p. 215 in fine), sino que ponen ante el hombre una serie de bienes, cuyo conocimiento es sin duda relevante para la ética, pero sin decir aún cómo hay que comportarse en relación a ellos (cfr. p. 216). Por eso es necesario distinguir entre dos problemas diferentes: el conocimiento de los bienes y valores, y la fundamentación de las normas éticas.

c) Bienes y valores

18. Ambos términos no expresan la misma cosa. Los bienes existen como tales independientemente del pensamiento y de la voluntad (la vida, la integridad, etc.). Los valores, en cambio, son actitudes únicamente efectivas como cualidades de la voluntad (justicia, fidelidad, etc.) (cfr. p. 223). Tanto entre los bienes como entre los valores ha de establecerse una jerarquía (cfr. p. 246).

d) El conocimiento de fe

19. Cuando se trata del influjo de la fe en el conocimiento moral, lo importante es saber si el conocimiento influido por la fe es comunicable a los demás hombres. "El problema de la ética cristiana no es la exclusividad de las normas señaladas por la fe, sino mas bien su comunicabilidad" (p. 249). Y, como el acto moral es siempre comprensible, las normas que lo regulan directamente han de ser en principio accesibles al conocimiento racional (cfr. p. 250). La validez de una norma no puede consistir en la autoridad de las Escrituras o de la Tradición: eso sería positivismo teológico (cfr. p. 251). Por eso, hay que poner mucha atención cuando se habla de "exigencias éticas reveladas" (ibidem).

El autor considera que el problema que debe resolverse es el de la relación entre las aserciones de fe y las aserciones normativas. Las aserciones de fe versan sobre realidades no cognoscibles de otra manera, y usan la analogía; los juicios que regulan la acción de los hombres han de tener, por el contrario, un carácter unívoco. El autor insiste con fuerza en que "la inteligibilidad de aquello que se debe hacer es constitutiva del actuar responsable interhumano" (p. 252). Las proposiciones que pretendan regular el obrar categorial han de tener una claridad absoluta, sin sombra alguna (cfr. p. 252, en nota).

El análisis del ethos de la Iglesia primitiva muestra también que su peculiaridad específica no está en la exclusividad de las proposiciones normativas, sino "en la actitud global basada en la fe" (p. 253). El seguimiento de Cristo "mira en primer lugar al acto trascendental de la libertad" (p. 254). Por eso, "la fe funda la instancia trascendente del deber-ser pero no elimina la estructura categorial propia del hecho moral (contingencia de los bienes y de los valores, inteligibilidad de la exigencia en cuanto a su contenido)" (p. 255). Los conocimientos de fe sólo podrán pasar a ser contenidos de una prescripción concreta en la medida en que se expresen mediante un predicado axiológico claro y unívoco (cfr. pp. 256257).

e) La fundamentación de los juicios morales

20. Saber que ciertos bienes y valores han de ser respetados en la acción o que son incluso irrenunciables no es todavía disponer de una regla concreta de acción, que indique el modo concreto de actuar en relación a esos bienes, los medios que pueden utilizarse, etc.

En el plano de los juicios morales concretos a veces se pueden dar juicios sintéticos a priori, siempre válidos a priori, como la afirmación de que matar injustamente es injusto. Ejemplo típico de estas normas es el Decálogo (p. 260). Fácilmente se ve, según Bockle, que se trata de tautologías, porque el sujeto incluye en sí la valoración contenida en el predicado. Todos sabemos que el asesinato o el adulterio son malas acciones, pero lo que queremos saber es si matar o tener relaciones extraconyugales es siempre y en toda hipótesis pensable asesinato y adulterio. Planteando así el problema, los juicios de valor concretos y no tautológicos habrán de ser sintéticos a posteriori (p. 261), es decir, formulados después de ponderar los bienes que están en juego en cada caso concreto y valorando las consecuencias (cfr. pp. 261-262). Bockle advierte que por este modo de ver las cosas no se le puede acusar de utilitarismo.

21. Para la formulación de los juicios morales concretos existen dos procedimientos: el teleológico y el deontológico. El método teleológico se basa en el hecho de que los valores y los bienes implicados en nuestra acción son condicionados y creados, y por eso de valor limitado. La valoración moral de la acción ha de tener en cuenta el carácter condicionado de esos bienes y ha de sopesar los bienes que en una determinada situación sean concurrentes (se pierde uno y se salva otro, o viceversa). Según este método pueden existir normas generales, válidas para la generalidad de los casos, pero no universales (cfr. pp. 264-265), y "en la esfera de las acciones interhumanas no caben actos de los cuales se pueda decir que son a priori ‑siempre y sin excepción- malos en sí mismos, independientemente de todas las condiciones (circunstancias, motivos)" (p. 265). Por eso el autor critica la Enc. Humanae vitae, que contiene una condena moral incondicionada de acciones que tratan bienes condicionados, por importantes que sean (la fecundidad, etc.) (cfr. pp. 265-266). "El problema es si un acto (matrimonial) hecho intencionalmente infecundo es incondicionadamente malo en el plano moral (...). Este tipo de fundamentación suscita las reservas de quienes sostienen la argumentación teleológica. Quien reconoce la contingencia de los valores que determinan nuestras acciones humanas, debe estar disponible, por principio, a una consideración de las condiciones, esto es, a la ponderación de los bienes. Esto vale para todos los bienes contingentes y vale también para el bien de la generación" (p. 266). El problema podría solucionarse "declarando que la contracepción debe en todo caso ser justificada por motivos proporcionados, y los métodos deben respetar la salud y la dignidad personal de los cónyuges" (p. 266, en nota).

El autor analiza las objeciones que se han hecho al método teleológico y, aunque las considera razonables, piensa que no son demostrativas (cfr. pp. 266-268). Analiza también el principio del doble efecto propuesto por Knauer, Janssens y Schuller, y se muestra de acuerdo con ellos, aunque, frente a Schuller, el autor piensa que debe distinguirse más entre la acción positiva y la omisión (pp. 268-271) .

22. Por último, analiza la fundamentación deontológica de las normas, para la cual no todas las acciones están moralmente determinadas de manera exclusiva por sus consecuencias. Los partidarios del método deontológico muchas veces se basan en el argumento del peligro de un relajamiento general de las costumbres, y así explican la prohibición absoluta de las relaciones sexuales fuera del matrimonio, del suicidio y de la muerte del inocente. El autor considera que ese argumento es tenido en cuenta también por los teleólogos, pero que no es suficiente para mostrar "la absoluta validez de la norma" (p. 272). Siempre se puede pensar, por ejemplo, que quienes tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio puedan evitar todos los daños para los demás (manteniendo el secreto, etc.) y para ellos mismos o que puedan al menos atenuarlos, y así perdería su valor el argumento del peligro general (cfr. p. 272).

El autor afirma que la deontología sólo puede mantenerse desde una concepción que ve en el orden natural la voluntad misma de Dios (cfr. p. 273). Pero ya hemos visto, continúa el autor, "la dificultad ‑por no decir imposibilidad‑ de conocer un orden esencial de carácter tan circunstancial" (p. 274). El acogerse a la existencia de un tal orden natural es, según el autor, "una imposición forzada, propia del conocimiento metafísico" (p. 274).

III. LA IGLESIA Y LA NORMA MORAL

23. El libro termina con una sección conclusiva en la que se examina el modo en que la Iglesia puede contribuir a la solución de los problemas estudiados.

El autor recuerda que las exigencias morales no pueden ser conservadas ni transmitidas "ni en una colección de afirmaciones ni en un florilegio de asertos jurídicos. La ética cristiana exige un trabajo de concreción, siempre renovado e históricamente condicionado" (p. 278). En esta tarea tiene gran importancia la experiencia de fe de toda la Iglesia (cfr. pp. 278-280), en la que se da "aquel descubrimiento de la norma 'desde abajo' del cual hemos tratado extensamente en el parágrafo sobre la experiencia" (p. 270).

24. Por lo que se refiere a la autoridad de la Iglesia, nadie quiere negarle su competencia para enseñar verdades relativas al "ethos profano" (p. 280). El problema es con qué razones y con qué certeza debe intervenir la Iglesia. Los manuales tradicionales —continúa el autor-conceden a la Iglesia un poder de enseñar en materia de derecho natural, pudiendo esta enseñanza ser incluso infalible, pero lo hacen "sin decir con exactitud cuándo y en qué circunstancias puede ser usado este poder" (p. 281). No dan estos autores muchos ejemplos concretos. En una nota señala el autor que, por ejemplo, Van Peteghen menciona "el carácter de pecado mortal del adulterio, del infanticidio y del aborto. Se presupone un concepto muy general de estos reatos; y ni siquiera toca el problema de eventuales excepciones" (p. 281, nota 16).

25. Comentando una declaración de Pío XII, afirma el autor que cuando una directriz eclesiástica es una opinión doctrinal sobre un objeto de derecho natural, "el comportamiento moral responsable de una persona madura debe orientarse primariamente en base al conocimiento, y lo que cuenta entonces en primer lugar es el peso de las razones objetivas (...). La ley moral natural debe, por principio, ser demostrable con argumentos. No se puede, ante los hombres de nuestra sociedad (creyentes o no), apelar al conocimiento racional en el campo moral, y al mismo tiempo exigir en este campo ser seguidos también por aquellos que no alcanzan a ver nuestras razones. Precisamente está aquí el motivo de la crisis de autoridad desencadenada por la Humanae vitae" (p. 282). Con estas palabras, el autor se opone a la declaración pontificia citada por él mismo, en la que Pío XII afirma que ante declaraciones seguramente no infalibles no cabe apelar al principio "la autoridad vale cuanto valen sus razones" (p. 282).

26. Añade el autor que el Sínodo de los Obispos de la Alemania Federal, aunque limitado por razones de autoridad, tuvo un valor notable. Su significado para Bockle es: "también un católico fiel a su iglesia puede llegar a una conclusión distinta de aquella de la decisión magisterial; puede sostener esta posición y también practicarla personalmente, por ejemplo, como un médico con sus pacientes" (p. 283). Mientras el Magisterio no aporte razones más convincentes, "los argumentos valen de hecho tanto cuanto alcanzan a demostrar" (p. 284). Un poco más adelante, al explicar cuál es la competencia específica del Magisterio en materia moral, el autor la refiere principalmente al plano trascendental. Luego añade: "es necesario todavía tener presente que una confirmación y una enseñanza de normas morales por parte del magisterio no les confiere carácter de absolutas, pues no se convierten por esto en normas válidas sin excepción y en toda circunstancia" (p. 285).

IV. VALORACIÓN DOCTRINAL

27. Conviene recordar que, según el autor, el concepto central de la ética teológica es la autonomía terónoma del hombre. Esto significa que Dios entra en el orden de la moralidad no en calidad de supremo Legislador, sino como Libertad infinita e incondicionada que constituye el fundamento, el horizonte universal y el objeto adecuado de la libertad trascendental del hombre. El acto positivo de esa libertad ‑la opción fundamental hacia Dios‑ es objeto de un deber moral absoluto e incondicionado. Los demás bienes y valores son para el autor siempre condicionados y limitados, por lo que la conducta que el hombre debe observar respecto a ellos no es objeto de una ley divino-natural o positiva siempre válida, sino que ha de ser determinada en cada caso por el hombre según los criterios racionales del método teleológico.

28. No haremos aquí una discusión científica de este planteamiento. Señalamos únicamente que el concepto de libertad humana como autonomía moral en sentido kantiano no es hoy día fácilmente sostenible desde el punto de vista filosófico y antropológico, y que ese concepto tiende en la práctica a expulsar de la ética la categoría de verdad. La solución propuesta por el autor, basada en la idea de libertad trascendental, apunta hacia una especie de "ontologismo de la voluntad" y relativiza aún más el valor ético de la conducta humana en el llamado "plano categorial".

Cabría señalar también que no es exacto, ni desde el punto de vista histórico ni desde una perspectiva teorética, que el concepto kantiano de autonomía moral constituya la única escapatoria posible del positivismo ético-teológico de matriz ockhamista (el odio a Dios o el adulterio son malos porque Dios los prohibe, pero serían buenos y meritorios si Dios los preceptuase).

En la concepción tomista de la ley natural, que el autor fuerza en sentido autonomista (cfr. pp. 71-75), la razón humana no es simplemente receptora de un orden externo dado, sino que desempeña un papel verdaderamente activo en la formulación de las normas éticas naturales (ley natural). Pero eso no implica ni autonomía en sentido kantiano, ni creatividad del valor, ya que la actividad normativa de la razón constituye la participación específicamente humana (ley natural) en la ordenación de la Sabiduría divina (ley eterna), y, por otra parte, se funda en el finalismo objetivo existente en la naturaleza humana como fruto de otro modo de participación en la ley eterna que el hombre comparte con las demás criaturas.

Se puede y se debe decir que la luz de la razón es ley moral (ley como ordinatio rationis. Pero es preciso añadir a continuación que la actividad normativa de la razón, sin la necesaria referencia de participación en la legislación de la Sabiduría divina, queda en sí misma inexplicada y no puede justificar la existencia de una obligación moral absoluta. Es errónea la dicotomía kantiana, aceptada acríticamente por el autor, entre la autonomía moral de la razón y la completa heteronomía de una normativa extrínseca.

29. Respecto a la coherencia con la doctrina de la Iglesia, se debe notar que el intento de legitimación teológica del concepto de autonomía realizado por Böckle se separa en más de un punto de la fe y de la doctrina católica. Concretamente, las afirmaciones del autor recogidas en los parágrafos 5-9 de esta recensión se oponen a estas dos verdades: Dios es supremo y perfectísimo Legislador[2] ; la norma suprema de la vida humana es la ley divina, objetiva, eterna y universal[3].

La interpretación del Nuevo Testamento que hemos expuesto en los nn. 16 y 19 in fine se opone, al negar a las enseñanzas de Cristo el carácter de ley moral, a la definición dogmática de que Cristo es, además de Redentor, Legislador[4]

Esa interpretación, junto con la que se hace del Antiguo Testamento (cfr. n. 15), viene a negar la existencia de una ley moral divino-positiva[5].

Las afirmaciones del autor sobre la ley natural (cfr. nn. 17 y 22, y en general todo su estudio de las normas en los nn. 15— 22) no son compatibles con la doctrina de la Iglesia sobre: la existencia de una ley divino-natural[6] ; que es norma universal de rectitud[7] ; fundada en la naturaleza del hombre[8] ; válida también en el ámbito de las relaciones sociales[9] ;inmutable[10] ; universal[11] ; y cognoscible[12].

Concretamente, las tesis recogidas en el parágrafo n. 17 se oponen a la posibilidad y cognoscibilidad de la ley natural; las del n. 22, a su eficacia y carácter de verdadera norma; las de los nn. 21 y 24 in fine a su universalidad.

El planteamiento del autor expuesto en el n. 19 no tiene en cuenta la necesidad moral y el hecho de la revelación por Dios de las verdades éticas naturales[13].

Esto, unido a que el autor no admite que la Revelación tenga un contenido ético específico (cfr. nn. 15, 16 y 19)[14] , da lugar a la negación de que el Magisterio de la Iglesia tenga el poder de interpretar autoritativamente, como custodio del depositum fidei y en virtud de la asistencia divina, la ley moral natural y la ley evangélica (cfr. nn. 23-26)[15]. En el parágrafo n. 26 ya se ha citado la afirmación de Böckle según la cual un católico fiel puede practicar una norma ética contraria a la propuesta por el Magisterio.

En su interpretación teológica del pecado (cfr. nn. 10-14), Böckle entiende la aversio a Deo como un acto (de la libertad trascendental) distinto a la volición deliberada y consciente que tiene como objeto algo que es materia grave. Se llega así a relativizar en la practica la materia grave y a reducir el pecado grave a la opción fundamental, lo que no concuerda con la doctrina católica sobre el pecado, como ha recordado recientemente Juan Pablo II[16].

A.R.L.

 

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[1] Se cita por la versión italiana: "Morale fondamentale", Queriniana, Brescia 1979, 300 pp.; la traducción de las citas al castellano es nuestra.

[2] cfr. Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, Dz 2279.

[3] cfr. Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 3. Pueden aducirse aquí todos los textos del Magisterio sobre la ley divino-positiva y divino-natural que serán citados a continuación.

[4] Conc. de Trento, ses. VI, Decr. De Iustificatione, canon 21, Dz 831.

[5] Cfr. p. ej. Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 4; León XIII, Enc. Quoad Apostolici muneris, Dz 1851 y Exhort. Pastoralis officii, Dz 1939.

[6] cfr. León XIII, Enc. Libertas praestantisimum, 20-VI-1988: AL 8, p 219; Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, 11-IV-1963: AAS 55(1963) p. 264; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 16; Decl. Dignitatis humanae, n. 3; S.C.D.F., Decl. sobre el aborto procurado, 18-XI-1974, n. 21.

[7] cfr. Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, Dz 2279.

[8] cfr. Pío XII, Alocución, 18-IV-52: AAS 44 (1952)p 417.

[9] cfr. ibidem.

[10] cfr. Pío XII, Discurso, 13-X-1955: AAS 47 (1955) p. 770; León XIII, Enc. Annum ingressi, 19-III-1902: AL 22 p. 56.

[11] cfr. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n 29.

[12] cfr. Pío XI, Mit brennender Sorge, 14-III-1937: AAS 29(1937) p. 159; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n 15.

[13] Cfr. Pío XII, Enc. Humani Generis, Dz 2305; ver también Dz 105 y 812.

[14] cfr. Pío XII, Alocución 18-IV-1952, cit.

[15] cfr. Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 4; Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n.89; Decl. Dignitatis humanae, n 14; Leon XIII, Enc. Inmortale Dei, 1-XI-1885:AL 5, p. 138; S. Pío X, Enc. Singulari quadam, 24-IX-1912: AAS 4(1912) p. 658.

[16] Exhort. Reconciliatio et poenitentia, n. 17.