BORGES, Jorge Luis

El Aleph

Alianza Editorial, Madrid 1975

 

I. INTRODUCCIÓN GENERAL A LA OBRA DE BORGES

Poeta, ensayista y autor de relatos breves. En mu­chos de sus escritos, sea cual sea el género al que pertenezcan, aparecen con frecuencia ciertos temas; por eso una introducción general a Jorge Luis Borges puede ser válida para toda su obra.

Borges es un escritor erudito, poseído de solici­taciones filosóficas que acierta a convertir en sus­tancia de sus relatos o, al menos, las hace aparecer en alguno de sus componentes. La concepción del mundo del autor ayuda a comprender el fondo intelectual de su producción:

a) Consideraciones preliminares.

Los relatos de Jorge Luis Borges tienen con frecuencia una motivación metafísica y un tratamiento fantástico. Le interesan la filosofía y la teología, disciplinas de las que parece tener un regular cono­cimiento .

En los sistemas filosóficos y en las proposiciones metafísicas ve un infatigable esfuerzo del género hu­mano por comprender e interpretar el universo. “Todo hombre culto es un teólogo y para serlo no es indis­pensable la fe” (Otras inquisiciones). De hecho, Borges, si bien participa de una concepción panteísta del universo que no excluye un Dios Creador, no con­fiesa ninguna fe religiosa explícita. Respecto a la posibilidad de que la filosofía alcance la verdad ab­soluta, manifiesta el escritor su “escepticismo esencial”. De ser creado, “el mundo es tal vez el bosque­jo rudimentario de algún dios infantil, que lo aban­donó a medio hacer, avergonzado de su ejecución defi­ciente” (op. cit.). Pero “la imposibilidad de pene­trar el esquema divino del universo no puede disua­dirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios” (op. cit.).

Una consideración similar le merece la teología. Confiesa “estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso”. En consecuencia, varios de los mejores cuentos de Borges están inspirados en hipótesis metafísicas y afirmaciones teológicas, por mucho que, para su autor, estén desprovistas de vera­cidad las primeras, y de la condición de verdades re­veladas todas las segundas.

Lo que la metafísica pretendería hacer, sin éxito, en el plano de la realidad —penetrarla e interpretarla—, pretende hacerlo Borges en el plano de sus cuentos, capitalizando las hipótesis de la filosofía y las doctrinas de la teología. “Borges ha negado —resume Alazraki, uno de sus críticos— la va­lidez de la metafísica en el contexto de la realidad, pero la ha aplicado a un contexto donde recobra su vigencia: la literatura”.

Un lector culto presiente que, en el argumento y desarrollo de un cuento que satisfaría a lectores me­nos intelectualizados, subyace un significado metafísico. Hay con frecuencia dos planos en los libros de Borges: un plano narrativo‑argumental, anecdótico, y otro abstracto, en el que la anécdota adquiere ya la dimensión de símbolo (v.gr.: Deutsche requiem, La busca de Averroes, La escritura del Dios): lo individual se reviste de simbolismo al ser proyectado sobre un plano genérico más amplio.

b) Temas y subtemas.

Los relatos de Borges despiertan sorpresa y, a veces, provocan el desconcierto en los lectores. No es un escritor de masas: su crítico y amigo Adolfo Bioy define los cuentos de Borges como “ejercicios de incesante inteligencia y de imaginación feliz, destinados a lectores intelectuales, estudiosos de filosofía, casi especialistas en literatura”. No ob­stante, sus textos no son adivinanzas o herméticos sofismas. La lógica que hay bajo sus fantasías se encuentra a menudo desvelada en 1os libros de ensayo: Discusión, Inquisiciones, Otras inquisiciones. En cualquier caso, hay una porción de tópicos, lugares temáticos comunes, en la narrativa borgeana: los que son tema en un relato, aparecen en otros como subte­mas, en variada recurrencia. Alazraki rastrea en un sólo cuento, La otra muerte, y descubre hasta nueve temas característicos del autor: 1°, en un instante de la vida de un hombre puede estar la clave de toda su historia y su razón de ser; 2°, la realidad pre­senta caracteres ilusorios: se mezclan abundantemente en el relato personajes históricos y seres ficticios; 3°, el Universo se nos aparece a menudo como un labe­rinto inextricable; 4°, visión del mundo por la cual un hombre puede ser dos hombres, gracias a la reducción panteísta; 5°, el mundo es un sueño de al­guien superior no muy bien conocido; 6°, el mundo es una compleja concatenación de causas y efectos: modi­ficada una causa, por remota que sea, resulta modificada y confundida una multitud imprevisible de efec­tos; 7°, una persona que no pudiera olvidar, moriría por el excesivo peso de sus recuerdos; 8°, una lite­ratura difiere de otra más por la distinta manera de ser leída e interpretada, que por las diferencias de sus textos, 9°, el coraje, primera virtud de los ar­gentinos.

c) Caos y orden.

“No sabemos qué cosa es el universo” (Otras inquisiciones). La visión del mundo como algo impe­netrable y, más a menudo, como algo caótico, aparece por igual en sus ensayos y en sus relatos. La inte­ligencia humana, glosa Alazraki, no puede reconstruir un orden que no existe o que, si existe, está regido por leyes divinas, inaccesibles a la inteligencia de los hombres. Esa concepción inspira relatos felices de Borges, recogidos en el volumen de Ficciones, sobre todo en La biblioteca de Babel, y La lotería de Babilonia, aunque el tema no es ajeno a otros títulos.

No obstante la impenetrabilidad del mundo, Borges valora los esfuerzos de sucesivas generaciones de hombres encaminados a encontrar un orden, por mas que estén condenados al fracaso. Tiene un cierto conoci­miento de las doctrinas y la historia filosóficas, pero se alinea con los escépticos, para quienes la historia de la filosofía es la de los fracasos de los hombres en su búsqueda de la verdad y de la sabiduría absolutas. Caos del universo (imposibilidad para el hombre de conocer su orden interno) y el prurito de la inteligencia humana de ponerle orden, serían orde­nada y abscisa de la temática borgeana. De la visión caótica del mundo emerge la imagen del laberinto, favorita de Borges.

d) El Universo como sueño o libro de Dios.

La concepción del mundo como sueño de Dios es una doctrina budista y constituye otro de los temas clave de la narrativa de Borges. Una idea complemen­taria a la del sueño es la de presentar el universa como libro de Dios: todo está escrito en él; previsto o querido por Alguien en un momento anterior. Supone una actitud fatalista.

A las concepciones budista y fatalista enunciadas hay que añadir la consideración literaria que Borges tiene de la doctrina idealista de tantos filósofos europeos: “el mundo es la idea que yo tengo del mun­do”; “el mundo deja de ser en cuanto yo dejo de pensarlo”; “puedo pensar un mundo distinto que el que conozco por los sentidos, que no es menos real que éste”. Esto da lugar a relatos tan densos como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, del libro Ficciones: un mundo coherente, casi perfecto, pero inventado.

En este apartado cabe la mención de Schopenhauer —del que Borges es “lector apasionado”— y su concepción voluntarista del mundo, en la que la rea­lidad importa menos que la voluntad de hacerla.

Una muestra literaria del "todo está escrito" apa­rece en la narración El muerto, incluida en El Aleph: Otálora intenta suplantar al jefe de la cuadrilla. Este, nos enteramos al final, ha conocido las inten­ciones de Otálora desde el principio, pero le ha de­jado hacer. Otálora descubre con amargura que todo lo que ha tramado y ejecutado estaba previsto en el plan del jefe Bandeira, de quien dice Borges en el epílogo de EL Aleph que es “una tosca divinidad”.

e) Panteísmo.

Borges recoge de una u otra doctrina filosófica aquello en lo que intuye mejores posibili­dades narrativas. Del panteísmo, según la enunciación de Plotino, hace suya la siguiente formulación: “Todo está en todas partes y cualquier cosa es todas las cosas”. Una manifestación de panteísmo, presentado literariamente, es la afirmación de que un hombre es los otros hombres con muchas variantes. En El Aleph hay un relato significativo: Los teólogos, en el que disputan y mueren dos teólogos antagonistas. He aquí el final del relato: “... en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona”. Un tratamiento análogo recibe la Historia del guerrero y de la cautiva. La confusión de­liberada de personalidades como reflejo panteísta (“cada hombre es un órgano que crea la divinidad para sentir al mundo”, cita Borges en el relato de Los teólogos) aparece al menos en dos cuentos de Ficciones: La forma de la espada y Acercamiento a Almotasim. Es sabido que el panteísmo, en la historia del pensamiento, deriva con facilidad hacia el ateísmo; hacia esa forma de ateísmo que consiste en negar un Dios personal e inteligente: “Dios no es nadie para ser todos”. En algún relato aparece como eje otra idea conectada con el pensar panteísta: la idea de que Dios, para serlo, debió borrarse o perder su identidad: “Dios es la nada primordial, no es nadie para ser todos”. Y una consecuencia de esa idea: “un (posible) solo inmortal es todos los hombres”. Este es el eje intelectual de El inmortal, relato que for­ma parte de El Aleph y que Borges considera la pieza más trabajada de todas las que componen el libro: el protagonista, que ha alcanzado la inmortalidad, ha perdido su identidad individual y ahora puede ser to­dos los personajes históricos. Con la eliminación de la identidad, la individualidad es sólo aparente. In­cluso “Judas puede ser Jesús” en el paradójico e irreverente relato Tres versiones de Judas, recogido en Ficciones.

Un reflejo estilístico de la confusión de identi­dades es la deliberada mezcla de géneros, grata a Borges: relatos que parecen ensayos; una investigación policial que sigue un proceso cabalístico (La muerte y la brújula), o la combinación de personas existentes con otras ficti­cias.

f) El microcosmos panteísta.

El panteísmo permite otra derivación si, en lugar de a las personas, lo aplicamos a las cosas: "cualquier cosa es todas las cosas" (en Historia de la Eternidad). Tres relatos contenidos en El Aleph recogen el tema del microcosmos traducido en tres imágenes: el “Aleph” de los judíos místicos de la Cábala, la “Rueda” de las religiones del Indostán, el “Zahir” del Islam. La representación de cada uno de esos tres símbolos —símbolos para Borges de Dios, del Universo— puede darse en cualquier cosa: en los tres cuentos mencionados se dan, de hecho, en una moneda, en una esfera, en las rayas de un tigre. Borges ha extraído de tres religiones no cristianas la hilaza para tejer sus ficciones, mostrando así que de dichas doctrinas sólo le interesa el valor estético o el as­pecto misterioso que encierran. Buena parte de la pe­culiaridad de Borges reside, como hemos visto, en ha­cer literatura con las doctrinas de la filosofía y la teología.

Así como todo el universo puede estar contenido en un punto, todo destino puede estar cifrado en un ins­tante: Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (18271874) es una muestra de esta idea: la clave de la vida del personaje está en un momento de cierta noche en que, enfrentado a Martín Fierro, comprende su destino de forajido y “acatando ese destino, arroja su gorro de soldado y se pone a pelear junto al desertor contra la milicia”. En el volumen Ficciones hay dos relatos que participan igualmente de esa noción: El fin y El milagro secreto. En este último cuento, la razón de ser de la vida de un dramaturgo descansa en el hecho de que pueda terminar su drama. El instante necesario para conseguirlo (que para el interesado es un año y para el reloj un segundo) justifica su vida.

g) El tiempo.

Un minuto puede cifrar la eternidad: la base filosófica de este aserto está en las paradojas de Zenón, recogidas por Borges a través de varios autores: "William James niega que puedan transcurrir catorce minutos, porque antes es obligatorio que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos y medio, un minuto y tres cuartos, y así hasta el fin, hasta el invisible fin, por tenues laberintos del tiempo" (Otras inquisiciones).

La paradoja es muy del gusto de Borges, lector de los filósofos idealistas y amigo de encontrar aspec­tos insólitos al mundo. Le gusta “crear irrealidades que confirmen el carácter alucinatorio del mundo, como es doctrina de todos los idealistas”. El tiempo, tema de poetas y de metafísicos, lo es también del Borges ensayista (Nueva refutación del tiempo) y li­terato. Prefiere, entre otros esquemas temporales po­sibles, el del tiempo cíclico circular; las cosas se repiten en el tiempo, no de forma idéntica, sino análoga.

Aparte de la importancia que alcanza en El inmortal, aunque no es el tema principal de ese relato, el tema del tiempo se hace motivo central en Un hombre en el umbral (el pasado es preanuncio del presente hasta confundirse ambos) y, dentro de Ficciones, en Tema del traidor y del héroe. Es también un subtema presente en la mayoría de las piezas.

h) La ley de la causalidad.

Continuando en la órbita de esa concepción que llamamos panteísta, encontramos otra nota borgea­na que bien podría ser uno más de sus corolarios: in­finitas causas han debido converger a lo largo de los siglos para producir un solo efecto. La extraña complejidad del mundo se manifiesta también en el entra­mado de acciones y sucesiones que confluyen en cada objeto, en cada momento. Cuenta Borges que al pintor Whistler le preguntaron el tiempo que había necesita­do para pintar uno de sus nocturnos. “Toda mi vida”, ­fue la respuesta. “Con igual rigor —apostilla Borges— pudo haber dicho que había requerido los siglos que precedieron al momento en que lo pintó” (en Discusión). El enunciado anterior y la anécdota de Whistler sugieren a Borges una porción de posibilida­des literarias, algunas de ellas de elevado efecto paradójico. “Para el cristiano la vida y la muerte de Cristo son el acontecimiento central de la histo­ria del mundo (...). Quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida” (en Otras inquisiciones). Alazraki encuentra como tema dominante en algunas piezas la ley de la causalidad y sus conse­cuencias.

i ) Resumen.

En resumen, Borges trabaja sus argumentos como si se tratara de parábolas de la realidad. Son historias determinadas, sí, pero tienen a la vez el valor de símbolos —algo genérico y universal— o de alegorías. Muchos de sus cuentos admiten interpreta­ciones filosóficas, sin perder en ningún momento su propio valor como relato de intriga, historia perso­nal o pieza literaria de cualquier género. Muchos lectores satisfarán su gusto por la lectura con los brillantes tratamientos, en los que la concisión del estilo potencia el efecto sorprendente de historias emocionantes. Para ellos, Borges será, sin necesidad de mayores consideraciones, un magnífico fabulador. Lectores más reflexivos quizá descubran implicaciones intelectuales de más vasto alcance. Para Alazraki, la clave de esas implicaciones sería un relativismo que arranca del escepticismo esencial profesado por Bor­ges.

II. RESUMEN DE “EL ALEPH”

Consta de dieciocho relatos de diferente factura y extensión, más un epílogo en el que Borges explica las circunstancias de composición de cada pieza y apunta ciertas claves interpretativas. El libro está fechado en 1948, año de su primera edición, cuyos re­latos habían ido apareciendo en revistas durante los años anteriores. Para la reedición de 1952, conside­rada definitiva, Borges incorporó cuatro nuevos rela­tos. Pasamos ahora a un breve resumen de cada título incluido en El Aleph.

El inmortal

Es el cuento más extenso del volumen y el primero de la colección. Bastante complejo, refleja algunos de los puntos de vista del autor. Las cinco partes de que consta están enmarcadas mediante una entradilla al comienzo (además, una cita de Bacon) y, al final, una “postdata de 1950”. Por el párrafo previo sabemos que El inmortal es la traducción literal (estamos ante una típica ficción borgeana) del manuscrito que apareció entre las páginas de una edición de la Ilíada, vendida en 1929 por el anticuario londinense Joseph Cartaphilus.

I parte: En primera persona, el tribuno de Diocle­ciano llamado Marco Flaminio Rufo narra su peregrinación en busca de la ciudad de los inmorta­les. II parte: Después de innumerables peripecias (travesía por el territorio de los sátiros; de los trogloditas, abandono por parte de sus servidores) avista la ciudad buscada y se introduce en ella por intrincados laberintos. “Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan". Ha llegado a la ciudad, exánime, casi alucinado. "Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble; me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra”. A esa sensación se agregan otras: “La de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato (...). Abundaban el corredor sin salida, la alta ven­tana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo...”. El nuevo inmortal pronto se hastía y opta por regresar. III parte: A la salida se encuentra a un troglodita que le había acompañado en su última etapa hacia los muros de la ciudad. Estaba allí manso y silencioso. “Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de sig­nos” ininteligibles. Marco Rufo intenta enseñar a ha­blar al troglodita, pero es en vano. Una madrugada llueve en el desierto. El troglodita reacciona ante la lluvia y balbucea un verso de Homero. “Le pre­gunté que sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé”. IV parte: “Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales”. El texto, en esta parte, casi elimina la narración y presenta el aspec­to de una paradójica reflexión acerca de la inmorta­lidad. "Ser inmortal es baladí; menos el hombre, to­das las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”. Apunta algunas de las consecuencias de la inmortalidad hipotética en la tierra: para un hombre inmortal, es decir, eterno, “lo imposible es no com­poner, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. V par­te: “Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios”. En Eri­trea bebe agua de cierto caudal y recupera, "incrédulo, silencioso y feliz” la condición mortal. Antes de terminar, el hombre que alcanzó la inmorta­lidad y luego renunció a ella, revisa su manuscrito; intuye que se han mezclado palabras de más de una personalidad: “No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolo de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré na­die, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muer­to”.

El muerto

Benjamín Otálora, un muchacho de los suburbios de Buenos Aires, se enrola en la partida de Azevedo Ban­deira, contrabandista uruguayo, para huir de la jus­ticia.

Otálora, que es valiente, codicia la jefatura de Azevedo. Parece que, después de una serie de tanteos progresivos, ha conseguido desbancar al jefe, pero no es así. En una noche de exultación para toda la cua­drilla, y a la vista de todos, Azevedo ordena la ejecución de Benjamín. “Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto”.

El cuento ocupa cinco páginas escritas en tercera persona. Adopta la forma expresiva de esbozo de una biografía: “Ignoro los detalles de su aventura; cuan­do me sean revelados, he de rectificar y ampliar es­tas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil”.

Los teólogos

Un comienzo deliberadamente abrupto alude a la destrucción por los hunos de cierta biblioteca monástica, durante la Edad Media. Se salva un frag­mento de la Civitas Dei en el que se alude al carácter repetitivo y cíclico de la historia y el tiempo (ése será el esquema intelectual que dé con­sistencia al cuento). “Un siglo después, Aureliano...”. Quince líneas abajo del arranque de la pieza, dentro del mismo párrafo, comienza propiamente el re­lato, con la descripción de una herejía que “profesa­ba que la historia es un círculo y que nada es que no haya sido y que no será”, y con la mención de los dos teólogos que intentaban refutar ese error. Se trata del coadjutor Aureliano y de Juan de Panomia. La in­teligente refutación de la herejía lograda por Juan de Panomia humilla una vez más a Aureliano. “Milita­ban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesable­mente no propendiera a superar a Juan”. Pasa el tiempo y ha aparecido una nueva herejía, la de los histriones. Borges presenta una porción de puntos de sus contradictorias doctrinas. Esos herejes pervier­ten la interpretación de algunos textos bíblicos: “invocaron a Mateo 6,12 (‘perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores’) y 11,12 (‘el reino de los cielos padece fuerza’) para demostrar que la tierra influye en el cielo, y a I Corintios 13,12 (‘vemos ahora por espejo, en oscuri­dad') para demostrar que lo que vemos es falso”. Au­reliano refuta la nueva herejía. Sin poderlo evitar, involucra desafortunadamente a Juan de Panomia en la censura; Éste sufre proceso “por profesar opiniones heréticas” y acaba condenado a morir en la hoguera. Algún tiempo después, por accidente, Aureliano muere abrasado, como su adversario. El cuento termina afir­mando que “en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panomia (el orto­doxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona”.

En este cuento se presenta uno de los motivos bor­geanos: las disquisiciones teológicas (en el cuento, la refutación de dos herejías inventadas) le permiten fabular un relato adobado con un sinnúmero de citas, falsas unas y auténticas otras. La teología, según Borges, sería un juego ingenioso de palabras con im­pensadas consecuencias.

Historia del guerrero y de la cautiva

Borges asegura haber encontrado en un libro de Be­nedetto Croce la alusión a Droctulf, un guerrero lon­gobardo que, en el cerco de Rávena, habría pasado de atacante a defensor de la ciudad italiana. “Ni si­quiera sé en qué tiempo ocurrió (...). (este no es un trabajo histórico). Imaginemos lo primero (siglo VII)”.

Borges decide historiar, “no al individuo Droc­tulf, que sin duda fue único e insondable (todos los individuos lo son), sino al tipo genérico que de él ha hecho la tradición, que es obra del olvido y de la memoria”. Así, en 20 líneas imagina cómo pudo haber sido el tipo‑Droctulf: rasgos fisionómicos, creencias, el asombro ante Rávena, la decisión de cambiar de bando. “Muchas conjeturas cabe aplicar al acto de Droctulf la mía es la más económica; si no es verda­dera como hecho, lo será como símbolo”.

La historia del guerrero evoca a Borges otra his­toria que oyó contar a su abuela, inglesa casada "con mi abuelo Borges (que) era jefe de las fronteras nor­te y oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe". Había otra inglesa en aquel rincón perdido: la hija de unos emigrantes de Yorkshire, huérfana y recogida por los indios. Se había adaptado a la vida indígena hasta el extremo de rechazar la oferta que le hace la abuela Borges de regresar a la civilización urbana.

Borges aúna el sentido de las dos historias, la del guerrero longobardo y la de la inglesita cautiva: “a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar”. Y concluye: “Aca­so las historias que he referido son una sola histo­ria. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales”.

Este relato sería un ejemplo de una de las ideas filosóficas a las que Borges saca partido literario: la idea panteísta de que todas las sustancias son, en último término, una sola, y, en consecuencia, todos los sucesos no son a la postre sino un solo aconteci­miento.

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829‑1847)

“El seis de febrero de 1829, los montoneros que...”. Con esta precisión, comienza la mención esquemática del origen, nacimiento e historia de Ta­deo Isidoro, el llanero argentino que, “en un mundo de barbarie monótona” fue soldado, prófugo, agricul­tor, sargento de la policía rural... “Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen sólo me interesa una noche”. El sargento Ta­deo Isidoro Ruiz y sus hombres han cercado a un ase­sino reclamado por la justicia. Tadeo, “mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad) empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva dentro”. Y concluye el rela­to (apenas tres páginas) con un desenlace sorprenden­te: “Cruz arrojó por tierra el quepis (...) y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro".

Borges ha aislado un personaje secundario del poe­ma de José Hernández para hacer de él símbolo de uno de sus motivos preferidos: el sentido de una vida cabe en un instante clave. Más aún: toda la vida está contenida en cada uno de sus instantes, “porque los actos son nuestro símbolo”. “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento; el momento en que el hombre sabe para siempre quién es".

Emma Zunz

Con el ingrediente de “suspense” propio de los re­latos de intriga, a los que Borges es aficionado, se relata en cinco páginas la venganza de que Emma Zunz hace objeto a quien había provocado la deshonra de su padre. El autor de la felonía —aludida, pero nunca nombrada, de acuerdo con la economía narrativa de Borges— es un compatriota de los Zunz en Buenos Aires (la condición de descendientes de alemanes es también simplemente sugerida y no explicada), dueño actual de la fábrica en la que Emma está empleada. Sólo ella conoce el agravio y urde el plan con rapidez y frial­dad inmediatamente después de conocer la noticia del suicidio de su padre, poniendo todos los medios para quedar impune. “No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan”. Lo conoceremos a medida que lo vaya llevando a cabo.

Emma concierta una entrevista a solas con Loewen­thal, el propietario, y dispara sobre él. Alegará ante la justicia, y será creída, que se defendió con el revó1ver porque el jefe Loewenthal quiso abusar de ella.

Contrasta la magnitud del sentimiento de Emma (“porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin”) con la frialdad que muestra para tramar y ejecutar su plan: Emma provoca su propia violación por un terce­ro, para hacer verosímil su alegato de haber sido víctima de un atropello por parte de Loewenthal. Ese ingrediente del relato es referido con asepsia inte­lectual.

La casa de Asterión

Alguien llamado Asterión cuenta (o piensa) en pri­mera persona la sorprendente confesión que lleva el título del cuento.

“Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura"; así comienza el relato. Parece que habla un intelectual. “El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres (...). Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer”. Luego es analfabeto...: “Claro que no me faltan dis­tracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo mareado”. “Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor di­cho, es el mundo”. “Uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi reden­tor".

Las dos últimas líneas, en estilo indirecto, dan el desenlace y la clave del cuento. “Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. ¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotáuro apenas se defendió”.

Borges ha presentado desde un punto de vista insó1ito un tema mitológico (el monstruo Asterión, medio hombre, medio toro) desconcertando al lector con su juego literario.

La otra muerte

A Borges, que aparece explícitamente como autor de esta compleja pieza, le comunican el fallecimiento de don Pedro Damián, antiguo combatiente en la batalla de Masoller, episodio de las guerras de principio de siglo entre Argentina y Uruguay. “La fiebre y la agonía del entrerriano (Pedro Damián) me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Masoller”. En busca de datos, Borges se entrevista con el viejo coronel Tabares, que participó en la refriega. Entre otras cosas, el coronel recuerda que Pedro Damián flaqueó en el combate. Borges se siente decepcionado. “Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba".

La inquisición de nuevos datos para el relato lle­va a Borges de nuevo junto a Tabares, a quien en esta ocasión acompaña otro antiguo combatiente de Maso­ller. Este sujeto, inexplicablemente, presenta una versión del comportamiento de Damián en Masoller com­pletamente distinta: fue un héroe. “Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho (...). Estaba muerto y la última carta de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años”. El coronel Tabares, por su parte, en esa misma velada, ha olvidado por completo a Damián. Y no es el único en haber olvidado la existencia del viejo soldado: lo mismo ha sucedido a la persona que comunicó a Borges el fallecimiento de don Pedro Damián. “Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza...”.

¿Cuál es la realidad? ¿Cuándo y cómo murió don Pe­dro Damián?. “Paso ahora a las conjeturas”, prosigue Borges al comienzo de la segunda fase del relato. Apunta la explicación “verdadera (la que hoy creo la verdadera) que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me lle­varon dos versos del canto XXI del Paradiso, que planteaban precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y...”. Borges conjetura que Don Pedro Damián ha dedicado su vida de adulto a borrar el bo­chorno de su debilidad en la batalla de Masoller. “Pensó con lo más hondo: si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla (...), y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte (...). En su agonía revivió su batalla, y se condujo como un héroe y...”. Borges acaba por explicar que, por acción so­brenatural, el delirio de Damián en su agonía se con­vierte en real y modifica el pasado. Pero “modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras, es crear dos historias uni­versales”. Borges ha introducido en la insólita his­toria de don Pedro Damián otro de los temas característicos de su cosmovisión: la ley de la cau­salidad y sus casi infinitas consecuencias. Para que Damián haya sido un héroe en la “segunda versión” de la historia, ha sido preciso que quienes lo conocie­ron olviden la historia en la “primera versión”.

Deutsches Requiem

Otto Dietrich zur Linde redacta una a modo de confesión la víspera de su ejecución. “Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf (...). En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable”. “No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido”. Es la exculpación de un nazi que conserva una fe inalterable en la bondad de su causa, más allá de la derrota propia. “Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor, y aun con felicidad, muchos años infaustos: la música y la metafísica”. Elogia a Brahms y Schopenhauer; también a Shakespeare, “otro vasto nombre germánico” (obsérvese el desplazamiento del calificativo “vasto”, que pasa de ser referido a la obra del dramaturgo, al nombre del autor. Es un procedimiento estilístico frecuente en Borges). “Hacia 1927 entré en el Partido”.

Reflexiona acerca del sentido del nazismo: “Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épo­cas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos”. Acepta un cargo en el campo de concentración de Tarnoitz. “El ejercicio de ese cargo no me fue grato, pero no pequé nunca de negligencia”. Sobreponiéndose a un movimiento de piedad, consiente en la persecución y tortura “del insigne poeta David Jerusalem”, convencido como está de la legitimidad de su causa y de los medios para implantarla: “El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestirse el nuevo”. La derrota de Alemania provoca, paradójicamente, “el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad” en zur Linde. "Ensayé diversas ex­plicaciones (...) hasta dar con la verdadera". Entretejiéndolo con menciones de Aristóteles y Platón, zur Linde expresa su consuelo al considerar que nada es trivial en la historia del mundo. Inclu­so la dolorosa destrucción de Alemania es necesaria para la consolidación del nazismo. “Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sa­bemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestras vidas, hemos dado la suerte de nuestro querido país”. Detrás de tan bella muestra de abnegación, permanece muy fuerte la fe nazi; “El mun­do se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata (...). Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas”.

La busca de Averroes

En Córdoba, donde trabaja en el comentario a las obras de Aristóteles, “una leve preocupación empañó la felicidad de Averroes (...): la víspera, dos pala­bras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran Tragedia y comedia (...); nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir. Vanamente había fatigado las páginas de..." (“vanamente”, “fatigado” son dos términos frecuentes en Borges: manifiestan, por una parte, su gusto por un léxico moderadamente culto y, por otra, el efecto de laconismo, precisión, intensi­dad y abstracción, en el empleo del participio “fati­gado”, referido a las páginas de un libro y no a Ave­rroes, que es el realmente fatigado por la búsqueda).

En la noche de ese mismo día, Averroes asiste a una cena de intelectuales. Se habla de poesía, de rosas, del Corán. Un viajero detalla una de las mara­villas que ha visto en sus viajes; el lector adivina progresivamente que lo que el recién llegado está describiendo por alusiones es, justamente, lo que Averroes necesita conocer para no malinterpretar a Aristóteles: una representación teatral. “Las perso­nas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo unas quince o veinte, (con máscaras de color carmesí) que rezaban, cantaban y dialogaban. Padecían prisio­nes, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían, y después estaban en pie”. El viaje­ro no llegó a saber cómo se llamaba tan extraña actuación, ni Averroes lo intuye.

El cuento, rico en alusiones simbó1icas, noveliza aspectos de la vida intelectual; por debajo de la anécdota —la aproximación a nosotros del sabio musulmán; la animada tertulia cordobesa— se narra “el proceso de una derrota”, como dice el propio Borges al final del cuento. La derrota de Averroes, “que en­cerrado en el círculo del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia. Pero también es la derrota del propio Borges. “Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Ave­rroes”. Borges habría novelado dos “absurdos” tópicos: la imposibilidad de imaginar un hombre, por­que tal tarea exigiría un número de biografías que no agotarían jamás la infinitud de esa vida; y la inevi­tabilidad de un orden férreo, en el que un efecto (las nociones de tragedia y comedia, en el cuento) presupone un número infinito de causas (la noción previa de teatro).

El Zahir

Completa, junto a La escritura del dios y El Aleph, el trío de relatos tejidos en torno al tema del microcosmos panteísta. Enmarcado en una historia trivial —la de Teodolina Villar—, Borges desarrolla un tema transcendente: algún objeto del universo tiene propiedades absolu­tas. Protagonista de su propio cuento, Borges lo es­cribe cuando “aún, siquiera parcialmente, soy Bor­ges”. Se resume a continuación el contenido del cuen­to, párrafo por párrafo:

1. Enumeración de las distintas apariencias que el Zahir ha tomado a lo largo de la historia y de la geografía.

2. Brusca introducción del tema Teodolina Villar: “El seis de junio murió Teodolina Villar”. Descripción irónica de la muchacha, bella, insustan­cial, seguidora servil de la moda.

3. Descripción del velatorio de Teodolina, sin que falte alguna observación genérica, como es frecuente en el autor: “En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras an­teriores”.

4‑5. A la salida del velatorio, de madrugada, el narrador recibe el Zahir como cambio de la consumición que hace en un bar. Reflexión acerca de las monedas: “Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y en la fábula. Pensé en el óbolo de la viu­da; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas (...)”. Primeras alusiones al influ­jo del Zahir. (Borges introduce sabiamente los argen­tinismos dentro del castellano más cosmopolita. En estos dos párrafos hay no menos de seis localismos: 'almacén', por bar; 'truco', juego de taberna; 'cua­dra', por manzana de casas; 'vuelto', por vuelta o cambio; 'caña de naranja', etc.).

6‑9. Se desprende de la moneda, en un intento de liberarse de su influjo, que no conocemos todavía con detalle, pero que adivinamos maléfico. El gesto re­sulta vano: la imagen de la moneda, ahora claramente, le obsesiona y le persigue.

10‑11. Un libro de Julius Barlach le desvela la na­turaleza de su mal. En ese libro se mencionan “todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir”, muchos de los cuales son descritos. “Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría...” Adivinamos que la naturaleza del malefi­cio está en la imposibilidad de dejar de pensar en el objeto‑Zahir.

12‑14. Reaparece el tema Teodolina Villar. Es posi­ble que otra persona sea también objeto del malefi­cio. El tema central es relanzado, ahora de forma na­rrativa: “El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes, yo me figuraba el anverso, y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos”. “Antes del 1948 (...) ya no percibiré el uni­verso, percibiré el Zahir”.

15. Termina el relato con un salto de lo concreto a lo abstracto. “En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles” (el adjetivo 'desier­tas', que debería calificar a calles —son las que están sin gente— ha sido desplazado a 'horas'. Es un recurso estilístico llamado hipalage, utilizado a ve­ces por Borges con un sentido muy literario, de efec­to desrealizador). El salto a lo abstracto se da en el desenlace. “Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la moneda está Dios”. La moneda es símbolo del uni­verso y, por lo mismo, en cierto modo —dentro de esta óptica—, de Dios.

La escritura del dios

“La cárcel es profunda y de piedra (...). Un muro medianero la corta (...). De un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro, hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espa­cio del cautiverio”. “He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla (...). Urgido por la fatali­dad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía (...). Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso (...): era una de las tradiciones del dios. Éste (...) previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males”. A él le ha de ser revelado el secreto, pero ¿dónde está contenido? “En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios”. “¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos”. (Se ve de nuevo la referencia a dos tópicos de Borges: cualquier punto del universo —tema que amplía más abajo— los contiene de algún modo a todos; es infinita la serie de causas que confluyen en un solo efecto). Más adelante “ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar (...). Yo vi una rueda altísima que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo (...). Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa rueda para entenderlo todo, sin fin”. Hace después la enumeración de algunos objetos de la visión, cifra de todo el universo: es una enumeración análoga a la de El Aleph, presente en va­rias de las poesías de Borges. “…y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del ti­gre”. “Pero yo sé que nunca diré esas palabras (...); que muera conmigo el misterio (...). Quien ha entrevisto el universo (...) no puede pensar en un hombre, en sus triviales dudas o desventuras, aunque ese hom­bre sea él”. De esta manera un tanto paradójica, con la renuncia del protagonista‑relator a su propia salvación, termina el relato.

Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto

Dos amigos intelectuales desvelan, en la época ac­tual, el misterio acaecido hace unos años en un extraño laberinto construido en Cornwall por “Abenjacán el Bojarí, caudillo o rey de no sé que tribu nilótica, que murió en la cámara central de esa casa a manos de su primo Zaid. Al cabo de los años, las circunstancias de su muerte siguen oscuras”. Abenjacán se había refugiado en Inglaterra huyendo del fantasma vengador de su primo Zaid, a quien había asesinado para no tener que compartir el tesoro con el que había logrado escapar de las manos de sus antiguos súbditos, ahora rebelados contra los dos pri­mos tiranos. Cierto día arriba a Cornwall una nave exótica. Al poco tiempo el cadáver de Abenjacán apa­rece, desfigurado, en su recinto.

Una incoherencia en el relato permite a uno de los dos amigos, matemático de profesión, intuir que la historia oficial es falsa. La realidad sería otra: no fue Abenjacán quien se había refugiado en el laberin­to, sino Zaid. Éste habría sido, por tanto, el que habría abandonado en África al valiente Abenjacán, llevándose el tesoro; el que habría construido tan extraño edificio —un laberinto— en la costa de Ingla­terra; el que, en fin, habría atraído allí a su aira­do primo para darle muerte.

El relato, con esa mezcla de ambientes —europeo y africano— tan grata a Borges, participa de las características del relato policial (un asesinato con un dato confuso; un investigador ocasional, que acierta con la clave del misterio a partir de un de­talle sin importancia aparente) y de la novela de aventuras: suplantación de la personalidad (tan característica de Borges) con “suspense” hasta el fi­nal de la historia.

Los dos reyes y los dos laberintos

En una sola página, Borges hace una de sus típicas imitaciones: simula una historia arábiga. “Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que...”. Se narra la sutil venganza de un rey de Arabia, humi­llado por el rey de Babilonia, que lo había dejado perderse en un laberinto de su corte. El vengador abandonará al rey babilonio en el desierto, “donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te ve­den el paso”. Concisión e imperturbabilidad en el re­lato de un hecho homicida son los dos rasgos borgea­nos que aparecen destacables en este cuento breve.

La espera

“El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste”. El comienzo ex abrupto de la narración nos sumerge en un ambiente en el que se simultanea la precisión de la novela naturalista con la incógnita del relato de misterio: ¿quién es la persona a la que ha traído el coche? ¿Cuál es esa calle del Noroeste?

Dos tercios de la narración —breve, como todas las piezas del volumen— están ocupados por el relato mi­nucioso del proceso de instalación del misterioso protagonista en lo que adivinamos una casa de huéspedes (nunca es mencionada como tal). Borges hace que la imaginación del lector complete muchos datos y circunstancias que él, deliberadamente, no hace sino sugerir.

“Cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino por­que ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemi­go podría ser una astucia”. A través de las sensacio­nes del personaje hemos podido deducir su condición de fugitivo, y, más tarde, la de italiano.

“El señor Villari, al principio, no dejaba la casa (...). Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli (...). Villari acometió la lectura de esa obra capital (...). No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri”. Es una nueva alusión, muy culta, a la condición de traidor del fingido Vi­llari: Dante coloca a los traidores en el último círculo de su infierno.

“En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo...” Borges ha hecho un cuento del tema de la espera y su final: “Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo des­pertó. Altos en la penumbra del cuarto (...), Ale­jandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin”.

El hombre en el umbral

El primer párrafo presenta el relato como una his­toria oída en Buenos Aires a un amigo inglés de Bor­ges. (Es habitual en él este recurso: presentar como real lo que es ficticio. En este caso introduce a otro personaje real, su amigo Bioy, para cargar de realidad la fabulación). “De las historias que esa noche contó, me atrevo a reconstruir la que sigue. Mi texto será fiel...”

A una ciudad musulmana de la India es enviado, por el poder británico, un legado escocés para que acabe con ciertos disturbios. Consigue su propósito. “Unos años pasaron. La ciudad y el distrito estaban en paz; sikhs y musulmanes habían depuesto las antiguas dis­cordias y de pronto Glencain desapareció”. El amigo inglés de Borges, narrador de la historia, es encar­gado de dar con el paradero del escocés desaparecido. Parece haberse organizado una conspiración de silencio; no obstante, “una tarde me dejaron un sobre con una tira de papel en la que había unas señas...".

En la dirección indicada encuentra a un hombre muy viejo que parece no entender sus preguntas. “Sentí (...) lo irrisorio de interrogar a aquel hombre anti­guo, para quien el presente era apenas un indefinido rumor”. Por fin, al oír que el europeo pide información acerca de un juez, inicia una historia: “-¡un juez! —articuló con débil asombro—. Un juez que se ha perdido y lo buscan. El hecho aconteció cuando yo era niño”. Un juez fue enviado a poner orden en la ciudad. “Los menos malos se alegraron, porque sintie­ron que la ley es mejor que el desorden”. Pero el juez se revela un tirano y son tramados contra él un secuestro y un juicio popular. Un loco fue nombrado como “juez del juez”, para que la sabiduría de Dios hablara por su boca y avergonzara las soberbias huma­nas”.

Simultáneamente a la narración del anciano sentado en el umbral, hombres y mujeres entran en la casa, en cuyo "último patio se celebraba no sé qué fiesta mu­sulmana”. Al lector le va ganando la sensación de que lo que el viejo cuenta como ocurrido en el pasado, puede estar sucediendo puntualmente en ese momento. Así es, y así se manifiesta en las últimas líneas. La fiesta es la ejecución de Glencain.

El terso e intrigante relato, además de ser sus­ceptible de una lectura sin más pretensiones, puede ser interpretado en la clave simbólica de alguno de los temas recurrentes en Borges: aquí se trataría de la idea de la repetición cíclica del tiempo y los acontecimientos, que se repiten de un modo no idéntico, sino similar. A Borges no le preocupa que la realidad no suceda como él la fábula: el mundo es, en su opinión, impenetrable, y la literatura es una invención que hay que añadir a la creación, no un re­flejo de ésta.

El Aleph

La estructura narrativa del relato que da nombre al volumen es análoga a la de El Zahir: dentro de la narración de algo trivial —la muerte de Beatriz Vi­terbo y las fatuas pretensiones de su primo, Carlos Argentino— se coloca el episodio trascendental de la contemplación del Aleph. Este es un microcosmos, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”.

Inicia el relato la mención de la muerte de Bea­triz Viterbo, acaecida años antes del episodio cen­tral, y lo cierra una postdata ficticiamente poste­rior a la redacción del cuento: hay, pues, tres puntos de referencia cronológicos.

Borges, que aparece como protagonista narrador, evoca a la Bella Beatriz, de la que anduvo semienamo­rado. Era una bonaerense de ascendencia italiana. Con la de la mujer, se mezcla la descripción-presentación de su primo, Carlos Argentino, “rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible en los arrabales del sur; es autoritario, pero también es ineficaz (...). Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante”. Este tipo, presentado con tan fino sarcasmo, es, además, autor de un poema infinito y pretencioso “que se ti­tulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca disgresión y el gallardo apóstrofe”, apostilla con ironía Borges.

Una cuarta parte del cuento está destinada a iro­nizar sobre el poeta y su “pedantesco fárrago”. A la mitad del texto es introducido el tema Aleph: Carlos Argentino participa a Borges su tribulación por el anuncio del derribo de la casa familiar que él habi­ta, y, al paso, le hace la confidencia de que en el sótano de la vivienda amenazada hay un Aleph. Acepta mostrárselo a Borges. Aquí hay una introducción moro­samente retardada: larga espera en la casa; miedo a ser burlado, preparación en el sótano. Finalmente se describe la contemplación del microcosmos: “Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor (...). El problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ningu­no me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es (...). Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muche­dumbres de América (...), vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernadero, vi ti­gres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra...”

Apenas hay consecuencias de esta visión: “temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”.

La “postdata” de 1943 retoma los dos temas del cuento: Carlos Argentino ha visto su ridículo poema editado y premiado. En cuanto al Aleph, añade algunos datos eruditos y la desconcertante opinión de que “el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph”. Da especiosas razones que atrapan al lector en un deliberado juego de despropósitos. Cierra la “postdata” con la melancólica frase final: “Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”.

La intrusa

Completa el volumen una pavorosa historia de la Argentina rural, que Borges dice haber oído en una doble versión (también es éste un recurso de su esti­lo para prestar verosimilitud a lo que, en realidad, es invención suya).

“La describo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos”. Borges ha tratado repetidas veces temas argentinos de un modo que no tiene nada que ver con lo folklórico o pintoresco. En su búsqueda de “lo esencial argentino”, encuentra como constituyente el coraje, a menudo brutal, que tiene su símbolo en el cuchillo: coraje y cuchillo aparecen en muchos de sus relatos de ambientación argentina.

En el cuento final, dos hermanos criollos compar­ten la que es legítima mujer de uno de ellos. El he­cho de haber vivido durante muchos años muy unidos y el infame trato acaban por levantar entre ellos sus­picacias. Para vencerlas, prefiriendo la antigua armonía fraterna, el marido mata fríamente a su espo­sa. “Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla”.

M.C.

 

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