BOROS, Ladislaus

Somos futuro

Ed. Sígueme, Salamanca 1972, 182 pp.

 

CONTENIDO Y ANÁLISIS CRITICO DE LA OBRA

El autor es conocido desde hace algunos años por su teoría de la muerte como decisión final, tema iniciado por Cayetano y que mezcla con hipótesis de Glorieux, Troisfontaines y Rahner. Ladislaus Boros, nacido en Budapest en 1927, pertenecía a la Compañía de Jesús, y enseña desde 1963 en Innsbruck. En 1973 ha solicitado —y se ha hecho público— la reducción al estado laical.

Comenzó sus publicaciones con el libro Mysterium mortis, Friburgo de Brisgovia (4ª edición) 1964, y desde entonces casi todas sus publicaciones han versado sobre escatología, añadiendo posteriormente el tema de la esperanza. Su estilo es brillante y sentimental. Aparte de Mysterium mortis, sus obras son meditaciones escritas sin pretensiones científicas y con la exclusiva preocupación de hacerse entender por el público... y de exponer lo que él llama “doctrina católica en forma que sea aceptada sin el requisito de la Fe”. Para ello recurre a una interpretación nueva, que presenta como hipótesis, y en la que es muy difícil encontrar parecido con la Fe. A estas características es necesario añadir un continuo esfuerzo por convertir sus obras en un mensaje de alegría desesperada, a todo precio, asegurando la salvación y el final feliz sin que en verdad cuenten para nada la decisión humana y la posibilidad de pecado.

Por su afán de reinterpretar todo el dogma y su falta de respeto incluso a la hora de citar autores anteriores, es imposible reducir a síntesis todos los puntos que en su divagar meditabundo va tocando. Por ello, nos limitaremos a los puntos más importantes.

En Somos futuro, Boros recoge lo más fundamental de su pensamiento en torno a la esperanza y a la escatología.

En la introducción, su preocupación por lo que se ha dado en llamar “cristianos anónimos” ocupa el lugar central, y explica el tono de ambigüedad que colorea todas las páginas posteriores: “En estas consideraciones aparece a menudo la palabra de Dios... Si entre los lectores de este libro hay alguien que no puede creer en Dios, sólo cabe decirle llanamente con Karl Rahner: aquellos que honrada y humanamente ya no pueden tener fe, ni pueden ni deben creer... Quien sólo experimenta en la desesperación el absurdo de su existencia, debe tratar de considerar esta experiencia, en su sentido más profundo, también como gracia. El creyente sólo puede decir que Dios bendecirá igualmente a este hombre. Quien sincera y responsablemente se sienta obligado en conciencia (para ser fiel a ella) a quedar perplejo ante numerosas preguntas, incluso ante aquellas que parecen como las últimas de todas, y dejarlas sin respuesta con la fuerza que en último término da el Espíritu, este tal puede y debe comportarse así. Está obligado a tomar esta actitud. Ante el Dios de la suprema honradez y reserva únicamente de esta forma puede alcanzar su salvación eterna” (p. 13).

Muchos comentarios merecería este párrafo, que es una toma de posición ante todo lo que va a seguir. Aquellos que ya no pueden tener fe, ni pueden ni deben creer. Más aún, si quieren ser fieles a su conciencia, han de dejar sin respuestas las últimas preguntas sobre la existencia y esto con la fuerza que en último término da el Espíritu. Existiría, pues, vocación divina al ateísmo. Más aún, para éstos, únicamente de esta forma es asequible la salvación eterna. Se le pueden decir a Boros muchas cosas, pero basten estas dos afirmaciones de Trento: “...iustificationis instrumentalis causa est sacramentum baptismi, quod est sacramentum fidei, sine qua nulliunquam contingit iustificatio” (sess. 6, cap. 7, Dz. 799; “Fides est humanae salutis initium et radix omnis iustificationis, sine qua impossibile est placere Deo” (ibid., cap. 8, Dz. 801). Se puede reconocer que Boros ha desentrañado con claridad lo que se ocultaba en la expresión cristianos anónimos, utilizada sobre todo por Rahner.

En la meditación primera —Esbozo de la esperanza—, el autor, sin presentar una definición de la esperanza ni siquiera en sus rasgos más elementales, trata de la dinámica del ser humano como dirigido hacia el cielo, con frases que evocan a Teilhard.

La meditación segunda viene dedicada al tema Esperanza consciente. Al no haber señalado la esperanza como virtud teologal e infusa, mantiene la tesis de analizar las esperanzas que se ocultan en la conciencia humana, para hacerlas conscientes. Esta conciencia de las esperanzas subconscientes sería la virtud de la esperanza, que por otra parte, en claro parentesco con la fe fiducial luterana, conduciría a Dios en forma infalible y sin necesidad de obras. “Generaciones enteras de cristianos han aprendido la doctrina, basada en Tomás de Aquino, de que la salvación definitiva del hombre consiste en la visión inmediata y bienaventurada de Dios. Hoy día, empero, es un hecho indiscutible que esta concepción procede de motivos ideológicos griegos extraños a la Biblia” (p. 59).

En la meditación tercera —Encuentro con la esperanza— vuelve el tema de los cristianos anónimos. “En este contexto puede surgir la pregunta de si esta intuición de Dios que viene dada necesariamente con el ser del niño no lleva ya consigo lo que hemos dado en llamar bautismo de deseo. Si fuera así, y nosotros estamos de acuerdo con esta concepción, el niño escaparía ya en el estadio más primitivo de su conciencia de aquella situación oscura de lejanía de Dios que solemos llamar pecado original. Esto significaría que no puede existir en la vida ningún hombre que se encuentre fundamentalmente lejos de la iglesia y que en cualquier persona, precisamente por ser persona, nos encontraremos con un cristiano. Con ello se haría comprensible el hecho de que Dios se ha dado a todos los hombres y que los ha salvado de la ruina, incluso a aquéllos que exteriormente no pertenecen a la Iglesia ni quieren nunca pertenecer a ella, o sea: el mundo entero” (p. 63. Nótese que por el mero hecho de ser persona ya se sería cristiano. A la confusión natural-sobrenatural, se suma la confusión de esa cierta intuición del ser que tiene lugar en el momento de llegar el niño al uso de razón con el bautismo de deseo. Súmase a esto la inspiración en el pensamiento luterano, con una variante: mientras que en Lutero la acción salvadora de Dios era pura decisión divina sin colaboración de la criatura más que en la fides fiducialis, ahora, vaciada la fe de todo contenido, la decisión salvadora de Dios se lleva a cabo incluso en aquellos que no quieren pertenecer a la Iglesia, en razón de esos deseos y de esas esperanzas subconscientes en las que aletea el Espíritu. El párrafo de la introducción citado más arriba sigue dejando entrever nuevos matices: todo el mundo está salvado; más aún, para los ateos su único camino de salvación será a través de la “honradez” de su ateísmo.

A lo largo de toda la obra, Boros se muestra radicalmente pacifista, al estilo de Teilhard. Basten estos dos párrafos como muestra: “No deberíamos hacer del Evangelio un manual de ética, ni mucho menos una casuística. En él se describe una forma de conducta que nunca se podrá llevar a término en esta vida. Quizás lo que pretende Cristo no es tanto la realización. Lo que quiere es promover un movimiento existencial hacia la mansedumbre que todo lo abarca” (p. 76). “De la evolución del universo nace una nueva forma de ser, el ser de la mansedumbre. Quizás está todavía lejano, pero se encuentra escondido en la oscuridad de un modo casi imperceptible. Cada vez opera con más fuerza y se va haciendo más patente. Se acerca un cambio extraordinario en el proceso de la evolución” (p. 77).

En la meditación siguiente —Centro de la esperanza—, el autor trata los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, señalando que es la muerte —en ese momento de morir del que después hablaremos— donde se realizan totalmente: “Si la vida llega a su perfección esencialmente por la pobreza, la castidad y la obediencia, no es posible entrar en el cielo sin estas tres virtudes. La muerte nos posibilitará a todos la práctica de una pobreza absoluta, de una castidad sin reservas y de una obediencia incondicional” (p. 89).

En la meditación siguiente —Vivencia de la esperanza—, entre otras muchas cosas, se sitúa el momento de la esperanza en una romántica concepción de la kénosis, en la que el sumo abandono por el hecho de ser sumo abandono sin más marca el momento culminante de la virtud de la esperanza. (Por abandono no se entiende el abandono en Dios, sino sentirse abandonado de todas las fuerzas personales. De ahí que el momento culminante de la esperanza haya de situarse en el momento de la muerte). A esto se une un fuerte sabor luterano en la concepción de la fe. “Por esto, él (el santo) no se considera en ningún momento virtuoso. Ciertamente para uno que le observa desde fuera, por ejemplo para su confesor, es un modelo de virtud heroica. Pero a él le parece como si estuviera totalmente entregado al pecado y a la perdición. Para calificar este estado de supremo abandono lo más acertado es la expresión de Lutero justo y pecador al mismo tiempo” (p. 116). Es evidente que ni el estado de desolación interior está bien descrito, a pesar de basarse en San Juan de la Cruz, citado a continuación, ni la frase de Lutero significa lo que el autor intenta, ya que Lutero sitúa ambos términos en el terreno ontológico. Por eso, su cita no puede menos de ser una peligrosa ambigüedad.

En este estado de “abandono” viene situada la lucha entre carismáticos y jerarquía con frases inexactas y que en sí tomadas son de todo punto inaceptables, a más de falsear la realidad histórica: “La protesta interior de la ecclesia spiritualis es, no obstante, una parte integrante y esencial de la misma iglesia. Quien inclina demasiado la balanza en favor de lo institucional y en perjuicio de lo espiritual, debería pensar en lo que hubiera significado para la iglesia y para el mundo una victoria de lo institucional, que los santos intentaron siempre evitar” (pp. 116-117).

Finalmente, Boros maltrata también los textos bíblicos. He aquí un ejemplo: “Esta experiencia —el abandono— se condensó en los labios de Cristo como el grito a Dios del Dios del abandono: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc. 15,34). La historia más antigua de la pasión —la de Marcos (Mateo le sigue en este punto)— hace que este grito de Dios por su abandono, referido en la lengua materna de Jesús, sea la única palabra pronunciada en la cruz, la última palabra de Jesús y al mismo tiempo la frase de la cruz en su forma original. Lucas, luego, y por último Juan no soportaron la tensión de la proximidad y de la lejanía de Dios que contenía la última palabra de Jesús e intentaron interpretarla y sustituirla por otras frases. Pero nosotros debemos dejarla en su primitiva forma táctica para esperar el momento en que podamos pronunciarla como Jesús con toda honradez y experimentar que cuando Dios parece estar muy lejos es cuando está más cerca” (p. 106). Boros niega con esta frase la veracidad de la Escritura, al afirmar que Lucas y Juan intentaron interpretar y sustituir la última palabra de Jesús.

Siguen dos meditaciones tituladas Cotidianidad de la esperanza y Espíritu de esperanza, en las que trata de las obras de misericordia, reinterpretadas a gusto del autor. Así, por ejemplo, aconsejar a quien lo ha de menester es titulada aconsejar al que duda, exaltando la duda incluso en cuestiones de fe.

Se retoma la distinción entre dogmas de primera categoría y de segunda categoría: “Pero es posible ser cristiano afirmando la verdad fundamental del cristianismo y, sin embargo, diferir la adhesión a muchas cuestiones, incluso dogmáticas. A pesar de que en muchos puntos concretos dude, una persona puede tener una adhesión global a Cristo muy viva e incluso la resolución de llegar hasta el fin del camino que él le ha trazado. En la duda uno puede y debe diferir su consentimiento... La fe no va necesariamente unida a las conclusiones que de ella se derivan” (p. 142). El párrafo es lógico dentro de su heterodoxia. Si el ateo debe buscar a Dios a través de su ateísmo y tiene obligación de permanecer en él, cuánto más el no aceptar algunos dogmas, aunque se tenga adhesión a Cristo. Ha mezclado aquí Boros dos líneas de pensamiento: la opción fundamental y la existencia de dogmas fundamentales y no fundamentales, así como cierto desprecio hacia las formulaciones dogmáticas. De ahí esa frase incoherente: “La fe no va necesariamente unida a las conclusiones que de ella se derivan”. Boros ha rebajado algunos dogmas al nivel de conclusión teológica.

Al cristianismo anónimo sucede ahora el “Dios anónimo”, que no puede menos de recordar el concepto gnóstico de Dios: “Es un signo de la esperanza el hecho de que la nueva generación de cristianos declare como inexistente el Dios que se predica con un lenguaje muerto. De esta manera surge el trato con el Dios anónimo. Aquello a lo cual se apega tu corazón, decía Lutero en su comentario al primer mandamiento, esto es en el fondo tu Dios. Para la fe no existe nunca Dios en sí, sino solamente el Dios de la experiencia, el Dios de mi vida. A Dios se le encuentra fuera de las formulaciones, de los conceptos y de los sistemas. El es lo más íntimo, lo más escondido, lo más esencial del destino humano. De esta forma, a base de las pequeñas experiencias de Dios amenazadas y maltrechas por el error y la desviación, debería cristalizar en la vida por un proceso histórico de encuentro la imagen siempre pura y grande de Dios” (p. 138). Tras aludir a lo que se llama teología de la muerte de Dios y definirla como signo de esperanza, la reinterpreta en el sentido de que el Dios muerto es el que se ha predicado hasta ahora con lenguaje muerto es decir con dogmas claramente formulados. Basta recordar el Decreto Lamentabili o la Encíclica Pascendi para poder mensurar la magnitud y los padres del error. La definición de Dios, con palabras desfiguradas de Lutero es claramente gnóstica: Dios es aquello en lo cual se apega en el fondo el corazón humano, un Dios anónimo sólo reconocible por los oscuros impulsos de nuestro corazón. De este Dios sólo interesa lo que es para nosotros, no lo que es en sí mismo. Es el Dios de la experiencia. El “intimior intimo meo” de San Agustín se ha desvirtuado totalmente. Las mismas experiencias “maltrechas por el error” podrían “cristalizar” en la imagen pura de Dios.

La última meditación —Futuro de la esperanza—, viene dedicada al replanteamiento de la escatología que, según Boros, se ha formulado con nuevos esbozos en parte inusitados, “hipótesis que significan una ruptura con nuestros antiguos conceptos” (p. 149).

En el tema de la muerte vuelve a exponer su ya conocida hipótesis, aunque con menos detenimiento. La muerte es, en primer lugar, castigo del pecado origina1, aunque la naturaleza de éste es algo —según se desprende de las frases de Boros— que no tiene que ver demasiado con la fe, aunque es aceptado por la mayoría de los teólogos: “Para la mayoría de los teólogos, incluso con el cambio fundamental que ha producido la teoría de la evolución, el pecado de los primeros padres sigue siendo decisivo para explicar nuestra caída espiritual y corporal” (p. 150).

Al llegar al tema del alma inmortal, Boros confunde los conceptos cuerpo-espíritu y su unión. He aquí un párrafo de notable confusión: “Según la filosofía cristiana, el hombre no es un compuesto de dos cosas (de materia y espíritu), sino que forma un solo ser. De dos cosas surge una tercera que no es ninguna de las dos. El cuerpo humano es la expresión del alma y, al revés, el alma humana es la suprema realización del cuerpo humano. Cuando decimos corrientemente que el alma humana es espiritual e independiente de la materia, decimos sólo una parte de la verdad. El alma humana es ciertamente espiritual. Pero su esencia está relacionada necesariamente con la materia. Precisamente es espiritual en cuanto forma una sola cosa con la materia. Según estas consideraciones, se debería decir que el alma recoge del universo la materia que bajo el influjo del espíritu se convierte en cuerpo” (p. 152). A la teoría teilhardiana de la evolución cósmica, se une la afirmación de Rahner de que el alma es espíritu corpóreo, dando como resultado que el hombre es un tertium quid del producto de la mezcla —no unión— alma-cuerpo. Además de desconocer la filosofía cristiana ‑el hombre es un compuesto de cuerpo y espíritu—, Boros presenta una teoría totalmente incompatible con la espiritualidad e inmortalidad del alma.

Vengamos a la presentación de la opción final en la muerte. El II Concilio de Lyón (Dz. 464) y la Constitución Benedictus Deus de Benedicto XII (Dz. 530), habían definido la entrada de cada alma al purgatorio, al cielo o al infierno inmediatamente después de la muerte: mox post mortem. Es decir, la muerte constituye el término absoluto de la posibilidad de merecer o desmerecer.

Cuando Santo Tomás analiza la cuestión, se plantea la pregunta de si esto es así por decreto de la voluntad divina, o más bien porque la muerte trae consigo la inmovilidad de la voluntad, y contesta remitiendo a la solución dada en el caso de los ángeles —“el alma separada se equipara al ángel” (De Verit., q. 24, a.11)—, haciendo suya la frase del Damasceno “hoc est hominibus mors quod angelis casus” (I, q. 64, a. 3) y afirmando que “el alma sea cual sea el fin que se había fijado cuando la sorprendió la muerte, en él permanecerá perpetuamente, apeteciéndolo como el mejor... De suerte que después de esta vida, los que al morir eran buenos tendrán su voluntad confirmada perpetuamente en el bien...” (Comp. Theol., c. 174). El Cardenal Cayetano, al interpretar a Santo Tomás, añade a las frases del Angélico la afirmación de que esto es así porque el primer acto del alma separada todavía no es de término, pero tiene la misma fuerza irreversible que el acto del ángel: “Dico quod anima obstinata redditur per primum actum quem elicit in statu separationis; et quod anima tunc demeretur non ut in via, sed ut in termino, ut in superius dictis” (In I, q. 64, a. 2, n. 4 y 18).

Ya la teoría de Cayetano presenta graves dificultades:

a) concebir un instante en la muerte que es al mismo tiempo status viae y status termini;

b) si este acto tuviese lugar, sería necesario negar la existencia del limbo, ya que toda alma en el momento de la muerte podría elegir, enfrentándose así con una Doctrina católica;

c) no puede ser ésta la mente de Santo Tomás, que afirma expresamente la existencia del limbo.

A esta teoría de Cayetano, cuyas dificultades son insolubles, Boros une las posteriores elucubraciones de Rahner y Troisfontaines, así como la concepción evolutiva de Teilhard, las afirmaciones de Heidegger y la concepción de persona como conciencia. Escribe en la p. 154: “Nuestra hipótesis afirma que sólo en el momento de la muerte el hombre puede deponer la alienación de su existencia. Sólo por la muerte consigue salir radicalmente al encuentro de Dios —en Cristo— y puede decidirse definitivamente con respecto a él. Así todo hombre tiene —en la muerte— la oportunidad de decidirse por Cristo con entera clarividencia” .

Late en este párrafo el desprecio por el status vintoris propio de Troisfontaines con la evidente repercusión en la valoración de la libertad. La actual existencia es concebida como una alienación. Nótese la frase siguiente: “Sólo por la muerte consigue el hombre salir realmente al encuentro con Dios”. Está en el subsuelo la afirmación de Rahner de que la muerte es un cuasi sacramento, llevado aquí a mayor importancia que los mismos sacramentos de la Iglesia, ya que es sólo por la muerte como se sale realmente al encuentro con Dios. Más adelante afirma: “Sólo por la muerte el hombre se realiza plenamente como persona. Sólo por la muerte puede alcanzar su salvación definitiva en la libre autoconcepción de su propio ser encaminado intrínsecamente a Cristo” (p. 157). La frase, en su aparente inocencia, apenas tiene nada que ver ya con lo cristiano. Nótese que el “intrínsecamente” no está referido al fin del hombre, a su elevación sobrenatural, sino que se está queriendo decir con ello que este estar ordenado a Cristo es algo que no podemos truncar con nuestra libre decisión, es decir, no existe posibilidad del pecado, y por eso el hombre “por la muerte puede alcanzar su salvación definitiva en la libre autoconcepción de su propio ser”. Los gnósticos del siglo II no hubiesen afirmado con más rotundidad su pertenencia por naturaleza a la Divinidad.

“Resurrección, sigue afirmando en la p. 160, significa plenitud existencial, inmediatez espiritual y corporal con todas las cosas. La corporeidad llega a convertirse en persona”. Sólo recordar la afirmación de Rahner de que por la muerte el alma se convierte en pancósmica.

Vengamos ahora a la escatología general. El juicio sobre el mundo, juicio que corresponde a Cristo, es aquí atribuido a la conciencia personal, v ya no es juicio, sino configuración: “El mundo debe ser juzgado. No condenado, sino justamente configurado... Sólo existirá cuando sea juzgado con nuestra decisión personal en la muerte” (p. 160).

El purgatorio, como efecto de la justicia y misericordia divinas, ya no existe. Según Boros, consiste únicamente en purificación —olvidando lo que entraña de pena vindicativa—, y coincide con el momento de la muerte, tema ya condenado en Lutero por la Bula Exsurge Domine (Dz. 744). “Con la muerte se produce el fin definitivo y el fracaso de todo lo que el hombre ha ido acumulando en el curso de su existencia inauténtica... Esta conversión del hombre a sus sentimientos más nobles se llama simplemente purgatorio. Es el encuentro del hombre con su auténtico ser, la condensación de toda su existencia, el fenómeno instantáneo de autorrealización ante el abismo de la muerte” (pp. 164-165).

El juicio persona], deja de ser heterojuicio, para convertirse en autojuicio: “El juicio se realiza en lo oculto de nuestra existencia... Es la última profundidad de nuestras experiencias, de nuestra esperanza, de nuestros deseos, de nuestro anhelo de amistad, de bondad, de participación en el ser” (p. 165). Es decir, el juicio no sólo ya no es de Dios, sino que incluso no tiene lugar en el más allá.

El infierno es claramente negado en cuanto a su existencia y naturaleza: “El infierno no es algo que sirve para atormentarnos. No es algo que Dios haya dispuesto ulteriormente en vista de nuestras fechorías... Es simplemente el mismo hombre que se equipara enteramente a lo que él es, a lo que puede obtener y llevar a cabo con sus propias fuerzas... El infierno no es una amenaza, sino la proyección ontológica adecuada de nuestra mezquindad. No se puede hacer ninguna dramatización del infierno porque en el fondo no existe ningún lugar que sea el infierno. Sólo existen los sentimientos de nuestro corazón. Todo vive en el cielo, porque Dios ha creado el mundo para el cielo. Pero ese cielo se experimenta con el sentimiento interior. Quien se ha hecho pobre puede experimentar su belleza. Quien sigue siendo rico, sin embargo, ha de contentarse con su propia riqueza” (p. 16,z).

VALORACIÓN FINAL

No ofrece este libro nada de interés científico. La falta de respeto con los autores citados, incluso la misma falta de citas dan lugar a que nada pueda aprenderse en él. Tiene, sin embargo, de relevante el estilo literario utilizado, que puede atraer la atención de personas con una formación teológica deficiente, y preocupados por exponer en forma “asequible” y elegante la Fe. Es grande el daño que puede hacer, sobre todo, porque es difícil detectar lo gravemente erróneo de muchas frases inocentes en apariencia.

El libro contiene puntos claramente contradictorios con el Dogma de la Iglesia. Se trata de una reinterpretación de la Fe, en la que lo sobrenatural está ausente, la esperanza es prácticamente la fides fiducialis de Lutero y los novísimos ya no existen. Se revela en él cuanto de pervertido encierra el antropocentrismo teológico.

L.F.M.S.

 

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