BRECHT, Bertolt

Madre coraje y sus hijos

(t.o.: Mutter Courage und ihre Kinder. Suhrkamp, 49, Frankfurt/Main 1963.)

INTRODUCCIÓN

La acción se desarrolla en Suecia, Polonia y Alemania, entre 1624 y 1636.

La cantinera Anna Fierling, conocida también como Madre Coraje, camina con sus dos hijos y su hija a través de Polonia acompañando al ejército sueco, y luego al lado de los católicos a través de Alemania. Intenta hacer de la guerra un negocio. En esas circunstancias pierde a sus hijos: a uno de ellos lo matan los católicos; el otro es fusilado por los protestantes al ser sorprendido dedicándose al pillaje durante una tregua de la batalla; su hija Kattrin, que es muda, es asesinada cuando advierte a la ciudad protestante de Halle de un asalto por sorpresa de los católicos. A pesar de estas tragedias, que no dejan de conmoverla profundamente, el único objetivo importante para Madre Coraje es mantener su negocio. Sobre el fondo de importantes acontecimientos históricos, ella expone su idea materialista-realista de la guerra. Al final, Madre Coraje, vieja, mísera y sin haber aprendido nada, sigue tirando de su carro.

La obra comprende doce escenas en prosa (con gran influencia dialectal) y nueve song (canciones), cuya música compuso Dessau. Colaboradora de Brecht fue Margarete Steffin.

El texto fue redactado entre 1938 y 1939.

Se estrenó el 19 de abril de 1941 en Zurich, bajo la dirección de Leopoldo Lindtberg.

Las fuentes de las ideas de Brecht son: en filosofía, la dialéctica de Hegel, y en la disposición artística, Karl Valentin y quizá Charles Chaplin. En su obra han dejado también huellas profundas, entre otros, la filosofía oriental, Büchner, Wedekind, los clásicos alemanes Schiller y Goethe, y la filosofía kantiana. Sin embargo, lo decisivo es el influjo marxista. El estudio de Marx con los profesores Karl Korsch y Fritz Sternberg tuvo una influencia preponderante en el pensamiento de Brecht. Brecht rechaza toda filosofía especulativa, disuelve la teología en una antropología materialista. De Marx aprendió la crítica de la religión. En esto no se le puede considerar como un autor original1.

RESUMEN DEL CONTENIDO

Escena primera

Año 1624. Un sargento y un reclutador charlan sobre la guerra y la moral: «Se nota que hace demasiado tiempo que no ha habido guerra aquí. ¿De dónde va a venir la moral?, me pregunto. La paz es un desorden; sólo la guerra crea orden. La humanidad se sale de madre con la paz»; «sin orden no es posible la guerra». Esta posición justifica los métodos de engaño y astucia con que se reclutan los soldados: «lo he emborrachado apaciblemente y ¡ya ha firmado! » (pp. 7-8).

Entonces aparece Anna Fierling, que llega de Bamberg y es conocida bajo el nombre de Madre Coraje. La acompañan sus tres hijos: Eilif, Schweizerkas y Kattrin, la muda; cada uno, hijo de padre distinto.

El carro de mercancías, del que tiran Eilif y Schweizerkas, es detenido por el sargento. A la pregunta sobre quiénes son, responde Madre Coraje, que negociantes; se presenta por medio de una Song, de las que abundan en las obras de Brecht. En esta canción nos da a conocer su actitud respecto a la guerra: quiere vivir de ella y espera hacer un buen negocio: «No puedo esperar que a la guerra le dé la gana de venir a Bamberg» (p. 12).

Sargento y reclutador intentan que los dos hijos se alisten, pero Madre Coraje no está de acuerdo y defiende a sus hijos con un cuchillo. Cuando ve que están a punto de dejarse convencer por los argumentos del reclutador, profetiza al sargento una temprana muerte en la guerra, con la esperanza de que sus hijos se den cuenta de los peligros de ir a pelear. Para aterrorizarlos del todo les hace sacar la «suerte negra», que también predice su muerte.     

Ella quiere seguir adelante, pero el sargento hace como si quisiera comprarle una hebilla. Durante este negocio el reclutador convence a Eilif, que se va con él.

Al final de la escena el sargento dice de Madre Coraje: «Quiere vivir de la guerra, pero también ella tendrá que dar algo a la guerra» (p. 19).

Escena segunda

Años 1625-1626. La escena se desarrolla en el campamento sueco. Madre Coraje quiere vender un capón, y conoce así a un cocinero del campamento.

Un oficial sueco premia a un joven campesino por su valentía. Es Eilif que, después de haber asesinado a cuatro campesinos, ha robado sus bueyes. Madre Coraje reconoce la voz de su hijo, aunque éste no sabe que su madre se encuentra en el campamento.

Madre Coraje vende el capón, pues el oficial pide la comida para obsequiar a sus huéspedes. Entre ellos hay un predicador del campo de batalla. Eilif canta una canción que es una glorificación del servicio militar en la guerra y a la vez un aviso preventivo de sus peligros.

Después de la segunda estrofa, se le une Madre Coraje desde la cocina del campamento. Eilif corre a la cocina y abraza a su madre, pero ésta le da una bofetada. Cuando le pregunta la razón, contesta ella: «¡Porque no te rendiste cuando los cuatro se abalanzaron sobre ti para hacerte picadillo!» (p. 28). No le condena porque haya asesinado, sino por haberse puesto en peligro.

Escena tercera

Año 1629. Madre Coraje pasará del campamento luterano al católico.

La escena comienza cuando Madre Coraje compra munición a un armero. Aparece entonces la prostituta del campamento, Yvette Pottier; es atendida por Madre Coraje, que previene a su hija Kattrin sobre los amoríos. Después de haberse marchado Yvette, mientras Madre Coraje está charlando con el cocinero y el predicador, Kattrin se prueba las botas y el sombrero de Yvette, que ésta se ha dejado allí.

Se oyen ahora cañonazos y tiros: tiene lugar un asalto. El cocinero huye —dice que tiene que ir junto al comandante—, pero el predicador se queda con Madre Coraje. Yvette vuelve, porque «no puedo estar con esta pinta cuando los católicos lleguen. ¿Qué van a pensar de mí?» (p. 38). Se lleva el sombrero para «prepararse» a la llegada de los católicos.

Schweizerkas, que ahora es contador, aparece trayendo la caja del dinero del regimiento, que le ha sido confiada, para esconderla de los atacantes. Madre Coraje quita del carro la bandera del regimiento; quiere comprar una bandera «católica». El predicador, que también ha cambiado de ropa para no ser reconocido como protestante, acompaña a Madre Coraje a comprar la bandera.

Mientras tanto llegan dos soplones del regimiento finlandés en el que era contador Scheweizerkas, que es arrestado porque todavía no ha devuelto la caja.

Cuando vuelve de la ciudad, Madre Coraje se entera del asunto por Kattrin, y quiere empeñar su carro para rescatar a Schweizerkas. Madre Coraje recibe de Yvette Pottier el dinero por el carro, pero tarda demasiado en ponerse de acuerdo sobre el precio: a lo lejos se oyen las detonaciones del fusilamiento de Schweizerkas. Para no traicionarse a sí misma, Madre Coraje reniega de su hijo.

Escena cuarta

Madre Coraje está sentada delante de la tienda de campaña del capitán de caballería; quiere quejarse de los destrozos que ha sufrido su carro. El capitán todavía no está en su tienda, y debe esperar. Aparece un joven campesino, que también viene a quejarse, pero Madre Coraje lo convence de que no lo haga, y traba una conversación sobre el peligro de los ataques repentinos de ira. Después de esta conversación, en la que ella misma recibe claramente una lección, se marcha también sin quejarse.

Escena quinta

Años 1630-1631. Kattrin amenaza a su madre, que se niega a dar al predicador las camisas de oficial con las que él quiere vendar a los enfermos. Madre Coraje es empujada a un lado, y el predicador se apodera de las camisas.

Poniendo en peligro su propia vida, Kattrin salva a un bebé de una casa ardiendo, y lo hace dormir. Esto no impresiona lo más mínimo a Madre Coraje, que sigue lamentándose de haber sido despojada de las camisas. Al final de la escena, Madre Coraje arranca el abrigo de piel a un soldado que ha bebido aguardiente y no puede pagar; lo hace para «cubrir sus gastos».

Escena sexta

Año 1632. Madre Coraje ha alcanzado cierta prosperidad, y hace el inventario del negocio con su hija. Se habla sobre la duración de la guerra; el predicador «demuestra» que durará todavía bastante, porque «la guerra siempre encuentra una salida» (p. 68). La madre envía a Kattrin a la ciudad para que adquiera nuevas mercancías. Entretanto el predicador hace una proposición de casamiento a Madre Coraje, que ésta rechaza.

Cuando Kattrin llega de la ciudad, Madre Coraje ve que, su hija ha sido asaltada; llega sin mercancías y sangrándole la cara. Kattrin rechaza los zapatos rojos de Yvette, que su madre conservaba en el carro desde hacía mucho tiempo y que ahora le ofrece como consuelo. Madre Coraje resume la situación. «Esta (Kattrin) está medio destrozada; seguro que ya no pesca ningún hombre. Está muda por culpa de la guerra, porque un soldado le metió algo en la boca cuando era pequeña. A Schweizerkas ya no lo volveré a ver, y sabe Dios donde estará Eilif. Maldita sea la guerra» (p. 74).

Escena séptima

Madre Coraje ha cambiado su opinión sobre la guerra. Ahora, en la cumbre de su negocio, le canta un himno de alabanza porque es la fuente de sus ingresos.

Escena octava

Madre Coraje y el predicador oyen rumores de que ha llegado la paz. Ella está rabiosa, pues teme no poder colocar las nuevas mercancías.

Hay un reencuentro con aquel cocinero del campamento al que le había vendido un capón. Yvette Pottier, ahora «señora del coronel Starhemberg», visita a Madre Coraje y reconoce en el cocinero a un antiguo querido suyo. Madre Coraje se marcha a la ciudad con Yvette para «vender las cosas antes que bajen los precios» (p. 85).

Poco después llega Eilif, acompañado por dos soldados con bayonetas. Quiere ver a su madre otra vez antes de que lo maten a causa de una fechoría, por la que durante la guerra habría sido premiado. Pero su madre está todavía en la ciudad, y ya no la ve más.

La guerra recomienza. Madre Coraje sigue adelante con el cocinero; el predicador no está ya con el grupo, pues se fue con Eilif cuando se lo llevaron los soldados.

Escena novena

Año 1634. El cocinero ha heredado una taberna en Utrecht y quiere llevarse con él a Madre Coraje, pero no a Kattrin. Madre Coraje no está dispuesta a seguir al cocinero bajo estas condiciones. Kattrin, por su parte, no quiere ser una carga para su madre y se hace un hatillo con sus cosas. Pero Madre Coraje impide su fuga y sigue adelante con ella sola.

Escena décima

Año 1635. Una «voz» canta la «canción de la morada», en que se alaban un techo y un jardín como símbolos del hogar.

Madre Coraje y Kattrin se detienen para oír la canción; luego siguen adelante sin decir palabra.

Escena undécima

Enero de 1636. La ciudad protestante de Halle va a ser asaltada. Un campesino y una campesina, junto a cuya casa ha dejado su carro Madre Coraje mientras hace unas compras en la ciudad, dicen a Kattrin que rece con ellos por la ciudad. Todos se arrodillan, pero Kattrin se alza al poco rato. Coge un tambor del carro, se sube al techo del establo y comienza a tocar el tambor para despertar a los ciudadanos y avisarles. Kattrin cae de un tiro del tejado, pero por el repique de las campanas se reconoce que la ciudad está sobreaviso.

Escena duodécima

Madre Coraje, que fue a la ciudad por la noche, está ahora arrodillada ante su hija, sin querer creer que ha muerto. Dice: «Ahora duerme» (p. l07). Los campesinos la sacuden para que vuelva a la realidad. Ella les da dinero para que entierren a Kattrin.

La Coraje se engancha el carro y tira de él sola, siguiendo a la tropa. Por lo visto abriga todavía esperanza de hacer más negocios (cf. p. l07).

ANALISIS CRITICO

La alienación religiosa

Brecht es un autor ateo, con una mentalidad formada en el protestantismo luterano —que incluso se traduce en el lenguaje— y posteriormente en el marxismo. El ateísmo es para él un punto de partida. En ningún momento se plantea la cuestión de la existencia de Dios, que es considerada a priori como un mito. No se interesa por Dios, sino por el hombre como creador de una «imagen de Dios» que le sirve para sus intereses. Para Brecht, la fe en Dios es el obstáculo principal; de la transformación del hombre colectivo, dogmatizado como lo único necesario. Por esto, la crítica al cristianismo realizada al modo marxista representa una parte importante de su trabajo literario.

Su objetivo es la eliminación de todo sentido trascendente de la vida humana. Según Brecht no existe una trascendencia; la vida no tiene sentido ultraterreno. La cuestión de la trascendencia es una tentación que llevaría a escabullirse de la realidad concreta del mundo. Con esto Brecht aplica en forma literaria el criticismo religioso de Feuerbach y Marx: la fe —para él— es una superestructura rígidamente dogmática.

Brecht no considera la realidad trascendente de un Dios personal. Sólo se fija en la función de la idea de Dios en la vida de algunos cristianos tibios, en relación con su utilidad o inutilidad práctica. Es una «imagen de Dios» que nada tiene que ver con el Dios verdadero, y que sólo se valora según el «dominio» que produce de las condiciones de este mundo. En caso de que la «imagen de Dios» no ejerza ninguna función para el comportamiento del hombre, no sirve para nada y la noción de Dios se convierte en algo «sin sentido». Con esta primera crítica, Brecht trata de ignorar o de ocultar lo más elemental del cristianismo: que la fe en Dios lleva al cristiano al amor al prójimo, y, por tanto, a no pretender «dominar» sino a todo lo contrario: a servir.

Sin embargo, Brecht no sólo no reconoce que es el marxista quien intenta dominar la sociedad, sino que quiere convencer de que es el cristiano el que intenta dominarla porque no concibe que el cristiano (y la Iglesia) pueda tener un fin más alto.

Los cristianos aparecen en las obras de Brecht como los que perjudican a la sociedad, pues con sus prácticas religiosas y su imagen de Dios adquieren una «conciencia inauténtica», o «falseada» que les lleva a no comprometerse en un mejoramiento del mundo (que él entiende en sentido estrictamente material).

El presupuesto del cristianismo es —según el— el aferramiento a una razón de ser de la vida, absoluta y trascendente al mundo, así como a la necesidad de cumplir unas normas dadas. Estos contenidos se resumen en la creencia en el «más allá». Para Brecht, en cambio, sólo existe lo visible. Busca un cielo que se pueda experimentar aquí y ahora, y que al mismo tiempo sea duradero: una felicidad sensitiva, terrenal, que posea duración. Condena cualquier clase de esperanza que se eleve sobre lo terreno. Para él, toda felicidad posible es realizable en este mundo.

La negación de la eternidad incide a su vez en la problemática de la muerte. Si no existe el más allá, y, como consecuencia, la vida del hombre carece de un fin trascendente, es lógico que tampoco exista ninguna esperanza en una existencia después de la muerte. Por esto, Brecht habla de la falta de sentido del morir y de la muerte como final absoluto de toda vida. Esto asemeja al hombre a los demás seres del mundo, al césped, a los árboles, a los animales..., cuya existencia está marcada por el nacimiento y la muerte. El hombre es introducido en el sistema circulatorio de la naturaleza, que constantemente produce nueva vida a través de la descomposición. El hombre se encuentra —para Brecht— a nivel animal o vegetativo. El difunto es idéntico con su cadáver y se corrompe como las demás cosas de la naturaleza.

El más allá es un sueño irrealizable y Brecht quiere prevenir de la «tentación» que representa.

El mundo material es para Brecht la única realidad; por eso hay que apurar esta vida hasta su declive, porque con la muerte se acaba todo. La absoluta limitación de esta vida por la muerte exige gozar de la vida completamente. Esto da lugar a una ética de la desesperación materialista y hedonista. El límite de la muerte pide —según el autor— una ética nueva. El hombre tiene que realizarse en las alegrías de este mundo y despreciar la muerte como negación de estos goces; la muerte es un mal, carente de sentido.

Para Brecht, Dios es una invención del hombre abandonado e indefenso, que se lo ha construido en su desesperación; es, según la interpretación marxista, un producto del mismo hombre, un ídolo. La indigencia sería la que hace que el hombre se ocupe de Dios. La idea de Dios se uniría al sufrimiento, a la carencia de sentido de la existencia y la muerte.

Según la dialéctica de Brecht no es posible algo nuevo sin la previa destrucción de lo viejo. Como Marx, Brecht quiere cambiar el mundo, no interpretarlo de una manera nueva; es, pues necesario «derribar» a Dios, puesto que es un valor «inutilizable». Para Brecht la fe en Dios es «lo primitivo» por excelencia y se encontraría en violenta oposición a la ciencia; por lo tanto, se la considera como resto de una época ya superada del desarrollo humano, y cuyas últimas ramificaciones han buscado cobijo en la actualidad.

La «función de la imagen de Dios» es —como en la vieja concepción de Comte— rellenar los agujeros del saber por medio de explicaciones que velen los problemas. La idea de la divinidad impediría la investigación empírica porque dejaría satisfecho al hombre con una explicación simple que reprime la acción. Esta función exige del hombre dependencia y entrega a esta «imagen», que rellena todos los vacíos. La identidad de estos vacíos con Dios, confirma y hace absoluta su inatacabilidad especulativa. Sólo el conocimiento «liberador» de esta función alienante de rellenar los vacíos que tiene la «imagen de Dios», haría posible la actuación del hombre para dominar el mundo prescindiendo de Dios. Este conocimiento, es para Brecht la verdadera «ilustración»; es —conforme a las ideas tradicionales del marxismo— la tarea de «concienciar» de las ataduras alienantes. En realidad se trata de una confianza ilimitada —y, en el fondo, irracional— en que la ciencia «rellenará» en el futuro los vacíos de la ignorancia humana, encontrando una explicación acabada de todo. Pretensión ésta verdaderamente utópica e irreal, que el autor no tiene más remedio que admitir, habiendo negado la indigencia del hombre y su dependencia del Creador.

En definitiva, la «función de la imagen de Dios» consiste —según Brecht— en la producción y en el mantenimiento de unas determinadas condiciones sociales. El orden establecido «necesita» de Dios para seguir existiendo. Por eso el ataque al orden es, al mismo tiempo, un ataque a la «imagen de Dios». La religión «distrae» al hombre (opio del pueblo); le impide una visión del mundo como factible de cambio. En todas partes donde el hombre es pisoteado, se encuentra la idea de Dios legitimando esa opresión.

Como ya se indicó al inicio, la crítica de Brecht no entra en el núcleo de la cuestión. No se plantea la existencia de Dios; simplemente la niega. Pretende que toda la realidad puede explicarse sin acudir a Dios, pero señala que la muerte es algo sin sentido. De modo análogo tendría que reconocer, si fuera coherente, que la vida sin Dios es algo sin sentido; y que la misma existencia del mundo no tiene sentido, si se prescinde de Dios, que es su fundamento.

La guerra de religión

La Guerra de los Treinta Años es el ejemplo histórico elegido por Brecht, donde una cierta «imagen de Dios» desempeña una función que se puede describir claramente. Brecht sugiere en Madre Coraje y sus hijos la función de la religión en favor de la guerra. Todo lo injusto que se hace, «se hace por Dios». Los crímenes de los soldados son declarados como «hechos heroicos» de un «batallador piadoso» (p. 22). La preparación de los soldados a la lucha se realiza como si fuera una misión divina. La guerra misma es una lucha «por Dios» (p. 25).

De modo significativo Madre Coraje exige a los cristianos que «despierten». Ella se grita a sí misma y a los cristianos un estribillo que es como un programa de lo que va a seguir en la obra:

 “La primavera llega. ¡Despierta, cristiano!

La nieve se derrite. Los muertos reposan.

Y lo que todavía no ha muerto se pone en camino” (p. 9).

¿Por qué se refiere precisamente al cristiano el estribillo? ¿Por qué se nombra la muerte? El medio más eficaz para ocultar el verdadero objetivo de la guerra —quiere decir Brecht— es la religión. Esta idea es apropiada para representar a una sociedad que se ve obligada a encubrir sus empresas burguesas y mercantiles bajo la capa de unos ideales religiosos. El encubrimiento lo expresa precisamente el «predicador», cuando dice que la guerra «es agradable a los ojos de Dios» porque «se lleva a cabo por defender la fe».

Tan realista como es la comparación entre la primavera y el despertar, tan seguro como es que la nieve se derrite en primavera, tan seguro —insinúa Brecht— es que se introducirá en la conciencia del cristiano la idea de que debe querer la guerra y fomentarla.

Para Brecht es la religión —más aún, la fe cristiana— uno de los medios más utilizados para encubrir los verdaderos objetivos de la guerra y, en general, la explotación del individuo. En Madre Coraje y sus hijos se contraponen un cocinero y un predicador. En la guerra, y todavía más en la paz que le sucede, el cocinero no tiene trabajo; son tiempos en que hay muy poco que comer. Totalmente distinta es la situación del predicador. Es verdad que se queja de que no puede ejercer «su estudiada profesión de cura de almas» (p. 71) y tiene que cortar leña en vez de ello, pero está seguro de su función de apoyo a la guerra. El la considera con sentido: se ve como instrumento para transmitir la conciencia de la guerra «agradable a Dios». Esta guerra es sólo imaginable porque su razón es la religión; sin la religión, no sería posible. Es más, si siempre existirá esta fe, siempre habrá una explicación para la guerra: incluso «el emperador y los reyes y el Papa ayudarán (a la guerra) a salir de su situación comprometida. Por eso la guerra no tiene nada que temer y se le puede profetizar una larga vida» (p. 66). El predicador —quiere decir Brecht— tiene una función clara en la guerra (alentar a la tropa), mientras que el cocinero es mucho menos importante porque apenas hay nada que comer: en la guerra se relegan a un segundo plano las necesidades «más elementales», exigiendo a la mayoría «un sacrificio» en nombre de la religión.

Con la idea de «guerra de religión», no sólo la pelea, sino también la muerte del soldado recibe una condecoración por parte de un Dios imaginario, según el ateo Brecht. No son ya un vivir y un morir «vulgares», sino acontecimientos de valor más elevado. Por medio de la «imagen de Dios», la vida y la muerte tienen un sentido relativo, no absoluto. Lo único importante es la obediencia exigida en nombre de Dios. Por eso el predicador puede decir: «Con una arenga soy capaz de entusiasmar de tal modo a un ejército, que lleguen a considerar al enemigo como un rebaño de ovejas. No valoran su vida más que si fuera un trapo viejo y maloliente, que tiran pensando en la victoria final. Dios me ha concedido el don de mover con la palabra. Predico, y les hago perder su vista y sus oídos» (p. 71). «Caer en la guerra es una gracia, no una desgracia; ¿por qué?, porque es una guerra de religión. No una guerra corriente, sino una guerra especial, que se lleva a cabo por defender la fe y por tanto es agradable a Dios» (p. 34). La función de la «imagen de Dios» consiste aquí en hacer despreciar la vida y en glorificar la muerte. La relatividad de la muerte no se funda solo en la exigencia de Dios de despreciar la vida, sino también en la «redención» de la paga por las acciones criminales. La paga celestial, que se cobra después de la muerte, libera a los dirigentes de la guerra del respeto que deberían tener de la vida y de la paga terrena, del sueldo. «En el segundo regimiento parece que ha habido revueltas porque él (el capitán) no ha pagado el sueldo, sino que ha dicho que es una guerra de religión, que la tienen que hacer de balde» (p. 65).

Las manifestaciones más deplorables de la guerra, como incendiar, herir y saquear, son disculpadas y justificadas porque la empresa es declarada como querida por Dios. Las palabras del cocinero llevan a reconocerla como un crimen con la población civil, como ideologización del crimen: «Así es. De algún modo es una guerra en la que se incendia, se hiere con cuchillo, se saquea, sin olvidar un poquillo de violación; pero se diferencia de todas las demás guerras, porque es una guerra de religión: esto está claro. Sin embargo, también produce sed; esto tiene usted que reconocerlo» (p. 34): la sed sigue siendo sed, incluso aunque Dios la eleve o la exija. Del mismo modo siguen siendo crímenes las prácticas diarias de la guerra, como los robos, asesinatos y brutalidades, aunque se declare que se hacen en nombre de Dios.

Nombrar la guerra como guerra de religión implica esta «utilidad» de la fe. La función del calificativo «de religión» es el encubrimiento de las luchas por el poder político, que son la verdadera razón de la guerra. La «guerra de religión» sirve a la clase dominante como superestructura ideológica; sería, en la visión de Madre Coraje, una táctica de las «cabezas dirigentes» para hacer negocio y ocultar los hechos. El apelativo de «religión» sería el soporífero para los «insignificantes» (p. 36): «Cuando se oye hablar a las cabezas dirigentes, parece que hacen la guerra sólo por temor de Dios y por todo lo que es bueno y justo. Pero cuando uno se fija mejor, se da uno cuenta de que no son tan idiotas, sino que promueven la guerra para hacer negocio. Pero si no nos engañaran así, los seres poco importantes como yo no colaboraríamos» (p. 36).

En toda esta crítica se ve claro el error de Brecht. El no piensa que a la fe vaya unida necesariamente una moral que permita considerar esos hechos como crímenes. Sin embargo, la historia demuestra que cuando falta la creencia en Dios, la opresión a la dignidad humana se hace mucho más dura, pues entonces desaparece toda moral y no hay ningún resorte que pueda frenar la injusticia. La acusación de Brecht es escándalo farisaico, porque esos crímenes, cuando existieron en guerras realmente religiosas, no se debieron a los preceptos cristianos, sino a la incoherencia de los hombres y a su alejamiento de la auténtica vida cristiana.

La fe de la que está hablando Brecht es, en todo caso, la fe fiducial del protestantismo, que se reduce a confianza en Dios, sin un contenido de verdades, pero no la virtud teologal de la Fe, que es algo bien diverso. El objeto de ésta es un conjunto de verdades (Dogma) que lleva inseparablemente unido un conjunto de normas de vida (Moral); de manera que la fe sin obras es una fe muerta, insuficiente para la salvación. Brecht, en cambio, piensa que sería coherente con la fe católica una guerra «de religión» que vaya contra la justicia. Esto, quizá pueda ser así en el protestantismo, donde fe y obras son separables, pero es contrario a la verdad católica.

Sacrificio

También el sacrificio es para Brecht una postura equivocada. En realidad, el confiere a esta palabra un significado torcido.

La palabra «sacrificio» se encuentra aquí y allá, dondequiera que actúan cristianos, pero, ¿por qué se sacrifican los cristianos?, se pregunta; responde diciendo que es la «imagen de Dios» que se han creado la que justifica hacer cualquier sacrificio por El.

En realidad, según Brecht, lo que pretenden los cristianos con el sacrificio es perfeccionarse a sí mismos; perfección que se reduce a sensaciones internas que fomentan la propia virtud y llevan a aprovecharse del mundo exterior para los egoístas fines personales. En consecuencia, dice Brecht, los cristianos son capaces de hacer sacrificios sólo por Dios; si no, no hacen nada: no se mueven incondicionalmente para lograr el bien de la humanidad.

La crítica irónica al «sacrificio» se hace desde una ideología marxista y revolucionaria. Sacrificio e incluso muerte tienen sentido —según esa crítica— si se los protege con la «imagen de Dios». La «misión ideológicamente dominadora del sacrificio» adquiere en Madre Coraje una motivación exclusivamente religiosa. El predicador prepara a los soldados para la muerte «sacrificial» (por Dios). Exige el sacrificio de hombres por amor de Dios. En este sentido, la Biblia, y la «imagen de Dios», tienen una «función adormecedora», que fomenta el afianzamiento de la clase explotadora.

Brecht afirma que no cambiará su juicio mientras los cristianos perseveren en su ideología del sacrificio como modo de sometimiento, pues cuando se ofrecen a sí mismos por Dios, no se preocupan de las «reales» consecuencias sociales.

Como ya se ha dicho, Brecht entiende mal el significado del sacrificio, que tiene, efectivamente, una misión de sometimiento, pero no de los demás a uno mismo o a las propias ideas —como pretende Brecht—, sino sometimiento personal y voluntario de uno mismo a Dios.

Oración

En la undécima escena de Madre Coraje y sus hijos las tropas imperiales amenazan a la ciudad de Halle. Llegan a un caserío de labradores y lo someten al terror. Estos se resignan con su destino. El campesino más joven les deberá mostrar el camino de la ciudad que van a asaltar por la noche. La ciudad parece que va a perderse sin esperanza. Los campesinos ven en la oración el último recurso de hacer algo por los habitantes de la ciudad. Ellos no temen sólo por la ciudad, sino sobre todo por su propia suerte. Kattrin, la muda, una criatura indefensa por culpa de la guerra, se queda sola con los campesinos, mientras Madre Coraje hace unas compras en la ciudad.

«¡Reza, pobre infeliz, reza!» (p. 101). Esta es la petición de la campesina a la indefensa. «No podemos hacer nada para impedir el derramamiento de sangre. Si no puedes hablar, por lo menos puedes rezar. El te oye, aunque los demás no te oigan. Yo te ayudo» (p. l0l). El tono es de callejón sin salida, de desesperanza, de miedo. La oración aparece como un refugio. Se ha recurrido a Dios; El atenderá la oración. Esta es para Brecht la confianza de los que se refugian en lo «invisible», sin haberse preocupado de poner todos los medios posibles. Confían en que Dios ocupará su lugar y actuará para rechazar el peligro. Estas ideas se reflejan en el contenido de la oración: «Padre nuestro que estás en los cielos, oye nuestra oración, no permitas la destrucción de la ciudad y de todos los que dentro de ella dormitan y no se imaginan nada de lo que va a pasar. Despiértalos para que se levanten y vayan a las murallas, y vean cómo se los ataca, cuando llegan con lanzas y cañones sobre los prados, y bajan por el declive» (p. 101). Todos los habitantes de la ciudad que se encuentran en peligro son incluidos en esta oración y confiados a Dios, porque El es el único que los puede ayudar y porque todo está en sus manos. No se sacan consecuencias para una actuación propia, que están tan a la vista.

Por eso, Brecht incluye en el plan un fallo de la ayuda de Dios. La conclusión lógica de un «no-colaborar» por parte de Dios está al final, en la petición de perdón por los propios errores: «y perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Amén» (p. l02). La «imagen de Dios» es una coartada para la propia acción. Con su oración los campesinos quieren ahogar su propio malestar por la pasividad que demuestran para impedir la destrucción de la ciudad. Su seguridad es más importante que la de los demás. No quieren reconocer esta realidad porque la reprimen a favor de un «acomodarse a la fatalidad querida por Dios».

Antes de comenzar la oración, la campesina ve a la muda Kattrin parada delante de ella; se acerca y la mira con reproche: «¡Reza, pobre infeliz, reza!», como si culpara a la extraña de una imperdonable omisión, una falta de voluntad de hacer algo. La oración misma era el rumoreo acostumbrado, el sentimiento de agrado al escuchar la propia voz y las cadencias oídas a los curas, que expresan el acomodarse a todas las «fatalidades queridas por Dios».

Pero durante la oración la muda se escapa de allí y, precisamente en el mismo momento en que los orantes piensan haber hecho todo lo posible por la ciudad, ella empieza a sonar un remolino de tambores que despierta de su sueño a sus habitantes, para que se defiendan. La muda es fusilada por los soldados. Ella había superado el miedo a sí misma a causa de la urgente necesidad de ayuda, demostrando que la valentía vence al miedo; que el más indefenso puede ayudar, y que aun en la situación más desesperada es posible la salvación.

En este punto culminante Brecht utiliza, claro está, un concepto falso de oración: salvar el pellejo y «rezar» por los demás; dirigir palabras a un ser superior por los que están a nuestro lado, en vez de hacer «algo concreto» por ellos. El toque de tambor de Kattrin pone en evidencia que la oración es una coartada de aquellos que no ponen por obra nada eficaz. Brecht extiende su crítica más aún: la oración tiene una función ideológica, en cuanto sirve para justificar la propia inactividad y para cubrir el miedo. Dios debe prestar la ayuda que uno mismo no está dispuesto a ofrecer.

El motivo que lleva a practicar la oración —según esta interpretación de Brecht— es la incapacidad de intervenir en el curso de los acontecimientos, para impedir o rechazar los abusos. El motivo es el miedo que proviene de un mal previsible. El miedo a intervenir activamente en los acontecimientos y superar el mal hace que los hombres busquen refugio en Dios y le pidan en su oración que sea El quien actúe y remedie las cosas. La oración es un intento de ignorar la realidad recurriendo a Dios como solucionador de los problemas, o de los propios fallos. Es también un intento de encontrar consuelo por el rechazo que uno ha hecho, y por ello una confirmación de que la propia conducta —aunque sea inmoral— queda justificada. La oración es, pues —según Brecht— una huida a la esfera de lo extramundano, porque el mundo es demasiado difícil. Es huida a lo supraterreno, hacia un Dios que no motiva un obrar activo. Su función es justificar la inactividad humana. La muda demuestra actuando que este modo de ver las cosas es equivocado y puede superarse. Hasta aquí el pensamiento de Brecht.

Aparte de que Brecht no se pregunta por el fundamento real de la fe, es decir, por la existencia de Dios —él da por supuesto que Dios no existe, que es un producto de la invención humana—, su crítica se refiere a la fe de los cristianos tal como él la concibe bajo la influencia del protestantismo. Brecht toma la «fe» como un recurso emocional frente a circunstancias humanamente difíciles de superar. La fe se reduce para él a sensaciones interiores y debilita la disponibilidad para actuar, para llevar a cabo «cambios sociales». Brecht rechaza la fe en Dios, que implicaría sólo tranquilizamiento, consuelo, sacrificio y huida del mundo, y que no tendría ninguna importancia social para conseguir la «humanización» del mundo, sino que, por el contrario, sería una función de apoyo a la clase explotadora. Humanización significa para Brecht «amor» al prójimo por su importancia social.

En el fondo, Brecht quiere decidir la alternativa: o Dios o el hombre. Y la resuelve «en favor» del hombre, rechazando a Dios radicalmente. No ataca sólo el «comportamiento» de los cristianos, que resulta de su «imagen de Dios», que los libra de su actuación social después de haber declinado en Dios toda la responsabilidad; Brecht ataca la misma idea de Dios, que es, para él, una metáfora, a la que ni siquiera concede el sentido hipotético positivo de una «utopía útil» neo-marxista. La interioridad cristiana sería simplemente resignación frente a las circunstancias externas. La interioridad espiritual conduciría a los cristianos a retirarse de la realidad, a un lugar sin problemas. Si se desarrolla esta idea consecuentemente se llega a la conclusión de que este lugar no puede ser otro que el de la muerte, por la que el predicador que hace propaganda a favor de la guerra sugiere tan bellas idealizaciones.

Con esta idea sobre Dios, es lógico que también se equivoque cuando habla de la oración, que es trato con Dios (aunque Brecht se refiere sólo a la oración de petición, porque en su horizonte no caben otras formas). En realidad ataca una idea desfigurada —la suya— de oración que conduce al quietismo. Pero ésta no es la oración cristiana, que ha de ir acompañada de las obras que se puedan realizar para alcanzar aquello que se pide.

Esa oración de la que habla Brecht puede darse, en todo caso, en una perspectiva protestante, donde la corrupción de la naturaleza por el pecado es concebida de tal modo que el hombre no puede obrar ni siquiera parte del bien que le es debido; se niega así la libertad y se diluye, en consecuencia, la responsabilidad; por lo que es explicable que el hombre no se sienta capaz de poner, junto con la oración, todos los medios humanos a su alcance. De ahí el miedo ante los problemas humanos; el refugio que lleva a la inhibición; y el consuelo que se dice ser la función ideológica de la oración. Si a esto se añade que el protestantismo ignora la realidad ontológica de la gracia que, restaurando la naturaleza humana, devuelve al hombre las fuerzas para realizar todo el bien que le corresponde por naturaleza (además de otros efectos en el orden sobrenatural), se comprende mejor que la crítica de Brecht tiene un cierto fundamento si se refiere a la oración como puede ser entendida en una perspectiva luterana, pero carece de todo valor si se aplica a la verdadera oración cristiana. Decimos sólo un cierto fundamento, porque Brecht reduce las necesidades del hombre a sólo las materiales, pues profesa un materialismo en el que no hay lugar para la inmortalidad del alma humana. En cambio, la oración del cristiano va mucho más lejos, abarcando también las necesidades espirituales del hombre.

La auténtica oración de petición consiste en pedir a Dios que conceda aquello para lo que se han puesto los medios humanos que se tiene obligación de poner, sabiendo que, en último extremo, la eficacia viene de Dios que sustenta todo el ser y el obrar («Si el Señor no edifica la casa en vano se afanan quienes la construyen» (Ps. 127,1): es necesaria la ayuda de Dios, pero también es imprescindible construir la casa). Por esto, el católico sabe que puede y debe poner los medios para resolver los problemas, y se siente más urgido que el que no cree a poner esos medios, porque se sabe responsable no sólo ante los hombres, sino sobre todo ante Dios. Al orar no busca como fin el «consuelo», sino que acude a la oración con esperanza, virtud que Brecht desconoce por completo. El, a través de la acción valiente de Kattrin, parece decirnos que ante los problemas siempre se puede hacer algo externo para resolverlos; y que cuando se ponen los medios humanos, se resuelven de hecho. Pero ambas afirmaciones son falsas, como es obvio, y conducen a un fatalismo pesimista como el que muestra el autor.

Virtud

Según Brecht toda virtud tiene que ser «revolucionaria»; por ejemplo, «bondad revolucionaria». La caridad al prójimo se reduce a «servicio al cliente» (amor al cliente). Podría hablarse de virtudes de la violencia. Las virtudes, entendidas en el sentido cristiano, son, para Brecht, inútiles, porque no resuelven nada. La obra de Brecht se manifiesta en todas sus consecuencias como un intento de destrucción sistemática del cristianismo y de sus valores.

El rostro de la virtud es el rostro del estafador, que simula algo que no es. Así escribe Brecht, porque él no concibe como realidades ni el bien ni el mal; ni la verdad o la mentira; ni el ser o la falta de ser, sino que todo esto es para él una triste simulación.

En Madre Coraje y sus hijos se ocupa detenidamente de las siguientes virtudes: sabiduría, audacia, honradez, abnegación y temor de Dios. La presentación de las cuatro primeras es en realidad un ataque a las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Cuando se relaciona el temor de Dios con las tres virtudes teologales, es para realizar ni más ni menos que una velada sátira de la idea cristiana del hombre (por ejemplo, el «Song» de Salomón, pp. 93-96). Los hijos de la Coraje encuentran la ruina precisamente en sus buenas cualidades: Eilif en su audacia, Schweizerkas en su honradez, Kattrin en su abnegación maternal; la Coraje misma se pierde a causa de su sabiduría. La respuesta a la cuestión sobre estas virtudes es evidente: «Todas las virtudes son peligrosas en este mundo (...). Es mejor no poseer ninguna virtud y tener una vida más agradable» (p. 93).

La virtud, según Brecht, es pasajera. La practica de la virtud no conduce a cambiar el mundo, sino que significa sólo «el sacrificio individual de uno mismo». De modo significativo el cocinero y la Coraje cantan delante de una casa parroquial el «Song» de Salomón; piden que les den un plato de sopa y, sirviéndose de la sabiduría de Salomón, de la audacia de Cesar, de la honradez de Sócrates y de la abnegación de San Martín, cantan el daño que estas virtudes hacen a la gente humilde del pueblo: «¡Y así sucede con nosotros! ¡Somos gente honrada, estamos unidos, no robamos, no matamos, no incendiamos nada! ¡Y así se puede decir que cada vez nos hundimos más y la canción se realiza en nosotros, y las sopas son escasas, y si fuéramos de otro modo, ladrones o asesinos, quizá podríamos estar hartos! ¡Porque la virtud no es nunca un buen negocio, sólo la maldad; así es el mundo y no tendría que ser así!» (p. 95). También aquí se reducen las virtudes a las exigencias de Dios:

«Aquí veis gentes honradas

que guardan los diez mandamientos.

Hasta ahora no nos ha aprovechado de nada:

¡El temor de Dios nos ha conducido a estos extremos!

¡Envidiable el que está libre de él!» (p. 95).

En este «Song» el espectador se ve obligado a seguir el curso de un pensamiento dialéctico. Las virtudes de los personajes históricos son inciertas, mientras que Madre Coraje —que no tiene ninguna importancia histórica— presenta rasgos notables de valentía, sacrificio y buen corazón; ella renuncia a la suficiencia que habría podido tener junto al cocinero, por no abandonar a su indefensa hija. Esto la hace más simpática al espectador, y da fuerza a su papel crítico.

En ningún momento se aprecia en Madre Coraje el temor de Dios. La función del «temor de Dios», como un aspecto de la imagen de Dios, sería la legitimación de los traficantes para hacer su negocio sangriento e inhumano durante la guerra. La escenificación de la obra, señaló Brecht, debe mostrar «principalmente» que la guerra, que es una prolongación de los negocios con otros medios, hace que las virtudes sean perniciosas, también para sus propietarios.

Los hombres que ejercitan virtudes están encubriendo, según Brecht, lo intolerable de la situación. Intentan, a través de ello, dar un sentido definitivo a su vida sin sentido. Suprimen una posible rebeldía contra la dominación, que exigiría de ellos esfuerzo y acción, y en lugar de esto ponen su atención en las virtudes individuales. La Coraje quiere condenar esta actitud como ideologización y apoyo de los dominadores, designando el comportamiento moral como «peligroso en este mundo» (p. 93).

En el ataque de Brecht a las virtudes hay que tener presente, como en los aspectos anteriores, que el autor se refiere a una imagen caricaturesca de las verdaderas virtudes cristianas (especialmente en lo relativo al temor de Dios). Esta imagen deformada parece inspirarse también en el protestantismo luterano, donde se exagera de tal modo la trascendencia de Dios, que resulta inasequible a la mente humana. En consecuencia, la relación del hombre con Dios está determinada más por el temor reverencial ante un ser superior, poderoso y lejano, que por el amor filial propio del catolicismo.

Sin embargo, el núcleo del ataque de Brecht se centra, en este caso, en el concepto mismo de virtud como perfección personal, lo cual no cabe en una perspectiva colectivista como la del autor. Las virtudes, para Brecht, sólo pueden ser «revolucionarias», transformantes de la sociedad, pues para él la sociedad es antes que el individuo (no es la sociedad la que tiene como fin el individuo, sino a la inversa, es el individuo quien tiene como fin la sociedad). Lo que importa para Brecht no es la perfección individual, sino la «perfección social». En consecuencia, su ataque al concepto cristiano de virtud es doble. De una parte, niega a la virtud personal toda fuerza transformadora de la sociedad, toda «eficacia», lo cual parece contrario a la experiencia misma. En segundo lugar, niega el carácter de virtud a todo lo que no esté directamente orientado a la transformación de la sociedad que, en Brecht, es el absoluto que viene a ocupar el puesto de Dios.

Por todo esto, la crítica más radical que puede hacerse a las ideas de Brecht sobre la virtud, es la de que el fin del individuo no es la sociedad o el bien común, sino Dios, que trasciende a la sociedad. En consecuencia, el cristiano debe dirigirse, ante todo, a Dios, lo cual exige la práctica de las virtudes. Pero además el cristiano transforma la sociedad al dirigirse a Dios, pues el mandamiento del amor al prójimo está inseparablemente unido al del amor a Dios. En resumen, la virtud es necesariamente personal; pero no es incompatible con el bien social, sino al contrario, es su condición. La sociedad es el medio en el que el individuo se perfecciona, pero de su perfección personal forma parte esencial el amor al prójimo y, en consecuencia, la búsqueda del bien común.

Libertad

La discusión entre la Coraje, el cocinero y el predicador es utilizada por Brecht para tratar sobre la culpabilidad moral en la guerra. Es contradictorio, según la explicación del cocinero, lo que el predicador expone como justo: el propósito del rey de conseguir libertad por la coacción: «El rey no ha tenido indulgencia con ninguno de los que no querían ser libres» (p. 35). Las acciones «liberadoras» del rey se llevaron a cabo, por ejemplo, con encarcelamientos y descuartizamientos. Al mostrar esos medios, el cocinero denuncia la justificación propagandística del rey («la libertad») y la realidad a la que verdaderamente tiende, el sometimiento por la fuerza, precisamente la falta de libertad.

Al final de sus manifestaciones el cocinero reduce este interés del rey por la libertad a la consabida función legitimadora de la guerra operada por la «imagen de Dios». «El (el rey) tenía un punto a favor: era la palabra de Dios, eso era bueno. Porque si no, se habría dicho que lo hacía por propia conveniencia y utilidad. Así podía tener siempre la conciencia tranquila. Eso era lo importante para él» (p. 36).

La palabra «libertad» y la «imagen de Dios» sirven, en la teoría brechtiana, para tranquilizar la conciencia real y para justificar el sacrificio del pueblo. Los intereses guerreros y mercantiles son las «reales» intenciones perversas; pero están ocultas detrás de los medios propagandísticos «divinizados», que son los únicos que salen a la luz. La religión tiene la misión de ser un sedativo y conservar la conciencia tranquila.

Sólo aparentemente Brecht reprocha al rey un comportamiento inmoral, siguiendo en esto una conocida táctica marxista de crítica social (desautorizar al adversario atribuyéndole motivos inconfesables). En realidad, el análisis marxista de Brecht lleva a considerar la actuación del rey, —así como la de todo «opresor»— como una necesidad histórica, no como una falta moral. El rey obra opresivamente movido por su conciencia de clase, y su dominio suscitará la conciencia de la clase oprimida, que tampoco es una conciencia moral.

La crítica a la Iglesia

Ya hemos visto las ideas de Brecht sobre la relación individual del cristiano con la «imagen de Dios», y el comportamiento que de aquí se sigue. Otro aspecto del ateísmo brechtiano consiste en su crítica a la Iglesia, en la que utiliza la figura de Jesucristo y las palabras de la Biblia —aunque él no crea en ellas— para zaherir a la Iglesia con un lenguaje lleno de sarcasmo.

A través del predicador, intenta mostrar con cuánta facilidad se puede manipular la Sagrada Escritura; con un hábil uso de la misma se puede dar a cada situación el sentido que más interesa. La Biblia proporciona, por ejemplo, la justificación del crimen de Eilif. «En sentido estricto, en la Biblia no leemos la frase "la necesidad no reconoce mandamientos"; pero nuestro Señor pudo sacar maravillosamente de cinco panes, quinientos. Entonces no había necesidad, y entonces podía exigirse también que se amara al prójimo, porque se estaba harto. Hoy día es otra cosa» (p. 24).

El «pero» del predicador invierte el sentido de la Biblia. La exégesis se convierte en apología del robo en la guerra. La predicación se relativiza según circunstancias oportunistas.

La intervención ejemplar, individual, de Jesucristo se encuentra en casi todas las obras de Brecht, interpretada según las ideas marxistas del autor. En Madre Coraje el ejemplo más señalado es el sacrificio de Kattrin por la ciudad amenazada de Halle. La muda, que se muestra en toda la obra como una criatura indefensa y castigada, está arrodillada con los campesinos orantes, cuando la campesina le grita que también los niños pequeños de su cuñado están en la ciudad amenazada (cfr. p. l0l ss.). La campesina pide a la muda que rece: «¡Reza, pobre infeliz, reza! ...» (p. 101). La necesidad de la ciudad y el peligro de los niños que nombra la campesina exigen lo imposible. La indefensa está dispuesta a ayudar y ofrece su vida por aquellos que ya «sólo» estaban confiados a Dios. Corre sin hacer ruido al carro, coge el tambor, se sube al tejado del establo y comienza a tocar sin perder tiempo. El intento de los campesinos y de los soldados por detenerla fracasa ante su voluntad de actuar en favor de la ciudad. Alcanzada mortalmente por las balas de los soldados, ha avisado a la ciudad del peligro. Los cañones suceden al tambor, porque la ciudad la ha oído. Brecht ha hecho de Kattrin —la inválida, maltratada, marcada, humillada— el cordero sacrificial. Ella quiere amar. Ya antes había sacado de una casa que amenazaba hundirse, en contra del predicador que se niega, un niño pequeño, un niño lactante indefenso, lo sostiene triunfalmente en sus brazos y está feliz. En este momento se insinúa ya el sacrificio de Kattrin, cuando la Coraje le previene: «No seas bondadosa, no lo seas, en tu camino hay también una cruz» (p. 17).

Como un eco del grito de Nuestro Señor en la Cruz: «Todo está consumado» (Joh. 19, 30), podría interpretarse el grito del soldado como comentario a la entrega de Kattrin: «Lo ha conseguido» (p. l05). La muda quiere mostrar con su acción la posibilidad de todos de cambiar situaciones desesperadas. Al mismo tiempo intenta demostrar a los que no quieren actuar —porque se creen demasiado débiles, porque piensan que otro es el indicado para ello o que de todos modos no se puede cambiar nada—, que el más indefenso está capacitado para ayudar y que por tanto nadie puede tener una coartada para rehusar la ayuda necesaria. Pero ésta es una llamada a la pura fuerza humana que emergería detrás de la desesperación religiosa, y es por tanto un nuevo modo de afirmar que sólo el hombre puede dominar las situaciones de la vida, y que la religión es una superestructura. Esto es invertir radicalmente el valor y el ejemplo de la Cruz de Cristo. Cuando la situación lo exige, según Brecht, el individuo tiene que posponer sus intereses a los de la sociedad, y en último caso tiene que jugar su vida por salvar la de otros muchos. Pero esta exigencia de heroísmo es puramente humana, carece de toda consistencia: se «roba» a la religión su carga de entrega, dándole un giro antropocéntrico, y en consecuencia se priva al heroísmo de todo verdadero fundamento. Si no hay Dios, el sacrificio de Kattrin es vano; solamente enmascara la desesperación.

El rechazo de la Iglesia por parte de Brecht está relacionado con la imagen que tiene de Jesucristo. La Iglesia, dice Brecht, ha quitado importancia a la pobreza con que vivió Cristo y ha glorificado el resto de su vida para evitar cualquier crítica a su riqueza y a su poder. El poder del olvido habría auxiliado a la Iglesia para ver sólo el nimbo de gloria y no la miseria. La historia de la Iglesia habría reinterpretado a Jesucristo. Habría pasado por alto su pobreza, alejándolo así de los pobres, y se habría convertido en un sistema de explotación, haciendo de la relación personal con Jesucristo el objetivo de las acciones religiosas. Este objetivo sería, al mismo tiempo, medio para distraer de las acciones revolucionarias. Por eso la Iglesia estaría al servicio de formas de dominio capitalista.

Brecht no considera nunca ni se pregunta por la verdadera esencia de la Iglesia. Se ocupa solamente de deformar el verdadero sentido de las actividades de la Iglesia, interpretándolas según el cliché de dominación capitalista-opresión del pueblo.

Brecht dedica sus peores críticas a la figura del predicador (y, a través de él, al sacerdote en general), presentándolo como un parásito de la sociedad, que está pegado a ella amenazando y exigiendo, distanciándose de la miseria y de la desgracia, y contemplando las alegrías humanas —de las que no es capaz de ser partícipe— con desconfianza y envidia. Desde el nacimiento hasta la muerte está pegado al hombre y no se deja espantar ni expulsar. Vive de los demás, a los que no da nada, e incluso les estropea la más pequeña alegría que pudieran tener. La campesina de la escena del tambor ha aprendido su oración —que la exime de esforzarse— del cura de la iglesia. Su oración expresaría el «acomodamiento a cualquier desgracia querida fatalmente por Dios».

Toda esta visión del autor nada tiene que ver con la realidad del sacerdocio católico. El juicio de Brecht en este tema no es original; es el típico del marxismo, y por esto no es necesario hacer aquí la crítica. El simplemente presta su pluma para repetir las caricaturas antirreligiosas que con tanta profusión germinaron en el siglo pasado. Su crítica no es serena, sino que muestra la irritación del que no cree, contra Dios; un furor antirreligioso con tintes panfletarios. Con su lenguaje provocativo, que es al mismo tiempo crudo y sensual, preciso y descuidado, ostentativo y blasfemo, intenta arrojar a Dios fuera del ámbito humano.

Brecht ataca violentamente a la Iglesia, que para el es superflua y dañina en este mundo, pues no ayuda a desterrar la miseria, y no daría al hombre «liberado» un mundo mejor. Dice que es un residuo del pasado; un vestigio de la sociedad feudal. Para Brecht la Iglesia está asociada a los poderes dominadores, es dependiente de ellos, se apoya en ellos. Según él, hasta las manifestaciones humanas de servicio más evidentes (escuelas, hospitales, asilos, etc.) que se dan en la Iglesia no son más que técnicas para implantar eficazmente sus intereses de poder. Es el monótono análisis marxista contra todo lo que no sea sociedad comunista. Es penoso comprobar que esa explotación del hombre tan criticada, sea precisamente un rasgo central de los dictadores marxistas.

A Brecht le resulta imposible distinguir entre las «imágenes de Dios» (caricaturas que él mismo ha construido), y el Dios verdadero. El sólo busca la «funcionalidad de Dios» en la «productividad humana». En consecuencia, si no cree en Dios ni en una vida después de la muerte, no puede tener sentido para el una Iglesia que se ocupa de la relación del hombre con Dios y de conducir a los hombres a la vida eterna; una Iglesia con un fin eminentemente sobrenatural.

Brecht reduce el amor de Dios hacia los hombres a una función «dañosa» de «la imagen de Dios». Se puede hablar de confusión entre Dios e «imagen de Dios», o de un abuso de la «imagen de Dios» en la obra de Brecht, contra la cual se rebela y golpea. Estos «golpes de muerte» que pretende dar son, en realidad, golpes contra molinos de viento. En realidad Brecht no acierta el tiro contra Dios, el Dios personal y vivo, sino sólo contra una imaginada relación espiritual que él acomoda según su gusto a luteranos, alemanes del sur, católicos, anglicanos, etc. Y tampoco acierta a alcanzar con sus dardos al auténtico cristiano, que se esfuerza en conformarse con Cristo durante su vida sobre la tierra, que vive lo que dice y a través de ello transforma verdaderamente el mundo.

Pero, ¿qué mundo feliz propone Brecht? El mundo utópico del marxismo, en el que el hombre queda verdaderamente alienado por el trabajo físico-social, y en el que la desaparición de Dios trae consigo inevitablemente la ley de la fuerza: el imperio del más astuto o del más fuerte.

Cristiano y sociedad

Los cristianos, según Brecht, no pueden tomar parte en la transformación del mundo y de la sociedad mientras pertenezcan a la Iglesia; no pueden, porque sus intereses serían «extrasociales», y su intención no sería el mejoramiento y transformación de la sociedad como tal, sino el anhelo de una vida individual, interior y virtuosa sin relación con la correspondiente sociedad. Los cristianos se enfrentarían con animosidad a la sociedad; no amarían a los hombres, porque sólo les interesa llevarlos a Dios. Brecht no entiende —o quiere ocultar— la esencia del cristianismo. Para él el amor a Dios se opone al amor a los hombres; el fin último (Dios) se opone a otros fines intermedios (por ejemplo, el bien común temporal). Pero la verdad es justamente lo contrario. Claro está que históricamente se han dado abusos individuales en personas que se dicen cristianas, y que con el falso pretexto de su fe, se desinteresan de la sociedad y no advierten las exigencias de la justicia, o cuyo pietismo —deformación de la piedad— les hace inactivos y poco emprendedores. Pero éstos son en realidad fenómenos de degradación de la vida cristiana. Brecht no intenta corregir esos defectos para que el cristianismo reflorezca más auténtico; sino que centra su atención en ellos, aumentándolos y caricaturizándolos, para provocar una reacción de escándalo farisaico que conduzca al abandono de la fe.

Brecht propaga en su obra un volverse de la religión católica hacia el mundo, de modo radical. Impugna la supuesta pasividad, falta de fuerza activa de la posición cristiana en la Edad Moderna, acusando al cristianismo de reducirse a la inercia y a pura interioridad. Plantea erróneamente la polaridad entre vida activa y contemplativa, entre trabajo y oración, oponiéndolos para que se destruyan mutuamente. El paso a la teología política, a la teología de la liberación, de la revolución, se insinúa cuando un cristiano admite la postura de Brecht.

Brecht quería que la figura de Kattrin en Madre Coraje se pareciera a Jesucristo en lo que se refiere a su autenticidad. A través de ello deseaba convertir la acción de esta persona en modelo para una sociedad activa como piensa Brecht que deberían ser los cristianos, para que fueran «útiles»: renunciando al amor de Dios.

Brecht sucumbe ante un error muy extendido cuando piensa —basándose en Marx— que la eliminación de la religión, de la Iglesia, significa un adelanto en la «liberación». La religión en el esquema de Brecht desaparece. No queda ni tiempo ni espacio para practicar la fe. Dios carece de función en la «sociedad nueva» que Brecht esboza. Al autor le interesa sólo la convivencia social del hombre en «estructuras libres de clases dominadoras». Para él esta forma es el socialismo marxista; el objetivo final es el comunismo, la sociedad sin clases.

Como Brecht sólo tiene presente la sociedad y su transformación, queda excluida de su planteamiento toda consideración radical del hombre, todo humanismo, porque él no se ocupa de lo que trasciende la sociedad. El individuo —en el planteamiento de Brecht— no recibe su valor más que a través de un cierto modo de actuación externa. Según esto, el individuo actúa bien o mal según se esfuerce o no en la implantación del comunismo; su función en relación con la transformación es lo único importante.

De este modo, el humanitarismo que pretende Brecht, se hace muy endeble, pues ya no hay ninguna fuerza interior que lleve a los hombres a procurar el bien de los demás ni al cumplimiento de unas normas de conducta.

Cuando se prescinde de Dios en la vida social, se oscurece la dignidad del hombre y, con ella, el fundamento del amor al prójimo, y se abre el camino a toda clase de atropellos de la libertad y de los derechos más elementales.

H.B. y D.E.

 

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1 La guerra de los Treinta Años se desarrolló en Europa entre 1618 y 1648. En ella se enfrentaron las potencias protestantes —príncipes luteranos alemanes, Suecia Inglaterra Dinamarca y Holanda— y más tarde Francia, contra las fuerzas católicas representadas por el Imperio germánico y por España. En esta guerra se mezclaron intereses políticos —como la oposición entre Francia, por un lado, y España y el Imperio, por el otro— y motivos religiosos; en Alemania predominó el aspecto religioso. La guerra tuvo numerosas fases en los diversos países europeos. Para comprender la obra de Brecht basta recordar que el ejército sueco, al mando del rey Gustavo Adolfo invadió Polonia y Alemania en apoyo de los príncipes rebeldes contra el Emperador, aunque por fin fue derrotado por los imperiales. En una fase posterior, la guerra acabará con un resultado más favorable a Francia y a los protestantes. La paz de Westfalia señaló el fin de la guerra.