CAMUS, Albert

La Peste

INTRODUCCIÓN

Es oportuno conocer algunos detalles biográficos del autor de La peste, ya que sus obras son reflejo de su vida.

—Albert Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi, departamento de Constantina, Argelia, en una familia de obreros agrícolas. Contaba apenas un año cuando murió su padre, Lucien, en la batalla del Marne. La madre, de origen español, se establece entonces en el barrio Belcourt, de Argel. Ahí crece Albert. Becado, cursa los estudios de bachillerato.

—En 1930 contrae una fuerte tuberculosis, por la que ha de ser hospitalizado. Este hecho influyó mucho en su persona y en su obra.

—Superada la enfermedad, inicia estudios superiores en la Universidad de Argel, alternando el estudio con diversos empleos para poder vivir. Es también un activo deportista.

—Contrae matrimonio en 1933 y se divorcia un año más tarde.

—En 1934 se adhiere al Partido Comunista, realizando una campaña notable entre los árabes. Por divergencias con la conducta del partido, dimite al año siguiente. Por estas fechas funda con otros compañeros un grupo teatral, con el que recorre los barrios y las aldeas de Argelia.

—En 1936 obtiene la Licenciatura en Filosofía con una tesis sobre las relaciones entre el helenismo y el cristianismo, a través de las obras de Plotino y San Agustín.

—Al año siguiente se le manifiesta nuevamente la tuberculosis y ha de ser otra vez internado en una clínica.

—En 1939 estalla la 2ª Guerra Mundial. Camus no se contentó con ser solamente un escritor; quiso ser también un combatiente. Se presenta como voluntario, pero es rechazado por motivos de salud. Ocupó su puesto como uno de los escritores de la Resistencia. Durante la misma, dirigió clandestinamente el periódico Combat.

—En 1954 estalla la guerra argelina en busca de la independencia. Su actividad se reduce a escribir artículos polémicos en L'Express.

—Por entonces, sus obras más famosas ya se habían publicado y eran leídas en todas las lenguas. Entre 1950 y 1960 fue sin duda el escritor francés más leído fuera de Francia, especialmente por los jóvenes.

—En 1957 se le concedió el Premio Nobel de Literatura. La Academia Real de Estocolmo se lo otorgó "por su importante obra literaria, que ilumina con clarividente seriedad los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo".

—Tres años más tarde, el 6 de enero de 1960, muere en un accidente de automóvil.

CONTENIDO

En La Peste, Albert Camus, imagina que una epidemia de peste se ha abatido sobre la ciudad de Orán. A través del diario de un testigo, el Dr. Rieux, nos hace asistir a la evolución dramática de la plaga, desde el día en que aparecen las ratas portadoras del contagio, hasta el momento en que, en la ciudad aislada del resto del mundo, y donde los habitantes han perecido por millares, el mal afloja y los sobrevivientes renacen a la felicidad.

El relato se sitúa en varios planos. Por un lado, es la crónica de una epidemia narrada por un médico: los síntomas, la lucha perseverante a pesar de los fracasos, la esperanza que suscita una nueva vacuna, las agonías, los entierros, las incineraciones.

Y también es el relato de un psicólogo que analiza las reacciones individuales (egoísmo, desconfianza, el dolor de las separaciones) y las reacciones colectivas (impulsos hacia la fe y hacia los placeres, esfuerzos por adaptarse al enclaustramiento, las tentativas de evasión). Poco a poco, unos y otros hacen, dentro de ese gran mal, el aprendizaje de la solidaridad.

La Peste comienza con estas frases: "Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron el año 194.., en Orán. Para la generalidad resultaron enteramente fuera de lugar y un poco aparte de lo cotidiano. A primera vista Orán es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más".

Al describir la ciudad de Orán, el autor nos aclara: "Lo que es preciso subrayar es el aspecto frívolo de la población y de la vida. Pero se pasan los días fácilmente en cuanto se adquieren hábitos y puesto que nuestra ciudad favorece justamente los hábitos, puede decirse que todo va bien...Siendo así las cosas, se admitirá fácilmente que no hubiese nada que hiciera esperar a nuestros conciudadanos los acontecimientos que se produjeron a principios de aquel año, y que fueron, después lo comprendimos, como los primeros síntomas de la serie de acontecimientos graves que nos hemos propuesto señalar en esta crónica".

El minucioso relato de los primeros días, empieza con la narración de un hecho concreto, que parece no tener relevancia alguna: "La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux al salir de su habitación tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera". Poco a poco, deja de ser un hecho aislado, para convertirse en el tema que es objeto de la atención de todos. El número de ratas muertas aumenta aceleradamente.

Al día siguiente el Dr. Rieux, médico, despide en la estación del ferrocarril a su esposa que, enferma desde hacía un año, parte para restablecerse en un lugar de montaña. Ese mismo día, un telegrama le anuncia al Dr. Rieux la llegada de su madre.

"Por la tarde de ese mismo día, al comienzo de la consulta, Rieux recibió a un joven que le habían dicho que había venido ya por la mañana y que era periodista. Se llama Raymond Rambert. Pequeño, de hombros macizos, de expresión decidida y ojos claros e inteligentes, Rambert llevaba un traje tipo sport y parecía encontrarse a gusto en la vida". Busca información sobre el estado sanitario de los árabes. Al final de la entrevista "el doctor le estrechó la mano y le dijo que se podía hacer un curioso reportaje sobre la cantidad de ratas muertas que se encontraba en la ciudad en aquel momento".

El 28 de abril una agencia de información "anunció una cosecha de ocho mil ratas y la ansiedad llegó a su colmo". Al día siguiente se anunció una brusca detención del fenómeno. "La ciudad respiró".

Ese mismo día, llama por teléfono al Dr. Rieux, Joseph Grand, un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, de pocos recursos, a quien el médico había atendido gratuitamente alguna vez. "Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillento, alto y encorvado, hombros estrechos y miembros flacos". No llamaba por él, sino por un vecino que había intentado ahorcarse. El nombre del suicida fallido es Cottard, que denota un gran miedo a la intromisión de la policía, como consecuencia de su acción: no quiere que se le avise. "Pero Cottard dijo entre lágrimas que no lo repetiría, que había sido sólo un momento de locura y que lo único que quería era que le dejasen en paz".

El día 30 muere el portero de la casa de Rieux. Así lo describe Camus: "Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.

Escúcheme —le dijo él—, es necesario aislarle y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.

Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: "Las ratas", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba.

—¿No hay esperanza, doctor?

—Ha muerto-dijo Rieux".

Enseguida, el cronista agrega: "La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas".

Aparece en escena, otro personaje importante: Jean Tarrou, que se "había establecido en Orán semanas antes, y habitaba desde entonces en un gran hotel del centro. Aparentemente su situación era lo bastante desahogada como para vivir de sus rentas. Pero acaso porque la ciudad se había acostumbrado a él poco a poco, nadie podía decir de dónde venía ni por qué estaba allí. Se le encontraba en todos los lugares públicos. Desde el comienzo de la primavera se le había visto mucho en las playas nadando con manifiesto placer. Afable, siempre sonriente, parecía ser amigo de todos los placeres normales, sin ser esclavo de ellos". Tarrou, al igual que el autor de la crónica, sacaba notas de todo lo que observaba a su alrededor. Sus apuntes nos proporcionan un retrato del Dr. Rieux. "Parece tener treinta y cinco años. Talla mediana. Espaldas anchas. Rostro casi rectangular. Los ojos oscuros y rectos, la mandíbula saliente. La nariz ancha es correcta. El pelo negro cortado muy corto. La boca arqueada con los labios llenos y casi siempre cerrados. Tiene un poco el tipo de un campesino siciliano, con su piel curtida, su pelambre negra y sus trajes de tonos siempre oscuros, que le van bien.

Anda de prisa. Baja las aceras sin cambiar el paso, pero de cuando en cuando sube a la acera opuesta dando un saltito. Es distraído manejando el coche y deja muchas veces las flechas de dirección levantadas, incluso después de haber dado vuelta.

Siempre sin sombrero. Aire de hombre muy al tanto".

Por primera vez se pronuncia la palabra peste, en medio de una conversación entre Rieux y un colega..."se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros conciudadanos y por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza". Las reflexiones del médico terminan así:

"Rieux espantó todas estas ideas. Allí estaba lo cierto, en el trabajo de todos los días. El resto estaba pendiente de hilos y movimientos insignificantes, no había que detenerse en ello. Lo esencial era hacer bien su oficio... El doctor Rieux estaba en este punto de sus reflexiones cuando le anunciaron a Joseph Grand. A primera vista no era en efecto más que el pequeño empleado de ayuntamiento que su aspecto delataba. Alto y flaco, flotaba en sus trajes que es cogía siempre demasiado grandes, haciéndose la ilusión de que así le durarían más. Conservaba todavía la mayor parte de los dientes de la encía inferior, pero, en cambio, había perdido todos los superiores. Su sonrisa que le levantaba el labio de arriba le hacia enseñar una boca llena de sombra... Hasta para un espíritu poco advertido tenía el aire de haber sido puesto en el mundo para ejercer las funciones discretas pero indispensables del auxiliar municipal, temporario, con sesenta y dos francos treinta céntimos al día. Por lo demás, siempre, según decía al doctor Rieux, con la práctica se había dado cuenta de que su vida material estaba asegurada, puesto que no tenía más que adaptar sus necesidades a sus recursos. En vista de esto reconocía la justeza de una de las frases favoritas del alcalde, poderoso industrial de nuestra ciudad, el cual afirmaba con energía que nunca se había visto a nadie morir de hambre... En cierto sentido se puede decir que su vida era ejemplar. Era uno de esos hombres, tan escasos en nuestra ciudad como en cualquier otra, a los que no les falta nunca el valor para tener buenos sentimientos. Lo poco que manifestaba de sí mismo atestiguaba, en efecto, una capacidad de bondad y de adhesión que poca gente confiesa hoy día". El diálogo entre el médico y Grand, acaba de la siguiente manera:

"Ah! doctor —decía—, yo quisiera aprender a expresarme". Hablaba de esto a Rieux cada vez que le encontraba.

El doctor, aquella tarde, al verle marchar comprendió de pronto lo que Grand había querido decir: debía estar escribiendo un libro o algo parecido".

Después de mucho insistir, Rieux consigue la reunión de una comisión sanitaria, que empieza a tomar algunas medidas. Aparecen pequeños carteles en la ciudad: "El exordio anunciaba, en efecto, que unos cuantos casos de cierta fiebre maligna, de la que todavía no se podía decir si era contagiosa, habían hecho su aparición en la ciudad de Orán. Estos casos no eran aún lo bastante característicos para resultar realmente alarmante y nadie dudaba que la población sabría conservar su sangre fría. Sin embargo, y con un propósito de prudencia que debía ser comprendido por todo el mundo, el prefecto tomaba algunas medidas preventivas. En consecuencia, el prefecto no dudaba un instante de la adhesión con que el vecindario colaboraría en su esfuerzo personal".

Pero la epidemia no parecía descender. "Rieux hizo una descripción clínica con cifras. Aquel mismo día se contaron cuarenta muertos. El prefecto tomó sobre sí, como él decía, la responsabilidad de extremar desde el día siguiente las medidas prescritas. La declaración obligatoria y el aislamiento fueron mantenidos. Las casas de los enfermos debían ser cerradas y desinfectadas, los familiares sometidos a una cuarentena de seguridad, los entierros organizados por la ciudad en las condiciones que veremos".

Un poco más adelante: "Por las noches la misma multitud llenaba las calles y crecían las colas a las puertas de los cines. Además, la epidemia parecía retroceder; durante unos días no se contó más que una decena de muertos. Después, de golpe, subió como una flecha. El día en que el número de muertos alcanzó otra vez la treintena, Rieux se quedó mirando el parte oficial que el prefecto le alargaba, diciendo: "Tienen miedo". El parte contenía: "Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad". Así acaba la Iª parte.

La IIª parte empieza: "A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez las puertas cerradas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado con el miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio". Se produce la separación entre los que están dentro de Orán y los que quedaron fuera. Se prohibe toda correspondencia, para evitar que las cartas pudieran ser vehículos de infección. Sólo telegramas. Se permite regresar a los que están afuera. Son pocos los que vuelven.

El cronista describe ahora, algunas actitudes de los habitantes de la ciudad apestada. "Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. ... todos nuestros conciudadanos se privaron pronto, incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento. En consecuencia se atuvieron a no pensar jamás en el término de su esclavitud, a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por decirlo así, los ojos bajos. El sufrimiento profundo que experimentaban era el de todos los prisioneros y el de todos los exilados, el sufrimiento de vivir con un recuerdo inútil. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas".

Sigue aumentando el número de muertos. "El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal.

Por una conversación con el Dr. Rieux, nos enteramos de que Rambert está buscando por todos los medios huir de la ciudad y unirse a la mujer que ama. "—Esto es estúpido, doctor, comprende usted. Yo no he venido al mundo para hacer reportajes. A lo mejor he venido sólo para vivir con una mujer. ¿Es que no está permitido?

Rieux dijo que, en todo caso, eso parecía razonable".

La crónica centra su atención en el Padre Paneloux, jesuita, que "se había distinguido por sus colaboraciones frecuentes en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Orán, donde sus reconstrucciones epigráficas eran de autoridad. Pero había ganado un crédito más extenso que cualquier especialista pronunciando una serie de conferencias sobre el individualismo moderno. Se había constituido en defensor caluroso de un cristianismo exigente, tan alejado del libertinaje del día como del oscurantismo de los siglos pasados. En esta ocasión no había regateado las verdades más duras a su auditorio. De aquí su reputación. "Las autoridades eclesiásticas —como forma de lucha contra la peste— organizan una semana de plegarias colectivas. Paneloux, es elegido para predicar. Le oyó un público numeroso. Así empezó su discurso: "Hermanos míos, habéis caído en desgracia, hermanos míos, lo habéis merecido". Un poco después agregaba: "La mano que os tenderá (el Angel de la peste) ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sabedlo bien, la vana ciencia de los hombres, podrá ayudaros a evitarla". Y termina: "diciendo que después de haber demostrado el origen divino de la peste y el carácter punitivo de este azote no tenía más que decir y que para concluir no haría uso de una elocuencia que resultaría fuera de lugar tratándose de asunto tan trágico. Él creía que todo había quedado claro para todos.(...) Por el contrario nunca como este día el Padre Paneloux había sentido la ayuda divina y la esperanza cristiana que alcanzaban a todos. Esperaba, en contra de toda apariencia, que a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros conciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana: la palabra de amor. Dios haría el resto".

El cronista no deja de hablar de los intentos de Rambert para escapar de Orán.

Algunos trozos de los apuntes de Tarrou, nos sirven para conocer mejor la situación de la ciudad y de sus habitantes. "Los tranvías han llegado a constituir el único medio de transporte y avanzan lentamente, con los estribos y los topes cargados de gente. Cosa curiosa, todos los ocupantes se vuelven de espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo. En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Frecuentemente estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico. Todos los días de once a doce, hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias. Si la epidemia se extiende, la moral se ensanchará también. Al mediodía los restaurantes se llenan en un abrir y cerrar de ojos. Todos salen a la calle, se aturden a fuerza de hablar, se pelean o se desean y bajo el cielo rojo de julio, la ciudad llena de parejas y de ruidos, deriva hacia la noche anhelante. Inútilmente, todas las tardes, en los bulevares, un viejo inspirado, con chambergo y chalina, atraviesa la multitud repitiendo sin parar: "Dios es grande, venid a Él". Todos se precipitan, por el contrario, hacia algo que conocen mal o que les parece más urgente que Dios. Al principio, cuando creían que era una enfermedad como las otras, la religión ocupaba su lugar. Pero cuando han visto que era cosa seria se han acordado del placer. Toda la angustia que se refleja durante el día en los rostros, se resuelve después, en el crepúsculo ardiente y polvoriento, en una especie de excitación rabiosa, una libertad torpe que enfebrece a todo un pueblo".

A continuación se produce un diálogo entre Rieux y Tarrou, de mucho interés. Tarrou está decidido a organizar agrupaciones sanitarias de voluntarios, para luchar contra la peste. Él participará en ellas. Rieux lo autoriza; tiene necesidad de mucha ayuda. Tarrou, aprovecha para preguntarle: "¿por qué pone usted en ello tal dedicación si no cree en Dios? Su respuesta puede que me ayude a mi a responder".

Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteramente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.

—Ah! —dijo Tarrou—, entonces ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?

—Poco más o menos —dijo el doctor volviendo a la luz.(...) Yo no sé lo que me espera, lo que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que hay que curar. Después, ellos reflexionarán y yo también. Pero lo más urgente es curarlos. Yo les defiendo como puedo. (...) ¿No es cierto que un hombre como usted puede comprender, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que no crea uno en Él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado?

—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.

Rieux pareció ponerse sombrío.

—Siempre, ya lo sé. Pero esa no es una razón para dejar de luchar.

—No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe ser esta peste para usted.

—Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota".

Rieux también le pregunta a Tarrou, el motivo de su ayuda:

"—Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?

—No sé. Mi moral, probablemente.

—¿Cuál?

—La comprensión".

"Desde el día siguiente, Tarrou se puso al trabajo y reunió un primer equipo que debía ir seguido de otros muchos".

La actuación de los equipos sanitarios es muy efectiva. Grand se desempeña como si fuese secretario.

Vuelve a aparecer Cottard. Ayuda a Rambert, para buscar una salida. Le dice al periodista: "En fin, lo único evidente es que yo me encuentro mucho mejor aquí desde que tenemos la peste con nosotros".

Se encuentran el médico y el periodista, y entre otras cosas, dicen estas frases llenas de interés:"—tiene usted razón, Rambert, tiene usted enteramente razón y yo no querría por nada del mundo desviarle de lo que piensa hacer, que me parece justo y bueno. Sin embargo, es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.

—¿Qué es la honestidad?—dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.

—No sé lo que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.

—Ah! —dijo Rambert, con furia—, yo no sé cuál es mi oficio. Es posible que esté equivocado eligiendo el amor.

Rieux le salió al paso:

—No, no está usted equivocado".

Al día siguiente, Rambert acepta trabajar en los equipos sanitarios, hasta que encuentre el modo de irse. El Padre Paneloux, invitado por Tarrou, también ha aceptado unirse a dichos equipos.

Así termina la IIª parte.

La parte IIIª, es muy breve. Anotamos cuál es el comienzo:

"Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, como Rambert, llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo. El más importante era la separación y el exilio, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía. He aquí por qué el cronista cree que conviene, en ese momento culminante de la enfermedad, describir de modo general, y a titulo de ejemplo, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados".

La IVª parte empieza así: "Durante los meses de septiembre y octubre toda la ciudad vivió doblegada a la peste. Centenares de miles de hombres daban vueltas sobre el mismo lugar, sin avanzar un paso, durante semanas interminables. La bruma, el calor y la lluvia se sucedieron en el cielo.(...) A principios de octubre, grandes aguaceros barrieron las calles. Y durante este tiempo no se produjo nada que no fuese ese continuo dar vueltas sin avanzar.

Rieux y sus amigos descubrieron entonces hasta qué punto estaban cansados. En realidad, los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya diferir el cansancio".

"Sin embargo, había un hombre en la ciudad que no parecía agotado ni descorazonado y que seguía siendo la viva imagen de la satisfacción. Ese hombre era Cottard. Sabía mantenerse apartado de todo y continuar sus relaciones con los demás". Se nos explica la causa del buen humor de Cottard en la versión de las notas de Tarrou: "Prefiere estar sitiado con todos los otros a estar preso solo. Con la peste se acabaron las investigaciones secretas, los expedientes, las fichas, las informaciones misteriosas y los arrestos inminentes. Propiamente hablando, se acabó la policía, se acabaron los crímenes pasados o actuales, se acabaron los culpables. No hay más que condenados que esperan el más arbitrario de los indultos y, entre ellos, los policías mismos".

Rambert sigue fracasando en el propósito de abandonar Orán. Decide quedarse con ellos. Rieux le pregunta por la mujer que dejó en Francia. "Rambert dijo que había reflexionado y seguía creyendo lo que siempre había creído, pero que sabía que si se iba tendría vergüenza. Esto le molestaría para gozar del amor de su mujer. Pero Rieux se enderezó y dijo con voz firme que eso era estúpido y que no era en modo alguno vergonzoso elegir la felicidad.

—Sí —dijo Rambert—, puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz".

"Hasta los últimos días de octubre no se ensayó el suero de Castel (otro médico de Orán). Ésta era, prácticamente, la última esperanza de Rieux. En el caso de que fuese un nuevo fracaso, el doctor estaba persuadido de que la ciudad quedaría a merced de la plaga que podía prolongar sus efectos durante varios meses más todavía o decidirse a parar sin razón".

El niño del juez Othon cae enfermo. Su caso se hace desesperado. "Aquel frágil cuerpecito se dejaba devorar por la infección sin reaccionar. Pequeños bubones dolorosos, apenas formados, bloqueaban las articulaciones de sus débiles miembros. Estaba vencido de antemano. Por esto Rieux tuvo la idea de ensayar con él el suero de Castel. Aquella misma noche, después de la cena, practicaron la larga inoculación sin obtener una sola reacción del niño. Al amanecer del otro día, todos acudieron a verle para saber lo que resultaba de esta experiencia decisiva". Fue inútil. "El niño con los ojos siempre cerrados pareció calmarse un poco. Las manos, que se habían vuelto como garras, arañaban suavemente los lados de la cama. Las levantó un poco, arañó la manta junto a las rodillas y de pronto encogió las piernas, pegó los muslos al vientre y se quedó inmóvil. Abrió los ojos por primera vez y miró a Rieux que estaba delante de él. En su cara hundida, convertida ya en una arcilla gris, la boca se abrió de pronto dejando escapar un solo grito sostenido que la respiración apenas alteraba y que llenó la sala con una protesta monótona, discorde y tan poco humana que parecía venir de todos los hombres a la vez. Rieux apretó los dientes y Tarrou se volvió para otro lado. Rambert se acercó a la cama junto a Castel, que cerró el libro que había quedado abierto sobre sus rodillas. Paneloux miró esta boca infantil ultrajada por la enfermedad y llena de aquel grito de todas las edades. Se dejó caer de rodillas y a todo el mundo le pareció natural oirle decir con voz ahogada pero clara a través del lamento anónimo que no cesaba: Dios mío, salva a esta criatura".

Pero el niño siguió gritando y los otros enfermos se agitaron. (...) Pero bruscamente los otros enfermos se callaron. El doctor notó que el grito del niño se había hecho más débil, que seguía apagándose hasta llegar a extinguirse. Alrededor los lamentos recomenzaron pero sordamente y como un eco lejano de aquella lucha que acababa de terminar. Pues había terminado. Castel pasó al otro lado de la cama y dijo que había concluido. Con la boca abierta pero callado, el niño reposaba entre ]as mantas en desorden, empequeñecido de pronto, con restos de lágrimas en las mejillas.

Paneloux se acercó a la cama e hizo los ademanes de la bendición. Después se recogió la sotana y se fue por el pasillo central.(...)

Pero Rieux se alejaba de la sala con un paso tan precipitado y con tal aire que cuando alcanzó a Paneloux y pasó junto a él, éste alargó el brazo para detenerle.

—Vamos, doctor —le dijo.

Pero con el mismo movimiento arrebatado Rieux se volvió y lo rechazó con violencia.

—Ah!, éste, por lo menos, era inocente, bien lo sabe usted!"

Se produce un relevante diálogo entre Rieux y el sacerdote.

"No, padre —dijo—. Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.

Por la cara de Paneloux pasó una sombra de turbación.

—Ah!, doctor —dijo con tristeza—, acabo de comprender eso que se llama la gracia.

Pero Rieux había vuelto a dejarse caer en el banco. Desde el fondo de su cansancio que había renacido, respondió, con algo más de dulzura:

—Es lo que yo no tengo: ya lo sé. Pero no quiero discutir esto con usted. Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante.

Paneloux se sentó junto a Rieux. Parecía emocionado.

—Sí —dijo—, usted también trabaja por la salvación del hombre.

Rieux intentó sonreír.

—La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos. Es su salud lo que me interesa, su salud, ante todo".

Ahora la atención del cronista, se centra en el P.Paneloux. "Aparentemente siempre había conservado la serenidad. Pero, a partir de aquel día en que había visto durante tanto tiempo morir a un niño, pareció cambiado. Se leía en su cara una tensión creciente. Y el día que le dijo a Rieux sonriente que estaba preparando un corto tratado sobre el tema: ¿Puede un cura consultar a un médico?, el doctor tuvo la impresión de que se trataba de algo más serio de lo que decía Paneloux. Como el doctor manifestó el deseo de conocer ese trabajo, Paneloux le anunció que iba a pronunciar un sermón en la misa de los hombres y que en esta ocasión expondría algunos de sus puntos de vista".

"El Padre pronunció un segundo sermón en un día de gran viento. A decir verdad, las filas de los asistentes no estaban tan tupidas como en el primero.

Habló con tono dulce y más meditado que la primera vez y, en varias ocasiones, los asistentes advirtieron cierta vacilación en su sermón. Cosa curiosa: ya no decía "vosotras", sino "nosotros".

"Decía poco más o menos que no hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella lo que se pueda aprender. Rieux comprendió confusamente que, según el Padre, no había nada que explicar. Su atención pudo intensificarse cuando Paneloux dijo con firmeza que respecto a Dios había unas cosas que se podían explicar y otras que no. Había con certeza el bien o el mal. Había, por ejemplo, un mal aparentemente necesario y un mal aparentemente inútil. Don Juan hundido en los infiernos y la muerte de un niño. Pues si es justo que el libertino sea fulminado, el sufrimiento de un niño no se puede comprender. Y, a decir verdad, no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento de un niño, nada más importante que el horror que este sufrimiento nos causa ni que las razones que procuraremos encontrarle. Por lo demás, en la vida, Dios nos lo facilita todo, y hasta ahí la religión no tiene mérito. Pero en esto nos pone ante un muro infranqueable. (...)

"Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo. Y ¿quién de entre vosotros se atrevería a negarlo todo? (...)

"La religión del tiempo de peste no podía ser la religión de todos los días.(...)

"Dios hace hoy día a sus criaturas el don de ponerlas en una desgracia tal que les sea necesario encontrar y asumir la virtud más grande, la de decidir entre Todo o Nada (...)".

El cristiano se abandonará a la voluntad divina aunque le sea incomprensible. No se puede decir: "Esto lo comprendo, pero esto otro es inaceptable". Hay que saltar al corazón de lo inaceptable que se nos ofrece, justamente para que podamos hacer nuestra elección. El sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual.

Aquí el pequeño bullicio que se oía en las pausas del Padre Paneloux empezó a hacerse sentir, pero súbitamente el predicador recomenzó con energía, como si se dispusiera a preguntar a sus oyentes cuál era la conducta que había que seguir. El Padre Paneloux sospechaba que todos estaban a punto de pronunciar la terrible palabra: fatalismo. Pues bien, no retrocedería ni ante ese término siempre que pudiera añadirle el adjetivo "activo". (...)

"No se trataba de rechazar las precauciones, el orden inteligente que la sociedad impone al desorden de una plaga. No había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonarlo todo. Había únicamente que empezar a avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas, y procurar hacer el bien. Pero por lo demás había que perseverar y optar por encomendarse a Dios, incluso ante la muerte de los niños, y sin buscar subterfugios personales".

Pocos días después, el jesuita cae enfermo. Se le hospitaliza, para aislarle. A la mañana siguiente, lo encontraron muerto. En su ficha se inscribió "caso dudoso", ya que no presentaba los síntomas acostumbrados de la peste.

Una noche, después de una jornada agotadora de trabajo, el Dr. Rieux y Tarrou sostienen una conversación, larga y llena de intimidad. Así nos enteramos de la historia de Tarrou, que el médico se encargó de reconstruir en su crónica.

"Cuando yo era joven vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. No soy del género de los atormentados, yo empecé bien. Todo me salía como es debido, estaba a mi gusto en el terreno de la inteligencia y mucho más en el de las mujeres. Si tenía alguna inquietud se iba como había venido. Un día empecé a reflexionar...

Tengo que advertirle que yo no era pobre como usted. Mi padre era abogado general, que es una buena situación. (...) Cuando cumplí los diecisiete años mi padre me invitó un día a ir a oirle. Se trataba de un asunto muy importante en los tribunales y seguramente él creyó que quedaría muy bien a mis ojos. Creo también que contaba con que este acto, propio para impresionar a las mentes jóvenes, influiría en mí para decidirme a elegir la misma carrera que él había seguido".

(...) "Sin embargo no conservo de ese día más que una sola imagen: la del culpable. Yo creo que era culpable, realmente, poco importa de qué. Pero aquel hombrecillo de pelo rojo y ralo, de unos treinta años, parecía tan decidido a reconocerlo todo, tan sinceramente aterrado por lo que había hecho y por lo que iban a hacerle, que al cabo de unos minutos yo ya no tuve ojos más que para él. (...) No escuchaba nada de lo que decían: sentía solamente que querían matar a aquel ser viviente y un instinto, formidable como una ola, me llevaba a ponerme de su lado, con una especie de ceguera obstinada. No me desperté de este delirio hasta que empezó mi padre la acusación".(...)

"Comprendí que estaba pidiendo la muerte de aquel hombre en nombre de la sociedad, y que incluso pedía que le cortasen el pescuezo".(...)

"Creerá usted que voy a decirle que me fui de casa enseguida. Pues no, me quedé todavía varios meses, casi un año. Pero tenía el corazón enfermo. Una noche mi padre pidió el despertador porque tenía que levantarse temprano. No dormí en toda la noche. Al día siguiente cuando volvió ya me había ido. Tengo que añadir que mi padre me hizo buscar, que fui a verle y que sin más explicación le dije tranquilamente que si me obligaba a volver me mataría".(...)

"Cuando murió me llevé a mi madre conmigo, y conmigo estaría si no hubiera muerto".(...)

"Conocí la pobreza a los dieciocho años, saliendo de la abundancia. Hice mil oficios para ganarme la vida y eso no me salió demasiado mal. Pero seguía obsesionándome la sentencia de muerte. Quería saldar las cuentas del buho rojo y, en consecuencia, hice política, como se dice. No quería ser un apestado, esto es todo. Llegué a tener la convicción de que la sociedad en que vivía reposaba sobre la pena de muerte y que combatiéndola, combatía el crimen".(...)

"Naturalmente, yo sabía que nosotros también pronunciábamos a veces graves sentencias. Pero me aseguraba que esas muertes eran necesarias para llegar a un mundo donde no se matase a nadie".(...)

"Hasta el día en que tuve que ver una ejecución (fue en Hungría) y el mismo vértigo que me había poseído de niño volvió a oscurecer mis ojos de hombre".(...)

"Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la peste. Comprendí que había contribuido a la muerte de miles de hombres, que incluso la había provocado, aceptando como buenos los principios y los actos que fatalmente la originaban. Los otros no parecían molestos por ello, o, al menos, no lo comentaban nunca espontáneamente. Yo tenía un nudo en la garganta. Estaba con ellos y sin embargo estaba solo".(...)

"Desde entonces no he cambiado. Hace mucho tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aun que desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también. con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o dejar de matar, porque está dentro de la lógica en que viven, y he comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderles a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello. Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarles, por lo menos hacerles el menor mal posible y a veces incluso un poco de bien".(...)

"Por supuesto, no es ninguna superioridad. Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia. Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sí que es cierto".(...)

"Así que afirmo que hay plagas y víctimas, y nada más. Si diciendo esto me convierto yo también en plaga, por lo menos será contra mi voluntad. Trato de ser un asesino inocente. Ya ve usted que no es una gran ambición.

Claro que tiene que haber una tercera categoría; la de los verdaderos médicos, pero de esos no se encuentran muchos porque debe ser muy difícil. Por esto decido ponerme del lado de las víctimas para evitar estragos. Entre ellas, por lo menos, puedo ir viendo cómo se llega a la tercera categoría, es decir, a la paz".(...)

"—En resumen —dijo Tarrou con sencillez—, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.

—Pero usted no cree en Dios.

—Justamente. Puede llegarse a ser santo sin Dios; éste es el único problema concreto que admito hoy día".

Joseph Grand se enferma y está a punto de morir, víctima del contagio. Viéndose en los últimos momentos, ordena quemar los papeles del manuscrito que estaba escribiendo. Pero, sorpresivamente, a la mañana siguiente lo abandona la fiebre. "Por la noche, Grand podía considerarse como salvado. Rieux no podía comprender esta resurrección".

En la misma semana, se presentan cuatro casos semejantes. También reaparecen en la ciudad ratas vivas. "Rieux esperaba las estadísticas que salían al principio de cada semana. Revelaron un descenso de la enfermedad". Así acaba la parte IVª.

"A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad, nuestros conciudadanos no se apresuraron a estar contentos. Los meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su deseo de liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían acostumbrado a contar cada vez menos con un próximo fin de la epidemia. Sin embargo el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada. Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la peste tenían poco peso al lado de este hecho exorbitante: las estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que la era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se la esperaba en secreto sin embargo, fue que nuestros conciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste".(...)

"En este aire purificado, la peste, en tres semanas, y mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres cada día menos numerosos".(...)

"El suero de Castel empezó a tener, de pronto, éxitos que hasta entonces le habían sido negados".(...)

"Sólo de cuando en cuando la enfermedad recrudecía y de un solo golpe se llevaba a tres o cuatro enfermos cuya curación se esperaba. Eran los desafortunados de la peste; los que mataba en plena esperanza".(...)

"Se puede decir, por otra parte, que a partir del momento en que la más ínfima esperanza se hizo posible en el ánimo de nuestros conciudadanos, el reinado efectivo de la peste había terminado".(...)

"La población vivió en esta agitación secreta hasta el 25 de enero. En aquella semana las estadísticas bajaron tanto que, después de una consulta con la comisión médica, la prefectura anunció que la epidemia podía considerarse contenida. El comunicado añadía que por un espíritu de prudencia, que no dejaría de ser aprobado por la población, las puertas de la ciudad seguirían aún cerradas durante un mes".

"Pero en el preciso momento en que la peste parecía alejarse para volver al ignorado cubil de donde había salido, había alguien en la ciudad que estaba consternado de su partida: este era Cottard, a creer los apuntes de Tarrou".

Ahora es Tarrou el que cae enfermo. El Dr. Rieux, le inyecta el suero.

"Rieux —dijo al fin—, tiene usted que decirme todo: lo necesito.

—Se lo prometo.

Tarrou torció un poco su cara recia en una sonrisa.

—Gracias. No tengo ganas de morir, así que lucharé. Pero si el juego está perdido quiero tener un buen final.

Rieux se inclinó y le apretó un poco el hombro.

—No —dijo—. Para llegar a ser un santo hay que vivir. Luche usted".(...)

"Rieux no tenía delante más que una máscara inerte en la que la sonrisa había desaparecido. Esta forma humana que le había sido tan próxima, acribillada ahora por el venablo, abrasada por el mal sobrehumano, doblegada por todos los vientos iracundos del cielo, se sumergía a sus ojos en las ondas de la peste y él no podía hacer nada para evitar su naufragio. Tenía que quedarse en la orilla con los brazos cruzados y el corazón oprimido, sin armas y sin recursos una vez más frente al fracaso. Y al fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en alguna parte de su ser una cuerda esencial se hubiese roto".

Rieux se entera, asimismo, por un telegrama, de la muerte de su mujer.

"Las puertas de la ciudad se abrieron por fin al amanecer de una hermosa mañana de febrero, saludadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los comunicados de la prefectura".

A punto de acabar el relato, el Dr. Rieux confiesa que él es el cronista.

"Pero hay uno entre todos por el cual el doctor Rieux no podía hablar y del cual Tarrou había dicho un día: "Su único crimen verdadero es haber aprobado en su corazón lo que hace morir a los niños y a los hombres. En lo demás le comprendo, pero en eso tengo que perdonarle". Es justo que esta crónica se termine con él que tenía un corazón ignorante, es decir solitario".

A continuación nos relata el fin de la historia de Cottard: se vuelve loco y cae en manos de la policía.

"El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.

Pero sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos ]os hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se es fuerzan no obstante en ser médicos.

Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba, lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios, dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa".

Es el final de la peste.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Teniendo en cuenta que Camus no es un filósofo en el sentido estricto de la palabra y aunque él alguna vez lo haya negado, puede englobarse su obra en la corriente del existencialismo. Para algunos, la existencia les sirve sélo como punto de partida, para buscar después una trascendencia. Para otros —y entre ellos Camus— toda la realidad se reduce a la existencia humana; y ésta a su vez a una existencia que carece de toda trascendencia y que por lo tanto se vuelve angustiosa y sin sentido. Esta mentalidad estuvo de moda en la Europa de la post-guerra y Camus es uno de sus representantes más característicos.

Por este camino, exaltan de tal manera al hombre, que pierden el sentido de la realidad divina y del destino humano trascendente. Son humanismos, que por basarse en una concepción equivocada del hombre, se vuelven contra el hombre, prescindiendo de Dios, principio y fin del hombre y del mundo.

El autor vivió una infancia feliz. A partir de ahí orienta toda su vida hacia lo sensible, buscando en ella la dicha. Así vive la ciudad de Orán que nos descubre al comienzo de La Peste. Esto implica —es fácil advertirlo— una concepción pagana de la vida. Sus personajes más que inmorales son amorales; no se juzgan las personas y las conductas según el criterio de lo bueno y lo malo, sino según lo que es agradable o desagradable. La obra de Camus da testimonio de cierta sensibilidad contemporánea que, fascinada por el placer de lo sensible, se vacía de vida interior y, en definitiva, vuelve las espaldas a Dios.

Hay un texto de Bodas que refleja con exactitud estas ideas: "Me entero de que no hay dicha sobrehumana, ni eternidad fuera de la curva de los días. Estos bienes irrisorios y esenciales, estas verdades relativas son las únicas que me conmueven. Los otros, los 'ideales', no tengo bastante alma para comprenderlos. No es que sea preciso portarse como bestias, pero no encuentro sentido a la dicha de los ángeles".

Dando un valor absoluto a los bienes efímeros, rompe toda relación del hombre con los valores espirituales, y acaba negando la existencia de Dios. El materialismo que ignora a Dios, lleva consigo también la ignorancia de la religión cristiana. Escribió en Vie intellectuelle, en abril de 1949: "Yo no parto del principio de que la verdad cristiana sea ilusoria. Nunca he entrado en ella. Eso es todo".

En mayo de 1951 escribió en Nouvelles Littéraires, esta frase que pone de manifiesto su concepción pagana de la vida: "La verdad es que resulta un destino bien pesado nacer en una tierra pagana en tiempos cristianos. Tal es mi caso. Me siento más próximo a los valores del mundo antiguo que a los valores cristianos".

Pero, en este mundo en el que intenta a toda costa ser dichoso, se encuentra con la realidad de la muerte y del dolor. La muerte de un niño en Argel, atropellado delante de sus ojos por un camión, lo conmovió profundamente. Ante los gritos de la madre del niño muerto, parece que Albert Camus dijo a quien le acompañaba: "Mira, el Cielo no responde". Va a ser una obsesión. Es un sentimiento que va a dominarlo, intensificado además por la experiencia de su propia enfermedad, de la tuberculosis.

Y se rebela. Porque, en una vida en la que la dicha sensible se coloca como fin, la muerte y el dolor no tienen cabida. Porque, en un mundo en el que Dios no ha entrado, o del que se ha arrojado a Dios, el dolor y la muerte se hacen incomprensibles. Y deja invadir su vida por el absurdo.

Pero entonces, si la vida no tiene sentido, si la existencia humana es absurda, ¿cómo vivirla dignamente? ¿Dónde encontrar ese sentido?

Camus no sólo rechaza lo sobrenatural, la visión de la fe, sino también la resignación, la pasividad, el suicidio, ya que la vida hay que vivirla conscientemente como algo que carece de sentido pero que puede proporcionar una felicidad natural, ya que cualquier otra cosa es imposible.

En "El mito de Sísifo" queda reflejada esta problemática. Sísifo, estaba condenado a subir un enorme bloque de piedra a la cumbre de una colina; tan pronto como llegaba arriba, el bloque se le escapaba y rodaba pendiente abajo. Y había que comenzar de nuevo. La única actitud propia del hombre es tratar de ser dichoso en este universo absurdo. Y ésta es la última frase de su ensayo sobre el absurdo: "Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso".

Ahora bien, el interrogante sigue en pie: ¿Cómo vivir dichoso en un mundo absurdo? ¿Qué sentido puede tener la vida, si acaba con la muerte? Es la cuestión que intenta resolver en "La Peste". Dejará de usar la palabra absurdo, para usar el vocablo peste.

La Peste es del año 1947. En ella Camus refleja la situación en que han vivido los europeos en la segunda Guerra Mundial. Es una crónica, escrita con un estilo humilde y lacónico, que testimonia el inmenso dolor que invadió al mundo en esos años.

La peste es una epidemia física que golpea al azar, crece de modo asombroso, vuelve inútil el esfuerzo de los médicos y luego, de un modo caprichoso desaparece bruscamente. Pero la peste es también la guerra, la ocupación, el aislamiento, la cárcel. La peste simboliza asimismo el mal y el sufrimiento que hay en el mundo, sobre todo el sufrimiento de los inocentes.

La esperanza puesta en lo puramente sensible, orienta al hombre en una clara dirección: la incapacidad de comprender el dolor y en definitiva la existencia del mal en el mundo. Y esto es causa de incredulidad para muchos hombres. Camus negaba ser ateo, aunque a priori rechazaba la idea de la existencia de Dios, reconociendo que nunca quiso pensar en ello. Teniendo en cuenta esta circunstancia, el absurdo de Camus es comprensible y más cuando el hombre sin fe se encuentra en una situación en la que son anulados los más elementales derechos de la persona, como ocurría en la Francia de la segunda Guerra Mundial.

Camus niega la existencia de Dios. Ante el sufrimiento y la muerte se rebela: el mundo es absurdo, luego Dios no existe. En sus obras está continuamente presente el intento de resaltar lo humano pero sin referencia alguna a valores espirituales superiores al hombre. Se respira en ellas una atmósfera fatalista, angustiada, reflejo de la falta de sentido de la vida.

Pero la experiencia del absurdo debe ser vencida. El cómo, nos lo explicará en la novela que estamos analizando a través de la actitud vital de los diversos personajes, que reflejan o encarnan las posibles actitudes del hombre ante la muerte, el mal, el dolor, etc.

El personaje principal y autor de la crónica es el Dr. Rieux. Representa la encarnación de la solidaridad del hombre con el sufrimiento de los otros. Es un hombre capaz de sacrificar la propia dicha, en beneficio de la de los otros. Puede abandonar Orán, pero se queda. Pierde a su mujer, a su mejor amigo y trabaja curando a otros hasta el agotamiento. Se da cuenta que a pesar de lo absurdo de la existencia, es necesario luchar contra el sufrimiento y la muerte. Es la ética de la rebeldía: concreta, activa y creadora. Fruto del amor, pero un amor meramente humano. No es santidad, es altruismo.

A lo largo de la crónica, nos dice que pone todo ese esfuerzo por honradez. No se considera un héroe, sino solamente un hombre honrado. Cuando le preguntan sobre qué es la honradez, contesta: "No sé lo que es en general. Pero, en mi caso, sé que consiste en ejercer mi oficio". Y lo hace con una dedicación extraordinaria.

No busca la salvación de los hombres, sino su salud. Rehusa la palabra santidad. "El único medio de luchar contra la peste es la honradez". El sabe, nos lo dice al fin de su crónica, que la peste volverá. Y entonces, lo que habrá que hacer es recomenzar la lucha. Como Sísifo. Y también, como en el caso de Sísifo, será preciso imaginarnos dichoso al Dr. Rieux.

Es el mito del santo sin Dios, la figura del hombre rebelde que asume el absurdo y de él obtiene la fuerza necesaria para luchar por los demás. En Bodas, Camus nos dice: "No hay que avergonzarse de ser dichoso". Aquí nos recuerda que "es vergonzoso ser dichoso uno solo".

El segundo personaje en orden de importancia, es Tarrou. En La Peste se nos cuenta su historia. Tuvo una juventud dichosa, hasta que descubre que los hombres pasan su tiempo haciéndose el mal los unos a los otros. Su padre —un gran criminalista— a quien Tarrou admiraba, lo invita a la vista de una causa. El hijo se pone de parte de la víctima y cobra conciencia de lo que es una pena de muerte (el repudio de la pena de muerte fue una obsesión en Camus). Abandona a su familia e ingresa en un partido (es sin lugar a dudas el Partido Comunista), porque no quiere ser un apestado, es decir, un hombre que mata o es cómplice de la muerte de otros. Pero el partido, en nombre de una ideología, también encarcela y mata. Por eso, lo abandona (también Camus abandonó el Partido Comunista).

Pero descubre, que también sin hacer política, se hace daño a los demás: "no podemos hacer un gesto en este mundo sin correr el peligro de hacer morir". Para él, todos los hombres son apestados, porque todos, de un modo u otro, infieren violencia a los demás. Y como quiere estar del lado de las víctimas, intenta ser un santo sin fe.

"—Lo que me interesa es saber cómo se hace uno santo.

—Pero usted no cree en Dios, le responde Rieux.

—Justamente. ¿Puede uno ser santo sin Dios?, es el único problema concreto que me interesa actualmente."

El quiere ser de los "verdaderos médicos" y decide ponerse del lado de las víctimas, trabajando denodadamente en los equipos sanitarios, contra la propagación de la peste. En este intento deja la vida y muere cuando la epidemia va a cesar. Es una muerte sin sentido, que aparece interrumpiendo brutalmente una obra que se está haciendo.

Otro ejemplo de solidaridad lo encontramos en el periodista Rambert. La peste lo sorprende, por razones de trabajo, lejos de la mujer que ama. Decide huir de la ciudad en cuarentena, clandestinamente. El Dr. Rieux no lo desaprueba, sino que le facilita la huida: sabe que tiene derecho a la dicha. Pero cuando está a punto de poder abandonar Orán, decide quedarse y ofrece sus servicios a los equipos sanitarios organizados por Tarrou. Rambert no renuncia a la dicha, pero elige la abnegación y el sacrificio, porque descubre que "puede uno avergonzarse de ser dichoso él solo".

Cottard es un criminal perseguido por la policía. Lo vemos aparecer en la crónica, cuando intenta suicidarse. Al estallar la peste, Cottard es el único que se alegra. En medio del desorden producido por la epidemia, él puede escapar del castigo y seguir en sus asuntos de siempre. Representa a todos aquellos inescrupulosos, que se aprovechan del caos de la guerra europea, para obtener ventajas personales. Cottard no luchará contra la peste y tampoco será víctima de ella. Cuando cesa la epidemia, se vuelve loco y cae en manos de la policía.

Joseph Grand, es un empleado municipal y novelista aficionado. Trabaja años enteros en la primera frase de su obra: "En una hermosa mañana de mayo, una elegante amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia". A través de Grand, Camus ironiza sobre un tipo de relato literario, perfeccionista y que busca una narración cronológica y lógicamente ordenada de las cosas.

Y como último personaje dejamos al Padre Paneloux. Representa, para Camus, la actitud cristiana frente a la peste.

La conducta del P. Paneloux puede reducirse a un dilema: o existe Dios y entonces se reza y se deja de luchar; o no existe Dios y entonces se combate la peste.

Camus acusaba a los cristianos de adoptar una postura ilusa frente a la historia. Para él, poner la esperanza en el más allá, es un pecado contra la historia, es una forma de suicidio que ciega nuestro espíritu. Pero una esperanza así entendida, no es virtud cristiana.

Dice el Concilio Vaticano II en la Constitución Pastoral Gaudium et spes: "El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura (ver Hebr 13,14), consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales (nº 43)."

El amor de Dios y el amor al prójimo impulsan al cristiano a asumir los problemas de sus semejantes, de todos los hombres, para intentar ofrecer una respuesta digna de la vocación del hombre. Los cristianos están llamados a mejorar el mundo, a poner todos los medios sobrenaturales y humanos, para configurar la historia según el designio de Dios.

El problema del mal en el mundo, resalta con mayor claridad cuando se trata del sufrimiento de los inocentes. Es el caso del hijo del juez Othon, que muere víctima de la peste. "Usted sabe muy bien que éste era inocente", le dice el Dr. Rieux al P. Paneloux. Y agrega: "Siempre me resistiré a aceptar una creación en la que los niños son atormentados."

Camus quiere una respuesta sensible de Dios, una manifestación de que eso no es irracional, absurdo. Y al carecer de ella —él siempre quiso ignorar la respuesta cristiana— se rebela contra Dios.

Para el cristiano el sufrimiento, también el de los inocentes, tiene sentido. Todo el sentido que le da la muerte de Jesús en la Cruz. Cristo fue inocente, el más inocente de todos y sufrió más que nadie. Además, la muerte no es un desastre. No es el fin, sino el principio de una eternidad feliz, para los que vivieron en la fidelidad a Dios. Fidelidad a Dios que también se muestra en la lucha por ofrecer a los hombres la mayor felicidad posible en esta tierra. El "fatalismo activo" que predica el Padre Paneloux, no es cristiano, no hunde sus raíces en una recta concepción de la esperanza cristiana.

VALORACIÓN LITERARIA

La Peste es una novela contemporánea —propia de la post-guerra europea— que constituye la expresión del hombre moderno y de sus problemas. Desborda ampliamente el concepto tradicional de la novela, como pintura de caracteres o narración de una historia, para pasar a ser, sobre todo, una afirmación de actitudes individuales y colectivas. En ella se da una casi total vinculación de la literatura a la filosofía.

Camus es un psicólogo y un moralista. Con una sobriedad totalmente clásica, concede el primer lugar a las ideas y rehusa sacrificarlas a la magia del estilo. Pero sería un error, desconocer su arte de escritor. Es un arte hecho de mesura y sobriedad. Un estilo neutro, impersonal, lleno de anotaciones secas y monótonas, que se ha vuelto inseparable del clima del absurdo. Es un estilo humilde, en tono de confidencia, a través del cual, sin gritos, sin frases grandilocuentes, sin ostentación de horrores, Camus protesta.

A lo largo de toda la obra el autor muestra un extraordinario dominio del lenguaje. La novela se lee, con auténtico interés y aun amenidad, a pesar de la densidad de su contenido.

 

                                                                                                                  E.D. (1983)

 

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