CARPENTIER, Alejo

El arpa y la sombra

Ed. Siglo XXI, 4ª ed. Madrid 1979.

INTRODUCCIÓN

"En el arpa, cuando resuena, hay tres cosas: el arte, la mano y la cuerda. En el hombre: el cuerpo, el alma y la sombra" (La leyenda áurea).

Alejo Carpentier sitúa al lector ante su obra con este encabezamiento, que explica su título y su estructura. La novela está dividida en tres partes. El arpa expresa la resonancia mundial —cósmica, la quiere el autor— del Descubrimiento de América, recogiendo el momento en que a Colón se le abrió la posibilidad de conseguir un título más alto. La mano relata cómo el Almirante llegó a pulsar por primera vez esas nuevas "cuerdas"; esto es, la génesis de la idea y la realización del Descubrimiento, con toda su corte de esplendor y de miseria. Por último, tres siglos después de su muerte, el propio Colón —La sombra— presencia el desarrollo del proceso que acabará con sus pretensiones de alcanzar ese otro grado de gloria.

En la solapa de la edición empleada para hacer este trabajo, se recogen unas palabras de Carpentier con las que éste explica cómo surgió el tema de El arpa y la sombra: "En 1937, al realizar una adaptación radiofónica de El libro de Cristóbal Colón de Claudel para la emisora Radio Luxemburgo, me sentí irritado por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de Léon Bloy, donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de quien comparaba, llanamente, con Moisés y San Pedro.

Lo cierto es que dos pontífices del siglo pasado, Pio Nono y León XIII, respaldados por 850 obispos, propusieron por tres veces la beatificación de Cristóbal Colón a la Sacra Congregación de Ritos; pero ésta, después de un detenido examen del caso, rechazó rotundamente la postulación.

Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema... Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos: del novelista) el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido".

CONTENIDO

1. El arpa (pp. 11 a 54)

La novela comienza con la descripción de la salida de Su Santidad Pío IX de la Basílica de San Pedro, tras una ceremonia litúrgica, con toda la pompa del protocolo vaticano. El Papa llega a sus habitaciones, y se enfrenta con un documento que se le ha presentado a la firma, por el que se autoriza la introducción de la causa de canonización de Cristóbal Colón por vía extraordinaria, dado el tiempo transcurrido desde su muerte y la falta de "ciertos respaldos biográficos" exigidos por el Derecho Canónico.

Pío IX duda en estampar su firma, y recuerda cómo pensó por vez primera en la posibilidad de canonizar al Descubridor. Giovanni Maria Mastai-Ferretti, nacido en el seno de una familia ilustre venida a menos, una vez ordenado sacerdote, es requerido por Mons. Nuzi, Delegado Apostólico en Chile, para que le asesore en una delicada misión. Consistía ésta en establecer nuevas relaciones entre la Santa Sede y Chile, recientemente independizado de España, y en evitar la implantación en este país de medidas que respondieran a la ideología liberal. Embarca, pues, hacia el Nuevo Mundo, donde la misión diplomática fracasará, al ser sustituido el Directo chileno Bernardo O'Higgin por Ramón Freire.

El futuro Papa, de vuelta hacia Roma, medita sobre las tierras y las gentes de las que se va alejando, y se le ocurre entonces que "lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto", que "tuviese un pie asentado en esta orilla del Continente y el otro en los finisterres europeos, abarcando con la mirada, por sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios" (pp. 49-50).

Ahora —piensa, ya elevado al trono de San Pedro— tiene la oportunidad de poner en práctica aquella antigua idea. El paso del tiempo —decide— justifica la apertura del proceso por vía excepcional; en cuanto a la vida de Colón, concluye que, según la biografía del marino genovés, escrita a petición del propio Papa, por el Conde Roselly de Lorgues, "historiador acucioso, riguroso, ferviente, digno de todo crédito" (p. 53), quedan patentes sus virtudes cristianas. Firma, pues, el decreto por el que autoriza la apertura de la instrucción y proceso. Recuerda Pío IX que "Colón había pertenecido, como él, a la orden tercera de San Francisco, y que franciscano era el confesor que, cierta tarde, en Valladolid" (p. 54), recibió la confesión general del Almirante...

2. La mano (pp. 55 a 187)

Cristóbal Colón agoniza en Valladolid, y mientras espera la llegada del fraile franciscano que ha de confesarle, reflexiona sobre su vida pasada.

Recuerda su infancia, cómo su padre "sin dejar por ello de cardar la lana, abriese un negocio de quesos y vinos en Savona —con trastienda donde podían los parroquianos llevar sus vasos a la boca de las canillas, para entrechocarlos luego por sobre una mesa de espeso nogal—", en la cual el pequeño Cristóbal se gozaba "en escuchar lo que de sus andanzas contaba la gente marinera, vaciando uno que otro fondo de tintazo que me pasaban a escondidas" (p. 62).

Colón comienza a navegar, a aprender las artes de marear; y, al estudiar el mundo y sus maravillas, intuye vagamente su futuro: "... y de tanto estudiarlo tenía como la impresión de que el mundo me abría poco a poco las puertas arcanas tras de las cuales se ocultaban portentos y misterios aún tenidos en secreto para el común de los mortales. Tenía ansias de saberlo todo" (p. 66). Comienza a leer libros de viajes, y se interesa por "una tragedia de Séneca" en la que "se habla de aquel Jasón que, yendo al este del Ponto Euxino, al frente de sus argonautas, halló la Cólquida del vellocino de oro".

Durante uno de sus viajes desembarca en Galway, y allí conoce —según Carpentier— al Maestre Jacobo. En presencia de éste, se refiere Colón a que se hallan en el "límite de la Tierra". El Maestre le mira con sorna, y más tarde le cuenta cómo "unos hombres del Norte (normáns, parece que por eso se llaman), antes de que nosotros empezáramos a salir del ámbito natal, buscando, a tientas, nuevos caminos por donde andar, habían llegado, por el Este, a las comarcas de los rus, y (...) alcanzado los reinos de Gog y Magog, y los sultanatos de la Arabia" (p. 74). Asimismo, "hace ya tantos años que suman varios siglos, un hidalgo pelirrojo (...) había emprendido una navegación fuera de los rumbos usuales, que lo condujo a una enorme tierra a la que llamó "Tierra Verde" por lo verdes que allí estaban los árboles" (p. 75). Maestre Jacobo se explaya contando las aventuras de los vikingos, que encuentran la "Tierra del Vino" o Vinlandia, a cuyos habitantes dieron el nombre de "skraelings", literalmente patizambos, y que Colón traduce por "monicongos".

El futuro Almirante no consigue dormir esa noche pensando en los viajes de los hombres del Norte: "Todo lo aprendido a lo largo de mis viajes, toda mi Imago Mundi, todo mi Speculum Mundi, se me viene abajo... ¿Así que, navegando hacia el Oeste, se encuentra una inmensa Tierra Firme, poblada de monicongos, que se prolonga hacia el Sur como si no tuviese término?" (p. 81). Colón trata de imaginar la latitud de estas tierras a partir del dato de que los normáns hallaron en ellas salmón y vides, lo que no concuerda con sus conocimientos geográficos y sobre Ciencias Naturales. "Se me barajan, se me revuelven, se me trastruecan, desdibujan y redibujan todos los mapas conocidos. Mejor olvidar los mapas (...). Mejor me vuelvo hacia los poetas que, a veces, en bien medidos versos, pronunciaron verdaderas profecías. Abro el libro de las Tragedias de Séneca que me acompaña en este viaje. Me detengo en la tragedia de Medea (...) y me detengo en la estrofa final del sublime coro que canta las hazañas de Jasón (Carpentier transcribe el original latino). Tomo una pluma y traduzco (...) esos versos que muchas veces habré de citar en el futuro: Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano aflojará los atamentos de las cosas y se abrirá una gran tierra, y un nuevo marino como aquél que fue guía de Jasón, que hubo nombre Tiphi, descubrirá nuevo mundo, y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras. Esta noche vibran en mi mente las cuerdas del arpa de los escaldas narradores de hazañas, como vibraban en el viento las cuerdas de esa alta arpa que era la nave de los argonautas" (pp. 81-82).

Continúa Colón reflexionando sobre el descubrimiento de los normandos, cuyas naves son "de magnífica factura, ciertamente ligeras, espigadas, de buena eslora y muy marineras. Pero también es verdad que son harto angostas y de poco aforo. Y si hubiese que hacer un viaje prolongado, pronto carecerán los tripulantes del bastimento necesario a su mantenencia. Así que cerca, bastante cerca, debe estar la Vinlandia, y milagro es que otros no hubiesen arribado a ella, tras de los Hombres del Norte" (p. 84). Ello se debe a que "los escasísimos marinos de Génova, Lisboa o Sevilla" que llegaron a Islandia no conocían el idioma ni lograron contar con la amistad del intérprete, el Maestre Jacobo, ignorando así que "hay grande, poblada y rica tierra al Oeste" (ibid).

Desde entonces Colón se sentirá "acosado, día y noche, por la misma idea"; no podrá "abrir ya un libro sin tratar de hallar en el trasfondo un verso, un anuncio" de su misión; pondrá todo su empeño "en buscar presagios, en aplicar la oniromancia a la interpretación de mis propios sueños, llegando, para ello, a consultar los textos del pseudo-José y las Claves Alfabéticas del Pseudo-Daniel, y, desde luego, el tratado de Artemidoro de Efeso"... Vivirá febril y desasosegado, "trazando proyectos más o menos fantasiosos" (p. 85), para cuya realización práctica comienza a buscar ayuda entre los poderosos y adinerados.

Así comienzan las idas y venidas de Colón, tratando "durante años y años" de "ganarme el favor de los Príncipes de la Tierra, ocultando la verdad verdadera tras de verdades fingidas, dando autoridad a mis decires con citas habilidosamente entresacadas de las Escrituras, sin dejar nunca de esbozar, en lúcido remate de párrafos, los proféticos versos de Séneca" (p. 86). No le importa "para quién iría a navegar".

Se hizo "un tinglado de maravillas, como los pasean los goliardos por las ferias de Italia. Armaba mi teatro "ante aristócratas, clérigos y ricos hombres, describiendo unas tierras pródigas en Oro, Diamantes, Perlas y, sobre todo, en Especias, y fáciles de alcanzar, evitando las rutas marinas infestadas de piratas, y las terrestres señoreadas por el Gran Turco (cfr. pp. 87-88).

En Lisboa conoce a Felipa, con quien contrae matrimonio, instalándose en la Isla de Puerto Santo. Nace su hijo Diego. Al quedar viudo renace su ambición, y con ella el no infundado temor de pensar que a los navegantes portugueses, "de tanto haber mirado hacia el Sur y hacia el este, se les ocurriera, alguna vez, mirar el Oeste, cuyos rumbos tenía yo como legítima pertenencia" (p. 91). Vuelve a embarcarse, negociando azúcares y otras mercancías, hasta que resuelve buscar tenazmente la regia ayuda que necesitaba. Muestra su "Tinglado de Maravillas" al rey de Portugal, quien le remite a una serie de doctores, geógrafos y maestres, los cuales consideraron que sus teorías eran "meras mudanzas y diferencias hechas, como por arte de buen cantar, a base de temas ya puestos en solfa por Marco Polo" (p. 92).

Desarma su tinglado y vuelve a armarlo en Córdoba, donde los Reyes Católicos le prometen que unos letrados considerarían su oferta. En esta ciudad andaluza conoce a la "guapa vizcaína", Beatriz, que le daría otro hijo, Fernando. Viaja Colón a Francia,mientras su hermano Bartolomé hace las mismas gestiones en Inglaterra...

Entonces —escribe Carpentier— adopta el futuro Almirante una nueva táctica: "Entendiendo que sólo se escucha debidamente a quien pisa fuerte, intimida a los ujieres, se impacienta en las recámaras, alinea títulos y honores ya conseguidos, fui haciéndome de una mitología destinada a hacer olvidar la taberna de Savona" (p. 94-95). Alardea, pues, de parientes, títulos y amigos que jamás tuvo, y maneja la intriga, ahora con fortuna, pues consigue hacer creer a los Reyes de España que "estaban en trance de perderse, para este reino, un fabuloso negocio cuyos inmensos réditos habían entrevisto ya otros soberanos mejor aconsejados" (ibid). Es llamado, por fin, a visitar la Corte: "Transcurría el mes de julio. Acababa yo de cumplir cuarenta años (...). Hacía calor cuando llegué a Santa Fe" (p. 96-96).

Habla Colón a solas con la Soberana, a la que adula y conquista —en la intimidad, la llamará Columba—, mientras ambos esperan la caída de Granada. Entretanto, consigue Colón un millón de maravedíes con los genoveses de Sevilla y el banquero Berardi, pero le falta otro millón para poder hacerse a la mar. La Reina promete dárselo pero va demorando la entrega, hasta que el genovés, irritado, le revela "lo sabido, allá en la Tierra de Hielo, acerca de las navegaciones del Pelirrojo, de su hijo Leif, y de la descubierta, por ellos realizada, de la Tierra Verde, y de la Tierra de Selvas, y de las Tierras de Viña" (p. 104). Describe las maravillas que en ellas se encierran, grita a Columba que ofrecerá su empresa al Rey de Francia, y se marcha enfurecido. Pero a poco de llegar al parador, entra un alguacil con un recado: Su Majestad le manda llamar a toda prisa. A mediodía se presenta Colón en su presencia: "Tienes el millón de maravedíes" (p. 105), le dice. Lo había pedido al banquero Santángel, dándole en garantía "unas joyas que, a la verdad, valían muchísimo menos" (ibid).

Comienza ahora el relato del primer viaje, con unas palabras textuales del diario de abordo del genovés. Como "la marinería era mala" y "demasiado vivas estaban todavía, en muchos ánimos, las imágenes del Océano Tenebroso", resuelve "contar cada día menos leguas de las que andábamos porque si el viaje era luengo no se espantase ni desmayase la gente" (p. 108).

A primeros de octubre comienzan a percibir señales de tierra: "vegetaciones raras", aves hasta entonces desconocidas... Pero los marineros murmuran y desconfían de su capitán. La noche del 9 de octubre tuvo noticias de que se estaba urdiendo una conjura a bordo de las naves. Colón consigue "capear el temporal". El día 11 recogen de las aguas "una maderilla curiosamente labrada por mano humana", y hallan, flotando, "un palillo cubierto de escaramujos". "Algunos decían que la brisa olía a tierra. A las diez de la noche, me pareció divisar unas lumbres en la lejanía. Y por estar más seguro, llamé al veedor Rodrigo Sánchez, y al repostero de estrados del Rey, que fueron de mi parecer... Y a las dos de la madrugada del viernes, lanzó Rodrigo de Triana su grito de: "¡Tierra! ¡Tierra!" que a todos nos sonó a música de Tedéum...". (p. 113).

Esperan al amanecer. Colón entrega a Rodrigo de Triana el jubón de seda prometido, y le dice que la renta de diez mil maravedises ofrecida a quien avistase la tierra se la entregará al regreso (nunca la percibirá: Colón va a apropiársela en beneficio de Beatriz y de su hijo).

Colón y sus hombres visten sus mejores galas, montan la bandera real y las dos de la Cruz Verde con las iniciales F e Y, preparan las lombardas y espíngolas, por lo que pudiese suceder, y bajan a tierra armados. Cumplen las formalidades de Toma de Posesión, oyen ruido en las malezas y se ven de repente rodeados de hombres. Unos hombres que deben ser "tremendamente miserables, puesto que andan todos en cueros —o casi—", que traen papagayos verdes y un hilo de algodón en ovillos, que cambian por las baratijas que, en previsión, habían llevado los españoles.

Afirma Colón que, con fecha 13 de octubre, comienza su "repertorio de embustes" (se refiere a la redacción de sus relaciones de viajes) con la palabra oro, pues unos indios "traían unos pedazuelos de oro colgados de las narices" (p. 125). Trata de averiguar dónde están los yacimientos de oro, cómo lo extraen, cómo lo labran, y ellos le indican que "yendo hacia el Sur había otra isla donde un Gran Rey tenía enormes vasos llenos de oro" y piedras preciosas (p. 126). Tomando siete prisioneros para que le sirvan de guía, parte en la dirección indicada hasta toparse con la gran tierra de Cobla, o Cuba. Allí encuentra sabrosas y raras frutas, pero nada útil: ni especias, ni oro. Sin embargo, anota en su "relación" que hay en ella minas de oro y muchas perlas, tan sólo porque vio algunas almejas "que son señal de ellas".

Pronto se convence Colón de que no se encuentra en el "rutilante reino de Cipango", de que no verá al Gran Khan. Dos mensajeros hábiles despachados "para ver si aquí se alzaba alguna ciudad o fortaleza importante" se topan sólo "con una aldehuela de chozas y con indios en todo semejantes a los que hemos visto hasta ahora" (p. 132). No encontraron indicios de especias ni de oro.

Siguen adelante, "bordeando ahora la magnífica tierra de Aytí, a la que por hermosa puse el nombre de Española", de la cual, ante sus reyes, "que aquí llaman caciques" (p. 134), toma posesión en nombre de los monarcas españoles.

De vuelta ya hacia España, les sorprende una gran tormenta, perdiéndose la carabela de Martín Alonso, quien fue a dar a las costas de Galicia, "de donde escribió a los Reyes una carta colmada de infamias" (p. 143), falleciendo cuando se encaminaba a la Corte.

Sevilla recibe a los Descubridores "con albricias y alegrías". Colón es invitado "a la Corte, que, a la sazón, se hallaba en Barcelona" (p. 145). Prepara a los indios, poniéndoles algunas ropas cosidas con hilillos de oro, y hace su entrada triunfal en Barcelona. Entra en la estancia regia "lentamente, solemnemente, a paso de vencedor" (p. 148), llevando presentes a sus Majestades, a quienes cuenta sus peripecias; describiendo las nuevas tierras "se me fue encendiendo el verbo", y la isla Española "creció, se hinchó, hasta montarse en las cumbres fabulosas de Tarsis, de Ofin y de Ofar, haciéndose el límite, por fin hallado —sí: hallado...— del prodigioso reino de Cipango" (p. 151).

Cuando terminó de hablar, se arrodillaron todos, "mientras los chantres y sochantres, los seises de la Capilla Real se abrieron en el más solemne Tedéum que se hubiese escuchado bajo este cielo" (p. 153). La Reina ordena que los indios "sean devueltos a su tierra en la primera nave que hacia ella haya de zarpar" (p. 153).

Más tarde, por la noche, a solas, la Reina hace ver a Colón que se ha dado cuenta del engaño: no ha llevado oro ni especias, sino "siete hombrecillos llorosos, legañosos y enfermos, unas hojas y matas que para nada sirven como no sea para sahumerio de leprosos, y un oro que se pierde en el hueco de una muela" (p. 154), ante el disgusto del genovés que abandona las estancias reales soñando ya con su próximo viaje.

Son islas, no tierra firme, lo que va a encontrar nuevamente Colón en esta segunda salida. Comienza a llamar "caníbales" a los pacíficos indios americanos, y decide inaugurar con ellos un tráfico o mercaduría de esclavos —también mujeres, niños y niñas—, para lo cual solicita la oportuna licencia. Pide en ella, por otra parte, "unos mil hombres, con cientos de caballos" dispuestos a dedicarse al cultivo de la tierra y la ganadería, que no recibirán su salario en dinero sino en mercaderías... proporcionadas por el propio Almirante. Necesitará además —hombre precavido vale por dos— el envío de doscientas corazas, cien espingardas y cien ballestas, con sus materiales de mantenimiento y repuesto...". Y termina el escrito rogando a Dios "para que nos dé un buen golpe de oro" (p. 164).

A la vuelta de una descubierta de islas cercanas, encuentra "a los españoles soliviantados, olvidados de toda autoridad, lanzados a crueles empresas dictadas por la codicia" (p. 165). La resistencia de los nativos se va organizando de manera tan peligrosa que Colón se ve precisado a mandar batallones al interior. Se suceden los motines y revueltas, y son hechos quinientos prisioneros a los que no se atreve a exterminar, concluyendo por embarcarlos y llevarlos a España como esclavos, "por no hallar mejor solución al conflicto de autoridad que se me imponía" (p. 167).

Al desembarcar, en este segundo regreso, se encuentra al Maestre Jacobo, a quien saluda con afecto. Recibe entonces la noticia de que, por una real orden, se prohibe el comercio de esclavos y se manda que todos los indios, vendidos ya o no, sean devueltos a sus tierras. Colón se desespera al ver que el único negocio fructífero que podía haber emprendido se le viene abajo. Entonces ya estaban todos los marineros preparados para la "vistosa y triunfal parada"—, muda sus ropas, se cubre "con el hábito menor de la orden de San Francisco, con cordón en la cintura, desnudos los pies, despeinada la cabeza", y se pone "a la cabeza de mis marineros estupefactos, para bajar a tierra con todo el vistoso agobio de un penitente en Semana Santa" (p. 170).

"... Otro viaje y otro viaje, recordados aquí, en horas de emprender el viaje del cual no se vuelve, en este triste crepúsculo vallisoletano (...) y no llegaba el buen golpe de oro (...), ni buen golpe de oro, ni buen golpe de perlas, ni buen golpe de especias ni buen golpe logrado, siquiera, en el mercado de esclavos de Sevilla" (p. 172). Recuerda las mentiras con las que trataba de hacer ver "a Sus Altezas que no todo lo que relumbra es oro" (ibid). Piensa en su mérito como Descubridor y recuerda sus muchos pecados...

Oye ahora los pasos de sus amigos, que vuelven con el confesor. Decide que lo dirá todo..., pero las palabras se le atragantan, y concluye: "Sólo diré lo que, acerca de mí, pueda quedar escrito en piedra mármol. De la boca me sale la voz de otro que a menudo me habita. El sabrá lo que dice... "Haya misericordia agora el cielo y llore por mí la tierra" (p. 187).

3. La sombra (pp. 191 a 227)

Colón —"el Invisible": han pasado tres siglos— penetra en la Basílica de San Pedro, "aquel Palacio de Maravillas que, para él, iba a ser hoy Palacio de Justicia", para asistir al comienzo de su causa de beatificación. Pasa por la Lipsonoteca (donde se guardan las reliquias de los Santos), y escucha a su conservador y a un seminarista que están hablando de él. Sigue hasta la sala, donde ya van entrando los componentes del Tribunal: el Presidente y dos jueces más, el "Promotor Fidei, fiscal de la causa, Abogado del Diablo" (p. 199), el Postulador, el Pronotario civil de la Congregación de Ritos y su acólito.

Defiende la causa del proceso Léon Bloy y los Impugnadores de la Leyenda Negra de la Conquista Española: testifican, en cambio, en su contra, Víctor Hugo, Julio Verne, Fray Bartolomé de las Casas y Alfonso Lamartine, quienes, respectivamente, acusan a Colón de ser un mal cosmógrafo, de haber tratado de traficar con esclavos, de haber calumniado a los indios calificándoles de caníbales y de haber tenido relaciones ilegítimas "con una cierta Beatriz" que le dio un hijo. Terminadas las alegaciones se procede al escrutinio. Con sólo un voto a favor del acceso a la canonización, la Postulación es denegada.

"Y el invisible se encuentra nuevamente, agobiado por una enorme congoja, en la Plaza de San Pedro (...). De pronto, un nuevo invisible se empareja con el anterior —visible para él—" (p. 222): es Andrea Doria, el Gran Almirante de Venecia y Génova. Doria explica a Colón que ambos pertenecen a la categoría de los Invisibles: "Somos los Transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia" (p. 223). Pregunta a su amigo qué ha pasado en el proceso, y al oir la respuesta, comenta: "Tenía que ser: marinero y genovés" (p. 225), y recita los versos de la Divina Comedia: "¡Ah, genoveses! Hombres ajenos a toda buena costumbre y repletos de vicios... ¿por qué no sois arrojados de la tierra?". Los dos amigos se despiden. "Y quedó el Hombre —condenado-a-ser-un-hombre-como-los-demás" solo en la plaza, ante las columnatas de Bernini, en el lugar donde "la columna frontal oculta tan perfectamente las otras tres, que cuatro aparecen una sola" (p. 226). Y, en ese preciso lugar, "el Invisible se diluyó en el aire que lo envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter" (p. 227).

UNA "VARIACIÓN" MUSICAL SOBRE EL DESCUBRIMIENTO

Carpentier, que además de novelista y ensayista es musicólogo —organizó los primeros conciertos de Música Nueva en La Habana con Amadeo Roldán, y sus investigaciones en este terreno le condujeron al hallazgo de los manuscritos de Esteban Salas, primer músico cubano del s. XVIII, afirma, como ya quedó dicho, que su novela El arpa y la sombra es un ejercicio similar a una variación musical.

Se entiende por variación musical cada una de las imitaciones melódicas de un mismo tema: Carpentier, en su obra, parte de las relaciones de viajes de Colón y de sus datos biográficos más conocidos, para hacer una recreación de la personalidad y de la vida del Almirante, de acuerdo con su personal óptica y buscando un determinado efecto.

Por ello, en una lectura superficial, puede parecer que el autor se limita a revivir al Descubridor subrayando los aspectos de su hazaña que se le antojan más apropiados para un relato novelesco, tomando pie para ello en la idea de su canonización. Pero esto no es todo. Carpentier realiza, efectivamente, una variación: mantiene invariables una serie de elementos históricos —es decir, se apoya en un determinado tema ya existente—, para superponerle otra serie de elementos que, sin discordar de aquéllos pero sin ser tampoco genuinos (imitación de la melodía original), producen un resultado específico, en parte igual y en parte diverso del tema básico.

Cuál es la verdadera finalidad del libro es algo difícil de determinar, pues no se trata de una novela de tesis sino, efectivamente de una variación: de una mezcla de datos reales con otros supuestos, que tampoco va por los derroteros de la novela histórica, sino más bien por la línea de la creación personal a partir de algo dado, esto es, de una auténtica re-creación. Es su tesis de lo "real-maravilloso" (formulada en el prólogo de El reino de este mundo), que Carpentier considera como la esencia del acontecer de América, lo que, en el fondo, alienta en estas páginas.

En consecuencia, es posible distinguir distintos niveles de lectura en El arpa y la sombra (que —es preciso insistir en ello— no es una vida de Colón): la epopeya de América, expresada mediante una confrontación dialéctica entre el Viejo y el Nuevo Mundo, sus tierras y sus hombres; la intención de desmontar el mito colombino, tomando como pretexto la postulación del proceso de beatificación del Almirante, del que se hace una burlesca parodia, la decidida defensa del progresismo; incluso un ejercicio de virtuosismo de índole histórico-cultural que arranca de ese mismo pretexto.

1. América

Colón es el hombre que, "un día, emprendiera la prodigiosa empresa que habría de dar al hombre una cabal visión del mundo en que vivía, abriendo a Copérnico las puertas que le dieron acceso a una incipiente exploración del Infinito. Camino de América, Camino de Santiago, Campus Stellae —en realidad camino hacia otras estrellas: inicial acceso del ser humano a la pluralidad de las inmensidades siderales" (p. 31).

Así ve Carpentier la trascendencia del Descubrimiento y su sentido profundo. La contraposición entre el Viejo y el Nuevo Mundo es aquí patente: el Camino de Santiago, que desemboca cerca del "finisterrae", y que antes fuera la ruta normal de miles, quizá millones de peregrinos, ha sido sustituido por un nuevo Camino, el de América, seguido igualmente por miles, quizá millones de personas, que buscaban también, aunque por motivaciones muy diferentes (religiosas en el primer caso, materiales en el segundo), una renovación para su vida. Jugando con el doble sentido de las palabras "Camino de Santiago" —nombre que se da vulgarmente a la Vía Lactea— y "Santiago de Compostela" —Campus Stellae—, Carpentier considera a América como un verdadero camino hacia las estrellas, y a sus hombres como dotados de un impulso hacia el infinito que encierra, a su vez, un doble contenido: el progreso de la humanidad y la conquista de los espacios siderales.

Carpentier va a expresar este mismo sentir por boca de Colón: "Extraviado me veo en el laberinto de lo que fui. Quise ceñir la Tierra y la Tierra me quedó grande. Para otros se despejarán los muy trascendentes enigmas que aún nos tiene en reserva la Tierra, tras de la puerta de un cabo de la costa de Cuba al que llamé alfa-omega por significar que allí, a mi vez, terminaban un imperio y empezaba otro —cerrábase una época y empezaba otra nueva..." (p. 187).

La idea del Descubrimiento como Proeza Impar (así, con mayúsculas), como "el máximo acontecimiento contemplado por el hombre" (p. 19), lleva a Colón a afirmar que ha encontrado "nada menos que el Paraíso Terrenal", a pesar de que todos los sanos teólogos conciertan que el Paraíso Terrenal es en el Oriente (pp. 173-174).

Ahora bien, la impronta dialéctica del pensamiento de Carpentier no puede por menos de manifestarse, señalando a la correspondiente antítesis de la América paradisíaca, la serpiente que también acecha al "nuevo Adán": la tierra virgen hallada por Colón, "desconocedora del Mal de Oro", fue abierta "a la codicia y lujuria de los hombres de acá" —entiéndase, del Viejo Mundo— (p. 171). Es el oro —a la postre, el dinero o el capital— quien contamina a unas criaturas que permanecían en la supuesta pureza de una vida idílica: "seres inocentes, bondadosos, inermes, tan incapaces de malicia como de tener la desnudez por indecorosa" (p. 162).

Carpentier manifiesta aquí un prejuicio, que había aparecido ya en El Camino de Santiago (relato inserto en La guerra del tiempo), y que tiene su origen en la llamada Leyenda Negra: los españoles, codiciosos y deshonestos, bellacos que sólo pretendían encontrar oro y abandonar las tierras de América lo antes posible, fortuna hecha, para saciar allá sus vicios, lujurias y apetitos de propiedad", apalean a los indios, incendian sus aldeas, hieren, matan, torturan y fuerzan a las mujeres (cfr. p. 166). De este modo, considera que la llegada de los españoles —duramente motejados en distintos lugares de la novela al confín americano constituyó "una horrible desgracia. Para ellos, Christophoros (...) fue en realidad, un Príncipe de Trastornos, Príncipe de Sangre, Príncipe de Lágrimas, Príncipe de Plagas —juguete de Apocalipsis" (p. 181). Por eso, también dirá en su momento el Abogado del Diablo de la causa de Colón que equivocadamente "Rodrigo de Triana lanzó el grito famoso de: "¡Tierra, Tierra!", debiendo haber gritado mejor: "¡Cuánto lío! ¡Cuánto lío! ..." (p. 214).

Se trata de oponer a los españoles, con sus "apetitos de propiedad", una visión naturalista de los indígenas, que es la contrapartida lógica de la Leyenda Negra sobre España. Cuando en América arraigan los fervores nacionalistas, en primer término se denigra a los españoles, pero también se pone en marcha todo un movimiento de corte romántico en defensa de un "buen salvaje" concebido al estilo rousseauniano, que se cuida muy mucho de ocultar las primitivas y sangrientas costumbres, así como las verdaderas aberraciones a que habían llegado estos indios de apariencia más o menos pacífica.

En consecuencia —y volviendo a El arpa y la sombra, Colón describirá de forma despectiva a los indios (cfr. texto cit. de la p. 162), sin encontrar en ellos defectos realmente graves: sus reyes "eran reyes en cueros (¡quién puede imaginar semejante cosa!)" y sus reinas emplean "para taparse lo que con mayor recato se oculta la mujer, un tejido del tamaño ~de un pañizuelo de encajes, de los que usan las enanas que, en Castilla, se tienen en los castillos y palacios para diversión y cuidado de infantas y niñas de noble linaje" (p. 135): adviértase la sarcástica alusión a los españoles.

Sin embargo, en la opinión que sobre los españoles se han formado los indios aparecen conceptos duros y radicales: "Por Dieguito, el único (indio de los que Colón llevó a España a la vuelta de su primer viaje) que me quedaba, supe que esos hombres ni nos querían ni nos admiraban: nos tenían por pérfidos, mentirosos, violentos, coléricos, crueles, sucios y malolientes, extrañados de que casi nunca nos bañáramos (...). Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia; a mierda nuestras angostas calles; a sobaquina nuestros más lucidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifollos y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas (...). Nuestros perfumes y esencias —también el incienso— los hacían estornudar; se ahogaban en nuestros aposentos, y se figuraban que nuestras iglesias eran lugares de escarmiento y espanto por los muchos tullidos, baldados, piojosos, enanos y monstruos que en sus entradas se apiñaban. Tampoco entendían por qué tanta gente, que no era de tropa, andaba armada, ni cómo tantos señores ricamente ataviados podían contemplar, sin avergonzarse, de lo alto de sus relumbrantes monturas, un perpetuo y gimiente muestrario de miserias, purulencias, muñones y andrajos" (pp. 157-158). Son los males de la civilización construida sobre el dinero —el capital, la propiedad—, suma de todos los males, según los marxistas. Pero sigue callando Carpentier los inevitables males, errores e injusticias de las primitivas civilizaciones americanas, así como los beneficios que también aportó al más joven Continente la llegada de los españoles..., entre ellos el otorgarles la posibilidad de tender, de manera práctica y eficaz, "hacia las estrellas". Pero ya se verá cómo, para Carpentier, es inevitable la oposición dialéctica entre la gran obra, atribuible en definitiva al pueblo, y las miserias personales.

Por otra parte, no se queda Carpentier en el puro momento histórico del Descubrimiento, sino que lo contempla siempre en su proyección de futuro, como algo que ya contenía en embrión su destino, imparable e inevitable: así, cuando el futuro Papa Pío IX llega a América, al conocer "el infinito horizontal" de la Pampa, que pronto se transforma en "un infinito vertical" que era el de los Andes (p. 36), se le revela de pronto "la desmesura de esta América que ya empezaba a hallar fabulosa a pesar de que sus hombres, a menudo, le parecieran incultos, brutales y apocados, dentro del ámbito que poblaban. Pero una naturaleza así no podría sino engendrar hombres distintos —pensaba— y diría el futuro qué razas, qué empeños, qué ideas, saldrán de aquí cuando todo esto madurara un poco más y el continente cobrara conciencia plena de sus propias posibilidades" (p. 37). Y se le revela así —escribe más adelante— "una América más inquieta, profunda y original de lo que el canónigo hubiese esperado", en la que había "una humanidad en efervescencia, inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada, generadora de un futuro que, según pensaba Mastaï, sería preciso aparear con el de Europa" (p. 47): de ahí que conciba la necesidad de "un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura planetaria, incontrovertible (...). Un San Cristabal, Christophoros, Porteador de Cristo, conocido por todos, admirado por los pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente, como alumbrado por una iluminación interior, pensó Mastaï en el Gran Almirante de Fernando e Isabel" (pp. 49-50).

2. La figura de Cristóbal Colón

Con relación a la figura de Colón, va a realizar Carpentier un doble juego: desmitificar a la persona de su protagonista, a la vez que mitifica su empresa, o más bien los resultados de su empresa, el Descubrimiento.

No es de extrañar esta postura, si se tiene en cuenta que, desde un punto de vista marxista, no importan los seres humanos en su individualidad si no son capaces de aportar algo al todo social. Ya se ha visto cómo, para Carpentier, el hombre es una criatura con un impulso hacia las estrellas, pero también una criatura frustrada por sus propios vicios. En lógica consecuencia, la gloria de Colón radicará en haber sido el "Revelador del Planeta" (p. 54), pero habrá logrado su propósito a pesar de sí mismo, de sus abusos y mentiras.

Esta misma idea está presente en el citado relato titulado El Camino de Santiago. Juan el Indiano, Juan el Romero y el negro Golomón tras una vida de vicios y disipación, deciden volver de nuevo a América. En Sevilla, antes de embarcar, entran en la Casa de Contratación, donde la Virgen de los Mareantes "frunce el ceño al verlos arrodillarse ante su altar". Interviene entonces en su favor el Apóstol Santiago, que dice a la Virgen: "Dejadlos, Señora... Dejadlos, que con ir allá me cumplen...". Y ello porque Santiago sabe que esos tres hombres, aunque truhanes, son los fundadores de cien ciudades en el Nuevo Mundo. (Otro paralelismo que puede hallarse entre este relato y El arpa y la sombra es la relación entre el Camino de Santiago y el Camino de América, Precisamente la historia termina con estas palabra "Arriba, es el Campo Estrellado, blanco de Galaxias").

Así pues, si Colón es alabado por algo no será por sus cualidades sino precisamente por su idea. Carpentier había expresado esta misma manera de pensar en su Autobiografía (Cuba, 1965), cuando explica el contenido de El siglo de las luces: éste "puede resumirse en una frase: los hombres pueden flaquear, pero las ideas siguen su camino y encuentran al fin su aplicación". Por eso va a recoger Carpentier, en el supuesto proceso de Colón, una frase significativa de Victor Hugo: "Pero la gloria de Colón no estaba en haber llegado, sino en haber zarpado" (p. 207); y esta cita de Schiller: "Avanza sin temor Cristóbal. Que si lo que buscas no ha sido creado aún, Dios lo hará surgir del mundo de la nada a fin de justificar tu audacia" (p. 205).

Carpentier hace decir a Colón que "de los pecados capitales, uno sólo me fue siempre ajeno: el de pereza" (p. 62). Y a tal efecto, va ilustrando los distintos defectos que cree ver en su personaje. El almirante es un empedernido bebedor; es mentiroso e intrigante (recuérdense las referencias ya hechas a los embustes con que adornaba su "tinglado", los que anota en su diario de abordo, los que expresa ante los Reyes, sus citas tomadas de acá y allá con el propósito de engañar, el linaje que se auto-adjudica, etc.) y embaucador (se apropia la renta que había ganado Rodrigo de Triana, anota menos millas de las que realmente han recorrido en su primer viaje, propone que los colonos españoles no cobren en dinero sino en mercaderías que él se cuidaría de proporcionarles "con tremendo beneficio, pues nunca verían un ochavo y como aquí, además, de poco les serviría el dinero, se empeñarían hasta la muerte, firmando recibos por lo comprado...": (p. 164); él mismo hará referencia, con toda tranquilidad, a su "natural vocación de farsante, de animador de antruejos, de armador de ilusiones" (p. 178); y a cómo engañó a los indios de Jamaica prediciendo un eclipse de luna (había comprobado en un libro que se iba a producir), "y, al llegar el momento, aspándome como molino, gesticulando como nigromante, clamando falsos ensalmos, ordené a la luna que se ocultase...". Más tarde, calculado el tiempo que duraría el eclipse, ordena a la luna que vuelva a mostrarse (cfr. p. 179).

Colón es un mal marino: se fía más de su intuición que de los cálculos (p. 64), desprecia los mapas (p. 81), no entiende el de Toscanelli que lleva en su primer viaje (p. 111), no sabe valerse del astrolabio (p. 110), a la vuelta están a punto de naufragar por haberse olvidado de lastrar las naves (p. 143)..., lo que hará decir a Víctor Hugo en el proceso: "Si Cristóbal Colón hubiese sido un buen cosmógrafo, jamás habría descubierto el Nuevo Mundo" (p. 206). Colón es soberbio y engreído: dedica párrafos larguísimos a alabarse a sí mismo (p.e., pp. 176, 92 y, sobre todo, 57 a 61), comparándose cínicamente con la gente sencilla y la de mal vivir ("A ésos, la confesión postrera habrá menester de pocas palabras. Pero los que, como yo, cargan con el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores (... tienen harto que decir": p. 58), y aludiendo con no poca ironía, después de largos párrafos laudatorios sobre sí mismo, a la hora de la muerte como la hora de la humildad (p. 60).

El defecto más reiteradamente señalado por Carpentier es la ambición del Almirante, especialmente su avidez por encontrar oro, que, al verse frustrada, le lleva a iniciar la trata de esclavos. Carpentier insiste en este aspecto porque va a servirle, a su vez, de cuña para combatir la idea de que los Reyes Católicos —Isabel— apoyaron a Colón por motivos religiosos, pensando en la evangelización de las tierras descubiertas. El Almirante deja expresa constancia de que tal no fue el móvil de su aventura, pues ni siquiera llevaba una Biblia en su primer viaje (p. 140); Carpentier señala que el Espíritu Santo está más ausente de los escritos de Colón "que el nombre de Mahoma" (p. 141). El genovés, en los momentos difíciles, como la terrible tormenta sufrida durante el primer regreso, hace promesas a Dios que luego incumple (p. 141); recibe las órdenes menores franciscanas porque así le indica que lo haga la Reina Isabel (p. 120); y mientras se acerca a América, temiendo que alguien se le haya adelantado, convirtiendo a los indios, y que los Reyes le retiraran por ello su favor, se alegra de no haber llevado los Evangelios en sus carabelas, y exclama, de modo blasfemo: "¡Fuego de lombardas y espíngolas ordenaría yo contra los Evangelios, puestos frente a mí, si me fuese posible hacerlo!" (p. 120) Más tarde, sin embargo, afirma que se valió de los Evangelios para embarcar como esclavos a los indios rebeldes (p. 167). Recoge las supuestas reacciones de los indígenas ante las primeras noticias que reciben de la fe cristiana, concluyendo, en remate de la tesis de Carpentier: "Ganar almas no es mi tarea. Y no se pida vocación de apóstol a quien tiene agallas de banquero" (p. 159): Colón no será precisamente "Christophoros", portador de Cristo, sino portador de codicia, lujuria y ambición.


 

3. El elemento histórico-cultural

Alejo Carpentier enmarca su relato, en coordenadas temporales, sino de carácter claramente cultural. Es sabido cómo este autor gusta de jugar con el tiempo, ingrediente característico de su realismo mágico. Es, pues, en virtud de una multitud de alusiones de índole histórico-cultural, como logra el poderoso clima de época de su relato.

Asi, Carpentier imita en ocasiones el estilo literario de las "relaciones" de Colón, empleando palabras, expresiones e incluso una construcción netamente de la época (p.e. : "que enseñanzas de mucho provecho debe encerrar, como todo lo que escribieron los antiguos", p. 70): como es sabido, Carpentier conoce muy bien la literatura española del Siglo de Oro. Pero, junto a ello, se encuentran patentes anacronismos: así, cuando Colón emplea, parafraseándolas, palabras de Cervantes (:"me agarraron las del alba", p. 107; "que mula, al fin, es montura de mujeres y de clérigos", p. 57) o de García Lorca (... "cuando yo me la llevé al río por primera vez, creyendo que era mozuela, fácil fue darme cuenta que antes que yo, había tenido marido": se refiere a Beatriz; p. 94).

Carpentier evoca el clima de la época (costumbres, ciencias, mitos, obras literarias...) con escrupuloso detalle, insertando citas con gran habilidad e indudable facilidad; si bien junto a exactas precisiones (pp. 22, 26, 30, 34, 90, 92, 110 y 111, 171 a 175, 184 a 187, etc. etc.), recurre en ocasiones al fácil expediente de remitirse "al poeta" (p.e., p. 89).

En estos casos, hace gala el autor de un vocabulario rico y exacto, mostrando su agudeza a la hora de mezclar lo antiguo con lo nuevo, sin que lo antiguo pierda su frescor, sin producir un efecto hiriente al combinarlo con lo nuevo, sino logrando un difícil equilibrio.

Es preciso destacar las excelentes descripciones de paisajes (p. 71, 127 a 133), de ambientes y costumbres (p. 13-14), que en ocasiones corta en seco con un comentario irónico que hace volver violentamente al lector a la realidad cotidiana: p.e., al terminar el ceremonial vaticano, lleno de pompa y majestad, Pío IX desciende de la silla gestatoria, se sienta en una butaca "que le daba una sosegada sensación de estabilidad", y pide un refresco de horchata a Sor Crescencia, encargada de sus colaciones (p. 14); o cuando describe la llegada triunfal de Colón a Barcelona, el esplendor de la Corte y el sorprendente espectáculo de los raros animales y plantas, de los indios cuidadosamente ataviados, los papagayos verdes comienzan a vomitar sobre la real alfombra carmesí el vino que les habían dado; se acerca Colón a los Reyes en medio de la brillante concurrencia que llenaba la estancia "donde reinaba, hay que decirlo, un sofocante calor, agriado por el olor del resudado sudor de terciopelos, sedas y rasos" (p. 150).

Carpentier llena su relato de referencias a sucesos de la época, o a citas que eran lugares comunes. Insiste con frecuencia en el tema de la expulsión de los judíos, ironizando sobre el banquero Santángel que no será expulsado debido a sus muchas riquezas (cfr. pp. 72, 73, etc.). Hay alusiones a Marco Polo, Andrea Doria, Dante, Copérnico, al Cantar del Mío Cid, los Infantes de Lara, etc., etc.; así como a piezas musicales de moda en la época del Papa Pío IX (pp. 22, 30, 34, 40, 41), la Enciclopedia o Rousseau.

De esta manera, puede advertirse en la novela, de una parte, el barroquismo, si bien atenuado, de la prosa del autor, junto al intelectualismo de sus concepciones. El colorido de otras obras de Carpentier no desaparece en El arpa y la sombra, por más que se encuentre contenido. Pero quizá la nota característica de esta novela es la sencillez y claridad del estilo, que resulta diáfano a la vez que sugerente, repleto de ironía.

VALORACIÓN DOCTRINAL

Es notorio que Alejo Carpentier se unió a la revolución cubana encabezada por Fidel Castro. Sin embargo, la ideología marxista no se manifiesta de forma directa en estas páginas: Carpentier no es un político ni un ideólogo sino un hombre de letras, y por ello no revela de modo expreso su pensamiento sobre tales materias. Ya se ha señalado cómo se refleja en esta obra su mentalidad "progresista", esto es, basada en la idea marxista del progreso como consecuencia del proceso dialéctico de la historia; y ha quedado reflejado también su voluntarismo.

Pero lo más destacado de la novela es el ataque frontal, quizá para el lector menos atento disimulado por el tono humorístico y la alusión irónica, a la Iglesia Católica, que representaría todo lo contrario al progresismo. En realidad, la idea de cambio exige por definición la de permanencia; si nada debe permanecer, el cambio se transforma en revolución.

Carpentier ataca con saña al Syllabus y a la Encíclica "Quanta cura", de Pío IX, en los que se condenan los ochenta "principales errores del tiempo moderno", entre ellos el panteísmo, naturalismo, liberalismo y socialismo. Se habla de la "sutil perfidia" del Papa, de sus "tácticas aprendidas de los jesuitas" (p. 42), de su "pensamiento dogmático y anticuado", de su sibilina astucia, por la cual se le llegó a creer liberal y progresista (cfr. p. 43). Carpentier se refiere con desprecio a seminaristas, sacerdotes y obispos; se burla de la Lipsonoteca, de la que hace una descripción burlesca, refiriéndose a las uñas y dientes de los santos (pp. l9 y ss.), pone palabras malsonantes en boca de clérigos, etc. etc.

Por supuesto, tampoco cree que Isabel la Católica se moviera por el deseo de evangelizar a los indios sino por móviles políticos ("para adelantarse a Portugal", p. 156, y para obtener fondos para la guerra de África, p. 106), y si prohibe la esclavitud es porque la comisión de teólogos y canonistas a la que consulta estaba formada por enemigos de Colón (p. 169).

Cuando Fray Bartolomé de las Casas cita el capítulo 34 del Eclesiastés ("quien roba el pan del sudor ajeno es como el que mata a su prójimo"), "pregunta el Pronotario, abruptamente sacado de un profundo sueño": "¿quién está citando a Marx?" (p. 213): hay otra referencia a Marx en la p. 198, en la que se dice que nombrarle está "mal visto" desde la publicación del Syllabus (aquí hace también Carpentier una sarcástica referencia a la Comisión del Index). La cita completa resulta por demás significativa: "Y es que Colón decía, según Marx, que el oro era una cosa maravillosa. El poseedor del oro tendrá todo lo que desee. Mediante el oro, pueden, incluso, abrirse a las almas las puertas del paraíso" (ibid).

La culminación de este ataque a la Iglesia es la tercera parte del libro, La sombra, en la que se presenta la actuación del Tribunal de la Sacra Congregación como una verdadera bufonada. Sus miembros son descritos como "feroces observantes del canon (...), clérigos helados, vaticanos de prebenda y poltrona" (p. 219).

Carpentier apela aquí a unos "testigos" de la vida de Colón un tanto singulares. Son una serie de escritores en cuyas obras se contienen referencias al Gran Almirante. Como se dijo, son éstos Léon Bloy (1846-1917 ) —el único que se pone a favor del genovés— Víctor Hugo (1802-1885), Julio Verne (1828-1905), Fray Bartolomé de Las Casas, obispo de Chiapas (1474-1564) y Alfonso Lamartine (1790-1869). Vuelve a aparecer aquí el gusto del autor por jugar con el tiempo y el espacio.

Se habla de un modo sarcástico, no sólo de la supuesta santidad de Colón, sino de la santidad en general (la canonización es el "otorgamiento de una aureola": p. 20). Se burla Carpentier del proceso en numerosas ocasiones. Por ejemplo, el seminarista de la Lipsonoteca dice: "Aquí no hay un día de descanso. No bien acaban de tumbar a Colón, y ya se piensa en la beatificación de Juana de Arco, que tampoco tiene huesos que guardar, ya que sus cenizas fueron aventadas en Rouen... Y tener que convencer de ello al Pronotario, que cree que Juana de Arco fue estrangulada en la Torre de Londres... ¡Qué oficio, Dios mío! ¡Qué oficio! ..." (p. 222).

Otra muestra de anticlericalismo: se refiere el invisible Andrea Doria a "aquel Bartolomé Cornejo que en San Juan de Puerto Rico abrió, y con la anuencia de tres obispos", la primera casa de lenocinio (p. 224); o a las mujeres de mala vida que se acogían a la Magdalena en la Cofradía de los Ribaldas (p. 5)...

Por supuesto, tras de la muerte no hay sino la fama, o el hacerse "uno con la transparencia del éter" (p. 227). En cuanto a la irregular vida amorosa de Colón, Carpentier afirma que aquél no contrajo matrimonio con Beatriz por fidelidad a la Reina Isabel (a quien, por otra parte, Colón conoció cuando ya la vizcaína le había dado un hijo). No son éstos unos amores platónicos, sino que —siempre según Carpentier— tuvo el Gran Almirante "el gozo impar de tener una reina" en sus brazos (p. 220). Este amor trata después de sublimarse: "... Y es que hubo en mi vida un instante prodigioso en que, por mirar a lo alto, lo muy alto, desapareció la lujuria de mi cuerpo, fue ennoblecida mi mente por una comunión total de carne y espíritu, y una luz nueva disipó las nieblas de mis desvaríos y lucubraciones..." (p. 221); y se compara con el Doncel de Sigüenza, de quien se dice que estaba también enamorado de "la de Madrigal de las Altas Torres".

En suma, El arpa y la sombra es un intento de desmitificar el hecho del Descubrimiento y la labor evangelizadora de los misioneros españoles (p.e., p. 48), a la vez que se señala que la Iglesia es un elemento retardatario del progreso, de la aventura cósmica que se inicia con la arribada de Colón a las costas salvadoreñas. Lo viejo, lo caduco, es Europa; lo nuevo, la esperanza, son los hombres de América, que con sus ideas y su esfuerzo serán capaces de llegar hasta las estrellas. En efecto, como dijo el propio Carpentier a propósito de este libro, en modo alguno cuenta aquí "el poeta (o digamos: el novelista)" las cosas como sucedieron.

 

                                                                                                                  D.L. (1981)

 

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