CARPENTIER, Alejo

Concierto barroco

Ed. Siglo XXI, Madrid 1978.

INTRODUCCIÓN

Pocos meses después de la aparición de una de sus novelas de mayor envergadura, El recurso del método (1974), edita Alejo Carpentier Concierto barroco (La Habana-París, 1974), novela breve (tan sólo 90 páginas). El escritor cubano tiene acostumbrado a su público a este juego: la alternancia entre obras mayores (la ya citada, El siglo de las luces, La consagración de la primavera) y narraciones de menor extensión donde también brilla su talento narrativo, (Concierto barroco, El reino de este mundo, El arpa y la sombra).

Concierto barroco es una especie de divertimento, donde se aprecian otras dos características que le son propias: el conocimiento de la historia, producto —en ocasiones— de una meticulosa investigación, y su afición a la música. Como resultado de esta segunda nota, abundan en el presente relato opiniones subjetivas sobre compositores, conciertos, óperas, etc. Utiliza esta erudición histórico musical para ambientar escenarios o personajes.

CONTENIDO

La novela se desarrolla en los comienzos del siglo XVIII, con una traslación al tiempo presente en las últimas páginas. El argumento gira en torno a la interpretación de la ópera Montezuma de Vivaldi con libreto de Giusti, que, a su vez, hace una adaptación de la Historia de la conquista de América del cronista mayor de las Indias, Mosén Antonio de Solís. La dirección de la ópera corre a cargo del propio autor. La narración posee una estructura plenamente musical. Los movimientos musicales del allegro, adagio y vivace articulan los capítulos de Concierto barroco.

Los capítulos I y II responden al allegro: los preparativos de la marcha del indiano del continente americano, y el viaje en sí, tienen un ritmo narrativo moderadamente vivo:

I. : El indiano se dispone a pasar la última noche en su mansión suntuosa de Coyoacán antes de partir hacia Venecia para presenciar los carnavales.

"De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada... —"Aquí lo que queda —decía el Amo—. Y acá lo que se va". En lo que se iba, también alguna plata —alguna vajilla menor, un juego de copas, y, desde luego, la bacinilla del ojo de plata—, pero más bien, camisas de seda, calzones de seda, medias de seda, sederías de la China, porcelanas del Japón —las del desayuno que, vaya usted a saber, tomaríase, a lo mejor, en gratísima compañía—, y mantones de Manila, viajados por los anchísimos mares de Poniente. (...) Después, andando despacio, se dio a contemplar, embauladas las cosas, metidos los muebles en sus fundas, los cuadros que quedaban colgados de las paredes y testeros. (...) Pero el cuadro de las grandezas estaba allá, en el salón de los bailes y recepciones, de los chocolates y atoles de etiqueta, donde historiábase, por obra de un pintor europeo que de paso hubiese estado en Coyoacán, el máximo acontecimiento de la historia del país. Allí, un Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal, aparecía sentado en un trono cuyo estilo era mixto de pontificio y michoacano, bajo un palio levantado por dos partesanas, teniendo a su lado, de pie, un indeciso Cuauhtémoc con cara de joven Telémaco que tuviese los ojos un poco almendrados. Delante de él, Hernán Cortés con toca de terciopelo y espada al cinto —puesta la arrogante bota sobre el primer peldaño del solio imperial—, estaba inmovilizado en dramática estampa conquistadora. Detrás, Fray Bartolomé de Olmedo, de hábito mercenario, blandía un crucifijo con gesto de pocos amigos, mientras Doña Marina, de sandalias y huipil yucatero, abierta de brazos en mímica intercesora, parecía traducir al Señor de Tenochtirlán lo que decía el Español. Todo en óleo muy embetunado, al gusto italiano de muchos años atrás —ahora que allá el cielo de las cúpulas, con sus caídas de Titanes, se abrían sobre claridades de cielo verdadero y usaban los artistas de paletas soleadas—, con puertas al fondo cuyas cortinas eran levantadas por cabezas de indios curiosos, ávidos de colarse en el gran teatro de los acontecimientos, que parecían sacados de alguna relación de viajes a los reinos de la Tartaria" (pp. 9,10 y 11).

Le visitan para despedirse de él y pedirle diversos regalos: Iñigo, el maestro platero, el párroco, el juez Emérito, el notario, el maestro de música de Francisquillo. No piensa complacer a nadie pues no está dispuesto "a malgastar el tiempo de mi viaje en buscar infolios raros, piedras celestiales... El único a quien complaceré... será al maestro de música de Francisquillo" (p. 16).

II.: El barco —azotado por una tempestad en la travesía desde Veracruz hasta La Habana— debe ser reparado. La capital de Cuba "está enlutada por una epidemia de fiebres malignas" (p. 17) lo que no impide que presente un paisaje natural y urbano "maravilloso":

"Con las velas rotas y averías en el casco, maltrecha la crujía, habíase llegado, por fin, a buen puerto, para encontrar La Habana enlutada por una tremenda epidemia de fiebres malignas. Todo allí —como hubiese dicho Lucrecio— "era trastorno y confusión y los afligidos enterraban a sus compañeros como podían" (De Rerum Natura, Libro VI, precisaba el viajero, erudito, cuando de memoria citaba estas palabras). Y por ello, en parte porque era preciso reparar la nave lastimada y volver a repartir la carga —mal colocada, desde el principio, por los peones de la estiba veracruzana—, y, sobre todo, porque había sido de buen consejo fondear lejos de la población azotada por el mal, se estaba en esta Villa Regla, cuya pobre realidad de aldea rodeada de manglares acrecía, en el recuerdo, el prestigio de la ciudad dejada atrás, que se alzaba, con el relubre de sus cúpulas, sus palacios —y las floralías de sus fachadas, los pámpanos de sus altares, las joyas de sus custodias, la policromía de sus lucernarias— como una fabulosa Jerusalén de retablo mayor" (pp. 17 y 18).

Víctima de esta epidemia muere Francisquillo. El Amo —nombre con que se denomina al indiano— busca un sustituto. Encuentra al negro Filomeno. Cuando le conoce, éste le cuenta la historia de todos sus antepasados, sobre todo la del negro Salvador, que mató a un pirata francés raptor de un obispo, según cantó el poeta Silvestre de Balboa.

Los dos capítulos siguientes se desarrollan respectivamente en España y durante las primeras horas de estancia en Venecia. La abundante adjetivación y las numerosas perífrasis con carácter ralentizador dan un ritmo lento a la narración, como lo es el adagio en una composición musical. Este cambio de ritmo es como una lenta preparación de lo que acontecerá a continuación con el concierto: hay una clara intencionalidad de producir un fuerte contraste.

III.: El Amo y su criado se encuentran en Madrid. Ciudad fea y desagradable, con mala comida y escasa cultura. En conjunto le parece una población muy aburrida por lo que "resuelve acortar su estancia en Madrid" (p. 29). En su camino hacia Barcelona para embarcar hacia Venecia pasan por Cuenca, que también le disgusta, y por Valencia, ciudad que les deja un recuerdo algo más grato.

IV.: Descripción de Venecia y del comienzo de los carnavales:

"En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaba, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abieros sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entregrisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía, en amarillo canario y en verde rana, en rojo granate, rojo de petirrojo, rojo de cajas chinas, trajes aderezados en añil; y azafrán, moñas y escarapelas, listados de caramelo y palo de barbería, bicornios y plumajes, tornasol de sedas metido en turbamulta de rasos y cintajos, turquerías y mamarrachos, con tal estrépito de címbalos y matracas, de tambores, panderos y cornetas, que todas las palomas de la ciudad, en un solo vuelo que por segundos ennegreció el firmamento, huyeron hacia las orillas lejanas. De pronto, añadiendo su sinfonía a la de banderas y enseñas, se prendieron las linternas y faroles de los buques de guerra, fragatas, galeras, barcazas del comercio, goletas pesqueras, de tripulaciones disfrazadas, en tanto que apareció, tal una pérgola flotante, todo remendado de tablones disparejos y duelas de barril, maltrecho pero todavía vistoso y engreído, el último bucentauro de la Serenísima República, sacado de su cobertizo, en tal día de fiesta, para dispersar las chispas, coheterías y bengalas de un fuego artificial coronado de girándulas y meteoros... Y todo el mundo, entonces, cambió de cara. Antifaces de albayalde, todos iguales, petrificaron los rostros de los hombres de condición, entre el charol de los sombreros y el cuello del tabardo; antifaces de terciopelo obscuro ocultaron el semblante, sólo vivo en labios y dientes, de las embozadas de pie fino".

En este marco el Amo entabla conversación con un fraile (Vivaldi). Más adelante se agregan "el sajón de cara roja" (Haendel) y "el joven napolitano" (Scarlatti):

"Allí estaba sentado ya, en una mesa del fondo, el Fraile Pelirrojo, de hábito cortado en la mejor tela, adelantando su larga nariz corva entre los rizos de un peinado natural que tenía, sin embargo, como un aire de peluca llovida —"como he nacido con esta cara no veo la necesidad de comprarme otra"— dijo, riendo. —'¿Inca? —preguntó después, palpando los abalorios del emperador azteca. —"Mexicano" respondió el Amo, largándose a contar una larga historia que el fraile, ya muy metido en vinos, vio como la historia de un rey de escarabajos gigantes —algo de escarabajo tenía, en efecto, el peto verde, escamado, reluciente, del narrador—, que había vivido no hacía tanto tiempo, si se pensaba bien, entre volcanes y templos, lagos y teocallis, dueño de un imperio que le fuera arrebatado por un puñado de españoles osados, con ayuda de una india, enamorada del jefe de los invasores. —"Buen asunto; buen asunto para una ópera..." —decía el fraile, pensando, de pronto, en los escenarios de ingenio, trampas, levitaciones y machinas, donde las montañas humeantes, apariciones de monstruos y terremotos con desplome de edificios, serían del mejor efecto, ya que aquí se contaba con la ciencia de maestros tramoyistas capaces de remedar cualquier portento de la naturaleza, y hasta de hacer volar un elefante vivo, caso se había visto recientemente en un gran espectáculo de magia. Y seguía el otro hablando de noches tristes, cuando apareció el ocurrente sajón, amigo del fraile, vestido con sus ropas de siempre, seguido del joven napolitano, discípulo de Gasparini, que, quitándose el antifaz por harto sudado, mostró el semblante astuto y fino que siempre se le alegraba en risas cuando contemplaba la cara obscura de Filomeno" (p. 36).

"Y como la conversación, ahora, iba derivando hacia divagaciones hueras, cansados del estruendo que les obligaba a hablar a gritos, aturdidos por el paso de las máscaras blancas, verdes, negras, amarillas... pensaron entonces en la posibilidad de aislarse de la fiesta en algún lugar donde pudieran hacer música" (p. 38).

Los cuatro capítulos siguientes se concentrarán en la interpretación de Montezuma y algunas otras piezas musicales. La tensión narrativa crecerá de manera progresiva y el ritmo del relato será fuerte y expresivo. Los capítulos V, VI y VII se corresponderán al vivace.

V.: LLegan los cinco al Ospedale della Pietá y se encaminan con decisión hacia la sala de la música donde Antonio Vivaldi, Doménico Scarlatti, y Jorge Federico Haendel, acompañados de setenta jóvenes "desencadenan el más tremendo concerto grosso" con Filomeno y el rico criollo de espectadores:

"Como si las muchachas no tuvieran otra personalidad, cobrando vida en sonido, las señalaba con el dedo: Clavicémbalo... Viola da brazzo... Clarino... Oboe... Basso di gamba... Flauto... Organo di legno... Regale... Violino alla francese... Tromba marina... Trombone... Se colocaron los atriles, se instaló el sajón, magistralmente, ante el teclado del órgano, probó el napolitano las voces de un clavicémbalo, subió el Maestro al podium, agarró un violín, alzó el arco, y, con dos gestos enérgicos, desencadenó el más tremendo concerto grosso, que pudieron haber escuchado los siglos —aunque los siglos no recordaron nada" y es lástima porque aquello era tan digno de oírse como de verse... Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti —pues era él— se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. —"¡Dale, sajón del carajo!"— gritaba Antonio. "Ahora vas a ver, fraile puñetero!" —respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva, en tanto que Antonio, sin dejar de mirar las manos de Doménico, que se le dispersaban en arpegios y floreos, descolgaba arcadas de lo alto, como sacándolas del aire con brío gitano, mordiendo las cuerdas, retozando en octavas y dobles notas, con el infernal virtuosismo que le conocían sus discípulas. Y parecía que el movimiento hubiese llegado a su colmo, cuando Jorge Federico, soltando de pronto los grandes registros del órgano, sacó los juegos de fondo, las mutaciones, el plenum, con tal acometida en los tubos de clarines, trompetas y bombardas, que allí empezaron a sonar las llamadas del Juicio Final. "El sajón nos está jodiendo a todos!" —gritó Antonio, exasperando el fortíssimo. —"A mí ni se me oye" —gritó Doménico, arreciando en acordes" (pp. 42 y 43).

Cuando finaliza el concierto, comienza una fiesta orgiástica en la que participan los dos americanos, los músicos, las jóvenes intérpretes, unas monjas, "el hortelano, el jardinero, el campanero, el barquero..." (p. 46). El vino corre sin parar y la fiesta termina al amanecer.

VI.: El barquero traslada a los cinco a un lugar tranquilo, junto a un cementerio: Allí desayunan mientras el indiano y Filomeno narran la historia de Montezuma y Antonio Vivaldi piensa en la ópera que podría componer con este tema. Entre sueños descubren la tumba de Igor Stravinsky. Los músicos vierten una serie de comentarios sobre éste y sobre otras cuestiones de técnica musical. Trascurren las horas y deciden regresar a Venecia. Al entrar presencian el entierro "de un músico alemán... que murió ayer de apoplejía" (p. 56). Se trata de Wagner. El sueño les vence y se marchan a dormir:

"el veneciano, remascando una tajada de morro de jabalí escabechado en vinagre, orégano y pimentón, dio algunos pasos, deteniéndose, de pronto ante una tumba cercana que desde hacía rato miraba porque, en ella, se ostentaba un nombre de sonoridad inusitada en estas tierras —"Igor Stravinsky" —dijo, deletreando.— "Es cierto" —dijo el sajón, deletreando a su vez—: "Quiso descansar en este cementerio". —"Buen músico —dijo Antonio—, pero muy anticuado, a veces, en sus propósitos. Se inspiraba en los temas de siempre: Apolo, Orfeo, Perséfona —¿hasta cuando?" —"Conozco su Oedipus Rex —dijo el sajón—: Algunos opinan que en el final de su primer acto —¡Gloria, gloria, Oedipus uxor!— suena a música mía". —"Pero... ¿cómo pudo tener la rara idea de escribir una cantata profana sobre un texto en latín?" —dijo Antonio.— "También tocaron su Canticum Sacrum en San Marcos —dijo Jorge Federico—: Ahí se oyen melismas de un estilo medieval que hemos dejado atrás hace muchísimo tiempo". —"Es que esos maestros que llaman avanzados se preocupan tremendamente por saber lo que hicieron los músicos del pasado —y hasta tratan, a veces de remozar sus estilos. En eso, nosotros somos más modernos. A mí se me importa un carajo saber cómo eran las óperas, los conciertos, de hace cien años. Yo hago lo mío, según mi real saber y entender, y basta" (pp. 52 y 53).

"Al pasar frente al palacio Vendramin-Calergi notaron Montezuma y Filomeno que varias figuras negras —caballeros de frac, mujeres veladas como plañideras antiguas— llevaban, hacia una góndola negra, un ataúd con fríos reflejos de bronce. —"Es de un músico alemán que murió ayer de apoplejía —dijo el barquero, parando los remos—: Ahora se llevan los restos a su patria. Parece que escribía óperas extrañas, enormes, donde salían dragones, caballos volantes, gnomos y titanes, y hasta sirenas puestas a cantar en el fondo de un río. ¡Díganme ustedes! ¡Cantar debajo del agua! Nuestro Teatro de la Feniceno tiene tramoya ni máquinas suficientes para presentar semejantes cosas". Las figuras negras, envueltas en gasas y crespones, colocaron el ataúd en la góndola funeraria que, al impulso de pértigas solemnemente movidas, comenzó a navegar hacia la estación del ferrocarril donde, resoplando entre brumas, esperaba la locomotora de Turner con su ojo de cíclope ya encendido... " (p. 56).

VII.: El Amo y su criado asisten al último ensayo de la nueva ópera de Vivaldi, Montezuma, estrenada en 1709. El tema de esta tragedia musical poetizada por Giusti es la conquista de México por Hernán Cortés. La historia no es muy fidedigna y el criollo observa cosas extrañas, interpretaciones de estos sucesos, que "no se explica" (p. 66). Cuando la representación concluye, gritará de manera desaforada: "¡Falso, falso, falso, todo falso!" (p. 68). A continuación, mantiene una acalorada conversación con Vivaldi, en la que se vierten las opiniones más encontradas que aparecen en el relato sobre Europa y América: su historia y su cultura.

El ritmo decrece en el último capítulo. El tema se paraliza como de alguna manera sucede en la coda.

VIII.: Este capítulo, por otra parte, es el que contiene una mayor carga ideológica. El indiano todavía sigue indignado por el espectáculo contemplado y se marcan más tajantemente las distancias entre Europa y América.

"El Preste Antonio me ha dado mucho que pensar con su extravagante ópera mexicana. Nieto soy de gente nacida en Colmenar de Oreja y Villamanrique del Tajo, hijo de extremeño bautizado en Medellín, como lo fue Hernán Cortés. Y sin embargo hoy, esa tarde, hace un momento, me ocurrió algo muy raro: mientras más iba corriendo la música del Vivaldi y me dejaba llevar por las peripecias de la acción que la ilustraba, más era mi deseo de que triunfaran los mexicanos, en anhelo de un imposible desenlace, pues mejor que nadie podía saber yo, nacido allá, cómo ocurrieron las cosas. Me sorprendí, a mí mismo, en la aviesa espera de que Montezuma venciera la arrogancia del español y de que su hija, tal la heroína bíblica, degollara al supuesto Ramiro. Y me dí cuenta, de pronto, que estaba en el bando de los americanos, blandiendo los mismos arcos y deseando la ruina de aquellos que me dieron sangre y apellido. De haber sido el Quijote del Retablo de Maese Pedro, habría arremetido, a lanza y adarga, contra las gentes mías, de cota y morrión". (...) "Ante la América de artificio del mal poeta Giusti, dejé de sentirme espectador para volverme actor. Celos tuve del Massimiliano Miler, por llevar un traje de Montezuma que, de repente, se hizo tremendamente mío. Me parecía que el cantante estuviese representando un papel que me fuera asignado, y que yo, por blando, por pendejo, hubiese sido incapaz de asumir. Y, de pronto, me sentí como fuera de situación, exótico en este lugar, fuera de sitio, lejos de mí mismo y de cuanto es realmente mío... A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca". (...) "Según el Preste Antonio, todo lo de allá es fábula. —"De fábulas se alimenta la Gran Historia, no te olvides de ello. Fábula parece lo nuestro a las gentes de acá porque han perdido el sentido de lo fabuloso. Llaman fabuloso cuanto es remoto, irracional, situado en el ayer —marcó el indiano una pausa—: No entienden que lo fabuloso está en el futuro. Todo futuro es fabuloso" (pp. 75 y 76).

El indiano recuerda los encargos que le formularon antes de partir para Europa y decide complacer algunos. Entran en una tienda y al salir se produce este salto temporal: "recogido el equipaje... se encaminaron, el indiano y el negro, a la estación de ferrocarril" (p. 78). El tren parte y se produce la separación física e ideológica entre los dos. Filomeno se queda en Venecia, y se dirige hacia un nuevo "concierto barroco" —antítesis del anterior— que protagoniza un americano, Louis Armstrong, y que significa el triunfo de la cultura americana sobre la decadente Europa:

"La aguja grande del reloj de entrevías saltó el segundo que lo separaba de las 8 p.m. El tren comenzó a deslizarse casi imperceptiblemente, hacia la noche. ¡Adiós!" —"¿Hasta cuándo?"— "¿Hasta mañana?"— "o hasta ayer..." —dijo el negro, aunque la palabra "ayer" se perdió en un largo silbido de la locomotora... Se volvió Filomeno hacia las luces, y parecióle, de pronto, que la ciudad había envejecido enormemente. Salíanle arrugas en las caras de sus paredes cansadas, fisuradas, resquebrajadas, manchadas por las herpes y los hongos anteriores al hombre, que empezaron a roer las cosas no bien éstas fueron creadas. Los Campaniles, caballos griegos, pilastras siriacas, mosaicos, cúpulas y emblemas, harto mostrados en carteles que andaban por el mundo para atraer a las gentes de travellers cheks, habían perdido, en esa multiplicación de imágenes, el prestigio de aquellos Santos Lugares que exigen, a quien pueda contemplarlos, la prueba de viajes erizados de obstáculos y de peligros. Parecía que el nivel de las aguas hubiese subido. Acrecía el paso de las lanchas de motor la agresividad de olas mínimas, pero empeñosas y constantes, que se rompían sobre los pilotajes, patas de palo y muletas, que todavía alzaban sus mansiones, efímeramente alegradas, aquí, allá, por maquillajes de albañilería y operaciones plásticas de arquitectos modernos. Venecia parecía hundirse, de hora en hora, en sus aguas turbias y revueltas. Una gran tristeza se cernía, aquella noche, sobre la ciudad enferma y socavada. Pero Filomeno no estaba triste. Nunca estaba triste. Esta noche, dentro de media hora, sería el Concierto —el tan esperado concierto de quien hacía vibrar la trompeta como el Dios de Zacarías, el Señor de Isaías, o como lo reclamaba el coro del más jubiloso salmo de las Escrituras. Y como tenía muchas tareas que cumplir todavía dondequiera que una música se definiera en valores de ritmo fue, con paso ligero, hacia la sala de conciertos cuyos carteles anunciaban que, dentro de un momento, empezaría a sonar el cobre impar de Louis Amstrong" (pp. 80-81) (...) "Presentó su ticket a la entrada y apareció en truenos, grandes truenos que lo eran de aplausos y exultación, el prodigioso Louis. Y, embocando la trompeta, atacó, como el sólo sabía hacerlo, la melodía de Go down Moses, antes de pasar a la de Jonah and the Whale, alzada por el pabellón de cobre hacia los cielos del teatro donde volaban, inmovilizados en un tránsito de su vuelo, los rosados ministriles de una angélica canturia, debida, acaso, a los claros pinceles de Tiépolo. Y la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros con Ezekiel and the Wheel, antes de desembocar en un Hallelujah, Hallelujah, que evocó, para Filmeno, de repente, la persona de Aquel —el Jorge Federico de aquella noche— que descansa, bajo una abarrocada estatua de Roubiliac, en el gran Club de los Mármoles de la Abadía de Westminster, junto al Purcell que tanto sabía, también, de místicas y triunfantes trompetas. Y concertábanse ya en nueva ejecución, tras el virtuoso, los instrumentos reunidos en el escenario: saxofones, clarinetes, contrabajo, guitarra eléctrica, tambores cubanos, maracas (¿no serían, acaso, aquellas "tipimaguas" mentadas alguna vez por le poeta Balboa?), címbalos, maderas chocadas en mano a mano que sonaban a martillos de platería, cajas destimbradas, escobillas de flecos, címbalos y triángulos-sistros, y el piano de tapa levantada que ni se acordaba de haberse llamado, en otros tiempos, algo así como "un clave bien temperado". —"El profeta Daniel, ése, que tanto había aprendido de Caldea, habló de una orquesta de cobres, salterio, cítara, arpas y sambucas, que mucho debió parecerse a ésta", pensó Filomeno... Pero ahora reventaban todos, tras de la trompeta de Louis Amstrong, en un enérgico strike-up de deslumbrantes variaciones sobre el tema de I Can`t Give You Anything But love, Baby —nuevo concierto barroco al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio" (pp. 82-83, final de la novela).

VALORACIÓN LITERARIA

Sorprende y agrada el estilo florido, barroco, que Alejo Carpentier emplea deliberadamente para expresar con lenguaje propio, y de la manera más ajustada posible, la exuberante realidad americana. Este barroquismo procede, en gran parte, de un meticuloso estudio de la lengua, sus recursos y los predecesores en el empleo de este estilo denostado o alabado, según las modas. La consecuencia más sobresaliente de esta investigación es que Alejo Carpentier escribirá un castellano bello, erudito, con afán perfeccionista y deseo de crear belleza.

En el momento de sistematizar el estudio del lenguaje barroco de la obra comentada, cabe hacer dos apartados, aunque uno y otro se entrecruzan dando esa sensación agradable que el lector saborea al finalizar la lectura de Concierto Barroco.

En un primer apartado hay que mencionar el empleo de los recursos tradicionales de este estilo: frases de amplio sintáctico donde la oración principal suele encabezar la frase que luego se ramifica en una serie de oraciones subordinadas. Frases entre guiones o comas, descriptivas de las anteriores. Una adjetivación blanda, trimembre, en ocasiones con función sensorial y relantizada. Utilización de imágenes y otras figuras retóricas. Acumulación de sinónimos. Alusiones homogéneas. Colocación de varias palabras de significación semejante para que el lector elija, lo que se traduce en abundante léxico. Utilización de símbolos cargados de sentido, como los relojes. Los colores vivos con función de ornamentación y de definir de manera neta alguna realidad. Por ejemplo, la descripción del carnaval veneciano se efectúa a través de colores vivos. Abundancia de elementos decorativos y de carácter sensorial en las descripciones.

Junto a los recursos formales, Alejo Carpentier se recrea en el estudio profundo del lenguaje, para emplear el cultismo lingüístico —característica del culteranismo barroco— como un recurso, quizá el más importante en su prosa narrativa.

Se aprecia en Concierto Barroco una gran riqueza de vocabulario, y la utilización constante de palabras de gusto arcaizante, extraídas de autores de siglos pasados oriundos del continente americano. Intenta aproximarse así hacia aquella expresión que pueda reflejar con exactitud, belleza y cierto halo de misterio la maravillosa realidad americana. Esta característica es más acusada en aquellos capítulos que se desarrollan en dicho continente, pues en ellos siente más la necesidad de definir sin circunloquios, con la mayor riqueza expresiva posible.

Contrastando con este lenguaje culto y refinado, se encuentran entremezcladas palabras muy actuales, soeces en ocasiones, que dan cierto tono paródico y satírico al relato.

La perspectiva escogida por Alejo Carpentier es la del narrador omnisciente, aunque con mayor propiedad podría hablarse de la perspectiva múltiple, ya que el estilo indirecto de la narración, además de dar una gran fluidez al relato, permite "saltos" desde el narrador a un personaje que continúa narrando la acción. El lector casi no se da cuenta, pues la voz del narrador se diluye en un diálogo o en un personaje que manifiesta su punto de vista ajeno al narrador; o como sucede con cierta frecuencia en Concierto Barroco, en la conciencia de un personaje que habla consigo mismo. En ocasiones estos monólogos van introducidos por verbos de expresión como pensar, recordar, etc., y son los más diáfanos. Sin embargo, en los denominados monólogos de estilo indirecto libre no resulta fácil decidir —sin una lectura atenta— cuándo termina el narrador y dónde la acción se interioriza en el indiano o en Filomeno. En todos estos ejemplos, se puede observar cómo los personajes reflexionan o expresan concepciones personales de los acontecimientos en los que están inmersos.

Estos recursos que permite el estilo indirecto, hacen posible que al narrador no se le escape nunca la acción por excesivo protagonismo de alguno de sus personajes y que siempre progrese ésta con un ritmo rápido y la tensión narrativa necesaria. Elementos indispensables para llevar a buen término una narración breve, como lo es Concierto Barroco.

Como se observa en la descripción del argumento, la narración es aparentemente lineal y situada en una época determinada: los primeros años del siglo XVIII: el indiano sale de Coyoacán, pasa por La Habana y España, y desembarca en Venecia, donde asiste al Carnaval. Transcurrido esto se marcha a París, produciéndose en ese momento una distorsión temporal. En esta narración lineal sólo puede apreciarse un flash-back en el capítulo segundo, con el que se narran algunas aventuras de los antepasados del negro Filomeno (entre los que se encuentra su bisabuelo Salvador Golmón, protagonista de un poema cantado por Silvestre Balboa).

El tiempo discurre con saltos notorios en los inicios de los cuatro primeros capítulos. La acción toma un ritmo uniforme al llegar a los carnavales de Venecia desarrollados en los comienzos del siglo XVIII y hasta que la acción se transporta al tiempo presente: "el indiano y el negro se encaminaron a la estación de ferrocarril" (p. 78).

Sin embargo este salto brusco es precedido por "desajustes temporales". Hay frases que transmiten inseguridad al lector, por ejemplo: "el carnaval vivido anoche, antesdeanoche o no sé cuándo" (p. 63). Análogas expresiones se reiteran en los últimos capítulos. También hay otras claves que quitan toda referencia temporal. Por ejemplo: cuando están en el cementerio Vivaldi, Haendel, el indiano..., ven una tumba cercana de Igor Stravinsky, fallecido en 1971; páginas más adelante, las mismas personas contemplan el entierro de Wagner, fallecido en 1883.

A estos cambios temporales, más o menos insinuados, se añaden las referencias a las campanadas de los mori del orologio, que se escuchan en diversos momentos del relato con intención de fijación de hora, de fijación del tiempo, de producir esa intemporalidad que Alejo Carpentier pretende. Estos sonidos los escuchan el indiano y Filomeno, cuando le tren está a punto de iniciar su trayecto hacia París o cuando ha finalizado la representación de la ópera de Vivaldi.

Pero este juego temporal no es algo caprichoso, sino que hay que ponerlo en relación con lo real maravilloso y con la pervivencia de los personajes e intento de universalidad de éstos.

LO REAL MARAVILLOSO

El tratamiento del tiempo narrativo, la perspectiva y el estilo indirecto, adoptado en la narración, y el exuberante lenguaje barroco, rico y expresivo, empuloso y con pluralidad de matices, provocan un clima evanescente. Esta es la única forma posible —según Carpentier— de ofrecer la inequívoca y maravillosa esencia del continente americano. Con el empleo de estas técnicas el lector de Concierto Barroco es transportado de las coordenadas espacio-temporales ordinarias, a un plano de ensueño, donde se mitifica todo lo americano. Es esta una característica pertinaz en toda la producción narrativa de Alejo Carpentier: la captación y la comunicación de todo lo que de extraordinario descubre en América y la posterior idealización.

En Concierto Barroco, contrasta lo "real maravilloso" de América con los retazos de otros países que se describen. Así, por ejemplo, contrasta la descripción de La Habana "ciudad que se alzaba, con el relumbre sus cúpulas, las suntuosas aposturas de sus iglesias, la vastedad de sus palacios y las floralías de sus fachadas, los pámpanos de sus altares, las joyas de sus custodias, las policromías de sus lucernarias"... (p. 18) donde recoge lo que de bello y exuberante hay; con la descripción de la primera ciudad europea visitada: Madrid "triste, deslucida y pobre... Fuera de la Plaza Mayor todo era, aquí, angosto, mugriento y esmirriado" (p. 27).

Pero lo maravilloso de lo americano no sólo está en su geografía, sino también en su historia. En efecto el Montezuma de Giusti-Vivaldi está falseado, transformado y degradado en comparación con el originario de Solís.

Una y otra vez Alejo Carpentier insiste en mostrar la realidad maravillosa del continente americano e intenta que el lector la capte en su interior. Para conseguirlo se vale de los recursos formales ya aludidos. Pero es necesario advertir que el concepto de maravilloso no está separado de lo cotidiano, de lo que un americano contempla o escucha; pero éste mira, oye de otra manera, como el propio Alejo Carpentier dice a través del indiano, jugando con la doble significación de la palabra fábula (ilusorio para el europeo; sublime para el americano): "fábula parece lo nuestro a las gentes de acá porque han perdido el sentido de lo fabuloso. Llaman fabuloso cuanto es remoto, irracional..." (p. 77).

PERSONAJES

Se comprende que en noventa páginas es difícil encontrar verdaderos personajes. Hay —eso sí— tipos representativos de diferenciados grupos étnicos o estamentos sociales, que, como en una novela corta o en un cuento, serán dictatorialmente dirigidos por el autor en función de una tesis o línea de pensamiento. Desde el punto de vista étnico se pueden formar tres grupos:

a) el indiano: "nieto soy de gente nacida en Colmenar de la Oreja y Villamanrique del Tajo, hijo de extremeños, bautizado en Medellín" (p. 75). Representa al criollo de sangre española, pero ya identificado con la realidad americana: "mi deseo era que triunfaran los mexicanos contra los españoles". Como prueba de estos están las abundantes transposiciones del indiano en Montezuma que hay a lo largo del texto.

b) el indígena, representado por el negro Filomeno, que mantiene la puridad de lo americano.

c) los europeos: Antonio Vivaldi, Doménico Scarlatti, Jorge Federico Haendel, representantes europeos con un notorio complejo de superioridad frente a lo americano (el indiano y su criado).

Desde el punto de vista social las dos condiciones : burguesía y proletariado, se corresponden al rico criollo y a Filomeno. Es significativo el apelativo de Amo que se le asigna al indiano a lo largo de la narración.

Son, en suma, estos grupos de personajes, modos diferentes de enfrentarse a un mismo fenómeno y captarlo de manera diversa e, incluso, encontrada. Estos personajes fluctúan en el espacio sin coordenadas temporales fijas, como indicando que los tiempos cambian, las costumbres también, pero la sustancia de cada estamento sigue fijada de modo estable al margen de estos eventos.

No aparecen rasgos que los configuren con una personalidad nítida o tan siquiera esbozada, porque son "ideas" revestidas de un ropaje exterior, como se explica en el epígrafe siguiente.

CONTENIDO IDEOLÓGICO

El tema de América subyace en toda su obra narrativa de forma unitaria, pero tal vez sean Concierto Barroco y El Reino De este mundo (1949) las dos novelas que mejor reflejan el pensamiento de Alejo Carpentier sobre la cultura y la idiosincrasia de Latinoamérica, como a él le gustaba decir para referirse al continente americano. Esta concepción está bastante ligada a su biografía: nacido en La Habana e hijo de francés y rusa; educado y enraizado en Cuba y en toda la tradición cultural caribeña, que conoce bien y ama; otro suceso, el exilio en París durante la dictadura de Machado, le pone en contacto con Europa y su cultura, pero este acontecimiento fortalece y exacerba su vinculación a América, y se vuelve cada vez más crítico hacia el viejo continente y hacia el modo de vida exportado por éste.

La exaltación de lo americano y la reconsideración del proceso histórico de América, influido por Europa, con una acerba crítica a esta influencia, son los dos puntos centrales sobre los que se sustenta su teoría americana presente en Concierto Barroco.

Muestra de la exaltación americana en el presente relato es la presentación de una tradición cultural americana rica en historias y aventuras, como la de Salvador Golomón —bisabuelo de Filomeno— descrita en el capítulo segundo, que se basta a sí misma. Y una belleza desbordante y fantástica; "maravillosa"; plasmada principalmente en los dos primeros capítulos.

Después de esta presentación original, fuerte, colorista y bella de América, A. Carpentier describe algunas ciudades de España. No es casual el paso del indiano y Filomeno por España; ni superfluas las descripciones hechas, desligadas del carnaval veneciano. En efecto, a partir del capítulo cuarto y hasta el final de la novela, los hechos se desarrollan en Venecia, pero esta ciudad "con arrugas en las caras de sus paredes cansadas, fisuradas, resquebrajadas..." (p. 80), y el Madrid descrito en el capítulo tercero se equiparan. Por ello, todo lo censurable de la cultura europea manifestado durante su estancia en la ciudad italiana, se aplica a España, primera nación transmisora de la cultura occidental a América.

El segundo punto de su teoría americana, la reconsideración del proceso cultural americano y la crítica a Europa, están recogidas fundamentalmente en los tres capítulos finales, de manera especial en el séptimo. El pretexto utilizado por el autor para censurar es la asistencia del indiano y su criado al ensayo general de la ópera de Montezuma, de Vivaldi, basada en la Historia de la conquista de México de Solís. La adaptación de Giusti estaría falseada, pues —además de otros errores— presenta al final a un Hernán Cortés clemente y generoso, que perdona a sus enemigos. Este suceso crispa al criollo y grita de forma reiterada: ¡falso! Carpentier quiere mostrar al lector, al concluir la representación, que las iconografías creadas en Europa, sobre base cultural americana, están mediatizadas por un cierto complejo de superioridad, llenas de prejuicios, y que no responden a la realidad. Esto sucede porque Europa no acierta a comprender la cultura americana, e intenta conformar en sus moldes la tradición que encuentra. El resultado es una "América de artificio" (p. 76). Así, por ejemplo, cuando el indiano refiere el verdadero final, Vivaldi responde con frases que reflejan esta falta de comprensión: "hubiera roto la unidad de la acción..." (p. 69), según el estilo europeo; o "muy feo para el final de una ópera" (p. 69), composición musical desconocida entones en Latinoamérica. Se quiere demostrar, además, que "una civilización de hombres superiores se había impuesto con dramáticas realidades de rigor y fuerza" (p. 65); es decir, sólo el poderío del invasor habría logrado esa cultura superpuesta y ajena.

Esta concepción de América —por parte europea— como una extensión del viejo Continente, donde sólo de un modo violento es posible transplantar la cultura, produce humillación y enojo al principio: "este Montezuma ataviado a la española tan insólito e inadmisible" (p. 63): y, más adelante, la reacción reflejada en la acalorada discusión entre el indiano y Vivaldi al final del capítulo séptimo. El primero defiende la identidad de su cultura e historia, el segundo mantiene una actitud escéptica hacia lo americano: "en Europa... sí que hay Historia. ¡Historia grande y respetable! —afirma el preste Vivaldi— ¿Y, para usted la Historia de América no es grande ni respetable? El preste músico metió su violín en un estuche forrado de raso fucsina: "En América, todo es fábula..." (p. 70). Sin embargo, poco a poco, América se separa de Europa, y es América —a través del recital final de Louis Amstrong— la que impone su cultura a Europa, "en un enérgico strike-up de deslumbrantes variaciones... un nuevo concierto barroco... inesperado concierto" (p. 83).

Varias razones justifican este problema, según Alejo Carpentier. De una parte que Europa y América tienen culturas diferentes. En Europa hay un cierto complejo de superioridad que la incapacita para comprender lo americano, como sucede a Filomeno, acallado en Concierto Barroco por los compositores cuando saca su "reluciente trompeta" y toca una canción "que no era música". De otra, la cultura del viejo continente está gastada como los europeos mismos. Los compositores reconocen que el público se hastiará ya pronto de los viejos temas musicales y ven necesaria cierta renovación, que, ofrecida por Filomeno, es rechazada.

Alejo Carpentier, para reflejar la caduca cultura europea que se intenta transplantar desafortunadamente a América, utiliza elementos paródicos y satíricos, como se aprecia en Concierto Barroco. Busca provocar la hilaridad en el lector y reducir al absurdo todo ensayo de trasplante de fórmulas anticuadas, inválidas para su continente.

Al hablar de los personajes, se ha mencionado antes la ascendencia española del rico criollo, pero éstos, aunque con sangre española, ya son gente distinta. En efecto, toda la historia es una pugna dialéctica entre los europeos y el criollo, pero éste desaparece camino de París —como Alejo Carpentier—: "el tren comenzó a deslizarse casi imperceptiblemente, hacia la noche. —¡Adiós!" (p. 80); y queda Filomeno en las calles de Venecia, y las simpatías y deseos de triunfo de Alejo Carpentier se vuelcan en al figura del negro.

Pero no es el único triunfo de Filomeno, porque este personaje también es el representante del estamento proletario. Su presencia en la narración es siempre servil, sometido al Amo. Sin embargo, en las páginas finales aparece una interesante conversación entre estos dos personajes: "En La Habana sólo sería el negrito Filomeno. —"Eso cambiará algún día". "Se necesita una revolución". "Yo desconfío de las revoluciones". "Porque tiene mucha plata allá en Coyoacán. Y los que tienen plata no aman las revoluciones... Mientras que los yos, que somos muchos y seremos mases cada día...". Es el alegato revolucionario que Alejo Carpentier suele lanzar en casi todas sus novelas. El compromiso ideológico del autor le impone la necesidad de plantear esta lucha de clases, llena de odio —como puede leerse líneas más abajo—, que conducirá al proletariado "al Comienzo de los Tiempos" (p. 80). La desaparición del indiano parece indicar que el autor apuesta por el triunfo de la Revolución.

VALORACIÓN DOCTRINAL

1. Existe a lo largo de toda la narración un trato irreverente y blasfemo a la Iglesia y sus representantes. En otras ocasiones, el tono es despectivo. Choca una aberrante conducta moral de Antonio Vivaldi, agravada por su condición de clérigo.

2. Hay descripciones —pocas, breves— con una fuerte carga erótica.

Lo señalado en 1 y 2 son como flashes que salpican todo el relato, desligadas del contexto y fácilmente aislables. Sin embargo, parece más negativa la carga ideológica, proclive al marxismo, que se manifiesta de modo muy especial en los últimos capítulos, y que puede resumirse en:

a) La concepción de la sociedad con clases sociales perfectamente diferenciadas y opuestas (burguesía/proletariado), y el triunfo de ésta última mediante la Revolución. Se añade, además, la firme convicción de que la revolución cubana debe exportarse.

b) El análisis de la historia y la civilización del continente americano bajo un prisma marxista, y que puede sintetizarse en:

— los españoles —fuerza opresora— al conquistar América imponen por la fuerza una cultura que, según el autor, no es asimilada sino rechazada finalmente.

— la oposición tan contrastada en términos dialécticos entre las culturas europea y americana, y la imposición de una de ellas con la desaparición radical de la otra, que significativamente se manifiesta en el relato después del "triunfo" de la Revolución.

 

                                                                                                               J.G.L. (1983)

 

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