CARPENTIER, Alejo

El recurso del método

Editorial Siglo Veintiuno, 14ª ed., México‑España, 1977.

 

1. Introducción

Alejo Carpentier desempeñó el cargo de Agregado Cultural del gobierno cubano en París, y desde 1959 colaboró con el ré­gimen marxista de Fidel Castro en la reestructuración de la cul­tura en Cuba. Su novela “el recurso del método” está cargada de intencionalidad política, y sobre ella vuelca su habitual barro­quismo irónico. El personaje central es un dictador latinoameri­cano ilustrado, afrancesado. El desarrollo del relato abarca unos quince años situados en nuestro siglo.

El péndulo de la narración, cuyo cronista es casi siempre el mismo dictador, oscila entre su país de origen y París, donde da comienzo el relato. Todos los capítulos, e incluso algunos de sus apartados van precedidos de algún pensamiento de Descartes que intenta reflejar la actitud del dictador.

2. Resumen

CAPÍTULO I

“...mi propósito no es el de enseñar aquí el método que cada cual debe seguir para guiar acertadamente su razón, sino sola­mente el de mostrar de qué manera he tratado de guiar la mía” (René Descartes, Discurso del método).

El Primer Magistrado se levanta tarde para lo que sería un día libre de compromisos. El despertar, la lectura de algunos pe­riódicos, la visita del barbero, del sastre, de un Académico fran­cés de reciente elección, y la compañía de su colaborador Pe­ralta, son otros tantos motivos para recuerdos próximos y leja­nos, entremezclados con farragosas alusiones a piezas musicales, obras pictóricas y de escultura, obras literarias, etc. De tales descripciones resulta que nuestro personaje es ya viudo desde hace tres años. Su esposa Hermenegilda le había dado cuatro hijos: Ofelia —también aficionada a la música y al buen vivir parisino—, Ariel —embajador en Washington—, Marco Antonio y Radamés. Ha sido reelecto unas tres veces. Fue alumno de los Hermanos Maristas, en el colegio del Surgidero de la Veró­nica, su lugar de origen (ficticio).

Su sensualidad a flor de piel queda parcialmente descubierta con la descripción accidental de detalles snobs. Así, el recuerdo de su visita a una casa de mala nota la noche anterior queda como una aventura, donde lo extravagante del hecho, absorbe la inmoralidad de la acción misma.

La “religiosidad” —si así puede llamarse— del dictador es sentimiento rayano en lo supersticioso. Por un lado, su ironía demuele constantemente todo respeto: el relato de la oración fú­nebre por el alma de su esposa (casi santa según el discurso del Obispo) termina con la alusión a sus primeros años de concubi­nato —se casaron después— y a la creencia popular en los mi­lagros hechos por su intercesión. Por otro lado, él mismo experi­menta un remordimiento vago por su acción de la noche anterior; pero de modo irónico, con un fondo de burla, comenta: “la Di­vina Pastora de Nueva Córdoba, Milagrosa Amparadora de mi Pa­tria, podía haber sabido de mis desvíos desde la montañosa ata­laya donde, entre riscos y canteras, se alzaba su viejo santuario. Pero me tranquilizaba pensando que, en la falsa celda conven­tual de mi culpable antojo, no habían llevado el afán de auten­ticidad hasta poner un crucifijo” (p. 14).

El relato se acelera al final del capítulo. Despedido el Acadé­mico —cuya visita era para pedir dinero en forma aduladora—, su embajador en París —el Cholo Mendoza— le lleva un cable en que el coronel Hoffman, presidente del Consejo de Ministros, le informa del levantamiento de Ataúlfo Galván (ministro de Guerra) y de la situación, difícil pero no angustiosa. El recurso al ron “Santa Inés”, de por sí constante, se agudiza, las maldiciones afloran y toma las primeras medidas; entre ellas, la de volver a la patria cuanto antes, y la de comprar armamento en Washing­ton, costeado con la cesión a la United Fruit de la zona haba­nera del Pacífico.

En medio de tales medidas, el recuerdo de “lo de anoche” se sugiere como portador de mala suerte. “Pero una vez más, la Divina Pastora de Nueva Córdoba aceptará su sincero arrepen­timiento. Él añadiría unas esmeraldas a su corona; muchas platas a su manto. Y todo con ceremonias...” (p. 34).

CAPÍTULO II

El pensamiento de Descartes que lo encabeza es: “tan em­pecinado está cada cual en su criterio, que podríamos hallar tan­tos reformadores como cabezas hubiese...” Narra en cuatro apar­tados todas las peripecias de la represión sobre los rebeldes. La forma barroca y siempre irónica del relato se vuelve ahora, pre­ferentemente, hacia motivos latinoamericanos.

En Nueva York ultima la compra y transporte de armamento; del Waldorf Astoria, el Primer Magistrado se dirige al Metropolitan Opera House. Allí critica las costumbres norteamericanas, sale hastiado por la novedad de Peleas y Melisenda en el último intermedio y va a correr una nueva aventura amorosa, donde lo relevante es su lucidez a pesar del licor ingerido.

En La Habana se entera de que el estado de cosas continúa igual y aprovecha para participar del carnaval, que deriva en una nueva parranda, custodiado por Peralta. Salen rumbo al muelle luego de enterarse de una victoria de Ataúlfo Galván, por cierto antiguo protegido suyo, en la zona de Nueva Córdoba.

Son esperados en Puerto Araguato por el coronel Hoffman quien los serena con buenas noticias. Sigue el trayecto en tren hacia la capital, durante el cual crece la conciencia del papel de Presidente. La descripción de la ciudad en toque de queda, de sus edificios y anuncios, mezcla su historia con las influencias de productos extranjeros.

El consejo extraordinario, el discurso florido, el examen mi­litar de la situación, y la siesta reparadora desembocan en el im­previsto episodio de la Universidad de San Lucas, donde los es­tudiantes, además de atacar al régimen con muchas alusiones al dictador y a los “revolucionarios” de Galván, se pronuncian en favor del Dr. Leoncio Martínez, intelectual semi‑anarquista, ex-compañero de Peralta, que desarrolla su actividad instigadora desde la ciudad de Nueva Córdoba.

Se decide a entrar con violencia en la Universidad, para salir contra Galván, dejando por ahora que Martínez siga sus activi­dades en Nueva Córdoba.

Luego de la primera victoria importante contra Ataúlfo, y durante la torrencial lluvia propia de tierras madereras, Hoff­man, el Dr. Peralta y el Primer Magistrado, con el ron como acom­pañante, lo celebran en una caverna. Surge explícito —porque implícito lo está siempre— el contraste de lo de “allá” y lo de “acá”: lo europeo y lo latinoamericano.

Por contraste, una piedra tirada por antojo les lleva a descu­brir unas momias precolombinas reveladoras de la alta cultura americana en tiempos en que los europeos eran poco menos que salvajes.

La batalla final contra Ataúlfo Galván se dará en el Surgi­dero de la Verónica, base de la Flota del Atlántico, y ciudad de nacimiento del dictador. La vista evoca su niñez, de manuales de educación marista, y su juventud en correrías portuarias, su ma­trimonio y el ascenso hasta la capital. Los cuatro hijos son rá­pidamente descritos. Ofelia afincada en Europa, arrebatada y empeñosa; Ariel, diplomático, engañador desde pequeño; Rada­més, muerto en una carrera y Marco Antonio, “dandy” vividor de alcurnia en los ambientes de altura europeos. La villa es to­mada sin violencia; Ataúlfo, que se rinde por falta de apoyo, es fusilado mientras pedía a gritos la clemencia al Presidente. Sólo falta acometer lo de Leoncio Martínez en Nueva Córdoba y, hacia allá parte el ejército con el Dictador como General.

Nueva Córdoba, la árida ciudad minera es sitiada, aprovechan­do su aguda necesidad de avituallamiento. Ante la presión del embajador norteamericano, se decide a emprender las acciones pertinentes. Al joven general Becerra, defensor militar de la ciu­dad, se le soborna con cien mil pesos, y las banderas de rendición son izadas. Pero Miguel Estatua —así lo llamaban—, se levanta en armas. Era un negro escultor, genio espontáneo que se había hecho famoso por su facilidad para sacar figuras (sobre todo de animales) de piedras de cantera. Carpentier hace una com­paración, del todo irreverente, con el relato del Génesis.

La insurrección es ahogada en sangre; el último foco de re­sistencia se da en el Santuario Nacional de la Divina Pastora que es dañado por los cañonazos gubernamentales. Como no suce­diese nada a la estatua de la Divina Pastora, se recordará aque­llo como “El Milagro de Nueva Córdoba”. A eso sigue la masacre feroz por parte de las tropas del gobierno, fotografiadas por un francés —Monsieur Garcin—, que más adelante dejará que se publiquen las fotos en la prensa parisina, creando serios proble­mas al Dictador.

En vista de la falta de apoyo evidenciada en las insurrec­ciones, el Primer Magistrado convoca un referéndum. Los rumo­res de represalias (a empleados públicos, a campesinos desafecta­dos, a comerciantes desleales, etc.) surten efecto. “Por todo ello, el plebiscito arrojó un enorme y multitudinario “sí”, tan enorme y multitudinario que el Primer Magistrado se sintió obligado a aceptar 4781 votos negativos —cifra conseguida a tiro de dados por el Doctor Peralta— para mostrar la total imparcialidad con que habían trabajado las comisiones escrutadoras” (p. 85).

El Gobierno ruega al Primer Magistrado que viaje a U.S.A. para curarse de una dolencia en el brazo derecho, que no alcan­zan a remediar los cuidados de la Mayorala Elmira, su querida permanente. Ya en U.S.A., decide embarcarse a Francia.

CAPÍTULO III

El encabezado dice así: “Todas las verdades pueden ser per­cibidas claramente, pero no por todos, a causa de los prejuicios”.

Un resumen de los primeros días de estancia en París es és­te: “Y todo el mundo le volvía las espaldas en el único sitio del Universo donde la opinión ajena tuviese aún, para él algún valor” (pp. 101‑102); porque unos estudiantes de su país habían dado a la prensa las fotografías tomadas por Monsieur Garcin. También su hija Ofelia —al regreso de Salzburgo— está mo­lesta; lleva además un embarazo, fruto de unos amoríos, que le hace aún más agresiva: “venía furiosa, ya que los estúpidos médicos de acá, por más que se les pagara, se negaban a hacer ese tipo de intervención” (aborto) (p. 106).

Sólo el Académico, favorecido antes por su generosa aporta­ción a cambio de unos manuscritos de sus obras, se muestra agradecido y le ayuda en la contra‑campaña de prensa hecha a base de sobornos. Cuando ya llevaban bastante dinero gastado en esto, surge el “pistoletazo de Sarajevo” y el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Ya no es necesario prolongar la serie de artículos que estaban apareciendo sobre la momia donada por su país a un museo parisino, ni la proyectada por Peralta sobre apariciones de la Virgen en el mundo para relacionarlos con el culto a la Divina Pastora.

El dolor por los menosprecios experimentados lo vuelve re­sentido hacia los franceses. La frase de Descartes que encabeza este apartado describe muy bien su estado interior: “cuando mu­cho nos estimamos, mayores nos parecen las injurias” (p. 107).

Entre tantas comparaciones desventajosas para lo francés, fi­guran las que se refieren a las advocaciones de la Virgen en toda América Latina, una vez más irreverentes.

Los primeros resultados de la guerra parecen satisfacer su áni­mo herido, hasta que en la batalla del Marne, los franceses salen victoriosos. Estaba pensando en volver “allá”, cuando un cable le informa del levantamiento del general Hoffman con un tercio del ejército. Se repite la escena del primer capítulo.

Antes de volver a la patria, y luego de dejar bien a Ofelia y de la consabida parranda, el Presidente resuelve su problema de ideario para combatir la revuelta de Hoffman. También aquí es significativa la frase de Descartes que encabeza el apartado (8): “mejor es modificar nuestros deseos que la ordenación del mun­do”. Y es que para remplazar los vocablos gastados en ocasiones anteriores (libertad, democracia, etc.), el Presidente se reviste (inspirado en un artículo de su amigo Académico publicado en Le Figaro) de Legionario de la Nueva Cruzada de la Latinidad contra la barbarie prusiana encarnada en Hoffman (pp. 125‑126). También como factor de peso en el giro de actitud se encuentra la simpatía de la mayoría de su país por Francia. “No había más remedio. Era la regla de juego. Recurso del Método” (p. 121).

Luego de la ocurrencia genial, viene la tristeza de quien está encerrado en el círculo del poder. Las campañas no lo hacen real­mente feliz: son un continuo retorno desde un punto de avance. Se compara a un Cristo, visto por él en una representación teatral: cuando una aldeana ingenua quiso ayudar al actor del drama del calvario llevándole su cruz, el actor le dijo: “Y si me quitas esto, ¿quién sería yo, qué me quedaría?” (p. 130). Así él: por eso vuelve a su patria pues no quiere ser un Porfirio Díaz o un ti­rano Rosas, cadáveres ambulantes por Europa.

Antes de partir, hace una promesa a la Divina Pastora, si es agraciado con la victoria: ir de rodillas, mezclado con su pue­blo.

CAPITULO IV

La frase cartesiana es: “¿qué veo desde la ventana sino som­breros y gabanes que pueden vestir espectros o bien fingidos hom­bres que sólo se mueven por medio de resortes?”.

Lo de Hoffman resulta breve: muere solo, hundido en un pantano del territorio de las Tembladeras, abandonado de sus colaboradores. Al discurso triunfal del Presidente siguieron unos días de descanso en una mansión de Marbella, magníficamente acondicionada, incluyendo una capilla consagrada a la Divina Pas­tora.

La guerra en Europa seguía estacionada y, de paso, servía para distraer las preocupaciones de la gente, a la par que hacía cotizar alto el azúcar, el banano y el café. Con esto la ciudad se va transformando en toda una capital. En la descripción del cambio entra todo: actitudes, arquitectura, negocios, música po­pular. El Magistrado se anima a poner por obra su Capitolio Na­cional, para lo cual es aprobado el proyecto número 31 (réplica del de Washington) a fin de que estuviera listo para el centena­rio de la Independencia. La estatua de la República se encarga a Pellino, marmolista italiano.

U.S.A. entra en la guerra. El país conocía una prosperidad asombrosa, ciertamente. Pero el creciente costo de la vida tenía al pobre de siempre en la miseria de siempre: desayuno de plátano asado, batata a mediodía, mendrugo y mandioca al fin de la jornada, etc.

Aprovechando la intervención americana en Europa, se hace la mayor redada de oposicionistas, conspiradores, ideólogos sos­pechosos —acusados de germanófilos en este caso— que se hu­biese visto nunca en el país (p. 162). También son capturados cuatro buques alemanes.

La obra del Capitolio se termina a marchas forzadas y el día del centenario, el Presidente pronuncia un gran discurso: esta­dísticas y lenguaje de economista; sólo al final emplea su tra­dicional estilo —objeto de burlas por parte de todos— y lo co­rona con una frase muy expresiva y aplaudida con disimulo de risas a las que el dictador responde con agradecimiento, pues la ovación se dirigía “seguramente” a Renán, autor de esas pa­labras en su “plegaria sobre la Acrópolis”. La segunda ovación supera a la primera.

El suntuoso banquete se prolonga en una celebración privada ya en casa, donde lo esperaba Elmira. Sólo que a las seis y media, hora de su baño cotidiano, explota una bomba que debía termi­nar con su vida de haber seguido su horario habitual. Señalando a la ciudad comenta: “Esto me pasa por tener la mano demasia­do blanda”.

La apresurada reunión de ministros deja pocas cosas en cla­ro, pues la lista de posibles enemigos es grande y difusa. Se or­denan los arrestos en masa y también la incautación de “literatu­ra roja” que, llevada a cabo por el teniente Calvo, recoge libros como “La semana roja en Barcelona”, “El caballero de la casa roja”, “El lirio rojo”, “La aurora roja” (Pío Baroja), “La Virgen Roja” (biografía de Louise Michel), “El rojo y el negro”, “La letra roja” de Nathaniel Hawthorne (p. 181); un comerciante, les sugiere llevarse también “la Caperucita Roja”, y es arrestado por esa broma.

Para garantizar la lealtad de sus secuaces, el Presidente va dejando crecer bajo su sombra una infinidad de negocios inexis­tentes o sucios: “el negocio del puente construido sobre un río ignorado por los mapas; el negocio de la Biblioteca Municipal sin libros; el negocio de los sementales normandos que nunca cruzaron el Océano”, etc.

Sin embargo, había algo “que se movía en el subsuelo”, algo nuevo e imprevisible. “Y así fue como, a fuerza de conjeturas, de hipótesis lanzadas al tapete del cálculo de probabilidades, juntándose letras sueltas como piezas de un puzzle inglés, se llegó (con ayuda de Peralta) a la palabra COMUNISMO, última en proponerse a las mentes” (p. 186).

Aparejado a ese movimiento aparecía la figura de un joven de apellido Álvarez, Álvaro o Alvarado, mejor conocido por “El ­Estudiante”. A falta de ese personaje, son traídas al Presidente varias obras marxistas: la mayoría son juzgadas como panfletarias, anacrónicas o muy abstractas. Hay un poco más de detenimiento en una página del Capital en que se habla de los procesos D‑M-D y M‑D‑M. También éste se juzga inocuo: “A mí no se me tumba con ecuaciones” (p. 189). De todas formas, se ordena la incauta­ción del Manifiesto, encubierto con el forro de un libro de “Cría de gallinas Rhode‑Island Red”. El texto clave es: “En suma, los comunistas apoyan, en todo país, cualquier movimiento revolu­cionario dirigido contra el orden social y político existente”. El dictador lo asimila así a los anarquistas de siempre.

La guerra de Europa termina, y con ella el pretexto para po­der obtener dinero del pueblo. En medio del jolgorio general, todavía se le ocurre una última campaña de recaudación de fon­dos para la “Reconstrucción de las Regiones devastadas por la Guerra”.

La inflada prosperidad tiene su colofón en una temporada de Opera con la crema y nata del momento. Carpentier se ex­playa en la descripción del montaje y de la asistencia. Es sig­nificativo el calendario de la Opera en relación al precio del azú­car: “A 23 centavos‑libra se paga nuestro azúcar cuando Nicoletti-Korman, magnífico demonio, elevaba sus loas al Becerro de Oro. Con el himno norteamericano que suena en el primer acto de Madame Butterfly, descendía a 17.20”.

La Opera se convierte, a partir del estreno de Tosca, en si­tio de manifestaciones contra el Dictador. En Aída explotan dos bombas que ponen fin a la temporada y al buen humor del Presidente, luego que hubo de intervenir para que sus policías liberasen a Caruso, preso por equivocación al huir del teatro: “por llevar disfraz fuera de carnavales” (p. 202).

Los carnavales son una nueva ocasión para manifestaciones antigubernamentales, y la reacción es, como siempre, sangrienta.

CAPÍTULO V

Cuenta el último periodo del régimen y su continua progresión hacia el radicalismo. “...soy, existo, esto es cierto. Pero, ¿por cuán­to tiempo?” (Descartes). El Dictador se aferra al poder como sig­no de permanencia.

El desarrollo del relato da pie a hablar de la influencia nor­teamericana en el país: cultural, económica, periodística, etc. El New York Times publica una serie de análisis sobre la situación financiera del país, que divulga el grupo de Leoncio Martínez. La justificación de la permanencia del régimen sin convocar elecciones es “constitucional”; mientras tanto, se distrae al pue­blo con escándalos internacionales, etc. A las huelgas sigue una campaña de chismes, bromas y también de pequeños bombazos algunos en palacio que siembran la confusión en el país. Sin embargo, en la revista “Liberación”, órgano del movimiento comunista se afirma que ellos no son los causantes de esos atenta­dos.

Estando en conjeturas sobre el mito del Estudiante, llega la buena noticia de su aprehensión y el Presidente pide que se lo entreguen.

La entrevista muy detallada es descrita como un en­frentamiento de dos mundos. Lo interesante del diálogo ocurre cuando el Primer Magistrado acusa al joven de querer su muerte: “Todo lo contrario, Señor. Lo peor que podría ocurrirnos a no­sotros, ahora, es que lo mataran a usted. Sería lamentable para nosotros, Señor... porque una Junta Militar tomaría el poder, y todo seguiría igual o peor” (p. 239). Lo que desea el Estudiante es un levantamiento popular. No tienen candidato y detestan a Leoncio Martínez.

Cansado, el Presidente lo encañona para aplicar la Ley Fuga; en esos momentos, estalla una bomba que les da un buen susto, pero queda claro que no la podía llevar el Estudiante. Con esto, el Primer Magistrado se convence de la inocencia del Estudiante y lo deja escapar.

La depresión económica continúa causando estragos y revuel­tas en el país. El Palacio Presidencial se convierte, poco a poco, en una isla desde la que se lleva a cabo una represión feroz. Lle­gan rumores de que en el American Club se habla de otro que venga a poner orden. Como los americanos tienen miedo al Es­tudiante y a sus ideas, se habla de Leoncio Martínez.

Estalla por vez primera la huelga general. Se dan avisos con­minatorios en la capital para que las tiendas abran. Ante la falta de respuesta, son ametrallados los escaparates. Como prosiguiese el silencio en la ciudad, el Presidente a través de llamadas tele­fónicas de colaboradores hace circular el rumor de su muerte; la gente se lanza a las calles a celebrar el acontecimiento, y son masacrados por los carros blindados de policías y soldados.

CAPÍTULO VI

“...si la partida es harto desigual más vale optar por una honrosa retirada o abandonar el juego antes que exponerse a una muerte segura”. Este pensamiento de Descartes es el resumen del capítulo en que se narra el derrocamiento y la huida del dictador.

Sin recuperarse de las copas ingeridas, el Presidente es des­pertado por Peralta y el embajador norteamericano: hay que actuar con prisa y salir. El pueblo está en las calles, el ejército se ha sublevado y, afortunadamente, nadie piensa que él se pue­da encontrar aún en Palacio.

Sale como enfermo en una ambulancia guiada por Peralta y acompañado de la Mayorala. Cruzando la apocalíptica ciudad, pronuncia una triste evocación (“debí pensar en esto”) cuando pasa por los barrios pobres de chozas, favelas y yaguas. Después de pasar por la villa de los alemanes, llegan al consulado nor­teamericano; allí descansa por fin. Al despertarse se entera de que Peralta ha sido recogido por algunos revoltosos: queda claro que él era uno de ellos, y tal vez, el que ponía las bombas en el palacio.

La charla con el Agente Consular es apropiada para poner de relieve que la política americana es pragmática e imperialista. Las visiones de esta hora ponen en la mente del dictador uno de los temas recurrentes en Carpentier: el tiempo y su relativi­dad. “De pronto, una hora viene a durar doce horas; cada gesto se jerarquiza en movimientos sucesivos, como un ejercicio mili­tar; el sol se mueve más despacio o más pronto; se abre un espacio enorme entre las diez y las once” (p. 284).

Todo, al calor de las copas y la plática con el cónsul sobre su colección de raíces de plantas. Con él contempla el destrozo de estatuas suyas, que la muchedumbre realiza afuera. Bustos y estatuas completas van a parar al fondo del océano. Años más tarde —le dice el Cónsul— las descubrirá un draga. “Pasará lo mismo que con las esculturas romanas de mala época que pue­den verse en muchos museos; sólo se sabe de ellas que son imá­genes de “un gladiador”, “un patricio”, “un centurión”. Los nombres se perdieron. En el caso suyo se diría: “Busto, estatua, de un dictador”. Fueron tantos y serán tantos todavía, en este hemisferio, que el nombre será lo de menos”. (Tomó un libro que descansaba sobre una mesa” —¿Figura usted en el Pequeño Larousse? ¿No?... Pues entonces está (perdido)... Y aquella tarde lloré. Lloré sobre un diccionario —“Je séme á tout vent”—, que me ignoraba”.

CAPÍTULO VII

“Y resolviéndome a no buscar más ciencia que la que pu­diese hallarse en mí mismo...” (Descartes) encabeza el último ca­pítulo. Llega inexorable el temido destierro, y con él, la lenta extinción de la vitalidad. El ex‑presidente se va encerrando en París dentro de un círculo cada vez más reducido (incluso local­mente, pues se retira al desván de su casa) en el que lo acom­pañan el Cholo Mendoza y la Mayorala Elmira. También su hija Ofelia entra de vez en cuando y de manera superficial en esa atmósfera, caracterizada por el interés en “lo de allá”. Una exis­tencia alentada por recuerdos de menús (olores y sabores coci­nados por Elmira), melodías del terruño, sucesos exitosos, pero amargada por frustraciones: el arte moderno, integrado por Ofelia en la decoración de la casa, y que rompe sus esquemas estéticos, los viejos amigos que ya no se encuentran en París, etc.

A tal situación se añaden las noticias (atravesadas) provenien­tes de la Patria: la indecisión de Leoncio Martínez, el descon­tento de los militares y la actividad de los comunistas. Los pa­seos habituales incrementan la nostalgia del tiempo pasado. En uno de esos recorridos, se asombra el ex y sus acompañantes de haber visto al Estudiante embelesado en la catedral de Notre Dame. En realidad, el embeleso es estético. Su paso por París se explica por su participación en la “Primera Conferencia Mun­dial contra la Política Colonial Imperialista”; en el camino a Bruselas, coincide con el cubano Juan Antonio Mella y Jawaharlal Nehru.

Las facultades físicas y mentales menguan; el ex tiene un desvanecimiento ante la momia donada por su país al Museo del Trocadero. La recuperación es fugaz e insuficiente. Su muerte es aceptada sin miedo; pero su fin es irónico: nadie entiende su frase final (“Acta est fabula”); Ofelia retrasa un día el anun­cio del fallecimiento porque ha de participar en la Jornada de los Drags.

La ironía final viene en el epitafio cartesiano y la descripción de la tumba: “...árretez‑vous encore un peu á considérer ce Chaos...” (Descartes).

2. Valoración técnico‑literaria

Aunque el estilo barroco hace que, por momentos, resulte pe­sada, la novela consigue captar el interés. Carpentier es un maes­tro del lenguaje y su erudición es innegable: no en balde ha sido acreedor de multitud de premios literarios de índole internacio­nal. Conjuga su “realismo mágico” con un dominio de conoci­mientos históricos, folklóricos, musicales y artísticos en general. En esta novela, sin embargo, la forma y el estilo ahogan con fre­cuencia el relato, que pierde mucho de su “realidad” en aras de su “magia”.

Los elementos narrativos de Carpentier dan gran fuerza a sus descripciones: a) barroquismo, reflejado en la sucesión larga de pormenores colaterales (usa con mucha frecuencia los guiones explicativos), en la antelación de los adjetivos (“luego de inefable presencia”), etc.; b) ironía no sólo conceptual, sino también lin­güística: así, resulta muy gráfica la superposición de expresiones cultas con groserías populares; c) abundancia de referencias sub­jetivas: casi toda la novela está escrita “desde dentro” de los personajes y son raras las situaciones dibujadas por él mismo.

3. Valoración doctrinal

a) Dentro de la intencionalidad política de la novela, la parte favorable la lleva su presentación del marxismo y de su proto­tipo: “El Estudiante”. Aunque las pinceladas son pocas y breves, el retrato resulta atractivo; la impresión que emerge del perfil trazado es la de un movimiento que posee análisis sólidos de la realidad (cientifismo marxista), incluyendo una visión del cristia­nismo “benévola” (cfr. el episodio sobre la visita del Estudiante a Notre‑Dame) y casi compatible con su “espíritu”. Así, resulta confusa la alusión a un colaborador católico practicante, que menciona el Estudiante en su conversación con el Dictador.

Por contraste, toda la ironía y la burla de su estilo explota en la descripción del régimen dictatorial, de la influencia norteame­ricana, de las deficiencias del sistema económico, etc.

b) En congruencia con tal filo‑marxismo, se percibe un de­terminismo que va encerrando al dictador dentro de las leyes fé­rreas de su lógico desarrollo. Aunque la personalidad del Pre­sidente es ricamente descrita, es difícil sustraerse a la impresión de que los verdaderos personajes de la Historia son los conjuntos, clases, pueblo, o como se quieran llamar. El vigor, la ampulosidad del carácter, todo sucumbe ante la evolución de la Historia (cfr. el final del capítulo VI).

c) El horizonte en que se desenvuelve la novela es puramente material‑temporal. El mismo personaje central busca aferrarse a esa dimensión como la única válida. Primero al poder, y siempre al placer sensible aunque se revista de categorías estéticas (“veo, luego existo”; “siento, luego existo”). Esta inmersión absoluta en lo material (y el rechazo consiguiente de lo trascendental) es un tema recurrente en Carpentier.

d) La obra está teñida de una sensualidad refinada y son abundantes las escenas crudas, inmorales. El autor se expresa en este tema con una erudición chocante. Habitualmente, las des­cripciones directas se realizan de manera farragosa, entremez­clando expresiones populares burdas con consideraciones estéticas colaterales.

e) Debido a la intencionalidad política, la visión de Latinoamérica resulta pobre. Hay, sin duda, proliferación de elementos folklóricos y pintorescos finamente captados y descritos, pero el conjunto resulta muy artificial.

f) Es patente la miopía del autor cuando aborda los elementos religiosos. Sus frecuentes alusiones no sólo son artificiosas y superficiales (a pesar de la “erudición” en el elenco de detalles), sino que van más allá de lo irreverente, llegando a la burla.

J.A.C.

 

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