DALMAU, Josep

Distensions cristiano-marxistes

Edicions 62, Barcelona 1967, 310 pp.

 

CONTENIDO DE LA OBRA

El libro, según afirma su autor, podría haberse titulado Inicios de una teología marxista (p. 12), e intenta reclamar el derecho a elaborar una teología con las categorías o esquemas del pensamiento marxista, de la misma manera que esto se ha hecho con otras filosofías.

Más que un intento de hablar de Dios y de lo revelado mediante esquemas marxistas, el libro trata de dar una significación religiosa al pensamiento político-social de Marx, queriendo do mostrar así que el ateísmo no le es esencial: es un intento de persuadir a los cristianos de que pueden ser marxistas sin dejar de ser cristianos; y de hacer ver a los marxistas que, para los cristianos, incluso la misma vivencia religiosa puede conducirles al marxismo. Esto constituye la base del diálogo o distensión ya en marcha en el bloque occidental (más o menos identificado con la Iglesia) y el oriental (más o menos identificado con el marxismo, hasta ahora ateo). A este respecto, el autor insiste en que la relación de conveniencia entre cristianismo y marxismo no constituye una necesidad, sino sólo una posibilidad entre otras, aun cuando a él es la única que se le impone en conciencia, desde su propia situación histórica, geográfica y social.

Después de un primer capítulo sobre La democratización doctrinal de Iglesia  (donde trata de legitimar sus planteamientos doctrinales, su disentir del Magisterio ordinario y su personal independencia ante ciertas normas de la disciplina eclesiástica: en base a una supuesta evolución de la Iglesia, puesta en acto por el Concilio Vaticano II y por la vida eclesiástica postconciliar), dedica varios capítulos a la socialización (entendida en sentido marxista), cuyo logro es, según el autor, el objetivo primordial.

A continuación, trata de la compatibilidad de esa ideología y de esa praxis con la fe cristiana; y de lo que, a su juicio, ha hecho pensar falsamente en una incompatibilidad (principalmente, condicionamientos sociales y políticos en la Iglesia). Considera después la situación en Polonia, con ocasión de los acontecimientos del Milenario. Dedica a continuación dos capítulos a la cuestión de la enseñanza, defendiendo la escuela neutra, y discutiendo a la Iglesia el derecho a la enseñanza no estrictamente religiosa. Un último capítulo está dedicado a la vida económico-social en los documentos del Vaticano II, lamentando la omisión de una aprobación explícita de algunos planteamientos sociales del marxismo. Termina el libro con un apéndice que exhorta a los lectores a compartir los puntos de vista del autor.

VALORACIÓN CIENTÍFICA

El libro tiene carácter de ensayo —no obstante su extensión—, más bien asistemático, y escrito en un tono pasional, carente de fundamentación científica y aparato crítico. Esto mismo es indicado por el prologuista, Agustí Vila-Abadal: “El tema del presente libro es muy amplio y muy complejo. Y la manera de tratarlo en el escrito de Mossèn Dalmau es también muy compleja. Se trata de cuestiones de teología, de sociología, de historia, de política. Y estos temas son tratados desde diversos puntos de vista: hay exposiciones de hechos y de doctrinas, críticas de situaciones personales y sociales, propuestas de soluciones a los diferentes problemas que todo este conjunto presenta” (p. 5).

Aunque el libro en sí escapa a una valoración científica —pues no está a ese nivel—, por la importancia y actualidad de los planteamientos de base parece oportuno agrupar el contenido del libro en varios enunciados fundamentales y comentarlos brevemente.

1. La filosofía, la ideología y la praxis marxista constituyen un valor “a se”, que no puede impugnarse ni sostenerse desde un punto de vista estrictamente religioso.

“El marxismo es una filosofía, y el cristianismo es una religión. Estas dos cosas no se encuentran en un mismo nivel. Todas las filosofías pueden ser válidas para hacer inteligible la fe religiosa” (pp. 119-120). Cualquier filosofía tiene —según el autor— una validez sustancial, como acción racionalizadora del hombre en unas circunstancias determinadas: “El pensamiento filosófico —como dice Marx— no nace como los hongos, por generación espontánea, sino que es fruto del tiempo y de un puñado de presiones y circunstancias históricas” (p. 121). La filosofía es considerada, pues, en un plano absolutamente independiente de la fe: en el plano de la razón, donde el criterio supremo sería —según Dalmau— estrictamente filosófico; por eso “repensar las verdades de la fe a través de los diversos sistemas filosóficos es también un camino para purificar la misma fe” (p. 131).

De una misma filosofía pueden surgir ideologías varias, en cuanto desde una filosofía se acomete una tarea teórico-práctica, se da una concepción de la vida social, etc., y en consecuencia, una cierta normatividad fundamental. Por tanto, lo dicho antes para la filosofía vale aún más para la ideología: “¿Por qué han de ser intrínsecamente irreconciliables la ideología marxista y la vivencia religiosa cristiana, si no se mueven en el mismo plano? (...) Las ideologías vertebran racionalmente las religiones desde el nivel inferior en que se encuentran. Por definición, ninguna ideología puede desmontar la vivencia religiosa, porque su fuerza no abarca tanto” (p. 123).

Nótese que se trata de la vivencia religiosa, como terreno propio de la fe. Lo que sí podrá hacer la ideología es desmontar lo que de la fe se pretenda ideológico. En el plano ideológico todas las ideologías tienen un sitio, desde el punto de vista de la fe, aunque puedan no tenerlo desde el punto de vista estrictamente ideológico. “Si ha habido cristianos dentro de todas las ideologías históricas, ¿por qué ha de constituir una excepción la ideología marxista?” (p. 122).

Por último, de una misma ideología pueden nacer diversas praxis políticas: y aquí se aplica a fortiori lo dicho para las ideologías. “Si el marxismo, siendo como es un sistema filosófico, ya no se puede poner en un mismo plano con el cristianismo, porque éste es una religión, el desnivel aumenta si confrontamos el comunismo como partido político que es, y el cristianismo, que ha de seguir siendo una religión si no quiere desvirtuarse” (p. 131).

Esta cierta incomunicabilidad intrínseca de los distintos planos no impide que la fe pueda descalificar una ideología cuando ésta se alza contra aquella, lo que ocurre cuando la ideología sale del terreno ideológico, y entonces no es descalificada en cuanto tal, sino sólo en lo que tiene ya de no ideológico También desde la fe se puede descalificar una determinada acción política, pero sólo en nombre de un principio político: “esta actitud libre de la Iglesia ante las opciones políticas no es lo mismo que un anodino y amorfo apoliticismo. Esta independencia le da el derecho y la obligación de descalificar acciones y compromisos de cualquier partido, si es evidente que van contra los más elementales postulados de convivencia social” (p. 133).

“Resumiendo, pues, conviene tener muy claro que la vivencia religiosa no es un pensamiento filosófico, aunque se presente siempre revestida de alguna ideología. Como una persona no se identifica con el vestido que lleva” (p. 130). Sin embargo, esto es así en el plano objetivo, porque “esta independencia de la Iglesia como continuadora de la obra salvadora de Cristo entre todos los hombres, no obsta para que los cristianos no sólo se asocien, sino que sean una sola cosa con un partido político. Es decir, que crean que la fe pasa a través de su punto de vista ideológico y político, como un vestido hecho a la medida” (p. 130). En consecuencia, la Iglesia en cuanto tal no puede rechazar al marxismo en cuanto tal, y el cristiano puede tener como inseparables su fe religiosa y un pensamiento y una praxis marxista.

La inconsistencia de este planteamiento aparece bastante evidente. Es cierto que religión, filosofía, ideología y praxis pertenecen a niveles o planos distintos, y que por tanto no cabe hacer en rigor una confrontación horizontal como si fuesen realidades de un mismo orden. Sin embargo, carece de fundamento afirmar, a partir de ahí, que esos diversos planos son de tal modo independientes que tampoco quepa hacer una confrontación vertical, de coherencia de unos niveles con otros. Negar esa necesidad de coherencia entre filosofía y religión, entre religión y praxis, etc., es deshacer la unidad de la misma noción de realidad, y deshacer también la unidad de la persona humana, cayendo en un subjetivismo moral absoluto, una vez relegada la religión al plano de las vivencias, y desconectada la praxis, la actuación operativa del hombre, de toda relación con la voluntad de Dios: así, deja de tener sentido hablar de ley natural, de ley divino-positiva, e incluso de ley humano-positiva (salvo que se entienda como libre aceptación, o imposición, de unas reglas de juego, que si conviene podrán cambiarse por sus contrarias).

Por otra parte, Dalmau parece caer en contradicción al afirmar que la Iglesia en cuanto tal puede descalificar una opción política, pero sólo en virtud de principios políticos: ahí se da una “comunicación” de niveles (que antes negó), y además exagerada: no es en virtud de principios políticos por lo que la Iglesia puede dar esa descalificación, sino en virtud de una carencia de coherencia de esa opción política con la verdad religiosa (que incluye algo más que unas vivencias de la que ella es depositaria e infalible intérprete.

2. El marxismo (filosofía, ideología, praxis) se impone como realidad objetiva histórica y social.

“Un hecho contundente por su evidencia es la extensión que ha alcanzado —y sigue avanzando— el pensamiento de Karl Marx. Sin querer, la gente, a la hora de emitir un juicio, lo hace muchas veces con términos o a través de métodos de este pensador judío y alemán, aunque no hayan oído hablar nunca de Karl Marx o al menos no sepan lo que dijo. Este hecho ha obligado finalmente, casi como una fatalidad para algunos, a vertebrar su fe religiosa a través de los esquemas mentales marxistas. Repito que con esto no se quiere descalificar a nadie que tenga otra manera de razonar el contenido de la fe” (p. 13).

Además de esta comprobación sociológica, puede hacerse —según Dalmau— una consideración histórica, en favor del marxismo como fuerza de progreso social: “Me decía el otro día Mons. Keramé, archimandrita y refrendario del Patriarca Máximos IV: han sido los librepensadores los que han hecho avanzar la filosofía. Ha sido gracias al comunismo como el mundo ha avanzado socialmente. Lo que fue un avance religioso frontal fue la reforma protestante —hoy ya se puede decir sin extrañeza—: la lectura de la Biblia, la lengua vulgar en la liturgia, una democratización en los órganos de gobierno, los estudios científicos de la Biblia, que son principalmente suyos, etc., etc. La Iglesia Romana se quedó con el Poder y la Autoridad: ésa ha sido toda su fuerza” (p. 180).

En el orden ideológico-político el autor resume la doctrina marxista en lo que él entiende por socialización, diciendo que “la socialización sólo tiene un sentido ortodoxo: hacer desaparecer el privilegio del poder del dinero de los ciudadanos particulares, porque deshumaniza a la gente y les fuerza a ser deshonestos e hipócritas proponiéndose llegar a ser ricos” (p. 93). Sin embargo, continúa Dalmau, aceptar la socialización marxista no implica aceptar lo que sólo como contingencia histórica se le presentó unido: “Se puede desligar un hecho tan importante como la socialización de los bienes de producción, de las intenciones y cargas ideológicas mentales que la llevaron primeramente a la existencia” (p. 40). El objetivo es estrictamente ideológico (en el sentido antes establecido) y práctico: “Que la socialización sea Tierra de Todos, o pueda serlo. En este objetivo hay un intento humanista —que los hombres puedan convivir más fácilmente— y otro apologético: que la Iglesia no pase a formar parte de los choques de partido o de ideologías históricas” (pp. 44-45).

Históricamente el marxismo se impone: “Cuando una realización económico-social se extiende, quiere decir que no es fruto de una mente calenturienta, sino que lleva consigo una fuerte carga interpretativa del momento histórico que se vive. Los filósofos no se han cansado de repetir últimamente que el proceso histórico gigantesco que se encuentra en marcha, es más fruto de las condiciones y circunstancias generales que obra personal del hombre genial que lo acaudilla” (p. 45).

Para el autor, este hecho histórico se impone a la misma Iglesia como realidad social, en cuanto sale, y es necesario que salga, de la inaferrable trascendencia pura. “A la Iglesia, Cristo no le dio ninguna forma concreta de resolver su sociedad religiosa. Cristo encarnado en la historia vestirá siempre a la manera de los hombres del tiempo. Su sociedad, la montará según las necesidades de los hombres que ella vivifica a través de su Palabra y de los sacramentos. Es decir, la Iglesia está condicionada, en sus formas de gobierno, a las estructuras sociales y políticas que la rodean o en las que viven los hombres que ha de evangelizar. A cada época le dará la fórmula más apta para hacer funcionar su sociedad religiosa. Mejor, cada zona humana le dará las posibilidades reales de gobernarla a través de una u otra forma, socialmente hablando. Por eso, la Iglesia ha sido monárquica absoluta en tiempos de las monarquías. Ahora se democratiza oficialmente a través de este Concilio Vaticano II, y posiblemente se socializará en un futuro Concilio” (p. 167). Esto no es sólo una verificación histórica, ya que la historia es progreso. Por eso, lo posterior es siempre mejor que lo anterior, aunque en la realidad se imponga principalmente como posterior.

“Sin llegar nunca a serlo del todo, la primitiva Iglesia se parecía mucho a una anarquía. Sin llegar nunca a serlo del todo, la Iglesia del Concilio de Trento y del Vaticano I se parecía mucho a una dictadura. Si no llegó a serlo —anarquía o dictadura— fue porque la bondad de sus hombres superaba las limitaciones y los defectos de sus engranajes sociológicos y políticos” (p. 176).

Ahora, pues, lo que la historia impone a la misma Iglesia es el hecho socio-económico de la socialización: “En nuestros tiempos, cuando el dilema de la injusticia social y de la descomunal mala distribución de las riquezas (a ti, tres, y a mí, mil) ha creado un dilema de vida o muerte; el obstáculo primero, lo que tiene la hegemonía para enterrar la fe casi con fuerza de colapso es el reaccionarismo, la insensibilidad político-social de ciertos signos, y la hipersensibilidad enfermiza de ciertos otros, en los altos organismos eclesiásticos” (p. 71).

El problema es de carácter moral, pero se trata de una moral colectiva o moral de estructuras, cuyo cauce propio es de orden político-social. “Es por ahí por donde el mundo está dividido: por una doble moral. La moral colectiva y la moral personal. La Iglesia está en gran parte integrada entre los hombres de moral personal. Por eso, los que se levantan hasta el nivel de la moral colectiva se sienten expulsados de la Iglesia, más bien que salir ellos. No pocos quedan creyendo en un ser superior, pero están convencidos de que la Iglesia no lo representa ni poco ni nada. Creen que la vida religiosa pasa por otro sitio” (p. 74).

“Simplificando un poco las cosas y aceptando todas las excepciones necesarias, el panorama en nuestra casa es el siguiente: la Iglesia está incorporada a esa bondad que quiere resolver las cosas de los hombres que son efecto de un montaje social desgastado y viejo a través de la acción individual, a través de la caridad, a través del paternalismo, a través del servicio al vecino y al prójimo necesitado, pero siempre al margen del cambio de estructuras que haría inútiles todos estos esfuerzos vanos” (p. 78).

La solución marxista se impone, pues, como un deber moral primario. “Esta toma de conciencia de solidaridad, de colectivización o de acción política para un cambio de estructuras, tiene carácter de urgencia. Y en cuanto urgente pasa delante de todas las cosas convenientes y aun de las necesarias. Esas cosas las encontraremos después y volverán a tener importancia una vez llegados al altiplano o rellano histórico de la desaparición del capitalismo” (pp. 83-84).

Esta segunda tesis de Dalmau se apoya en unas consideraciones sobre la realidad histórica poco o nada fundadas[1].

Dejando también de lado la cuestión de la organización social de la Iglesia, que el autor trata con notable superficialidad y sin ninguna referencia analítica de las fuentes, merece la pena detenerse brevemente en la cuestión apuntada de la moral personal y la moral colectiva. En la exposición del autor hay, sin duda, un aspecto verdadero, en cuanto los deberes morales no pueden considerarse exclusivamente en un horizonte individualista. Sin embargo, la distinción entre moral personal y moral colectiva tal como es expuesta en este libro presenta unas deficiencias notables. La Iglesia ha dado a lo largo de la historia innumerables indicaciones acerca de la moralidad de los más diversos aspectos de la vida social: actos relativos a las relaciones internacionales, a la política interna de las naciones, a la enseñanza, a la legislación familiar, a la vida económica, al mundo del trabajo, a la actividad sindical, etc., sin violentar por eso la autonomía propia de cada orden y de cada ser o institución. Y se ha opuesto siempre a las ideologías que —como el liberalismo laicista y el socialismo marxista— pretendían sustraer la vida social del ámbito de la moralidad cristiana (cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 36; Const. past. Gaudium et spes, n. 36). Y eso es precisamente lo que parece propugnar Dalmau: una moralidad colectiva (para lo social), distinta e independiente de la moral cristiana, que él considera sólo moral personal. Por otra parte, esa moralidad colectiva, por la que el autor parece pedir una intervención de la Iglesia en las opciones políticas para cambiar las estructuras, es un clericalismo inaceptable: no es la Iglesia quien debe cambiar las estructuras temporales, sino que son los cristianos —guiados por la moral de Cristo, que no sólo es individual, sino que tiene precisas exigencias sociales, y no sólo de caridad y paternalismo, sino de justicia— quienes con una conciencia bien formada deben, libre y responsablemente, optar por los medios concretos que consideren aptos para ese cambio de estructuras, si lo estiman en conciencia necesario o conveniente.

3. El marxismo constituye para el cristiano una “posibilidad religiosa”.

“Toda estructuración filosófica, aunque se deshaga expresamente del sentido trascendente religioso de la vida, puede servir de atalaya para dirigirse a contemplar a Dios y vivir su presencia desde otra perspectiva. Tomás de Aquino lo hizo con el aristotelismo; Teilhard lo ha hecho con el evolucionismo cósmico. ¿Es extraño que algunos cristianos lo hagan ahora con el materialismo dialéctico o determinismo histórico o humanismo marxista?” (pp. 121-122). Por una parte, el marxismo se presenta como una posible aplicación ideológica y política de la vivencia religiosa; y por otra —en realidad se trata de lo mismo— esa vivencia religiosa puede quedar racionalmente expresada con el pensamiento marxista: “las aspiraciones del socialismo pueden ser estimuladas por la fe religiosa, dicen algunos comunistas; la ideología marxista y su humanismo pueden vertebrar la vivencia religiosa, dicen algunos cristianos. El proceso de acercamiento está, pues, en marcha por los dos lados” (p. 101). Unos y otros están de acuerdo en admitir —y reducir— el cristianismo como poder vitalizante para la doctrina y para la praxis marxista: el cristiano cede su doctrina; el marxista admite que se pueda llegar a la suya subjetivamente por un camino religioso: lo que importa es que el pensamiento y la acción sean marxistas: para el materialismo dialéctico la cuestión de las motivaciones es secundaria; para el cristiano progresista la vivencia religiosa se agota ahí, en la motivación.

“Hoy hay hombres de carne y hueso que se encuentran plenamente integrados en las líneas de transformación del mundo a partir de las aportaciones marxistas, y esto —dicen ellos— los ha hecho más profundamente religiosos. Esos hombres no simplemente coexisten con el comunismo —como pasa en Polonia—; éstos están integrados en el pensamiento y en la acción progresiva del hombre, porque el pensamiento marxista ha dejado de ser un obstáculo” (p. 185). Si la fe puede vertebrarse con los esquemas marxistas, la misma conducta religiosa puede discurrir por los cauces de la acción marxista. “Para algunos cristianos de la segunda mitad del siglo XX, el sentido histórico marxista y su dialéctica son una pista válida para descubrir la Voluntad de Dios que palpita en las leyes de funcionamiento del Universo vital. Para un marxista, abandonarse a la dirección del sentido histórico es liberarse y liberar a la humanidad. Un cristiano, a través de ese mismo sentido, madura religiosamente, se acerca a Dios, se inserta, además, en su voluntad salvífica y vivificadora; abandonarse a disposición del Creador del Universo es liberarse; es expansionarse. Sólo que la Voluntad del Creador no queda agotada siguiendo el sentido dialéctico histórico o el materialismo dialéctico. Simplemente es una pista más o, si se quiere, una nueva aproximación” (p. 121).

Esta postulación de concordismo cristiano-marxista hecha por Dalmau no tiene ninguna consistencia: se limita a afirmarla. Todo el discurso del autor parece reducir la religión a un vago sentimiento religioso, sin ningún contenido objetivo[2].

4. Admitir la “posibilidad religiosa” del marxismo es un deber para la Iglesia.

Este deber procede inicialmente de la naturaleza misma del Cristianismo. “El Cristianismo, más que una religión, es la presencia real de Dios en la Historia, salvadora eficaz de todos los hombres-todos, sin excepción. Es decir, de cualquier civilización o cultura, de cualquier filosofía o ideología, de cualquier teología o de cualquier religión” (p. 119). Según Dalmau, dada esa inaferrable trascendencia a la que antes se ha hecho referencia, lo religioso no tiene una significación (verdad y norma) determinada y, en consecuencia, puede asumirlas todas: asumir y salvar al hombre quiere ya decir asumir y salvar (asignar sentido trascendente) todo lo que el hombre haga. Lo divino no toca la cerrada inmanencia de cada orden humano, simplemente le asigna un valor trascendente.

“Ahora, manteniendo de algún modo los inconvenientes y los recelos hacia el comunismo y excluyendo a sus hombres de la Iglesia, la Iglesia no hace más que encoger las alas de su universalidad o de su catolicidad. Cristo vino a salvar a todos los hombres y también, por tanto, a los comunistas, aunque ellos lo ignoren o no lo admitan. Ya tiene bastantes obstáculos el hombre normal para aceptar a Cristo, como para que, además, algunos vengan provocados por la misma Iglesia” (p. 195). No se trata de que toda la Iglesia sea marxista, sino de que también el marxismo sea Iglesia.

En realidad, continúa el autor, la Iglesia se opone al marxismo no por motivos religiosos, sino por encontrarse ligada a una determinada estructura social (la liberal-capitalista). En consecuencia, reconocer la posibilidad religiosa del marxismo, es un deber para la Iglesia, y eso supone un reconocimiento de culpas (haberse aliado con determinadas fuerzas políticas). Según Dalmau, ciertas esperanzas para ello ha dado el Vaticano II, no condenando el marxismo, e introduciendo cierta democratización en las estructuras de gobierno de la Iglesia; sin embargo, considera que ha sido una omisión grave del Concilio no haber asumido expresamente el marxismo como camino posible, aunque fuera rechazando algunos detalles (cfr. pp. 251-252).

En lo que se refiere a la enseñanza, el autor aboga por la supresión de la enseñanza de la religión en las escuelas, niega el derecho de la Iglesia a dirigir centros de enseñanza, etc. En el fondo de sus argumentaciones se repite la idea de que la escuela debe dedicarse a enseñar materias absolutas y ciertas, y la fe no es ni una cosa ni otra.

Como se ve, vuelve a dominar aquí la noción de religión como algo meramente subjetivo, como vivencia o experiencia religiosa (de ahí que, según Dalmau, la fe no sea algo ni absoluto ni cierto). Por otra parte, la deformación de la historia —quizá desconocimiento— en lo que se refiere a los motivos de la condena eclesiástica del marxismo es patente.

Llama también la atención la superficialidad del concepto de redención que utiliza el autor. Sin duda, Cristo vino a salvar a todos los hombres, por tanto también a los comunistas, pero si cualquier estado humano es compatible con la Iglesia, si el marxista no tiene que dejar de ser marxista, ni el budista de ser budista, ni —por la misma razón— el pecador habitual de ser pecador habitual; entonces no se ve en qué consiste propiamente la salvación. Si todo lo humano (aun lo pecaminoso, como la transgresión del primer mandamiento de la ley de Dios) es objeto y sujeto de salvación —no sólo pasiva sino activamente— eso quiere decir o que la salvación es un término sin contenido propio, o que responde a la concepción luterana de confianza subjetiva y puramente extrínseca. A este respecto, se puede recordar que, como Dalmau, el mismo Marx consideró a Lutero un precursor[3].

5. El cristianismo constituye una “posibilidad” para el marxismo como estimulante del pensamiento y de la acción socialista.

Esta afirmación se deriva necesariamente de que el marxismo sea una posibilidad para el cristianismo. Pero, igual que en la Iglesia, sólo ahora está empezando a verse eso con claridad en el ámbito marxista. “Cualquier fe religiosa, cualquier idea de Dios e incluso cualquier inclinación a la idea de Dios, constituyen una inexplicable bajeza”; “La religión es el vodka espiritual donde los esclavos del capitalismo ahogan toda forma humana”. Son dos frases de Lenin. Contrastan con esta resolución del último Congreso Italiano Comunista: “las aspiraciones del socialismo pueden ser estimuladas por la fe religiosa”. Que la religión no es opio, sino estímulo, es un descubrimiento hecho por el comunismo italiano. Es un lenguaje nuevo (p. 99).

Para Dalmau, el ateísmo del marxismo fue una consecuencia de las hipotecas político-sociales que pesaban sobre la Iglesia, una reacción inevitable: si Dios prohibe el marxismo, el marxismo tiene que excluir a Dios. Sin embargo, esto fue un error para el marxismo, que no supo ver más allá del momento histórico en que nacía. “Fue una lástima. Si hubiesen descubierto que aquella determinada interpretación religiosa que se vivía entonces era fruto de unos momentos históricos concretos, y que era posible hacer un replanteamiento de la religión más serio, paralelo a la reforma social y política que ellos propugnaban, se habrían evitado un enemigo tan importante y de gran prestigio entre el pueblo —a pesar de todo— como la Iglesia, habrían engrosado el haz de motivaciones que conducían a la protesta. Ha sido una lástima que los pontífices del comunismo no hayan sabido potenciar —como lo hicieron con la ley— la fuerza esperanzadora de la vivencia religiosa que duerme en la conciencia de todo hombre. Fue una energía que ignoraron y perdieron. Hicieron bien en dar a conocer la alienación cuando se encuentra en la religión. Pero dejaron un vacío insustituible cuando descuidaron objetivar su realidad más profunda” (pp. 100-101).

Prescindiendo de la deformación de la historia, es notable que Dalmau ignore el carácter filosófico básico de la negación de toda religión por parte del marxismo, que sigue en esto a Feuerbach, con su materialización del idealismo hegeliano, y la eliminación de los últimos residuos de lo religioso[4].

6. El marxismo (con independencia de su ateísmo, no esencial) constituye el objetivo humano primordial.

Cuando el cristiano se da cuenta de esto, su fe corre un grave riesgo, si no comprende enseguida que lo que en su fe se opone al marxismo no pertenece a la fe, y que las dificultades que la Iglesia opone al marxismo son justamente lo que la Iglesia tiene de extraño a sí misma. “Si se llega a descubrir que muchas de las actitudes que parecen de esclerosis mental son más fruto de la influencia y condicionamiento estructural del cuerpo social de la Iglesia, que no propiamente resultados inmediatos de la misma fe y de la persona concreta, la fe se salva. Una vez más el nivel de moralidad colectiva dentro de la Iglesia salva el proceso de maduración del hombre creyente. Sale el cristiano progresista” (p. 71). Y así es el mismo marxismo el que salva a la Iglesia. Esto hace ver hasta qué punto, incluso en el orden religioso, es primordial el objetivo marxista, si no para todos, al menos para muchos cristianos: los suficientes para que la Iglesia misma quede tocada por el fenómeno.

“Hoy hay hombres que, conservando vivo el contenido de la fe cristiana, han asimilado los postulados de la “revolución social” que el marxismo ha propugnado siempre. Eso ha creado una especie de “Tierra de nadie” —que podría llamarse más propiamente “Tierra de Todos”— y que es la colectivización o el socialismo práctico En esta “Tierra de Todos”, los comunistas están a pesar de su ateísmo. Y un comunista de buena fe dirá que los cristianos están a pesar de su religión. Pero ya es mucho que el concepto religioso de la vida o la falta de esta vivencia no sea motivo de discriminación entre los hombres” (p. 43). Así, dada la cerrada inmanencia del orden político-social, ideológico y práctico, el marxismo se constituye en posible objetivo común de cristianos y comunistas: su fe o su ateísmo es de otro orden, y cuando se proyectan aquí se convierten en inútil motivo de discordia. “Eso obliga a los hombres del Partido a esforzarse por ver las cosas, no desde el fenómeno externo religioso, sino desde el interior de la fe, desde donde las cosas no tienen la misma perspectiva. De la misma manera que los hombres de fe se han lanzado a enfilarse en la ideología de Karl Marx para descubrir, estando dentro, toda su panorámica. A este diálogo por dentro, a estos dos mundos que se entrecruzan, invita constantemente este ensayo, para entrar todos juntos en la nueva plataforma histórica hacia donde la humanidad camina” (p. 219).

Es curioso que Dalmau ahora hable de “dos mundos que se entrecruzan”, de diálogo desde el interior, etc., de dos cosas de las que antes había establecido la incomunicabilidad absoluta, para negar que la Iglesia pueda condenar, en virtud de la fe, al marxismo. Esta falta de coherencia está presente a lo largo de todo el libro.

7. En consecuencia, lo específicamente religioso aparece como objetivamente secundario.

Dios no queda reducido a su presencia en este mundo, pero es su presencia en este mundo lo que justifica que le prestemos atención: “En todo caso, un Dios que se encuentra fuera del mundo no lo necesitamos” (p. 278). Por eso, “el verdadero teólogo desencadena situaciones políticas. Quizá se pueda decir que la teología es política o ha dimitido de la más importante de sus misiones: encarrilar la historia de los hombres hacia la Trascendencia divina. (...) La teología llega hasta las zonas políticas como razón suya, o no es teología” (pp. 281-282).

Por otra parte, la situación histórica en que nos encontramos hace secundario creer o no en una trascendencia de nuestra vida en la tierra. Lo que se impone es esa misma vida y su sentido inmediato, inmanente. “Es la falta de interés por el significado de las cosas y de la misma vida lo que habrán de afrontar, de aquí a poco, toda clase de humanismos, tanto religiosos como ateos. La cosa menos importante quizá será decidir si el sentido de las cosas y de la vida va más allá o queda más acá; lo más importante será darle algún sentido. En esto último habrán de esforzarse todos los que no crean en el absurdo del vivir” (p. 221). Por otra parte, “no podemos hacer demasiado caso de las apariencias de religiosidad o de incredulidad. Sobre estas cosas nuestros juicios siempre serán superficiales. Incluso en este terreno no nos oponemos diametralmente cristianos y ateos, sean o no marxistas. Posiblemente nos encontramos más cerca de lo que podemos imaginar. Los hombres, en el fondo, somos los mismos en todas partes” (p. 265).

La radical inmanencia en que el hombre está sumergido, el carácter objetivamente hipotético de una posible trascendencia que no afecta a nuestro mundo, hace que la fe se justifique más bien por su capacidad de vitalizar acciones en el ámbito propio en que nos movemos, y especialísimamente en el orden supremo de las estructuras político-sociales. Por eso “no ha sido vana la generosidad de todos aquellos cristianos que en su intento por entrar en estas zonas oscuras y espesas e intrincadas —de la ideología marxista— de la lucha obrera por una vida más digna y más justa, han recibido ahí una herida mortal para su fe. Ellos nos han precedido en el camino y nos han abierto senderos. Merecen un monumento. Tienen categoría de santos; han perdido su fe en el intento heroico de comunicarla. Como los que se ponen en peligro y mueren por salvar a los que aman. Desde estas páginas, hermanos de lucha, yo, sacerdote de Jesucristo, os dedico mi más profunda admiración y mi mayor respeto. Un día se realizará aquello por cuyo logro vuestra fe ha muerto. Vosotros, entonces, os gozaréis grandemente. Vuestro sacrificio no habrá sido vano” (p. 263).

En este último punto, llega al máximo la pérdida de todo sentido de lo sobrenatural, que considera la fe como simple vivencia o experiencia religiosa. De ahí que Dalmau pueda decir que, en el fondo y respecto a la fe, todos los hombres somos iguales: eso sólo es comprensible si, en efecto, la fe es considerada como algo meramente humano, no como don sobrenatural gratuito de Dios; que hace referencia a un contenido real e independiente de la vivencia del que cree o no cree.

Sólo con esa completa reducción de la religión sobrenatural a unas vagas aspiraciones humanas, es posible que el autor llegue a dar el calificativo de santidad heroica a quienes han perdido la fe por acercarse al marxismo con la idea de cristianizarlo.

Para terminar, es significativo cómo narra el autor el proceso personal para llegar a esas convicciones:

“El había criticado las abstinencias de carne, los ayunos cuaresmales, las bulas, el uso y el abuso de las indulgencias, los alegóricos y vaporosos sermones de muchos sacerdotes, los tremebundos ejercicios espirituales. Había criticado el primero y como el resumen de todos los pecados contra Dios, contra el prójimo y contra sí mismos, que inexplicablemente los mandamientos de la Ley de Dios colocan en sexto lugar; había criticado el latín de la misa, los ornamentos arcaicos del sacerdote en las funciones religiosas, las ceremonias sin sentido, las soledades religiosas de los templos llenos de fieles. El respiraba religiosamente a través del grupo de amigos que hacen tertulia, ora con un sacerdote, ora con un monje de Montserrat, ora con un fraile capuchino, ora leyendo un libro de Teilhard, o de Lubac, o de Congar, o un artículo de “El Ciervo”, o de “Témoignage chrétien”, o de la “Lettre” o de “Informations Catholiques”; y se sentía cristiano a pesar de todas las incomodidades.

Un día se sabía que fulano ya ni tenía fe. Que tal otro ya no practicaba, que el de más allá decía que abandonaría la Iglesia; otro hacía un discurso demostrando cómo todas las fuerzas reaccionarias estaban concentradas en la Iglesia, o que la Iglesia las buscaba frenéticamente como defensa del depósito de la fe que le había encomendado Cristo y que tenía la promesa del Espíritu de persistir a través de todos los siglos. Hasta que un día... (un día del que se recuerda el color y el olor y la angustia) fue protagonista de un problema, y confiado en su fe y a través de ella en la Iglesia, el choque fue brutal. Fue como encontrarse corriendo, de pronto, delante de un precipicio, casi sin posibilidad de parar la carrera. De ese día se recuerda el color del cielo, el olor del ambiente, y la angustia de sentirse precipitado en el vacío.

De esta experiencia personal intransferible e inalienable, pero que un montón de personas —las mejores— atraviesan en un momento u otro de su proceso de maduración, salen los no creyentes o los cristianos progresistas” (pp. 70-71).

VALORACIÓN DOCTRINAL

En este libro, según lo expuesto hasta aquí, se distinguen dos órdenes de errores: unos, de carácter doctrinal fundamental, con frecuencia sólo implícitos, dado el carácter de la obra; otros, de valoraciones concretas y actuales sobre la vida de la Iglesia, sobre los deberes morales del cristiano y sobre la naturaleza del pensamiento y de la praxis marxista, totalmente explícitos. Los primeros se oponen a diversos puntos fundamentales de la doctrina de la fe, y son de clara dependencia modernista; los segundos se oponen a los juicios correspondientes del Magisterio ordinario, y obedecen a una determinada opción política.

1. Entre los errores de carácter fundamental, en ocasiones sólo implícitos, cabe destacar los siguientes (nos limitamos a enumerarlos, ya que su oposición a la verdad católica es evidente):

a) queda comprometida la necesidad de la fe para salvarse;

b) la fe se concibe como vivencia religiosa de carácter predominantemente subjetivo, que en todo caso es objetivada por cada individuo;

c) la afirmación de que cualquier filosofía puede vertebrar la fe, aunque sea una filosofía que se deshaga expresamente de toda trascendencia (que la niegue), priva a la fe de contenido objetivo, racionalmente expresable, comprometiendo así necesariamente el depositum fidei;

d) las manifestaciones humanas de la fe quedan reducidas a un poder vitalizante del pensamiento y de la acción político-social;

e) se entiende la educación en la fe de los niños como una coacción incompatible con el carácter libre del acto de fe;

f) se niega a la fe el poder determinar unívocamente ningún sector del saber y de la conducta del hombre; una y otra cosa quedan reducidas esencialmente a la más completa inmanencia humana, materialista o idealista;

g) se desconoce la gratuidad del orden sobrenatural, y la necesidad de medio de los sacramentos y de la oración; la madurez religiosa aparece sólo en función de la acción político-social;

h) se incurre en el indiferentismo religioso: toda religión, toda ideología, etc. es asumida por el cristianismo;

i) se niega el deber de adhesión interna y externa al Magisterio, tanto ordinario como solemne;

j) la institución divina de la Iglesia queda reducida a lo puramente carismático; lo institucional queda como simple fruto de las circunstancias históricas, predominantemente político-sociales;

k) queda comprometido el carácter objetivo y universal de la norma moral, tanto natural como sobrenatural;

l) se niega el derecho de la Iglesia a la enseñanza;

m) la atención que el hombre debe prestar a Dios queda condicionada a las consecuencias que de esa atención se sigue en el orden político-social, con lo que queda destruido el carácter absoluto de lo divino;

n) se considera cuestión secundaria afirmar o negar la existencia de Dios, concibiendo la posibilidad legítima de que el mundo tenga un sentido con total independencia de su relación a Dios;

o) se subordina la salvación eterna y, en general, la vida espiritual, a los aspectos puramente materiales de la existencia terrena;

p) se afirma el valor salvífico de la pérdida de la fe en aras de un ideal político-social.

2. Entre los errores más explícitos (apoyados teóricamente en los anteriores), pueden señalarse:

a) los juicios sobre toda la vida de la Iglesia y sobre su historia, teniendo como exclusivo parámetro la escala de valores propia del materialismo dialéctico;

b) los juicios sobre los deberes morales de los cristianos, hechos con el mismo criterio, condenando la moral personal y exaltando lo que el autor llama moral colectiva o de estructuras, es decir, el deber moral de trabajar por un cambio de estructuras sociales, en el sentido marxista;

c) los juicios sobre el marxismo, hechos con el mismo parámetro y, en consecuencia, siempre sustancialmente positivos; en abierto contraste con la doctrina del Magisterio, que no se ha limitado a reprobar su ateísmo, sino también lo que se deriva necesariamente, en el orden doctrinal y en el orden práctico, de una concepción materialista de la vida.

El libro no merecía quizá un análisis tan detenido; sin embargo, es ilustrativo como un ejemplo más de hasta dónde hay que ceder para lograr esas distensiones cristiano-marxistas[5].

C. C. y D. E.

 

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[1] Sobre esta cuestión histórica puede verse la recensión a los libros de G. Girardi: Marxismo e cristianesimo y Credenti e non credenti per un mondo nuovo.

[2] Es interesante a este respecto ver cómo Feuerbach encuentra precisamente ahí una fuerte razón para fundamentar el ateísmo: “la esencia divina, que el sentimiento alcanza no es en realidad más que la esencia del sentimiento mismo que se exalta y se encanta a sí mismo: el sentimiento ebrio, feliz en sí. Por eso se comprende ya bien que allí donde el sentimiento se ha convertido en el órgano de lo Infinito, en la esencia subjetiva de la religión, su objeto pierde el valor objetivo. Así, desde que se ha hecho del sentimiento el constitutivo principal de la religión, el contenido de la fe del Cristianismo, en otro tiempo tan sagrado, se ha hecho indiferente. Aunque todavía se confiera valor al objeto, este valor queda sin embargo limitado al punto de vista del sentimiento, con el que quizá se conecta por motivos casuales, en cuanto un cierto objeto suscitase el mismo sentimiento se le daría igualmente la bienvenida. El objeto del sentimiento se hace indiferente sólo por esto, porque una vez que el sentimiento ha sido definido la esencia de la religión él mismo es en realidad también la esencia objetiva de la religión, aunque no sea definido como tal, al menos directamente” (L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums, en “Das Wesen der Religion”, A.W., A. Esser Verlag Jakob Hegner in Köln, 1967, pp. 90-91) La argumentación de Feuerbach no vale sólo para la doctrina de Schleiermacher, sino que vale para todo el inmanentismo, como aclara él mismo poco después: “aquí el sentimiento se ha puesto en primer término sólo como ejemplo: la misma situación se repite con toda fuerza, capacidad, potencia, actividad —el término es indiferente— que se ponga como órgano esencial de un objeto. Lo que subjetivamente, o sea, de parte del hombre, tiene el significado de la esencia, precisamente por eso debe tenerlo también objetivamente, o sea, de parte del objeto. Ahora bien, el hombre no puede nunca trascender su propia esencia” (ibid, p. 95).

[3] “Aber, wenn der Protestantismus nicht die fahre Lösung, so war er die wahre Stellung der Aufgabe. Es galt nun nicht mehr den Kampf des Laien mit dem Pfaffen ausser ihm es galt den Kampf mit seinem eigenen innern Pfaffen, seiner pfäffischen Natur. Und wenn die protestantische Verwandlung der deutschen Laien in Pfaffen die Laienpäpste, die Fürsten samt ihrer Klerisei, den Privilegierten und den Philistern, emanzipierte, so wird die philosophische Verwandlung der pfäffischen Deutschen in Menschen das Volk emanzipieren” (K. Marx, Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, Einleitung, Marx-Engels Studienausgabe Philosophie, I. Fetscher, Fischer Bücherei KG, Frankfurt am Main 1966, p. 25).

[4] Cfr. K. Marx, Thesen über Feuerbach, Th. IV, Marx-Engels Studienausgabe Philosophie, I, Fetscher, Fischer Bücherei, F. am M. 1966, p. 140.

[5] Para esta misma temática, será interesante ver también las recensiones a los libros de G. Girardi (Marxismo e cristianesimo y Credenti e non credenti per un mondo nuovo) y de M. D. Chenu (Pour une Théologie du Travail). En las valoraciones doctrinales de esas recensiones podrán encontrarse textos del Magisterio de la Iglesia en neto contraste con las ideas expuestas por Dalmau en este libro.