ENGELS, Friedrich

Del socialismo utópico al socialismo científico

Ediciones de Lenguas Extranjeras, Moscú 1946, 108 pp.

(Versión revisada de acuerdo con la cuarta edición alemana de 1891)

 

CONTENIDO DE LA OBRA

Este breve ensayo de Engels se presenta como una introducción histórica al estudio del socialismo marxista. Es una obra extraída por el autor, con fines de divulgación popular, de otra obra suya más extensa y compleja, La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring (Leipzig, 1878), llamada habitualmente Anti-Dühring. El doctor Dühring fue un profesor alemán de la Universidad de Berlín, socialista, autor de diversas obras de filosofía y economía política que contenían violentos ataques contra el pensamiento de Marx y hacían peligrar la recién conquistada unidad del partido socialista alemán. El Anti-Dühring fue escrito por Engels como una defensa polémica de los planteamientos marxistas; más tarde, él mismo entresacó de este libro tres capítulos para publicarlos en forma separada en Francia (traducción de Paul Lafargue, 1880) con el título de Socialisme utopique et socialisme scientifique. En 1882 se publicó el folleto en Alemania, en su idioma original, para uso de los militantes socialdemócratas, sobre todo obreros; de esta versión proceden las traducciones a numerosos idiomas, entre ellas la presente. Esta obra, junto con el Manifiesto comunista de 1848, es, por su carácter divulgativo y por su breve extensión, uno de los textos más difundidos de los fundadores del marxismo.

La actual edición viene precedida por el «Prólogo a la edición inglesa», del propio Engels, que por su extensión (pp. 11-43) y por su contenido (un ensayo de interpretación marxista de la historia de la Inglaterra moderna) puede leerse prácticamente como un capítulo inicial de la obra. El folleto propiamente dicho consta de tres capítulos. El capítulo primero estudia los orígenes del pensamiento socialista europeo, a partir de la emergencia del proletariado en la sociedad industrial del siglo XIX: el socialismo utópico de Saint-Simon, Fourier y Owen, en el que Engels distingue su dimensión utópico-burguesa de sus elementos válidos (o precursores del «socialismo científico» de Marx). El capítulo segundo examina la evolución del pensamiento filosófico europeo, contraponiendo la «concepción dialéctica» a la «manera metafísica de pensar», hasta llegar a Hegel como afluente filosófico del marxismo; analiza la inversión materialista de Hegel por Marx y la contribución de los hechos sociales a la nueva concepción materialista de la historia. El capítulo tercero esboza los conceptos centrales del «socialismo científico», mediante el desarrollo de las contradicciones esenciales de la sociedad capitalista, y pronostica el advenimiento necesario del socialismo a partir de las contradicciones internas del modo capitalista de producción.

1. El prólogo: materialismo y religión en la Europa moderna

A propósito de lo malsonante que resultaba en Inglaterra la palabra «materialismo», Engels reivindica —en forma de paradoja— el carácter originariamente inglés del materialismo moderno. Una extensa cita de Marx (tomada de La Sagrada Familia) le permite (pp. 15-18) retrotraer la tesis materialista a Duns Scoto, Bacon, Hobbes y Locke. Serían estos ingleses los padres de aquella escuela de materialistas franceses del siglo XVIII —los enciclopedistas—, que están detrás de la Revolución francesa, y por ende, del socialismo marxista. A pesar de lo cual, los ingleses contemporáneos no veían bien el materialismo, y sólo toleraban o profesaban el agnosticismo. Pero el agnosticismo —les argumenta Engels ad hominem— es sólo un «materialismo vergonzante» (p. 20), es decir, un materialismo que aun retiene el escrúpulo de la duda sobre la veracidad del conocimiento (de nuestros sentidos), y, por tanto, la posibilidad teórica del mundo espiritual y sobrenatural. Con ocasión de este escrúpulo, y para mostrar su futilidad, desarrolla Engels el criterio marxista de verdad, la acción, si bien este término recibe aquí una connotación más utilitaria y técnica que el sentido histórico y social de la «praxis» de Marx. «The proof of the pudding is in the eating» (p. 21): el guiso se prueba comiéndolo. La utilización eficaz de las cosas nos prueba la verdad de nuestra percepción de ellas; el conocimiento falso llevaría al fracaso pragmático; «si conseguimos el fin perseguido (...), tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones (...) coinciden con la realidad existente fuera de nosotros» (p. 21). A continuación, Engels enfrenta la objeción particular del agnosticismo neokantiano: la «cosa en sí» que quedaría más allá de nuestro conocimiento. Esta objeción se descalifica, según Engels, por el solo adelanto de las ciencias positivas y de la técnica: si podemos producir en el laboratorio ciertas sustancias orgánicas, es que no hay en ellas ninguna «cosa» misteriosa y oculta. Luego las reservas del agnóstico se revelan banales: si todo ocurre en nuestra ciencia y en nuestra acción como si todo fuera materia y proceso material científicamente comprensible, entonces está de sobra la duda abstracta sobre la posibilidad del espiritualismo: todo es, efectivamente, materia en evolución; no hay Dios ni espíritu.

Así, una vez reivindicada la aceptabilidad del materialismo histórico para sus lectores ingleses, Engels emprende la interpretación materialista de la historia moderna de Europa, y sobre todo del papel que en ella ha cumplido la fe cristiana. Su método consiste en buscar «la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del sistema de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí» (p. 24), lo que es una buena definición del método marxista. Con arreglo a esta interpretación, el gran centro internacional del sistema medieval era la Iglesia católica, que rodeaba de un halo de santidad a las instituciones feudales. De ahí que la rebelión contra el feudalismo tuviera que dirigirse contra esta «organización central santificada» (p. 25). Al mismo tiempo, la burguesía insurgente necesitó, con vistas al desarrollo industrial que la sustentaba, de un paralelo desarrollo científico: la nueva ciencia, nacida de la necesidad industrial, entró en conflicto con la antigua verdad religiosa y con la teología. Las tres grandes batallas de la burguesía contra el feudalismo católico fueron la Reforma luterana, cuya dimensión de levantamiento social y político fracasó; el calvinismo, mucho más adecuado al ascenso de la burguesía, ya que «su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que, en el mundo comercial (...), el éxito o la bancarrota no depende del individuo, sino de (...) fuerzas económicas superiores, pero desconocidas» (p. 27); y, por último, la revolución francesa, embate burgués despojado ya de todo manto religioso. Sin embargo, a medida que la revolución burguesa se hacía más materialista en Francia, más se aferraba la burguesía inglesa a la religión, en cuanto la religión se prestaba «para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos que los designios inescrutable de Dios les habían puesto» (p. 30). Por eso el burgués insular, «sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de las clases bajas» (p. 35). Engels reconoce, pues, al inglés una larga vista que el francés y el alemán no tuvieron en la manipulación de la fe cristiana: el obrero continental se volvía materialista y, por tanto, rebelde y revolucionario, mientras que el obrero inglés permanecía hasta cierto punto sumiso en virtud de su religión. He ahí la explicación de la religiosidad y el antimaterialismo de las clases dirigentes inglesas. En cambio, «conservar la religión para el pueblo» fue una consigna que, en Francia, llegó demasiado tarde, y la conversión post festum del burgués galo fue ya inútil.

Pero Engels piensa que lo mismo debe ocurrir en todas partes. «A la larga, tampoco la religión puede servir de muralla protectora de la sociedad capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no son sino los brotes más próximos o más remotos de las condiciones imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden mantenerse cuando han cambiado ya aquellas condiciones» (p. 41). Así pues, Engels piensa haber ofrecido en el prólogo una apretada interpretación materialista de la historia moderna de Europa y, sobre todo, una explicación del variado papel de la fe religiosa como reflejo de la lucha de clases y de la infraestructura económico-social; y, libre ya el terreno de la presencia de Dios en el mundo (materialismo científico) y en la historia (interpretación económica), puede abordar —para sus lectores ingleses o cualesquiera otros aun dependientes de la religión— los problemas centrales del socialismo, científico y materialista.

2. El capítulo primero: la sociedad burguesa y los orígenes del socialismo.

Engels ve el origen teórico del socialismo moderno en la filosofía francesa del siglo XVIII: en su crítica de la religión, de la autoridad, del orden social, de las concepciones tradicionales. Con el advenimiento racionalista, todo debió justificarse ante el fuero de la razón; las antiguas ideas se declararon irracionales; el pasado no mereció sino desprecio. La burguesía anunció el reino de la razón; pero hoy comprobamos, dice Engels, que —no obstante la eficacia crítica de esa especulación— la «razón» era sólo el reino idealizado de la burguesía y de sus intereses de clase. Tras la aparente universalidad de la razón burguesa y de sus obras se escondía la particularidad de una clase y de su modo de producción. La burguesía habló en nombre de la humanidad entera; pero en vano, pues ya llevaba en sus entrañas un trozo de humanidad ajeno a ella: la clase obrera asalariada, el futuro proletariado, su antítesis. Con la progresiva diferenciación del proletariado en el seno de la burguesía insurgente, y como reflejo de ella, brotan las primeras ideas socialistas, todavía bajo la forma de descripciones utópicas de la sociedad ideal. Después del «comunismo ascético» (p. 48) vinieron los tres grandes utopistas, Saint-Simon, Fourier y Owen, que mezclan aun numerosas tendencias burguesas a la reivindicación proletaria. La huella burguesa consiste en su pretensión de universalidad: estos socialistas no hablan en nombre del proletariado, sino todavía en nombre de la humanidad, de la razón y la justicia eterna. Sólo que, en nombre de la razón, cuestionan ya el mundo burgués y su irracionalidad. Pero, para ellos, el advenimiento de la racionalidad social —del socialismo— no es un resultado del desarrollo histórico ni guarda relación directa con la economía o la lucha de clases; el que este advenimiento redentor se produzca antes o después es un problema de alumbramiento especulativo: «hubiera podido aparecer quinientos años antes» (p. 49). Los utopistas, pues, están presos todavía en la ahistoricidad burguesa.

Pero, cuando menos, estos hombres denuncian el fraude de la razón burguesa. En vez de la sociedad racional, la revolución francesa produjo instituciones de una nueva irracionalidad; en vez de la anunciada paz, trajo interminables guerras; la liberación de las trabas feudales de la propiedad significó, simplemente, el despojo del pequeño burgués y del campesino; en vez de los vicios feudales, florecieron los vicios burgueses. El «triunfo de la razón» fue un fracaso. Entre tanto, el avance industrial capitalista hacía nacer los nuevos conflictos y, con ellos, los medios para resolverlos: el conflicto de clases y, en su raíz, el conflicto entre el modo de producción y su carácter capitalista. El estado incipiente del conflicto se refleja en las primeras doctrinas socialistas: «geniales gérmenes de ideas» (p. 52), si bien todavía envueltas en la fantasía. «Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible con el ejemplo, mediante experimentos que sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía» (p. 52).

Saint-Simon buscaba la solución en la ciencia y la industria, unidas por el lazo religioso de un «nuevo cristianismo». Engels le reconoce el mérito de haber concebido, ya en 1802, la revolución francesa como una lucha de clases, incluyendo en ella no sólo a nobles y burgueses, sino también a los «desposeídos». Al mismo tiempo, el utopista francés predice ya la total absorción de la política en la economía y la sustitución del gobierno político sobre los hombres por una gestión administrativa sobre las cosas (germen de la idea marxista de la extinción del Estado). En Fourier, Engels aprecia sobre todo su sarcasmo crítico contra el mundo burgués y los sueños de los viejos enciclopedistas; y también su atisbo del método dialéctico al afirmar que «en la civilización, la pobreza brota de la misma abundancia» (p. 56). El inglés Owen, incansable experimentador de empresas reformadas según principios socialistas, habría descubierto —por simples cálculos prácticos— la plusvalía como fuente de la ganancia capitalista y del empobrecimiento obrero; el comunismo oweniano, fundado en la propiedad colectiva y en el retorno social de la riqueza creada por la máquina, cifraba los obstáculos de la reforma social en tres principios tradicionales: la propiedad privada, la religión y la forma actual del matrimonio. Para todos ellos tiene Engels palabras de reconocimiento, si bien les reprocha el haber concebido el socialismo como expresión intemporal de la verdad absoluta, como un principio tal que «basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste al mundo» (p. 62); siendo así que, en realidad, el socialismo debe situarse en la realidad y en la historia para alcanzar la condición científica.

3. El capítulo segundo: el materialismo se hace dialéctico y revolucionario.

A la filosofía francesa del siglo XVIII se suma, como afluente del nuevo socialismo científico, la moderna filosofía alemana que culmina en Hegel. (En el prólogo a la primera edición alemana de este libro escribió Engels: «Nosotros, los socialistas alemanes, estamos orgullosos de descender no sólo de Saint-Simon, de Fourier y de Owen, sino también de Kant, Fichte y Hegel.»). El mérito de esta filosofía es, para Engels, la restitución de la dialéctica como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos, en especial Aristóteles, habrían sido todos dialécticos; también Descartes y Spinoza. Pero, en general, la filosofía moderna, influida por los ingleses, habría caído en la «manera metafísica de pensar» (p. 63); sería, especialmente, el caso de los enciclopedistas franceses. El método dialéctico piensa el mundo como «una trama infinita de concatenaciones y mútuas influencias, en la que nada permanece lo que era, ni como era y donde era, sino que todo se mueve y se cambia, nace y perece» (p. 63): concepción «primitiva, ingenua, pero perfectamente exacta y congruente con la verdad de las cosas» (p. 64). Ahora bien: para explicar los elementos particulares de ese cuadro móvil hay que desgajarlos de su entronque dinámico y en cierto modo inmovilizarlos; tal es, dice Engels, la misión de las ciencias naturales y de la historia. Y así, con el enorme progreso científico de la modernidad, se habría caído en el hábito de la consideración aislada y estática de las cosas, el cual, al trasplantarse de las ciencias naturales a la filosofía —a partir de Bacon y Locke—, habría derivado en «el método metafísico de especulación»; la «metafísica» moderna, pues, se habría originado en el materialismo inglés y por allí habría pasado a los enciclopedistas franceses.

«Para el metafísico, los objetos y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados fijos, inmóviles, enfocados uno tras otro, como algo dado y perenne. Piensa en toda una serie de antítesis inconexas; para él, una de dos: sí, sí; no, no, y lo demás, sobra. Para él, una cosa existe o no existe: un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen recíprocamente en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo, a sus ojos, la forma de una rígida antítesis» (p. 65). Pero estos conceptos metafísicos dejan escapar tanto las concatenaciones como la dinámica de las cosas reales, que existen en forma de procesos; sobre todo, el ser orgánico es a la vez él mismo y otro, encierra nacimiento y muerte continua en su devenir; los principios opuestos de las cosas —los contrarios— son tan antitéticos como inseparables; la causa y el efecto se diluyen en una trama universal de acciones y reacciones. Sólo el pensar dialéctico se hace cargo de esta dimensión profunda de lo real, que la metafísica es incapaz de ver. No se trata sólo de métodos, sino de la constitución misma de lo real: para Engels, la realidad es dialéctica y no metafísica; las «modernas ciencias naturales» demuestran hoy «que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos» (p. 67): evolución de la vida y del universo (Darwin, Kant, Laplace) y no ciclos eternos.

Hegel es el primero en elevar a filosofía esa visión dinámica y relacional del cosmos: el universo como historia, el monismo evolucionista. Sólo que Hegel era idealista, y por eso invirtió el sentido real del proceso cósmico: lo hizo andar sobre la cabeza, lo interpretó en términos de Espíritu e Idea. Por reacción, la filosofía volvió al materialismo; pero ya no pudo volver a ese materialismo «metafísico» o mecanicista del siglo XVIII, sino a un nuevo materialismo dinámico, que se asimilaba la dialéctica de Hegel aunque rechazara el espíritu. Pero este materialismo nuevo, el que Engels profesa, ya no es «filosofía», sino «ciencia». En efecto, salvo la teoría general del pensar (la lógica formal y la dialéctica), todo su contenido se disuelve en las ciencias positivas de la naturaleza y de la historia.

Mientras cambiaba así la visión del mundo, otro tanto ocurría con la visión de la historia, piensa Engels. La insurrección obrera y socialista en la primera mitad del siglo XIX chocaba con la vieja concepción idealista de la historia. Eran los propios hechos sociales, en este caso, los que «demostraban» que «toda la historia anterior había sido una historia de lucha de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio» (p. 72). Y así, desahuciado el idealismo en su último reducto —la concepción de la historia—, el materialismo triunfante ocupaba su sitio y se convertía en interpretación económica de la historia, y por eso mismo en una fuerza revolucionaria. Pues el socialismo anterior, utópico, criticaba el régimen capitalista, pero no lo explicaba; el materialismo histórico suministra esta explicación de sus leyes internas y, por eso mismo, de su futura extinción. El descubrimiento de la plusvalía, dice Engels, pone al descubierto al régimen capitalista. Con ello el socialismo no es ya un buen deseo, sino que, a partir de Marx, se convierte en ciencia y en previsión del futuro, y esta ciencia social se convierte en praxis revolucionaria.

4. El capítulo tercero: el socialismo científico y las contradicciones del capitalismo.

A continuación aborda Engels, desde las premisas del materialismo histórico, el análisis de la sociedad capitalista de su tiempo, buscando en su seno aquellas fundamentales contradicciones dialécticas que expliquen su fuerza actual y su liquidación futura. El planteamiento de Engels es éste: si la burguesía sustituyó los antiguos vínculos sociales interpersonales del medievo por el imperio de la libre concurrencia y el modo capitalista de producción, fue porque la propia manufactura medieval chocaba ya con el régimen feudal de los gremios; así también vuelve a ocurrir durante el siglo XIX a partir del nuevo modo de producción: el maquinismo industrial sobrepasa ya los marcos del régimen capitalista; las nuevas fuerzas productivas, con su carácter social, desbordan la forma burguesa de su explotación, de carácter individual o privado, y por eso la nueva clase obrera es portadora de una nueva sociedad en pugna con el mundo burgués. Este choque o desbordamiento del sistema social por las fuerzas productivas no está «en las cabezas de los hombres», sino «en la realidad objetiva» (p. 76); su expresión teórica, el socialismo, es sólo el reflejo ideológico del conflicto entre la producción social y la apropiación individual, que define al capitalismo.

En el medievo, la pequeña industria era correlativa con la propiedad privada; pero la burguesía capitalista concentró esos mezquinos y dispersos medios de producción artesanales, sustituyendo, gracias al maquinismo, el antiguo taller individual por la nueva fábrica, donde miles de obreros concurren en el mismo proceso de producción: producción social. Sólo que este nuevo modo de producción, preñado de consecuencias revolucionarias —socialización de la apropiación del producto—, se amoldó todavía a la forma de apropiación individual imperante. Pero la propiedad individual de los antiguos tiempos se fundaba en el trabajo también personal, que dejó de existir en la sociedad capitalista. «De este modo, los productos, creados ahora socialmente, pasan a ser propiedad no de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista» (p. 79). Esta contradicción (producción social, apropiación individual) encierra para Engels, en forma germinal, «todo el conflicto de los tiempos actuales» (p. 80). La producción social ha llegado a ser incompatible con la apropiación capitalista, en virtud del simple desarrollo del maquinismo industrial.

Esta primera contradicción es la base de otras. Y así Engels, relacionando la producción capitalista con la extensión del régimen salarial (la transformación del antiguo labrador o artesano en obrero asalariado), deriva del conflicto anterior una nueva expresión: «la antítesis entre el proletariado y la burguesía» (p. 81), o sea, la lucha de clases. A su vez, puesto que las leyes de producción capitalista —leyes imperativas de la competencia— se imponen al margen o incluso en contra de los productores «como leyes naturales, ciegas» (p. 81), resulta que el conflicto original «se refleja en el antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad» (p. 83). Y esta «fuerza propulsora de la anarquía social», al margen de las voluntades personales, «obliga a todo capitalista industrial a mejorar más su maquinaria, so pena de perecer», lo que «equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano» (p. 84) y a crear un «ejército industrial de reserva». Es decir, la propia mecánica del sistema o «la enorme fuerza de expansión de la gran industria» (p. 86), deriva en esas dos tendencias encadenadas que Marx llamó de acumulación creciente del capital y de proletarización creciente: en el polo burgués de la sociedad, los capitales tienden a concentrarse en manos cada vez más escasas; en el polo proletario, los desposeídos crecen a la vez en número y en miseria, situación que tiende con velocidad también acelerada hacia la revolución socialista. Mientras tanto, este movimiento anárquico y ciego produce las incesantes crisis económicas del sistema, de las que Engels cuenta ya la sexta en 1877, y que le hacen pensar en la agonía del capitalismo. «En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista» (p. 87).

El propio sistema es impotente para dominar las fuerzas ciegas que ha desatado; el mecanismo se revuelve contra sí, incapaz de movilizar los excedentes que él mismo crea. «En la sociedad capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital», pero es la propia calidad intrínseca del capital la que se alza como un espectro entre los medios de producción y la clase trabajadora, «la que impide que se engranen la palanca material y la palanca personal de la producción» (p. 88). «Las fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor a que se resuelva la contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de una vez su carácter de fuerzas productivas sociales» (p. 89). La propia clase capitalista se ve obligada a este reconocimiento, dentro de sus límites internos, y ello se expresa en los trusts y consorcios, que a su vez se ven empujados a una socialización todavía mayor, la de los grandes monopolios, esbozo de una organización socialista, si bien todavía en beneficio de los capitalistas. Así hasta que «el representante oficial de la sociedad capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción» (p. 90); la burguesía, que se revela impotente ante la crisis económica, se revela ahora superflua al transformarse las grandes empresas en servicios del Estado. Sólo que semejante Estado es aun «esencialmente capitalista», es «el capitalista colectivo ideal» (p. 92): la explotación de los obreros persiste y aun se agudiza en esta fase.

Para suprimir toda explotación, «no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admiten otra dirección que la suya» (p. 92). Así las fuerzas sociales que son tan ciegas y violentas como las fuerzas naturales mientras no las conocemos, «puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras» (p. 93). «El proletariado toma en sus manos el Poder del Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado» (p. 94). Antes, el Estado expresó y perteneció a la clase dominante, el amo, el señor, el burgués; ahora, puesto que el proletariado representa a la sociedad entera, su Estado no será clasista ni particular; será universal, y por eso mismo desaparecerá como Estado; al no existir clases ni lucha de clases, «no habrá ya nada que reprimir, ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión, el Estado» (p. 94). «El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par el último acto independiente como Estado» (p. 95).

Desde este punto, y en forma retrospectiva, afirma Engels que «la división de la sociedad en clases (...) era condicionada por la insuficiencia de la producción, y será barrida cuando se desarrollen en todo su esplendor las modernas fuerzas productivas» (p. 96). Engels cree llegado ya este momento en que la apropiación burguesa (o clasista en general) es un obstáculo económico para el propio progreso. «Las fuerzas productivas no tienen más remedio que librarse de estas ligaduras si quieren seguir desarrollándose en un incesante progreso ascensional, desarrollando al mismo tiempo, en proporciones prácticamente ilimitadas, la producción» (p. 97). Esta plena prosperidad permitirá al hombre «el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y espirituales» (p. 98). Cesará también la anarquía y el ciego imperio del producto sobre los productores, y la lucha animal por la vida; la sociedad tendrá por primera vez una organización consciente, la existencia será verdaderamente humana, «y el hombre, al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza» (p. 98). «Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad» (p. 99). «La realización de este hecho, que redimirá al mundo, es la misión histórica del proletariado moderno» (p. 102).

VALORACIÓN METODOLÓGICA Y DOCTRINAL

El carácter general de esta obra, desde el punto de vista metodológico y científico, es su constante simplificación de hechos y doctrinas, con vistas a un adoctrinamiento pedagógico de los militantes socialistas. Tal vez la intención de escribir un folleto de propaganda, para lectores en su mayoría obreros, dispensara a Engels de la necesidad de dar un fundamento convincente y un desarrollo riguroso a sus argumentos, en cuanto esta empresa habría exigido el uso de categorías históricas y filosóficas de difícil comprensión para un lector de escasa cultura; pero, por otra parte, el hecho de que estas páginas fueran escritas originalmente para el Anti-Dühring, trabajo «puramente científico» según el autor (prólogo a la primera edición alemana, p. 6), y el que su adaptación popular haya requerido apenas leves modificaciones (y más bien adiciones que correcciones), dicen mal de la seriedad «científica» de Engels. Con todo, ese estilo simplificador puede resultar muy eficaz para lectores de escasa formación, a quienes se condiciona y sorprende con ciertos enunciados generales de aparente evidencia, que contienen ya las conclusiones deseadas. Además, al deformar o elegir cuidadosamente las tesis adversarias, el autor saca adelante las suyas propias en un fácil triunfo dialéctico, recurso que puede no ser advertido por quienes no tengan bastante conocimiento de la filosofía, la historia o las ciencias sociales.

Ahora bien: desde el punto de vista «científico» que el autor pretende para su obra, debe decirse que este ensayo no demuestra ninguna de sus afirmaciones centrales: ni su concepción del mundo —el materialismo—, ni su visión de la historia —materialismo histórico—, ni su hipótesis sobre el papel represivo, clasista y reaccionario de la religión en la historia europea, ni su reducción de las ideas filosóficas y sociales a la infraestructura que ellas reflejarían, ni la superioridad científica del marxismo sobre sus precedentes utópicos, ni la reducción de la conflictiva sociedad moderna al antagonismo entre producción y apropiación, ni el pronóstico del advenimiento de la sociedad sin clases, de la desaparición del Estado y del futuro reino de la libertad. Debe reconocerse, sin duda, que tales demostraciones no figuran en la intención de la obra, dedicada más bien a proporcionar al lector simple ciertas ilustraciones de especial valor táctico o estratégico en la lucha social de su tiempo, suponiendo ya aceptadas las premisas esenciales de esas afirmaciones. Pero, en todo caso, el resultado es el mismo: no se demuestra lo que se afirma, y el lector que no comparte aquellas premisas no encontrará convincentes estas ilustraciones. Si la obra ha de medirse según el calificativo de «científico» que Engels pretende para este socialismo, y aun a pesar de su carácter simplificado o propagandístico, debe estar, cuando menos, en situación de mostrar una cierta coherencia interna y una fidelidad fundamental a los hechos, cosa que no ocurre. Se reseñan a continuación algunos de los principales asertos gratuitos o interpretaciones antojadizas, que no resisten un examen crítico o una confrontación con la historia real.

1. Fundamentos lógicos y filosóficos.

a) Agnosticismo y materialismo. —La argumentación ad hominem que se dirige al agnóstico para convertirlo en un materialista desembozado (prólogo, pp. 19-24) no tiene ningún alcance, por supuesto, para quien no se sitúa en el terreno previo del agnosticismo y en la precisa forma que esta doctrina asumía a fines del siglo pasado. El raciocinio da por supuesta en el interlocutor la premisa de un mundo autosuficiente, regido por el determinismo universal y penetrable íntegramente por la razón humana —el esquema racionalista clásico de la época de Laplace, convenientemente adobado por un orgulloso cientifismo en ciernes—; fuera de este supuesto —que Engels comparte sin dificultad, pero que hoy ha sido superado por las propias ciencias empíricas y por la filosofía de la naturaleza—, el argumento no tiene valor. Ahora bien: el propio agnosticismo en cuestión, para pasar a materialismo, debe ser ya condicionado previamente en forma materialista, como hace Engels, puesto que su imaginario interlocutor, a pesar de su racionalismo ferviente, reduce la duda agnóstica o la cuestión del conocimiento a las solas impresiones sensoriales, dando por sentada la imposibilidad de un conocimiento intelectivo válido, lo que representa un apriorismo injustificable: no es ninguna evidencia que el conocimiento intelectivo sea una ilusión o una mera elaboración refleja de las percepciones sensoriales. La evidencia, en todo caso, es el principio opuesto, la fundamental veracidad de la intelección, y el onus probandi debería correr a cargo del sensista o del materialista. Es típico de la argumentación de Engels el dar por sentado precisamente aquello que debería ser el centro del debate, para medirse con adversarios menores y más próximos a su propia posición.

En todo caso, la refutación materialista de Engels tampoco demuestra nada siquiera ad hominem, pues argumenta desde un pragmatismo elemental (la verdad de las cosas se prueba en y por la acción del hombre sobre las cosas), pragmatismo más ligado a la utilidad y a la técnica que a la praxis histórico-social de Marx, y que resulta —en cuanto al problema gnoseológico— tan endeble como el propio agnosticismo que pretende refutar. En buena lógica, este criterio de verdad debería concluir (como ha ocurrido con pragmatismos posteriores) en un relativismo nada coherente con el «realismo» gnoseológico del propio Engels (las cosas poseen una realidad independiente del hombre, que se limita a reflejarlas). El que podamos obtener de las cosas ciertos beneficios prácticos en función de nuestras necesidades vitales no constituye una prueba de la verdad de nuestro conocimiento de las cosas; podría concebirse un conocimiento fenoménico de las apariencias, que diera lugar a una utilización igualmente fenoménica de las mismas apariencias. La verdad de nuestro conocimiento reposa sobre otros fundamentos más de fiar. Por eso la elevación del proverbio del pudding a categoría gnoseológica es sólo una ocurrencia pintoresca de Engels. Como lo es también, en grado máximo, su refutación tecnológica del agnosticismo neokantiano; cualquier discípulo de Kant sonreirá benignamente ante la pretensión de que la química ha refutado la incognoscibilidad de la «cosa en sí» al producirla en el laboratorio (o como repite Engels en otro escrito suyo, el Ludwig Feuerbach: cuando la química produce la alizazina, transforma la «cosa en sí» en «cosa para nosotros»). Sin duda las cosas son en sí inteligibles, pero no es la tecnología la que nos certifica de ello; ni es el materialismo el que puede aportarnos una seguridad intelectual frente a la duda agnóstica.

b) Dialéctica y metafísica. —Tomemos ahora la famosa contraposición entre «dialéctica» y «metafísica» como las dos formas arquetípicas del pensamiento (cap. II, pp. 63-68), argumentación repetida sin cesar por los marxistas posteriores como proemio filosófico o lógico de su propio planteamiento dialéctico. Esta contraposición es un modelo de trivialidad filosófica. Por de pronto, parte de juicios históricos inaceptables. Atribuir la dialéctica —en el sentido hegeliano-marxista— a todos los filósofos griegos es simplemente jugar con las palabras. Cuando esta atribución destaca especialmente a Aristóteles, metafísico por excelencia, como exponente del pensar dialéctico, y luego se le agregan, por el mismo título, los nombres de Descartes y Spinoza, nos damos cuenta de que Engels está dando a las palabras «dialéctica» y «metafísica» un significado propio, no común, y especialmente acomodado a lo que pretende probar con esa distinción. Y no nos cabe la menor duda de este capricho semántico y metodológico cuando, por el contrario, cita como los exponentes de la metafísica a los franceses del siglo XVIII, los enciclopedistas. Pero nuestra sorpresa llega al límite cuando atribuye el origen del pensar metafísico a las ciencias positivas de la naturaleza, con Bacon y los ingleses a la cabeza. En síntesis, lo que Engels llama metafísica es, contra todo sentido histórico, simplemente una variedad del materialismo moderno inglés y francés, a saber, la forma estática o mecanicista de esta escuela, que niega la mutabilidad intrínseca de las cosas. Y lo que llama dialéctica es, al parecer, la afirmación de esta mutabilidad como constitutiva de los entes, sea cual sea la forma —dialéctica o no, incluso metafísica— que asuma esta afirmación. De más está decir que una gran parte de lo que Engels llama dialéctica es, en realidad, metafísica, y lo que llama metafísica es una forma secundaria del pensamiento filosófico, que, comparada con la metafísica propiamente dicha —griega, medieval, moderna—, es una caricatura, una deformación del contrincante, acomodada para fines demostrativos. Al proponerse a sí mismo un adversario de tan poca monta filosófica, Engels se está facilitando las cosas para una emergencia triunfante de la dialéctica, que aparece así —contra toda historia— como la única filosofía del movimiento. Dialéctica = movimiento, metafísica = estaticidad: tal es la arbitraria ecuación que Engels nos traza; tanto más caprichosa si pensamos que el movimiento ha sido el gran tema de la metafísica de todos los tiempos.

Desde luego, si se trata de afirmar el devenir de todo ente finito y la unidad del ser o del universo, así como la relación entre todos los entes, esta afirmación no es privativa de la dialéctica, y precisamente la metafísica ha solido insistir enfáticamente en esta dimensión de la realidad. Por el contrario, la consideración estática y aislada de cada ente ha sido bastante rara en la historia de la metafísica; en todo caso, podría hablarse más bien, por contraste con el movilismo universal, de las filosofías de la esencia o de la identidad, que arrancan de la intuición parmenidea o platónica del ser. Pero no se trata de contraponer ambas formas de pensamiento —filosofías del ser o del devenir— como terminadas en su propia afirmación de la mutabilidad o la identidad, en un estéril paralelismo; se trata —y éste es el problema filosófico radical, desde los orígenes de la metafísica— de explicarse cómo lo que es, deviene, y lo que deviene, es. La dialéctica —en el sentido hegeliano-marxista— es sólo una de las posibles respuestas a este problema que suscitaron ya Heráclito y Parménides: precisamente aquella respuesta que sacrifica el ser en aras del devenir, y toda identidad en favor del movimiento, haciendo de la contradicción el motor interno de todo dinamismo, y de la realidad un proceso indefinido (tesis, antítesis, síntesis) de contradicciones dialécticas: todo lo que es, en cuanto es, no es. No viene al caso discutir aquí este concepto, como tampoco Engels lo desarrolla en el presente texto: simplemente lo enuncia, dando por hecho que la dialéctica equivale a la única afirmación y explicación posible del devenir universal. Sí viene al caso, por eso mismo, subrayar que, en primer lugar, la dialéctica no posee en modo alguno el monopolio de la presunta explicación del movimiento; y en segundo lugar, que no constituye explicación ninguna, como ya Aristóteles mostró frente a Heráclito y los modernos tomistas frente a Hegel: reducir el ser al devenir, al no ser o a la pura relación, es una pirueta verbal que puede ser dicha, pero ni siquiera pensada realmente.

c) Identidad, contradicción, devenir. —Es el planteamiento aristotélico del problema, que termina en la estructura dual (no dialéctica) de acto y potencia, el único que puede dar razón del ente móvil, en su identidad y en su movilidad, sin suprimir la doble exigencia del ente finito: la identidad captada por nuestra intuición intelectual (lo que es, es) y la mutabilidad captada por la experiencia sensorial e intelectiva de las cosas. Desde este punto de vista, podemos juzgar y matizar la ambigua explicación dialéctica del movimiento que nos ofrece Engels (p. 65). La metafísica —la de raíz aristotélica— no aborda en modo alguno «los objetos (...) aislados, fijos, inmóviles, enfocados uno tras otro, como algo dado y perenne»: ocurre exactamente lo contrario. En cuanto a que «una cosa existe o no existe: un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto», si con ello se significa el principio de identidad y el de contradicción, sin duda que la metafísica suscribe esta afirmación en cuanto referida al ente en acto, pero no en la forma burda e indiferenciada que le atribuye Engels; para Aristóteles y Santo Tomás es efectiva la imposibilidad de ser y no ser (en acto) lo mismo al mismo tiempo, puesto que se trata de un primer principio de la razón, indemostrable por evidente. Pero son ellos, a la vez, los primeros en afirmar que lo que se mueve, en cierto modo es y no es, es lo que es y es otro, o sea, envuelve cierto no ser (el no ser ya, el no ser todavía, el poder ser otro, el poder no ser: el ser real potencial, que es y no es). De allí que estén lejos de considerar, a secas, que «lo positivo y lo negativo se excluyen recíprocamente en absoluto»; simplemente no cometen la falacia de identificar la positividad y la negatividad en acto, el ser y el no ser. Que lo que se mueve «es, en todo instante, él mismo y otro», es una afirmación que también la metafísica suscribe, y en términos menos contradictorios y más claros que la dialéctica de Engels: el ser que se mueve es él mismo en acto, otro en potencia; pero de allí a identificar dialécticamente lo mismo con lo otro, la identidad con la diferencia, media un paso grande: el paso del absurdo. Pues si no hay ser ni identidad del ser (en acto) consigo mismo, tampoco el movimiento es nada ni tiene explicación ninguna.

Con estas distinciones queremos mostrar que la metafísica no afirma propiamente lo que Engels le atribuye, ni en la forma en que se lo atribuye; por el contrario, afirma explícitamente algunas cosas que Engels atribuye a la dialéctica, sólo que las afirma y explica en una forma inteligible que la dialéctica no consigue. Además, Engels, al simplificarlo todo, omite algunos problemas específicos de la dialéctica marxista en oposición a la hegeliana. En efecto, la dialéctica de Hegel, si bien problemática y aun contradictoria por su contenido, posee al menos una coherencia formal en cuanto la realidad existe, para Hegel, en la forma del concepto, y su ley interna es, por tanto, dialéctica. Pero Marx y Engels postulan la misma ley para la realidad concebida no como pensamiento, sino como materia, lo cual ya no tiene ni siquiera coherencia formal. Igual cosa ocurre en su idea de la historia, cuyo hilo conductor se hace consistir en el desarrollo material de las fuerzas productivas, pero cuyo sentido —el comunismo, la reinstauración plena del hombre— es en el fondo una contradictoria rémora del espiritualismo hegeliano: el triunfo de la Idea, la realización del Sentido, cosa que no calza en absoluto con un materialismo consecuente. Ese «materialismo moderno (...) sustancialmente dialéctico», que dice Engels (p. 71) es doblemente absurdo, pues no cabe atribuir contradicción ni negatividad dialéctica (relativa al logos, lógico-metafísica) a la desnuda positividad de la materia. Ni tiene sentido admitir la reducción del ser al puro devenir, para luego volver a reducir éste a la sustancialidad de la materia: el «actualismo» dialéctico (el ser no es más que su propio devenir) no se compadece con el sustancialismo materialista, si bien Engels no demuestra ni siquiera tener conciencia del problema. El punto requeriría un análisis extenso; nos limitamos aquí a recordar la muy fundada acusación que desde tantos frentes se ha dirigido al marxismo: el materialismo no hace juego con la dialéctica; la «materia dialéctica» es una contradicción; los atributos del logos (pensamiento, anticipación, inmanencia) no son compatibles con los atributos que el propio marxismo reconoce a la materia (circunscripción espacio-temporal, transitividad). De donde se sigue que la dialéctica es, para todo materialismo, un añadido extrínseco y contradictorio.

d) Ciencia y filosofía materialista. —En cuanto a la pretensión «científica» de este materialismo (p. 71), no tiene otro alcance que el propagandístico. La tesis materialista cae fuera del ámbito de las ciencias naturales, que no pueden afirmarla ni negarla, porque su examen pertenece a la filosofía: es una tesis formalmente ontológica y metafísica. Por eso mismo, la pretensión de que la filosofía queda anulada por el auge de las ciencias o «se disuelve» en ellas, subsistiendo sólo en la forma de la lógica o «teoría del pensar» (p. 71), es una nueva confusión entre el objeto propio de ambas formas de conocimiento y una ilusión correspondiente al cientifismo positivista de la segunda mitad del siglo XIX. Es, por lo demás, una confusión típicamente marxista esta de hacer afirmaciones formalmente filosóficas —materialismo, dialéctica, ateísmo— y luego, oscureciendo su carácter filosófico, atribuirles condición científica; es también lo propio de la vergonzante filosofía positivista, que profesa creer sólo en las ciencias, pero después de haber cargado a éstas con toda clase de prejuicios y de conclusiones ontológicas, de una ontología espuria y vergonzante. Así ocurre con la pretensión de Engels, en el sentido de que «Darwin (...) ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe» (p. 67), como también lo habrían hecho, en el campo astronómico, Kant y Laplace, haciendo todos ellos superflua la idea de Dios. Si por «metafísica» entiende Engels el materialismo mecanicista, la idea puede tener verosimilitud; pero, por supuesto, la metafísica propiamente dicha no recibe confirmación ni refutación de las hipótesis de tales científicos. Engels piensa que el carácter histórico-evolutivo del cosmos «no deja lugar ni para un creador ni para un regente del universo» (p. 20), idea peregrina si recordamos, por ejemplo, lo que nos señalan hoy tantos autores: que la imagen del mundo nacida de la ciencia actual —un universo finito, temporal, histórico— viene a facilitar el desarrollo de las pruebas clásicas de la existencia de Dios, centradas justamente en el movimiento, en cuanto un mundo semejante clama por su fundamento divino, en comparación con la imagen antigua de un mundo sustancial y permanente.

En suma, aunque este libro no pretenda ofrecer una prueba formal del materialismo, sino más bien una exposición histórica de esa tesis, así como de la dialéctica, debe decirse que no alcanza un nivel aceptable de seriedad filosófica ni consigue impugnar en modo alguno las grandes concepciones metafísicas del universo, que demuestra conocer en forma sumamente distante y simplificada.

2. Interpretación económica de la vida espiritual.

a) El materialismo histórico y la religión. —Las principales tesis del materialismo histórico se señalan de pasada en este libro; no se pretende demostrarlas, ni siquiera exponerlas, sino sólo aplicar la interpretación materialista a ciertos hechos de la historia moderna, en particular al papel jugado por la religión cristiana en los siglos XVI a XIX y por las filosofías «burguesas» en el mismo período. De este modo, sin rigor pero con insistencia, y a través de ilustraciones que apuntan a un principio general, se configura toda una interpretación marxista de la religión y la filosofía: la reducción de la vida espiritual a las condiciones de la infraestructura económico-social. Como teoría de la historia, este materialismo se postula por oposición al idealismo hegeliano, que hace del devenir histórico el despliegue de la Idea preexistente y se presenta a sí mismo como el órgano de la verdad absoluta (pp. 69-70). Esto es típico de Engels y aun del propio Marx: medir dialécticamente sus afirmaciones, pero sólo por contraste con alguna filosofía próxima a la suya —el materialismo del siglo XVIII, el idealismo hegeliano—, como si no hubiera más alternativa que esa, y considerando probadas sus tesis cuando salen victoriosas de tan limitado confrontamiento; es también lo que ocurre con el «socialismo científico» cuando se mide con el «socialismo utópico». La otra fuente de pruebas del materialismo histórico estaría constituida por «los hechos», sin mayor explicación: simplemente se afirma que los «hechos históricos» habrían imprimido «un viraje decisivo al modo de enfocar la historia» (p. 71); a partir de «los nuevos hechos», y sin mayores mediaciones argumentales, «se demostró que (...) toda la historia anterior había sido una historia de lucha de clases» (p. 72). Los hechos mismos, pues, se erigen en categorías de interpretación de los propios hechos, lo que vendría a significar una especie de evidencia directa para el materialismo histórico: la premisa se convierte en conclusión y el dato en método hermenéutico o en argumento demostrativo, sin la mediación de otros antecedentes o premisas, lo que envuelve una clara falacia lógica y metodológica, un constante círculo vicioso, una falta de lesa seriedad demostrativa.

El análisis particular de la religión y la filosofía moderna es igualmente gratuito. La religiosidad medieval se reduce de partida, y sin mayores trámites, a la condición de «halo de santidad» que rodea a «las instituciones feudales» (p. 25), las que a su vez dependen de la «industria artesana» (p. 14) o de la «pequeña producción individual» (p. 99). Así la Iglesia es sólo «el gran centro internacional del sistema feudal» (p. 25), una garantía divina del modo de producción de la época: esta afirmación se presenta de partida como un hecho que todo el mundo sabe. Paralelamente, el auge científico de la modernidad se reduce a las necesidades inmanentes de la burguesía ascensional y de su producción industrial (p. 25), y, por tanto, el conflicto histórico entre fe y ciencia es sólo, a fin de cuentas, el reflejo ideológico de la lucha de clases. Ninguna historia de la cultura podría suscribir esos juicios terminantes y precipitados, ni confundir de tal manera ciertas condiciones, interrelaciones o concomitancias históricas con causas o determinaciones propiamente dichas. Reducir toda la riqueza y complejidad de la vida religiosa del medievo a la condición de un reflejo económico-social es una simplificación inaceptable, por lo demás característica de Marx y Engels: les basta cualquier correlación posible entre la industria medieval, el sistema feudal y la Iglesia Católica (correlación propia de la unidad interna de cualquier ciclo histórico), para concluir sin mayores trámites que el Papado, los concilios, las abadías, las catedrales, las sumas teológicas, la mística, la liturgia, la piedad popular no fueron más que aureolas de la infraestructura artesanal, inconscientes evasiones o justificaciones de un modo de producción y de relación social.

b) La génesis de la modernidad. —La misma simpleza y superficialidad exhibe Engels a propósito del fin de la Edad Media y la génesis de los tiempos modernos. La compleja crisis espiritual de Occidente alrededor del 1500, que ha sido estudiada con base empírica y seriedad científica por legiones de historiadores, en sus múltiples raíces religiosas, éticas y culturales, se hace consistir a fin de cuentas en el pasaje de la industria artesana a la manufactura, el taller y el mercado; se supone que «todo lo demás» viene de allí. Al mismo principio se reduce el surgimiento de las ciencias de la naturaleza, que tiene indudables raíces espirituales y está ligado a un nuevo estado de alma del hombre moderno. Allí donde el historiador divisa una compleja figura de interacciones y correspondencias entre los distintos planos de la existencia histórica —económico, social, político, cultural, ético, religioso— y un elemento formal o conductor del proceso —la comprensión de sentido y la realización de valores—, allí el marxismo no duda en privilegiar la causalidad material de la «infraestructura» económica, «cuyas propiedades explican, en última instancia, toda superestructura» política, jurídica, religiosa, etc. (p. 72). Esta horma interpretativa de la historia no es un «hecho» histórico ni viene de los «hechos»: es la rebelión y el resentimiento de lo inferior contra lo superior, de la causalidad material —infraestructura, mecanismo, instinto— contra la forma, la idea, el sentido que irradian los estratos superiores del ser.

El prejuicio materialista lleva a Engels a grandes simplificaciones de los hechos. Así le ocurre con la Reforma protestante, que se empeña en mostrar como el primer embate burgués contra el régimen católico feudal: una batalla de la guerra de clases. Por más que la Reforma haya tenido implicaciones o correlaciones sociales, reducir a ellas —en términos de reflejo— la sustancia espiritual y el contenido ético-religioso de ese proceso es, cuando menos, una superficialidad. Otro tanto ocurre a Engels con el calvinismo: ver en su doctrina de la predestinación el mero reflejo religioso de una «predestinación económica» —fuerzas económicas superiores, pero desconocidas del incipiente régimen burgués— es una nueva simpleza. Las correlaciones entre el calvinismo y el capitalismo naciente, sin duda reales, son de un trazado mucho más complejo y muestran justamente hasta dónde el análisis marxista está invertido: igual podría decirse que son ciertos aspectos de la teología y de la ética protestante los que han condicionado otros tantos aspectos económicos del capitalismo: el ahorro, el espíritu empresarial, el préstamo a interés, la actitud frente a la riqueza. En todo caso, esas correlaciones son múltiples y circulan en todas direcciones. La Reforma luterana, calvinista y anglicana, por muy ligada que esté a la génesis de un mundo económico y social, posee un sentido propio de carácter ético y religioso, que de ninguna manera es reflejo de la infraestructura económica y que más bien incide definitivamente sobre ella.

c) Espíritu moderno y progreso temporal. —Los juegos y retruécanos, que Engels establece entre religiosidad y materialismo moderno, en términos de los intereses de clase de las burguesías inglesa y francesa, tienen el mismo carácter artificioso y reconstituido de sus interpretaciones anteriores. Y no porque deba negarse todo condicionamiento recíproco entre esas creencias, doctrinas e ideologías, por una parte, y por otra, ciertos movimientos sociales o políticos, sino porque esa interacción es mucho más compleja de cuanto dejan suponer los simplificados esquemas de Engels, que confieren a las creencias el carácter de instrumentos de clase y de reflejos de los cambios del modo de producción. Una perspectiva histórica más amplia y matizada nos hace ver, por el contrario, que los propios productos económico-sociales de la modernidad dependen en gran medida de un desplazamiento espiritual del alma moderna; que detrás del nuevo énfasis en la producción material, la acumulación de riqueza y la idea de «progreso» —los motivos históricos de la burguesía— actúa un espíritu de la modernidad, que sólo es inteligible en términos morales y religiosos, a saber, como una secularización o trasposición inmanente del sentido cristiano de la historia; y que esa «escatología del progreso», tanto en su formulación teórica como en su dinamismo práctico, viene de una consciente rebelión contra el teocentrismo medieval. La relativa autonomía de sentido de este nuevo giro del alma moderna no admite «deducción» posible a partir de los condicionamientos económico-sociales dentro de los cuales se dio.

En efecto, el espíritu «progresista» de la modernidad (humanismo, ilustración, liberalismo, positivismo, y —desde luego— también socialismo y marxismo) se cifra en el intento de hacer inmanente en la historia el destino trascendente o eterno del alma, o sea, en el proyecto histórico de construir el paraíso en la tierra, ideal de «progreso» que asume caracteres cada vez más económico-sociales a medida que sus filosofías conductoras se alejan del impulso espiritual del medievo y se impregnan de materialismo. La gnosis moderna es una expansión del alma que arrastra a Dios al interior de la experiencia humana, diluyendo lo divino en la naturaleza y en la historia, y cumpliendo una especie de absorción terrestre de la esperanza teologal cristiana. La modernidad atribuye a la historia intramundana y al progreso temporal el significado místico de la trascendencia; así la acción civilizadora se convierte en una labor de autosalvación. La potencia espiritual del alma, que en el cristianismo debe dedicarse a la santificación de la vida, se aplica desde entonces a la tarea más tangible de la creación de un paraíso terrenal. El mito del progreso indefinido es una forma secularizada y traspuesta de la esperanza teologal en el Reino de Dios. Por cierto que esta inversión espiritual está ligada a ciertos condicionamientos económico-sociales, es decir, a una considerable expansión de las fuerzas productivas y de los horizontes del progreso material; es esta situación la que engendra la «tentación» progresista y materialista y el correspondiente auge de una clase —la burguesía— portadora de tales causas históricas. Pero el sentido propiamente ético-religioso de esta inversión dista mucho de ser un reflejo de la base económico-social, y al contrario, es un factor activo en el propio despliegue de la potencia económico-social del maquinismo industrial. No cabe ni siquiera imaginar esa expansión material sino a partir de las premisas éticas y culturales del espíritu moderno, premisas que Engels se obliga a considerar, a la inversa, como reflejos ideológicos derivados de las fuerzas productivas.

d) El racionalismo burgués y el marxismo. —La mitología de la «razón» racionalista, ideología oficial de este movimiento histórico, es el elemento filosófico o metafísico de la inversión progresista: del Dios personal cristiano se pasa a la Razón deísta, panteísta o atea. La idolatría o endiosamiento de la razón es un proceso espiritual que disuelve la trascendencia divina en el interior del cosmos y de la cultura. Por eso la explicación y la denuncia que Engels hace de la razón burguesa, como una idealización de clase (pp. 45-47), denuncia hasta cierto punto justificada por los hechos, puede emprenderse con mucha más propiedad desde otros supuestos, es decir, desde una interpretación ético-religiosa de la historia. Y desde esta perspectiva puede y debe incluirse al propio marxismo en el movimiento racionalista, en lo que tiene de más idolátrico y utópico. Y así la crítica de la irracionalidad social que la «razón» burguesa trajo al mundo, crítica que Engels comparte con los primeros socialistas (pp. 49-51), puede hacerse extensiva al propio pensamiento de Engels, y al marxismo en general, como un nuevo intento de implantar la racionalidad perfecta en la historia, o sea, de construir un paraíso terrenal. En efecto, del marxismo puede decirse lo mismo que de todos los intentos precedentes de racionalizar lo real histórico con arreglo a un patrón inmanentista y mesiánico, la racionalidad, que sólo consiguen desencadenar en mayor medida las creencias irracionales del alma y que terminan construyendo un infierno allí donde creían edificar el paraíso de la razón social. ¿No se puede aplicar al marxismo, al pie de la letra, su propia denuncia de la razón burguesa, a saber, que promete realizar por primera vez en la historia un mundo racional y humano, y engendra históricamente un mundo irracional e inhumano? Por eso la crítica de la irracionalidad burguesa, surgida al amparo de la razón, es sólo una parte —el caso final— de esa crítica más general de la irracionalidad del progresismo moderno, que tiene hoy en el marxismo su último y más complejo representante.

El nuevo giro de la modernidad, que se inició bajo los auspicios de la razón y el progreso, se ha tornado hacia 1850 un atolladero histórico fértil en conflictos y frustraciones. Como suele ocurrir en estos casos, el diagnóstico de la situación puede seguir dos vías opuestas: o bien se reconoce que la modernidad asumió de raíz ciertos caminos equivocados, que es preciso rectificar en profundidad, o bien —dentro del propio esquema del inmanentismo progresista— se piensa que no se ha avanzado bastante por la misma línea, y que sólo cabe desencadenar una nueva revolución que acelere la marcha «infalible» del progreso. El marxismo se constituye a partir de esta segunda opción, elevando la infalibilidad del progreso al grado de sistema: el materialismo histórico, el determinismo económico, el socialismo «científico». Desde esta perspectiva juzga Engels al racionalismo burgués. Pero sería fácil repetir hoy su propio juicio a propósito del progresismo marxista, que creyendo renunciar a la utopía para confiarse en la ciencia, no hace sino duplicar su carácter utópico y falsamente mesiánico.

3. Socialismo, utopía y ciencia social.

a) Las raíces de la utopía social. —El propósito de Engels, en su examen de los orígenes del socialismo, consiste en discernir en su seno los dos elementos que se darían mezclados en él: por una parte, auténticas y válidas intuiciones sobre el fracaso de la sociedad burguesa, sus causas, y la forma de la futura sociedad socialista (antecedentes que el marxismo se incorpora); y por otra parte, el factor utópico o irreal de estas doctrinas, debido —según Engels— a que la infraestructura capitalista no había desarrollado aun de lleno sus contradicciones, de modo que burguesía y proletariado se hallaban todavía en una relativa amalgama o convergencia. De ahí que los primeros socialismos brotaran dentro de los esquemas de la ideología burguesa, contagiándose de su idealismo filosófico: el nuevo orden social surge «de la cabeza» de ciertos pensadores, y su contenido se recorta por patrones de verdad y justicia ideal o eterna, y su implantación ocurre por la propaganda intelectual, o sea, por la propia fuerza triunfante de su verdad ideal (pp. 48-49 y 52). Estos factores son los que configuran, para Engels, el utopismo de las primeras doctrinas socialistas; utopismo que es una rémora de las ideologías burguesas, inevitable mientras el proletariado no conceptualice su propia ideología inmanente (el marxismo), en la que se identifican praxis social y socialismo científico.

En apariencia, este análisis es convincente, pero sólo lo es, en definitiva, si se aceptan todos sus supuestos, y principalmente aquellos que se refieren a lo real y lo ideal, a lo efectivo y lo utópico, a saber, que lo real es el movimiento de las fuerzas productivas y su reflejo en la conciencia de la clase obrera, portadora de la verdad social; y lo utópico o irreal son las ideas universales, específicamente las de todo pensamiento no proletario, como la filosofía burguesa. Pero así como el marxismo rechaza en principio toda «especulación», para terminar practicándola en forma superlativa, algo análogo le ocurre también con la utopía; la dimensión utópica del marxismo —abolición del Estado, instauración del reino de la libertad, totalización definitiva del hombre histórico— nos lleva a mirar con recelo su presunto carácter científico y a proponer, en consecuencia, otra explicación distinta de lo utópico y sus fuentes. Sobre el «pensamiento utópico» y su «idealismo» cabe, en efecto, otra interpretación, más completa y ceñida a los hechos, que termina englobando en la utopía no solamente a los primeros socialismos, sino también y principalmente al propio marxismo como la manifestación máxima de la utopía social, en continuidad con sus precedentes históricos. Esta interpretación desarrolla lo que anteriormente dijimos sobre la génesis de la modernidad y su intento de trasponer, en la inmanencia de la historia, la meta escatológica de la esperanza cristiana. La utopía es, en este caso, la sola proyección de un progreso indefinido o de un paraíso terrenal como término inmanente de la historia. Utópico es todo mesianismo terrestre que nos promete felicidad y redención temporal por obra de un ilimitado progreso humano.

b) Utopía y construcción de un paraíso terreno. —El pensamiento histórico y social de la Edad Media, a partir de la Ciudad de Dios agustiniana, prohibe expresamente toda utopía, en cuanto cifra el sentido último de la historia más allá de ella misma, en el Reino de Dios, que no es de este mundo; la historia terrena, en cambio, es saeculum senescens, y no posee un término inmanente ni tiende a una sociedad temporal perfecta como meta de su devenir interno. Pero dentro de la propia Edad Media, y a partir de un creciente progreso temporal, diversas corrientes milenaristas y gnósticas tienden a proyectar el Reino de Dios hacia el interior de la historia temporal, aunque todavía expresan esta meta con las categorías teológicas cristianas. Así, por ejemplo, Joaquín di Fiori divide la historia en tres edades: la del Padre, que se cierra con Cristo; la del Hijo, que se cerraría ya en tiempos del propio «profeta» gnóstico, y la del Espíritu Santo, edad carismática de perfección espiritual que se divisa como meta inmanente de la historia. Si el cristianismo había traído la desacralización de la esfera «temporal», y, por tanto, la liquidación de todo mesianismo social o político, estos nuevos intentos, ahora sobre la base del sentido cristiano de una historia dotada de comienzo, desarrollo y fin, vuelven a proponerse la redivinización del orden temporal, o mejor dicho, del íntegro proceso histórico. Su idea es la raíz misma de la modernidad: proclamar un sentido inmanente de la historia y una nueva edad mesiánica —la tercera edad, el «tercer Reino»—, donde el hombre alcanzará su plenitud «divina» dentro de la temporalidad: el Reino ha sido absorbido en la historia, y este «escaton» terreno será expresado en términos cada vez más histórico-naturales, primero, y más materialistas, después.

En efecto, si bien el concepto de una futura edad mesiánica o de una meta temporal inmanente nace envuelto en la teología medieval, el propio quiebro de la cultura y la fe del medievo producirá una rápida secularización de esta meta. Y así comienzan a surgir, en el comienzo mismo de los tiempos modernos, diversas utopías que describen un estado ideal de la humanidad, una especie de paraíso terreno concebido en términos no teológicos, sino culturales, sociales, económicos, y donde el hombre se resarce fantásticamente de todas las perfecciones temporales que le niega la sociedad real. Las primeras utopías —Tomás Moro y Campanella, por ejemplo— nacen más o menos impregnadas del sentido ético cristiano o del humanismo católico. Pero muy pronto la idea puramente secular de un progreso indefinido y de una infinita perfectibilidad de la naturaleza humana sustituye a estos precedentes humanistas: nace el mito del Progreso. La tercera edad de Joaquín di Fiori se convierte en el «progreso» de los enciclopedistas, en la tercera «edad de la razón» de Condorcet, en el tercer momento dialéctico de la síntesis hegeliana, en el tercer estadio «positivo» de Comte y en la tercera fase dialéctica del «comunismo» marxista. Se trata siempre de un tiempo mesiánico inminente, donde por obra de la «razón» —la nueva deidad moderna— el hombre llegará a un estado de perfección temporal libre de las miserias de un pasado oscurantista o religioso; al mismo tiempo, y a medida que la ciencia y el progreso material crean nuevas expectativas, el materialismo impregna paulatinamente estos sueños, y se anuncia para la sociedad futura una gran afluencia de bienes económicos y un estado de intensa dicha sensorial.

c) La evolución del utopismo moderno. —¿Qué significa, en este contexto, la utopía de los primeros socialistas? Sólo el primer avance de un mito —la sociedad perfecta por obra de la propiedad común—, que en Marx alcanzará su expresión consumada. Entre Saint-Simon y Marx, o entre Fourier y Engels, no existe una relación de discontinuidad como entre utopía y ciencia (esta pretensión es también utópica), sino aquella continuidad que media entre dos formas de utopía: la una, levantada en nombre de la ética y el deber; la otra, en nombre de la ciencia y los hechos. El utopismo social moderno recorre un trayecto múltiple —el mismo de la filosofía moderna—, que va del humanismo al naturalismo, de la filosofía a las ciencias positivas, de la especulación intelectual al pensamiento práctico o revolucionario. La utopía moderna nace envuelta en la espiritualidad del humanismo cristiano y termina en el materialismo de las ciencias, sin disminuir por eso su carga utópica, antes al contrario: haciéndola cada vez más intensa y falaz, a medida que se la enmascara bajo el aspecto del realismo científico. Los primeros ideales utópicos de la modernidad —y aun, en buena medida, el socialismo incipiente— se inscribían en la gnosis de carácter intelectual y espiritualista (la salvación por el conocimiento) que se consuma en Hegel; la gnosis volitiva o activista —hay que hacer racional el mundo, revolucionándolo— desdeña la razón «pura» del idealismo y, apoyándose cada vez más en lo económico-social, se funda en la razón dialéctica inmanente al proceso productivo, en la materia dialéctica: es la gnosis marxista, que bajo su aspecto científico encierra una carga mesiánica y escatológica aun mayor que sus tímidos precedentes.

d) La ciencia social como órgano utópico. —¿En qué situación queda, entonces, la pretensión científica del socialismo marxista? Corresponde esencialmente al paulatino cambio epistemológico de la gnosis moderna. El órgano del conocimiento gnóstico y salvador del secreto de la historia ha evolucionado del siglo XVI al XIX. Este órgano fue, en los orígenes medievales de la gnosis moderna, la teología y la contemplación espiritual; luego, por un proceso de secularización, derivó en la filosofía y en la razón pensante. Más tarde, a medida que aun la filosofía —deismo, panteísmo— pareció demasiado religiosa (el fantasma huyente de la teología, como dirá Feuerbach de la metafísica hegeliana), la gnosis se ligó a las ciencias positivas: es el caso de Comte. Pero mientras éste fundó la utopía positivista en la sociología, todavía entendida en forma teórica, Marx funda su propia gnosis en la economía política, elevada al rango de ciencia exacta, y en relación de identidad con la praxis revolucionaria del proletariado. Semejante giro gnoseológico no asegura de ninguna manera que el socialismo marxista sea realmente científico: la «ciencia» marxista no es más fiable y auténtica que la «verdad eterna» o la «justicia ideal» que Engels reprochaba a los utopistas. Sin duda, el marxismo posee una vinculación programática con las ciencias económicas y sociales, y también, de algún modo, con las ciencias de la naturaleza; pero, a despecho de esta voluntad, todo análisis exclusivamente científico del marxismo termina siempre por denunciar en él aquellas premisas, desarrollos y conclusiones de carácter extracientífico que, mezclados con categorías experimentales, pertenecen más bien al orden del mesianismo, del mito y de la utopía.

Entre estos elementos podemos mencionar, en primer lugar, el propio materialismo, la dialéctica y el ateísmo, que —como ya quedó señalado— no son objeto de ciencia. Habría que añadirles la tesis del progreso infalible y del sentido liberador de la historia; la idea del proletariado como colectividad mesiánica, como pueblo elegido, como entidad metafísica —a la vez particular y universal—, extraña réplica o inversión del Mesías cristiano; y por último, su anuncio profético y apocalíptico del reino de la libertad, el comunismo (pp. 94-99), estadio final de la humanidad que, más allá de sus rasgos verosímiles o siquiera pensables, es descrito como una verdadera transfiguración de la naturaleza humana, como una totalización mística del hombre histórico. Nada de esto es «ciencia»; todo esto, en cambio, es «utopía»: una utopía inserta en ciertos aparentes mecanismos económicos y sociales, más «realista» —en su arranque e inspiración— que sus precedentes de los siglos XVIII y XIX, pero —en sus conclusiones— todavía más utópica, puesto que su objetivo no es una simple reforma del régimen de propiedad ni la instauración de una sociedad más igualitaria o justa, sino un programático paraíso terrenal, una versión secularizada y materialista del Reino de Dios en la tierra. Las ciencias económicas, sociales y políticas pueden ser «ciencias» en la justa medida en que, abandonando toda pretensión mesiánica y toda dimensión utópica, se ciñan efectivamente a las condiciones reales del hombre histórico, que es justamente lo contrario de lo que nos ofrece este socialismo «científico».

4. El análisis marxista de la sociedad capitalista.

a) El origen del capitalismo. —El análisis del capítulo tercero tiene el mismo carácter ilustrativo de todo el libro, y esto en dos sentidos principales: por una parte, comienza dando por supuestos los fundamentos del materialismo histórico, en los que se apoya: la reducción de toda sociedad a «lo que produce y cómo lo produce» (p. 74); por otra parte, el propio desarrollo es sólo una forma enunciativa y simplificada de lo que se supone demostrado ya por Marx en El Capital. Se dan así por sentadas muchas cosas, y precisamente aquellas que resultan más oscuras y cuestionables. La primera de ellas se refiere al origen del capital y del capitalismo, asunto en extremo delicado para Marx y Engels, que, habiendo reducido toda la supraestructura de la sociedad burguesa a un determinado modo de producción, se ven en apuros a la hora de explicar, a su vez, el origen de ese modo, y ello en términos de infraestructura, como lo exige el materialismo histórico, es decir, sin recurrir a decisiones libres de los sujetos humanos o a elementos de orden moral. La dificultad estriba en que todo el análisis marxista supone ya constituida la estructura capitalista como un sistema objetivo de explotación —capital, mercado, régimen salarial, etc.—, pero no le es fácil explicar la propia constitución original del sistema en términos económicos. ¿En qué consiste ese acto fundacional de la burguesía, el de «concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de producción» medievales (p. 76)? Marx habla de una «primitiva acumulación de capital», que, una vez dada, pone en marcha la mecánica de la explotación capitalista, pero sólo consigue explicar esta acumulación inicial en términos de «robo», «despojo», «violencia» ejercida por los nuevos señores sobre los antiguos artesanos y campesinos: explicación «moral» que deja entrever un factor de libertad —el robo pudo no haberse dado—, y que no satisface los postulados del materialismo histórico.

En efecto, ese robo inicial de los primeros precapitalistas puede ser llamado explotación, pero no en el sentido marxista del término. Pues la explotación que interesa al materialismo histórico es la que opera en forma estructural u objetiva, a través de una mecánica de las cosas, es decir, el propio mecanismo de la producción mercantil, del dinero que produce más dinero, de la plusvalía, etc.: un robo «objetivo» y que opera por el dinamismo interno de la mercancía, el mercado, el capital y sus leyes. En cambio, en el propio origen del capitalismo nos encontramos con una explotación que no obedece a las leyes de ninguna infraestructura previa, sino que es un acto moral y libre de ciertos sujetos que despojan, acumulan, concentran, desarrollan, y esto sin poder visualizar el futuro «sistema» objetivo que constituirán con ese robo o acumulación, sino sólo por obra espontánea de la codicia, el apetito de poder, etc., factores morales, psicológicos, subjetivos, que no interesan directa o principalmente al marxismo, pues se suponen «reflejos» de la infraestructura, siendo así que ésta no existe todavía en su forma capitalista, y la infraestructura anterior —la del último medievo— no «explica» tal acto de explotación. Engels dice (p. 75): «La burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas (...) el imperio de la libre concurrencia (...) Ahora ya podía desarrollarse libremente la producción capitalista»: explicación manifiestamente circular, pues parece explicar la producción capitalista como la consecuencia de un acto fundacional de la burguesía, acto que, a su vez, el materialismo histórico debería explicar como consecuencia de un previo modo de producción: no del modo de producción capitalista —que todavía no existe, pues aun no hay capital—, ni del modo de producción anterior, que nada explica, pues no exige de por sí ninguna «acumulación primitiva de capital»: sólo la hace posible. La actuación de esta posibilidad es ya obra de la libertad humana. Así pues, el marxismo se ve obligado a enfrentar un factor moral, subjetivo, libre —para el que no tiene explicación— en el propio origen del sistema capitalista, lo que desvirtúa el carácter determinista de todo su análisis de la sociedad burguesa. Un desajuste análogo se percibe en varios momentos de este análisis: se pretende una especie de «mecánica» o «biología» del organismo capitalista (socialismo «científico»), y en el fondo se termina haciendo alegatos morales; los hombres aparecen como unidades productivas y a la vez se los considera —en forma subrepticia y vergonzante— como sujetos de derechos, o personas, como ocurre a propósito de la apropiación capitalista de los bienes producidos por los obreros. El alegato en favor de la apropiación social quiere ser un desarrollo «científico» de «biología económica», y a la vez pone en juego un factor moral de «justicia» que no tiene cabida en el método ni en la doctrina de Engels.

b) Los pronósticos de Marx y Engels. —Engels, como Marx, adelanta ciertos anuncios sobre el futuro desarrollo del capitalismo: anuncios que, vistos hoy a la distancia de un siglo, deben estimarse como no cumplidos. Habría, según él, ciertas «leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción» (p. 81). De acuerdo con estas leyes del maquinismo industrial, se esbozan los pronósticos de «acumulación del capital» y la correspondiente «acumulación igual de miseria» en los dos polos contrarios de la sociedad, burguesía y proletariado (p. 85). En lo esencial, ninguna de estas dos leyes se ha cumplido, como tampoco la extrema polarización de ambas clases sociales, ni el creciente estallido de la revolución social en las sociedades más industrializadas. Como lo han señalado ya tantos críticos del marxismo, en lugar de esta polarización se ha producido el paulatino mejoramiento del nivel de vida del obrero industrial, la creciente distribución del capital y de la propiedad, el auge de la función fiscalizadora del Estado sobre la producción, los precios, salarios, ganancias, impuestos, etc. —factor igualitario no previsto por Marx—, el imprevisto efecto económico de la revolución científica y tecnológica, y en lo social, el surgimiento de las clases medias, que no encajan en este esquema binario de clases. Igual cosa podría decirse de los anuncios de catástrofe económica que hace Engels (p. 97), atribuyendo al capitalismo el carácter de «barrera» del progreso económico, y hablando de su «bancarrota económica» como de un hecho ya producido en su tiempo, a la vez que cifra en el socialismo las mejores promesas de abundancia y desarrollo prácticamente ilimitado de la producción: pronósticos que hoy, a un siglo de distancia, no podemos sino considerar como errados.

c) Sociedad y Estado: el problema de la representación. —El ferviente alegato socialista de Engels le lleva a pedir (o anunciar) el «único camino» futuro: «que la sociedad, abiertamente y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admiten otra dirección que la suya» (p. 92). No se trata de que el Estado realice esa apropiación. Es cierto que para Engels «el Estado tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la producción» (p. 90), pero ésa es sólo una primera fase del proceso, pues «el Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista (...), el capitalista colectivo ideal» (pp. 91-92). El imperativo de Marx y Engels se cifra, por el contrario, en la abolición del Estado en favor de la misma sociedad: «cuando el Estado se convierta finalmente en representante efectivo de toda la sociedad, será por sí mismo superfluo» (p. 94); la propia sociedad será entonces quien tome posesión de las fuerzas productivas. Todo el marxismo se juega en este tránsito del Estado a la sociedad, en esta final reintegración de la organización política a su esencia social. Pero es obvio que semejante postulado reposa sobre una ilusión: la sociedad no puede hacer nada, ni apropiarse de nada, sin la mediación de un órgano «político», que es siempre particular y exterior con respecto a la inmanencia social. Marx y Engels suponen que toda mediación particular —la autoridad política, la empresa, la propiedad privada— debe llegar a suprimirse o absorberse en la sociedad misma, en el universal humano, en el hombre genérico, en la especie. Pero, de hecho, este supuesto choca con el límite de la individualidad de todo lo real, que hace ilusoria su idea de una socialización a ultranza, sin residuo.

Pues la comunidad como ente universal, la totalidad social, sólo es operativa a través de personas físicas o morales, de individuos o grupos particulares, jamás idénticos a la sociedad misma. De allí procede el problema político clave, el de la representación: la sociedad debe hacerse representar por individuos o grupos que actúen en su nombre. De la «efectividad» de esta representación parece esperar Engels la anulación del Estado mismo, pero en vano: los representantes son siempre ontológicamente particulares, no importa cuán «identificados» estén con la comunidad a la que sirven. La comunidad no puede gobernarse ni poseer ni administrar bienes sino mediante particulares que llevan, en su propia hechura ontológica, la eficacia, pero también el peligro de toda individuación. Que ciertos individuos sean, como se supone para las autoridades socialistas, la «encarnación» misma del pueblo, es una fórmula hegeliana que no puede tener —y menos para el materialismo marxista— un sentido real: a la hora de actuar y poseer y administrar, unos individuos —siempre los más— estarán confiados o sometidos a otros —siempre los menos—, como ocurre actualmente (¿podría dejar de suceder?) en toda sociedad socialista. Y esto con un agravante que no se da fuera del socialismo: que esas personas particulares que detentan el poder, pero no son «nadie» (porque se «identifican» con el «pueblo»), se hacen invisibles, intangibles, exentos, seres místicos; se atribuyen fácilmente la infalibilidad de la «voz del pueblo», y, en fin, su particularidad se oculta peligrosamente detrás de su presunta universalidad, cosa que no ocurre allí donde la «representación» política es una mediación consciente de su propio límite y los representantes tienen que dar cuenta de su actuación.

d) La dominación particular del proletariado. —De esta imposibilidad de un ente particular que se identifique con la universalidad humana se sigue lo vano de la pretensión marxista de una dominación proletaria que se ejerza en el nombre y con los derechos de la humanidad entera. Engels repite aquí (pp. 94-95) la tesis de la dictadura del proletariado; así como Marx justifica esta dictadura y la distingue de todo régimen tiránico anterior por el carácter a la vez particular y universal del proletariado (como clase que lleva en sus entrañas a la humanidad sin clases del futuro), así también argumenta Engels, sólo que en forma concreta: el proletariado, al tomar en sus manos el poder estatal y estatalizar los medios de producción, «con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado como tal» (p. 94). Pero si nos negamos a reconocer en el proletariado este privilegio mesiánico y metafísico de la universalidad, por razones de principio y también de experiencia, entonces la dictadura del proletariado se reduce a una dominación particular de unos sobre otros, tan injusta y estéril como cualquier otro totalitarismo. Y no se ve por qué el Estado socialista se exima de la condición de «capitalista colectivo ideal», del que se cumplirá lo dicho por el propio Engels: «cuantas más fuerzas productivas asuma su propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos explotará» (p. 92). En otras palabras, si la «extinción» del Estado —el salto dialéctico del Estado totalitario a la sociedad pura— es una ilusión, todas las pretensiones del marxismo se revelan también ilusorias, y el socialismo marxista aparece condenado a ser una nueva y más opresiva forma de totalitarismo.

En suma, esta obra de Engels contiene, junto con las tesis centrales del socialismo marxista, también las debilidades congénitas de esta doctrina; sobre todo, el lastre filosófico del materialismo, que, al absolutizar los condicionamientos económicos de la historia humana, fuerza el sentido de los propios hechos históricos mediante una artificiosa reducción a la infraestructura. Al mismo tiempo, y por más que esta doctrina arraigue en un esfuerzo de sistematización científica y de realismo económico y social que no conocieron los primeros socialistas utópicos, el hecho es que termina por presentar un carácter de utopía más marcado que sus precedentes, en virtud del ilusorio mesianismo que anima sus pretensiones científicas y las proyecta sobre el dominio del mito y de la sociología-ficción.

J.M.I.L.

 

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