FRISCH, Max

Homo Faber

Suhrkamp Verlag, Frankfurt 1957 *

 

I. INTRODUCCIÓN

Max Frisch, escritor suizo de lengua alemana, relata en esta novela episodios de la vida de un ingeniero, Mr. Faber, que le hacen revivir todo su pasado. La parte principal es el encuentro y el viaje con su propia hija —de la cual ignoraba la existencia—, sin que lleguen a reconocerse mutuamente. La segunda parte, muy breve, a modo de epílogo, está escrita en forma de diario, durante una enfermedad que es el final del protagonista. La novela está redactada en primera persona.

II. RESUMEN DEL LIBRO

Primera etapa

Un avión despega de Nueva York. Junto al protagonista se sienta un alemán amable y con ánimo de entablar conversación. Después resultará que es hermano de Joachim, un amigo de la juventud.

Escala en el aeropuerto de Houston. Faber sufre una ligera indisposición y desea desvincularse de todo; permanece largo rato en un baño del aeropuerto, como escondido, y después en el bar, mientras le llaman por los altavoces; por fin lo encuentran y se reemprende el vuelo rumbo a México y a Guatemala.

El acompañante de Faber trabaja en una empresa de tabacos, que pretende establecer plantaciones en un territorio perdido de Guatemala, en el que se encuentra su hermano, afectado por el clima insalubre. Mr. Faber, a su vez, se dirige hacia Caracas para estudiar una instalación que su empresa le había encargado.

El avión empieza a tener problemas en un motor y luego en otro. Debe hacer un aterrizaje forzoso en un desierto mexicano. Permanecen 85 horas en el desierto hasta que llegan a socorrerles. Faber mantiene la visión fríamente empírica y pragmática que le caracteriza. “Yo soy un técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas tal como son… la luna sobre el desierto… una masa calculable… un objeto de la gravitación, pero ¿por qué una experiencia maravillosa?… No veo tampoco el diluvio universal, sino sólo arena, iluminada por la luna, rizada por el viento como si fuera agua… yo no lo encuentro fantástico sino explicable” (p. 23). “Tampoco logro oír nada parecido a la eternidad; no oigo otra cosa que el crujir de la arena debajo de los pies… Me niego a tener miedo por pura fantasía, es decir, me niego a fantasear por puro miedo, por pura mística” (p. 24).

Juega al ajedrez y conversa con su vecino Herbert Hencke; entonces descubre que es hermano de Joachim. Éste se había casado con Hanna, la novia de Faber, una muchacha medio judía de Munich.

Poco a poco, como a retazos, se va dibujando el pasado de Faber. A medida que aparecen datos en la conversación, se revive alguna parte de sus recuerdos. Con estos saltos al pasado —a veces furtivos, a veces más largos—, se va tejiendo la novela. Así llegamos a saber que Ivy, una modelo casada en Washington, quería divorciarse y volverse a casar con Faber; y que, esporádicamente, iba algunos días a Nueva York y vivía en el apartamento con él. Faber no quiere oír hablar de boda, y le escribe una carta para dejar bien claro este punto. También sabemos que Hanna pudo escapar de la guerra y que, cuando quedó encinta, Faber decidió que se casaran, aunque después fue ella la que no quiso.

Rescatados del desierto, Faber decide postergar su trabajo en Caracas y acompañar a Herbert a Guatemala, para buscar a Joachim.

Esperan en Campeche y siguen el viaje hasta Palengue. Pasan allí cinco días, hasta conseguir un jeep que los lleve a la plantación de tabaco. Calor agobiante. Todo es incomprensible para Faber: el atraso, el carácter hermético de los indios, un americano apasionado por las ruinas indígenas, el arte y las costumbres religiosas de los antiguos mayas.

Faber recuerda el noviazgo con Hanna. Ella estudiaba historia del arte, “una materia que a mí no me decía nada” (p. 43). “Hanna siempre había sido muy sensible e irritable, tenía un temperamento que se disparaba del modo más imprevisto; como decía Joachim: un temperamento maníaco-depresivo… Yo la llamaba apasionada y maga; ella en cambio me llamaba a mí: Homo Faber… Sin embargo, éramos muy felices, me parece a mí, y en realidad no me explico por qué no nos casamos (…) En aquella época recibí la oferta de Excher-Wyss, oportunidad única para un joven ingeniero, y lo único que me preocupaba no era el clima de Bagdad, sino que Hanna se quedara en Zurich. Entonces quedó encinta… Su afirmación de que me aterró de pánico, la niego todavía hoy; lo único que hice fue preguntar: ¿estás segura? (…) Gran decepción de su parte. Es verdad que no me puse a bailar por la alegría de ser padre; creo que las circunstancias políticas eran demasiado serias para ello (…) Yo le dije incluso cuánto ganaría en Bagdad. Y literalmente: si quieres tener a tu hijo, naturalmente tenemos que casarnos. Más tarde me echó en cara ese “tener que”. Yo le pregunté claramente: ¿quieres que nos casemos o no? Hanna sacudió la cabeza y yo no supe a qué atenerme… Fue ella quien de pronto, quiso romper conmigo… Yo había dicho: tu hijo, en lugar de decir: nuestro hijo. Eso no me lo podía perdonar” (p. 46).

Por fin, el protagonista, Herbert y Marcel —un arqueólogo—, consiguen un jeep. Recorren una distancia enorme, bajo el bochorno del trópico. Llegan a las plantaciones de tabaco de la compañía de Düsseldorf, de la cual Herbert es representante. Encuentran a Joachim en una barraca cerrada, colgado de un alambre: se había ahorcado. Lo entierran. Faber y Marcel deben regresar, pero Herbert no quiere volverse y se queda allí.

Faber recuerda un poco más de su pasado: el momento en que decidió casarse con Hanna, pero ella no quiso. “Sólo me casaba con ella para demostrar que no era antisemita” (p. 54). Luego acordaron que Hanna iría a ver a Joachim, amigo de Faber que estaba a punto de terminar la carrera de médico, con la intención de abortar. Pero resultó que ella acabó casándose con Joachim y tuvo la niña. Esto último no lo sabe Faber hasta el final de la novela.

Desde Caracas el protagonista regresa a Nueva York. Lo está esperando Ivy. Faber no quiere saber nada más de Ivy; ya se lo había escrito por carta. pero ella aparenta que todo sigue igual: llora, se hace ilusiones. Faber quiere marcharse cuanto antes a París para unas conferencias técnicas. Con el fin de adelantar el viaje, encarga un pasaje en barco.

Es poco lo que puede consignar acerca de Ivy: “Excepto a su marido y a mí, no sé a quién tenía en el mundo; jamás me había hablado de su madre ni de su padre; recuerdo una graciosa expresión que solía repetir con frecuencia: no soy más que una criatura que no va a ninguna parte… Al principio, la había tomado por una bailarina, luego por una “cocotte”, pero ninguna de estas dos cosas era exactamente verdad; creo que Ivy trabajaba de veras como modelo” (p. 64).

Ya en el barco después de zarpar, Faber ve a una muchacha muy joven, con cola de caballo entre rubia y pelirroja. De un modo muy paulatino y sin definidas intenciones, se va encontrando con ella en varios momentos del viaje. Surge una amistad y un cierto atractivo e interés mutuo, a pesar —o a propósito— de la gran diferencia de edad entre ambos. Él, un hombre maduro, que sólo se interesa por los temas de la técnica; ella, una muchacha llena de jovialidad, con grandes inquietudes en el campo de la cultura artística. Resultan ser, sin saberlo, padre e hija. Van apareciendo algunos indicios, pero él no puede ni quiere imaginarse esa posibilidad.

Antes de desembarcar, Faber le propone casarse con ella, pero más como una ocurrencia que como algo bien deliberado. Se despiden y aquello queda en nada.

Una vez en París, va al encuentro de un tal Williams; por lo visto un alto directivo de la empresa. Éste le aconseja que se tome unas vacaciones.

Se vuelve a ver con la chica del barco. Para abreviar su nombre, Elisabeth, él la llama Sabeth.

Pasean por la calle, bajo la nieve. Entran en una cafetería. La invita a ir a la ópera.

En las conferencias, el protagonista se encuentra con el profesor O., un antiguo maestro suyo de la Escuela Técnica en Zurich; tiene cáncer de estómago y se ríe de un modo extraño.

Faber emprende un viaje con Sabeth a través de Francia e Italia, en un coche que le presta su amigo Williams. La chica quiere conocer monumentos artísticos y museos. Faber no tiene ningún interés en eso, pero la acompaña para no apartarse de su lado. “Sabeth no creía que yo no comprendiera ni una palabra de arte y tenía una confianza ilimitada en mí, únicamente porque tenía treinta años más que ella; una confianza infantil, pero, por otra parte, ni pizca de respeto… Lo que más me alegraba era su alegría. Me asombraba, a veces, ver lo poco que necesitaba para empezar a cantar, casi nada; corría las cortinas y veía que no llovía, y empezaba a cantar” (p. 103).

Sentados en la hierba, junto a la Via Appia, Faber se entera del nombre de soltera de la madre de Sabeth: Hanna Landsberg, su novia de juventud. “Lo que se me ocurrió primero fue que no había que pensar en una boda. Pero no pensé un sólo instante que Sabeth pudiera ser mi hija… mejor dicho no lo quise creer” (p. 111).

De Italia pasan a Grecia. Estando en una playa solitaria cerca de Corinto, Sabeth sufre la picadura de una víbora, corre asustada, cae por un terraplén y se desmaya. Faber busca socorro en la carretera más próxima. Después de un angustioso recorrido, Sabeth es internada en un sanatorio de Atenas. Allí también Faber pierde el conocimiento y cuando se despierta se encuentra con Hanna.

Al principio, parece que la chica está fuera de peligro, pero no recupera el conocimiento.

Desde la última vez que se vio con Faber, hace veinte años, Hanna ha estado casada dos veces, y dos veces divorciada. Primero con Joachim, el médico amigo de Faber, después con un tal Piper. Finalmente, hace algunos años que vive con su hija en Atenas y trabaja para un instituto de arqueología. Recientemente había consentido que su hija hiciese un viaje por América y Europa.

Hanna invita a Faber a su apartamento. Conversan de una cosa y de otra como si no hubiesen pasado los años, pero al mismo tiempo hay como una distancia insalvable entre ellos. Hanna se refiere a su hija como si fuera exclusiva de ella. Se entera de cómo han sido las relaciones de Faber con su hija. Se retira a su cuarto y de noche se oyen sollozos. Faber, al principio se aferraba a la ilusión de no ser el padre de la chica, pero ahora descubre la verdad.

Al día siguiente Hanna va sola al sanatorio. Sabeth ha recuperado parcialmente el conocimiento, pero no coordina; está como delirante. Regresa al apartamento, consigue un coche y se va con Faber a la playa desierta para buscar la chaqueta con los documentos y el dinero que habían quedado allí. Regresan al sanatorio y se encuentran con la noticia de que la chica ha muerto, no por la mordedura de la víbora sino por la fractura de la base del cráneo al caerse por el terraplén.

Segunda etapa

Está escrita a modo de diario en un hospital de Atenas. Se sugiere que han diagnosticado a Faber una enfermedad mortal; allí escribe un diario y recuerda hechos del pasado, hasta unos instantes antes de su muerte.

Nos enteramos de que, después de lo acaecido en Atenas, Faber vuelve a Nueva York. Se encuentra con que el apartamento ya no es suyo. Se traslada a Caracas.

Viaja otra vez a Guatemala, para ver a Herbert Hencke. Encuentra a Herbert decidido a quedarse en la plantación de tabaco. Faber tiene el deseo de que el tiempo corra hacia atrás, para empezar de nuevo, y que todo sea distinto. Pasa por Cuba, donde se queda cuatro días. En La Habana se le ofrece un espectáculo de vida: la gente, la ciudad, los paseos… Tiene deseos de vivir una vida nueva, aunque en el fondo todo está acabado para él: “Ya no podía soportar por más tiempo sentirme cadáver en el paseo de los vivientes y quería ir al hotel a tomar un somnífero” (p. 169).

Vuelve a Europa, a Düsseldorf. Allí se entrevista con los dirigentes de la compañía de tabacos donde trabajaban los hermanos Hencke, para mostrarles las películas filmadas en la plantación de Guatemala. Faber tiene varios rollos de películas sin numerar donde ha filmado todo: desde su estancia en el desierto durante el accidente aéreo, hasta el cadáver de Joachim colgando de un alambre, hasta muchas tomas de sus viajes con Sabeth. Parece una síntesis de su vida. Esas secuencias mudas, inconexas, son una representación del conjunto de percepciones e instantáneas sin orden ni finalidad de su propia existencia.

Una desesperación sorda se apodera de Faber: “mi único deseo era dejar de existir, no existir en ningún lugar de la tierra. ¿A qué mirar por la ventanilla? Ya no tenía nada que ver” (p. 182).

De Düsseldorf va a Zurich. Se encuentra con el profesor O., ya muy avanzado en su enfermedad, cuyo rostro parece una calavera. Emprende un viaje a Atenas, donde le descubren un cáncer de estómago.

Lo que está escrito en forma de diario es lo que sucede a partir de este momento, durante su estancia en el hospital. Hanna lo visita con frecuencia. Se entera de muchos detalles de la vida de ella que él nunca había sabido. Se da cuenta de que ha vivido como un ciego.

Hanna le cuenta que después de la muerte de su hija, tuvo intención de irse de Atenas. Dejó el empleo, casi se embarca, pero luego se quedó. No pudo recuperar el empleo y ahora sobrevive como puede en un hotel y trabaja como guía turística.

Le cuenta también que se había casado con Joachim porque no era el padre de la niña. Lo único que quería era tener esa niña para ella sola. Joachim se dio cuenta de que sobraba y se fue. Después Hanna vivió siempre para su hija, hasta aquel momento en que todo parecía haber acabado.

III. VALORACIÓN LITERARIA

El estilo es muy ágil. El autor combina de modo sugestivo el pasado con el presente. Sin perder nunca la vivacidad de la acción, aparecen retazos del pasado, con detalles y situaciones muy concretas, que siguen la pauta del pensamiento del protagonista. Casi no existen las explicaciones; todo son hechos que hablan por sí solos.

IV. VALORACIÓN DOCTRINAL

En el aparente realismo y objetividad de las impresiones y razonamientos del protagonista, hay una radical carencia y confusión moral: una incapacidad de penetrar en lo hondo de la existencia humana. Es un pragmatismo pensado y vivido: Sólo existe lo que se percibe de un modo muy superficial y puede ser calculado y medido. Sólo tiene valor lo que sirve para el funcionamiento del hombre dentro del mundo, en un plano materialista. Hay una ceguera completa respecto a la realidad y la consistencia de los valores espirituales.

Por boca de Hanna se hace una crítica al absolutismo de la técnica en la vida del hombre: como un intento de evasión de la realidad, como incapacidad de relacionarse con algunas dimensiones fundamentales del mundo que se desconocen y, por eso, se quieren eliminar. El tecnicista pretende eliminar la muerte y el tiempo, tiene la ilusión de poder dominarlos.

Frente a esta mentalidad reductora en la apreciación del mundo, propia de Faber, Hanna y también Sabeth sólo oponen la captación de valores estéticos, la fascinación de la naturaleza y de las obras artísticas, a la cual Faber parece impermeable. Sin embargo, también estos valores son muy superficiales; no van más allá de la representación artística: no saben trascenderla ni se remontan a la contemplación de la belleza.

En la raíz de estas actitudes, se percibe lo que está completamente ausente en todos los personajes de la novela: la realidad del Dios vivo, trascendente al mundo, con quien el hombre puede entablar una relación de amor.

De hecho, casi no se hace mención de Dios en todo el relato. Se alude sólo en un momento y como de pasada, como si la religión fuese un falso sucedáneo de la capacidad de vivir la propia vida.

Todo lo que se presente como trascendencia sobre la muerte es mera fantasía. “Los primitivos trataban de anular la muerte reproduciendo el cuerpo humano; nosotros, en cambio, lo hacemos sustituyendo al hombre, técnica en lugar de mística” (p. 73). En la novela se experimenta el fracaso de esta mentalidad, pero tampoco se reconoce la posibilidad de una alternativa válida.

En conjunto se ofrece una visión extremadamente penosa y absurda de la existencia humana, contemplada desde una actitud arrogante que parece impedir a los personajes apreciar la gravedad de su error. Los demás errores prácticos son consecuencias del materialismo absoluto que reflejan los protagonistas del relato. Por ejemplo, en sus monólogos, Faber justifica el aborto y la completa racionalización de la vida humana, al margen de la ley natural. No existe según él otra norma moral que la del óptimo de funcionamiento material e higiénico del hombre y de la sociedad. Tiene, además, una idea “animal” del amor humano que le lleva a una total incomprensión del matrimonio. Concibe la convivencia del hombre con la mujer para los momentos de necesidad orgánica o afectiva, pero no como comunión estable de vida. Hanna, a su vez, está envuelta en el espíritu fatalista de la mitología griega: todo es obra de un destino ciego y caprichoso.

En definitiva, en esta novela se muestra cómo la vida del hombre puede llegar a no tener finalidad ni sentido; en último término, sólo triunfa la muerte que destruye la fugaz alegría de las experiencias más vivas. En cierto modo, la novela podría tomarse como una demostración por “reducción al absurdo” de los errores del ateísmo práctico y del materialismo.

G.E.W.

 

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* Se cita por la ed. castellana: Homo Faber, Seix Barral, Barcelona 1967, 192 pp.