FULLAT, Octavi

Filosofía de la Educación

Vicens-Vives, Barcelona 1988, 154 pp.

El libro está escrito con un estilo comprensivo y ágil, más de ensayo que de manual, provocativo de intento. En él expone el autor sus ideas acerca de la especificidad epistemológica de la Filosofía de la Educación. Esta disciplina, según explica en los primeros capítulos, se basa en la posibilidad de aislar, respecto del fenómeno educativo, tres niveles distintos de consideración científica:

        1º) nivel explicativo

        2º) nivel prescriptivo

        3º) nivel comprensivo.

El primero de ellos (erklären) se movería en el discurso típico de la ciencia positiva.. Trata según Fullat, del hecho educativo, bien para describirlo minuciosamente (Teoría de la Educación), bien para esclarecer sus causas y principios próximos (Tecnología y Ciencias de la Educación). La consideración propia del discurso científico-tecnológico somete la educación a la categoría de proceso, en el que los aconteceres sucesivos integran una linealidad presidida en todo momento por la razón instrumental o estratégica, es decir, la que atiende a la relación medio-fin, pero desde la perspectiva del medio.

La teoría tecnológica de la educación tendría que estar en condiciones de encontrar los medios más adecuados para lograr los fines —en este caso, objetivos a corto y medio plazo— que se le propongan a la educación desde otras instancias ya más de tipo filosófico o político-educativo.

En segundo lugar se sitúa el discurso prescriptivo, propio de la Pedagogía Fundamental. Ésta procura normar (normieren) el proceso, desde el punto de vista de la eficiencia. Atiende. en todo caso, a qué debe obrarse para obtener tal resultado, tomando aquí el deber-ser no en el sentido de la praxis moral sino de la normativa técnica, si bien fundándose también en una descripción correcta de los posita educationalia (Teoría de la Educación) y en los principios, en este caso ya no próximos sino remotos. Afirma Fullat: "La Pedagogía Fundamental producirá enunciados fundamentales en el sentido de fundamentantes de las diversas pedagogías. Las normas producidas por éstas últimas quedarán fundamentadas en la medida en que puedan deducirse de los enunciados fundamentales. El resultado de la inducción, acumulado en ciencias y tecnologías de la educación proporciona sugerencias a la Pedagogía para que ésta enuncie normas pedagógicas. El salto del ser —datos científicos y tecnológicos— al deber  —normativa pedagógica— no resulta particularmente escandaloso ya que no nos hallamos ante un imperativo categórico que obliga a la conciencia, sino que se trata solamente de un ejercicio de la prudencia y de la cordura —phrónesis— por parte de los pedagogos fundamentalistas (...) Un pedagogo fundamentalista es un enterado de lo que dice el tekhnítes —tecnólogo de la educación— y de lo que cuenta el hombre de la epistémeciencia merced a demostración—, pero un enterado que va más allá, meditando estas cosas a fin de mejorar al ser humano según pautas prudenciales y no absolutamente científicas" (p.76).

Por último tenemos el discurso propiamente filosófico que, según la terminología de I. Dahmer, es comprensivo (verstehen). Fullat sugiere que la Filosofía de ]a Educación se configura como un saber sobre lo que se dice (análisis lógico del lenguaje educativo y epistemología de las ciencias de la educación) y sobre lo que se quiere (antropología, axiología y teleología de la educación) (vid. p. 95).

Propone el autor las siguientes definiciones de la Filosofía de la Educación:

— "saber globalizador comprensivo y crítico, de los procesos educacionales que facilita presupuestos antropológicos, epistemológicos y axiológicos, amén de producir análisis críticos" (p. 74).

— "saber racional y crítico de las condiciones de posibilidad de la realidad experimental educativa en su conjunto" (p. 91).

— "saber crítico que esclarece los conceptos, los enunciados y las argumentaciones que utilizan educadores y pedagogos" (p. 92).

Más que definiciones podría hablarse de tres descripciones incompletas de algunas de las facetas de las que se ocupa la Filosofía de la Educación (lo que se quiere y lo que se dice).

En relación a la intencionalidad de la Filosofía de la Educación, el autor señala —pienso que acertadamente— el carácter inagotable de la tarea educativa y, en general, la índole esencialmente utópica de la Filosofía. "La filosofía no solventa tal vez ningún embarazo empírico, pero por lo menos deja al desnudo que el ser humano se halla constantemente enfrentado a obstáculos y a aflicciones que no le dejan en paz. 'Lo que hay' se le hace eternamente problemático al hombre y éste acaba, entonces, produciendo irrealidades" (p. 87). Y, un poco más adelante: "La filosofía de la educación es un decir peculiar sobre los hechos educativos, decir que tiene que ver con la 'theoría', con la 'sophía' y con la 'phrónesis'. El filósofo de la educación no es un 'sophós', uno que ya sabe sino todo lo contrario, un ignorante que convierte su ignorancia en la única sabiduría. Desde este talante, el saber nunca es saber poseído, sino saber constantemente anhelado y buscado. No hay propietarios de este saber; únicamente contamos con exploradores del mismo. La sabiduría se ha trocado en humilde 'hambre-de-sabiduría'. En filosofía de la educación, el saber es 'ganas-de-saber' y nada más; la 'sophía' es aquí 'philo-sophía'. La filosofía, tanto entendida como metafísica como inteligida como interrogación crítica, formula preguntas nada normales y apunta a respuestas desconcertantes con respecto a los datos educativos. No le importa a la filosofía ni cómo educar, ni con qué, ni en qué medio, ni a qué sujeto psicobiológico; lo que le preocupa es, por ejemplo, quién es el educando metaempíricamente considerado; qué es la educación y para qué es ]a educación. Interrogantes impertinentes e inútiles a los ojos del tecnólogo y de] científico; interrogantes, empero, insoslayables a menos que el quehacer educador sea muy científico, pero, a su vez, muy necio y absurdo" (pp. 98-99).

En efecto, el planteamiento de cuestiones filosóficas que afectan a la índole más radical del ser humano —considerado también como sujeto educando— responde sin duda a inquietudes insoslayables que todos experimentamos algunas veces; inquietudes, yo no diría que de imposible, pero sí de muy difícil satisfacción. Esto es claro a la vista de la cantidad de ensayos y tanteos históricos que se han demostrado parciales e insuficientes. Pero quizá ahí estriba buena parte de la belleza y valor del filosofar. Los griegos pensaban que la Filosofía es un ideal plenario: la aspiración al saber completo. Su posesión total es estrictamente "utópica" (ouk tópos), está "fuera de lugar". Todo hombre —ya lo dijo Aristóteles al comienzo de su Metafísica— tiende por naturaleza a la sabiduría, pero es ésta una tendencia que, por darse en un intelecto limitado como el humano, se verá siempre, en cierta manera, frustrada. Al hombre no le es dado alcanzar el saber absoluto, al que, sin embargo, tiende guiado por un impulso espontáneo. Nunca llegará a ser sabio. Se quedará en "filósofo": amante de la sabiduría. Por afortunada que pueda ser la inteligencia de un hombre, la sabiduría nunca ]legará a estar a su alcance; la filosofía, como tal, será siempre un punto intermedio entre la absoluta ignorancia y el saber pleno.

En los comienzos, el saber que no se sabe es ya saber algo, y muy importante, pues sirve para conjurar el gran peligro que amenaza obturar la inteligencia humana: el conformarse con lo hasta ahora obtenido. Ya Sócrates advertía, en efecto, que la desgracia de la ignorancia es que cree tener bastante con lo que tiene. Esta sabiduría "socrática" es justamente la humildad intelectual del que aspira rectamente, el auténtico comienzo de la filosofía y la mejor garantía de que, aún dentro del misterio y la interrogación permanente, se puede ganar algo de luz.

Pese a esta vertiente utópica del filosofar, parece que tiene mucho sentido que haya personas que se propongan lo imposible. Elevar la mirada por encima de 'lo que hay", de lo que "está ahí", tiene una virtualidad importante: la de impedir el conformismo, la mera adaptación a "lo dado" y, en definitiva, hacer posible un auténtico progreso hacia la plenitud. Sin llegar a ella quizá, podemos acercarnos más a la meta y lo haremos cuanto más alto nos pongamos el listón. Tal es, con respecto a la tarea educativa, en concreto, la misión de la Filosofía de la Educación.

Por otra parte, Fullat insiste con frecuencia (pp. 71, 107, 114) en el carácter no científico de la Filosofía. En su opinión, el mayor riesgo que corre es el de caer en el discurso de la "metafísica dogmática", por la que entiende cualquier intento de detectar una verdad no situacional yendo más allá de lo que pueda aportar el análisis lógico del lenguaje o el análisis epistemológico del discurso científico-positivo. Con ello asume este autor lo sustancial del idealismo crítico kantiano, que veda a la razón toda "trascendencia" —en el sentido que da el regiomontano a esta expresión—, que prohíbe todo acceso que pretenda ser científico a las cuestiones sobre el sentido ("qué me cabe esperar") y, en definitiva, que establece una tajante separación entre conocer y pensar. "La afirmación kantiana de las cosas en sí —subraya A. Millán-Puelles— es la tesis de algo que no podemos en manera alguna conocer, sino tan sólo pensar. Tal es el prejuicio anti-realista que en Kant funciona como contrapeso de la tesis de las cosas en sí: un prejuicio que no sólo es anti-realista, sino antimetafísico también, pues una efectiva metafísica no puede, en su orientación a lo real ut sic. construirse con pensamientos que no sean a la vez conocimientos" (cfr. Teoría del objeto puro, Madrid, Rialp, 1990, p. 46).

No obstante, también como Kant, reconoce Fullat el carácter irremediable de la Metafísica: "El esfuerzo filosófico no tiende a eliminar lo no-científico de la educación, sino únicamente a deslindar los diferentes factores. Lo metafísico sólo es peligroso cuando no se reconoce como metafísico; por lo demás, resulta de hecho indispensable" (p. 114). La Metafísica se queda, pues, en una mera aspiración. algo así como una pasión inútil: "El hombre (...) es animal metafísico porque nunca sabe del todo lo que constantemente indaga. Porque anda colgado entre lo zoológico y lo teológico, el hombre tiene destino metafísico" (p. 44).

El propio Fullat reconoce explícitamente su débito con el kantismo: "Kant precisó el término metafísica en un significado que es precisamente el adoptado en la presente reflexión. Para él, esta palabra designa a todo conocimiento que pretende saber prescindiendo de los elementos empíricos; es metafísico, en consecuencia, aquel conocimiento que aspira a saber cosas más allá de la experiencia sensible. Los saberes sobre la persona humana y en torno a Dios son, a todas luces, metafísicos" (pp. 37-38).

Sin embargo, no es cierto que lo que esté "más allá" del ámbito de la "experiencia posible" —por usar la terminología kantiana— no pueda ser objeto de conocimiento en sentido estricto, pues el objeto formal quod de la inteligencia son las esencias inmateriales de las cosas sensibles ejemplificadas por la imaginación. Por lo cual, lo que Kant llama noúmeno (realidad en sí) es inteligible en potencia en lo que es objeto de conocimiento sensorial; por ejemplo, la índole de mesa que posee el artefacto sobre el que escribo, no es de suyo sensible, pero sí per accidens, es decir, a través de otras índoles abjetivas de dicho artefacto y que sí puedo percibir sensorialmente; dicho de otra manera, la esencia de mesa (o su carácter de ente) no puede ser por mí vista (percibida sensorialmente), pero sí entendida en y a través de lo que veo.

El resultado del planteamiento kantiano —del que Fullat participa plenamente— ha de ser el escepticismo acerca de las posibilidades de la Metafísica para encontrar soluciones a las cuestiones radicales que afectan al hombre y a su situación en el cosmos. Por ejemplo, la cuestión sobre qué es lo bueno es calificada de "insoluble" en la p. 71. Como muchos otros pensadores contemporáneos, confundidos por la dificultad intrínseca de los temas de los que trata la Metafísica, concluye en la definitiva inepcia de ésta para abordar dichas cuestiones con los instrumentos racionales —que no son sólo la "razón pura"— con los que cuenta la inteligencia especulativa. "Si la realidad es, en última instancia, monádica o bien dual, constituye esto, una empresa siempre abocada al dubio; no hay forma de resolverlo de una vez por todas" (p.126).

La consecuencia de este escepticismo es el relativismo. No se trata, ciertamente, de una conclusión apodícticamente necesaria, pero sí de una tendencia inmanente al escepticismo que la historia del pensamiento documenta bien, y lo hace de una forma que manifiesta el éthos de una razón humana a la que se priva sistemáticamente el acceso a las cuestiones hacia las que natural y radicalmente se orienta.

En efecto, la axiología de la educación —uno de los capítulos del discurso filosófico-educativo— no pasa de ser un mero elenco, axiológicamente indiferenciado, de las cosmovisiones filosófico-antropológicas que están en la base de toda práctica educativa. Ciertamente educar, según Fullat, es valorar, pero, en último término, no importa según qué valores: cada uno tendrá los suyos, como se suele decir, y no cabe ir más allá que presentarle al alumno el "menú" axiológico... y que él decida. En otro trabajo suyo, Fullat pasa revista con mayor detenimiento a esas concepciones antropológicas contemporáneas: comunista, anarquista, freudiana, positivista, existencialista, mecanicista, personalista (cfr. Filosofías de la Educación, Barcelona, Ceac, 1978, parte III). (La antropología aristotélico-tomista es, ahí, sencillamente despreciada a título de "maniqueísmo", por tratar de ofrecer una sólida criteriología para discernir entre lo moralmente valioso y lo que se opone al perfeccionamiento humano.)

Aunque en ningún momento lo dice explícitamente, Fullat se inclina más bien hacia las concepciones personalistas de Mounier, Teilhard de Chardin, Lacroix, Buber, Ricoeur, con algunos elementos importantes de la tradición crítico-emancipatoria procedente de la Escuela de Frankfurt, tal como han sido asimilados por Paulo Freire y Lorenzo Milani: la tarea educativa estaría esencialmente vinculada con el compromiso político de liberación social.

Fullat propone que la función principal de la Filosofía de la Educación es la crítica de las ideologías, pero no una crítica que pretenda juzgar para encontrar la verdad, sino sólo para "desenmascarar". De esta forma, la Filosofía de la Educación, especialmente en la Universidad (p. 132), es un elemento incómodo para el poder establecido. "Cuando la filosofía no les conviene, tanto el poder político —de derechas o de izquierdas— como el poder económico la arrinconan entronizando a la ciencia y a la técnica, siempre mucho más dóciles por carecer de conciencia. La filosofía es indefectiblemente de alguien, mientras los discursos científico y tecnológico son de nadie, convirtiéndose de tal guisa en aperos y en herramientas al servicio de quien domina socialmente, sea el liberalismo o el socialismo" (p. 153). Pese a no faltarle razón en algunos de estos puntos, ciertas expresiones de Fullat acerca de la indocilidad heroica de la Filosofía (vid. p. 134) pueden llevar a desconsiderar, en favor de su función "crítica", su menester más esencial: la búsqueda tenaz y determinada —también en contra de otras sugestiones— de la verdad y del bien.

La manía persecutoria contra todo enmascaramiento ideológico, contra todo "morbo encubridor" (p. 126) —manía típica del éthos hipercrítico— se hace bien patente al repasar los objetivos académicos de carácter "afectivo" para la asignatura de Filosofía de la Educación: suscitar en los estudiantes actitudes como la duda, la suspicacia, la ironía, la crítica, etc. (p. 122).

En consonancia con este éthos desenmascarador se encuentran algunas alusiones a la teoría de la verdad en Heidegger y algunas consideraciones metodológicas. Fullat destaca la atipicidad de la investigación filosófica, fundamentalmente creativa e ingobernable a priori (p. 143). Su afán por la "desnudez" de las cosas mismas le lleva a sugerir la idoneidad del método fenomenológico para abordar las cuestiones filosófico-educativas. Dicho método "intenta comprender algo —un hecho educativo— desde su eidos, a base de prescindir de todas sus contingencias —reducción eidética— e incluso de su existencia —epokhé—. El eidos finalmente intuido proporciona un modelo de comprensión. No se trabaja ni a base de inducción ni tampoco de deducción, sino jugando a hacer aparecer y desaparecer todas las variaciones posibles del fenómeno dado para que finalmente se intuya el núcleo indestructible, aquello de lo que no se puede prescindir a menos de quedarnos sin el algo. ¿Qué puede variar en la educación, sin que ésta desaparezca, y qué resulta intocable?; es necesario dirigirse al objeto educación marginando su lado utilitario" (p. 149).

El problema de esto es que no sólo asume las virtudes metodológicas de la fenomenología —por otra parte, bien claras— Sino también su defecto más renuente, y justo aquel que acaba haciendo de la doctrina fenomenológica un idealismo más absoluto, si cabe, que el hegeliano y, por tanto, traicionando la genuina intención de ir "a las cosas mismas". Dicho error es el que consiste en identificar la esencia (eidos) de algo con su fenomenidad para la conciencia humana, digamos, con su situación de ser-objeto. Mas, como explica Millán-Puelles en su Teoría del objeto puro, el análisis del objeto formalmente tomado da como resultado la comprobación de que la objetualidad es, ontológicamente considerada, una denominación extrínseca: el ente en tanto que tal no se ve afectado en sentido ontológico por su situación de ser objeto de una representación o, lo que es lo mismo, ésta no es una determinación real en él. Ciertamente, tanto el representar objetivante como la conciencia en acto de representarse un objeto tienen un estatuto ontológico claro, pero el ser objetivado es puramente irreal en el término intencional del acto representativo.

El libro termina con algunas reflexiones interesantes sobre la didáctica y la situación curricular de la materia de Filosofía de la Educación en los centros universitarios de formación del profesorado. En el epílogo, una sugestiva defensa de la función social de la filosofía como saber liberado de los intereses de la razón instrumental (vid. pp. 132, 134).

 

                                                                                                              J.B.M. (1994)

 

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