GARAUDY, Roger

Del anatema al diálogo

Ariel, Barcelona, 1968 (se cita por la 2ª, de 1971).

(t.or.: De l'anathème au dialogue, ed. Plon, París.)

CONTENIDO Y ANÁLISIS DE LA OBRA

La parte central y más extensa (pp. 28-123) de esta pequeña publicación recoge el texto presentado por Roger Garaudy, a un coloquio organizado por la sociedad Paulus-Gesellschaft en Salzburgo en 1965, entre pensadores marxistas y pensadores que se declaran cristianos. La traducción castellana está hecha sobre el texto enmendado y aumentado, que el autor publicó en Francia con el título De l'anathème au dialogue. Sigue otro ensayo más breve del mismo autor, titulado El sentido de la vida y de la historia en la obra de Marx y en la de Teilhard de Chardin (pp. 123-151), presentado a un coloquio de «amigos de Teilhard de Chardin» en Londres, 1966. Como introducción a estos dos ensayos, se recoge un breve escrito de Karl Rahner, titulado Utopía y futuro cristiano del hombre (pp. 9-28), presentado también en el citado coloquio de 1965, en Salzburgo. Y para terminar se incluye el texto de J. B. Metz con el título Respuesta a Garaudy (pp. 151-174), presentado al mismo coloquio de Salzburgo.

Expondremos el contenido del ensayo central, Del anatema al diálogo, e iremos haciendo al mismo tiempo su valoración, pues, por la variedad de temas, resulta más conveniente y clarificador hacerlo así. De los otros ensayos, más breves, no hace falta ocuparse expresamente; serán suficientes las referencias que a ellos hace el mismo Garaudy y los comentarios que haremos al mismo tiempo.

INTRODUCCIÓN

Garaudy alude a que «el Concilio Vaticano II, precedido por la encíclica Pacem in terris del papa Juan XXIII, ha planteado abiertamente el problema del diálogo entre la Iglesia y el mundo».

Para el autor, el «diálogo entre la Iglesia y el mundo» es un «problema nuevo», ya que «cuando se aproxima la hora de las conclusiones (del C. Vaticano II), millones de hombres y mujeres, tanto creyentes como incrédulos, tienen puesta su atención en Roma y se preguntan, inquietos y a la vez esperanzados, cuál será la respuesta dada a este problema»; además, «a cada uno de nosotros le conciernen las decisiones que se tomen, ya que de ellas depende, en parte, el porvenir de los países y del mundo entero». A continuación añade: «Por parte de un marxista, no es, pues, jactancioso que trate de responder fraternalmente a esta llamada fraternalmente dirigida a todos, ni que por su cuenta se interrogue sobre las posibilidades, los límites y las perspectivas de este diálogo, con objeto de aportar su contribución a la reflexión común» (p. 31). Sobre la «novedad» del diálogo, para los católicos, vuelve a tratar en otros pasajes (cfr. p. 36).

En este planteamiento hay un conjunto de problemas que el autor no parece advertir. En primer lugar, ¿es un problema el diálogo entre la Iglesia y el mundo? Y en todo caso, ¿es un problema nuevo? Además, ¿qué entiende el autor por Iglesia y por mundo?

Ante las afirmaciones de Garaudy hay que advertir que el diálogo entre la Iglesia y el mundo existe desde los mismos comienzos de la Iglesia. Esta fue instituida por Jesucristo precisamente para hablar a los hombres, para llevar su Palabra al mundo. El Concilio Vaticano II recuerda, al principio de la Constitución Lumen gentium, el texto evangélico que recoge las palabras de Cristo en su despedida a los Apóstoles antes de la Ascensión: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura; el que creyere y se bautizare se salvará, más el que no creyere se condenará» (Mc. 16, 15-16). Y a continuación, el mismo documento conciliar recuerda cómo ese dirigirse de la Iglesia a todo el mundo está contenido también en el Antiguo Testamento, en los anuncios preparatorios de la venida de Cristo y de su obra salvadora, comenzando por la promesa de redención ofrecida a los primeros padres después del pecado original. Y el último precursor, Juan Bautista, con frase de amplias resonancias veterotestamentarias, afirma de Cristo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Io. 1, 29).

Ese diálogo, como se ve, tiene por objeto ofrecer la salvación, es decir, el perdón de los pecados y, con él, la amistad con Dios y la participación de su vida, que se prolongan y hacen definitivos después de la muerte, en la eternidad. Así pues, si se le quiere llamar problema, no es otro que el de la redención y salvación de cada hombre; problema que no es nuevo ni de ninguna época determinada, sino de cada hombre y de cada época. La Iglesia se dirige a todos los hombres con el mensaje y los medios salvadores de Jesucristo, en un diálogo continuo, cuyas conclusiones fundamentales están ya contenidas en ese mensaje. Las respuestas que se hayan de dar o las decisiones que hayan de tomarse no son otras que las de cada uno ante ese problema, es decir, ante su responsabilidad delante de Dios, ante el problema de la propia salvación; son las respuestas y decisiones personales de cada hombre ante el designio divino de amor y salvación.

Esta es la esencia, lo fundamental, del diálogo entre la Iglesia y el mundo. Pero Garaudy no habla de nada de esto. ¿A qué se refiere, pues? y ¿qué entiende por Iglesia y por mundo ?

Necesidad y posibilidad de diálogo

Después de esa breve e imprecisa introducción, viene la primera parte del ensayo, titulada Necesidad y posibilidad de diálogo (pp. 33-40). En ella se dice: «El diálogo es, en nuestra época, una necesidad objetiva». Hay que objetar a Garaudy que parece evidente que esa necesidad es de toda época, no sólo de ésta. Su afirmación lleva implícito un juicio peyorativo sobre otras épocas, que se consideran así diferentes. Pero desde el punto de vista de la necesidad de diálogo, no hay tal diferencia; el hombre siempre es un ser social o sociable, que necesita la convivencia y comunicación con los demás, sean quienes sean. Esta socialidad brota de la naturaleza humana y se hace presente bajo formas plurales en las diversas épocas de la Historia. Hay que añadir, además, que el cristiano es impulsado constantemente al diálogo por la caridad y por el deber apostólico de procurar llevar la luz y amor de Cristo a todos. Sigue Garaudy: «La necesidad absoluta del diálogo y de la cooperación entre cristianos y comunistas se deriva de dos hechos irrefutables:

1. En esta segunda mitad del siglo XX ha llegado a ser técnicamente posible aniquilar todo rastro de vida civilizada sobre la tierra gracias a las reservas de bombas atómicas y termonucleares actualmente existentes. Hemos llegado al momento exaltante y trágico de la historia de la humanidad en el que puede zozobrar la epopeya humana, iniciada hace un millón de años. Si la humanidad sobrevive, no será debido a la sola inercia de la evolución biológica, sino a una opción humana que, como decía admirablemente el padre Teilhard de Chardin, exige el frente común de todos los que creen que el universo avanza todavía y que nosotros tenemos la misión de hacerlo avanzar.

2. El segundo hecho irrefutable es que en este globo terrestre, en este navío que avanza por el espacio con tres mil millones de hombres a bordo y al que las disensiones de su tripulación pueden hacer naufragar en cualquier momento, están en juego dos grandes concepciones del mundo: mientras varios centenares de millones de estos hombres hallan en las creencias religiosas el sentido de su vida y de su muerte, e incluso el sentido de la historia humana, para otros centenares de millones es el comunismo quien da cuerpo a las esperanzas de la tierra y confiere un sentido a nuestra historia. Este es, pues, un dato irrefutable de nuestra época: el porvenir del hombre no podrá construirse ni en contra de los creyentes, ni siquiera sin ellos; ni en contra de los comunistas ni siquiera sin ellos» (pp. 33-34).

Hay que detenerse aquí, porque en la presentación de lo que el autor llama «hechos irrefutables» están implicadas graves y equívocas cuestiones. En primer lugar, ya lo hemos apuntado, la necesidad del diálogo entre los hombres en general es más absoluta y más objetiva de lo que el autor parece pensar; y arranca esa necesidad de raíces más profundas y permanentes que de los dos «hechos» a que se refiere. La historia es testigo de que cuando no hay diálogo ni convivencia entre los hombres no se siguen más que males, odios, guerras, destrucciones, etc., y eso es previo e independiente a que haya más o menos armas atómicas y mayor o menor número de creyentes o de comunistas. Aunque determinados hechos circunstanciales pueden urgir más a la necesidad del diálogo y de la convivencia, esa necesidad no se puede hacer depender únicamente de esos hechos circunstanciales, pues entonces fácilmente ese diálogo puede ser instrumentalizado y mediatizado a favor de intereses circunstanciales o particulares.

Respecto al primer hecho concreto a que se alude, la amenaza de destrucción universal por la energía atómica o termonuclear, no deja de ser impresionante por su posibilidad real, frente a la cual han de colaborar todos los estadistas y todos los hombres de buena voluntad. Pero no es buen criterio juzgar los males o posibles males de la humanidad en forma cuantitativa. La sola muerte de un inocente, y mucho más aún la condenación de un alma, un solo pecado, etc., son ya males inmensos que exigen la colaboración de esfuerzos y que mueven a un alma sinceramente cristiana a derrochar generosidad. El autor no habla de esto, sino que apunta, citando a Teilhard de Chardin, a formar «un frente común», en el que deberían alistarse centenares de millones de creyentes con los supuestos centenares de millones de comunistas.

Ante el segundo hecho concreto, en el que Garaudy basa la necesidad de ese frente común, una de las primeras preguntas que cabe hacer es ésta: ¿por qué se excluyen los restantes centenares de millones que no son ni una cosa ni otra? O mejor todavía, ¿en verdad están en juego dos grandes concepciones del mundo? Además, en primer lugar, por parte comunista habría que distinguir entre los comunistas y sus organizaciones y los centenares de millones de personas de los países dominados por aquéllos. Es mucho suponer considerar comunistas a todos los habitantes de los países en los que ha logrado implantarse un Estado comunista o marxista; más bien por los datos que se conocen, en esos países son mayoría los no comunistas y los anticomunistas. En segundo lugar, por parte cristiana, hay que decir que los centenares de millones de cristianos existentes lo son libremente, pues la Iglesia, por su propia naturaleza, no dispone de medios de dominación, imposición y coacción; su único medio de propagación es la predicación del Evangelio, y dejando de lado el que sea mejor o peor comprendido el mensaje cristiano, o que sea mejor o peor vivido por unos u otros cristianos, tampoco se puede decir que el mensaje cristiano lleve consigo o suponga una única «concepción del mundo», en el sentido ideológico a que se refiere el autor al ponerla al mismo nivel que la concepción comunista.

El segundo hecho, que Garaudy considera irrefutable es, pues, completamente refutable; ni siquiera es un hecho. Las concepciones del mundo en juego son muchas más de dos; y son más de dos incluso sin acudir al recurso fácil de considerar que puedan ser tantas como personas con uso de razón hay en este mundo. El cristianismo no es fundamentalmente una concepción ideológica del mundo, sino una Revelación de Dios. No cabe duda de que la Revelación divina contiene también preciosas e infalibles verdades acerca del hombre y del mundo. La Revelación cristiana soluciona o aclara problemas fundamentales de la vida humana, como el de su sentido y finalidad última, y con ello el del valor del trabajo y del esfuerzo humano, la familia, la necesidad de la convivencia social, etc. Pero la Revelación cristiana no abarca ni comprende todos y cada uno de los problemas concretos, políticos, económicos, científicos, técnicos, etc., entre los que se desarrolla la vida del hombre; es éste, iluminado ciertamente, por la luz de la Revelación, el que ha de procurar solucionarlos con su inteligencia y libre iniciativa. La historia y la situación presente muestran cómo es posible, a partir de los principios cristianos, desarrollar diversas «concepciones del mundo», que suponen cada una distintos sistemas políticos y sociales, diferentes teorías económicas, científicas, culturales, etc. La postura del cristiano, a la luz de su fe, será la de defender su personal libertad y responsabilidad en tantas materias que Dios ha dejado a la libre iniciativa de los hombres, y a la vez también será una postura abierta, dialogante e integradora, procurando reconocer lo bueno que haya en otras opiniones distintas a la suya personal, admitiendo la posibilidad de equivocarse, estando dispuesto a rectificar ante los hechos, etc.

La unidad de los cristianos, y unidad compacta que los cristianos han de procurar amar y defender, es unidad en la doctrina de fe y moral, en el culto y en la obediencia a la legítima Jerarquía eclesiástica en esas materias. Unidad en la doctrina de la fe, en la aceptación de lo propuesto y enseñado por la Revelación, unidad en la aceptación del ejemplo de Cristo y de la moral enseñada y vivida por El; unidad en el culto que ha de darse a Dios, fundamentalmente a través de los sacramentos instituidos por el mismo Cristo, que son al mismo tiempo santificadores de los hombres; unidad en la obediencia a la Jerarquía eclesiástica en las materias que el mismo Jesucristo le ha confiado. En todas estas cosas y en rechazar lo que se oponga a ellas, los cristianos han de formar un compacto frente común que no tiene poder para cambiar nada de lo revelado, de lo que forma el depósito de la fe. Pero en las demás cosas los cristianos no tienen necesariamente que formar frente común, ni generalmente lo han formado.

Tras presentar lo que Garaudy califica de «hechos irrefutables» (p. 33) e «inmensos» (p. 34), hace una fragmentaria reseña de escritos, artículos o discursos que le permiten afirmar cómo «es significativo que lo mismo católicos que comunistas sientan esta necesidad» del diálogo. Cita seis revistas que considera «católicas», de las cuales sólo dos puedan calificarse de tales, y dos revistas comunistas, en general poco conocidas y de poca representatividad. De nuevo se menciona a Juan XXIII, Pablo VI y el Concilio Vaticano II como inauguradores o promotores del «diálogo». Cita cinco eclesiásticos con escritos, discursos o reseñas de actividades que evidentemente no están al mismo nivel, y cuyas significaciones son muy diversas. Y en medio de todo ello, algún discurso de los secretarios generales del partido comunista francés e italiano. Termina esta primera parte con las exigencias del «diálogo», «en relación a uno mismo y en relación al otro, ya que el encuentro si no es meramente ocasional o táctico, debe hacerse partiendo del centro de nosotros mismos. Un diálogo así exige de cada uno de los interlocutores un retorno a lo fundamental: más allá de lo que sólo es histórico y provisional, tanto el cristiano como el marxista han de dilucidar lo que es esencial en su concepción y que nunca puede ser objeto de ningún compromiso». Según el autor, «en el curso de estos últimos años semejante dilucidación se ha realizado en ambas partes, puesto que unos y otros han sentido la necesidad de ese retorno a lo que, para ellos, es fundamental» (p. 39).

Los cristianos se hacen conscientes de lo que en ellos es fundamental

El autor pasa a analizar lo que, según él, es fundamental en el cristianismo y en el comunismo. En primer lugar, Los cristianos se hacen conscientes de lo que en ellos es fundamental; éste es el título de esta segunda parte del ensayo (pp. 40-70).

Según Garaudy: «El desarrollo vertiginoso de las ciencias y de las técnicas; las revoluciones socialistas, al constituir la demostración histórica de que el sistema capitalista no era la única, ni siquiera la mejor forma posible de las relaciones sociales en nuestra época; el irresistible movimiento de liberación nacional de los pueblos hasta ahora colonizados, al crear nuevos centros de iniciativa histórica y revelar otras fuentes de valores humanos distintas de las tradiciones occidentales: estos tres acontecimientos capitales de nuestra época, con su prodigiosa dilatación del horizonte humano, han llevado a los cristianos a discernir más claramente, en su fe, lo que dependía de las condiciones históricas en que nació y se desarrolló, y lo que en él era esencial. Estos cristianos se han esforzado en repensar y vivir su fe desde las perspectivas del mundo moderno» (p. 40). Hay aquí afirmaciones notablemente inexactas y desenfocadas, que es preciso explicar.

No hay duda de que un cristiano a lo largo de su vida puede ir estudiando la fe y descubriendo más a fondo lo que en ella es esencial. Pero eso no depende de progresos técnicos o de acontecimientos históricos, sino sobre todo de la misma fe, de meditarla y vivirla, y de conocerla mejor. Cuanto más se conoce la Revelación en sí misma —en la Sagrada Escritura, en la Tradición cristiana, en la enseñanza del Magisterio eclesiástico—, y cuanto mejor se vive con ayuda de la gracia de Dios, más se discierne ella misma y con mayor coherencia se hace vida propia.

Y esto es una constante en la historia de la Iglesia; también en los momentos iniciales, en las circunstancias históricas en que nació. Fidelidad a lo recibido de Dios, de Jesucristo, vigilancia en conservar intacto el depósito de la fe, intransigencia en no modificarlo ni admitir nada extraño en él, son características de la Iglesia ya en los momentos de su nacimiento (cfr., por ejemplo, 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 13 ss.; Gal. 1, 8 ss); y es lógico que así sea puesto que la misión de la Iglesia es señalar lo recibido de Cristo; y es lógico que así lo vivan los cristianos, pues de ello, de la fidelidad a la doctrina de la fe, depende la salvación (cfr. Mc. 16, 15; Mt. 28, 18-20; etc.).

En la Teología, el tema de la profundización y mejora en la fe es cuestión muy estudiada desde antiguo. Dejando de lado la cuestión individual personal, en la que el progreso en la fe está en relación directa con el progreso en la santidad e identificación personales con Jesucristo —cuestión a la que no parece referirse Garaudy—, desde el punto de vista eclesial, de la Iglesia, la profundización y mejor conocimiento de la fe es cuestión conocida y estudiada clásicamente en Teología con la expresión progreso o evolución homogénea del dogma. Es obvio que dicho progreso no es un «repensar» la fe, en el sentido que apunta Garaudy; no es rectificarla o variarla, sino afirmarla mejor; es progreso homogéneo, siempre en identidad de sentido: eodem sensu, eademque sententia. El contenido de la fe, en cuanto viene de Dios, es inmutable puesto que «las obras de Dios son perfectas» (Dt. 32, 4). Se trata de un progreso en cuanto a la inteligencia y conocimiento de las verdades reveladas, sin que deje de «mantenerse perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y jamás habrá de apartarse de ese sentido con el pretexto de una mayor inteligencia». (Concilio Vaticano I, Constitución De Fide catholica, cap. 4; Denz. Sch. 3020)[1].

Esa mayor inteligencia da lugar al progreso homogéneo en la formulación de los dogmas de la Fe, siempre en el mismo sentido. El factor fundamental en ese progreso es divino, la acción santificadora del Espíritu Santo que no cesa de vivificar a la Iglesia. Por eso es una grave inexactitud —crasa ignorancia— hacer depender el progreso dogmático, la mejor inteligencia de la fe, de sólo situaciones o acontecimientos externos, como pueden ser el avance de las ciencias o determinados sucesos históricos; y más erróneo todavía resulta el hablar de un «repensar» la fe[2].

Garaudy plantea, pues, el modo de hacerse conscientes los cristianos de lo fundamental del cristianismo, de forma incompatible con algo esencial del mismo cristianismo. Esto se confirma al analizar las cosas en las que concreta ese hacerse conscientes de lo fundamental: «Desde el punto de vista del conocimiento, dice, este hecho ha planteado el problema de la 'desmitización' del mensaje cristiano y, de una manera más general, el problema de las relaciones entre la religión y la ciencia. Desde el punto de vista de la acción, este hecho ha planteado el problema de las relaciones del cristiano con el actuar» (pp. 42-43).

Garaudy pone algunos ejemplos, cita algunas reacciones ante la especulación de Bultmann, y expone cómo el libro Honest to God, del anglicano Robinson, fue como una exposición o divulgación ante el gran público del «problema de la desmitización» (p. 46), para, justamente, preguntarse: «¿Hasta dónde puede llegar esta desmitización y esta desalienación sin que la religión como tal sea puesta en causa?» El, por su parte, dice que «no incumbe a un incrédulo ofrecer una respuesta a este problema, y, por otra parte, ni la profundidad del diálogo ni la colaboración entre cristianos y marxistas dependen de la respuesta a tales problemas» (p. 47). Esto último se contradice un poco con lo que afirma a continuación, pues se trata, «después de eliminar lo accesorio y lo contingente, de determinar si, en el nivel de lo fundamental, existen suficientes zonas comunes que nos permitan construir, todos juntos y sin reservas, la ciudad común y el futuro de un hombre... Evocamos, pues, esta reflexión cristiana sobre lo fundamental con el sólo intento de señalar el movimiento general que a él conduce» (p. 47).

Evidentemente, las especulaciones de Bultmann afectan a cuestiones fundamentales del cristianismo. Y Garaudy no recoge las acerbas críticas y decidida oposición que Bultmann ha encontrado entre los mismos protestantes y cómo han rebatido, a veces, no sólo sus conclusiones, sino su mismo planteamiento, lleno de equívocos y errores, tanto en su concepto del mito y de lo mitológico, como en sus interpretaciones de la «mentalidad científica contemporánea» y del cristianismo. Por otra parte, ya en el Nuevo Testamento, varios textos bíblicos, que Garaudy tampoco cita, se refieren expresamente a los mitos y los condenan de forma radical por razones religiosas e históricas de fidelidad a la verdad objetiva (cfr. 2 Tim. 4, 34; 1 Tim. 1, 34 y 4, 6-7; Tit. 1, 14; 2 Pet. 1, 16). No hay ropaje mítico o mitológico en la presentación del mensaje cristiano, ni en sus orígenes ni después; la vida de Jesucristo, sus milagros, etc., no son mitos ni símbolos, sino hechos históricos, proclamados por testigos, que en muchos casos incluso prefirieron perder la vida antes que negar la verdad de lo que atestiguaban («no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído»: Act. 4, 20).

Los presupuestos y la especulación de Bultmann no conducen a lo fundamental del cristianismo, porque desde el principio queda excluido; no hay en la línea bultmaniana ningún progreso teológico, sino un claro retroceso hacia una mentalidad de tipo gnosticista, con otros contenidos, pero con el mismo espíritu que la ya superada y condenada hace quince siglos.

a) El problema de las relaciones entre la religión y la ciencia.

Examina después Garaudy lo que llama «el problema de las relaciones entre la religión y la ciencia» (p. 49), que para él es el anterior planteado de un modo más general. «Y nadie lo ha tratado con más amplitud —dice— que el R. P. Teilhard de Chardin».

«La concepción científica del mundo, en cada época, repercute sobre la manera cómo los hombres conciben a Dios y su propia tarea en el mundo. Por esta razón, cada período de gran progreso de las ciencias, al cambiar la visión general del mundo, ha suscitado grandes crisis religiosas. Partiendo de esta constatación histórica, el padre Teilhard plantea el problema de una formulación actual de la fe cristiana que tenga en cuenta los cambios acaecidos en el mundo» (p. 49).

El lector atento nota inmediatamente en este párrafo una simplificación y ausencia de matices tales que hacen que la realidad aparezca falseada. En primer lugar, no hay en cada época «una concepción científica del mundo», y cuando la hay no es una, sino plural. Esa idea, que no es científica, sino ideológica, adolece de un historicismo que niega al hombre capacidad para la verdad permanente. Esta visión relativista es, gnoseológicamente, inadmisible; hay un auténtico y real progreso en los conocimientos humanos, y los nuevos descubrimientos, aunque rectifiquen o hagan desechar concepciones anteriores, nunca lo hacen ni pueden hacerlo respecto a todo; la experiencia y la investigación humana, desde el campo de la Filosofía, la Ética o el Derecho al campo de la Física, la Biología o la Cibernética, van proporcionando al hombre ciertas verdades y datos cuyo rechazo posterior supondría un retroceso.

El planteamiento, pues, de este tema, que hace Garaudy, resulta científica y teológicamente incorrecto. No es extraño, al inspirarse en la cosmovisión de Teilhard de Chardin. Pero Garaudy lo aduce para llegar a diversas conclusiones. «El padre Teilhard —dice— no opone nunca la fe en el más allá al combate terrestre. 'Tomada aisladamente, la fe en el mundo no basta para mover la tierra hacia adelante. Pero tomada también aisladamente, ¿es seguro que la fe cristiana, en su concepción antigua, sea todavía capaz de elevar este mundo hacia lo Alto?' Y aún añadía: 'La síntesis del Dios (cristiano) de lo Alto, y del Dios (marxista) del Adelante: he aquí el único Dios que desde ahora podremos adorar en espíritu y en verdad'» (p. 54). Al leer esto, resulta comprensible que no falten cristianos que hayan calificado el pensamiento de Teilhard de « teología-ficción» .

Parece que late aquí, en Teilhard, y, por tanto, en Garaudy, una manera de comprender el cristianismo gnóstica o maniquea, no cristiana, por tanto, como parece confirmarse enseguida.

«En esta perspectiva —continúa Garaudy— el cristianismo no excluye, sino que muy al contrario implica un esfuerzo militante vuelto hacia el futuro y su construcción». Y de nuevo cita a Teilhard: «Nuestro deber de hombres es actuar como si no existieran límites en nuestro poder. Convertidos, por la existencia, en colaboradores conscientes de una creación, que prosigue en nosotros para conducirnos probablemente a una meta (incluso terrestre) mucho más elevada y lejana de lo que imaginamos, hemos de ayudar a Dios con todas nuestras fuerzas y hemos de manipular la materia como si nuestra salvación sólo dependiese de nuestra habilidad» (p. 54). Para concluir, finalmente: «Llegar así a concebir el cristianismo como una 'religión de la acción', revalorizar el mundo, no es sólo una respuesta al problema de las relaciones entre religión y ciencia, sino también una respuesta al problema de las relaciones entre el cristianismo y la sociedad» (p. 55).

Para llegar a estas conclusiones, el cristiano advierte en seguida que no hacían falta los planteamientos anteriores que presentan un problema inexistente. O, mejor dicho, ese problema sólo se plantea si se concibe el cristianismo al modo maniqueo: como una estricta dualidad-oposición entre Dios y el mundo, entre la Revelación divina y la ciencia humana, entre la contemplación y la acción, entre la Iglesia y la sociedad civil. Pero el cristiano sabe que el mundo no es lo opuesto a Dios, sino obra de Dios, en la que colabora con Él y donde ha de santificarse; que Revelación sobrenatural y ciencia natural no pueden oponerse, porque en último término ambas vienen de Dios; que la piedad y la contemplación son el motor para su acción; y que la Iglesia, siendo distinta de la sociedad civil, y con una misión espiritual, no se opone a la misma ni a su mejoramiento, sino que es un factor fundamental del mismo. Por lo que se refiere a los momentos en los que se ha pretendido ver un conflicto entre cristianismo y ciencia, está comprobado que siempre ha sido aparente tal conflicto: por un mal planteamiento «científico», en general, y por una mala comprensión de la Revelación[3].

b) El cristiano, la sociedad y su futuro.

A continuación Garaudy dedica otro apartado al tema «El cristiano, la sociedad y su futuro» (pp. 55-70). Y tiene razón al comenzar diciendo: «Un cristianismo en continuidad con el mundo y no en ruptura ni apartándose de él como algo impuro, no es una novedad de nuestro siglo» (p. 55), siempre que se entienda bien lo que es el «mundo», y se diferencien los varios sentidos en que es o puede ser utilizada esa palabra. Porque en el sentido de mundanidad, de visión puramente hedonística de la vida, de ambición de poder o de vanidad, en ese sentido, es claro que el «mundo» es «enemigo del alma», porque es enemigo del espíritu de servicio, del espíritu de sacrificio y del amor a Dios y al prójimo. Pero también la Biblia y la tradición cristiana hablan del «mundo» en el sentido de criatura de Dios, y, por tanto, de lugar de servicio y santificación; desde el «y vio Dios que era bueno», el «creced y multiplicaos», la creación del hombre en la tierra «para que la trabajara» de las primeras páginas del Génesis, al «no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal» y al «id por todo el mundo» de los Evangelios.

Es posible que algunos hayan podido identificar esos dos sentidos de la palabra «mundo», como parece interpretar Garaudy; pero ello no deja de ser extraño a la esencia del mensaje cristiano, que los distingue. No se puede hacer esa identificación sin contradecirse y sin falsear la doctrina cristiana. Y una muestra de esa contradicción es que los que hacen, o tienden a hacer, tal identificación, creen ver en el cristianismo una especie de antítesis dialéctica, y momentos que acentúan o ponen en tensión los dos supuestos extremos. Es lo que hace Garaudy a lo largo de las páginas que siguen, creyendo que los cristianos están como obligados a seguir, según el momento, y monolíticamente, uno de esos supuestos polos. En otras palabras, se falsea entonces, de nuevo, el pluralismo y la libertad consubstancial al cristianismo, dentro de la unidad de la fe; en este caso, el pluralismo incluso espiritual y vocacional. Dentro de la unidad de la doctrina y de la vocación cristiana, dentro de la llamada universal a la santidad, hay diversas vocaciones en la Iglesia.

Así, pues, no existe esa especie de oposición dialéctica que ve Garaudy entre los dos sentidos o usos de la palabra mundo; oposición dialéctica que aparece cuando se cae en, o se juega con, el equívoco de pensar que en ambos casos la palabra mundo se refiere a la misma cosa. Pero en realidad no es así; una cosa es el «mundo» como enemigo del alma, como sinónimo de ambición, concupiscencia, vanidad, odio al prójimo, etc., y otra cosa distinta es el «mundo» creado por Dios, bueno, lugar de peregrinación y de santificación, revelador de la misma gloria de Dios. Los dos sentidos se iluminan mutuamente; del primero hay que huir, hay que vencerlo, para descubrir el valor del segundo. En cualquier clase de devoción cristiana hay que rehuir y vender al «mundo» enemigo del alma; y en cualquier clase de vocación cristiana, hay que colaborar con la obra creadora y redentora de Dios sobre el mundo, según los modos propios de cada vocación.

Pero Garaudy no ve las cosas así, entre otras razones porque quiere explicar el cristianismo con el esquema dialéctico del marxismo, con la consiguiente simplificación y violencia conceptual.

He aquí un párrafo de lo más significativo en ese sentido: «Por encima de los siglos de tradición 'constantiniana' de la Iglesia, tradición que era a la vez de estrecha vinculación con las clases dominantes y el poder establecido, y de integración de las ideologías greco-latinas con sus concepciones jerárquicas del mundo, son numerosos los cristianos que hoy día intentan actualizar de nuevo la tradición apocalíptica del cristianismo primitivo, tradición de una época en que el cristianismo era religión de los esclavos, protesta, aunque impotente contra el orden establecido, esperanza en el advenimiento del reino, así en la tierra como en el cielo, pero aún no era una ideología de justificación imperial y de resignación. Toda la historia de la Iglesia está atravesada por esta dialéctica interna, por esta oposición, en su seno, entre la tradición constantiniana, en la que se carga el acento sobre el pecado, utilizado como justificación del Estado y de las estructuras de dominio, las cuales son providenciales y legítimas para conducir a los hombres incapaces de libertad, y la tradición apocalíptica, que reaparece siempre que las masas populares adquieren conciencia de su fuerza, que acentúa la afirmación de que el Hombre-Dios ha triunfado del pecado, y que en ocasiones se lanza a inscribir el apocalipsis en la historia» (pp. 56-57).

Aparte de esa interpretación dialéctica que falsea radicalmente la historia de la Iglesia, las deformaciones y falseamientos de cosas concretas son constantes, como se aprecia fácilmente. Así, por ejemplo, interpretar el cristianismo unas veces como religión de los «esclavos», otras como religión de las «clases dominantes»; o interpretar el debido respeto y obediencia a la legítima autoridad civil, presente ya en el Nuevo Testamento[4], al que Garaudy parece llamar «tradición apocalíptica del cristianismo primitivo», unas veces como justificación de las «estructuras de dominio» y otras como justificación de la esperanza en una sociedad mejor, de la esperanza en el «advenimiento del reino así en la tierra como en el cielo»; y lo mismo se diga de «esperanza» y del «reino».

En contra de estas interpretaciones deformadoras del cristianismo que hace Garaudy, la esperanza cristiana es trascendente, es esperanza de santidad y de salvación sobrenatural, no es esperanza en el futuro de una sociedad distinta o mejor, aunque impulse al cristiano, porque es una obligación de justicia y de caridad, a buscar la mejor sociedad posible dentro de sus posibilidades. El reino de Dios, cuyo advenimiento, «así en la tierra como en el cielo», pide el cristiano cuando reza el Padrenuestro, no es el reino de este mundo (cfr. Io. 18, 36), no es ninguna determinada forma de organización social, sino el Reino de Dios en el interior de los corazones, el amor y la obediencia amorosa a la voluntad de Dios, la disposición interior de buscar la santidad, la identificación con Cristo, utilizando y viviendo su doctrina y medios de salvación en la Iglesia, para entregarse a Dios y a los demás.

Tampoco es cierto, como dice Garaudy, que el pecado sea según la doctrina y teología cristianas en algún momento una justificación del Estado, y mucho menos que éste sea necesario para conducir a los hombres incapaces de libertad. Lo que el cristiano y el cristianismo han exigido siempre y ante todo, eso sí, es precisamente libertad, lo mismo ante el pagano Imperio romano en la antigüedad, como ante el pagano Estado marxista en los sitios donde éste se ha implantado. Libertad para honrar y dar culto a Dios, libertad para formarse cristianamente y comunicarse con la legítima Jerarquía de la Iglesia, libertad para formar una familia y para educar cristianamente a los hijos, libertad para trabajar y para vivir cristianamente. La convivencia social, la organización de la misma y del Estado, según el cristianismo, no son necesarias porque el hombre sea pecador, sino porque es social por naturaleza, en lo temporal y civil.

Sin embargo, Garaudy insiste continuamente en los equívocos mencionados y juega con ellos, para decir que el «aggiornamiento» y los «signos de los tiempos» actuales deben buscarse «en el hecho de que el polo apolíptico va ganando terreno al polo constantiniano bajo el impulso de las transformaciones que se han producido en las condiciones de vida de los hombres del siglo XX» (p. 57). Y aduce como ejemplos «el éxito clamoroso del libro de Robinson» (p. 55), que ha citado antes; «el teilhardismo» (p. 55); el que en el prólogo de la encíclica Pacem in terris se hable del poder, inteligencia y libertad del hombre (p. 56); el «esquema 13 del Concilio», que luego sería la Constitución pastoral Gaudium et spes (p. 56); el mismo coloquio de Salzburgo de 1965 al que presentó esta comunicación (p. 58); la comunicación de Rahner a ese coloquio, en la que definía el cristianismo con la expresión de «religión del futuro absoluto» (p. 58). Continuamente presenta, pues, como cristianas algunas cosas que no lo son, junto a otras que lo son, pero que se deforman en esa mezcla, y se desconectan de su contexto auténtico; así, no son comprendidas por Garaudy ni en sí mismas ni en sus relaciones.

El cristianismo en ningún momento es considerado como lo que es, como Revelación que viene de Dios, sino como ideología humana, o concepción del mundo, en lucha o mezcla con otras; incluso llega a decir que el cristianismo se integró en seguida con ideologías anteriores, «para convertirse en una religión sincrética» (p. 57), cosa absolutamente lejana de la realidad.

A propósito del Coloquio de Salzburgo, dice: «cuando yo definía el humanismo marxista como metodología de la iniciativa histórica para la realización del hombre total, el padre Karl Rahner, s. j., situándose decididamente en el centro del problema, me respondió que un humanismo integral requiere la experiencia de Dios, y al precisar lo que es específicamente cristiano en esta experiencia de Dios, definió al cristianismo 'como religión del futuro absoluto'. Lejos de ser una sacralización del presente histórico, el cristianismo nos enseña a comprenderlo todo en función de lo que está viniendo» (p. 58). Expresiones como «realización del hombre total», «humanismo integral», «religión del futuro absoluto», pueden tener un sentido cristiano correcto, pero son tan abstractas como ambiguas, por lo que fácilmente pueden ser intepretadas en formas equívocas. Y así ocurre en la exposición que hace Garaudy.

Ciertamente, el cristianismo afirma que «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura» (Hebr. 13, 13), y, por tanto, el cristianismo no es una sacralización de ningún presente histórico; pero de ahí no se deduce sin más que nos enseñe a «comprenderlo todo en función de lo que siempre está viniendo», porque también hay que comprender y juzgar el presente en función de lo que ya pasó —esencialmente en función de la Muerte y Resurrección de Cristo— y de lo que ahora es presente —esencialmente la acción de la gracia sobrenatural y del Espíritu Santo—. Garaudy, que no hace la advertencia que acabamos de añadir, continúa: «Según el padre Rahner, una historia auténticamente humana —es decir, hecha de libres decisiones— y un progreso del hombre sólo son posibles gracias al impulso que confiere a todo proyecto humano la existencia trascendente de una plenitud absoluta: solamente así el hombre, inmerso en la historia, puede en cada momento totalizar su sentido y promover su progreso» (p. 58). Esto es más o menos aceptable si por «existencia trascendente de una plenitud absoluta» entiende a Dios. Pero Rahner no lo aclara y —lógicamente— tampoco Garaudy.

Rahner incide en una serie de graves equívocos y ambigüedades, en los que orden natural y sobrenatural tienden a identificarse, pareciendo que la naturaleza humana exige —en el sentido fuerte del término— lo sobrenatural, con lo cual quedan ambos desvirtuados. Que lo sobrenatural no se opone a lo natural es cierto, pero el que no se opongan no quiere decir que sean lo mismo, o que lo sobrenatural venga como necesariamente exigido por lo natural. Lo sobrenatural es siempre gratuito y trascendente respecto a lo natural. Pero no es necesario entrar aquí en esta cuestión, bien conocida por la Teología y sobre la que el Magisterio eclesiástico no ha dejado de pronunciarse en diversas ocasiones. Basta apuntarla, y señalarla como una de las fuentes de equívocos que aparecen en las ideas que vamos exponiendo y analizando.

Garaudy continúa exponiendo a Rahner: «Esta presencia actuante y exigente del futuro absoluto existe en todos los hombres. Y es ella la que hace posible el ateísmo, el cual surge cuando no reconociendo en esta llamada a su Dios, el hombre confunde este futuro absoluto con uno de sus futuros concretos, es decir, con aquello que un momento dado de la historia, puede proyectar de su propio futuro» (pp. 58-59). Aparte de esto, hay que notar que «la existencia trascendente de una plenitud absoluta» vuelve a identificarse con «futuro absoluto», sin más, lo cual no es exacto, puesto que Dios —si se usa esa equívoca expresión— no es sólo «futuro absoluto», sino también «presente absoluto» y «pasado absoluto» para el hombre, tanto en el orden natural como en el sobrenatural.

Parece que Rahner, de alguna manera, lo reconoce, puesto que Garaudy, inmediatamente de los párrafos transcritos, continúa: «Por el contrario, reconocer a Dios en este futuro absoluto, cuyo dominio sobre la historia se ha revelado como destino irreversible de todo humanismo que se considere integral, es situar bajo su verdadera luz los tres dogmas cristianos fundamentales: el dogma de la consumación absoluta del mundo en Dios (visión beatífica), el dogma según el cual esta anticipación ya está presente en Dios y constituye el motor de toda creación humana (la gracia), y el dogma de la encarnación por el cual la fe cristiana, lejos de ser una mitología de la evasión, es la más alta afirmación del hombre» (p. 59). Estas expresiones exigen muchos matices, pero aquí no es necesario hacerlo; basta mostrar a dónde quiere hacérselas llegar.

«La primera y más importante consecuencia de esta teología del futuro absoluto —continúa Garaudy— es que la fe cristiana no puede entrar en conflicto con ninguna de las formas históricas de la construcción de la ciudad terrestre en la medida en que éstas sean auténticamente humanas» (p. 59). El subrayado de auténticamente humanas es nuestro, porque aquí hemos llegado al núcleo de la cuestión.

¿Qué hay que entender por auténticamente humano? Si se entiende lo auténticamente cristiano, el párrafo que se acaba de transcribir, lo que Garaudy llama «primera y más importante consecuencia» de la «teología del futuro», puede aceptarse (aunque se presta a equívocos), siempre que se advierta y se reconozca que ninguna forma histórica de construcción de la ciudad terrestre puede reclamar con exclusividad el título de «cristiana» o de «auténticamente cristiana», ya que son posibles muchas, y no sólo en forma sucesiva, sino también simultánea. Lo auténticamente cristiano puede considerarse como auténticamente humano, es decir, no será destructor o negador, sino, al contrario, afirmador y perfeccionador de lo humano. Pero adviértase que lo auténticamente cristiano es ante todo, y en primer lugar, afirmación de Dios, Creador, Señor y Redentor, por y en Jesucristo, del hombre y de todas las cosas, y de ahí que sea también afirmación del mundo y del hombre, como es obvio.

Pero sigue Garaudy: «El criterio de valor de un orden social continúa siendo, pues, puramente inmanente: ¿en qué medida crea las condiciones para el más alto grado de realización humana del hombre?» Aquí Garaudy ha dado un salto ilegítimo; el criterio para juzgar lo auténticamente humano no es inmanente, ya que es la Revelación sobrenatural y trascendente el criterio último y definitivo. O, dicho de otra forma, utilizando la terminología con la que juega Garaudy: el «futuro absoluto» que mueve al cristiano no es sin más inmanente al hombre, sino trascendente, y penetra en el interior del hombre —en la medida que Dios se lo da y el hombre voluntariamente lo recibe—, por la Revelación, la fe y la gracia; «la realización del hombre total» no es un simple despliegue de las meras posibilidades humanas realizado por sólo el hombre, sino el despliegue de las posibilidades humanas y de los dones sobrenaturales concedidos al hombre y realizado por Dios en cada hombre con la colaboración personal de éste.

Y así, tampoco «la realización del hombre total» se identifica con la «construcción de una ciudad terrestre auténticamente humana»; este es otro salto ilegítimo que Garaudy realiza sin explicación, como por lo general suele hacer el marxismo, que confunde la perfección o realización individual y personal con la social, subsumiendo el individuo, la persona, en el conjunto. La Revelación cristiana se dirige a la realización plena del hombre, si queremos llamar así a la santidad y la salvación. Y es claro que la santidad es personal y no depende de que la ciudad terrestre esté o no «plenamente realizada», sino de la gracia de Dios y de la colaboración personal de cada uno con Él. Aunque no cabe duda de que el cristiano que busca seriamente la santidad contribuirá, en la medida de sus posibilidades, a la construcción de la ciudad terrestre y al mejoramiento de la sociedad; pero que lo consiga o no la Revelación no se lo garantiza, entre otras cosas porque respeta la libertad de todos y no se impone a nadie. Y ni siquiera está garantizado por la Revelación que se consiga una organización social perfecta, aunque todos fuésemos santos, aunque se puede afirmar que ello sería ya un gran paso; pero la Revelación cristiana, aunque impulsa al hombre a la acción, no tiene por finalidad propia la construcción de esa sociedad, sino la salvación eterna.

Teniendo en cuenta estas premisas —desconocidas por Garaudy— lo que dice el autor a continuación del último interrogante transcrito podría entenderse correctamente: «El cristiano estimula la creatividad histórica al revelar el carácter provisional de todo presente histórico, y participa con todas sus fuerzas en la consecución de esa plena realización del hombre ya que, a través de ella, es como el hombre puede encontrar a Dios» (p. 59). Pero es cierto, insistimos, siempre que por «plena realización del hombre» se entienda la santidad personal, no —como en el caso de Garaudy— un mero despliegue de las solas posibilidades humanas con sólo las fuerzas del hombre, ni tampoco la realización plena de la mejor sociedad posible.

Garaudy dice que «es evidente que una actitud así nos permite situar el diálogo a un nivel nuevo y más elevado» (p. 59); pero como se ha visto, desde sus planteamientos hasta llegar al núcleo de la cuestión, su «diálogo» se disuelve en multitud de equívocos, que lo transforman en un monólogo, que es libre de proseguir cuanto quiera, pero que a un cristiano no le dice nada, como es lógico. Y efectivamente, Garaudy lo prosigue, aludiendo ahora a tres preguntas que Metz formulaba a los marxistas en el coloquio de Salzburgo. Y, como él dice: «Las preguntas del Dr. Metz, lo mismo que las tesis del P. Rahner, tienden esencialmente a demostrar que la tensión de los marxistas hacia el futuro contiene, a pesar de ignorarla, la pregunta que Dios nos plantea y a la que el cristianismo da una respuesta. Según ellos, el marxismo no puede eludir la cuestión cristiana, ya que en el seno mismo de un humanismo que pretende ser integral, al plantearse el futuro del hombre surge el problema de Dios» (pp. 61-62). Continúan, pues, los equívocos y los juegos de palabras. ¿Qué se entiende por humanismo integral? No el humanismo cristiano, natural y sobrenatural, sino el marxista. Pero el humanismo marxista no es integral, entre otras razones fundamentales porque es puramente inmanente y terreno, y porque reniega de la espiritualidad y la libertad humana que Dios respeta. Dicho radicalmente, poniendo como punto de partida la negación de Dios, no se ponen los cimientos para ningún humanismo, sino para la destrucción del hombre; poniendo como punto de partida la mera afirmación del hombre, o la de la sociedad terrena, tampoco. El hombre es radicalmente criatura de Dios, y no en ninguna otra cosa. Y, por tanto —y contrariamente a lo que Metz pretende— el marxismo puede eludir la cuestión cristiana, y de hecho la elude; es lo que aquí hace Garaudy continuamente.

Garaudy vuelve varias veces sobre todos estos conceptos e interpretaciones, citando las mismas expresiones ambiguas o equívocas de Rahner, Metz, González Ruiz, etc. A veces ya no ambiguas, sino claramente erróneas; como cuando se afirma que «el socialismo aporta al mundo una mayor justicia que las antiguas estructuras sociales» (p. 60), o como cuando se dice que la Iglesia se ha transformado a veces «en una máquina para fabricar biempensantes y resignados» (p. 63), o se vuelve a insistir en las «alianzas de la Iglesia con el poder y la opresión» (p. 63), etc. Pero nos parece haber señalado ya lo esencial.

Termina este apartado sobre «El cristiano, la sociedad y su futuro», tratando de resolver «una objeción de inspiración integrista: los cristianos que se lanzan por el camino del diálogo van a quedarse lucidos, puesto que los comunistas aceptan el diálogo cuando no están en el poder y lo rechazan cuando ya se han instalado en él. ¿Por qué razón los cristianos han de pasar del anatema al diálogo, si esta misma complacencia suya permite que los comunistas pasen del diálogo a la persecución? Es preciso que contestemos a esta objeción, por falaz y tendencioso que sea su planteamiento» (Cfr. p. 65).

Es muy interesante y significativo cómo plantea Garaudy esta cuestión, y cómo trata de resolverla en las páginas que siguen (pp. 65-70). En primer lugar el planteamiento. De entrada califica la objeción como «de inspiración integrista» y de falaz y tendenciosa, intentando desacreditarla en su mismo planteamiento. No se especifica bien a qué clase de diálogo se refiere; hasta aquí se había mantenido más bien en el terreno doctrinal y teórico, sin apuntar a ninguna cosa concreta práctica; pero ahora parece que claramente apunta a un diálogo en la práctica, a una colaboración de cristianos con comunistas en actividades políticas; y, por los ejemplos que pone luego para resolver la objeción, a la colaboración de los cristianos con un régimen comunista o con sus realizaciones.

La competente Jerarquía eclesiástica tiene perfecto derecho y deber de declarar una doctrina o una ideología como contraria u opuesta a la Revelación divina, y, por tanto, como falsa o errónea, prohibiendo por consiguiente que los cristianos la sostengan y la propaguen; y no hacerlo sería un engaño para sus fieles y una grave negligencia. La Revelación cristiana no ha sido inventada por los hombres y ni por la misma Iglesia; ha sido comunicada y entregada por Dios; por consiguiente, no se puede variar. Y este es un punto esencial y fundamental de la fe; no es una cuestión de integrismo, ni de progresismo; es el punto a partir del cual puede haber progreso en la fe, del que ya hemos hablado.

Otra cosa distinta son las personas, a las que definitiva y completamente sólo puede juzgar Dios en su momento. La Jerarquía eclesiástica, cuando ejerciendo su deber y su derecho, impone una pena eclesiástica (excluir a alguien de los sacramentos, prohibir ejercer el ministerio sacerdotal, etc.) o prohibe la lectura o la difusión de unos determinados escritos, etc., lo único que hace es advertir a alguien del error o falta cometida, de las equivocaciones o cosas contrarias a la doctrina revelada que mantiene, darle oportunidad de rectificar si quiere, etc., pero no le prohibe vivir o dedicarse a lo que prefiera.

Dicho con otras palabras: el «anatema», que tanto parece asustar a Garaudy, cuando es necesario o cuando se da, no es un obstáculo para el diálogo; al contrario, es una clarificación y a veces una manera necesaria de entenderse y de dialogar, sabiendo de qué y cómo hacerlo. Por eso, verdaderamente es falaz y equívoca la manera de hablar de Garaudy; sin juzgar sus intenciones, puede calificársela objetivamente de tendenciosa, como hace él. Con estos equívocos, falta de nuevo la posibilidad de diálogo. Y dentro de esta ambigüedad y equívocos no son menos equívocas las respuestas que da a la cuestión planteada.

En primer lugar se refiere a la Unión Soviética, afirmando lo que llama «tres verdades históricas» que en síntesis son:

1. La Iglesia ortodoxa rusa estaba estrechamente vinculada al régimen zarista, era un aspecto del Estado. 2. Durante los primeros años de la revolución comunista fue un apoyo político y a menudo militar del viejo régimen. 3. En la Rusia actual el problema religioso no está resuelto de manera satisfactoria ni para los cristianos ni para los comunistas. Dice que «es falso que exista 'persecución' de los creyentes»; pero al mismo tiempo reconoce «irregularidades administrativas» respecto a ellos. Dice que tales irregularidades son «contrarias a los principios fundamentales del régimen soviético», y «a menudo denunciadas y condenadas por la autoridad superior» (es decir, también los comunistas practican el «anatema»); pero, a la vez, tales irregularidades subsisten, «a escala local por lo menos» y «no siempre son combatidas con tanto rigor como exigirían los principios», y ello se debe «a una interpretación mezquina y pobre de la concepción marxista de la religión y a una incomprensión del hecho religioso, que aparece incluso en algunos textos oficiales que nosotros hemos criticado públicamente» (pp. 65-66).

En definitiva, dice que no hay «persecución», pero que la hay; aunque el entrecomillar la palabra, cuando dice que no hay, quizá se refiere a que no es como la de los romanos, sino una cosa más refinada y «progresista». Así, pues, hay «anatema» marxista sobre los cristianos en la Unión Soviética, que se debe —según Garaudy— a «una interpretación mezquina y pobre de la concepción marxista de la religión y a una incomprensión de la realidad del hecho religioso», «incluso en los textos oficiales». Parece, pues, según Garaudy, que debe haber una concepción marxista de la religión que no es mezquina y pobre; de eso se ocupará más adelante (pp. 75-78), y, por tanto, lo dejaremos para entonces.

En segundo lugar se refiere a otra experiencia histórica: la de Polonia, «que puede ofrecer a los católicos la ocasión de reflexionar sobre el futuro de su Iglesia en un régimen socialista» (p. 67). Aduce unos números y estadísticas, según los cuales el número de obispos, sacerdotes y religiosos en Polonia en 1965 son mayores que en 1937, antes del régimen socialista, para concluir con esta aparente ingenua pregunta: «¿Quién, honradamente, se atreverá a hablar de persecución o de cristiandad del silencio?» Se puede responder que puede hablar cualquiera que conozca la situación a fondo, cualquiera que conozca los esfuerzos y gastos del régimen y organizaciones comunistas en conseguir no mártires sino apóstatas; pero apóstatas que no abandonen exteriormente la Iglesia, sino que aparentemente permanezcan en ella para confundir las conciencias, organizar falsas asociaciones católicas, coaccionar de diversas formas a la Jerarquía, silenciarla o presentar deformada su actuación o su predicación, todo con apariencia de legalidad o hasta de democracia. Son, por ejemplo, bien conocidas las denuncias de muchos obispos europeos a la organización «católica» polaca Pax (instrumento sostenido por el régimen comunista) que ha tratado de actuar o ha sembrado confusiones en más de una ocasión incluso fuera de Polonia. Cosas parecidas podrían decirse de otros países bajo el régimen comunista; pero Garaudy no se refiere a ellos. Incluso dice: «¡más bien parece como si el socialismo hubiera ‘dinamizado’ al catolicismo!»; sorprendente afirmación admirativa (siempre los mártires han sido semilla de cristianos, aunque el «martirio» y la «persecución» originados por los regímenes comunistas en general no sean actualmente de sangre, sino más refinadas, de tipo psicológico, jurídico, etc., y muchas veces más crueles); sorprendente sobre todo por la explicación que da.

Dejando aparte el valor o fiabilidad que pueden tener unos números estadísticos, en general, y en un régimen comunista en particular, tema al que Garaudy no hace alusión, da por hecho que ese avance estadístico supone un avance católico en la realidad. Y que no se debe «ni a una abertura particular de la jerarquía polaca», «ni a una renovación espiritual del catolicismo polaco» (a unos y otros les llama «poco audaces», «conservadores») (p. 67), sino, según Garaudy, a un «fenómeno sociológico muy sencillo: antes de la guerra eran muy estrechos los lazos que unían a la Iglesia católica polaca con el Estado y las clases dominantes; al hacer imposible estos compromisos, el régimen socialista ha estirpado una de las causas esenciales del descrédito y desafecto hacia la Iglesia» (p. 68).

Al llegar a este punto hay que decir honradamente que es necesaria una buena dosis de paciencia para leer este ensayo de Garaudy, con tales y tan continuas inexactitudes, confusiones, equívocos y deformaciones. Aquí, por una parte, el problema y objeción planteada lo reduce a la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado, que admite fórmulas variables, y que sólo son un aspecto, y no el más de fondo, de la cuestión; por otra, se equiparan sin más cosas diferentes, como son la Iglesia ortodoxa (cismática) rusa y la verdadera Iglesia, la católica, aplicando a ambas los mismos criterios. Pero es sabido que si bien las iglesias cismáticas orientales, en algunas ocasiones y lugares, se han convertido, o casi, en una parte del Estado, no puede decirse lo mismo de la Iglesia católica en ningún sitio. Un concordato, o unos acuerdos, de la Iglesia católica con un Estado significa precisamente lo contrario: la posibilidad de independencia y autonomía de la Iglesia. Y ello no es ningún privilegio; es simple afirmación de un derecho humano fundamental, reconocido explícita o implícitamente en todo país libre: el derecho del hombre a dar a Dios culto, no sólo privado, sino público, cuando y como quiera; el derecho a asociarse o a reunirse con otros cuando y como quiera para una finalidad de culto, formación o acción religiosa. Pero se comprende que esto a un marxista o a un régimen marxista le parezca pedir un «privilegio», puesto que no reconocen ni éstos ni otros derechos humanos elementales para nadie. Un concordato o unos acuerdos con un Estado no significan ni bendición al Estado, ni compromisos con las «clases dominantes» (si es que existen), sino reconocimiento de la libertad para la Iglesia y para vivir el cristianismo, y acuerdos sobre la manera de regular algunas cuestiones de las llamadas «mixtas» (fundamentalmente enseñanza, matrimonio, bienes eclesiásticos). Lo que la Iglesia necesita, y exigirá, siempre y en todo lugar, es libertad; y los concordatos o acuerdos con los Estados son una manera de defenderla (lo cual indirectamente es también una manera de limitar la tendencia al totalitarismo que puede tentar al poder; lo que ocurre es que en el régimen comunista el totalitarismo no es sólo una tentación o una tendencia, sino una afirmación teórica y un hecho real; por eso en todo régimen comunista la situación de la Iglesia, y de los cristianos, necesariamente defensores de la libertad, será siempre de oprimidos o de perseguidos, en forma abierta o latente).

Así, pues, Garaudy no resuelve las objeciones hechas, las escamotea, yéndose al terreno de las relaciones Iglesia-Estado. Terreno en el que caben muchas soluciones y formas, menos la de que la Iglesia se subordine al Estado.

Los marxistas se hacen conscientes de lo que en ellos es fundamental

«Es curioso que para los filósofos marxistas, igual que para los cristianos, su retorno a lo fundamental haya comenzado por un estudio nuevo de las fuentes con objeto de descubrir en ellas lo que era específicamente marxista» (p. 70). Con estas palabras comienza un nuevo apartado, con el título que hemos transcrito. Dos observaciones de importancia se pueden hacer a ellas. La primera —que para el marxista no tendría importancia, pero que un cristiano no puede olvidar—, la rotunda diferencia entre las fuentes del cristianismo y las del marxismo. La fuente del cristianismo es Cristo, que dijo de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Io 14, 6); su persona divina, sus hechos y su doctrina. En cambio, la fuente del marxismo son los escritos de Marx y Engels, los «pensamientos» de unos «pensadores». La diferencia salta a la vista. La segunda observación es que Garaudy, en el apartado precedente, en ningún momento ha recurrido a las fuentes del cristianismo para exponerlo o interpretarlo.

En este nuevo apartado, Garaudy comienza por examinar dos cuestiones: el sentido del materialismo marxista y su concepto de la religión.

El materialismo marxista

Dice Garaudy que «la mayor parte de los equívocos teóricos entre cristianos y marxistas provienen de la gran confusión que existe sobre el sentido de la palabra materialismo. Lo que distingue al marxismo de todas las formas anteriores de materialismo es que toma como punto de partida el acto creador del hombre» (p. 70).

A través de varias citas de Marx, Engels, Lenin y algún otro, Garaudy quiere mostrar que el materialismo marxista no es determinista o mecanicista (pp. 70-72): «El principal defecto de todo el materialismo anterior... es que el objeto, la realidad, el mundo sensible, son sólo aprehendidos bajo la forma de objeto o de intuición, pero no como actividad humana concreta, como actividad práctica, de manera subjetiva» (Marx). «Para el hombre socialista, todo lo que llamamos historia universal no es más que la génesis del hombre por el trabajo humano» (Marx). «El trabajo ha creado al hombre mismo» (Engels). «El resultado final del trabajo preexiste idealmente en la imaginación del trabajador. Este no opera únicamente un cambio de forma en los materiales de la naturaleza, sino que al mismo tiempo realiza su propio objetivo del que es consciente, y que determina, como ley, su modo de acción» (Marx). «Los hombres hacen su propia historia» (Marx).

Marx «no reduce, como hacen los filósofos idealistas, la actividad humana a la actividad espiritual. Su descubrimiento esencial, que es precisamente una concepción materialista del acto creador del trabajo humano, se cifra en que supo ver el nexo existente entre el acto de pensar y el conjunto de la práctica social, y, como consecuencia de ello, supo forjar un nuevo método de crítica que busca, fuera del pensamiento mismo, las fuentes y condiciones del pensamiento y la verificación experimental de su valor» (p. 72). Dicho con palabras de Marx: «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones escogidas por ellos» (p. 72). Evidentemente esta última afirmación es, hasta cierto punto, cierta, y lo es el que la actividad humana no se reduce a la espiritual; y también es evidente que ninguna de las dos cosas son un descubrimiento de Marx. En la exposición que hace Garaudy no acaba de quedar claro qué es lo fundamental del marxismo en todo esto. Porque por una parte es un materialismo, pero no materialista; por otra parte, afirma la libertad humana, incluso hasta el punto de llamarla creadora, pero no afirma una realidad claramente espiritual. Por fin, dice que el marxismo es «esencialmente, una metodología de la iniciativa histórica» (p. 73).

Pero parece, por lo que sigue diciendo, que es algo más. «Lenin, a principios de siglo, combatió el economismo, que se sometía a la espontaneidad del movimiento y creía en la integración automática del socialismo en el capitalismo»... Maurice Thorez escribía en 1924: «El derrumbamiento del capitalismo no es fatal»; en 1950: «La guerra no es fatal»; y en 1956: «La miseria no es fatal» (pp. 73-74). «El humanismo marxista —continúa Garaudy— afirma con un vigor particular el carácter específico de la actividad humana de ser creadora de proyectos, de proponerse unos fines. No considera esa actividad como el simple resultado o el producto de las condiciones en que ha nacido. La emergencia de lo nuevo, sin el cual no existiría historia propiamente dicha, implica que el acto sea otra cosa y sea más que el conjunto de sus condiciones» (p. 74). Pero no dice qué es esa otra cosa. Sólo dice que: «Engels insistía sobre 'la independencia relativa de las superestructuras', las cuales, una vez engendradas por la base, están dotadas de 'un movimiento propio', y Marx, arremetiendo contra todo materialismo simplista, subrayaba que las ideas se convierten en una fuerza material cuando se apoderan de las masas» (p. 74). ¿Quiere esto decir que además de la materia y de las condiciones materiales, el hombre es algo más? ¿Ese algo más son las superestructuras? ¿Las ideas?

Dentro de esta confusión, Garaudy continúa: «Para un marxista, existir es crear. A diferencia del humanismo del siglo XVIII, fundado sobre una concepción metafísica de la esencia del hombre, para un marxista la existencia precede a la esencia». Y Garaudy se complica cada vez más, porque añade a continuación: «¿Quiere esto decir que el humanismo marxista se identifica con el existencialismo? De ningún modo: en primer lugar, porque la libertad tiene un carácter histórico, y después porque, para él, la subjetividad no es ignorante de sus determinaciones» (p. 74). Así, pues, según Garaudy, en el acto humano hay algo más que el conjunto de sus condiciones, puesto que no depende enteramente de ellas. Pero esa otra cosa, ese algo más, debe ser algo que es antes de ser, puesto que se lo da el hombre a sí mismo; pero no es que lo tenga antes en su esencia, ya que ésta es posterior a la existencia; pero al mismo tiempo alguna esencia debe tener el hombre, puesto que tiene una subjetividad que es consciente de sus determinaciones... En fin, aquí se manejan una serie de palabras (acto humano, superestructuras, ideas, esencia, existencia, libertad, subjetividad, etc.), cuyo sentido y valor, si es que en esta exposición tienen alguno, no se difieren, ni se dejan apreciar.

Puede uno preguntarse, ¿para qué ha hecho Garaudy esta ininteligible exposición? Parece que lo que pretendía era únicamente decir que el materialismo marxista no es determinista o mecanicista, y admite la libertad (aunque no se ve de qué libertad habla, ni en qué se apoya ésta; se la presenta con características casi divinas, pero, por otra parte, condicionada; no se sabe si se confunde materia con espíritu o espíritu con materia; o si se afirma o se niega una u otra cosa; se confunde el ser con la operación; en otros momentos con las ideas, o con las superestructuras; etc.). El caso es que, según Garaudy, «solamente después de exorcizar el fantasma del materialismo mecanicista, resulta posible destacar la originalidad de la crítica marxista de la religión y el sentido del ateísmo marxista» (p. 75).

La religión

Sin dejar aclarado, pues, qué es el materialismo marxista, ni qué es la libertad, etc., aborda ahora el concepto marxista de religión. En rigor, no haría falta que lo hiciese, pues ya puede deducirse lo suficiente de la primera parte: Los cristianos se hacen conscientes... Ya se ha visto allí que lo que Garaudy dice que es el, cristianismo, no es el cristianismo; y que tanto éste como la religión en general son entendidos en una forma socio-política, que deforma totalmente la realidad.

Dice en primer lugar que «para el materialismo anterior, tanto el de Epicuro como el de los materialistas franceses del siglo XVIII o el de Feuerbach»..., «la religión, mero reflejo deformado y fantasmagórico, no puede tener realidad ni fondo humano alguno: es un error puro y simple, una fábula creada de cabo a rabo por 'los tiranos y los curas', como se decía en el siglo XVIII» (p. 75). Pero no es ésta, según Garaudy, la idea de la religión que tiene el marxismo. «Para Marx toda actividad específicamente humana se caracteriza por el hecho de que la conciencia se anticipa a la realidad: a partir de las condiciones en que ha nacido y en función de ellas, la conciencia proyecta sus propios fines, sus proyectos. La religión, como toda ideología, es un proyecto, es decir, una manera de arrancarse de lo dado, de trascenderlo, de anticiparse a lo real, tanto si es para justificar el orden existente como para protestar contra él e intentar transformarlo» (pp. 75-76). Se ha cumplido, pues, lo que podía preverse y hemos anunciado: lo que dice Garaudy que es la religión, no es la religión. La religión no es una ideología, ni un proyecto humano, ni una justificación del orden existente ni una protesta contra él. Efectivamente, la religión no es ninguna de esas cosas, porque es: 1° Conocimiento de Dios creador, y, según la Revelación cristiana, Uno y Trino, Padre de los hombres; y conocimiento del hombre en su esencial relación con Dios. 2° Trato con Dios, trato de amor, trato de hijo a su padre, trato de veneración, cariño, respeto, confianza, acción de gracias, petición, reparación. 3º Conducta personal de acuerdo con lo anterior en el trabajo, en la familia, en la vida social en general; es decir, conducta personal cumpliendo y respetando la ley y voluntad divinas.

Pero ya volveremos sobre esto. Sigamos ahora con lo que dice Garaudy. Sentado aquel gratuito concepto o definición de religión, ya no es de extrañar nada; ya pueden acumularse fácilmente multitud de inexactitudes y deformaciones. Y, en efecto, se amontonan; y por cierto nada originales. Así, según Garaudy, la religión nace del mito; el mito es el primer intento de explicar la realidad y de preverla; el mito es el precedente de la ciencia. Y, análogamente, continúa, «el rito es una primera técnica, como el mito es una primera ciencia» (p. 76). «El pensamiento, en un comienzo mítico y ritual, se convertirá luego en técnica y ciencia, pero su objetivo será siempre reproducir, realizar, crear» (p. 77). Este es el concepto marxista de religión, y la alta valoración que el marxismo tiene de la misma: «Entre la religión y la ciencia no puede, pues, existir, para un marxista, esta oposición simplista, polar, características del materialismo pre-marxista: entre la religión y la ciencia existe a la vez ruptura, contradicción y continuidad» (p. 77).

La manera de entender aquí Garaudy la religión es algo sobre lo que corrió mucha tinta ya hace tiempo. El paralelismo mito-ciencia, rito-técnica, que intentaron hacer algunos historiadores de la religión en el siglo XIX, fue abandonado como científica e históricamente insostenible, incluso por los mismos historiadores no creyentes o no practicantes. Entre otras razones porque la religión es histórica y psicológicamente anterior a los mitos; porque los mitos son más numerosos y desarrollados en los pueblos menos primitivos, esto es, más cultos y civilizados; porque los ritos religiosos estrictamente tales no tienen el carácter de «ritos mágicos» con los que dominar la naturaleza por medios accesibles al hombre, sino el carácter de culto a Dios, muchas veces de simple adoración, sin más, sin pedir nada a cambio. Más aún, en muchas religiones, tanto primitivas como culturales, se considera a la magia y hechicería y a los ritos mágicos como lo opuesto a la religión, como uno de los mayores pecados. Es decir, también la religión y el culto a Dios (los ritos) son anteriores a la magia y a los «ritos» en el sentido que utiliza Garaudy esa palabra al hacerla precedente de la «técnica».

Por otra parte, aun concediendo que se pueda considerar a la magia como precedente de la técnica, ello no dejaría de ser una metáfora, más o menos útil en poesía, pero de ninguna utilidad o validez científica. Con palabras «científico-técnicas», esa tesis fue sostenida a principios del siglo XX por algunos etnólogos e historiadores de la cultura y de las religiones, especialmente por Lévy-Bruhl. Afirmaban que el «hombre primitivo» no tenía «mentalidad lógica», su mentalidad habría sido «prelógica», es decir, «mítica», «simbolista», etc.; pero el mismo Lévy-Bruhl, máximo defensor y expositor de tan peregrina teoría, agnóstico religiosamente, reconoció por fin que tal teoría no podía seriamente sostenerse[5]. No deja de ser una ingenuidad pensar que el hombre moderno es más inteligente y sensato por el hecho de que sepa fabricar un automóvil, un teléfono o un procedimiento para ir a la Luna.

Parece que Garaudy no conoce todo esto; su teoría sobre la religión no se puede llamar ni siquiera «actual». Tampoco acierta cuando, insistiendo en el tema, dice que la religión, además de ser un proyecto humano, es un «proyecto humano mixtificado»; porque «ofrece respuestas, más allá de lo dado, a las preguntas que el hombre se formula», que «por el hecho mismo de creerlas definitivas, como dogmas, tienen el carácter de un mito»; y porque «dicta una práctica que responde a unas exigencias», pero «ignora las condiciones materiales (históricas y sociales) de su nacimiento, y no se somete como la hipótesis científica al criterio de la práctica» (p. 77). Esto último es lo esencial de la «mixtificación». Es decir, según Garaudy, el marxismo aprecia y valora la religión (que para él es equivalente al mito y a la magia), porque es el precedente de la ciencia, y se opone a ella sólo en cuanto no se somete a la comprobación experimental como las hipótesis científicas. Ya hemos dicho suficiente sobre lo primero; en lo segundo hay un nuevo equívoco, del que Garaudy no parece ser tampoco consciente, y del que nos ocuparemos luego, pues reincide en él con tenacidad.

Para completar e insistir en todo lo que lleva diciendo, pasa, sin solución de continuidad, a exponer que «tres acontecimientos capitales de nuestro tiempo han conducido a los marxistas a una reflexión sistemática sobre los fundamentos de su doctrina» (p. 78).

«a) El desarrollo de las ciencias y de las técnicas conduce, en teoría del conocimiento, por una parte, a sustituir las intuiciones por la dialéctica, y por la otra, a reconstruir toda la teoría del conocimiento partiendo de la noción de modelo» (p. 79). Según Garaudy, «la epistemología contemporánea ha puesto de relieve... el carácter no-cartesiano del desarrollo del conocimiento: la ciencia no avanza en forma lineal, desde unos datos inmutables, a través de unas deducciones unívocas, hacia unas conclusiones definitivas y exclusivas, sino que procede, desde una hipótesis rectificada a una hipótesis rectificable, a un proceso sin fin de reorganización global, según una dialéctica interminable» (p. 79). Aunque luego haremos otras observaciones, advirtamos ya que no todo lo que se dice aquí es cierto; es una verdad a medias, que sólo vale para algunas ciencias; y en lo que tiene de cierto, el carácter no-cartesiano, no lineal, del desarrollo del conocimiento era ya conocido por muchos clásicos, anteriores, contemporáneos y posteriores a Descartes; es decir, no es algo descubierto o puesto de relieve por la epistemología contemporánea.

«Entre la creación de un mito y la construcción de un modelo —continúa Garaudy— existe poca diferencia desde el punto de vista de la imaginación, la cual procede por analogía y símbolos; pero existe también una oposición, ya que una exige recurrir a la verificación práctica y al método experimental, mientras la otra lo excluye. El mito es un modelo que no ha sido verificado por el método experimental. Toda la teoría del conocimiento puede ser pensada hoy partiendo de la noción de modelo»... que permite a los marxistas superar «la oposición polar del conocimiento como reflejo y del conocimiento como proyecto. El conocimiento es a la vez reflejo y proyecto» (pp. 79-80). En dos páginas, con estas ideas básicas, pretende aquí Garaudy construir una teoría del conocimiento marxista, reprochando de nuevo al idealismo el que confunda la «reproducción» conceptual de lo real (el reflejo) con su «producción» (el proyecto). El reproche es más o menos correcto, pero la teoría del conocimiento de Garaudy, desde luego, no lo es.

Es sabido que una de las principales insuficiencias internas del marxismo ha sido y es no acabar de tener una teoría del conocimiento coherente; y los mismos teóricos del marxismo han encontrado grandes dificultades en ello, siendo combatidos en este punto prácticamente por todas las tendencias filosóficas. Aunque Marx y los marxistas han tratado de distanciarse del idealismo, al menos del idealismo absoluto de Hegel, y han calificado al marxismo de materialismo dialéctico y aun de realismo, en nuestra opinión no ha superado tampoco Garaudy los presupuestos idealistas.

Es cierto que, en contra del idealismo, los conceptos no aparecen en el interior del hombre por obra sólo del entendimiento humano, sino también por obra del objeto o realidad extramental. Pero a la vez también es cierto, y de ello ya no habla Garaudy, que el fenómeno del conocimiento humano es complejo, y más complejo de lo que en esas dos páginas se insinúa; como es compleja también la realidad en la que el hombre está inmerso y que es objeto de su conocimiento. E igual que el idealismo no acierta a reconocer la complejidad y pluralidad de lo real, tampoco la reconocen el marxismo ni Garaudy, que en su exposición claramente acusa la tendencia monista, o el monismo declarado, tanto del idealismo puro como del marxismo.

En efecto, la realidad no es única; hay muchas clases de realidades; esto parece una afirmación obvia, y tanto el marxismo, como el idealismo, como su común antecedente, el racionalismo inspirado en el método cartesiano, seguramente la aceptarían así dicha, sin más. Pero no se trata sólo de que hay múltiples realidades, múltiples individuos numéricamente distintos y con distintas manifestaciones y comportamientos, tampoco se trata sólo de que hay múltiples aspectos de la realidad, sino que hay realidades de diferentes clases, de diferentes grados, de diferente entidad, con perfecciones cualitativamente distintas, irreducibles unas a otras. Y además, los órganos del conocimiento humano son complejos (sentidos externos, como la vista y el oído; sentidos internos, como la memoria y la imaginación, y además la inteligencia y razón), y compleja la forma de captar las cosas, la realidad (sensaciones, recuerdos, intuiciones, abstracciones, conceptos, ideas, juicios, análisis, síntesis, razonamientos), y compleja la forma y métodos de expresar el conocimiento (palabras, frases, hipótesis, teorías, modelos, ideologías, acciones, gestos, prosa, verso, drama, etc.).

No se trata de entrar ahora en todo esto, sino sólo mostrar que el conocimiento no se reduce a construir modelos que sean a la vez un reflejo de la realidad y un proyecto de actuación sobre ella; eso, en todo caso, es sólo un tipo de conocimiento, un método de conocimiento, útil sobre todo cuando se trata de actuar sobre la realidad, o, mejor dicho, sobre el tipo de realidad así conocida. Reducir todo el complejo conocimiento humano, y todos los métodos de conocimiento a un solo tipo de conocimiento, y a un solo método, es reducir también la realidad a una sola clase de realidad: la conocida y expresada por ese método. Así, el racionalismo aboca al monismo: todo es espíritu (idealismo), todo es materia (marxismo), o todo es, en definitiva, de la misma clase o categoría, llámese como se llame.

Es lógico, pues, que estas dos páginas de Garaudy carezcan de precisión y de cualquier utilidad, tanto en cada uno de los términos empleados (intuición, dialéctica, modelo, reflejo, proyecto, etc.) como en la visión de conjunto del tema. Es evidente que todo conocimiento se basa en la experiencia (contra el idealismo), pero también lo es que no se puede experimentar de la misma forma toda clase de realidad (contra lo que dice Garaudy). No se puede observar el acto libre a través de un microscopio, ni se puede expresar en kilos; no se puede ver el sonido; no se puede meter la historia humana en un laboratorio y hacer que se repita hasta que veamos bien lo que pasa, etc. Por eso, además de que no es cierto que la realidad cristiana sea o se base en un mito (ya lo vimos en la primera parte), tampoco es cierto que no esté comprobada o verificada por la experiencia real: Jesucristo, su doctrina, sus hechos, son cosas reales, comprobables históricamente; como son reales los 20 siglos de historia de la Iglesia y la experiencia de millones de cristianos.

¿Quiere apuntar Garaudy con su exposición acerca del modelo rectificado y rectificable, reflejo y proyecto, a la posibilidad de que en el marxismo se admita un pluralismo cognoscitivo, contrario a la uniformidad absoluta tradicional entre los marxistas? Nos referimos a que los marxistas suelen considerarse descubridores y poseedores de la «verdad» absoluta, de toda la ciencia perfecta.

Garaudy dice al final: «La concepción del modelo permite que el marxismo piense con claridad la dialéctica de la verdad relativa y de la verdad absoluta de la que habla Lenin en Materialismo y empiriocriticismo, cuando nos muestra las relaciones internas de continuidad y ruptura entre el mito y la ciencia, entre las ilusiones ideológicas y la teoría científica, entre lo vivido y lo objetivo» (p. 81). Por la exposición que ha hecho, y por lo que hemos dicho, caso de que Garaudy quiera apuntar a un pluralismo, acercando así al marxismo a una de las actuales modas de Occidente, más bien parece que apunta a un pluralismo escéptico (es decir, agnóstico y relativista), que es también el pluralismo de la moda occidental, pero no el reconocido por la ciencia teológica cristiana y por la ciencia filosófica seria. De todas formas, dadas las enormes deficiencias de la exposición de Garaudy, cualquier conclusión es posible, lo que equivale a decir que no se puede sacar ninguna (lo que abona nuestra impresión acerca de que la postura de Garaudy apunta hacia el escepticismo).

«b) La construcción del socialismo», según Garaudy «en una tercera parte del globo», es otro tema que según él ha obligado a revisar planteamientos marxistas; incluso hace alusión a la «crítica fundamental exigida por las revelaciones del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética». El caso es que se ha puesto en evidencia «la posibilidad y necesidad de una pluralidad de modelos en el socialismo. El problema central en la construcción del socialismo, en la hora actual, es el de la articulación entre la planificación central y la iniciativa de la base» (p. 81).

«El ineluctable abandono de los valores antiguos, la creación de valores nuevos a través de un proceso doloroso nos ha conducido a acentuar los problemas de la subjetividad (p. 81)... «tras la renovación social y moral de la revolución socialista de octubre, que constituye el mayor acontecimiento espiritual de nuestro siglo, tras veinticinco años de esclerosis intelectual del marxismo, los problemas de la subjetividad, de la opción y de la responsabilidad personal reaparecen con mayor fuerza... En la medida en que el marxismo ha dejado estas cuestiones sin respuesta suficiente, los jóvenes se han encaminado a otras partes en demanda de esta respuesta, que a nosotros nos corresponde hoy día buscar, por no decir que hemos de descubrir aún plenamente» (p. 82).

Dejando aparte afirmación tan pretenciosa como la de «la renovación social y moral de la revolución socialista de octubre», de nuevo tenemos aquí, esta vez expresamente, un intento de admisión de alguna clase de pluralismo; o mejor, un reconocimiento de su ausencia, implicada en otro de los puntos débiles del marxismo, que le han valido enemigos de todas clases: la falta de una valoración de la dignidad de la persona individual, absorbida y disuelta en el Estado comunista o en la «sociedad comunista». El colectivismo marxista, y su correspondiente estatismo, no ha dejado nunca de repeler a los espíritus más sensibles y valiosos, cristianos o no, en especial los dedicados a actividades culturales, filosóficas, literarias, artísticas, etc. Así como antes, al hablar del no determinismo del materialismo marxista y de «la dialéctica de la verdad relativa y de la verdad absoluta», trataba de mostrar o de abrir alguna brecha en el sistema marxista (no claramente expuesto, por lo demás), donde cupiese un poco de libertad e iniciativa personal, aquí, sin embargo, se limita a poner de manifiesto esta importante deficiencia del sistema. Nos parece que no gustará a los marxistas «ortodoxos», entre otras cosas, porque la respuesta que dice han de descubrir aún plenamente, si efectivamente y plenamente la descubrieran significaría la disolución del marxismo.

«c) La pujanza de los movimientos de liberación nacional de Asia, África y América Latina, nos ha llevado asimismo a un ahondamiento de estos problemas» (p. 82). «Si los pueblos de Asia, los países árabes y los del África negra no han creado una tecnología tan eficaz como la nuestra (la de Europa y América del Norte), no por ello sería menos dañoso para el humanismo de nuestro tiempo que dejásemos de buscar y reconocer los valores creados por esos pueblos, que la colonización detuvo en su desarrollo original y que luego despojó, de su propia historia» (p. 83).

En definitiva, se plantea Garaudy cómo pueden tener cabida en el marxismo los valores y tradiciones de los pueblos que recientemente han logrado su independencia. Detrás de la cuestión está de nuevo el problema de la subjetividad y del pluralismo. Hace una afirmación manifiestamente falsa: «El marxismo que pretende ser heredero de toda la cultura del pasado...», seguida de una confesión: «nunca sabría reducir esta cultura a las tradiciones estrictamente occidentales» (p. 83). Otra afirmación indemostrable e indemostrada: «Es propio de su vocación universal (del marxismo) arraigarse en la cultura de todos los pueblos»; seguida de otra interesante confesión: «No se trata, pues, de renegar o de abandonar la tradición racionalista y técnica en provecho de lo irracional, sino de integrar todas las fuerzas vitales a un racionalismo enriquecido por estas aportaciones» (p. 83).

Aunque no se precisa el alcance de este «racionalismo», se puede deducir de todo el contexto (p. ej. de lo dicho acerca de la teoría del conocimiento a propósito del desarrollo de las ciencias). Y también, aquí mismo, del hecho de calificar de «irracional» a lo que no es marxista, es decir, a los valores, tradiciones y culturas de los distintos pueblos. Se trata de un racionalismo (el marxista) rígido, absoluto, que excluye todo lo que no sea fruto de conocimiento sensible y del método «experimental» de las ciencias físico-naturales, todo lo que no sea «racionalismo materialista» (se podría llamar así para diferenciarlo del «racionalismo idealista», tan combatido por el marxismo y por Garaudy, como hemos visto). He aquí una confesión, implícita, de los límites del «conocimiento» y de la «cultura» marxista, que ve siempre todo a través del método y el modelo físico-matemático; y que capta siempre los mismos aspectos parciales de la realidad, excluyendo los valores y aspectos más humanos, como la libertad, la individualidad y trascendencia de cada persona, la iniciativa y responsabilidad personal, la espiritualidad, etc.

Y ello se confirma a continuación, en un párrafo donde de nuevo se ponen de relieve esas deficiencias del sistema marxista: «Ni se trata tampoco de retroceder hasta más acá de la ciencia, sino de reflexionar sobre las variantes de humanidad de las que las civilizaciones no-occidentales nos dan ejemplo, puesto que nos ofrecen distintos modelos de la relación fundamental con el ser» (p. 83). Se puede señalar además aquí una cierta contradicción. Anteriormente Garaudy parece que se ha esforzado en no usar la palabra ni el concepto ser, especialmente donde más hacía falta para clarificar su exposición, es decir, al tratar de lo que es el materialismo marxista, que terminaba calificando como «metodología de la iniciativa histórica», como «método de acción»; es decir, parecía que sólo es la acción, y que el ser no es, o nada es antes de la acción, o en todo caso ésta crea el ser. Ahora, sin embargo, se habla de la relación fundamental con el ser. Aunque, a decir verdad, no acaba de saberse a qué se está refiriendo.

El caso es que, termina Garaudy, «todo ello ha constituido una ayuda decisiva en nuestro esfuerzo para efectuar un retorno a lo que nos es fundamental. Y a partir de este momento, a los marxistas les ha sido posible repensar y revivir su teoría sobre la religión» (p. 84).

De nuevo la religión, y la cristiana en particular

A partir de aquí se reasume, pues, el discurso iniciado páginas antes sobre la religión, centrándose en el cristianismo en particular. Los marxistas han adoptado, dice, una nueva actitud ante los cristianos: «eso que después se ha llamado con razón la iniciativa de la 'mano tendida' hacia los creyentes y que ha continuado siendo una constante del Partido Comunista francés», y que «a menudo ha sido interpretado de un modo mezquino y restrictivo que podría resumirse en la fórmula: Tendemos la mano a los trabajadores católicos como trabajadores, no como católicos» (p. 84). «Pero eso —continúa diciendo— es desconocer... la posibilidad y la realidad de las aportaciones positivas del cristianismo como tal en la elaboración de la cultura universal e incluso en el movimiento revolucionario de las masas oprimidas, cuando precisamente y desde 1937 Maurice Thorez formulaba claramente ese doble aspecto» (p. 84).

Al exponer las «aportaciones positivas del cristianismo», Garaudy no dice nada nuevo respecto a lo dicho anteriormente. Sus valores positivos son los que equivocadamente ha atribuido antes a toda religión: un proyecto humano que quiere trascender lo dado para modificarlo. Así, pues, según él y otros marxistas que cita, como el desaparecido secretario general del Partido comunista francés, hay unos «aspectos progresivos» del cristianismo: «en el esfuerzo de organización de la caridad, de la solidaridad, en el intento de hacer más justas y más pacíficas las relaciones entre los hombres en la época feudal (y en las demás, habría que añadir), en la preocupación de las comunidades religiosas (a las que Thorez llama curiosamente agrupaciones comunistas) que tuvieron como misión conservar, desarrollar y transmitir a los siglos futuros la suma de los conocimientos humanos y los tesoros artísticos del pasado (habría que aclarar que no fue ni es la única misión, ni la principal, de las comunidades religiosas)» «... la ardiente fe que 'mueve las montañas' y hace posible las grandes realizaciones» «... el alto ideal de amor...» (p. 85).

Se vuelven a repetir tópicos y falseamientos ya mencionados antes: «Pero en todos los períodos de dominio de clase, este alto ideal de amor ha sido utilizado por la clase dominante y por su clero como una compensación a las miserias y servidumbres de la tierra» (p. 85). Al mismo tiempo se explicita la utopía futurista en la que parece creer el marxismo: «Sólo el comunismo, como escribía Gorki, creará las condiciones reales de una sociedad donde el amor dejará de ser una esperanza o una ley moral para convertirse en la ley, objetiva de la sociedad entera. Si nosotros somos comunistas, es precisamente porque luchamos por esta sociedad sin clases» (pp. 85-86). Aquí hay algo que no advierte Garaudy: en el cristianismo el amor no es una esperanza, es una realidad viva y actuante, amor de Dios y amor a Dios, reales, verificados por la experiencia (como gusta decir Garaudy), en Cristo, en la historia de la Iglesia y en la vida de millones de cristianos; amor no estático o ya logrado del todo, sino siempre en movimiento; Dios ama siempre y el cristiano procura corresponder; en esta tierra el amor del hombre siempre será progresivo, creador en cierto modo, procurando acercarse al modelo dado visiblemente en Cristo. Amor y esperanza son dos cosas distintas. El objeto de la esperanza es otro; es que Dios nos ayuda y ayudará continuamente para hacer ese progreso, para llevar lo que ya se tiene a su plenitud total, a la identificación con Cristo, hasta el cielo, donde «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman» (1 Cor. 2, 9).

Pero no le ve así Garaudy, que dice: «Por esta razón comprendemos perfectamente la necesidad, nacida de la miseria, de una comunión perfecta y de un amor tan total que el hombre maltratado sólo ha creído poder hallarlo en Dios. Creemos incluso que es hermoso que el hombre, en su aflicción, haya concebido tales sueños, tales esperanzas y el amor infinito de Cristo. Este acto de fe demuestra que nunca se da por enteramente vencido, y es así como atestigua su grandeza. Por eso nunca despreciamos ni hacemos burla del cristianismo por su fe, por su amor, por sus sueños o por sus esperanzas. Nuestra tarea consiste en trabajar y combatir para que no continúen siendo eternamente lejanos o ilusorios. Nuestra tarea de comunistas se cifra en acercar al hombre a sus sueños más hermosos y a sus mayores esperanzas, para acercarlo, real y prácticamente, para que los mismos cristianos encuentren en nuestra tierra un comienzo de su cielo. Estas son las bases de una lucha común de comunistas y católicos, y de una noble emulación entre ellos para el combate humano» (p. 86).

No es extraño que, como antes, a la hora de concluir Garaudy tampoco acierte. En el párrafo que se acaba de transcribir están incluidos numerosos equívocos y sofismas de los que se ha ido hablando anteriormente. En primer lugar, una incomprensión radical de la fe, esperanza y amor cristiano. La incomprensión arranca en gran parte de la presentación de la fe cristiana como algo surgido de las necesidades humanas, del interior del hombre; pero la fe, aunque se incrusta en las necesidades e interioridad humanas, nace de Dios y de la Revelación divina (que Garaudy nunca nombra). Tanto el contenido de la fe como la fe misma no son creación del hombre, expresión de sus sueños o ilusiones, sino creación de Dios.

La lucha del cristiano en este mundo no es la marxista; no es lucha contra los demás (al contrario, es convivencia y amor a los demás); ni es lucha contra la sociedad, ni es lucha de clases. Es lucha personal con uno mismo, lucha interior contra el pecado, contra la ofensa a Dios; lucha para olvidarse de sí y de este modo poder amar a Dios y al prójimo. Y eso, sean las que sean las condiciones de la sociedad o del Estado en cada momento. El cristiano, en cuanto cristiano, no tiene un proyecto ni una utopía determinada de configuración de la sociedad que haya de conseguir, como lo tiene el Comunismo. Pero no cabe duda que la fe, esperanza y amor del cristiano contribuyen a mejorar la sociedad en cuanto contribuyen a mejorar a los individuos. El cristiano es libre de forjar su propio ideal social de estructuración u organización de la sociedad; es libre de tener su personal proyecto político-social, o su «concepción del mundo», como gusta decir Garaudy, o su propia «ideología» preferida, como también dice Garaudy (aunque utiliza esta palabra con diversos sentidos no coincidentes). Pero, en esos proyectos, ideologías o concepciones sociales, el cristiano siempre defenderá una serie de valores humanos y sociales, que además de pertenecer al recto conocimiento natural, pertenece también a la Revelación y a la fe; la trascendencia y dignidad de la persona humana que es inmortal, y que, por tanto, no está subordinada a la sociedad o al Estado (al contrario, la sociedad surge de la persona para ayudar a ésta, y lo mismo el Estado), la libertad y su consiguiente responsabilidad personal, la iniciativa privada, la libertad de las conciencias, el derecho a dar a Dios culto privado y público, etc. El cristiano no tiene, pues, ninguna dificultad en reconocer y respetar el pluralismo de opciones políticas, sociales, culturales, etc., antes bien, debe considerarlo bueno y enriquecedor.

Así, la lucha interior y personal del cristiano no es nunca lucha contra personas ni contra nadie, sino lucha por trabajar, por rendir, por hacer fructificar los dones naturales y sobrenaturales recibidos de Dios, por colaborar con El en su obra creadora y redentora. Por eso el cristiano se opondrá a aquellas ideologías y proyectos u organizaciones sociales que, como la marxista, sofoquen o impidan el desarrollo y manifestación de esos valores, o que utilicen medios que no respetan la ley divina natural y revelada. Pero entonces, para el cristiano, de nuevo, no se trata de luchar contra unas personas, sino contra unas ideas o unos medios erróneos; y eso forma parte de esa lucha personal: «amar al que yerra y odiar al error», es expresión clásica cristiana de esa difícil lucha interior que el cristiano debe mantener siempre con la ayuda de Dios.

«Las bases de una lucha común de comunistas y católicos», que dice Garaudy, no existen, porque son distintas las bases de actuación de unos y otros y es distinta la lucha en cada caso. Y es distinta también la meta. Garaudy reconoce abiertamente que la meta comunista es un sueño, una ilusión: «una sociedad sin clases» (p. 86), que describe en términos futuristas: «no desaparecerán jamás (en esa sociedad) las contradicciones entre los hombres, pero ya no serán contradicciones entre animales felinos. Entonces... florecerán las dialécticas interminables de la libertad identificada con la creación. Más allá de las dialécticas violentas que son el motor de nuestra prehistoria (la de la humanidad hasta el advenimiento del comunismo), se desarrollarán las dialécticas constructivas de la lucha de los hombres unidos para la conquista de la naturaleza, y las dialécticas del diálogo, cuyo primer atisbo concibió Sócrates... Esta creación tendría caracteres de una creación estética, de una creación que no es impuesta por ninguna otra necesidad que la específicamente humana de crear y de crearse a sí mismo...» (pp. 90-91).

Para el cristiano, en cambio, las «clases» (en el sentido amplio —real— del término, y no según la férrea simplificación marxista) no son en sí ni buenas ni malas; depende de cómo actúen los que las forman. Más aún, son buenas si no se distancian ni cierran unas a otras, si no se intenta que unas dominen o subyuguen a las demás, como intenta el marxismo. Este fomenta su lucha, para así imponer más fácilmente su dictadura con la excusa de eliminarlas, pero entonces aparecen otras: las clases dominadoras, que son las formadas por los del Partido y la burocracia estatal; las de los simplemente dominados; y las de los que se resisten a una sociedad totalitaria, colectivizada o estatalizada, las de los que no quieren abdicar de su libertad y responsabilidad personal, que son continua y drásticamente reprimidas o silenciadas. Pero el cristiano considera que, en rigor, no se trata de que desaparezcan las clases, sino los enfrentamientos, los egoísmos personales y colectivos; se trata de que colaboren unos con otros, de que cada uno, y cada grupo social sirva con su trabajo a los demás y se beneficie al mismo tiempo del de los demás.

El cristiano también piensa que efectivamente «no desaparecerán jamás las contradicciones entre los hombres» y desea y se esfuerza para que no sean «contradicciones entre animales felinos»; pero eso es cosa distinta de la utópica «sociedad sin clases». La sociedad es organización de la convivencia humana, y por tanto, distribución de los trabajos, de las cargas y de los beneficios; significa, por tanto, diversificación de profesiones, de servicios; cada uno no puede hacerlo todo; siempre habrá agricultores, zapateros, panaderos, mecánicos, investigadores, profesores, etc., habrá padres e hijos, jóvenes y viejos, sanos y enfermos, etc., unos gobiernan en una cosa, otros en otra, y mutuamente se sirven; el lema de la «sociedad sin clases» no se puede considerar ni siquiera una utopía, es un simple sofisma demagógico. Y, además, el cristiano no admite que para llegar a una mejor convivencia social, para que se distribuyan mejor trabajos y beneficios, etc., haya que enfrentar unas clases con otras, ni que haya que construir un Estado totalitario y absorbente, ahogando toda libertad, como el Estado marxista.

Así, pues, la meta comunista y las metas cristianas no coinciden tampoco. Y decimos de intento «las metas cristianas», pues, como hemos señalado, la consecución de sociedades en las que se puedan facilitar y fraguar los ideales y valores de la persona humana no tiene por qué tener una única vía ni un único modelo. Lo que está claro, sin embargo, es que la vía y el modelo comunista no sirven, incluso ni siquiera el resultado sería funesto. La base común que Garaudy intenta establecer no existe, ni un cristiano puede contribuir a crearla, porque significaría renunciar a su fe, a su amor y a su esperanza, que no son proyectos, ni ilusiones para el futuro, sino realidades ya tenidas y siempre mejorables, ahora y en el futuro. Pero en el panorama que ofrece Garaudy significaría abandonarlas para ahora y para el futuro.

Páginas finales

Con esto nos parece está dicho lo fundamental. En las páginas finales de Garaudy (pp. 90-112) se insiste una y otra vez en los mismos equívocos y sofismas:

Respondiendo a una pregunta de Metz, en el texto recogido al final de la publicación que estamos comentando, se dice: «el hombre plenamente realizado de la sociedad sin clases del comunismo, será más inquisitivo precisamente porque será más plenamente hombre... el hombre será capaz de un futuro siempre mayor» (p. 90). La pregunta de Metz, ya se ve por la respuesta, no va al fondo de la cuestión; por otra parte, eso no depende de que llegue la «sociedad sin clases», que tampoco se entiende como puede llamarse sociedad.

«El marxismo se plantea los mismos interrogantes que el cristiano, está trabajando por la misma exigencia, vive la misma tensión hacia el futuro (ya hemos visto que nada de esto es verdad), pero precisamente no se cree autorizado —porque el marxismo es una filosofía crítica y no dogmática— a transformar su pregunta en respuesta, su exigencia en presencia... el marxismo... no cede a la tentación de afirmar, tras el acto, un ser que sería su origen. Mi sed no demuestra la existencia de la fuente. El infinito es, para el marxista una ausencia y una exigencia; para el cristiano una promesa y una presencia. Hay aquí, incontestablemente, una divergencia entre la concepción prometeica de la libertad que es creación y la concepción cristiana que es gracia y consentimiento» (p. 91).

De nuevo, en este párrafo, se encuentran acumulados sofismas y equívocos. ¿Si el marxismo es sólo una filosofía crítica, por qué establece «dogmas»?

En realidad toda filosofía crítica lleva implícita o presupone una filosofía «dogmática». Desde luego que la sed no demuestra la existencia de una fuente, pero la sed demuestra la existencia de alguien que tiene esa sed, alguien que por imperfecto demuestra la existencia de un Creador. Finalmente, la concepción cristiana de la libertad no es sólo gracia y consentimiento, sino, además, y precisamente por eso, acción, iniciativa; no se ve en cambio, qué iniciativa puede tener ni qué puede hacer una libertad que aún no es, como parece que dice Garaudy, según la concepción marxista.

Continúa hablando en estos inconcretos y equívocos términos: Este ser lejano, que está en el horizonte de todos nuestros proyectos, es, según el lenguaje del padre Rahner, el futuro absoluto. Para nosotros es únicamente el futuro humano..., no es un futuro estático, que sería necesariamente limitado por la alienación de nuestros proyectos actuales, que son siempre —el Dr. Metz tiene razón de destacarlo— los de un hombre alienado en una sociedad alienada, sino un futuro siempre móvil y creciente, un futuro que va dilatándose en la misma proporción de nuestro avance. La alienación consistiría aquí en detener nuestro proyecto en una etapa de la realización sin fin del hombre. Por eso el proyecto revolucionario es lo contrario de la utopía, la cual es precisamente ese proyecto ingenuo y cerrado del hombre que une a la alienación la ignorancia de ella y la ilusión ingenua de trascenderla (p. 92); «la creación continuada del hombre por el hombre un nuevo paso decisivo en el sentido de la hominización creciente, un paso tan importante como lo fue la invención del útil, gracias al cual la rama humana se desgajó del tronco común de la animalidad por la conquista de la conciencia» (p. 93).

Aquí, como se ve, Garaudy, para salir de una dificultad, se mete en otra mayor, recurriendo además a la ciencia-ficción; y eso a pesar de su anterior defensa a ultranza de la ciencia y al conocimiento verificado por la experiencia. Porque, ¿cómo conoce el futuro y lo que va a ser?, ¿quién ha comprobado o verificado experimentalmente el proceso de la «hominización?», ¿quién ha comprobado que el hombre conquistó su conciencia?

«Lo que hace de nosotros unos ateos —dice luego— no es nuestra suficiencia, nuestro contentamiento de nosotros mismos o de la tierra, una limitación cualquiera de nuestro proyecto, sino el hecho de que, sintiendo como los cristianos la insuficiencia de todo ser relativo y parcial, no deducimos de ello la realidad de una presencia, la de 'lo único necesario' que daría una respuesta a nuestra angustia y a nuestra impaciencia. Si nosotros rechazamos el nombre mismo de Dios es porque implica una presencia, una realidad, mientras que nosotros sólo vivimos una exigencia, una exigencia jamás satisfecha de totalidad y de absoluto, de omnipotencia sobre la naturaleza y de perfecta reciprocidad amorosa de las conciencias» (pp. 93-94).

Otra vez, aquí, como ya hizo en páginas anteriores, al explicar el sentido del materialismo marxista, Garaudy da la impresión de acercarse al existencialismo, abandonando otra vez la fraseología marxista, que varias veces se ha empeñado sin fruto en negar; un existencialismo ateo, que tiene las contradicciones y equívocos característicos del mismo. Y lo hace, al parecer, acosado por las insuficiencias de esa fraseología que al afirmar la existencia de sólo la realidad y fuerza materiales, deja sin explicación el hecho de la libertad y la iniciativa humana. Para ello, pretende dejar de lado la consideración de cómo es o qué hay en la realidad, para decir que el marxismo es sólo «una metodología de la acción humana» o «una filosofía crítica, no dogmática». Con lo cual se queda sin realidad, sin ser; pero al mismo tiempo, como es lógico, no tiene más remedio que hablar de ella: de nosotros mismos, de la tierra, siempre insuficientes, y de su ser, siempre relativo y parcial, con lo cual habría que volver a empezar.

Garaudy incurre en el equívoco, frecuente en existencialistas ateos y en el ateísmo en general, de pensar que Dios no es una explicación de nuestras miserias o de lo que no conocemos, no es la forma de rellenar los huecos que la ciencia no ha cubierto todavía, como dirá luego. Dios no se deduce de lo que desconocemos, sino al contrario, se deduce precisamente de lo que conocemos. Dios es la base de lo que somos y conocemos y la garantía de lo que podemos ser y conocer todavía, el impulso del vivir y de la lucha del cristiano. El conocimiento y amor de Dios sacia avivando la sed; no es conformismo ni alienación, sino pleno asentimiento en la realidad; es alegría en el dolor, paz en la guerra con uno mismo, exigencia jamás satisfecha, amor aún en la incomprensión.

Finalmente, Garaudy, de la página 96 al final, se dedica a lo que llama «un litigio milenario» entre cristianismo y marxismo: «En 1843, Marx establecía en una fórmula lapidaria el balance de los entuertos: La religión es el opio del pueblo» (p. 96). Y pretende resolverlo abordándolo abiertamente. Fácilmente, por lo dicho hasta ahora sobre la religión y el cristianismo, se puede adivinar cómo va a resolver el «litigio milenario»: interpretando la religión y el cristianismo no tal como son en la realidad, sino a través de la visión marxista que ha ido explicitando antes.

«Esta cuestión —dice— merece ser planteada de nuevo: ¿es cierto que la religión, si la juzgamos desde un punto de vista puramente histórico, ha sido y sigue siendo un opio para el pueblo?» (p. 96). La respuesta para Garaudy es doble: «Por una parte, parece imposible dejar de contestar afirmativamente» (ib.), es decir, por una parte, en algunos casos, si es un opio del pueblo. Pero por otra parte, «la tesis según la cual la religión, siempre y en todas partes, aparta al hombre de la acción de la lucha y del trabajo, está en contradicción flagrante con la realidad histórica», además «esta tesis nunca ha sido la tesis de Marx» (p. 99). Ya se adivina que de nuevo se va a aplicar la «dialéctica» marxista, como se hizo páginas antes, hablando del «polo o momento constantiniano» en el cual se da el opio, es decir la ideología metafísica de la sumisión, etc., y del «polo o momento apocalíptico» que en cambio sería protesta, rebelión, impulso, etc.

En efecto: «La enseñanza de la Iglesia —dice Garaudy— en su forma oficial y a lo largo de la mayor parte de su historia desde Constantino, ha frenado o combatido las luchas de los oprimidos al situar en otro mundo la conquista de la justicia, de la libertad y de la felicidad, al conferir una legitimidad de derecho divino al orden establecido, y al predicar la resignación frente a la explotación y la opresión. Limitándonos tan sólo a la experiencia de Occidente, los maestros del pensamiento cristiano han legitimado todas los dominaciones de clase: la esclavitud, la servidumbre, el salariado» (p. 96). A este párrafo de Garaudy hay que responder rotunda y abiertamente: no; todo lo contrario.

La cuestión es bien sabida y está abundantemente estudiada: La influencia del pensamiento cristiano ha hecho desaparecer la esclavitud y la servidumbre, y ha ido consiguiendo que las necesarias dependencias mútuas de unos hombres respecto a otros, en sus trabajos, en la necesaria contraprestación de servicios, estuviesen reguladas por un derecho justo, por leyes que no dejasen esas dependencias y contraprestaciones al arbitrio o capricho. Ya hemos mostrado también, en páginas anteriores, que el cristianismo no sitúa sólo en otro mundo la conquista de la justicia, de la libertad, de la felicidad, sino que, precisamente para alcanzarlas en el otro mundo, hay primero que esforzarse para alcanzarlas en éste.

El «derecho divino», que recuerda aquí Garaudy, ha sido y es uno de los límites claros que tiene toda autoridad en cualquier orden social de mayor o menos inspiración cristiana. A ninguna autoridad humana permite el cristianismo que se atribuya una potestad absoluta. Ni al Rey, Emperador, Presidente o Jefe de gobierno de una nación, cuya potestad es sólo sobre las llamadas cuestiones temporales, y que además han de ejercerla dentro de los límites de las legítimas necesidades sociales, pero nunca a su capricho. Precisamente la reivindicación que siempre ha hecho y hará la Jerarquía eclesiástica de su potestad espiritual o religiosa propia, por derecho divino, ha sido uno de los factores que ha impedido la concentración y abuso del poder en numerosas ocasiones, y que a lo largo de la historia ha contribuido a que se abriese paso la idea de una diversificación de autoridades y poderes, favoreciendo así el juego y ejercicio de la libertad[6].

La justificación teorética del poder absoluto, de reyes o gobernantes, se ha dado históricamente cuando se ha abandonado, negado o mixtificado el derecho divino de que habla el pensamiento cristiano; concretamente, el pensamiento racionalista de diversos teóricos protestantes del derecho y de la teoría política (p. ej. Bodino) y el racionalismo y naturalismo ilustrado del siglo XVII y del XVIII fueron los que justificaron el absolutismo (el despotismo ilustrado), pretendiendo que incluso la potestad religiosa o eclesiástica estuviese sometida al poder civil.

De nuevo, pues, Garaudy muestra desconocer la realidad; la deforma y no levemente; su exposición tergiversa enormemente las cosas. Lo mismo en el último párrafo que hemos transcrito, que luego, cuando aduce ejemplos y textos concretos de San Agustín, Santo Tomás, Bossuet, Pio X y Pio XI. Son textos sacados de su contexto, en los que Garaudy confunde la necesaria delimitación y diversificación de oficios, trabajos, condiciones y autoridades sociales (que es a lo que fundamentalmente se refieren) con la aceptación o legitimización de un determinado orden (de lo que ni siquiera hablan); y también confunde el «servir no por temor sino por amor» o el «aceptar sin rencor el lugar que la divina providencia les ha asignado» (que se refieren a desempeñar sin envidias ni odios el trabajo de cada uno) con la aceptación o legitimación de injusticias (cosa de la que tampoco hablan). Es curioso el caso concreto de los textos de Santo Tomás, que cita así: «La esclavitud entre los hombres es natural... El esclavo es un instrumento en relación a su amo... Entre un amo y su esclavo existe un derecho especial de dominio» (Suma Teológica, II-II, q. 57, a. 3 y 4), y que «este derecho implica incluso en el amo, el derecho de apalear a su esclavo» (ib., q. 65, a. 2) (en la traducción castellana de Garaudy que manejamos; se omite indicar que se trata de la parte II-II de la Suma). Pues bien, es curioso comprobar, al leer estos textos en el original de la Suma, que, en primer lugar, están mal traducidos y, en segundo, que bien traducidos y leídos en su contexto quieren decir precisamente lo contrario de lo que insinúa Garaudy en su pintoresca exposición.

Según él, a esa situación «constantiniana» o a ese tipo de pensamiento cristiano (que no existe, como decimos) se ha llegado porque «el mensaje cristiano fundamental, el que marcaba una discontinuidad radical con el humanismo griego al inaugurar una actividad nueva ante el mundo de la naturaleza y de las relaciones humanas —una relación libre entre el sujeto activo y el cosmos— fue recubierto por una ideología sincrética que lo disfrazaba y sumergía bajo las grandes corrientes del mundo helenístico, y, principalmente: —el estoicismo, ...; —las religiones astrales, ...; —las religiones de misterios, ...; —la gnosis, ...» (pp. 99-100). No hace falta insistir de nuevo en que esto es también completa y evidentemente falso.

En cuanto al «aspecto bueno», al «polo» aprovechable por el marxismo, de la religión cristiana, sería el de que ésta, en frase de Marx, «es, por una parte, la expresión del infortunio real, y, por otra, la protesta contra ese infortunio real» (p. 99) (frase que aparece en Marx unas líneas antes de la famosa fórmula sobre el opio del pueblo). Ya nos hemos ocupado antes de la falsedad de esta apreciación y no es necesario insistir. Al contrario de lo que dice Marx, y Garaudy, la religión cristiana es, en todo caso, expresión de la gran fortuna, de la riqueza, real humana: el hombre ha sido hecho hijo de Dios; y no es protesta sino aceptación gozosa de esa gran fortuna; lo cual, indirectamente, es protesta, rebelión, pero contra las propias miserias humanas, lucha consigo mismo para superarla, y contra la tendencia de aquellos que quieren considerar al hombre partícula de un todo impersonal (como el marxismo) o simple animal que se mueve sólo para satisfacer instintos materiales o para conseguir un mero «bienestar» material (como cualquier materialismo).

Habla también Garaudy de la «apologética vulgar» que intenta «deslizar la fe en las fisuras provisionales del saber» y vuelve a hablar de que se rebaja la idea de Dios «en el pequeño suplemento de nuestras insuficiencias intelectuales» (p. 104). Con lo cual parece que va a defender una «recta idea de Dios» (recordemos, de paso, que Dios no es una idea, sino una realidad personal). Pero no; Dios sería un símbolo o una metáfora, a través de la cual «se ha expresado el sentimiento de la abertura hacia un futuro absoluto», y la fe no sería más que la certeza «de que siempre es posible una liberación de la pesadez del pasado y un nuevo comienzo». Por eso, los marxistas han de «cobrar conciencia de la vanidad de aquella ilusión beata de que una buena propaganda científica lograría acabar con la religión» (p. 105). Según eso, «la ciencia nos ayuda, pues, a lograr que los hombres rechacen la superstición, la magia y el mito. Pero ¿ acaso la ciencia quebranta asimismo lo que es fundamental en la religión? ¿Nosotros no lo creemos?» (p. 106).

No hace falta estar muy atento para darse cuenta de la falaz argumentación encerrada en esta aparente defensa de «lo fundamental de la religión». En primer lugar, no se llega propiamente al conocimiento de Dios a través de nuestras insuficiencias intelectuales, ya lo hemos dicho, sino al contrario, a través de lo que conocemos. En segundo lugar, la religión, y especialmente el cristianismo, no es sólo primariamente expresión de un sentimiento humano, aunque también lo sea, sino ante todo una obra de Dios mismo, y por parte del hombre, además, cumplimiento de un deber de amor. En tercer lugar, es discutible que la ciencia ayude a lograr que se rechace la superstición, la magia y el mito; al contrario, la ciencia ha creado muchos mitos y supersticiones; lo que ayuda a superar esas deformaciones del espíritu humano es la verdadera religión (incluso muchas religiones no cristianas, que conservan más o menos puros aspectos de una religiosidad natural, han sido enemigas de la magia y de las supersticiones). Histórica y sociológicamente puede comprobarse que en grupos y masas sociales de nuestros días, con alta tecnificación científica, y con poca o ninguna formación religiosa, han proliferado y proliferan supersticiones de muchas clases: adivinación, astrología, etc., incluso en países «científicamente avanzados». La ciencia misma ha contribuido a desarrollar muchos mitos; p. ej. el de que gracias al progreso científico la humanidad vivirá más en paz y no habrá guerras; cuando en realidad si sólo hay progreso científico y no hay progreso y esfuerzo moral personal (que es cosa distinta), aquél sólo sirve para que los hombres sean más profundamente desgraciados y se destruyan mutuamente con más facilidad. Las dos últimas guerras mundiales fueron una desgraciada «verificación experimental» de ello, e hicieron abandonar a muchos pensadores aquella ingenua confianza en el «progreso» científico-técnico, con el que los racionalistas ilustrados del siglo XVIII creían que se iban a resolver los problemas de la humanidad. Garaudy, a pesar de que varias veces los ataca, hablando de su ingenuo materialismo mecanicista o de sus beatas ilusiones, parece, sin embargo, compartir su no menos ingenua idea del «progreso» y de la «ciencia». Su idea del hombre, del progreso y de la ciencia parece ser ésa, al confundir «lo fundamental de la religión» con la confianza del hombre en sí mismo gracias al progreso científico-técnico.

Para Garaudy, esa confianza del marxista ateo equivale a la fe del cristiano, aunque se le den distintos nombres o expresiones. La única diferencia, según él, es que «las certezas que nosotros postulamos al término de nuestro esfuerzo, el cristianismo las postula en su origen. Pero lo indudable es que todos nosotros vivimos la misma tensión» (p. 110). Otra vez hay que decir: nada más lejos de la realidad. Advirtamos, primero, que de nuevo aquí Garaudy se contradice, pues en otros momentos ha asegurado que había que desprenderse de la filosofía «dogmática» del marxismo y quedarse sólo con lo fundamental de él, con su filosofía «crítica» (con su metodología de la acción); que no había que pensar que el marxismo aspirase a un futuro, por así decir, lleno de certezas, en el que ya no hubiese inquietantes preguntas; todo recomenzaría siempre; pero ahora resulta que habla un término de su esfuerzo donde se darán certezas. Por otra parte, el cristiano parte de unas certezas, evidentemente; de las certezas de que Dios nos ama, se nos ha revelado, nos ha hecho sus hijos, nos exige comportamiento de tales, nos exige santidad, entrega a El y a los demás, nuestros hermanos, por El; además, para avanzar hay que partir de algo; el que no parte de ningún sitio tampoco avanza nada. Pero el cristiano tiene también una certeza al término de su esfuerzo, la de la felicidad eterna en el Cielo, si ha sabido ser fiel a esas exigencias. Las certezas que el cristiano pone en el origen y en el término de su esfuerzo son completamente distintas de las del marxista (si es que tiene algunas, porque según la exposición de Garaudy, no acaba de saberse bien cuáles son; y en todo caso son materiales, las del «progreso científico» o del puro bienestar material). Y es evidente, por tanto, que tampoco cristianos y marxistas viven la misma tensión. La del cristiano es sobre todo lucha consigo mismo, olvido de sí, y amor a Dios y a los demás. La del marxista aparece como todo lo contrario.

CONCLUSIONES Y VALORACIÓN GENERAL

a) La obra de Garaudy

1. Lo complejo de la exposición de Garaudy, la multitud de temas abordados, los continuos equívocos y múltiples sentidos en los términos y conceptos empleados, las abundantes falacias argumentativas desarrolladas, etc., hacían necesario ir exponiendo el pensamiento del autor y, al mismo tiempo, analizarlo, porque es dificultoso sacar en toda esa maraña unas conclusiones claras. Como se ha ido viendo, prácticamente no hay página de su exposición que no contenga equívocos, sofismas, deformaciones o incluso falsedades evidentes.

Si hay que ser sinceros y llegar al fondo de las cuestiones, como dice Garaudy, no queda más remedio que decir que su exposición no tiene valor ni interés filosófico, ni religioso, ni sociológico, ni político, ni histórico, ni de ningún tipo. Como valoración general puede decirse que este trabajo de Garaudy carece de cualquier valor.

2. Respecto a su exposición e interpretaciones del cristianismo, y del hecho religioso en general, en ningún momento se ajustan a la realidad, ni a la de su doctrina, ni a la de su práctica y de su historia. Incluso puede decirse, a pesar de que él cree que sus interpretaciones tienen cierta novedad, que no son ni siquiera nuevas. En muchos aspectos coincide con las mismas que ya hicieron algunos paganos del viejo Imperio romano (p. ej. lo de los mitos). Y en otras ocasiones, cuando parece que aparentemente defiende o acepta «lo fundamental» del cristianismo, no hace más que regresar hacia atrás a posturas o doctrinas ya viejas y superadas.

3. Respecto a su exposición e interpretaciones del marxismo, es, en primer lugar, muy discutible que se puedan separar su filosofía «dogmática» y su monismo materialista de su filosofía «crítica». Es decir, es muy discutible que se pueda considerar el marxismo únicamente como «una metodología de la iniciativa histórica», con palabras de Garaudy, o como una «filosofía de la praxis» como han dicho otros autores (p. ej. Sartre en su Critique de la Raison Dialectique; cfr. la Recensión de esta obra). ¿Quizá fue ése el motivo de fondo fundamental por el que Garaudy fue expulsado del partido comunista francés? En todo caso, si inadmisible es la filosofía «dogmática» marxista, más inadmisible y contraria al cristianismo, como hemos visto, es su filosofía «crítica» y su metodología de la acción. Garaudy sigue permaneciendo en el campo de un pensamiento racionalista exacerbado e ingenuo, con frecuencia contradictorio, en el que el hombre y la sociedad, lejos de quedar afirmados, quedan destruidos. De ahí que sea equívoco llamar al marxismo, lo mismo al comunismo oficial que al de Garaudy, un humanismo.

4. Digamos también algo acerca de la conclusión general que pretende establecer Garaudy: el hallazgo de una base común para el trabajo conjunto de marxistas y cristianos. El cree que «vivimos la misma tensión» o que tratamos de construir el mismo «ideal de amor», o unos «humanismos» parecidos, aunque expresados con otras palabras. Pero es evidente que no, como hemos visto claramente. Garaudy trata de que los cristianos se olviden de sus certezas, de su doctrina (y diríamos que hasta de Jesucristo), para dejar reducido el cristianismo a una «tensión», a un esfuerzo de superación. Pero es imposible hacer esa reducción y seguir siendo cristiano; además quedaría algo completamente desprovisto de sentido y de la mínima coherencia. Aun así, la reducción que hace Garaudy tampoco expresa cuál es la real tensión cristiana; deforma el esfuerzo y la lucha que ciertamente han de vivir los cristianos; y que llevan también consigo, como consecuencia derivada, unos ideales de mejora de la sociedad en general, con diferencias fundamentales respecto al marxismo, tanto en el método como en los objetivos.

5. El «método cristiano» no es nunca la violencia ni la revolución, la lucha de clases, la confusión o la insidia, ni siquiera necesariamente la conquista del poder, o cosas similares propugnadas por el marxismo; es siempre, junto a la lucha personal interior, el trabajo, la convivencia, la paz, el diálogo, la comprensión, el respeto a la libertad, el amor. Es decir, el cultivo de las virtudes personales, animando a los demás a hacerlo también, aprendiendo de todos y enseñándoles al mismo tiempo. Y junto a eso, que es lo común de todos los cristianos, los métodos económicos, sociales, políticos, etcétera, que cada uno estime como mejores o más convenientes.

6. El «objetivo cristiano» fundamental tampoco es el que señala Garaudy (o los que señala: la desaparición del capitalismo, una sociedad sin clases, la «hominización», el progreso científico, etc.). El objetivo cristiano es siempre la salvación de todos los hombres, a través de la santidad personal, en la imitación e identificación con Jesucristo, sean cuales sean las condiciones político-sociales. Ello supondrá en lo social, como decíamos, unos objetivos o ideales de mejora de la sociedad y de su ordenación. Pero no hay ningún objetivo ni modelo de sociedad preconcebido en la Revelación y en la doctrina cristiana; cada cristiano puede forjarse un modelo concreto, una determinada concepción del orden social o no tener ninguno concreto. También en esto hay una fundamental y radical discrepancia con el marxismo, que tiene el «modelo» u objetivo de la «sociedad sin clases»; al menos así lo expresa Garaudy (y los marxistas en general) en muchas ocasiones.

7. De la exposición que hace Garaudy, en ningún momento ésta se acerca mínimamente a la realidad cristiana. Más bien es un monólogo marxista que presenta un cristianismo radicalmente deformado, para sumergir al cristiano en la vorágine de la teoría revolucionaria marxista. El autor reduce el cristianismo a un impulso, una «tensión», sin fundamento y sin finalidad, tensión que Garaudy trata, por un lado, de identificar con la marxista (cuando en realidad no se identifican; son completamente distintas y aun opuestas) y, por otro, de apuntalar con la doctrina marxista (en una aparente crítica de la misma) y con las finalidades marxistas (confusa e incluso contradictoriamente descritas).

8. En cuanto a los escritos de Rahner y de Metz, con los que respectivamente comienza y concluye el libro, no merece la pena decir más de lo dicho a través de las referencias que Garaudy hace a ellos y que hemos señalado. Su lenguaje es de una gran ambigüedad, no va al fondo de las cuestiones, no refleja realmente el cristianismo. Acerca de Theilhard de Chardin, lo que Garaudy cree apreciar en él ya queda también reflejado en las referencias hechas; y también han quedado indirectamente reflejadas sus posiciones e ideas, acerca del «progreso científico», la dialéctica del «Dios de lo alto» y del «Dios del adelante», la «hominización».

b) El Magisterio oficial de la Iglesia sobre estas cuestiones

Después de la lectura de esta obra de Garaudy se comprende muy bien que el Magisterio oficial de la Iglesia —desde la primera vez que menciona el comunismo, con Pío IX, hasta nuestros días— lo haya condenado y rechazado siempre; y no sólo por su ateísmo, sino por ser contrario al mismo derecho natural y por ser destructor de la sociedad humana (cfr. Pío IX, enc. Qui Pluribus, del 9-XI-1846). Lo mismo se diga del socialismo marxista (Pío IX, enc. Quanta cura, del 8-XII-1864; Pío XI, enc. Quadragesimo anno, del 15-V-1931), tanto por su doctrina como por sus métodos; no es extraño que lo mismo por una cosa que por la otra haya sido considerado como «intrínsecamente malo» (Pío XI, enc. Divini Redemptoris, del 19-III-1937: AAS 29 (1937), p. 96) o como lethifera pestis (peste mortal) (León XIII, enc. Quod Apostolici muneris, del 28-XII-1878: Leonis XIII Acta, vol. I, p. 170)[7].

La exposición que Garaudy hace, tanto del marxismo como de lo que él cree que es el cristianismo, como se ha visto, merece los mismos juicios y valoraciones que los documentos del Magisterio oficial de la Iglesia, antiguo y reciente, hacen del marxismo en general.

J.I.

 

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[1] Sobre la inmutabilidad del depósito de la fe, además de los númerosos textos escriturísticos que directa o indirectamente se refieren a ella (Como 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 12 ss.; Gal. 1, 8 ss.; etc.), son constantes la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. A ello se refiere también el Concilio Vaticano II: «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia, cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (Const. Lumen gentium, cap. III, núm. 25). «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus Pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la Eucaristía y en la oración (cfr. Act. 2, 42), y así se realiza una maravillosa concordia de Pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida». (Const. Dei Verbum, cap. II, núm. 10). Pueden verse numerosos textos en el artículo Depósito de la fe de Cándido Pozo, en la Gran Enciclopedia Rialp, voz FE (III,A), tomo 9 (Madrid, 1972), pp. 777-780.

[2] Aparte de otras obras antiguas sobre el tema, como el Commonitorium y otras de San Vicente de Lerins, una obra moderna, ya clásica, es La evolución homogénea del dogma católico (3a ed. Madrid, 1963) de F. MARINSOLA. Puede verse también el artículo Dogma y definiciones dogmáticas de R. MONTALAT, en Gran Enciclopedia Rialp, voz FE (IV, D), tomo 9 (Madrid, 1972), pp. 792-795.

[3] Una síntesis de estas cuestiones, de las relaciones entre Ciencia y Revelación, puede verse en el artículo Ciencia y Revelación de Jorge IPAS publicado en la voz REVELACIÓN (IV) de la Gran Enciclopedia Rialp, tomo 20 (Madrid, 1974).

[4] Cfr., p. ej., Mt. 22, 21 y paralelos (Mc. 12, 17, Lc. 20, 25): «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; Io. 19, 11: «Respondió Jesús a Pilato: no tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido dado de lo alto»; Rom. 13, 1 ss.: «Sométanse todos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad que no provenga de Dios; y las que hay, por Dios han sido constituidas...»; 1 Tim. 2, 1-5; Tit. 3, 1; 1 Ptr. 2, 13-15.

[5] Puede verse, p. ej., la voz Primitivos, pueblos, de Antonio PACIOS y Jorge IPAS, en la citada Gran Enciclopedia Rialp, tomo 19 (Madrid, 1974).

[6] En este sentido puede verse, p. ej., el breve e interesante ensayo de G. THIBON, Cristianismo y Libertad.

[7] Para una exposición más detallada, cfr. Introducción General a las Recenciones, pp. 50-55.