GARAUDY, Roger - SEVE, Lucien y OTROS AUTORES

Lecciones de filosofía marxista

Ed. Grijalbo, México 1966, 314 pp.

(t.or.: Lectures de Marxisme-Leninisme).

 

PRESENTACIÓN DE LA OBRA

Este libro recoge trece conferencias —cada una de las cuales constituye un capítulo del mismo— dictadas en París por un conjunto de marxistas franceses: R. Garaudy, a quien corresponden los capítulos I, VII y IX, entonces director del Centro de Estudios e Investigaciones marxistas de Francia y miembro del Buró Político del Partido Comunista Francés; Lucien Seve, autor de los capítulos II, III y IV; Georges Cogniot, autor del capítulo VI, y Guy Besse, de los capítulos X y XI; los tres, miembros del Comité Central del Partido Comunista Francés; Emile Botigelli, Francette Arnault y Marinette Dambouiyant, profesores agregados en la Universidad de París. Estos datos personales se refieren al año en que las conferencias fueron dictadas por sus autores. De Mildred Simon, que escribe el capítulo V, no hace mención el prólogo del libro.

El contenido de cada capítulo no forma con los restantes una exposición sistemática, quizá en buena parte debido a la variedad de autores y a la índole de lecciones habladas, pero, probablemente, también a la misma intención de los autores que pretenden, en conjunto, no tanto informar con orden y sistema acerca de lo que es el marxismo, cuanto a hacer una serie de reflexiones —ante un auditorio que se supone ya marxista o con conocimientos suficientes de tal doctrina— sobre formas actuales y más prácticas en su exposición, aplicaciones de este sistema en su lucha por la primacía en su confrontación con las circunstancias históricas actuales, modos de replicar a las dificultades que sus adversarios presentan, ejemplificaciones de la forma en que la historia ha venido a dar cumplimiento a las predicciones y dialéctica del pensamiento de Marx, etc.

Por la misma atomización de los temas tratados y la pluralidad de autores, se hace imposible su exposición sistemática; por eso parece preferible hacer un resumen separado de cada uno de sus trece capítulos.

CAPÍTULO I

El capítulo I, titulado Metodología del marxismo (por R. Garaudy) —y cuya pretensión real es aclarar la manera de exponer por sus seguidores los puntos fundamentales de dicha doctrina— fija en cinco los caracteres esenciales del marxismo, al menos a la hora de su presentación:

1. La estrecha relación entre la teoría y la práctica.

2. Conexión del marxismo con toda la herencia cultural anterior.

3. «La enseñanza del marxismo no debe hacerse en forma de exposición dogmática, sino en forma polémica» (p. 13). Es decir, teniendo en cuenta cualquier otra forma de pensamiento, para exponer el marxismo como crítica de la misma.

4. Estrecha relación del marxismo con el desarrollo de la Ciencia.

5. Carácter profundamente humanista del materialismo dialéctico o histórico; por dos razones: a) el humanismo marxista integra todo lo que la cultura anterior ha aportado a la humanidad; b) crea las condiciones de desarrollo ilimitado del hombre.

Cada uno de estos cinco caracteres es analizado, después, a lo largo del capítulo. La idea fundamental que el autor pretende inculcar con la primera afirmación es que, a) cualquier tema del materialismo dialéctico debe basarse en experiencias prácticas y b) la práctica incluye la lucha de clases, las luchas nacionales, los experimentos científicos y la creación artística. Claro que la práctica tiene dos sentidos diferentes para el marxista: antes y después del triunfo de la revolución. De ahí que el materialismo dialéctico sea, como «praxis», tanto un instrumento de lucha como de construcción.

Analiza después en qué medida el marxismo es una cosa y otra, e intenta por medio de ejemplos sacados de la Historia justificar su afirmación. En síntesis, según el autor, el marxismo es tanto instrumento de combate como de construcción porque:

1. Permite abrir perspectivas, al terminar con toda utopía y orientar científicamente la acción.

2. Analiza la correlación de fuerzas histórico-sociales y económicas, y facilita el conocimiento de cómo y hacia dónde dirigir el golpe revolucionario. Siempre con el rigor científico que da el conocimiento objetivo de la realidad, patrimonio exclusivo de los marxistas.

3. Traza una estrategia y una táctica tanto para la revolución como para la construcción del sistema marxista en el plano económico, político y moral, aplicando siempre los principios marxistas con la objetividad y, al mismo tiempo, la relatividad de las circunstancias de cada situación, que son precisas. El resultado es, inexorablemente, la creación de un hombre nuevo, consciente de sí mismo y de su misión histórica, que siempre hará a cada individuo «traspasar los límites del humanismo burgués» (p. 20), sentir «que lo que hemos logrado es insignificante en relación con lo que queda por hacer (p. 20) y vivir persuadido de que «este humanismo no es un humanismo de evasión; no es sólo un ideal o un sueño: es acción» (p. 21).

En el segundo carácter, el autor trata de poner de manifiesto que el marxismo es, en cierto modo, el que recoge el amplio fondo cultural de la historia humana. Esta suma de conocimientos del hombre que en la Historia se acumulan y que desembocan en el marxismo son, lógicamente, interpretados dialécticamente: el marxismo es la síntesis última de la larga cadena de tesis, antítesis y síntesis que le preceden y, por tanto, un producto, decantado y perfecto, de todo lo válido que permanece en cada uno de los momentos del desarrollo del pensamiento e historia humanos.

Ejemplifica su afirmación mostrando los tres elementos que, según su juicio, Marx extrae de Hegel:

1. El hombre no es un producto pasivo de la naturaleza; el hombre es su propio creador, el producto de su propio trabajo.

2. La enajenación (o alienación), que debe ser eliminada del pensamiento humano y según la cual «el hombre entiende ajena lo que es su propia obra» (p. 25). Enajenación religiosa: Dios. Enajenaciones políticas: el Estado como obra de Dios. Enajenaciones económicas: la propiedad privada, como objeto de derecho inamovible.

3. Leyes del desarrollo o teoría dialéctica de la realidad o del pensamiento: ley del desarrollo contradictorio (origen del movimiento); ley del tránsito de los cambios cuantitativos a los cambios cualitativos; ley de la negación, que explica el desarrollo ascendente e inexorable que desemboca en la revolución y, por último, en la sociedad sin clases.

Por supuesto, Garaudy aclara inmediatamente que Marx no se limita a tomar de Hegel estos tres elementos, sino que los asume sintéti-camente. Es, como él mismo dice, «el paso del idealismo al materialismo; el paso de la especulación a la ciencia» (p. 26). Pero sobre todo, «el paso de una filosofía de la contemplación y de la justificación a una filosofía de la práctica y de la transformación activa del mundo» (p. 27).

El tercer elemento fundamental, para Garaudy, de la exposición del marxismo es que no debe hacerse abstractamente, casi podría decirse pacíficamente, sino en relación polémica con cualquier otro sistema. Hace una alusión a las torpes tentativas de autores cristianos en favor de una conciliación entre pensamiento marxista y cristiano y advierte la inutilidad de tales esfuerzos, así como llama la atención de los marxistas para que no caigan en el engaño.

El cuarto carácter fundamental del marxismo es, para Garaudy, según se ha dicho ya, la íntima relación entre marxismo y desarrollo de la ciencia; relación que encuentra presente en las tres relaciones que la explicitan:

1. El marxismo nace del desarrollo de las ciencias.

2. El marxismo se desarrolla con las ciencias.

3. El marxismo es un instrumento de investigación y descubrimiento de las ciencias. Es, pues, un método, o mejor, el método apto para la ciencia.

En la subsiguiente aclaración de estas afirmaciones, el autor tiene que puntualizar que el sabio, encuadrado en las categorías marxistas «goza de absoluta libertad de investigación, pero para que su libertad, sea completa el sabio necesita de la filosofía marxista» (p. 38).

En otras palabras, el sabio debe liberarse, para hacer ciencia objetiva, de cualquier «prejuicio» filosófico que le frena y esteriliza, y enrolarse en los principios filosóficos del marxismo. Parece, pues, según el autor, que, si bien los principios filosóficos de cualquier sistema de pensamiento prejuzgan y quitan, por tanto, objetividad a la ciencia, eso no ocurre en cambio con los marxistas; antes, al contrario, son condiciones indispensables para otorgarle la debida objetividad.

(Como se verá en la parte reservada a la valoración crítica de este capítulo, la «objetividad» de todas estas injustificadas afirmaciones carece de fundamento real y son, por tanto, gratuitas).

Los ejemplos que ilustran estas afirmaciones, extraídos del actual estado de la investigación, se refieren tanto a la ciencia más abstracta cuanto a la aplicada, especialmente a las ciencias técnicas. Deja bien claro que lo importante para enjuiciar el valor positivo de la técnica no es su objetiva eficacia, sino el servicio a que se somete.

El quinto y último carácter fundamental en la exposición del marxismo analizado por Garaudy es su humanismo, en el sentido de abrir ilimitados horizontes al hombre en sus posibilidades.

Hace una crítica —en parte exacta, pero unilateral y apasionada— del humanismo burgués, que para él es el único existente hasta la aparición del marxismo. La invalidación del humanismo burgués viene dada por sus abusivos límites: límite en la extensión de sus aplicaciones (sólo válido para una minoría, formada precisamente por los burgueses); límite en su progreso, entendido sólo de modo mecánico y, por tanto, desconociendo la ley de la contradicción; límites internos al propio progreso, en el sentido de que éste termina y, por eso, deja de existir en la Historia. Este fin coincide con el advenimiento del triunfo definitivo burgués.

La falsedad del progreso del sistema burgués se prueba al observar cómo no tiene en cuenta la realidad de las cosas y de los hechos y que explica, a modo de ejemplo, según este autor, cómo fue posible la compatibilidad histórica del cristianismo (que predica el amor) con tres regímenes de clase: la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo. En tal situación la moral es una evasión y los elementos que la permiten, otros tantos factores alienantes.

Por el contrario, al eliminar el régimen de clases, el socialismo elimina los vicios que frenan el progreso: avaricia, egoísmo, ley de competencia; y se encuentra en condiciones de un progreso ilimitado y sin horizontes cerrados, pues no se abre al individuo, que no trabaja para sí, sino a la Humanidad en conjunto.

Admite Garaudy las grandes aportaciones de humanismos anteriores, pero las intrínsecas limitaciones que los cercaban impedían captar su verdadera dimensión, sus auténticas posibilidades. Sólo integrados en el pensamiento marxista obtienen su auténtico alcance. Así la Moral, limitada hasta ahora por ser entendida «como caída del cielo; ahora, nacida del hombre, es simplemente la expresión de las relaciones sociales reales; el amor ya no es solamente un mandamiento moral, se ha convertido en una ley, en una realidad objetiva» (p. 50).

(El autor no justifica la apriorística división del humanismo en los dos ya clásicos grupos dentro de la metodología expositiva del marxismo: el anterior al marxista, siempre encerrado en límites imperfectos y el suyo. Ni esta división ni sus caracteres.)

Esto último, según Garaudy, es una afirmación que hay que subrayar con particular énfasis, por ser lo que con mayor ímpetu es deseado por la juventud.

(Se impone una reflexión —desarrollada en la parte crítica— ¿por qué no aclara qué entiende por «humanismo»? Es un término cargado de ambigüedad.)

Valoración crítica al capítulo I

Aunque al final de esta recensión intentaremos establecer un juicio global de toda la obra, creemos oportuno acompañar a cada capítulo de una breve valoración de su específico contenido. La razón es que, dada la pluralidad de autores ya comentada y, por lo mismo, la relativa dispersión de los temas, cada una de las lecciones que forman la obra tiene, en cierto modo, un carácter independiente. Esto hace, incluso, que se encuentren en unos y otros, explicaciones o aclaraciones sobre idénticos puntos. Intentaremos remitir, cuando eso ocurra, a la valoración crítica que, sobre ese mismo tema, se haya hecho en otros capítulos.

También es conveniente aclarar que la relativa dispersión temática ofrece una visión del marxismo que exigiría para su comprensión el complemento de una exposición más sistemática del mismo, ya que éste —aun con sus contradicciones internas y sus fracturas— se presenta como un todo en el que cada elemento está en íntima relación con los demás. Hacemos esta aclaración previa, pues la lectura, tanto de la obra aquí recensionada como de su valoración, resultan insuficientes para dar a conocer a su través el pensamiento marxista y su correspondiente crítica. La Introducción General a esta obra de recensiones de libros marxistas puede servir a tal propósito.

Antes de entrar en el examen concreto del primer capítulo parece oportuno señalar desde el principio un rasgo común de todas las lecciones que componen esta obra, rasgo que, a su vez, suele darse en el sistema marxista, tal como es presentado por sus principales autores: nos referimos a la gratuidad de la mayor parte de sus afirmaciones; son lanzadas sin pruebas racionales, o históricas cuando es el caso. En un libro de la naturaleza del que comentamos se hace sentir con fuerza este «dogmatismo» propio del sistema marxista. No en balde es la divulgación simplista —y, por tanto, sin detenerse en excesivas reflexiones— de un sistema que está asentado, en su misma base, en a prioris inevidentes y que, por su mismo carácter, deberían ser justificados. Al hilo de la valoración particularizada de cada capítulo, se procurará recordar este importante dato.

Por lo que se refiere al capítulo I, dos son, en resumen, las afirmaciones que se sientan:

1. El carácter humanista del marxismo como fruto superador de todos los intentos realizados por el hombre a lo largo de su historia en favor de tal hecho.

2. La forma de exponer el marxismo ha de hacerse polémicamente, es decir, como crítica de cualquier otro sistema.

El primer punto —dejando a un lado el concepto de hombre que tiene el marxismo (cfr. Introducción General a estas recensiones, pp. 42-43)— se aborda con una absoluta gratuidad en sus afirmaciones; todas ellas deberían, por rigor científico, ser probadas. Decir que el marxismo es el más perfecto humanismo necesitaría, en primer lugar, puntualizar qué se entiende por humanismo, cómo y por qué el concepto marxista de humanismo es el único válido y, por último, en qué bases racionales se apoya para sentirse tan seguro de dar cima a tal cumplimiento. Ninguno de estos puntos se dejan ver en esta lección.

Si nos atenemos al pensamiento marxista —según el cual la práctica es realización de su verdad o expresión de ella—, debemos necesariamente acudir a la forma en que, en concreto, se ha llevado a cabo esta transformación humanista allí donde les ha sido posible realizarla. O es válida la radical conexión de Verdad y Praxis —en cuyo caso la realidad del «humanismo marxista es estremecedora, pues es impuesto con la más brutal de las opresiones— o la realización (praxis) marxista ha sido un fracaso en su pretensión humanista y, entonces, ya no es válida su concepción del binomio Verdad-Praxis. En ambos casos, el marxismo, tal como queda descrito en este particular elemento por Garaudy, se presenta como lo que precisamente dice que viene a derribar: la utopía.

La rotunda afirmación de la estrecha relación del marxismo con el desarrollo de las ciencias recibe su correspondiente mentís, una vez más, en la práctica; es de todos conocido, y el hecho continúa dándose, el inflexible trato recibido por los científicos que carecen, como afirman los pocos que han tenido la oportunidad de expresarse, de la más mínima libertad de investigación: sólo se puede hacer ciencia dentro de los moldes que la ideología marxista les permite, con lo que, de paso, los marxistas no hacen sino vivir plenamente lo que critican de otros sistemas políticos dados en la historia.

En lo que se refiere al segundo punto, sólo cabe destacar una reflexión: el marxismo, efectivamente, obra según afirma el autor comentado. Pero en tal aseveración hay una sutil razón, ocultada para que inconscientemente la extraiga quien escucha o lee: si las doctrinas a las que polémicamente se enfrenta son vencidas en la crítica, el marxismo tiene razón. Pero esta conclusión, lógicamente hablando, no es verdadera: no por el hecho de descubrir los fallos de un sistema, el sistema que los descubre ha de ser verdadero. Dicho con otras palabras: Garaudy no puede justificar al marxismo como «verdad», por el hecho de hacer que se presente en forma polémica. Aunque, eso sí, pretende llevar al ánimo de quien le escucha a esa «conclusión». Es, si se quiere, todo lo más una argucia —intrínseca al sistema marxista— fallida desde el punto de vista lógico.

Otros elementos abordados, de pasada, en este capítulo: enajenación, leyes de la dialéctica, etc., serán valorados en los capítulos que los tratan específicamente.

Cfr. también J. M. Ibáñez Langlois, El Marxismo: Visión crítica, Rialp 1973, pp. 71-76, donde se expone con detalle la irreconciliación de marxismo y humanismo.

CAPÍTULO II

El Cap. II, que corresponde a Lucien Seve y que lleva el título ¿Qué es la Filosofía?, pretende dar una panorámica de la historia del pensamiento humano para, desde ella, poder comprender el sistema marxista. Es un capítulo relativamente breve —habrá otros que traten de aspectos particularizados de este mismo tema— que forzosamente se muestra con frecuencia inclinado a simplificaciones abusivas de la Historia, explicaciones de circunstancias o formas del pensamiento unilaterales, manejo ambiguo de conceptos, especialmente el de idealismo que unas veces coincide con el sistema filosófico así denominado en Occidente y otras veces es referido a lo que en el marxismo es calificado con ese término.

El breve y rápido recorrido que hace por la Historia tiene como objetivo poner de relieve que el marxismo es la única filosofía válida y rigurosamente científica, superadora de los aspectos de cualquier doctrina anterior, integradora de los felices hallazgos precedentes, pero en un sistema que los hace nuevos en su contenido y, sobre todo, en su significación dentro de la totalidad del pensamiento de Marx. Pero, antes que nada, prueba su validez en la aplicación a la acción en favor del triunfo del proletariado.

El capítulo está dividido en tres apartados:

1. Las definiciones del marxismo.

2. El marxismo, fruto de la cultura anterior, la supera y la integra en la perspectiva de las luchas proletarias.

3. ¿Qué es la Filosofía?

El primer epígrafe, pese a su título, no llega a dar definición del marxismo, por la dificultad que, en razón de su propio pensamiento, hay para delimitar conceptualmente una realidad que trasciende cualquier tentativa de encuadramiento.

Por eso, se limita a fijar el pensamiento marxista como logro perfecto de una de las dos únicas vías que, históricamente, se han seguido como concepciones de la Filosofía: «las que desean comprender científicamente las relaciones entre el pensamiento y la realidad y fomentar el progreso» (p. 51), y a las que el autor, posteriormente, calificará de realistas unas veces, y de materialistas otras, y «las que quisieran alejar al hombre de ese trabajo de análisis y de conquista e imaginan otras verdades hipotéticas, así como unos mundos ficticios en que refugiarse, lejos de la acción y de la realidad» (p. 51). Por supuesto, el marxismo, superando a todos y renovándolos en su intimidad, es adscrito a los sistemas filosóficos encuadrados dentro del primer grupo.

A lo largo de este capítulo, realismo será sinónimo de contacto con lo sensible, captación racional del mismo, materialismo (pues lo único que existe es la materia), esfuerzo humano por mover, en favor de un progreso material —valor creador de la acción— la naturaleza, la sociedad y el hombre. Idealismo, en cambio, es usado en el sentido de alejamiento de la realidad, «pasividad» de este pensamiento ante una acción posible del hombre, recurso a conceptos no extraídos de lo sensible y material, inmovilismo del sistema por no aplicarse a la acción, explicación abstracta o espiritualista de la dialéctica inmanente a la realidad, etc.

(Como puede apreciarse, lo que se encierra tanto dentro del concepto de realismo como del de idealismo, es heterogéneo y no siempre aparece claro a qué aspecto de lo que se refiere con uno o con otro se está haciendo alusión en un momento determinado de su exposición.)

El primer subtítulo, en realidad, es una serie de afirmaciones, siempre positivas y laudatorias, sobre el marxismo, como «resultado de la evolución progresiva de la historia de la cultura y también de las filosofías auténticas, esto es, las que se mantuvieron realistas y fieles al espíritu científico» (p. 51).

A modo de ejemplo se pueden citar algunas:

«Marx y Engels hicieron posible el triunfo del materialismo al aportarle los conocimientos que lo completan y el método de pensamiento que lo justifica» (p. 52).

«El marxismo va más allá de las filosofías que lo prepararon y refuta victoriosamente aquellas que lo niegan» (p. 52).

«Gracias a ella (a la dialéctica) puede demostrar hasta qué punto eran vanas las controversias de la antigua metafísica y cuán ridículos resultan en el mundo moderno los filósofos que se empeñan en prolongar unas discusiones y en hacer caso omiso del progreso extraordinario de las ciencias» (p. 52).

El segundo epígrafe está encabezado, en forma de interrogantes, con otras tantas posibles definiciones de marxismo: «¿Es un estudio científico de las leyes económicas, sociales e históricas? ¿Es un socialismo realista, surgido del desarrollo de las luchas proletarias? ¿Es un materialismo nuevo que corresponde a la etapa crítica y dialéctica de las ciencias actuales? ¿Es un humanismo moderno que propone nuevos valores de la vida y del pensamiento, capaces de preparar la sociedad del porvenir?» (p. 53). Todas posibles, son sin embargo rechazadas no por inválidas, sino por insuficientes, puesto que:

a) No toman en cuenta ni la unidad ni la originalidad del marxismo.

b) Tampoco sus relaciones con el conjunto cultural de nuestra civilización o su eficacia práctica.

El objetivo, pues, de este apartado es mostrar una y otra afirmación: la de la unidad superadora de todo el fondo cultural precedente y la de la originalidad y novedad que hacen del marxismo el único sistema de conocimiento científico de la realidad y, por eso mismo, el verdadero motor que ha de encaminar la Historia a su auténtico progreso.

Bajo el tercer epígrafe está contenida una apretada síntesis de lo que ha constituido el desarrollo del pensamiento humano desde la antigüedad griega —en la que ya aparece el materialismo con los mecanicistas y el idealismo con Platón— hasta nuestros días. Se detiene con más calma en el análisis de la filosofía cartesiana a la que atribuye laudatoriamente su «despegue» de dogmatismos y a la que, con todo, condena por su idealismo y por ser fuente de todo posterior solipsismo, incapaz, por tanto, de hacer salir al hombre de los estrechísimos límites de su propio pensamiento. De ahí que, acertadamente, pone en él, el origen tanto del materialismo como del idealismo posterior que se constituyen como otros tantos intentos de superación de la interna contradicción del sistema cartesiano. Intentos que son un continuo fracaso hasta el advenimiento del marxismo. Efectivamente, «los trabajos de Marx y Engels aportan a la filosofía materialista los conocimientos necesarios para completar y transformar su comprensión de la condición humana: prueba el valor del pensamiento y la importancia de la libertad. Reconoce la originalidad de la cultura humana (...) Explica la historia total de las civilizaciones y sitúa en ella todas las filosofías como etapas de la lucha entre la ignorancia y el conocimiento. Prueba que la inteligencia es una forma de vida y que triunfa sobre la materia sólo cuando se somete a sus leyes (de la materia); (...) Que no existe la verdad absoluta, sino que toda idea depende de las condiciones de la cultura y progresa con la dominación del hombre sobre la realidad y con su liberación del yugo social» (p. 60).

El final de este apartado está dedicado a describir —en el plano social y político— las aplicaciones concretas que se dieron a los sistemas de pensamiento y, una vez más, a afirmar que el marxismo ha sido capaz, por ser la «verdad», de llegar al éxito en esta empresa, a través del triunfo del proletariado:

«Marx afirma que la clase obrera debe conquistar su propia libertad y libertar a los demás trabajadores a través de la lucha de clases y de la revolución. Demuestra la ventaja de “una inteligencia clara de las circunstancias, de la marcha y de los propósitos generales del movimiento proletario”, porque la lucidez de la inteligencia empeñada en la lucha proletaria e iluminada por ella es la única que da firmeza a la voluntad. Prueba la necesidad del comunismo, cuyo advenimiento ya está preparado en el seno de la sociedad burguesa, como consecuencia lógica y natural del desarrollo del capitalismo. Indica a los luchadores los métodos para analizar su situación histórica y para actuar siempre en función de los datos ofrecidos y de las metas alcanzables. Les da toda la confianza dentro del partido que deben crear ellos mismos para emanciparse, llegar al poder y modificar la estructura social» (p. 64).

«Marx estudió la economía política para aclarar y reforzar la acción del movimiento proletario universal, al justificar teóricamente la revolución. Descubrió las leyes del auge y de la decadencia del capitalismo y demostró que era inevitable la dictadura del proletariado. (...) De esta manera, el análisis racional y científico de las condiciones y de los medios de la lucha precedió y previó el movimiento de emancipación del proletariado, triunfante en la revolución de octubre en Rusia, en la revolución china, en la lucha contra el imperialismo capitalista en los países colonizados y en nuevas liberaciones, cuya lista no está terminada, ni mucho menos» (p. 65).

Termina con un cántico en favor del sistema comunista, en forma de afirmaciones absolutamente unilaterales: los triunfos que le atribuye se los atribuye en exclusiva:

«El pensamiento marxista, nacido de la lucha de clases, para organizarla, sigue enriqueciéndose con todas las experiencias revolucionarias».

La filosofía marxista se enriqueció por medio de la acción al evolucionar en contacto con las realidades sociales, sin por eso perder su unidad de principio. De todos los pensamientos teóricos en la historia de la humanidad, la filosofía marxista es la que más se apoya en la realidad bajo todas sus formas, la que más plenamente lucha por penetrar en ella, dirigirla, transformarla. Nacido de la lucha revolucionaria, nacido del proletariado al que sirve, el marxismo fue fecundado en el campo científico... Supo promover una moral, rigurosa y flexible a la vez, capaz de inspirar los mayores sacrificios (...) Fue también capaz de dar equilibrio y alegría a la juventud, al devolverle la esperanza en el porvenir...

«En todas partes donde triunfó, preparó el marxismo una humanidad nueva, cuyos progresos asombran al resto del mundo; una humanidad en la que cada individuo desarrolla todas sus posibilidades de vida y de pensamiento con alegría y para el provecho de la humanidad (...)»

«El hombre llega a ser dueño de la Naturaleza y dueño de sí mismo. Es capaz de dirigir su historia en vez de someterse a ella. La filosofía marxista nace de esta lucha y prepara esta victoria. Tiene, pues, derecho a afirmar que continúa y desarrolla los esfuerzos de todos los pensadores de la Historia, quienes ayudaron al hombre a comprender su vocación. Al mismo tiempo, supera a todos esos pensadores porque se revela como la única filosofía capaz de dar al hombre un conocimiento claro de su lucha y de dirigirlo en ella» (pp. 66-67).

Valoración crítica al capítulo II

Como se indica al comienzo de su exposición, la descripción que hace de la historia de la filosofía es abusivamente simplificadora: el conocimiento histórico es una forma particular del conocer humano, exigida por el objeto mismo que estudia, como es la historia, y que lleva consigo dos elementos fundamentales:

a) Conocimiento y descripción exacta de los datos históricos, tal como de hecho sucedieron. Estos datos son complejos, múltiples, variados y rodeados de circunstancias que los diversifican y especifican hasta hacerlos, de algún modo, singulares e irrepetibles.

b) Intento, siempre matizado por el historiador que, previamente, debe reconocer el carácter de hipótesis de su explicación, de las causas que, según su opinable juicio, desencadenan esos hechos y los condicionan para ser en la historia, a su vez, causas de otros hechos posteriores.

El autor falla respecto a ambos elementos: no descubre con exactitud los hechos que trata, pues no es hacer historia con rigor científico formar dos bloques de sistemas filosóficos resaltando un dudoso punto común en uno u otro que justifique tal agrupación, cuando los elementos que los distinguen dentro de cada grupo a los que lo forman son más abundantes y densos de contenido. Pero, sobre todo, la explicación que da a tales hechos —y cuya conclusión era la de esperar: el marxismo es superior a todos, a todos integra en perfecta síntesis y a todos da un contenido nuevo y más verdadero— sólo es posible partiendo de aquello que pretende justificar ya que sólo desde esquemas mentales marxistas ha partido para hacer el análisis de los sistemas históricos del pensamiento. No justifica en modo alguno la agrupación en esos dos monolitos, tan homogéneos en su exposición y tan heterogéneos en su realidad histórica; y menos aún prueba por qué el triunfo del «verdadero» sistema de pensar ha de llegar por el triunfo del proletariado. La cita que de la página 64 se hace es un exponente del simplismo y arbitrariedad de todas sus incursiones por la historia y por los sistemas filosóficos, el de Marx incluido.

CAPÍTULO III

El capítulo III de esta obra y del que también es autor Lucien Seve se titula Lucha de clases y verdad objetiva. Está dividido en cuatro apartados:

1. Presentación del tema.

2. Argumentos del objetivismo.

3. La lucha de clases y el problema de la verdad.

4. Conclusión.

1. Plantea el tema de la verdad bajo la cita de Lenin «la doctrina de Marx es omnipotente porque es exacta» (p. 69).

No se refiere tanto a la verdad en su más amplia acepción —conocimiento objetivo de la totalidad de las cosas—, aunque subyace a lo largo de todo el capítulo, sino a la verdad del marxismo. En efecto, sale al paso de los que rechazan o ponen en duda la objetividad del marxismo por ser el sistema comunista partidario de una parcela de la Humanidad, por ponerse decididamente en favor del proletariado; ¿cómo ser objetivo un sistema que es subjetivo esencialmente?

Según el autor, los que plantean así la cuestión pretenden adoptar una postura mental, la de no tomar partido, como condición imprescindible para observar con imparcialidad todos los datos del problema, ya que, de lo contrario, o se está en un lado o en otro: o a favor de la revolución o en contra. La verdad sólo podría obtenerse al margen de esa toma de posición. Es la concepción que el autor denomina, con ironía, «del sentido común» (p. 70). Pero para él queda invalidada simplemente por ocultar la falacia de la «pequeña burguesía» y de la corriente «centrista» en la sociedad y en la política, respectivamente, y que refleja la oscilación y perplejidad de sus representantes «entre el punto de vista de los trabajadores y el punto de vista de los obreros» (p. 70). De ahí que ese pretendido «justo medio» que no se sobrepone a los prejuicios burgueses resulta ser completamente parcial. La lógica conclusión para los que, desde estas premisas, se plantean honradamente esta cuestión habría de ser el escepticismo radical acerca del valor objetivo de la verdad.

Según el autor se impone, sin embargo, la objetividad de la verdad marxista por otro camino: la de su eficacia al revolucionar el mundo. Por eso, para resolver la cuestión de la verdad objetiva se hace forzoso confrontarla con su relación a la lucha de clases.

¿Se ha de dar la razón al «objetivismo» —neutralismo— que exige la independencia de la verdad ante tal lucha? ¿Se dará, por el contrario, la razón al subjetivismo —todo es verdad según el punto de vista que, necesariamente, el hombre se ve obligado a adoptar— ?

Ni lo uno ni lo otro: según el autor, más allá de esta contradicción, hay que rechazar la idea de la antinomia entre objetividad y lucha de clases y «considerar ésta como el campo por excelencia donde la verdad objetiva se ve elaborada y confirmada» (p. 70).

2. Las razones que aduce el «objetivismo» para la «neutralidad» de la verdad, según el autor, se reducen a la siguiente: la verdad es objetiva porque sirve para todos y es patrimonio común de la Humanidad. Para todos, dos y dos son cuatro, la Tierra gira alrededor del Sol y el hombre desciende de especies animales.

Esta pretendida neutralidad de los objetivistas es rechazada por Seve acudiendo a argumentos de Marx, para el que esta «objetividad» era resultado de la práctica social; es decir, el escamoteo que la ciencia anterior hacía de un elemento de la realidad al considerar en ella sólo el objeto y no la actividad humana como práctica y, en todo caso, ésta de modo subjetivo.

Ejemplifica el uso «clasista» de esta verdad objetiva con el caso de Galileo —cuyos descubrimientos son fruto de la presión burguesa del ambiente— y de Darwin, fruto a su vez de los intereses burgueses que en su época existían de progreso industrial y de clase.

También hace alusión a los mayores triunfos profesionales de los poderosos y no de los trabajadores en regímenes capitalistas, debidos —según los burgueses— a estar mejor dotados intelectualmente, cuando en realidad subrepticiamente callan que esa «objetividad» es falsa; lo que ocurre es que las mayores oportunidades de su éxito han sido, previamente, preparadas por ellos mismos.

Seve concluye que «la teoría objetivista de la verdad imparcial e independiente de las clases es la careta de la ideología burguesa» (p. 76). Toda concesión hecha al «objetivismo» es un paso dado en dirección a la burguesía.

El resumen que se extrae de esta descripción es que el autor identifica objetividad con uso recto de. una verdad en favor de unos y de otros indistintamente o, si se quiere, objetividad con imparcialidad. Y rechaza tal objetividad porque, históricamente, no se ha dado. Tan sólo se ha abusado de ella como reclamo para favorecer a la clase opresora. La razón íntima de tal identificación la aportaría Marx al afirmar que es parte esencial de la verdad la actividad práctica del hombre.

Los «objetivistas» habrían actuado —habría «praxis»— sin reconocer que dicha actividad es elemento constitutivo de la verdad sobre lo real.

3. Se describe la posición de los llamados por el autor «subjetivistas» y pone de manifiesto, para su refutación, la debilidad de su punto de vista.

Para Seve el subjetivista es aquel que, precisamente por reconocer la necesaria adscripción de la verdad a una práctica social, niega la posibilidad de alcanzar objetividad en el conocimiento humano; éste será siempre relativo al punto de vista del elemento social dominante y, por tanto, falto de objetividad. De ahí que el conocimiento nunca es objetivo sino sujeto a la parcialidad de las circunstancias desde las que se ha obtenido.

Esta postura es calificada por Seve de cínica, como calificó la anterior de hipócrita. Es la de una burguesía que se pudre, al igual que la anterior lo era de una burguesía triunfante. «Es la ideología de los tiburones de los negocios a los que no preocupan las justificaciones científicas» (p. 78), pues para ellos las conquistas del pensamiento reciben su validez no de una objetividad imposible de alcanzar, sino de la utilidad del punto de vista que se adopte.

La refutación que el autor hace a este «subjetivismo» es clara. Para él sus defensores no han descubierto que cada verdad alcanzada en la Historia corresponde absolutamente a su objeto, pero dentro de los límites que las circunstancias sociales le señalaban. Por eso este subjetivismo «no comprende tampoco (...) la relación que existe entre la lucha de clases y el progreso del conocimiento objetivo» (p. 79).

Por el contrario, sin esta lucha de clases había sido imposible el progreso en la verdad ya que «cada clase se eleva hasta la verdad objetiva únicamente dentro de los limites de su naturaleza, de sus intereses y de sus puntos de vista» (p. 80). La validez universal de las verdades alcanzadas por cada clase social se demuestra en el hecho de que «las clases decadentes (las que las combaten) resultan siempre vencidas y las clases en auge victoriosas» (p. 80).

4. Constituye la conclusión de todo lo anterior y responde a la pregunta: ¿cómo puede ser el marxismo doctrina de partido y verdad objetiva? (conviene aclarar que la pregunta no la hace en los términos en que la plantea, de hecho, el marxismo: ¿Cómo es el marxismo doctrina de partido y, a la vez, la única, total y definitiva verdad objetiva? Es un matiz muy importante, pues so pena de neutralidad y rigor, silencia un elemento esencial del comunismo: el de levantarse con la bandera de la única verdad, con la totalidad de la misma y con el carácter de su definitiva conquista).

La respuesta que da es que, siendo el proletariado la clase triunfante, le corresponde a él llevar la antorcha del conocimiento. La diferencia de las verdades adquiridas por la burguesía, nobleza, etc., con las aportadas por el marxismo es la de los límites que a aquellas les imponía el de ser sustentadas y usadas por explotadores, mientras que la verdad marxista no pertenece a una clase poseedora, ya que «la clase proletaria que llega a ser dirigente no reemplaza el sistema de explotación capitalista con un nuevo sistema de explotación del hombre; acaba para siempre con toda clase de explotación» (p. 83).

«Por esto la concepción proletaria del mundo es la más rica y profunda que existe; es, además, una concepción integralmente verdadera del mundo, porque pertenece a una clase que no permite que ningún interés egoísta (...) limite su punto de vista acerca del mundo. Es la primera concepción integralmente científica y humanista del mundo porque, como dijo el poeta latino Terencio, “nada humano le es ajeno”: empieza por el trabajo, base de toda vida y de todo pensamiento humano. (...) El marxismo, al mismo tiempo que aprovecha todo lo mejor del pensamiento de los siglos anteriores, marca también un cambio radical en el desarrollo del conocimiento humano. (...) Posee la verdad objetiva superior de las concepciones de las clases ascendentes y también la verdad integral de una concepción universalmente humana» (p. 83).

(Se ha recogido expresamente esta cita como ejemplo de la forma rotunda y gratuita con que un fiel divulgador del marxismo lanza sus afirmaciones).

Valoración crítica al capítulo III

Para sacar adelante la conclusión querida por el autor trata éste de apoyarse, resumidamente, en las siguientes bases:

La verdad no es neutral. Los que tal cosa afirman, salvo el marxismo, lo hacen para sacar provecho egoísta de la misma. Los que niegan la objetividad de la verdad es por una pretendida falacia, por la mala fe que el autor les atribuye.

Si, históricamente, se demuestra el egoísmo de los «subjetivistas» y la mala fe de los llamados por él «del sentido común», la conclusión —siempre según Seve— sería una: hay verdad objetiva sólo válidamente aplicada por la práctica marxista, es decir, la verdad es objetiva sólo en relación al uso marxista de la misma.

Pero, como puede verse, el armazón de este argumento es bastante endeble. En efecto:

a) La falsa objetividad de los primeros la intenta ilustrar acudiendo, como siempre, a la historia. Y resulta bastante cándido afirmar que las verdaderas causas de los descubrimientos de Galileo o Darwin —aun concediendo la definitividad de sus conclusiones, cosa que para la ciencia actual no es tan obvio— fueron razones «prácticas» de la burguesía entonces imperante. El a priori que establece la identidad entre realidad de una cosa y el uso que de ella se hace es la verdadera razón para tales conclusiones del autor.

b) La «cínica» subjetividad de los segundos es radicalizada y aplicada indiscriminadamente para todos los que, a lo largo y ancho de la historia, han adoptado una actitud escéptica respecto a la posibilidad de alcanzar una verdad objetiva. Pero la historia nos dice que ni todos los escépticos lo han sido por tener que reconocer el uso partidista que de la verdad hace el hombre, ni todos ellos han sido esos «tiburones de los negocios» de los que nos habla Seve, ni menos aún que éstos hayan sido todos escépticos. Esta agrupación que de ellos hace Seve es tan simplista que resulta grotesca.

Pero como ya dijimos anteriormente, la historia es más compleja de como nos la presenta él y exige muchas más puntualizaciones. Afirmar, sin más, dos cuestiones de tanta envergadura, debería llevar —por razones de rigor científico e histórico— a un aparato crítico bastante más amplio.

Por otra parte, una lógica sana siempre habrá de distinguir  —por muchas aseveraciones que los marxistas, sin pruebas, realizan en contra— entre un hecho, dato, realidad o verdad y el uso que de ellos se hace. Invalidar la objetividad de la verdad por el uso subjetivo y relativo que de ella se hace no es razonable. Y menos aún afirmar, a renglón seguido, que es eso precisamente lo que el marxismo hace, justificado en nombre del único uso universalmente válido que ellos poseen en exclusiva. Al menos habría que pedir que lo demostrasen. Una vez más, sólo desde los principios previamente establecidos por el marxismo juzgan la realidad para, después, pretender que esa realidad les dé la razón; pero, en todo caso ya no es la realidad quien se la otorga, sino aquella que el marxismo ha delineado y configurado de acuerdo con sus propios presupuestos.

Creemos, sin embargo, que esta forma de presentar una doctrina es una de las razones de su éxito. La gratuidad con que presentan tantas y tantas afirmaciones se transforma —inconscientemente para el que escucha— en equivalente de evidencia que es la cualidad de las verdades que, por estar patentes, no necesitan demostración.

En este, como en casi todos los capítulos de la obra comentada, todo desemboca en el proletariado triunfante, como única clase o elemento social que permanecerá al fin de la lucha y cuyo papel en la historia, para Marx, no sólo es decisivo sino definitivo, pues con su triunfo termina el proceso dialéctico descrito por él. Pero un final definitivo en una realidad fundamentalmente dialéctica es una de las grandes contradicciones del sistema comunista. (Cfr. J. M. Ibáñez Langlois, Marxismo: visión crítica. Rialp, 1973, pp. 255-256).

CAPÍTULO IV

El capítulo IV, del mismo autor que los dos precedentes, viene bajo el título El espíritu de partido en Filosofía y se estructura en siete apartados:

1. La Filosofía como ciencia de partido.

2. El alma de las grandes luchas del hombre.

3. Riesgos de la esquematización excesiva.

4. Materialismo e idealismo, irreconciliables en su esencia y en su naturaleza.

5. Lenin y Marx contra la abstracción.

6. Método para comprender objetivamente el fondo de los problemas filosóficos.

7. En guardia contra los peligros del sectarismo y del oportunismo.

 

Como ya su título indica, este capítulo trata de justificar lo dicho en el anterior: «el punto de vista integralmente científico sobre el mundo coincide con el punto de vista de la clase obrera; esto es, el punto de vista marxista» (p. 85). Es, pues, un análisis pormenorizado de la imposibilidad del logro de una verdad separada de la clase dirigente que la usa y un intento de justificación de que la única verdad integral alcanzable por el hombre habrá de ser la que se obtenga desde el punto de vista del marxismo.

1. Se sostiene esta general afirmación: la filosofía fue siempre ciencia de partido, apoyándose en la Historia y tomando ejemplo de ella: el estoicismo, doctrina sustentada por el Imperio, porque predicaba la sumisión al destino y la inutilidad de la rebelión; la doctrina de Santo Tomás en la Edad Media, por reafirmar el feudalismo y la monarquía absoluta; actualmente, los enormes recursos de la burguesía en países capitalistas por ponerse al servicio de la misma para su mantenimiento: libros escolares, revistas, programas de enseñanza, nombramiento de profesores, con todo lo cual intenta por todos los medios «corromper las conciencias o engañarlas». Para el autor, buena parte de las acciones históricas realizadas hasta el advenimiento del marxismo se dirigían a destruir todo asomo de materialismo o progresismo, aun recurriendo a la brutalidad, por la única razón de seguir su propia doctrina con el dominio de la sociedad.

2. Sienta el principio de que el motor de los avances y luchas obstinadas en favor de la verdad ha sido siempre aquella filosofía justificante de la clase oprimida. La Filosofía no ha sido una actividad desarrollada al margen (o con indiferencia) de la lucha de clases: ha sido justamente su alma. La filosofía que pretende «abstraerse» de este cometido no es una filosofía carente de orientación política; tan sólo la esconde.

De ahí que una de las primeras tareas del marxismo consista en desenmascararlas e, incluso, hacerles ver a los propios sistemas filosóficos su verdadero contenido de clase. Esa fue una de las grandes realizaciones que Marx, Engels y Lenin cumplieron con éxito, tanto frente al materialismo —hasta ellos vigente— que no había extraído de sí mismo todas sus virtualidades, como frente al idealismo, al que denuncian y rechazan como falso, por cuanto se aparta del mundo tal cual es y desvía al hombre de la lucha práctica para transformarlo. Según Lenin, «el idealismo es el oscurantismo clerical o una forma refinada del mismo. Por esta razón, las clases dominantes lo erigieron en doctrina oficial y al mismo tiempo combatieron el materialismo» (p. 89).

3. Sale al paso, para evitar abusivas interpretaciones del papel que ambos elementos anteriormente descritos han jugado en la Historia, aclarando que no todo materialismo ha sido progresista y revolucionario, ni todo idealismo ha sido conservador o reaccionario. En este tema, el autor no hace sino recordar afirmaciones semejantes de los padres del marxismo, pues, como es obvio, es a un idealismo —una vez aplicado el conveniente correctivo— al que deben el armazón fundamental de su propio sistema: el hegelianismo.

Seve hace suya la explicación que Lenin, en sus Cuadernos Filosóficos, da sobre este tema: «El idealismo filosófico no es más que una inepcia desde el punto de vista de un materialismo burdo, simplista y metafísico. Por el contrario, desde el punto de vista del materialismo dialéctico, el idealismo filosófico es un desarrollo exclusivo, exagerado (...) de uno de los rasgos, de uno de los aspectos, de uno de los límites del conocimiento, el que llega así a ser un absoluto, desligado de la materia, de la naturaleza divinizada. (...) El idealismo filosófico es («más exactamente» y «además») el camino que conduce hacia el oscurantismo clerical, a través de uno de los aspectos particulares del conocimiento (dialéctico) infinitamente complejo del hombre» (p. 90).

Pero, para dejar bien patente la diferencia entre ambas posturas y el esencial materialismo en el que el pensamiento marxista se asienta, el autor termina este apartado aclarando que «lo auténticamente materialista de una filosofía es siempre progresivo; mientras que lo auténticamente idealista es siempre reaccionario. Allí donde se halle reaccionarismo en una doctrina materialista es por sus incrustaciones idealistas». Y, viceversa, un idealismo con elementos progresivos sólo se dará porque esos elementos —quizás inconscientemente— son, en realidad, principios de un materialismo.

4. La razón de esta irreductibilidad la desarrolla Seve en los siguientes términos: si la Filosofía es una ciencia de partido por excelencia, habrá que examinarla desde el espíritu de clase propio del marxismo para que ese examen sea objetivo, y observar después a qué partido o clase sirvió, pues ya quedó aclarado anteriormente que no se da ningún sistema de pensamiento más que asignado a alguna determinada práctica de clase.

El ejemplo que aquí usa es el concepto, pretendidamente abstracto en doctrinas idealistas y burguesas, del espacio y del tiempo.

Al plantear —al observar objetivamente, es decir, desde el marxismo— con espíritu de partido estos conceptos se descubre que la razón oculta que movía a quienes los formulaban tenía «por función el hacer posible la afirmación de un fuera del tiempo y fuera del espacio y colocar allí a Dios» (p. 92): defender, en última instancia, el oscurantismo clerical.

(La explicación dada aquí por Seve de las razones que movieron a la utilización de los conceptos «espacio» y «tiempo» —que sería la de justificar un «más allá» donde colocar a Dios— es desconocer el contenido entitativo que se asigna al ser divino, su trascendencia absoluta a cosas, lugar y tiempo y su intimidad a todas ellas.)

Todo concepto, por abstracto que aparezca, se revela siempre asignado a una clase o partido. De ahí que, en la polémica que entablen los marxistas —a ejemplo de Marx y Lenin— con cualquier otro pensamiento, se daba, en primer lugar, hacerle salir de sus abstracciones. Así se les obliga a confesar el fondo idealista o reaccionario de sus ideas.

Esta forma de abordar los sistemas filosóficos pone de manifiesto la imposible conciliación entre idealismo y materialismo: el primero, en cuanto tal, es esencialmente reaccionario. El segundo, en lo que tiene de materialismo, es siempre progresista. No hay, pues, una tercera vía media que permita articular uno con el otro, como no lo hay entre burguesía y proletariado. Esa es la razón profunda de que las minorías burguesas, que se acercan al auténtico materialismo, vengan siempre acompañadas del secreto deseo de conciliación e, irremisiblemente, de elementos idealistas.

Tal pretensión se revela siempre imposible: «El despreciable partido del término medio (...) (es el) que confunde en toda cuestión las direcciones materialistas e idealistas. Las tentativas de salir de estas dos direcciones fundamentales en Filosofía no son más que charlatanería conciliadora» (Lenin) (p. 93).

5. Seve advierte el riesgo de rechazar indiscriminadamente a estos «agnósticos» de la vía media conciliadora. Hay, por eso, que distinguir entre aquel que se acerca conciliador al materialismo sin renunciar a interpretarlo desde bases idealistas —Sartre, por ejemplo— y aquel otro que, aun con ellas a cuestas, ha optado ya, en el fondo, por la lucha a favor del proletariado: al primero hay que desenmascararlo y combatirlo; al segundo es necesario desengañarlo y ayudarlo. Obrar indistintamente con ambos sería caer en una abstracción, pues pensamiento y acción no pueden separarse, y no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo. No distinguir entre uno y otro sería no tener presente el dato concreto sobre el que aplicar el pensamiento, ya que éste nace plenamente de la acción y ésta queda expresada en aquél. Lo importante no es sólo juzgar la postura de una persona, sino combatirla o incorporarla, por la acción, al propio pensamiento.

(Condena al idealista, que se acerca al marxismo con carga intencional, en nombre del uso idealista que hará del marxismo y acepta al idealista ya dispuesto a adoptar formas marxistas; no es, pues, la cuestión de la verdad o falsedad lo cuestionable, sino el ganar —al margen de cualquier reflexión científica— adeptos a la causa).

6. En los dos últimos epígrafes, el autor llama la atención contra dos peligros que acechan al marxista: el sectarismo y el oportunismo.

El sectarismo es caricatura del partidario. Se siente guardián de la pureza de la doctrina, elevándola a la región de lo abstracto, sin aplicar sus fuerzas al triunfo de la dialéctica revolucionaria. Es, pues, un inactivo que, por eso mismo, traiciona uno de los elementos esenciales del marxismo: la acción en favor del partido proletario.

Hay que aclarar que el partido no es un fin en sí; sólo poseen este carácter las masas y la revolución. Pero es un medio tan indispensable que, sin él, no se alcanzaría el fin. Separarse de la acción del partido, no actuar en él, recluirse en una adhesión pasiva a los principios marxistas —separar filosofía y acción— es incurrir en sectarismo, que no sólo favorece, sino que adultera esencialmente al sistema. «El dogmatismo sectario es la muerte del verdadero espíritu de partido» (p. 96).

Tan peligroso como él es el oportunista, fruto de la presión que sobre él ejerce la influencia del ambiente burgués y que le lleva a un relajamiento de los principios marxistas o a una débil aplicación de los mismos en la acción.

Valoración crítica al capítulo IV

Podría decirse, casi palabra por palabra, lo que se apuntaba en el capítulo anterior. Su autor es el mismo, pero quizás, incluso, la gratuidad de sus afirmaciones se ve aquí más patente. Sólo recordaremos unas cuantas:

a) Reducción de todos los sistemas filosóficos que se dieron en la historia a dos grandes grupos (es un modo de «hacer» historia muy querido por los marxistas porque es el único que se presta a sus propósitos): materialismo e idealismo. Aparte de que ni siquiera intenta justificar esta división, la historia lo contradice rotundamente.

b) Asignación al «materialismo» de cualquier posible avance o progreso histórico, y lo mismo, pero a la inversa, respecto del «idealismo»: éste siempre ha supuesto un freno en el proceso liberador del hombre.

c) Los tintes materialistas de cualquier posible idealismo son los que le otorgaron a éste su carácter progresista y los elementos idealistas, presentes en algunos materialismos —todos menos el dialéctico— son los que les impidieron un cabal desarrollo. Pero ¿con qué criterio se cataloga lo materialista de algún idealismo y lo idealista de algún materialismo? Para el marxismo sólo cabe hacerlo desde su propio sistema. Ahora bien, si el pensamiento marxista —según sus propios postulados— es la conclusión histórica de fuerzas inexorables y verificables fácticamente, nos encontramos que aquí se está concluyendo desde la conclusión a la que se habría de llegar. Por otra parte, el marxismo —cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit., p. 206— gravita entre un radical nominalismo materialista y un idealismo exigido por sus mismos postulados.

d) Sólo la acción revolucionaria marxista es capaz de llevar a buen fin un conocimiento objetivo de la verdad y, a la vez, su recto uso. ¿Dónde ha quedado el determinismo de la dialéctica marxista? Hay, como se verá en capítulos posteriores, una íntima contradicción en el pensamiento de Marx entre la intervención humana y revolucionaria en la historia y el carácter dialéctico de la realidad.

Estas afirmaciones y otras parecidas —por ejemplo, el sentido «reaccionario» que se atribuye a los conceptos de espacio y tiempo en todo sistema no materialista— quedan sin fundamento racional. No deja de ser paradójico que el marxismo, como se ha hecho ver en tantas y tan variadas publicaciones, busque tan denodadamente la erradicación de toda creencia y verdad religiosa y, simultáneamente, termine exponiendo y justificando su pensamiento en nombre de una «autoridad» que sólo poseían quienes lo formularon. Paradoja sólo aparente, pues comprenden la incompatibilidad total de una absoluta autoridad divina y otra autoridad, no menos absoluta, del hombre.

Por lo demás, incluir, en concreto, la filosofía multisecular elaborada por el pensamiento cristiano dentro del bloque idealista supone, o mala fe de quien así lo hace, o un palmario desconocimiento de tal pensamiento. La «filosofía cristiana» no es ni materialista —si por materialismo se entiende la afirmación de la materia como única realidad existente y en la que encuentra justificación todo cambio o proceso de la naturaleza y de la historia, a la vez que de sí misma— ni idealista, si por idealismo se entiende la «evasión» conceptual de la realidad, la «pasividad» del pensamiento ante los hechos concretos o el futuro de la humanidad, o cualquier intento de configurar lo real según un modo subjetivo de conocimiento. Tendrá razón el marxismo cuando achaca al idealismo que parte del principio de inmanencia el no poder salir de sí mismo y terminar siendo pensamiento que se piensa. Pero ese mismo juicio no puede, en absoluto, adscribirse a la metafísica tradicional que parte, precisamente, del ser de lo concreto y sensible para buscar su justificación entitativa allí donde únicamente se la puede hallar.

En cuanto a la doctrina cristiana, que se apoya en la Revelación, sostiene la bondad radical del mundo —de sus elementos materiales y de los espirituales— en razón de que unos y otros proceden, por participación en el ser, de la Bondad absoluta del ser divino. Este mundo, por designio de Dios, camina hacia una consumación en la que, de modo misterioso, habrá de participar de la gloria del mismo Dios.

CAPÍTULO V

Los dos capítulos siguientes —V y VI— escritos por Mildred Simon y Georges Cogniot, respectivamente, analizan los orígenes de la filosofía en los que ya aparecen las dos posturas irreconciliables en que se debate, a lo largo de su historia, el hombre: idealismo, cuyo padre filosófico es Platón y el materialismo que nace y se desarrolla sobre todo con Demócrito. Al estudio de ambos pensadores se dedican estos capítulos y no hay que insistir en que la interpretación de su sistemas se hace, por supuesto, desde esquemas marxistas. Es un ejemplo más de fidelidad a sus principios.

En el estudio de Platón, Mildred Simon comienza afirmando que la Filosofía se convierte, a partir de estos dos pensadores griegos, en una concepción teórica, universal y coherente, englobando una visión del mundo, una teoría del conocimiento, una reflexión sobre la condición del hombre y sobre el fin y sentido de la vida.

Después de descubrir los elementos que preceden a Platón y lo condicionan —física jónica, sofista y Sócrates— Mildred Simon traza sintéticamente la significación de la empresa platónica:

1. «Pensar en la salvación del hombre en tiempos de inquietud en que la decadencia de la ciudad se ha precipitado» (p. 102).

2. «Oposición platónica a las conclusiones cínicas de la sofística con una moral, admitiendo, sin embargo, la imposibilidad de compaginar justicia y fuerza: el reino de lo justo no es de este mundo» (p. 102).

3. «Intento de justificación de la idea de otra vida (inmortalidad del alma), de un universo ideal, verdadera patria del alma. Oposición a la física y técnica con el gusto por lo especulativo y con una visión idealista del mundo» (p. 103).

(En esta síntesis hay, indudablemente, elementos reales de la filosofía platónica —sobre todo de alguno de sus seguidores—, pero la excesiva simplificación con que está presentada conduce a la unilateralidad de su comprensión.)

A lo largo de veinte páginas describe las líneas maestras del pensamiento platónico, como pueden encontrarse en cualquier manual de Historia de la Filosofía. Por eso parece innecesario introducir aquí un resumen de ellas. Pero, como la interpretación que de dicho planteamiento hace es desde sus propios esquemas de pensamiento, es interesante destacar las conclusiones a que llega sobre la significación y valor de la doctrina platónica.

1. A los principales problemas filosóficos, Platón propone un tipo de respuesta de inspiración idealista. En el terreno del método, presenta un pensamiento especulativo que polemiza contra el conocimiento sensible. Toda la tradición idealista, bajo formas variadas, recoge esta actitud platónica: elevarse por encima de los sentidos es el primer precepto del idealismo.

De esta actitud inicial brotan tres temas que definen la tendencia idealista:

a) La autoridad de la idea sobre la realidad sensible. Tal proposición sólo tiene significación en sentido teológico. La metafísica clásica se apoya, por eso, en la idea de un agenciamiento o creación del mundo por una inteligencia divina.

b) Una inteligencia divina exige su bondad. La bondad de la providencia es garantía contra la angustia y la desesperación. La filosofía idealista es el intento de hallar justificación al sentido de la vida o al fin de las cosas. La búsqueda científica sobre la estructura de la materia es tarea subalterna.

c) La metafísica es alienante, pues permite satisfacer el anhelo de más que produce la realidad sensible por temporal y contradictoria. Ella —la metafísica— al ponernos en presencia de la fuente eterna, se hace contemplación y, por eso, certeza, amor y alegría para el que sufre.

2. En el terreno práctico, el idealismo platónico tiene también sus consecuencias:

a) La acción, que consiste en transformar el mundo sensible, es inferior a la contemplación. La filosofía no es transformación del mundo, sino conversión interior del individuo y salvación espiritual.

b) El mal no viene de las condiciones exteriores de la existencia, sino del corazón corrompido del hombre. No hay que esperar nada de la acción revolucionaria.

c) La verdad no es comprendida más que por minorías. No proviene de la experiencia, ni el filósofo ha de aprender nada de las masas. Éstas, entregadas a la experiencia, no tienen acceso a la verdad. Bien y verdad no pueden imponerse en este mundo. El idealismo reconoce su victoria final —por el origen divino de todo— en virtud de la inmortalidad del alma y, por tanto, después de este mundo con la recompensa de los justos.

3. De ahí la unión de idealismo con religión y viceversa. De ahí, también, su irrenunciable espíritu de clase como característica principal.

4. Contradictoriamente, el idealismo es incapaz de arrastrar a los espíritus, salvo a condición de apoyarse en datos reales:

a) A partir de Platón, el idealismo desarrolla el aspecto activo y racional del conocimiento. Contra empirismo y sensualismo afirmará que el saber del sujeto obra en la percepción de lo real: el conocimiento científico implica la superación radical de la experiencia sensible inmediata.

b) Sostendrá, según la fórmula de Hegel, la racionalidad de lo real y la realidad de lo racional. Pero las ideas, reflejo de lo real, son fuente divina de la realidad. Esto no impide, sino que permite que el pensamiento teórico capte la esencia más íntima de la realidad. Así salen al paso de los adversarios, de la ciencia en general y del marxismo en particular, que niegan el valor objetivo.

c) Al afirmar el divorcio entre lo ideal y lo real, el idealismo rechaza vigorosamente el conocimiento honesto para pactar con la inmoralidad dominante; subrayando las contradicciones y la irracionalidad del mundo real, ha contribuido, aun con soluciones utópicas, al progreso en la reflexión moral.

5. Por eso todo idealismo está revestido de ambigüedades y contradicciones que es preciso señalar:

a) Retroceso generalizado del dogmatismo religioso. Inmenso prestigio de la reflexión racional, a la que se someten todos los problemas, incluido el religioso.

b) Contradicciones, insuperables por el idealismo, de la sociedad: necesidad de «otro mundo» para aplicar a las masas explotadas y desviarlas de la lucha. Pesimismo ante la irracionalidad del mundo, irreconciliable con la postura antes subrayada. Proceso de negación de la posibilidad de la Filosofía que va de Platón a Plotino y Porfirio y después a San Agustín.

6. Así se comprende la dualidad del idealismo;

a) Todo su contenido vivo procede de los aspectos de verdad —elementos materialistas— que contiene, deformándolos.

b) La actitud idealista, por su mismo idealismo, paraliza y esteriliza el pensamiento racional al impedirle la acción transformadora del mundo: prefiere un esquema rígido del mundo a una experiencia dinámica del mismo. En lugar de una crítica radical del irracionalismo religioso, llega a retroceder ante él; lejos de liberar al hombre, permite y justifica su servidumbre.

(En toda esta exposición se manejan heterogénea y confusamente elementos platónicos y extraplatónicos. Es una de las muestras más claras de la interpretación «partidista» que hace el marxismo de los datos del pensamiento y de la historia.)

CAPÍTULO VI

El capítulo VI está dedicado —como ya se indicó— al materialismo antiguo. Examina, siguiendo la forma de hacerlo los clásicos del marxismo, el materialismo de Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio. El esquema que presenta al final de este análisis es el siguiente:

1. A mediados del siglo V antes de nuestra era, el pensamiento griego alcanza un nivel alto. Coincide con el recrudecimiento de la lucha entre aristocracia y partido democrático, idealismo y materialismo, religión y ciencia. Anaxágoras, Empédocles y Leucipo preparan el camino de Demócrito, el más grande materialista de la Historia Antigua: desarrolla la teoría de los átomos y del vacío, el principio del movimiento espontáneo de la materia y la concepción de un Universo infinito y eterno; su determinismo es parte esencial en su sistema. Contribuyó grandemente a la elaboración de una teoría materialista del conocimiento. La «línea» de Demócrito se opone a la de Platón, cuyos seguidores —reaccionarios e idealistas— se pronuncian aún hoy a favor de la religión frente a la ciencia, niegan la posibilidad de conocimiento objetivo y defienden las ideas agnósticas y místicas.

2. Durante el período helenista es continuada la línea materialista por Epicuro, que lucha contra el idealismo platónico y defiende enérgicamente el materialismo y ateísmo de Demócrito. Aporta la teoría de la «declinación» de los átomos, intento de explicación materialista y dialéctica de la fuente interna del movimiento de la materia. Excluye toda intervención de los dioses en el destino del hombre. Su moral es una moral de felicidad, apoyada en el conocimiento de las leyes de la naturaleza y en la serenidad del espíritu. Esta doctrina fue descaradamente calumniada por idealistas, reaccionarios y teólogos.

3. Las contradicciones de la sociedad esclavista se agudizan en la Roma antigua. En el siglo I de nuestra era, Lucrecio, en continuidad con el materialismo de Epicuro, hace en su obra De la Naturaleza, la exposición más completa y sistemática del atomismo antiguo. Protesta apasionadamente contra la religión y contra cualquier idealismo. Presiente el principio de la conservación de la materia; recoge la idea dialéctica de que movimiento y materia son inseparables. Es un pensador vilipendiado especialmente por la Iglesia católica.

4. En estos tiempos antiguos la lucha entre materialismo e idealismo es también la lucha entre demócratas y clases dirigentes, ciencia y religión. El materialismo es defendido —muchas veces ingenuamente— por los progresistas de entonces que, contra circunstancias adversas de todo tipo, intuyen y defienden la realidad del átomo, e interpretan el mundo como dialécticos espontáneos. Por eso, puede decirse que, desde la Antigüedad, esta lucha sigue siendo la ley fundamental que preside el desarrollo de la Filosofía.

Valoración crítica a los capítulos V y VI

La observación global que se puede hacer a estos dos capítulos es que, si bien los datos —no todos ni siempre los más importantes— que extrae de la historia de la Filosofía de la Antigüedad son verdaderos, es decir, datos que cualquier historiador reconocería como tales; en cambio, el sentido y significación que les da, así como las conclusiones que de ellos extrae, son arbitrarios.

Quizá en estos capítulos de la obra que estamos comentando, sobre la historia del pensamiento, es donde mejor se observa la falacia del marxismo, al intentar justificar su puesto relevante y decisivo en la Historia a partir del proceso y peripecias del pensamiento humano en ella. Se ve demasiado a las claras que, desde el principio, el hilo conductor de estos autores marxistas, y que desemboca en el sistema por ellos sustentado, no proviene ni se explica desde los hechos que comentan —como pretenden hacer ver— sino que, con más o menos habilidad, manejan esos hechos desde su propio pensamiento, fuerzan y tergiversan su sentido, toman y dejan de la historia lo que mejor les conviene para llegar a donde, desde el primer momento, querían. Pero eso sólo puede ocurrir cuando, previamente, se ha elegido la meta —en este caso, el marxismo— como punto final en el que se resuelve el proceso histórico del pensamiento.

De ahí que, siempre fieles al esquema dialéctico, vuelvan a encuadrar a toda la Filosofía antigua en dos bloques irreductibles: idealistas y materialistas. El primero es rechazable, el segundo aprobable, aunque incompleto y grosero en sus planteamientos intelectuales.

Los autores que ahora comentamos no prueban el significado histórico ni las pretensiones que le atribuyen al «idealismo» de Platón. Difícilmente podrían hacerlo, visto su empeño por atribuir al pensamiento platónico rasgos que pertenecen exclusivamente al idealismo inmanentista moderno, y que por tanto son absolutamente ajenos al equívocamente llamado «idealismo» platónico.

Afirman categóricamente que Platón polemiza contra el conocimiento sensible para elevarse así sobre los datos de los sentidos. No es en términos de hostilidad —entre idea de las cosas y datos sensibles de las mismas— como plantea Platón el problema del conocimiento. Fue un intento de explicación global de las cosas, que abarque simultáneamente su presencia concreta y cambiante, y su permanencia: el viejo problema, origen del filosofar, del cambio de las cosas y de su ser, ya que las cosas son y, a la vez, cambian.

Precisamente porque Aristóteles abordó este tema, y a partir de él desarrolla su posterior metafísica —en la que se engarzan sentidos e inteligencia, percepción sensible e intelección universal, entre concreto y esencia de las cosas, es el gran ausente en estos dos capítulos sobre la Filosofía antigua. En una exposición tan simplista de los sistemas filosóficos de Grecia y Roma, —no encaja para poder llegar a la conclusión preconcebida de estos autores—, un filósofo que acepta como punto de partida de su pensamiento, la realidad sensible a la que, reconoce un valor decisivo para el conocimiento de lo real. Este conocimiento se plantea el problema del cambio afirmando que es elemento constitutivo siempre presente en la realidad natural, y a partir del cual intenta descubrir cuál será la estructura entitativa que lo hace posible, etc.

Es también arbitrario y abusivo simplificar la postura «idealista» antigua tal como lo hacen: cfr. pp. 35, 36 y 37 de esta recensión. Cada una de sus afirmaciones debería ser probada.

Algo parecido podría decirse de su exposición del materialismo antiguo: es sencillamente aplaudido por el simple hecho de ser materialista y no porque demuestren que tales sistemas de pensamiento o actitud ante la realidad sean los correctos, los que se ajustan a la realidad. La afirmación de estos materialismos de que existe la materia —algo que, por otra parte, hicieron también los «idealismos» de Platón y Aristóteles— es verdadera, pero ¿es la única que puede hacerse sobre la realidad?

Tampoco se demuestra en esta exposición de la Antigüedad que los sistemas idealistas estuvieran siempre de parte de los poderosos o que éstos se apoyaran en ellos por considerarlos más aptos para seguir dominando. Ni que los sistemas materialistas defendieran siempre al pueblo o que éste viera en ellos a un sistema libertador. A no ser que Demócrito, Epicuro, etc., sean designados «a priori» como pueblo, y Nerón, Calígula, etc., como idealistas platónicos. La razón enmascarada de estos juicios tan apresurados y partidistas, laudatorios para unos y reprobatorios para otros, es que los primeros rechazan toda vinculación religiosa y en bastantes de los segundos hay una apelación a una realidad trascendente como justificación metafísica de lo que, por su misma limitación y caducidad, se presenta sin fundamento de ser por sí mismo.

Por lo demás, las «geniales intuiciones» atribuidas a Demócrito y Epicuro —descubrimiento del átomo como composición elemental de la materia y la ley de «declinación» de los átomos— como embriones de las actuales teorías físicas sobre el átomo y la energía, equivalen a desconocer —o pretender que se desconoce— el real significado del «átomo» de Demócrito frente al de la física atómica actual, y el de la «declinación» de los átomos de Epicuro frente a la teoría de la energía o a la entropía del Universo. Ese paralelismo y homogeneidad entre esas dos parejas de conceptos sólo está en la mente del autor comentado o en su pretensión de que lo esté en las de los que le escuchan. Por fuerza debe ser fallido el intento de algunos marxistas —entre los que parecen encontrarse nuestros autores— de establecer un nexo entre el materialismo marxista y el materialismo antiguo, y más concretamente el democriteo. Del materialismo de Demócrito al de Marx hay un abismo. Del concepto inmanentista de materia como actividad sensible que funda el sistema de Marx, no encontramos el más ligero rastro, el más débil antecedente, en el materialismo antiguo. El mismo Marx criticó duramente a los materialistas no dialécticos o vulgares. Más acertado, sin embargo, es el juicio de nuestros autores acerca de la influencia de la teoría del conocimiento democriteo en la gnoseología marxista; lo cual supone una de las más llamativas fracturas internas del sistema (vid. para este punto la recensión a Lenin, Materialismo y Empirio-criticismo).

CAPÍTULOS VII Y VIII

Los capítulos VII y VIII, cuyos autores son R. Garaudy y Emile Bottigelli, respectivamente, están dedicados al examen de la filosofía hegeliana el primero y al de la obra de Feuerbach el segundo, especialmente en lo que se refiere a la crítica que este último escritor hace de la idea de Dios y de la Religión. Llevan por título: La herencia hegeliana y La crítica religiosa de Feuerbach y su influencia.

Tanto uno como otro capítulo no hacen sino recoger la interpretación que de estos autores hace Marx en aquellos elementos y de la forma que le fueron útiles a su doctrina, así como la crítica que el propio Marx dirigió a ambos pensadores por inconsecuentes o incompletos. Como en estos capítulos no se aporta nada nuevo respecto a lo que Marx dice sobre tales temas, no parece necesario exponer su contenido, pues en recensiones aparece tanto la asimilación por Marx —y su correspondiente crítica— de la doctrina hegeliana, como la de los elementos fundamentales que, en el pensamiento de Feuerbach, hay sobre la idea de Dios y la influencia de ésta en la actitud del hombre ante sí mismo, ante los demás y frente al mundo.

Valoración crítica a los capítulos VII y VIII.

Como se acaba de indicar, estos capítulos tienen como objeto exponer brevemente la dosis de hegelianismo —con su correspondiente correctivo materialista— que se encuentra en el pensamiento de Marx, así como la aportación que Feuerbach hace al marxismo, sobre todo en lo que se refiere a la crítica radical de la religión y de la idea de Dios.

En la Introducción General a estas recensiones, pp. 40-44, puede leerse, en síntesis, lo referente a este tema. Pero conviene insistir, aquí también, en que tanto Hegel como Feuerbach sirven a Marx para hacer del hombre un absoluto, creador de sí mismo por el obrar y liberado de cualquier vinculación que lo subordine a un orden más alto que él mismo.

Pero ese es, justamente, el problema que queda en el marxismo —igual que en sus antecesores— sin resolver: ¿por qué es, y por qué es como es, la realidad —de la naturaleza, del hombre, de su historia, de la sociedad, etc.— y no de otra manera? ¿Cuál es la justificación última de su existir? Describir una concepción —por grandiosa que ésta se presente— que abarca la totalidad de las cosas no es, desde el punto de vista racional, justificarla, pues el elemento primero de que se parte, el eterno devenir queda sin explicación suficiente; es tenido como un presupuesto evidente. Es evidente —o puede serlo— el que se dé, pero no lo es, ni mucho menos, el porqué se da.

Como tampoco se justifica, científicamente, la adopción hegeliana y el giro materialista que se da al pensamiento de Hegel, es decir, la misma síntesis de materialismo y dialéctica.

En el último capítulo, dedicado a la dialéctica, haremos algunas reflexiones sobre este tema que es, en resumidas cuentas, el elemento del pensamiento de Hegel recogido por Marx y el armazón interno de todo su sistema.

(Cfr. también la valoración crítica que en la correspondiente recensión, se hace a Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho, de K. Marx, pp. 14-20).

CAPÍTULO IX

El capítulo IX, elaborado por R. Garaudy, tiene como tema único el estudio del concepto de la enajenación (alienación), «concepto central de la filosofía marxista» (p. 197).

Garaudy recuerda que Marx aborda este tema en sus Manuscritos de 1844, en La ideología alemana, y de modo científico en El Capital. Por eso este capítulo IX lleva por título La enajenación.

Todo parece indicar que en el estudio que Garaudy dedica a este concepto no hace sino sistematizar lo que ya Marx dejó dicho sobre el tema.

El capítulo está dividido en cuatro apartados con los siguientes títulos:

1. Concepto de enajenación.

2. Análisis y orígenes del concepto de enajenación.

3. El concepto marxista de la enajenación o su desarrollo científico.

4. Lugar y papel de la enajenación en el marxismo-leninismo.

1. Las razones de su importancia en la filosofía marxista que apunta Garaudy son:

a) La de evitar deformaciones positivas del marxismo y permitir una crítica radical del positivismo.

b) La de permitir un conocimiento profundo del verdadero sentido de la economía marxista y algunos de sus elementos más característicos: teoría de la mercancía y del dinero, teoría de la acumulación capitalista, de la explotación de la clase obrera, del Estado, etc.

c) La de estar en el centro de la crítica marxista de la Religión.

d) La de ser el concepto central de la moral marxista y, por eso, permitir la comprensión del comunismo como desarrollo del «hombre total».

Otra razón que presenta Garaudy acerca de la importancia de la debida delimitación del concepto de enajenación es la de impedir que de él se apoderen los adversarios del marxismo y hagan de él un uso «idealista» o pretendan presentar al marxismo, en nombre de una falsa interpretación de la enajenación, como mera exigencia moral, despojado de su carácter científico.

2.1. El análisis de la enajenación es «el punto de confluencia en Marx de la filosofía alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés» (p. 198).

Este autor, interpretando a Marx, afirma que:

a) La enajenación tiene primero una significación filosófica, al constituir antes que nada la pérdida, por el hombre, de lo que es su propia esencia y, por tanto, del dominio del objeto por el sujeto. Dice Marx: «Cuanto más gasta el obrero trabajando, más poderoso se hace el mundo objetivo que él crea a su alrededor y tanto más pobres se hacen él y su mundo interior, al mismo tiempo que son menos los objetos que le pertenecen como propios. Se comprueba el mismo fenómeno en la Religión. Cuanto más se fía el hombre de Dios, menos se posee a sí mismo» (p. 198). Garaudy da la definición filosófica de enajenación recogida de Marx: «El acto propio del hombre se convierte, para él, en un poder extraño que le subyuga en lugar de sometérsele» (La ideología alemana) (p. 199).

b) Posteriormente, se reviste de significación económica y jurídica: «transmisión a otra persona de una propiedad» (p 199). Dentro de esta significación económica de la enajenación, formula Marx la ley del desarrollo de la sociedad capitalista o ley de la depauperación absoluta de la clase obrera: «una parte cada vez mayor de la vida del trabajador es devorada por una función de asalariado del capital» (p. 200).

c) Por último, la enajenación tiene una significación revolucionaria: si nació con la propiedad privada, sólo desaparecerá cuando desaparezca la propiedad, por el comunismo: «El comunismo —escribe Marx—, supresión positiva de la propiedad privada, que es enajenación del hombre, es, por lo mismo, apropiación real del ser humano, por el hombre y para el hombre» (p. 200). Superar la enajenación exige, pues, no esforzarse en mejorar un régimen capitalista en favor de mayores salarios, sino luchar para cambiarlo.

2.2. Los orígenes del concepto de enajenación en la doctrina marxista hay que buscarlos —desde el punto de vista filosófico— en Hegel y Feuerbach. El estudio de los economistas ingleses, particularmente Adam Smith, le lleva a su aplicación al campo económico. Pero la enajenación según Hegel, aunque puede ser dominada, siempre emerge, pues confunde objetividad y enajenación.

Para Marx la enajenación no es eterna: puede ser dominada, no por el pensamiento, como en Hegel, sino con la acción y la lucha revolucionaria. El proceso de cambio del concepto de enajenación desde Hegel a Marx es tributario de Feuerbach y pasa por él:

a) Por hacer una crítica sistemática de la enajenación religiosa, al demostrar que Dios no creó al hombre, sino que el hombre crea a los dioses, multiplicando hasta lo absoluto sus propias cualidades y posibilidades.

b) Por hacer, después, una crítica de la enajenación filosófica, o sea, la crítica de la especulación y del Idealismo: enajenación del conocimiento por la abstracción que aparta al hombre de la realidad. Y el verdadero punto de partida de la filosofía no es el pensamiento, sino la materia.

Estas indudables aportaciones de Feuerbach, en favor de la clarificación del concepto del que se viene hablando, «no debe hacer olvidar las limitaciones del humanismo de Feuerbach» (p. 206), pues:

— Su humanismo permanece contemplativo y no parte ni forma parte de la actividad práctica de los hombres, sólo de su pensamiento e ilusiones.

—Su materialismo es antropológico. Supone una naturaleza humana situada más allá de la historia y con independencia de ella.

Marx llevará la enajenación a su exacto concepto al tomar la práctica como eje del análisis de la enajenación y devolver al hombre su dimensión esencialmente histórica.

3. Marx está capacitado para superar a Hegel y Feuerbach al ligar estrechamente Filosofía y Economía política con la práctica revolucionaria de la clase obrera. Sólo desde la perspectiva de esa lucha, Marx alcanza una concepción nueva de la economía política y de la Filosofía en su conjunto y unidad.

(Ese será uno de los puntos más débiles del pensamiento de Marx, que alcanzó a ver él mismo, pero del que —fiel a sí mismo— no pudo salir).

a) En primer lugar, analiza y critica la economía política inglesa desde el concepto filosófico de enajenación. Luego se apoya en los análisis y crítica de la misma para volver esa crítica contra la filosofía de Hegel, mostrándola como un producto del pensamiento burgués.

b) Marx, posteriormente, destaca tres aspectos esenciales de la enajenación económica:

— La del producto del trabajo que no pertenecerá al obrero, sino que pasará, como mercancía, al dueño de los medios de producción;

— la del trabajo mismo, cuyos propósitos y méritos quedan en manos del dueño de los medios de producción. El trabajo se vuelve abstracto, no personal;

— la del hombre, que deja de ser un fin para convertirse en medio de producción, y también en manos, por tanto, del dueño de esos medios.

c) De esta enajenación económica brotan las restantes: la política y la del Estado.

d) Por esta misma razón se hace imperiosamente necesaria la lucha revolucionaria de la clase obrera: sin ella no alcanzará el hombre su libertad, y sin libertad no llegará a ser hombre. La conquista del poder —dictadura del proletariado— es el camino que hay que recorrer para llegar a esa libertad. «El estudio marxista de la enajenación muestra que el socialismo no es —no debe ser— utópico o ilusorio; es, por el contrario, el fin obligado de la lucha revolucionaria del proletariado. La necesidad de esta lucha y su inevitable victoria tienen base científica» (p. 210). De ahí también que la fase de lucha y dictadura del proletariado es fase necesaria, pero habrá de ser, al fin, superada.

4. Para Marx la dialéctica interna del desarrollo económico engendra, necesariamente, la enajenación y esto obliga a la superación de sus contradicciones por el paso del capitalismo al socialismo marxista.

Del concepto de enajenación, tal como es formulado por Marx, se llega a la ley de la depauperación relativa y absoluta de la clase obrera, tal como es enunciada o descrita por el propio Marx: «La miseria del obrero aumenta en razón directa del poder y la importancia de la que produce».

«El obrero se empobrece a medida que produce riquezas (...). Cuanto más mercancías produce, más se convierte él mismo en una mercancía vil. La desvalorización de los hombres aumenta en razón directa de la valorización de los objetos».

«Cuanto más objetos produce el obrero, menos puede poseer y cae más bajo el dominio de su productor, que es el capital» (El trabajo enajenado) (p. 212).

Así lo que se produce, maravilla para los ricos, es despojo para el obrero.

La enajenación despliega sus consecuencias: lleva a la división del trabajo, técnica y social, conduce al «descuartizamiento del hombre»; separa a la ciudad del campo, al trabajo intelectual del manual; el Estado se vuelve contra el trabajador, por ser instrumento en manos de los poderosos para seguir siendo poderosos; se llega a la desunión de los hombres entre sí al faltar lo que específicamente los une: lo que tienen de humanos. La distancia entre las necesidades históricamente definidas del trabajador y los medios que tienen para satisfacerla es creciente: ésta es la exacta formulación de la ley de depauperación absoluta.

La enajenación muestra su faz desnuda al considerar que al hombre se le despoja de lo que le hace ser hombre: su acción, su trabajo, el «hacer» sobre la naturaleza. Por eso el hombre no puede ser más que destruyendo las leyes de hierro del tener» (p. 215); tal es la exigencia revolucionaria del proletariado. Vivir es, para un trabajador, luchar contra un régimen dominado por la ley de la depauperación que le deshumaniza.

El comunismo no es, pues, según Marx, una generalización del tener, sino una realización del ser (hacerse) del hombre, sólo conquistable al precio de la revolución del proletariado.

(La necesidad —subrayada por la ley dialéctica que rige naturaleza e historia— con que es engendrada la enajenación, encaja mal con la incitación —en el plano humano— a la revolución, pues si es necesaria ya está determinada, internamente, a la aparición del socialismo, sin necesidad de acción revolucionaria.)

El fruto de esta lucha victoriosa contra la enajenación es el «hombre total», que lo es por haber superado toda forma de desdoblamiento y división interna y con los demás.

Así describe el autor, recogiendo de paso palabras de Marx, el futuro al que llegará la superación de toda enajenación por la lucha del proletariado:

«Sólo el comunismo, al superar todas las contradicciones que mutilaban a los hombres y encajonaban a la humanidad, pone de cierta manera, a cada hombre en comunicación con todos los demás, le hace capaz de gozar de la producción de todos y desarrollarse a sí mismo en las creaciones de cada uno (...) “la dependencia universal, forma propia de la cooperación universal de los individuos a través de la Historia, es transformada por la revolución comunista en control y dominio consciente de esos poderes que, producidos por la acción recíproca de los hombres entre sí, se han impuesto hasta ahora a ellos y los ha dominado como poderes absolutamente extraños”»

«La realización de un hombre completo, armonioso, que fue la ambición del humanismo burgués, dejará de ser un ideal para hacerse una realidad cuando la organización comunista de la sociedad ponga fin a una forma de división del trabajo, que precisamente exige individuos incompletos, parcelados, mutilados (...). El individuo 'despedazado' será reemplazado por un individuo integral que sabe hacer frente a las exigencias más diversificadas del trabajo y da, en funciones alternas, un libre impulso a la diversidad de sus capacidades naturales o adquiridas» (pp. 218-219).

Valoración crítica al capítulo IX

Este capítulo —uno de los que con más claridad expone un tema capital del pensamiento marxista— enumera las cinco alienaciones que, según Marx, deben ser eliminadas para establecer la sociedad futura. Tales alienaciones no están yuxtapuestas, sino que se entrelazan y, mutua e inexorablemente se condicionan. La primera enunciada, la religiosa, vendría a ser la superestructura de todas las demás; y la económica, la que subyace en el extracto más hondo de todo el conjunto, pues son los factores económicos los únicos que, en el pensamiento marxista, determinan el ser del hombre.

En síntesis —y siguiendo fielmente a Marx— Garaudy presenta así la cuestión: para negar a Dios —suprema alienación que abraza a todas las demás como una muralla defensora— hay que negar los presupuestos filosóficos que lo justifican —alienación filosófica— que, a su vez, deben apoyarse en la inamovilidad de una estructura política que los defiende —el Estado, como alienación política— y que mutuamente se apoyan (pues ambos poseen las cualidades de «inmovilidad» y alejamiento de la realidad cambiante); el Estado, como realidad alienante, se «instala» con carácter definitivo en virtud del predominio de una de las dos irreductibles clases en que se divide la sociedad —burguesía y proletariado—, división sólo sostenible en nombre y por el predominio dialéctico —alienación social— de la primera sobre la segunda; y esto gracias a la «apropiación» de lo que el pueblo produce: los bienes de consumo y de producción. Esta propiedad privada es la alienación económica.

De ahí que:

a) No cabe, como pretenden algunos, aceptar del pensamiento marxista el concepto de la alienación económica y rechazar las demás, ni siquiera alguna de ellas. Para Marx, si se acepta una, han de aceptarse las demás, íntimamente implicadas y exigiéndose unas a otras. Pero si se niega como alienación una de ellas —la religiosa, por ejemplo— dejan inmediatamente de tener ese exclusivo carácter alienante las otras.

b) De esto se sigue, por otra parte, el ateísmo constitutivo del marxismo, absolutamente opuesto a la verdad natural sobre Dios y a la Revelación. El marxismo es una radical negación de cualquier sistema que reconozca a Dios. Precisamente, dejar bien claro este hecho es una de las tareas que, a lo largo de la obra comentada se proponen sus autores.

c) Late, en el fondo, una identidad entre bien del hombre y bienes materiales; no en balde es algo que recorre todo el pensamiento de Marx. El disfrute de todos estos bienes por todos los hombres es presentado como término final de esta lucha contra la enajenación. Lo cual supone, por una parte, una gran coherencia con el sistema —ya que el hombre es para aquel un momento del proceso del materialismo histórico y el resultado de sus obras en favor de unas formas económicas de existencia ideales—, pero a la vez y por lo mismo, un brutal empobrecimiento del ser humano, reducido a la escala de los seres que para cumplir su fin les basta la satisfacción de necesidades primarias, físicas y materiales.

d) La concatenación de las distintas enajenaciones es descrita de tal manera, que el hombre se nos ofrece como una realidad físicamente determinada por las condiciones existentes en cada momento de la historia: su libertad —posibilidad de autodecisión— no aparece en ningún momento. La libertad de la que hablan los marxistas no es esa capacidad de autodeterminación, sino la identidad buscada entre el sujeto y sus operaciones (cfr. Introducción General a estas Recensiones, p. 39). Y tal identidad sólo se operará por la fuerza misma de la dialéctica histórica. Identidad que, por otra parte, corresponde sólo a Dios. Por eso han visto bien claro los marxistas que la religión implica finitud del hombre en su singularidad y en su colectividad. Por rechazar tal finitud, necesitan dar un carácter alienante a la realidad divina. Pero el resultado —y siguiendo la propia reflexión marxista— no es la conquista total de la persona, sino su anulación en aras de la abstracta humanidad que convierte, a cada singular humano, en un momento de su proceso. De paso, e inconscientemente, se cuela en el marxismo la abstracción tan aborrecida por él.

e) La noción marxista de Estado, de la que deriva su carácter alienante es apriorística, pues ni se puede afirmar en general que todo Estado —no marxista, se entiende— ha de explicarse como sustentador y justificativo de la división hostil de clases, ni se puede tampoco afirmar —lo contrario es un abuso anticientífico, una violencia al conocimiento riguroso de la historia— que siempre haya sido órgano de opresión. Antes al contrario, una vez probada la libertad del hombre como elemento constitutivo de su ser, se deriva la conveniencia del Estado como institución que garantiza los derechos y deberes humanos y como subsidiario de las iniciativas privadas y libres —responsables— de los individuos constituidos en sociedad.

f) La absolutización del hombre —cfr. Introducción General, p. 18— por parte del marxismo, que lleva a rechazar el carácter metafísico —creatural— del mundo, es la que fuerza a tal sistema al a priori en que incurre al formular las diversas alienaciones como explicación «real» de la marcha de la historia. Pero esa presentación del hombre como ser único y terminal de una evolución es, precisamente, lo que habría que justificar.

g) El binomio burguesía-proletariado, términos sociales de la dialéctica marxista es, desde un análisis histórico, arbitrario y simplista. Su punto flaco, desde la interioridad del sistema de Marx, es que con el triunfo del proletariado la dialéctica desaparece o, por el contrario, el proletariado se transforma en clase dominante frente a otra nueva oprimida, con lo que la «sociedad sin clases» anunciada por Marx y justificadora de su revolución no llegará a darse nunca en la historia. Dicho de otra manera, el marxismo, internamente, es contrario al comunismo.

La Iglesia ha visto claro —al reafirmar la necesidad y conveniencia de la propiedad privada frente al marxismo— que no es sólo un reparto justo de los bienes lo que está en juego. Tanto para Ella, como para el marxismo, lo que se debate en el fondo es una concepción integral del hombre, de la vida, de la historia y, por tanto, del sentido último de la realidad entera. Es imposible, pues, abrazar el marxismo como sistema económico, con la pretensión de rechazarlo en lo demás.

Para un estudio más minucioso sobre el tema de la enajenación en Marx, cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit., pp. 66-71.

Por último, la descripción de este proceso dialéctico, que se resuelve en la disolución de clases contrarias, muestra a las claras —dentro del pensamiento marxista— su carácter utópico y contradictorio, pues, en rigor, y en nombre de sus propios postulados, la realidad o es siempre dialéctica y entonces el proceso es inacabable (irrealizable ese fin pretendido por el marxismo) o se alcanza ese fin, pero entonces el carácter dialéctico de la materia y de la historia no es tal. La irreductibilidad de este dilema pone de manifiesto la arbitrariedad de interpretación con que se manejan los datos de donde pretenden extraer sus conclusiones.

Como para abordar este tema, íntimamente conectado con el de la dialéctica, se necesita el conocimiento de ésta, reservaremos al capítulo que la examina las reflexiones adecuadas.

CAPÍTULO X

El capítulo X, elaborado por Guy Besse, lleva por título La práctica social, fuente y criterio de conocimiento. Está dividido en los siguientes apartados:

1. Introducción.

2. ¿Qué entendemos por «práctica»?

3. El trabajo, forma fundamental de la práctica social.

4. Una forma decisiva de la práctica social: la lucha de clases.

5. La ciencia y la moral como formas de la práctica social.

6. Actividad humana y conocimiento.

7. Crítica del idealismo.

8. Crítica del materialismo metafísico.

9. Práctica y conocimiento.

10. Conclusión.

1. Tan sólo sirve para plantear el hecho de que la doctrina marxista-leninista, como concepción del mundo y del hombre en el mundo, se funda en la actividad práctica de la humanidad sobre la naturaleza en su más amplio sentido.

2. Más que una definición de práctica, en este parágrafo se describe lo que la práctica significa, y se descalifican, en breve análisis, aquellas doctrinas que no la tienen en cuenta: por ejemplo, para la teología existe una naturaleza humana provista de cualidades definida una vez por todas. Todo el hombre está sumido en la Historia, y su actividad histórica es una manifestación del hombre. Pero éste no posee el poder de modificarse fundamentalmente en lo que es.

Ningún sistema filosófico, anterior a Marx, ha supuesto cambio esencial en este concepto. Ni Hegel que, aun admitiendo la identificación de Historia y hombre, considera a aquélla de modo idealista, como manifestación del Espíritu; tampoco, pues, rompió del todo con la teología.

Para Marx la «práctica» es constitutiva de la humanidad concreta. Esta, así, se crea y transforma indefinidamente. No hay Humanidad anterior a la propia historia.

No debe entenderse, sin embargo, la «práctica como la acción del hombre concreto y aislado. Lo que hace que el hombre sea humano es el conjunto de las relaciones sociales, su participación concreta en la vida social. La práctica es, pues, práctica social.

(Esto parece un anuncio velado de la ambición del hombre singular en aras de la colectividad abstracta.)

Posee dos caracteres fundamentales:     

a) Acción recíproca del hombre sobre el hombre: relaciones del hombre con la naturaleza y relaciones del hombre con el hombre o de la humanidad consigo misma. Son otras tantas relaciones prácticas.

b) La práctica social implica, en un momento dado, toda la Historia anterior.

La práctica se presenta como el conjunto de formas de actividad de las que el hombre es capaz, la histórica y social, incluida la teoría, pues ella misma es impensable separada de las otras. El pensamiento, que por las filosofías idealistas es considerado como principio primero que explica el resto, es de hecho, un acto social, encuadrado en las condiciones sociales concretas de donde surge.

Analizar la práctica supondría hacerlo con todas las manifestaciones de la realidad humana. Y esta es inconcebible, en su concreción histórica de cada momento, sin el trabajo: «El trabajo ha creado al hombre mismo» (Engels, Dialéctica de la naturaleza).

3. Las primeras razones que se presentan para estimar el trabajo como forma fundamental de la práctica no son ya las más inmediatas: dominio de la naturaleza, base misma de la existencia social, etc.

a) La configuración física del hombre es la de un individuo apto para el trabajo: posición, forma de marcha, estructura de la mano, posibilidad de pluralidad inmensa de actividades, desarrollo cerebral. Pero no debe entenderse que estas condiciones han hecho posible el trabajo; también éste ha modificado estructuralmente al hombre para posibilitarlo en su actividad. Es un proceso incesante de interacción mutua.

b) Igual sucede en el plano intelectual. Por la psicología más avanzada se sabe el papel que el lenguaje ha jugado en la formación de la conciencia. Pero, más aún, Marx y Engels muestran cómo la formación y progreso del lenguaje están condicionados por el trabajo social: la necesidad de comunicación en el trabajo ha hecho nacer la palabra.

(De estos pretendidos condicionamientos se concluye que el hombre es creación de su trabajo. Pero ser condicionado no es ser creado: no es lo mismo causa que condición.)

Por eso se puede decir que «el trabajo, forma fundamental de la práctica social, es verdaderamente el crisol de la humanidad» (p. 225).

4. El trabajo desencadena dos fenómenos: las fuerzas productivas (relaciones del hombre con la naturaleza) y relaciones de producción (las de los trabajadores entre sí).

Éstas se han caracterizado siempre por el enfrentamiento de las clases sociales, lucha que domina y determina la Historia de la humanidad y es una forma histórica más de la práctica social, hasta el momento en que esta lucha desemboque en el inexorable triunfo de una de ellas, la obrera, que instaurará al fin una sociedad sin clases.

La lucha de clases permitió a la clase obrera tomar conciencia de su fuerza histórica, primero espontánea, luego científica. Esta lucha fue y es la forma definitiva de la práctica social para el proletariado, pues al darle conocimiento de su capacidad de combate en todos los planos, le permite erigirse en sujeto decisivo de la Historia, que es a lo que está llamado por la propia dialéctica histórica.

La experiencia les enseñó, en primer lugar, la necesidad de asociación por medio de la huelga y de los sindicatos. Después la elaboración de una ciencia sobre sí mismo y su sentido ante la Historia, por la comprensión del sentido de ésta; de ahí nace el «materialismo histórico», fundado por Marx y Engels quienes, por último, han logrado crear la «conciencia socialista», o sea, el convencimiento de que después de la lucha de clases habrá de realizarse una revolución transformadora de las relaciones de producción capitalista, la destrucción de éstas y del Estado burgués que las protege, hasta la creación de una sociedad sin clases.

En resumen:

a) La lucha de clases es forma decisiva de la práctica social.

b) Entraña una transformación a fondo de la conciencia de los trabajadores; este cambio eleva y perfecciona el nivel de la lucha.

c) La práctica es la madre de la teoría: sin la primera no hubiera llegado a elaborarse científicamente el materialismo histórico. Pero, a la inversa, la teoría aclara y fecunda la práctica. Así, sólo dirigido el proletariado por el partido revolucionario, se puede con eficacia cumplir la misión histórica a él encomendada.

5. La ciencia, como ya se ha visto, no es independiente de la práctica: hay relación objetiva entre ambas. Cualquier intento de separarlas debe ser ya considerado como sospechoso. La ciencia es, incluso, forma de práctica social desde tres puntos de vista:

a) El desarrollo de las fuerzas productivas plantea problemas científicos.

b) Las relaciones de producción ejercen influjo en el desarrollo de la ciencia: el feudalismo, el capitalismo, condicionaban la orientación y los resultados de la ciencia. Sólo el socialismo instaura un orden social inmejorable para la expansión científica.

c) El desarrollo científico es solidario con el conjunto de las instituciones sociales y con las luchas ideológicas planteadas en un momento dado.

Las consecuencias que esto acarrea son numerosas. Se citan a modo de ejemplo:

a) El porvenir de la ciencia va ligado inseparablemente al de la clase obrera.

b) El científico no puede soslayar los problemas cotidianos que se plantean en la sociedad. El científico debe seguir la suerte de la sociedad y ponerse al servicio de la práctica social. Sirviéndola, sirve a la ciencia.

(Como puede observarse, de las premisas arriba asentadas no es riguroso sacar tales conclusiones.)

En cuanto a la moral, debe decirse lo mismo que sobre la ciencia: no es un conjunto de principios previos a la historia —concepción de origen religioso—, sino una forma de la práctica social, fruto de la dialéctica de las relaciones, engendrada y transformada evolutivamente por ella. El hombre, según Marx y Engels, a la vez que se crea por el trabajo, crea sus condiciones materiales y se da una conciencia o vida espiritual. La fuente de los valores morales es, pues, la humanidad históricamente definida, en lucha con los problemas diarios que la práctica social suscita.

(¿Qué sentido tiene hablar de vida espiritual para los que son materialistas a ultranza?)

De modo general, se puede decir que una clase, al luchar por derribar a otro dirigente, o ésta para mantenerse en el poder, forjan concepciones morales que les impulsen en tal combate y por tanto, son reflejo de esta lucha y la refuerzan.

En el caso concreto del marxismo-leninismo sucede igual: la moral revolucionaria es arma al servicio de la revolución socialista. La diferencia con las restantes es que, al estar al servicio de la única práctica social válida, es también la única verdadera; acomodándose a ella, el marxismo está en condiciones de cambiar la faz del mundo.

6. La concepción marxista sobre el conocimiento difiere de todas las que le precedieron. En éstas, conocer es comprender la naturaleza por un lado y el pensamiento por otro. Para el marxismo, conocimiento es la transformación de la naturaleza por el hombre: la historia del pensamiento ha crecido a medida que el hombre ha aprendido a transformar la naturaleza.

Si, como antes se veía, conocer es una forma de práctica social, el marxismo modifica esencialmente los datos del problema, resolviendo de una vez por todas la pretendida e irreductible antinomia de las dos concepciones hasta entonces presentes en la historia: idealismo y materialismo (que antes del marxismo estaba impregnado de «metafísica»).

7. En todo idealismo, desde Platón hasta hoy, se darían los siguientes elementos:

a) La experiencia no es fuente de conocimiento.

b) La fuente de conocimiento sobrepasa infinitamente la experiencia, pues es idea o espíritu.

c) La potencia intelectual existe independiente de la experiencia. Ésta es, a lo más, el medio por el que se manifiesta el espíritu cognoscente. Pero el espíritu es un a priori en relación con la experiencia.

En capítulos precedentes ya se vio el modo marxista de afrontar la crítica del idealismo. Éste, en síntesis, se apoya en:

a) Aislamiento arbitrario de pensamiento y conjunto de procesos que constituyen la humanidad concreta, como si el espíritu pudiese preexistir en estado puro.

(Pero eso no es válido más que para el verdadero idealismo, no para otras filosofías que se incluyen en este grupo simplemente porque no son matemáticas.)

b) La historia es desarrollo del espíritu. El espíritu, pues, no sale de sí mismo: es pensamiento que se piensa.

Pero esta visión contradice:

a) El hecho irrefutable de las transformaciones materiales que la humanidad ha impuesto al universo.

b) El conocimiento no es ciencia de la idea, sino sólo del universo material y humano. La idea es sólo su expresión teórica.

c) La ciencia —ya se vio antes— es teoría fundada en la práctica, y surgida de ella y por ella corregida incesantemente.

No se puede, con todo, desconocer las aportaciones positivas del idealismo, especialmente las de Hegel al afirmar que el conocimiento está en incesante progreso dialéctico; aspecto siempre desconocido por el materialismo pre-marxista. En síntesis: «El carácter rectilíneo y unilateral, la petrificación y la osificación, el subjetivismo y la ceguera subjetiva, he ahí las raíces gnoseológicas del idealismo» (Lenin, Cuadernos filosóficos, p. 235).

8. En el materialismo pre-marxista se observa, como elemento principal, la consideración de la cosa como objeto separado del sujeto que lo conoce. Es un materialismo pero teñido de «metafísica» porque:

a) Reconoce en el hombre un ser salido de la animalidad del cosmos y no de las manos de Dios y, por tanto, sólo tiene en cuenta las realidades sensibles.

b) Pero no es bastante materialista, por no afirmar como elemento esencial la dialéctica de las relaciones entre el hombre y la naturaleza y, por eso mismo, de la historia. Lo metafísico de este materialismo es justamente el desconocimiento de esta acción recíproca de todos los elementos del universo.

c) Aunque admite como única fuente de conocimiento la experiencia sensible, no incluye en ésta —y por eso la empobrece— la parte activa de dicha experiencia: la experiencia práctica forma y potencia la sensible. Sensibilidad y actividad están en perpetua interacción. A la par que sensibilidad y experiencia humana vienen determinadas por el influjo de la naturaleza exterior.

(No acaba de verse la coherencia de estas explicaciones con la tesis de Engels, Lenin, etc., del conocimiento como puro calco «fotográfico» de lo que aparece ante los sentidos.)

Resumiendo: sólo el materialismo dialéctico puede hacer comprender el paso de lo sensible a lo conceptual. Antes de él, el idealismo siempre tuvo razones óptimas para combatir al materialismo metafísico, ya que éste no reunía condiciones para explicar satisfactoriamente la actividad del sujeto.

(Ése es precisamente uno de los problemas no resueltos —por mucho que lo afirme el autor— por el marxismo: ¿cómo pasan de la «fotografía» en que consistiría el conocimiento a la idea o concepto?)

9. Invalidados, por insuficientes, los dos sistemas anteriores, el materialismo marxista aporta la solución del problema del conocimiento, en su esencial relación con la práctica:

a) La práctica tiene por resultado transformar el medio, a través del uso de herramientas y técnicas cada vez más perfeccionadas: es el punto de partida del conocimiento.

b) Es la acción sobre el medio lo que pone en marcha al pensamiento y crea las condiciones propicias al conocimiento para la formación de conceptos cada vez más ricos a lo largo de la historia.

c) La sensación, por sí misma, es limitada y parcial, por darse en un determinado espacio y tiempo: no llega a hacer comprensible las relaciones entre cosas, hombres y fenómenos. Sólo la práctica, adquirida poco a poco, permite irlas estableciendo por el dominio del mundo. Esta conquista se realiza progresivamente, a medida que la práctica facilita el conocimiento. Así, pues, la representación conceptual de espacio, tiempo u otras realidades es expresión de una conquista histórica, de una práctica.

d) El trabajo, forma fundamental de la práctica, juega un papel primordial en el paso de lo sensible a lo conceptual. Sus operaciones son:

— Analíticas: la técnica no deja intacta la naturaleza. La divide, transforma y prefigura lo que será después la ciencia que se tendrá, al fin, de ella.

— Sintéticas: unifican y coordinan lo que en la naturaleza estaba separado.

e) El modo de sobrepasar la experiencia sensible y llegar a la expresión conceptual, está en formar relaciones cada vez más generalizadas: ligar las sensaciones unas con otras, organizarlas cada vez más coherentemente en un todo con nombre preciso. Estas relaciones abstractas no pueden surgir más que en la actividad del hombre en el trabajo, según se ha visto. Así la práctica constante de la humanidad se constituye base objetiva de las operaciones mentales.

f) El alcance de la práctica es ilimitado: si por un lado es repetición —que lleva al conocimiento— por otro es innovación. Toda invención no es milagro, sino fruto de práctica paciente que, de pronto, adquiere forma inédita; la cantidad se transforma en cualidad, y la acumulación de experiencias acaba por suscitar, impulsada por la necesidad, una innovación que, en lo sucesivo, se generalizará. Así es como se han logrado los grandes avances en los más variados campos de la investigación.

g) Toda ciencia, por abstracta que parezca, supone, pues, y exige una previa y larga «práctica», una lucha del hombre con su medio natural y social. Especialmente las ciencias sociales: las luchas de clases son las que forzaron la investigación sobre la naturaleza de la sociedad, la monarquía, el Estado, sobre las leyes de la historia y las causas del florecimiento y decadencia de las civilizaciones, etc. De igual modo, las contradicciones de la sociedad capitalista —en especial la que hay entre el carácter cada vez más acentuadamente privado de la propiedad y el carácter cada vez más social de la producción— dan origen a la especulación sobre estos temas que sólo con el advenimiento del socialismo científico —fruto, a su vez, de especiales condiciones sociales— tienen cumplida respuesta.

h) Así, con Marx y Engels, se llega a la comprensión del proletariado y su misión. Esta ciencia es, según eso, sólo inteligible desde las coordenadas históricas que la enmarcan, surgida para resolver problemas históricos, engendrados por la propia dialéctica de esa historia.

10. La conclusión de todo este capítulo parece clara:

a) El conocimiento científico tiene su origen en la práctica histórica de la humanidad. No se puede plantear el problema del conocimiento en abstracto, sino en el marco más verdadero de la práctica social.

b) De ahí que corresponda al hombre crear por la práctica aquellas condiciones que favorezcan un conocimiento cada vez más profundo de las soluciones adecuadas a los problemas que la historia plantea a las masas.

c) El papel del partido leninista es hacer inteligible a las masas la función que su práctica desempeña de cara a este conocimiento y suscitar las experiencias concretas —a través de las masas— para resolver, desde ellas, los problemas que aún quedan por aclarar.

d) Este conocimiento lleva a la liberación de la economía burguesa y de la religión.

Valoración crítica al capítulo X

Las tesis que, en resumen, se presentan en este capítulo son:

a) La «praxis» es inseparable y condicionante decisivo de todo conocimiento humano y válido.

b) La actividad principal del hombre para lograr dicho conocimiento es el trabajo y la lucha de clases que debe determinarlo, hasta que llegue la sociedad sin clases.

c) En ningún sistema fuera del marxismo se dan los presupuestos indicados en las dos anteriores afirmaciones.

En este capítulo se pone de manifiesto hasta qué punto el marxismo posee el carácter de sucedáneo de una fe cristiana perdida, sobre todo en el aspecto de ésta en que se exige mostrar con las obras la adhesión a unas verdades en las que se cree, en el del establecimiento de un futuro absoluto —Reino de los cielos— en el que todos serán en cierto modo iguales, pues lo más radicalmente constitutivo de cada uno habrá de ser lo que les hace iguales: la participación plenaria en una misma filiación divina; futuro para el hombre que depende, en buena medida, de la colaboración del creyente en favor del advenimiento del Reino de Dios.

Pero lo que, en el nivel de una fe, se acepta en nombre de la autoridad divina, se transforma en puros postulados indemostrables, en utopías futuras, en un círculo vicioso del que es imposible escapar cuando se trasladan esas realidades al terreno en que se mueve el marxismo.

Es un capítulo, como casi todos ellos, que se reduce a señalar con el dedo hechos: relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza; influencia de lo ya conocido sobre éstas en la acción —praxis— del hombre y, viceversa, influjo del obrar humano en los futuros conocimientos. Pero al radicalizar el sentido y explicación de estos datos por el marxismo, concluyendo que el trabajo, la praxis en general, es la única fuente de conocimiento e, incluso, el criterio de verdad, y hasta la creadora de la realidad humana, todo se convierte en pura gratuidad. Queda sin explicación la fuente interna —lo que hace capaz al hombre de captar la verdad que le solicita desde las cosas— y la fuente intrínseca a las cosas que las hace inteligibles para el hombre, es decir, la íntima relación y afinidad entre objeto y sujeto que posibilita la adecuación del segundo al primero, en que consiste la verdad y el conocimiento.

El marxismo se nos presenta —aquí con el problema del conocimiento— como un pensamiento que explica fragmentaria e inconsistentemente los problemas, sin llegar nunca a su fondo. Sus afirmaciones son categóricas allí donde deberían ser probadas. Por otra parte, la explicación marxista del conocimiento se encuentra —por su propio sistema— en un dilema imposible de resolver: para ser fiel al principio dialéctico debe apartarse del sensismo (conocimiento a partir exclusivamente del dato «fotográfico» aportado por los sentidos) y para seguir fiel a éste debe eludir la explicación dialéctica (que, en modo alguno, deriva de los sentidos) y que es, sin embargo, afirmada como el nervio mismo de la realidad, del conocer y, por eso mismo, del sistema total del marxismo.

En cuanto a conocimiento y acción, tal como son descritos en este capítulo, parecen ofrecerse como un círculo vicioso del que no se ve la forma de escapar: ¿es la «praxis» el origen del conocimiento, o es ésta el origen de aquél? Quizá respondan que la dialéctica lo explica con su famosa ascensión en espiral, pero, aparte de que la totalidad de esa espiral queda sin explicación, no se explica de ningún modo por qué es así y no de otra manera. La ausencia de un recurso a la metafísica —que busca en el ser de las cosas, y no en su mera descripción, la explicación última— bien puede ser la causa de esta gran aporía marxista de la relación conocimiento-acción. Tampoco se explica satisfactoriamente por qué el hombre es el único que extrae conocimientos de su actividad si es ésta la fuente de los mismos, a no ser que se reconozca que en él existe algo que le capacita para extraerlos, un en sí permanente en el hombre a lo largo de toda su historia. Pero entonces el hombre ya no es fruto exclusivo de su acción, creador de sí mismo, como afirma el marxismo. (Cfr. La recensión a la de Mao-Tse-Tung, Acerca de la praxis.)

Si permanece sin explicación debida el problema del conocimiento como fuente de la «praxis» y viceversa, el de la lucha de clases —con su posterior revolución y triunfo del proletariado— no es más que un caso particular, pero que es, precisamente, el que se pretende justificar con todo lo anterior. Pero una afirmación que se prueba con otra no razonada —más aún, contradictoria— queda, ipso facto, sin razones que abonen su validez.

Por lo que se refiere al resto del capítulo, nos encontramos con análisis de la historia —en este caso el del idealismo y materialismo pre-marxista— que pecan, como otros capítulos anteriores sobre el mismo tema, de unilateralidad y afirmaciones gratuitas.

El resumen al que llega como conclusión es, por demás, simplista. Pues si la práctica pone en marcha el pensamiento —su punto de partida— ¿qué hace que la práctica sea así y no de otra manera, qué es lo que fuerza a que la práctica humana sea específicamente humana y no animal? Si no es el pensamiento, quiere decir que éste brota, en un momento determinado de la historia, como una cuasicreación, algo contrario al marxismo para el que todo es devenir. Y no vale aquí aplicar la ley de los cambios cualitativos, sólo válidos en el hombre y según el pensamiento marxista una vez que éste es ya un dato de la historia y evoluciona como tal dentro de ella. Pero si es el pensamiento el que hace que la práctica sea humana y, por tanto, creadora de nuevas situaciones y motor de la dialéctica histórica, ya no es verdad que tal pensamiento haya tenido como punto de partida la acción y, mucho menos, uno de sus casos particulares, la lucha de clases. El naturalismo marxista está en contradicción con su dialéctica histórica.

Algo parecido cabría decir del modo en que explica la génesis de la expresión conceptual: ¿qué hay en el hombre que le permita salir de la sensación y de sus repeticiones, para establecer entre ellas un «sistema de relaciones cada vez más generalizado»? Esto sólo puede encontrar suficiente explicación planteando el problema del ser del hombre. La repetición de sensaciones —si sólo se aceptan éstas— no dará más que una yuxtaposición de las mismas, pero no puede justificar el que el hombre —a diferencia del animal— sea capaz de relacionar y expresar conceptualmente el resultado de estas relaciones. Por no aceptar un planteamiento metafísico, el marxismo habrá de recurrir a la afirmación del proceso transformador de lo cuantitativo en cualitativo, aserto que, como siempre, dejarán sin justificación.

CAPÍTULO XI

El capítulo XI, titulado Verdad relativa y Verdad absoluta y cuyo autor es el mismo que el del anterior, trata, como se desprende por el título, del concepto marxista de la verdad.

Los apartados en que se divide son:

1. Noción de la verdad.

2. Crítica del escepticismo.

3. Dialéctica de la verdad.

4. Error y verdad.

5. Conclusiones.

Como, en realidad, este capítulo no ofrece sustancial novedad con otros temas ya expuestos en capítulos anteriores, nos limitaremos a presentar el esquema que el propio autor ofrece al final del mismo.

1. La verdad es el acuerdo del pensamiento con lo real.

2. El escepticismo niega la posibilidad al pensamiento de enunciar alguna verdad. El materialismo dialéctico permite una crítica radical del mismo: demuestra que las sensaciones tienen por sostén objetivo al sistema nervioso y que su diversidad cualitativa es reflejo fiel de aquella otra del universo. Pero, además, la estructura de la sensibilidad del hombre viene condicionada por la historia de la humanidad, por la interacción de hombre y universo, hombre frente a hombre, hombre y sociedad.

(Condicionada, pero no creada que es, en realidad, lo que postula el marxismo.)

3. No conocemos de golpe todos los aspectos de la realidad: el conocimiento mismo forma parte de este proceso dialéctico.

Cada verdad es históricamente relativa, como relativo a su momento histórico es el conocimiento de la misma. Pero, a la vez, cada verdad no deja de poseer un aspecto o núcleo absoluto de la verdad. Por eso la verdad es simultáneamente absoluta y relativa. Como dice Lenin, «todo descubrimiento es un progreso del conocimiento objetivo y absoluto».

(La parcialidad en la captación de un aspecto de la realidad no tiene que ser necesariamente de la constitución dialéctica de la realidad, ni lo absoluto-relativo de ella fruto del progreso dialéctico del pensamiento.)

4. El materialismo dialéctico tiene una concepción dialéctica del error. Este consiste en tomar por el todo un aspecto del mismo, un momento del desarrollo por su totalidad.

a) Marxismo y relativismo.

El relativismo, sustentado por el revisionismo en política, aisla el momento relativo del conocimiento.

b) Idealismo y práctica social.

Su error consiste en separar del conjunto del conocimiento uno de sus momentos, el conceptual, y, abstraído, absolutizarlo subordinando a él toda la realidad.

Este proceso erróneo tiene su origen en las contradicciones de la práctica social.

5. Las conclusiones son:

a) Unir teoría y práctica.

b) Esta unión es condición suprema de toda ciencia. Por eso los comunistas fundan su acción y su pensamiento en el estudio objetivo de la práctica social en movimiento. Sólo la actividad de las masas resuelve —bajo la dirección del partido marxista-leninista— los grandes problemas de nuestro tiempo.

Valoración crítica al capítulo XI

Como se indicaba en la exposición de este capítulo, no ofrece novedad sustancial con otros, especialmente con el anterior.

Las observaciones hechas al capítulo X son también aplicables a éste.

Se podría, con todo, recordar que en lo referente al escepticismo no es el marxismo el único sistema que, en la historia, ha intentado refutarlo, ni los argumentos que aduce contra él son los más convincentes.

Tampoco la explicación sobre la génesis y entidad del error es satisfactoria. La teoría dialéctica aplicada al error es presentada o bien como hipótesis de trabajo —por lo que debería, posteriormente, justificarse— o como postulado del que se parte. Pero en una filosofía sólo pueden ser aceptados como postulados las verdades evidentes, y la teoría dialéctica —con la que se explica en el marxismo el error— es precisamente la que se encuentra en litigio.

Desaprobar materialismo pre-marxista e idealismo por su desconocimiento de las leyes de la dialéctica, aplicadas al proceso del conocer, es aceptar a priori algo que, en rigor, debería ser la conclusión a la que se llega en un análisis del conocimiento, de la verdad y del error.

Tanto para éste como para el anterior capítulo, confrontar la valoración crítica que se hace en la recensión a Contribución a la. Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, de K. Marx, pp. 22-29.

CAPÍTULO XII

Corresponde el capítulo XII a Marinette Dambuyant y lleva por título Concepción metafísica y concepción dialéctica del mundo. Los apartados en que se divide son:

1. Generalidades: Los dos métodos del pensamiento.

2. El método metafísico.

3. El método dialéctico.

4. Dialéctica y razón.

5. Dialéctica y progreso.

(Es uno de los capítulos que pone más claramente de manifiesto el modo simplista y a veces caricaturesco con que el marxismo expone, siempre a grandes rasgos y envueltos en generalidades, los sistemas de pensamiento que no son el propio, y el resultado, sutilmente conseguido ante auditorios de no muy amplia formación, de invalidarlos a todos.)

1. Hay dos maneras de pensar y concebir el mundo: la metafísica y la dialéctica, esbozadas desde la Antigüedad y opuestas aun hoy en diversos campos.

Dialéctica, en su origen, significaba busca de la verdad por medio del diálogo y enfrentamiento de ideas opuestas por el que se progresaba en el conocimiento. Por tanto, lo contrario de afirmación rígida, dogmática. Como ya la dialéctica de entonces, el marxismo no es un dogma, un sistema intangible que se impone como tal. Está llamado a enriquecerse incesantemente; es un medio para preparar hacia la verdad.

El otro método es el metafísico; no busca una explicación de la naturaleza en la naturaleza misma, sino en un mundo sobrenatural. El marxismo no admite lo sobrenatural; es materialista, explica la naturaleza por ella misma, y afirma la cognoscibilidad de sus leyes.

La metafísica gusta de las concepciones abstractas, alejadas de lo real y concreto, de las experiencias y problemas humanos de la vida real. Es evidente que el marxismo no puede proceder así.

(Tampoco lo hace la metafísica. Está descalificando a un sistema inexistente.)

2. El método metafísico puede analizarse, atendiendo a:

a) Sus caracteres: considera las cosas aisladas y sin acción de unas sobre otras. Sólo de modo fijo e inmutable, sin admitir que en ellas existan al mismo tiempo aspectos opuestos y contrarios.

Así se ven obligados a considerar como eterno, existente desde siempre, lo que se tiene a la vista, aunque en realidad sea propio de una época o sociedad determinada.

En resumen: rechazo del cambio, de la relación de lo relativo, de las diversidades y oposiciones reales. Hostilidad a la búsqueda de explicación de lo que se opone y hostilidad a la historia, al no indagar las circunstancias en que el dato o cosa real se da.

b) Su formación y causas: ¿cómo existe y se ha mantenido?

Corresponde a un aspecto real de las cosas y a una necesidad del conocimiento. La relativa fijeza de las cosas seduce al intelecto a ser «fijado» por ella según conceptos que la expresan. Por eso el intelecto subraya la «identidad» entre cosa y concepto fijo de ella extraído. Pero esto se debe a una limitación del propio conocimiento.

b a) Menosprecio del conocimiento concreto y del mundo real. Por debilidad, no sólo no puede o no quiere retener más que lo estático, sino que extrema esta actitud. Se llega a negar el mundo y su valor por ser cambiantes, en desarrollo.

A menudo las ideas —fijas, estables, eternas— son personificadas en Dios, idea metafísica por excelencia, al considerarlo como el Absoluto: existe por la sola necesidad de su naturaleza. Sin explicación de su ser, igualmente sucederá con su obra: la creación, a partir de nada es, como cualquier milagro, algo sin causas, sin relación.

b b) Separación de las actividades manuales de las intelectuales. Esa representación del mundo como estático e inmutable es explicable por la existencia en la sociedad de dos clases sociales fundamentales: los trabajadores y la clase que goza de ocio para cultivarse. Lo práctico y abstracto quedan separados.

b c) Hostilidad al cambio: No se quiere estudiar lo cambiante por no querer la clase dominante que la situación varíe. La clase que disfruta de ocio elabora las ideas eternas que soportan y justifican la permanencia de tal situación.

b d) Otros ejemplos del método metafísico:

— El filósofo ajeno a su época. El metafísico se resiste a considerar cualquier sistema filosófico en sus concretas relaciones históricas, que lo condicionan y determinan.

— La naturaleza humana. El metafísico la estudia como si se tratara de un ser desencarnado, que vive en las nubes, sin referirla a sus condiciones de vida.

— La libertad. El metafísico siempre cae en la tentación de estudiar al hombre sometiéndolo a un dilema total: ¿es libre o no es libre? No precisa de qué libertad se trata: para el trabajador o para quien lo explota, en un país en guerra o en paz. En pocas palabras, falta la investigación de la libertad en concreto: la libertad ¿de quién?

— La violencia. Igual que con la anterior, se condena o aplaude en bloque, sin restricciones, es decir, sin considerar la situación en que pueda darse: violencia libertadora —revolucionaria— o violencia de quienes defienden con ella sus privilegios.

— La huelga. Puede decirse de ella lo mismo que de los dos ejemplos últimos. No es buena o mala sin más: es buena siempre que sea usada para sacudir el yugo que oprime a la clase trabajadora. Pero cuando ésta es la que gobierna, ¿qué sentido tiene el rehusar el trabajo? En este caso, lógicamente, es siempre mala.

(Conviene dejar claro, por adelantado, que tampoco califica, sin más, buenos o malos los casos con que ejemplifica aquí.)

Por eso interesa saber, antes de nada, en qué condiciones una cosa se produce y lo que significa en cada etapa.

c) El modo de proceder de los metafísicos se apoya en su Lógica, conjunto de reglas que han de seguirse para evitar errores de pensamiento y organizar fija y coherentemente las ideas entre sí. Esta Lógica, existente desde la Antigüedad, no es otra cosa que el método de la Metafísica para pensar en forma de esquema simplificado.

(Eso, por supuesto, no es la Lógica fundamentada en la metafísica tradicional.)

Pero, como se puede suponer, estas reglas rígidas impiden captar la complejidad de lo real y no corresponden al nivel actual de la ciencia. Son útiles, pero insuficientes.

Los principios de esta Lógica son:

— El de identidad: a es a.

— El de no-contradicción: a no es no-a.

— El de tercio excluido: si a y no-a son contradictorios, un mismo objeto es o a o no-a.

Esta Lógica y estas reglas, aplicadas inflexiblemente, obligan a elegir entre dos contrarios que, acaso, existen en el seno de la unidad y estiman incompatibles cosas realmente inseparables. Por eso puede llevar a error y no sólo a simplificaciones.

3. El método dialéctico, opuesto al metafísico, es presentado así por Engels: «Considera las cosas y los conceptos en su encadenamiento, sus relaciones mutuas, su acción recíproca y la modificación que de ello resulta, su nacimiento, su desarrollo y su decadencia» (p. 282).

a) Caracteres. El método dialéctico afirma:

a a) Todo está unido, nada está aislado. Hay una conexión universal.

a b) Todo cambia. El mundo está en permanente transformación.

a c) El cambio es debido a la lucha de fuerzas contrarias en el seno de las cosas.

b) Ejemplos. Se recuerdan algunos más generales.

b a) Unión estrecha y recíproca de teoría y práctica, básica en el marxismo. Especial relieve cobra en este marco el trabajo (relaciones de hombre y naturaleza, hombre y hombre, hombre y sociedad, relaciones de producción, etc.).

b b) El ser y su medio se influyen y condicionan mutuamente. La dialéctica muestra la importancia de las acciones mutuas y de las transformaciones recíprocas de las cosas.

c) Formación histórica. Sólo se recuerdan aquí los grandes hitos de la filosofía dialéctica: Heráclito (dialéctica tosca), Demócrito. Larvada, hasta el siglo XIX, la dialéctica aparece sistemáticamente formulada en ese siglo con Hegel. Pero, por ser idealista, la naturaleza y la historia no son, para él, más que momentos del Espíritu.

Es con Marx cuando se advierten todas las posibilidades de la dialéctica. Por ser materialista, advierte que las leyes dialécticas no son del Espíritu, sino de la naturaleza: no es el pensamiento quien da forma a la realidad, sino al revés; por ser dialéctica la naturaleza, dialécticamente ha de ser comprendida.

No es casual el momento de esta eclosión de la dialéctica científicamente formulada. El desarrollo de las ciencias la preparan: descubrimiento del transformismo, conocimiento del elemento simple de la vida (la célula), da lugar a la expansión de la idea de evolución en la realidad.

La evolución no da lugar, necesariamente, a la dialéctica. Lo primero sería —si de verdad fuese— un hecho: La segunda una interpretación.

A la vez, y de forma determinante, un nuevo elemento aparece en la historia: el pueblo, el proletariado, y la cada vez más organizada lucha de clases, ponen de manifiesto, en el hombre y en su historia, la misma evolución incesante que mueve el reino de la naturaleza. Marx y Engels supieron esclarecer las luchas revolucionarias y hacer de ellas una ciencia.

4. Para evitar empleos equivocados de la dialéctica, conviene precisar sus verdaderos límites.

a) Es materialista: no es una dialéctica limitada a unos campos y proscrita en otros. Hay dialéctica en la naturaleza, en la historia y en el espíritu, pues todo forma parte de la única realidad en perpetuo proceso evolutivo según, precisamente, las leyes dialécticas de esa evolución.

b) Es racional, por ser el estudio racional de las leyes del movimiento. La razón, pues, es dialéctica.

(Un materialismo a ultranza —que abarca al propio hombre— mal puede conciliarse con la racionalidad de éste.)

No debe confundirse con aquellos sistemas que, si bien afirman lo cambiante del mundo, afirman asimismo que esa es la razón de su incomprensibilidad.

5. El cambio no es pura y simple destrucción y no tiene lugar de cualquier manera y en cualquier sentido. La nueva realidad que aparece por él es superior a la que la produjo.

Aunque esto no atañe a cada cambio singular, sí es principio del cambio tomado en su conjunto. La Historia marcha en el sentido del progreso.

Tampoco debe entenderse el cambio como deseo o voluntad de mejorar. Es, por el contrario, una ley inscrita en las cosas, un hecho verificable, en virtud del cual la realidad marcha hacia lo mejor. Dicho de otro modo: hay una dialéctica ascendente de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo, de lo menos consciente a lo más consciente.

Tampoco, y por la misma razón, la Historia procede por ciclos, al fin de los cuales todo vuelve a empezar. No se puede hablar del «eterno retorno».

El progreso dialéctico es interno al ser y se comprueba como una ley de existencia. El modo como esto sucede a cada realidad particular compete a cada ciencia en su propio campo.

El desarrollo se hace de continuidad y discontinuidad (cfr. último capítulo). Tal desarrollo no impide que haya estancamientos o, incluso, retrocesos. Pero, por graves que éstos parezcan, no impedirán la marcha general de la sociedad humana hacia lo mejor.

El progreso humano no es automático o, al menos, no sólo automático: la participación activa de todos es necesaria para acelerar el proceso del desarrollo y para la emancipación de los pueblos. A través de las contradicciones, la realidad progresa y es el hombre marxista quien la hace progresar,

(¿En nombre de qué aparece de pronto, ese no automatismo en un sistema rígidamente determinista?)

Valoración crítica al capítulo XII

La principal afirmación que en este capítulo se intenta dejar sentada —y que corresponde, en efecto, a uno de los elementos capitales del marxismo— es la de que el único método de pensamiento y, por tanto, el único que tiene acceso a la verdad es el dialéctico.

Para mostrarla el autor recurre a la historia como es costumbre entre los marxistas y como su propio sistema postula. Y, una vez más también, incurre en la abusiva simplificación de los datos que la historia aporta, reduciendo a los ya clásicos grupos en el marxismo: en este caso, dos grupos de métodos de pensamiento. Sólo así puede el marxismo presentarse —y ser fiel a su concepción dialéctica ternaria— como síntesis superadora de las dos posturas —únicas e irreductibles— que sistemáticamente y hasta el advenimiento del pensamiento marxista se han dado en el transcurso de la historia.

Tanto la exposición del sistema llamado aquí «metafísico», como la de sus consecuencias prácticas es arbitraria y simplista en exceso. En la historia no todos estos sistemas, antes al contrario, han desatendido la cuestión de la realidad del cambio, la interrelación de unas cosas con otras, las razones —tanto internas como extrínsecas a lo que cambia— que pueden explicar los procesos de transformación. Un somero examen a la historia de la filosofía lo pone suficientemente de manifiesto. Tampoco se puede decir que estos sistemas, en bloque, hayan omitido la consideración de las circunstancias que rodean a las cosas reales o las condicionan de alguna manera. Recuérdese, por poner un ejemplo, la doctrina ética sobre las acciones en que las circunstancias son un elemento condicionante y, a veces, especificativo de la moral del acto. Quien conozca un poco a fondo este tema tal como es tratado por la doctrina aludida, sabe hasta qué medida tiene su fundamento en la condición entitativa —consideración metafísica— de la realidad y, por eso mismo, la ausencia de arbitrariedad y «apriorismos» rígidos en su juicio sobre la bondad o malicia del obrar humano.

Por eso resulta chocante la unilateralidad con que aprecia este capítulo la valoración de los ejemplos aducidos —naturaleza humana, libertad, violencia, huelga— por parte del método metafísico. Es gratuito afirmar que para éste sean, sin más, buenos o malos, sin apelación a las circunstancias que los rodean o a su relación con el entorno. La diferencia estriba en que, en buena lógica, deberá distinguirse lo que, en sí mismo, es cada una de estas realidades y el sentido y finalidad con que se usan.

Ocultamente, eso mismo es lo que hace el autor del capítulo en particular y el marxismo en general. Pues usan las palabras en un sentido similar al común de los hombres y, a la vez, añaden a él lo que para ellos les da validez o invalidez: su uso. No hace otra cosa la metafísica tradicional, pero dejando bien clara —y esa es la radical diferencia— la distinción de la moralidad de las intenciones y de aquella otra que procede de la cosa ejecutada y en sí misma considerada, pues la metafísica —no puede ser de otro modo— tiene en cuenta la densidad óntica que todo lo que es, y una acción es, encierra. Lo contrario es convertir en puro utilitarismo —aunque sólo se acepte en la línea exclusiva marcada por un único designio, como acontece en el marxismo— el juicio sobre las cosas y el uso que de ellas se hace. Aquí subyace una contradicción más en el seno del marxismo: la de una consideración ética del obrar humano —que invalidaría en unos casos y aprobaría en otros— y la de una valoración del mismo extraída exclusivamente de las inexorables leyes de la dialéctica.

La forma de presentar los principios lógicos del sistema «metafísico» es correcta sólo en parte. No son principios lógicos del pensamiento que, posteriormente, se apliquen a la realidad por razón, diríamos, de la comodidad del que piensa o por necesidad interna del pensamiento, sino, al contrario, son principios entitativos que rigen la realidad de las cosas y, por ello, captados intelectualmente como expresión primaria de lo que es.

Lo que resulta pueril es la aclaración y consecuencias que, según el autor, extrae de ellos la metafísica y su método: el de elegir uno entre dos contrarios. Precisamente el estudio de la compatibilidad de estos principios con la necesaria composición estructural del ser —acto-potencia, sustancia-accidentes, materia-forma, facultades-operaciones, esencia-acto de ser, etc.—, es el problema de fondo que subyace a todo el quehacer de la metafísica. Podría decirse, incluso, que la metafísica es el esfuerzo más intenso realizado en la historia para resolver el problema de la unidad y la pluralidad, de la permanencia y el cambio, de la sustantividad y la caducidad de la perennidad humana y de su historicidad.

En cuanto a la exposición que se hace del método dialéctico, pone de manifiesto uno de los puntos más cuestionables  —y, sin embargo, capital— del sistema marxista. Se limita a afirmar y describir algo que, realmente, ocurre: interrelación de las cosas sensibles, proceso continuo de cambio en las mismas y la relativa imposibilidad de identidad de cada una consigo misma (dado que ninguna en concreto agota la posibilidad de que se den otras con la misma esencia). Pero de ahí a concluir que la única explicación de estos hechos sea la constitución dialéctica de lo real —y de su conocimiento por el hombre— hay una distancia que el marxismo salta sin dar más.

Deja sin respuesta los problemas fundamentales del devenir: ¿por qué la realidad es cambiante de modo indefinido, ¿por qué se da —y qué es lo que la hace posible— la presencia de contrarios en el seno de la totalidad sin que ésta pierda su íntima unidad?, ¿qué entidad deben poseer los contrarios para ser lo que son, es decir, aspectos opuestos e irreductibles entre sí que permiten a la vez esa permanente oposición y su simultánea presencia, hasta el punto de necesitarse para seguir siendo? Describir la ley de la «contradicción», del movimiento, no es justificarla; sólo podrá hacerse, en realidad, en el plano del ser en que tal ley se cumple y eso incumbiría a una metafísica que, como se ha visto, es enérgicamente rechazada por el marxismo.

Mucho menos se justifica en este capítulo —porque el marxismo lo deja sin justificación— el que la ley de la dialéctica —en la realidad natural, en la historia y en el pensamiento— se ejercite en sentido progresivamente ascendente ni, menos aún, el porqué —de vez en cuando, aunque, como el autor afirma, en planos secundarios— hay en ella retroceso. ¿Cómo conciliar ese evidente, si bien secundario y esporádico, retroceso en la ascensión con la inexorable dialéctica progresiva? ¿De dónde surge ese elemento —real, pues si no, habría retroceso— heterogéneo respecto de la marcha dialéctico-ascensional de la realidad total? La panorámica que, fácticamente, ofrece la historia no es reducible al esquema rígido del sistema de pensamiento marxista. Pero, sin darse cuenta, descubren la «herencia» que determinados aspectos del cristianismo —deformados e integrados torcidamente en el marxismo— yacen ocultos en él: en este caso, el de la dirección providencial que orienta a la historia hasta desembocar, más allá de sí misma, en la plenitud de los tiempos y, al mismo tiempo, la libertad finita del hombre que puede poner trabas a ese caminar.

También cabría preguntar al autor por qué en el hombre el progreso no es automático si, como afirma el marxismo, forma parte homogénea del progreso dialéctico de la realidad. ¿Cómo se justifica entonces la intervención revolucionaria —acción libre— del hombre en la historia para acelerar este proceso? El determinismo con que se nos ofrece, en la visión marxista, la dialéctica de la realidad y que para Marx no pondría quedar al azar de la mera eficacia humana, desaparece, de pronto, cuando se trata del proceso humano: el materialismo dialéctico y la dialéctica histórica se nos presentan inconciliables. Esta abusiva inclusión de un elemento nuevo y contradictorio con el resto del sistema, sólo tiene un justificante sin justificar: el de la tajante y categórica afirmación de la acción revolucionaria; pero siempre a costa de dejar en la sombra la imposible compatibilidad entre la inexorabilidad del proceso dialéctico y la necesidad de postular la libertad humana en favor del éxito revolucionario.

(Cfr. la Introducción General a estas Recensiones, pp. 28-30 y 40-44. Cfr. también J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit., pp. 87-91.)

CAPÍTULO XIII

El capítulo XIII, elaborado por Francette Arnault, lleva el título Leyes de la dialéctica y viene a ser una ampliación del anterior. Consta de siete apartados:

1. La contradicción.

2. Los caracteres esenciales de la contradicción.

3. Contradicciones principales y secundarias.

4. Ley de la cualidad y de la cantidad.

5. Ley del paso de los cambios cuantitativos a los cambios cualitativos.

6. La negación dialéctica.

7. Ley de la negación de la negación.

1. El descubrimiento esencial de la dialéctica es éste: todo cuanto se transforma contiene una contradicción interna; ésta es el motor o causa principal del cambio. Esta idea, la más nueva e importante, es la de más difícil comprensión. Pero supone el paso de la metafísica a la dialéctica, como quedó apuntado en el capítulo anterior.

La contradicción señala, pues, una etapa decisiva en el desarrollo del pensamiento. Toda reflexión viva, enfrentada con la realidad se encuentra con hechos que contradicen una idea, sobre ella, anterior; la contradicción no es eliminada, pero es resuelta por la formación de un pensamiento nuevo, es decir, por un progreso en el pensamiento.

2. Para estudiar los caracteres esenciales de la contradicción se va a emplear un ejemplo generalizado: la contradicción entre burgués y proletario. De lo que la historia muestra y la reflexión extrae de ella, se pueden enumerar los siguientes caracteres.

a) Unidad de los contrarios: éstos no pueden existir uno sin el otro. Se engendran el uno al otro: la burguesía engendra al proletariado y a medida que crece su poder aumenta el número de proletarios, pero también la concentración de éstos y, de ahí, su progresiva fuerza. A su vez, el proletariado engendra a la burguesía, pues su trabajo redunda en mayor poderío de ésta.

b) Los contrarios se oponen, luchan uno contra el otro, se modifican recíprocamente. La hegemonía burguesa se hace a base de la mayor opresión al proletariado y de la predicación de una resignada —inmutable— actitud ante lo inevitable. De ahí la alianza del burgués con toda moral de tipo cristiano que crea enajenaciones religiosas. Los obreros, por su parte, desde que se constituyen en clase, luchan para mejorar su condición de vida. Esta lucha forma su conciencia de clase y hace que nazca su moral de solidaridad.

La lucha de contrarios es, pues, inseparable de su existencia; no hay posible reconciliación y sólo cesará con la formación de un estado sin clases, sin contrarios.

(Pero ¿dónde quedará entonces la dialéctica, ley constitutiva de lo real?)

c) La lucha de contrarios es innovadora: la burguesía, en su lucha, refuerza inevitablemente el proletariado, hasta el momento en que la relación de fuerzas se invierte y la clase obrera se apropia de las fuerzas productivas. En este momento desaparecen la propiedad privada y la antigua organización social capitalista; se forma una nueva unidad social, la sociedad sin clases.

d) El cambio cualitativo se produce cuando, al hacerse más aguda la contradicción —acumulación cuantitativa— el elemento hasta entonces dominante no puede dominar el proceso. Las clases intercambian sus papeles. Pero, al dominar la clase obrera y desaparecer la propiedad privada, aparece la «novedad»: una sociedad cuyo motor no es el de la sociedad capitalista, el lucro, la explotación y el dominio de las fuerzas de producción.

e) El estudio de la contradicción permite, así, descubrir e interpretar el hecho y la ley del cambio cualitativo. Todo desarrollo lleva consigo cambios cualitativos; éstos se producen al resolverse la contradicción.

f) La dialéctica, por medio de la contradicción, no sólo refuta, sino que explica la presencia de la metafísica en la historia (vid. cap. anterior).

g) Se puede resumir diciendo, contra la Lógica clásica —que afirma que a no es no-a—: un proceso no puede ser dominado a la vez por el elemento, aspecto o clase a y por el contrario de a.

3. La experiencia enseña que no toda contradicción es principal o, dicho de otro modo, decisiva. Por eso, puede y debe establecerse la existencia de contradicciones secundarias que no por serlo deben ser menos apreciadas; en bastantes ocasiones desempeñan un papel de primer orden.

a) Las contradicciones de distinto orden también actúan unas sobre otras; si las secundarias dependen en su origen de otras principales, ayudan al desarrollo de éstas.

b) Debe distinguirse entre contradicción y antagonismo. Este es un caso particular de contradicción, precisamente aquel de las contradicciones decisivas e irreductibles. Por eso en la sociedad sin clases habrá, o podrá haber contradicciones secundarias, pero nunca antagónicas, pues ya no existirán elementos inconciliables.

4. La ley de la cualidad y de la cantidad está basada en los siguientes datos:

a) La evolución es universal. Es una conquista frente a la concepción inmovilista de la metafísica, a la concepción cíclica o del eterno retorno o a aquella otra que reduce el cambio al simple efecto de un agente externo.

b) Hay que distinguir los cambios impuestos desde el exterior a un ser de los que surgen desde su misma intimidad: la destrucción de una sociedad por guerra eterna y la que se produce por revolución interior. Por eso, hay cambios que constituyen el propio ser de lo que cambia.

5. Esta ley, que se reviste de diversos nombres o enunciados debe ser entendida dentro de los siguientes límites:

a) Diferencia de cantidad y de cualidad. Son dos aspectos de la diversidad del mundo. Con la cantidad se piensa en el número; con la cualidad, en las diferencias.

Hay cambio cuantitativo cuando se pasa de una cantidad a otra. Hay cambio cualitativo, al paso de propiedades o de naturaleza en una cosa. Los primeros se dan paulatinamente; los segundos, con brusquedad.

b) Relación cantidad-cualidad. En toda evolución se observa la presencia de ambos cambios. Los cuantitativos, que se producen en ocasiones de forma aparentemente insensible, no prosiguen indefinidamente. Llega un momento en que la cualidad cambia. La acumulación de los primeros determinan el cambio en los segundos.

La historia de la naturaleza y de la sociedad tienen también ese ritmo y forma de evolución y revolución. (El ejemplo de la burguesía y del proletariado antes comentado.)

c) Si se ignora esta ley, nos dice el autor, se puede incurrir en doble error:

c a) Desatender los cambios cualitativos, fijando sólo la atención en los cambios cuantitativos que se prestan más a la medición exacta. Por ejemplo: fijarse más, dentro del desarrollo de la sociedad, en el progreso técnico y aumento de bienes de consumo.

c b) Reconocer los cambios bruscos, la revolución cualitativa, sin referirlos a los cambios cuantitativos que los prepararon. Entonces aparecen como milagros, manifestaciones de un poder divino.

d) La ley dialéctica de los cambios tienen las siguientes consecuencias en la acción política:

d a) Ofrece la perspectiva de los cambios revolucionarios y permanece atenta a la creación de situaciones nuevas.

d b) No son milagrosos ni se producen a golpe de voluntad; hay que prepararlos para hacer que maduren sus conclusiones.

e) La diferencia en el ritmo del «salto» (cambio cualitativo) es relativa a los distintos tipos de contradicciones a que hacen referencia.

(Todo lo relativo a la concepción de cualidad y cantidad es otro de los puntos más débiles del marxismo. Fieles al materialismo han de afirmar la cantidad. Fieles a la dialéctica, han de conservar la cualidad. Fieles a ambos y al incesante proceso han de identificar, de hecho, y a la vez distinguir específicamente, una y otra. Pero la cantidad —por grande que sea su acumulación—, no puede llegar a ser cualidad, so pena de negar su específica diferencia. Y si esta no existe, tampoco existirá la «innovación» que todo cambio cualitativo supone. Y con eso, tampoco habrá proceso dialéctico. El que haya cambios cualitativos que se sigan de cambios cuantitativos, no significa que la cantidad se cambie en cualidad).

6. El empleo del término «negación», ya aparecido al estudiar la contradicción, no es el mismo que el del lenguaje vulgar en el que negar significa decir no, rechazar una afirmación.

A este uso de distinto significado tiene derecho la dialéctica, porque esos pasos son resultado de una lucha. Al decir que la sociedad socialista es la negación de la capitalista, no se dice simplemente que es otra diferente, sino que es producto de la victoria del factor negativo que existía y luchaba dentro de la primera.

«Ni la negación desnuda, ni la negación vana, ni la negación escéptica, son características esenciales en la dialéctica que, por supuesto, implica un elemento de negación y hasta el elemento más importante: lo que es característico y esencial es la negación en tanto que el momento de la ligazón, momento del desarrollo que mantiene lo positivo.» (Lenin, Cuadernos Filosóficos, p. 311.)

La negación dialéctica mantiene lo positivo de aquello que niega: de ahí el carácter ascendente de la evolución.

7. Al estudiar un desarrollo progresivo, no sólo se observa un cambio cualitativo; también se ven aparentes reproducciones de una etapa anterior, una forma de retorno al pasado. Para la comprensión de tal hecho es preciso establecer la ley de la negación de la negación.

Quizá en esa aparente vuelta a lo pretérito encuentre la metafísica un justificante para su consideración inmovilista de la realidad. Pero si se sigue la evolución de la realidad, de los pueblos, se concluye la imposibilidad de todo posible retorno, pues las nuevas adquisiciones no pueden ser anuladas.

Lo que sucede en realidad es que una forma primera de existencia se desarrolla y desemboca en la negación dialéctica de sí misma, que conserva lo positivo del primer estadio. A su vez, la nueva forma engendra su opuesto, el cual, al negar lo que ya era negación, puede llamarse negación de la negación y se emparenta con la primitiva forma, aunque en un plano superior, pues conserva lo adquirido desde el principio del proceso.

De este modo la negación de la negación es ley general del desarrollo. A la imagen de un movimiento circular —no se diga ya de lo inmóvil y eternamente fijo— ha de oponerse la de un movimiento en espiral, movimiento progresivo, fruto de la dialéctica impresa en la materia y en la historia.

Valoración crítica al capítulo XIII

Este capítulo está dedicado a describir una de las leyes fundamentales que, en el pensamiento de Marx, rige la naturaleza, la historia y la sociedad: la ley de la contradicción. Junto a ella, aclara algunas consecuencias —que constituyen otras tantas leyes— de la misma.

Por su mismo carácter expositivo y divulgador, no pretende justificar la validez u objetividad de tales leyes. Pero puede inducir, como casi todos los demás autores ya comentados, a pensar que la misma evidencia de lo que se describe es la razón de que no se demuestre. Opinamos que ese es uno de los motivos del poder de captación del marxismo: cuenta con cierta dosis de candidez de los oyentes; la presentación, por libros como el que ahora nos ocupa, categórica, apriorística, injustificada y gratuita —con todo el simplismo científico que eso supone— facilita la creencia de que lo que se está diciendo y escuchando son verdades inmediatas, que no exigen demostración.

La presentación de elementos —distintos y constitutivos de la realidad— como opuestos y, de ahí, en litigio, puede inducir a pensar que la realidad está en perpetuo combate, que ser es luchar y que las cosas se hacen —en el perpetuo devenir— a costa de victorias y derrotas. De eso a considerar normal —por un lógico traslado del pensamiento al plano humano— que la historia se realiza en el seno y a partir de la lucha dialéctica, no hay más que un paso. Que es, precisamente, el paso que un marxista desea que den los que le escuchan.

La forma en que describe el tema de la ley de la contradicción —central en el marxismo— es demasiado simplista, incluso en relación con el propio pensamiento de Marx; la ley de contradicción como explicación de la del cambio cualitativo y, por consiguiente, de la aparición de «novedades» en la realidad; la noción de cantidad y cualidad, distintas realmente entre sí, pero, a la vez, derivada unívocamente una de la otra; la existencia de la negación como «positividad» impuesta por la dialéctica en lo real; la ley de la negación de la negación como justificativa del progreso ascendente en espiral de la totalidad, etc., en Marx tendrán una exposición más acabada y compleja. El resumen que aquí se hace de estos elementos del pensamiento marxista deja sin aclarar por qué es así la realidad y no de otra manera, si esa explicación está o no justificada y cómo y por qué la totalidad de lo real camina en un sentido finalista hacia lo mejor o qué ley interna lo justifica, etc.

Lo que aparece bien claro es la ausencia fundamental en el marxismo de una clarificación suficientemente convincente al problema del devenir porque, abandonada la metafísica, no puede plantearse tal problema en toda su amplitud y en condiciones de poderlo resolver; por otra parte, al reducir el ámbito de sus consideraciones —a la historia, a la actividad sensorial del hombre, a la praxis, al trabajo— quedan en una postura ambigua: se plantean y «resuelven» problemas metafísicos sin apelación al objeto mismo de la metafísica; y de ahí que el movimiento y el cambio sea considerado por ellos siempre como algo ya dado al que no interrogan sobre su último por qué ni, menos aún, están en condiciones de distinguir —única posibilidad para una satisfactoria explicación— entre lo que se mueve, el hecho de que se mueva o cambie, el porqué de ese cambio y la razón y sentido —finalidad— del mismo.

(Para más detalles sobre este tema y su aclaración crítica, cfr. J. M. Ibáñez Langlois, ob. cit., pp. 81-90.)

 

VALORACIÓN TÉCNICA Y METODOLÓGICA

1. Como ya quedó apuntado al principio de esta recensión, Lecciones de filosofía marxista no pretende aportar reflexiones inéditas sobre el pensamiento de Marx, Engels, Lenin y, en general, sobre la interpretación realizada sobre estos autores por los «ortodoxos» del marxismo.

Tampoco parece intentar una exposición orgánica de los principales temas de tal filosofía o, al menos —salvo quizá los capítulos IX y XIII que exponen el concepto de enajenación y las leyes de la dialéctica— la presentación de los elementos más importantes de alguno de dichos temas; pues, aunque, con reiterativa frecuencia, aparecen los conceptos de materialismo histórico, acción revolucionaria, antinomia burguesía-proletariado, partido marxista, dialéctica, leyes de la historia (términos todos capitalistas en la ideología comunista y con un sentido propio acuñado dentro de ella) no es para definirlos, aclararlos o profundizar en ellos o, en definitiva, mostrar un cuadro sistemático de la estructura de tal pensamiento. Son, más bien, descripciones sobre tales conceptos, aplicación de los mismos a situaciones históricas o interpretación de hechos de la historia, sistemas de pensamiento, etc., desde esos mismos conceptos.

2. Es posible que la pluralidad de autores expliquen cierta repetición de temas que se dan a lo largo de la lectura del libro y que mueve a pensar que dicho libro no obedece a un plan previa y conjuntamente elaborado por sus autores; a no ser que esa repetición fuera la intención misma de todos ellos, quizá para fijar más en la mente de quienes les escuchaban el contenido de lo que querían transmitir. Sea cual sea la razón, temas como verdad objetiva y «praxis» —esencialmente relacionadas—, antinomia de metafísica y dialéctica, idealismo y materialismo dialéctico, identificación de metafísica e idealismo, necesidad de la lucha revolucionaria, humanista, de un feliz porvenir humano gracias a la acción del marxismo, pensamiento marxista como único coherente, etc., se repiten machaconamente y no es raro encontrar uno u otro en casi todos los capítulos. Esta repetición se da, incluso, en algunas citas de determinadas frases de los padres del sistema que son, por otra parte, los únicos autores a los que se cita a lo largo de todo el libro; con la única intención de probar no la verdad de lo que dicen, sino la identidad entre lo que ellos afirman y lo que Marx, Engels o Lenin ya habían expresado. Se ve una vez más el recurso marxista al «argumento de autoridad» y no al uso de verdaderos argumentos científicos.

Todo parece indicar que hay en los autores una intención más de alegato que de exposición —con ese mínimo de altura que se espera tendrá una lección dictada por profesores universitarios—; más de hacer exaltar las mentes que escuchan —convencidas ya de la «verdad» marxista— que de la presentación objetiva de un sistema, abstracción hecha de quien escucha o lee. Por eso, parece apreciarse una intención o de hacer vibrar a los adictos al marxismo o de conducir a él a aquellos en quienes, por razones extracientíficas, se espera cierta afinidad con determinadas pretensiones del comunismo.

3. En todo caso, la «utilidad» de este libro viene dada por varias razones:

a) Por ser ejemplo de la forma en que se enseña el marxismo con aires pseudo-científicos ante personas de escasa formación filosófica, omitiendo, por tanto, el desarrollo de los temas más complejos y, desde luego, justificación intelectual. La simplificación que se hace de hechos —a veces siglos enteros de historia— y de sistemas, el afán de reducir siempre a binomios inconciliables los grupos de formas de pensamientos, de vivir, métodos del pensar, etc., y que obliga a forzar increíblemente la realidad, es abusiva, pero, a la vez, aleccionadora: enseña, desnudamente, el poco rigor —llevado a veces hasta la puerilidad— con que abordan cualquier tema, precisamente por apoyarse siempre para su interpretación en la previa concepción dialéctica de lo real y del pensamiento. Con la intención de ponerlo más de manifiesto, se ha procurado, en la primera parte de esta recensión, conservar —resumidamente— el estilo, los términos empleados por los autores, frases y párrafos completos de sus exposiciones.

b) Porque deja patente hasta qué punto son irreconciliables el marxismo y el cristianismo. Se podrá ser marxista o cristiano; pero jamás —lo saben bien ellos— intentarán los buenos marxistas hacer un «marxismo cristiano», ni un cristiano —so pena de que deje de serlo— podrá hacer un «cristianismo marxista». En ningún momento hacen una concesión, ni siquiera hablando de su cuerpo doctrinal o de su historia: las realidades más elementales del cristianismo quedan, así, enérgicamente rechazadas, cuando no caricaturizadas. Dios, cielo, inmortalidad del alma, moral como conjunto objetivo de normas de comportamiento y, en general, toda realidad sobrenatural queda relegada al mundo del «oscurantismo clerical», aliado con las fuerzas opresoras de la burguesía que ve en la religión el elemento «alienante» más poderoso para seguir explotando a la masa. Una cosa hay que agradecer a estos autores: en ningún momento de su exposición intentan —como los ingenuos cristianos marxistoides— presentar una interpretación o versión torcida del cristianismo para que pueda coincidir con el marxismo. Aunque incapaces de captar la profundidad real del cristianismo, en éste consideran algunos aspectos tal como son para los verdaderos cristianos: la adhesión a la fe en un Dios personal, distinto del mundo, en una acción salvadora y divina del pecado y de la muerte, la promesa —cuyo cumplimiento se dará al fin de los tiempos— de una bienaventuranza celeste. Precisamente por eso, entre otras razones, es radicalmente rechazado por los marxistas que dictaron las lecciones de este libro.

c) Por poner de manifiesto —quizá mejor que un libro más denso de contenido o de apariencia más científica— la total gratuidad de todas sus afirmaciones. Incluso cuando, en algunas ocasiones, se puede concordar con ellos (por ejemplo, al rechazar el pensamiento cartesiano y ver en él el origen del idealismo racionalista y del alejamiento intelectual de la realidad) no se puede hacer por las razones que ellos presentan:

No aceptan el cartesianismo porque ellos son materialistas y adictos a la «praxis»; es decir, primero afirman que no hay más que materia y acción práctica del hombre sobre ella; que todo se halla en perpetuo desarrollo, que la filosofía no puede inmovilizar con conceptos esta realidad, ni separar el pensar en ella del actuar sobre ella para su transformación. Del a priori de estos postulados, es lógico concluir la invalidez del pensamiento cartesiano y, en general, de todo idealismo al que casi siempre identifican con lo que ellos llaman «metafísica». Los ejemplos a los que acuden, sacados de la historia como justificantes de sus asertos, son interpretados desde los esquemas previos que ya poseen, con lo que no hacen otra cosa que probar con lo que debe ser probado. El resultado, como cuando corta una tela el sastre con un determinado «patrón» previo, es que todo tiene, efectivamente, una forma marxista de explicación y de estructura y parece darles la razón; en realidad incurren en un círculo vicioso: el pensamiento se justifica con la acción, pero la acción es expresión del pensamiento que sobre ella aplican. La «omnipotencia» del marxismo no se prueba —como afirmaba Lenin— porque es exacto; antes, al contrario, esa pretendida exactitud —su cumplimiento— se identifica con la fuerza con que se impone por la acción.

d) Las simplificaciones gratuitas, abusivas y carentes de rigor científico quedan especialmente patentes al encuadrar en un mismo grupo de pensamiento —sin la debida discriminación— a filósofos tan diferentes como Platón, Santo Tomás o Berkeley.

e) Por mostrar —aunque en forma subterránea— el aire «místico» y pseudorreligioso del marxismo, con los elementos propios de toda religión y, particularmente del cristianismo, del que ofrece, en ocasiones, un calco negativo. Y lo que mueve en una religión revelada —la fe sobrenatural— mal puede ser aducido en el marxismo como razón de la adhesión exigida por él, que se presenta como visión científica, verificable, del mundo, del hombre y de la historia.

f) En una tan apretada aunque inconexa síntesis, y más si está elaborada por varios autores, se deja ver mejor que en otro tipo de libros marxistas, las grandes contradicciones de tal sistema, especialmente:

— El pretendido rigor científico con que se exhibe —hasta el punto de hacerlo como el único pensamiento válido e integral— y los ingenuos a priori en que incurre, lo muestran como un gigantesco edificio, macizo, compacto y sin fisuras, pero suspendido en el vacío.

— La afirmación de que el marxismo no es un sistema cerrado, incapaz de fijar en leyes intocables la realidad y, seguidamente, la implacable enumeración de reglas, normas y leyes que rigen realidad, pensamiento y acción.

4. Por otra parte, este libro no ofrece ninguna aportación al pensamiento marxista —tiene un carácter divulgador de alguno de sus temas— y de ahí que no parezca necesario hacer de él un examen pormenorizado de su metodología y de su valor científico: contiene alguno de los temas marxistas —pero ninguno más— que son examinados y sometidos a crítica por cualquier buen libro sobre este sistema: El marxismo, de J. M. Ibáñez Langlois; El materialismo dialéctico, de Boschenski, etc.

5. Por último, jamás se aborda —fieles, en el fondo, al marxismo— al «gran ausente» de todo el pensamiento marxista: el ser. En efecto, se intenta explicar o, mejor, describir, el cómo de las cosas, su estructura interna, la forma en que se desarrollan. Pero falta la justificación suprema de todas ellas: el hecho de que sean, de que sean como dicen que son, el por qué se desarrollan en la forma en que las describen. Aunque el marxismo rechaza toda metafísica, su propio planteamiento exigiría, por la índole científica de que presume, el tema del ser, desde el plano, justamente, metafísico: eso explica que todo el armazón marxista —tan coherente en apariencia— quede sin última explicación. Aunque, claro está, los autores de esta obra, como ocurre con la mayoría de los autores marxistas, no se dirigen tanto a filósofos cuanto a activistas. No pretenden convencer, sino embarcar prosélitos. Pero la fe que exigen es bastante cándida.

 

VALORACIÓN CONCLUSIVA

Por su carácter, ya indicado, el libro no posee conclusiones distintas de las que pueden encontrarse en la lectura de los padres del marxismo, tanto frente a la realidad natural como ante los hechos religiosos o sobrenaturales, ante la vida o ante la acción de los hombres y de su historia.

Por eso puede remitirse en este tema a todo lo que, desde el punto de vista de la valoración de las conclusiones, se encuentra dicho al tratar críticamente a los principales autores del marxismo (Marx, Engels, Lenin) que, como ya apuntamos, son los únicos autores citados en la obra que nos ocupa.

Igual se puede decir desde el punto de vista de la Fe: la incompatibilidad de ésta con el sistema marxista es idéntica a la que existe entre ella y lo expuesto en este libro que es, como se ha dicho repetidamente, un calco simplista e incompleto del pensamiento de Marx.

J.M.E.

 

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