GONZÁLEZ, Carlos Ignacio

Él es nuestra salvación

Bogotá 1988, 581 pp.

Las observaciones que hago a continuación, juzgan este libro desde el punto de vista de su utilidad como manual y libro de texto en los cursos institucionales eclesiásticos.

1. Como extensión, el libro resulta asequible. El esquema seguido no consigue evitar bastantes repeticiones, aunque se esfuerza por reducirlas. Son muy abundantes los errores de presentación y mecanografía. La redacción es en ocasiones bastante defectuosa y a veces incluso ininteligible (vid. pp. 282, 285, 292, 294, 322, 324, 327, 343, 396, 402, 413, 441-442, etc.).

2. El libro está estructurado en torno a la condición de Salvador que Jesús posee. No distingue entre cristología y soteriología. Esa opción es clave y determina la organización y aun el contenido de la entera obra. El autor la explica y justifica repetidas veces (aparece incluso en la contraportada y en la presentación del libro). "Jesucristo —escribe— salva precisamente por ser Hijo de Dios e Hijo del hombre. Más aún, porque el tipo de salvación que él ofrece al hombre depende totalmente del tipo de persona que él es. Por ello no se puede separar la cristología de la soteriología" (p. 325; cfr. pp. 193, 23, 292, 325, 341, 390-391, etc.).

El autor ha planteado toda la obra basándose en la conexión entre Encarnación y Redención. Muchas veces vuelve sobre el siguiente razonamiento, que constituye uno de los leitmotiv del libro desde el punto de vista pedagógico: hemos sido salvados por Cristo, y como sólo Dios salva, debemos confesar que Cristo es Dios. Este argumento fue expuesto ya por los Santos Padres, y de ellos lo toma el autor, para hacer de él la clave de lectura de todos los temas que trata. El razonamiento ciertamente es válido, pero con tal que no se absolutice esa conexión. Es preciso confesar netamente la libertad divina al designar el plan salvífico: Dios no estaba obligado a redimir al hombre y mucho menos a hacerlo por medio de la Encarnación de su Hijo. En este libro, esos conceptos no aparecen expuestos con claridad, aunque tampoco son negados; quizá son supuestos. En todo caso, se tiene la impresión de que el autor ha valorado poco la Encarnación en sí misma, lo que es e implica, prescindiendo de su finalidad soteriológica. Signo de esa deficiencia es la dificultad que el autor manifiesta para comprender la teología de las perfecciones de Cristo, unánimemente desarrollada por todos los Santos Padres y los Doctores católicos sin excepción.

3. En efecto, el libro no reconoce que Cristo gozó de la plenitud de gracia desde el principio de su concepción virginal; es decir, afirma que creció en gracia, en obediencia y virtud (vid. pp. 423, 428, 430). En ocasiones, habla sobre esto de manera difícilmente comprensible, como p.ej. cuando escribe: "Así como su persona ya divinamente infinita desarrolló su personalidad (psicológica) en su naturaleza humana, así también su santidad infinita (que le correspondía como plenitud de gracia del Unigénito) creció históricamente en el hombre Jesús delante de Dios y de los hombres" (p. 429). No se entiende cómo lo mismo (la gracia) pueda, en el mismo sujeto, ser infinita y a la vez crecer. El autor debería sentir el peso de esta objeción, pues él mismo arguye contra Santo Tomás de un modo semejante: en p. 373, nota 120, observa que resulta absurdo hablar de una gracia creada y por lo tanto finita, y sostener al mismo tiempo que no puede crecer. El Doctor Angélico resolvía la aparente contradicción siguiendo la explicación de muchos Santos Padres, que la resolvieron antes que él: la gracia de Cristo no aumentó en sí misma (fue plena desde el primer instante de la Encarnación), creció sólo su manifestación a los hombres. Pero nuestro autor no hace suya esa explicación: "esa humanidad —insiste— ya unida desde el principio al que es tres veces santo, fue llenándose cada día de gracia santificante, es decir realizando históricamente su filiación" (p. 430).

4. Tampoco admite que disfrutó de la visión beatifica durante su vida terrena, así como de la plenitud máxima de ciencia por vía infusa. Escribe: "Por muchos años hemos tenido en la Iglesia la tentación de pensar que si Jesús era Hijo de Dios entonces tenia que saberlo todo. Es una conclusión demasiado simplificada, que fácilmente nos lleva a un docetismo sutil y velado: suponemos entonces que la naturaleza humana de Jesús, asumida por el Verbo, de hecho no 'funcionaba' como la de los demás hombres" (p.435). Enseña explícita y claramente la limitación del conocimiento de Jesús, aludiendo a sus preguntas y sorpresas, que, según el autor, para no caer en el docetismo deben tomarse como reveladoras de ignorancia real (pp.436-437). Entre esos textos escriturísticos, incluye la afirmación de Jesús sobre la hora del juicio (Mc 13, 32; Mt 24, 36), que debe interpretarse —según este libro— tal como suena literalmente: Jesús desconocía el momento del Juicio Final (cfr. p. 118).

El autor trata de ridiculizar a Santo Tomás, por haber enseñado de otro modo lo referente al conocimiento que Cristo poseyó durante su vida terrena. En p. 438, nota 233, escribe: "No sé si Santo Tomás en este punto advirtió suficientemente la diferencia entre el Jesús histórico (el Verbo en su estado kenótico), y el estadio de exaltación una vez resucitado"; y en p. 440, nota 234: "¿No da la impresión de que Santo Tomás no halla qué hacer con la ciencia humana de Cristo, para afirmarla por una parte como verdadera y completa, y por otra relacionarla con la única persona del Verbo? De ahí ciertas afirmaciones extrañas, como el dar la impresión de que Jesús sufrió sólo en el cuerpo durante la pasión; y luego ante ciertos textos insoslayables que indican la angustia de Jesús, el Santo Doctor debe recurrir a casi un milagro para hablar de una suspensión de la visión beatífica. Igualmente parece que reduce la ciencia experimental a un 'realizar mayores obras' esto es, a una manifestación exterior y no a un verdadero crecimiento interno en el saber". (El autor, en esa crítica, no cita ningún texto concreto de Santo Tomás, ni da referencia alguna. No puede hacerlo, porque ninguna de esas tres "afirmaciones extrañas" han salido de la pluma del Doctor Angélico). El párrafo anterior concluye así: "Se podría dudar de que un conocimiento tal (el atribuido por él a Santo Tomás) fuese en el estado de viador de Jesús verdaderamente humano, y de que estuviese del todo libre de un ligero sabor a docetismo respecto a la actividad humana de Jesús" (p. 440, nota 234)[1].

El autor aduce que las cuestiones relativas al conocimiento que Cristo tuvo son "un punto oscuro en la cristología (p. 437) y observa que "nunca (fue) definido por el Magisterio de la Iglesia (ib.). No tiene en cuenta las definiciones contra los agnoetas y las condenas del modernismo; ni hace mención alguna del Decr. del Santo Oficio de 1918, ni de las intervenciones posteriores de los Romanos Pontífices en Encíclicas, Alocuciones, etc. Tampoco cuentan para él los constantes testimonios de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia —unánimes y explícitos desde el momento en que se plantearon expresamente las diversas cuestiones referentes a la ciencia de Cristo, por encima de las diferencias de escuelas, enfoques y opciones teológicas— ni las alusiones más o menos claras que se encuentran en los libros inspirados. En cambio, para aclarar lo oscuro de esta cuestión, ofrece un resumen de la explicación propuesta por K. Rahner (pp. 440-442), que muy probablemente escapará a la comprensión de todos los alumnos.

5. Desde el punto de vista temático, bastantes puntos que tradicionalmente se tocaban en los manuales de cristología y soteriología, aquí no se tratan o a lo más son objeto de una referencia incidental: p.ej., la unidad de filiación en Cristo, perennidad de la unión hipostática y permanencia jamás interrumpida, análisis del carácter teándrico de las operaciones de Cristo, reglas para expresarse correctamente al atribuir a Cristo propiedades y acciones de una u otra naturaleza, adoración de la Humanidad de Cristo, virtudes del Señor, su poder, su pasibilidad.

Esas omisiones quizá se deban a motivaciones varias; probablemente influye lo ya indicado en n.l: que el autor presta escasa atención al misterio de la Encarnación en sí mismo, le interesa más por lo que supone para nosotros. Esta razón, sin embargo, no lo explica todo, pues también faltan temas que interesarían desde esa perspectiva, como p.ej., la mediación real de Cristo, la consideración de la Ascensión, Sesión en el Cielo y Último Juicio como misterios pertenecientes a la obra salvífica encomendada por el Padre a Cristo (supongo que no se ocupa de la mediación profética porque la considera ya expuesta en el tratado de Teología Fundamental).

6. Desde el punto de vista de la precisión, el texto presenta con relativa frecuencia frases ambiguas, inexactas desde el punto de vista de la ortodoxia doctrinal: más que a defecto profundo, parecen deberse a precipitación y desorden en el modo de redactar. He aquí algunas: en p. 258, comentando Is 7, 14, escribe que Cristo, "a diferencia del profetizado por Isaías, es concebido por obra del Espíritu Santo y por el poder divino"; en p. 409: "según la doctrina escolástica Dios (y por lo tanto la segunda persona de la Trinidad) es inmutable" (habría que decir que eso es de fe); en p. 454: "He aquí que el pecado es, pues, el destrozo completo de todo cuanto hay en nosotros de más propio y personal" (sobra el calificativo de completo). Otras muchas veces, recoge afirmaciones de autores contemporáneos sin valorarlas suficientemente, sin criticarlas cuando no se ajustan bien a lo que es de fe (vid. pp. 263, 268, 270, 281, 398, 429, 433). Este defecto es especialmente notorio en el Apéndice I, donde expone las teorías de Pannenberg y Moltmann sin observar lo que tienen de equivocado, cosa que en cambio hace bien cuando trata de Lutero, Calvino y sobre todo Socino, probablemente porque los ha estudiado mejor.

Esa falta de exactitud se manifiesta a veces en la ausencia de afirmaciones y consideraciones que deberían estar presentes en un tratado de cristología y soteriología. Así, a pesar de dedicar 240 páginas al estudio escriturístico, no comenta el Protoevangelio (donde por primera vez se promete al hombre la salvación y un Libertador): sólo dedica una línea a Gn 3, 15, en p. 74. Siempre habla del "Resucitado", indicando que el Padre resucitó a Jesús de la muerte: jamás dice que Cristo resucitó por su propio poder. Habla mucho de las dificultades que los griegos encontraron para formular adecuadamente el dogma cristológico; pero no dedica ni una página al estudio de los grandes Padres latinos, que formularon este misterio con gran precisión ya desde el s.II.

7. En el estudio escriturístico, el autor no distingue claramente lo que es revelación y lo que es teología (vid. p.ej. pp. 142-143, 236-238, 253, y todo el tema X). Quizá alude a que la comunicación divina ha contado con la colaboración inteligente del destinatario inmediato de la revelación (profetas y apóstoles); pero los alumnos necesitarían —para evitar equívocos peligrosos— una separación más neta entre lo que deben reconocer expresamente como venido de Dios (palabra que funda y exige nuestra adhesión incondicional de fe teologal) y lo que es una profundización humana sobre esa palabra, fruto del esfuerzo intelectual bajo la luz de la fe, fruto que de suyo no pide adhesión incondicional (a menos que el Magisterio lo reconozca como incluido en el mensaje divino).

El autor ofrece bastantes interpretaciones de los libros inspirados que resultan insuficientemente fundamentadas y que desentonan de la hermenéutica propuesta por la tradición viva de la Iglesia y por su Magisterio: vid. p.ej., pp. 144, 149, 155, 200, 206, 226, 227, 230, 71, 273, 276, 280, 286. No faltan las que tienden a disminuir la historicidad de los relatos evangélicos (pp. 133, 186, 197, 436).

El defecto de su exégesis se nota especialmente cuando trata del sacerdocio y del sacrificio. En p. 208 escribe: "podemos afirmar que Pablo no utiliza la figura del sacrificio en sentido estricto (sino sólo analógico, pero real) para interpretar la obra de Jesús". Esa frase difícil de entender es aclarada en la página siguiente con un texto de León-Dufour sobre la Epístola a los Hebreos: "Sin duda, el autor se inspira en el lenguaje sacrificial del AT y llega hasta llamar a Jesús Sumo Sacerdote; pero eso no es para clasificar el hecho de Jesús entre los sacrificios; es para decir que éstos son vanos e inútiles en lo sucesivo. Los sacrificios no son 'categorías' destinadas a explicar la muerte de Cristo". El autor afirma que la muerte de Cristo no fue un sacrificio ritual y señala que el elemento interior (la voluntad de ofrecer, la obediencia, el amor) son más importantes que el elemento externo (la acción física, la inmolación como tal). Son conceptos pacíficamente poseídos por la teología católica desde tiempo inmemorial; pero el autor, a partir de ahí, extrapola indebidamente, llegando a poner en tela de juicio el carácter sacrificial de la muerte de Jesús y el valor de las obras externas de sacrificio[2]

Esa extrapolación le lleva a sostener que la muerte de Cruz no estaba incluida en el mandato que Jesús recibió del Padre; fue un hecho históricamente derivado de las circunstancias en que Cristo se movió y de su conducta obediente y fiel a la misión recibida del Padre. "La Cruz en sí misma no es lo esencial de la Redención. Es el término circunstancial histórico de una vida como la que vivió Jesús, en plena fidelidad al Padre, y en un momento histórico determinado. En otro momento histórico, Jesús hubiese muerto ciertamente en forma violenta (condenado por el pecado) pero no necesariamente en la cruz. Si murió en ella es porque en su tiempo (y una encarnación histórica tenía que ser necesariamente en un tiempo) ese era el castigo supremo impuesto precisamente a los rebeldes políticos y a los esclavos (es decir, a la ínfima categoría de hombres). La muerte en cruz no es, pues, el más cruel castigo posible impuesto por la voluntad del Padre a su Hijo, en reparación de la ofensa gravísima de los hombres (la doctrina de la satispasión no parece tolerable bíblicamente). No hay sufrimiento alguno capaz de ser suficiente para expiar una culpa contra Dios, ni éste lo exige propiamente. La muerte en cruz es más bien el término histórico normal a que lleva una situación de pecado a quien quiere desde la entraña misma del pecado suprimirlo, mediante una radical obediencia. Es el término histórico al que llegó Jesús al aceptar una misión del Padre, que era el establecimiento del reino, contrario a todas la categorías e intereses de hombres que ponían su salvación en sus propias fuerzas y sabiduría, tratando de cometer la 'rapiña' de ser como dioses" (p. 173. Cfr. pp. 171, 174-182).

8. La exposición de los testimonios de la Tradición reviste un carácter meramente informativo, nunca vinculante. El autor no intenta saber —cuando estudia las diversas cuestiones— qué ha dicho al respecto la Tradición; no busca averiguar si existe una afirmación constante y moralmente unánime que ilumine definitivamente (y en consecuencia de modo obligatorio) un determinado aspecto del misterio. Para él, la Tradición no es una continua transmisión fiel, un testimonio cuya acumulada repetición aclara al creyente la verdad de Dios y le vincula con ella. Por eso, le basta estudiar a unos pocos autores, criticándolos desde la perspectiva que él ocupa. En consecuencia, al término de esa averiguación escribe: "las diversas explicaciones que se han dado al misterio de Cristo, a través de la historia de la teología, indican caminos más o menos aptos de profundización en quién es el Señor, sin que ninguna de ellas pueda ser suficiente para pretender iluminarlo todo" (p.399). No queda claro si entre esas diversas explicaciones quedan incluidas las de Mateo, Marcos, Lucas, Juan y Pablo, pues el autor las designa como cristologías, del mismo modo que hace con las de Anselmo y Tomás de Aquino. Quizá si, según lo que dice en p. 446: "A través de todo este libro hemos ya observado la enorme gama de interpretaciones de la obra de Cristo que encontramos en la historia del desarrollo dogmático de la cristología. Lejos de sentir por ello desaliento al no poder asirnos a ninguna de ellas como si fuese la única y firme doctrina de la Iglesia, hemos de admirar la inmensa riqueza del misterio que ha sido contemplado y seguimos contemplando en sus múltiples facetas, sin jamás agotarlo". Cfr. pp. 404, 419, 453, 462, etc.

Se nota, pues, cierto olvido de lo que la Tradición es y de cómo funciona. Sorprenden un poco las críticas que dirige a algunos Santos Padres y Doctores de la Iglesia (p.ej. a San Cirilo de Alejandría y San Celestino en pp. 336-337, a San Anselmo en p.366, y a Santo Tomás lo que ya hemos comentado), cuando en cambio, trata con gran benignidad a quienes atacaron heréticamente los dogmas de la fe: Nestorio, Severo, Arrio, etc. Así, escribe: "Con la mejor voluntad del mundo el obispo Apolinar trató de salvar la unión de la carne humana de Jesús con el Verbo, poniendo a éste en lugar del alma de Cristo" (p.435). Signo de poco interés por la Tradición puede ser el que frecuentemente se excusa por no poder citar a más escritores antiguos, pues el espacio disponible es breve, mientras cita innumerables veces a autores contemporáneos desconocidos o de escaso relieve.

9. Parece que tampoco ha apreciado del todo bien la función y el valor del Magisterio de la Iglesia en lo referente a la determinación de lo que debe creerse. Así, p.ej., considera a San León, hablando de su "Tomus ad Flavianum", como un teólogo más (p. 343 nota 77); el texto no recurre al magisterio de Papas y Concilios, exceptuados los seis primeros ecuménicos y algunas referencias —nunca presentadas como vinculantes— de Pablo VI y Juan Pablo II.

Un detalle significativo: ningún capitulo y ningún apartado llevan en su título la expresión "unión hipostática" (o su equivalente: unión en la persona, una persona y dos naturalezas, etc.). Como título, aparece sólo en un subapartado, en el que expone la doctrina de Santo Tomás, de donde podría desprenderse que tal formulación es un mero theologumenon elaborado por el Doctor Angélico y no una vinculante formulación de la fe cristiana. Avala esta deducción lo que escribe en p. 339: "el Concilio de Éfeso enfoca el punto de una unión misteriosa (lo que se llamaría posteriormente unión hipostática) como la base misma de la cristología y la soteriología". El autor oculta que lo que ese Concilio precisamente definió fue la unión hipostática y que la designó con esas exactas palabras (enosis kata upostasin: vid. Dz 114). El autor aduce —para justificar la no utilización de esa y otras fórmulas— la indicación del episcopado latinoamericano en Puebla (p. 418); pero olvida que se trata de una indicación para la exposición pastoral (catequética, homilética, etc.), no para la dogmática, donde vigen criterios más estrictos y precisos en lo referente a la terminología.

El autor confiesa —indirectamente— que adopta una actitud minimalista ante las enseñanzas magisteriales (vid. p.ej., pp. 391, 437 y 462). Así, toma como norma obligatoria sólo lo que está explícitamente definido, sin valorar lo enseñado de manera constante y universal (es el caso, p.ej., de la ciencia y la plenitud de gracia de Cristo a que nos hemos referido ya, y otras cuestiones relativas a la unión hipostática). Se trata de un minimalismo selectivo (cuando le interesa, considera también como dogma lo que no está expresamente definido, como p.ej. el dogma de la Redención misma: vid. p. 446) y ciertamente peligroso, porque —quizá sin advertirlo— puede dejar fuera cosas explícitamente definidas (vid. p. ej., en p. 392, el elenco que ofrece de lo que necesariamente debe creerse: recoge la afirmación de que Cristo es sólo una Persona, pero no la de que esa única persona es divina).

10. Desde el punto de vista del rigor científico, la obra presenta deficiencias de diverso orden. Son frecuentes los errores en las referencias (vid. pp. 272, 276, 341, 342, 350, etc.), en los datos históricos (vid. p.ej., pp. 322, 340 y ss., 348), y aun en los nombres de los autores (S. Ireneo, p.ej. aparece repetidas veces como Ireno: pp. 299 y ss., 307, 325, 465, etc.).

La exposición del pensamiento de los diversos autores es muy desigual: a veces, recoge fielmente lo que dicen; otras, lo falsea lamentablemente: es el caso, p.ej. de San Anselmo y Santo Tomás. Atribuye a San Anselmo la idea de que el Hijo no había recibido del Padre el mandato de dar su vida por la redención de los hombres muriendo en la Cruz; la obediencia del Hijo sería a una misión que sólo históricamente implicó la Cruz. Remite para eso a la obra "Cur Deus homo", I, cc. 8-9 (pp. 360-361; 181). Quien lea esos capítulos del santo abad podrá comprobar que San Anselmo dice algo bien distinto, aunque ciertamente observa que la muerte de Cruz tuvo en efecto sus causas históricas. El resumen que ofrece de la cristología y la soteriología de la Tercera Parte de la Suma Teológica, muestra que el autor no ha comprendido bien a Santo Tomás y desfigura su pensamiento. Así, p. ej., escribe: "para Santo Tomás, la única virtud cristiana es el amor; cuando se habla de fe, castidad, esperanza, etc., se trata de amor vivido en la fe, en la castidad, etc." (p. 375, nota 123); "Santo Tomás considera (la redención) como una metáfora que debe entenderse en el contexto de otras dos: la primera, el pecado considerado como una esclavitud; la segunda, como una deuda de justicia para con Dios" (p. 381); según él, Santo Tomás afirma que "Cristo no nos ha liberado porque ha muerto, sino porque nos ha amado hasta la muerte; por consiguiente la cruz es no la causa de nuestra salvación, sino el signo de la profundidad del amor salvífico" (p. 377).

11. El valor científico y pedagógico de la obra queda muy disminuido por la debilidad de las consideraciones de orden metafísico. Ciertamente, el autor ha prescindido bastante de ellas basado en una opción previa que, en nuestra opinión, resulta desacertada, pues priva a un tratado como éste de su última y necesaria profundización y también de un mínimo de esquematización sólida que ayude al estudiante a penetrar en el misterio de Cristo. El texto se limita a apuntar pistas, pero no aborda seriamente un planteamiento filosófico de las cuestiones cristológicas y soteriológicas. No discute el significado de los términos (p.ej., la diferencia entre persona y personalidad). Ofrece algunas sugerencias francamente interesantes, pero será muy difícil que sirvan de verdad al alumno, porque son muy escasas y el autor mezcla explicaciones acertadas con otras confusas o erróneas, sin discernirlas (vid. pp. 404-417).

12. El defecto que señalamos en el número anterior se extiende también al modo de discurrir y analizar algunas cuestiones. Así, el autor dilata p.ej. el significado de la palabra "pobre" y de sus correlativos (vid. tema VI). Es cierto —y el libro lo prueba abundantemente— que la pobreza en la Biblia no es sólo la carencia de bienes materiales o cualquier situación de injusticia. La pobreza que alaban los libros inspirados tiene siempre connotaciones espirituales. Pero, en buena lógica, no es lícito basarse en esa riqueza de significado para operar "sic et simpliciter" la identificación entre pobreza y humildad, pobreza y conciencia de la propia dependencia de Dios, pobreza y mansedumbre. El autor insiste en llevar a cabo esa identificación a lo largo de todo el libro (propone, p.ej., traducir Mt 11,29 así: aprended de Mí que soy pobre; en vez de decir: que soy manso y humilde de corazón: vid. pp. 149 y 159). El resultado es una cierta absolutización de la pobreza, que no puede dejar de ser, cuando menos, desconcertante. Véanse las siguientes frases: "El signo de mayor pobreza de Jesús es su total dependencia del Padre" (p. 151); "esta una cosa (la pobreza) no es algo accidental, es el todo" (p. 161); "el reino de Dios viene al hombre precisamente en su historia humana (llena de pobrezas de todo tipo, y por tanto dicho reino estará abierto al pobre, y sólo a él)" (p. 172); "es responsabilidad del pueblo de Dios como conjunto, que no haya necesitados que vivan en la miseria" (p. 163); "los seguidores de Jesús consistían predominantemente en personas difamadas, en personas que gozaban de baja reputación y estima.." (p. 155). El autor quizá entienda ahí por pobreza otras cosas (humildad, obediencia, disponibilidad...), pero los estudiantes seguramente entenderán lo que comúnmente se designa por ese término.

13. El libro no carece de cierta finalidad práctica. El tema XVI se titula: "Para una evangelización liberadora en Cristo". Ese tema se presenta como la recapitulación final de todo lo visto antes, como la solución que "recoge el jugo de las tradiciones y abre la puerta para continuar por ese camino que estamos muy lejos de haber recorrido completamente" (p. 453). Según el autor, "ha faltado a las soteriologías tradicionales saber dar el paso necesario de la fidelidad al misterio revelado en el nivel explicativo, a la fidelidad en el campo existencial del vivir comunitaria y socialmente como redimidos por Cristo" (p. 459). Muchos teólogos —dice— "han afirmado que la salvación que Jesucristo nos ha ofrecido se extiende universalmente a toda la realidad humana y cósmica". La consecuencia le parece clara: "Ahora hemos de esforzarnos porque esa afirmación se transforme en hecho real e histórico" (ib.).

Esa finalidad práctica se orienta, siguiendo las indicaciones del CELAM en Puebla (n. 322 del Documento final) hacia una liberación integral, ofreciendo una síntesis unificadora entre cristología ascendente y descendente (pp. 203, 459-462).

Ahora bien, hay razones para pensar que la identificación reductora de conceptos indebidamente operada por el autor, según hemos visto en el n. 12, incide en esa finalidad, dando a la evangelización liberadora un contenido muy particular y bastante poco integral. Podría decirse que el texto —desde el punto de vista de la praxis teológica— sugiere el siguiente itinerario discursivo: 1) identificación de los diversos aspectos del espíritu (humildad, obediencia, dependencia de Dios, sentido de la trascendencia divina) con el concepto de pobreza; 2) constatación de que Cristo opta por los humildes, los contritos, los enfermos, los necesitados: esto es, por los pobres; 3) conciencia de que la salvación ofrecida por Cristo no es intimista y meramente individual, sino comunitaria; que la vida del espíritu debe encarnarse, sin quedarse en teorías espiritualistas; que no es abstracta sino histórica y concreta (pp. 202-203, 390-392, 395, 397-398, etc.); 4) conclusión: la adoración a Dios y la liberación del pecado deben traducirse en un compromiso por transformar el mundo, en una opción operativa en favor de los pobres y marginados (pp. 453-466; 548). Ese es el punto de llegada práctico: la salvación actúa y se significa por la dedicación a los pobres, porque ése es el sentido de la liberación que Cristo nos ha traído (vid. pp. 198, 391, 434, 464, etc.).

Desde esa conclusión práctica, se comprenderá la indulgencia con que el autor juzga las cristologías de Boff y Sobrino (vid. Apéndice II).

14. En resumen, el libro ofrece algunos temas bien desarrollados (p.ej., los dos primeros), pero en conjunto presenta bastantes deficiencias, debidas probablemente a que el autor no parece haber madurado suficientemente este tratado: al menos, así lo confiesa él repetidas veces, cuando afirma que no puede ofrecer "una reflexión teológica completa" (p. 462; cfr. pp. 459, 514), que debe limitarse a sugerir algunas pistas (p. 390), y otras expresiones semejantes. A esas limitaciones deben añadirse las reservas provenientes de la falta de claridad doctrinal en algunos planteamientos metodológicos y en algunas afirmaciones.

 

                                                                                                                  A.B. (1989)

 

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[1] El autor explicita en ese texto la sospecha de criptoherejía que unas páginas antes había expresado menos abiertamente: "Así, pues, Santo Tomás parece poner el constitutivo de la persona en que ésta es un individuo concreto... Y por eso precisamente la naturaleza humana de Jesucristo, aunque completa, no es persona: porque no existe individualmente, como dueña de su propio acto, si no es asumida por el Verbo. Pero, como se le ha criticado ya desde Escoto, si el constitutivo de la persona fuese la existencia real y concreta de la sustancia racional, se podría aún apretar la pregunta por qué entonces la naturaleza humana de Jesucristo no es persona, si es naturaleza completa, ¿o es que puede ser completa una naturaleza sin la existencia? ¿Se podría llamar así una verdadera y 'perfecta' naturaleza humana? (p. 406). A pie de página, refuerza lo dicho con esta cita: "J. Galot expresa esta critica diciendo: 'Habría allí una forma de monofisismo existencial, salvaguardándose la dualidad de naturalezas en cuanto a la esencia y no en cuanto a la existencia'". Y en p. 419: "ya hemos visto cómo Santo Tomás ilumina parcialmente la persona de Cristo apuntando a la unidad en la existencia y del sujeto que actúa, como constitutivo de la persona; pero su explicación no puede sin más agotar todos los aspectos del misterio revelado, y si se le quisiera empujar a ir más allá de lo que pretende, puede juzgársele incluso de "criptohereje". En p. 372 comenta: "en relación a dicha relectura del dogma (se está refiriendo a la exposición del dogma cristológico, tal como fue definido en Éfeso y Calcedonia), habría que preguntarse si el Santo Doctor fue del todo fiel a lo que originalmente significaban las palabras que usaron los Santos Padres en su propia época".

[2] Así, dentro de las orientaciones pastorales, incluye la siguiente: "Las 'mandas' o 'promesas' que hacen algunos cristianos como agradecimiento por algún favor recibido: ¿incluyen ciertas 'penitencias de sangre' u otros elementos que más bien contradirían la voluntad del Señor? (Educar a quienes tienen esa idea incorrecta; porque Jesús no pide sufrimientos artificiales, sino una fe que se manifieste en la fidelidad al seguirlo: ésta debe ser nuestra gratitud por su providencia en favor nuestro)" (p. 139).